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Vol. 6. Núm. 2.
Páginas 158-160 (abril 2008)
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Aquella pasión desconocida
That unknown passion
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José Luis Arrondo Arrondoa
a Unidad de Andrología. Servicio de Urología. Hospital de Navarra. Pamplona. España.
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Aquella mañana, el madrugón superó al de los días precedentes: las cinco y media, hora portuguesa. Luis se calzó las zapatillas azules de marca, camiseta y pantaloneta holgadas, e inició su carrera matinal. Desde el hotel hasta la playa, unos doscientos metros a ritmo de calentamiento. Había dejado de llover, el cielo se encendía con fuerza anunciando un día luminoso y expectante.

Encaró la recta del paseo artificial, fabricado en madera, entre un terreno desértico, repleto de matorrales y tierra arenosa. El ritmo iba in crescendo, mientras se desentumecía y espabilaba un cuerpo que superaba los cincuenta. Corría imbuido de soledad, desgastando su físico en zancadas sobre la madera chillona, escuchando el diálogo relajante, monótono y eterno de las olas de un mar Atlántico ligeramente embravecido y estimulado por los vientos del poniente. La juguetona masa líquida lamía la arena húmeda y virgen. En el pueblo, las criaturas dormían, descansaban. Él, inicialmente vacío de sentimientos, comenzó a sentirse especialmente abierto a emociones.

Cuatro kilómetros de ida y cuatro de vuelta para situarse, de nuevo, frente al hotel. Conforme se acercaba al final de su trayecto divisó a una mujer que realizaba gimnasia en la playa. Apenas quedaban diez metros cuando la reconoció: era ella, la mujer morena de vestido rojo, la de melena que terminaba acariciando los hombros, la que todos los días desayunaba con su familia en una mesa redonda para ocho comensales, con seis jóvenes y un varón maduro, evidentemente el hombre de su vida. Aquella mujer con la que cruzaba miradas todas las mañanas, miradas que hablaban de inquietudes y de sueños.

Luis se sentó a una distancia prudente para no incomodarla, pero suficientemente cerca como para contemplar los contornos de su anatomía. Estaban solos, inmersos en una soledad compartida rota por el ruido de las olas y que gemía a borbotones. Él centró su observación en esa mujer que le inquietaba cada mañana. Era delgada, de curvas y formas justas, de ademanes y gestos delicados, esculturalmente proporcionada, elegante, hermosa, unos cuarenta y cinco años de guapura. Mantenía un físico envidiable. Con la soltura que da la experiencia, desarrollaba una tabla de gimnasia sobre la arena empapada y fría. La flexibilidad de sus articulaciones resaltaba más su bello cuerpo, que mantenía una tersura atractiva y que cada vez se tornaba más sensual. Un mar de ternura les fue inspirando, les fue abriendo a los latidos del placer simultáneamente, como si fuesen conscientes de las sensaciones del otro. Los dos iban adquiriendo más temperatura que la ambiental, palpitaban con generosidad.

La mujer se despojó de la pantaloneta, se colocó bien el sujetador del bikini mientras acariciaba con descaro su contenido, lo que permitió la visión de un epicentro izquierdo oscuro y respingón. Con aire de suficiencia e inusitada elegancia, aquel cuerpo menudo todo erotismo se introdujo en el mar. El agua, pícara y juguetona, acariciaba su piel madura, mientras los ojos de Luis se transformaban en prismáticos que permitían contemplar mejor los detalles de lujuria.

Sólo habían transcurrido tres minutos cuando se incorporó, presa de su deseo de poseerla, zambulléndose al instante en aquel mar de instintos. Desde siempre fantaseaba con un coito bajo el agua y esa mañana el destino podría brindarle una oportunidad. En dos brazadas se acercó hacia un volcán en ebullición.

-Hola, buenos días.

-Hola, ¿qué tal?

-Soy Luis.

-Yo, Marianna. Ya sé que estamos en el mismo hotel.

-Así es. ¡Qué mañana más agradable!

-Desde luego. Y, ¡qué bien se está sin el bullicio de tanto turista!

Se estableció una conversación breve, sosegada, más bien de preparaciones, de preámbulos, de cortejos. El diálogo se fue tornando más íntimo, se fueron abriendo en cuerpo y alma hacia un universo de sensaciones. Se miraron profundamente, sin prisas. Es posible que desde la primera mirada decidieran amarse con locura.

Luis se acercó hacia unos ojos color azabache, hacia unos labios generosos y desplegados. Los dos cuerpos morenos, brillantes y húmedos, jugaron con el roce, introduciéndose entre un vapor de feromonas, descargando rayos de lascivia que electrizaron sobremanera las entrepiernas.

Marianna flotaba como fruta madura y jugosa, acariciando el mar con su mirada. Los ojos de Luis se perdieron por aquel desfiladero más que bello, adivinando la dulzura de dos montañas gemelas, redondas, ni grandes ni inaccesibles, y coronadas por torres erizadas y golosas. Un ombligo llamativo, en forma de lágrima, se derramaba hacia un triángulo umbrío y misterioso.

Antes de que él lanzase el ataque, ella le rodeó el cuello con sus brazos y acercó aquellos labios carnosos hacia la llama que se reavivó desde la profundidad de sus ya inquietas y remojadas ingles. Luis apretó la cintura de ese cuerpo, ahora inmenso, y buscó con avidez los labios calientes y mordisqueables de Marianna. Ella aceptó con agrado tan deseado envite. Los besos se tornaron cada vez más envenenados y ambos cuerpos sangraban fluidos por el mar y el deseo.

Se fueron despojando de las exiguas ropas con incitante parsimonia y el entusiasmo apasionado de años juveniles. Las manos de la mujer, que parecían de seda, descendieron jugueteando por la espalda hasta llegar al trasero y liberando al pene y sus acólitos de una presión progresiva. Simultáneamente, él intentaba excarcelar una delantera a punto de explotar. Pero, ¿cómo soltar el broche del sujetador? Terminó por tirar de él pasándolo por encima de la cabeza y lanzándolo hacia la arena. Pechos de tamaño justo, como manzanas maduras, todavía firmes, con pezones insolentemente llamativos.

La lengua jugueteó y lamió con fruición el círculo más oscuro. Las manos, tras acariciar sus pechos, descendieron lentamente hasta detenerse en el hoyuelo de un ombligo marcado y sexy, terminando enganchado a un volcán, al que liberó de la prenda del pudor.

La desnudez resaltaba más la belleza de la mujer de rojo, toda ella se antojaba sexualmente seductora y apetecible. Luis, que pasaba de los cincuenta, mantenía también un físico atlético, atractivo. Hombre y mujer para ser comidos. Los objetos de tanta pasión se acercaron más a la orilla. Se fusionaron en un abrazo, con innumerables besos, para terminar con uno profundo, largo, húmedo, con sabor a mar, que les cortó la respiración.

Los pechos de Marianna y el pene de Luis bailaban anárquicos, bamboleaban al ritmo de una olas madrugadoras, sin furia, desganadas. Los instintos gobernaban sus cerebros y los dos disfrutaban ebrios de placer. La mujer atrapó entre sus piernas aquella batuta tersa en la orquesta de la lujuria, que parecía un tizón desbocado en la inmensidad del Atlántico. El objeto más caliente de aquel juego se introdujo en el lugar más jugoso y ardiente de la mujer, entonces sin vestido rojo. El oficio del sexo les hechizó por completo, en un intercambio sublime de esencias y pasiones. Con aquel orgasmo loco y refrescante ambos eyacularon sus sueños, sus instintos y, tal vez, un pedazo de humanismo.

De la mano, desnudos, cansados y risueños, salieron del agua pausadamente. Se sentaron sobre una toalla familiar que Marianna había colocado sobre la arena. Sonrieron, algo nerviosos, con la sensación de haber sido infieles por decreto, como consecuencia de una fuerza que no se puede ni se debe evitar. Tal vez por aquello de que la mejor manera de vencer las tentaciones es cayendo en ellas.

En la situación de relajación postorgásmica permaneció un inquietante rescoldo. Fantasías plagadas de lujuria, simultaneando miradas cargadas de deseos que prendieron de nuevo la hoguera. Él permanecía distraído, cuando se vio sorprendido por un nuevo ataque. Aquella belleza madura se levantó con juvenil pasión y deslizó la pierna, el muslo derecho sobre el hombro izquierdo de Luis, el cual, entre la perplejidad y las ganas de aceptar un nuevo envite, agarró con fuerza aquellas nalgas, todavía húmedas, acercándolas hacia su rostro. Deslizó sus labios por el muslo mientras la mirada se clavaba en aquel delicioso bosquecillo. Unos labios frente a otros labios, mayores y menores, jugosos, brillantes y salados. Esa acrobática postura permitió el acceso a un nuevo volcán más incombustible.

El día avanzaba en luminosidad, pero Luis no cohibió sus instintos: labios, lengua y dientes atacaron el punto neurálgico del placer. Una entrepierna abierta, con un majestuoso y poblado monte de Venus, con sus laderas y riachuelos, con una seductora boca genital de labios sonrosados y carnosos, que podrían hacer perder el juicio a cualquiera. La matinal locura, tan desatada, terminó con los dos en el suelo, revolcándose por una arena más caliente, y convirtiendo la orgía sexual en un 69 al estilo francés, un 69 de costado y más salado que nunca.

-Algunos intrusos madrugadores sufrieron aquella mañana un inesperado sobresalto, del que tardarían en recuperarse.-

Reposaron unos minutos, en los que el silencio habló con inusitada elocuencia. Se vistieron y se despidieron amigablemente.

-Hasta luego, Marianna.

-Nos veremos en el desayuno, Luis.

Él reanudó la carrera hacia el hotel. ¿Volverían a contactar, sería el inicio de una larga amistad o habría sido una infidelidad pasajera?

El sonido monótono e incordiante del despertador señalaba las ocho y media. Aquel hombre que pasaba los cincuenta se despertó sobresaltado, agitado, por demás sudoroso, y con el ritmo cardíaco muy acelerado. La totalidad de su piel presentaba el color salmón de la lujuria y un miembro dolorido empujaba sobre el calzoncillo, transformado en tienda de campaña. Los pies reptaron entre las sábanas hasta chocar con la piel suave y caliente de una mujer. Separó las sábanas: el mismo cuerpo menudo, curvas y formas justas, pelo moreno, melena hasta los hombros, el mismo perfume... Levantó la mirada, descubriendo en una esquina de la habitación el vestido rojo colgado sobre una percha de madera. Estaba a su lado la mujer con la que compartía su cama cada noche. ¿Acaso no fue infiel? ¿Había amado intensa y apasionadamente a la mujer de su vida?

Aquella mañana, los seis chavales desayunaron solos.

Este trabajo fue galardonado con el primer premio del concurso de Relatos eróticos "Sexo y Letras" en el X Congreso Español de Sexología (León, abril de 2008).


Correspondencia:

J.L. Arrondo Arrondo

Avda. Sancho el Fuerte, 35, 10.º C. 31007 Pamplona. España.

Correo electrónico: jlarrondo@telefonica.net

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