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Vol. 5. Núm. 2.
Páginas 98-99 (mayo 2012)
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Natrum muriaticum. Caso Marina
Natrum muriaticum. The case of Marina
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Inmaculada González-Carbajal Garcíaa
a Federación Española de Médicos Homeópatas, Academia de Homeopatía de Asturias
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Todos los homeópatas que llevamos trabajando muchos años tenemos algún caso especial, alguna historia que nos impactó y por algún motivo quedó grabada en nuestra memoria. Esta es una de esas historias y, con ella, quiero manifestar mi agradecimiento a la paciente que en ese momento, me permitió introducir un cambio cualitativo en mi trabajo.

Primera visita

En el año 1988 acudió a mi consulta una paciente de 32 años; venía recomendada por un médico que me había llamado previamente para pedirme el favor de que la atendiera con cierta urgencia. Se trataba de un caso con muchos síntomas mentales, una persona que estaba sufriendo mucho, con un cuadro de angustia y expresando de manera insistente que no quería vivir.

La paciente llegó a mi consulta un día del mes de noviembre. Cuando le abrí la puerta tenía un aspecto apesadumbrado y envejecido a pesar de ser joven, su rostro mostraba una tristeza profunda y una gran amargura. Después de tomarle los datos le hice la primera pregunta: "¿Qué le pasa?". Empezó a hablar y a contar todo de forma fluida. Se sentía muy mal, tenía un problema con su marido y con su familia política, que la había despreciado desde el principio. Su suegro la trataba mal y la insultaba, ella callaba y aguantaba. Su suegra la ignoraba en las reuniones familiares, la despreciaba y le hacía evidente que no la quería como nuera. Su marido no la defendía ante los desprecios de su madre ni ante los insultos de su padre. Ella había soportado mucho tiempo esta situación, que había empezado a "comerla por dentro", "como si algo en mi interior (señalaba el centro del pecho) me royera, provocando una rabia que está afectando a la relación con mi marido".

Empezó a aislarse, no quería hablar con nadie, se sentía sola, abandonada por su marido y con un gran resentimiento hacia él porque no evitaba los encuentros con su familia y cada reunión con sus suegros era un martirio para ella. La tristeza se hizo dueña de su corazón y dejó de sentir alegría por la vida, "yo que era tan alegre antes de casarme".

Dormía mal, se despertaba con angustia y tristeza, pensando continuamente en cada uno de los momentos vividos con sus suegros, a quienes no se atrevía a manifestar su malestar: "siempre callando y aguantando y luego, me lleno de rabia". Cuando se despertaba a medianoche le venían también escenas de su infancia y en ellas reconocía haber vivido muchas situaciones de desprecio por parte de su padre. Hija de un hombre alcohólico, se recordaba de niña también con temor, sola, callando por miedo a que su padre pegara a su madre cuando venía por la noche borracho.

Yo me acuerdo de esta mujer contando el drama de su vida en el pasado y, me imagino a la niña herida que sufría ahora, en la mujer adulta, el desprecio de sus suegros y la indiferencia del marido que consentía aquella situación. Me impactaba cómo lo contaba, pasando del presente al pasado sin mediar pregunta alguna por mi parte.

La paciente se fue calmando según iba drenando su dolor a través de lo que contaba. No sé cuánto tiempo había pasado hablando sin parar, pero llegó un momento en el que entró en silencio, entonces le pregunté sobre lo que más le apetecía para comer. Fue la única vez en mi vida que alguien me expresó el deseo de sal de aquella forma: "A veces siento tanta necesidad de algo salado que pelo una patata y mojo un trozo en la sal para luego metérmela en la boca y dejar que los trozos de sal se derritan despacio". Nunca se me hubiera ocurrido colmar un deseo de sal de ese modo y, desde luego, a lo largo de todos estos años, nunca nadie me volvió a expresar el deseo de algo salado de ese modo.

Después le pregunté por los climas, la temperatura y también me sorprendió su respuesta. Esta mujer vivía en una de las cuencas mineras de Asturias y me dijo que cuando estaba muy triste y se sentía muy mal se iba a Gijón a pasear junto al mar, y que a veces se quedaba mirando esa inmensidad y le apetecía meterse en ella, perderse en el agua y dejarse llevar, pero le daba miedo, y entonces sólo quería mirarlo porque era como si la tristeza se disolviera en el agua. Yo la escuchaba y me parecía una forma curiosa de expresar su conexión con el mar.

En el resto del relato no hubo otras expresiones que merezca la pena destacar. Cuando acabé la historia, tenía ante mí a una persona un poco más calmada pero con un gran sufrimiento, recuerdo su mirada apesadumbrada y a la vez confiada en poder encontrar una ayuda a su situación. En ese momento me di cuenta que en aquella ocasión tenía que hacer algo diferente. No podía prescribir el medicamento siguiendo las mismas pautas que hacía hasta entonces.

Utilizaba las potencias LM desde hacía poco tiempo. Tenía mucha inseguridad y me aferraba a unas normas de prescripción que mitigaban el miedo que me producía la falta de experiencia. Los protocolos y las prescripciones que siguen normas y recetas van muy bien para contener la desazón que nos provoca esa permanente situación de novedad ante la que nos coloca siempre el enfermo cuando le vemos por primera vez.

Pues bien, mis normas para indicar la LM sistemáticamente eran las mismas para todo el mundo. Empezaba por una 6, 9 o 12, indicando dos potencias: 10 tomas alternas de cada una con un descanso intermedio de 10 días. Así para todo el mundo, variando solamente el número de la potencia por la que iniciaba el tratamiento. Después evaluaba la respuesta y seguía con otras dos potencias en orden ascendente de tres en tres.

Cuando terminé de hacerle la historia a aquella mujer sentí que estaba ante un reto y tenía que hacer algo diferente; tenía que aliviar su sufrimiento y no podía aplicar la norma que usaba con todos los pacientes. No sabía por qué pero sentía que aquella paciente necesitaba el medicamento de otro modo. No tenía duda respecto al remedio y entonces decidí hacer algo diferente. Le indiqué Natrum Muriaticum 30, 42, 54 y 60 LM en dilución, de forma diaria y cambiando la primera potencia en 10 días, la segunda en 12, la siguiente en 14 y la cuarta hasta la revisión que le marqué para mes y medio más tarde.

Nunca había hecho algo así y recuerdo también la sensación cuando despedía a la paciente en la puerta. Me pregunté qué podría pasar y si sería posible que volviera a verla.

Segunda visita

Hasta el día de revisión pensé varias veces en esta mujer y el día fijado para la nueva consulta me pregunté si volvería o no. Llegó la hora y llegó la paciente. Cuando iba a abrir la puerta sentía una inquietud ante la expectativa de verla de nuevo. Cuando por fin la vi, me impresionó su mirada y el cambio general, desde la actitud corporal hasta la ropa, desde la sonrisa hasta el brillo de sus ojos. Era como si fuese otra persona. Me abrazó y cuando se sentó frente a mí empezó a darme las gracias por el milagro, según ella expresaba, y por el cambio que había experimentado en tan poco tiempo. Se sentía otra persona, la que había sido en otro tiempo que ya casi no recordaba. Había recuperado la alegría, había empezado a hablar y responderle algunas cosas a su suegro, estaba tranquila cuando la suegra no le hacía ni caso, se había sincerado con su marido contándole su sufrimiento y éste había cambiado también su actitud. Era como si alrededor de ella también las cosas hubiesen cambiado, simplemente porque su actitud era otra.

Hablaba de todo ello mientras yo la miraba y no daba crédito al cambio. Le pregunté cuándo había empezado a experimentar mejoría. Me contestó que entre el segundo y tercer frasco, si bien, desde el final del primero había notado menos angustia. Le pregunté también por los síntomas físicos y me respondió que tenía menos necesidad de cortar patatas para comer sal pero todavía tenía algún momento en que necesitaba algo salado. También dormía mejor pero si despertaba temprano todavía le asaltaban recuerdos dolorosos de su infancia.

La mejoría de la paciente era espectacular y en aquellos primeros tiempos de mi práctica homeopática me resultaba extraordinaria, más aún porque había hecho algo diferente con la prescripción de las potencias LM.

Como había evolucionado tan bien, las siguientes diluciones se las indiqué subiendo de 3 en 3 y cambiándolas cada 14 días, así siguió durante un tiempo, para pasar más tarde a la pauta de tomas en días alternos con descansos y cuando llevaba algo más de un año le retiré la medicación. En ese momento ya no experimentaba el deseo de sal que tenía al principio.

Cuando le di el alta, recordé aquella primera consulta, la expresión de la paciente, su angustia y su forma de manifestarla, entonces experimenté la satisfacción de haber sido intermediaria de su proceso de recuperación y curación. Pensé también, de qué modo un remedio homeopático extraído de la sal común, había logrado el cambio de vida en esta mujer. El mar al que ella acudía para sentirse mejor, que tanto le atraía y en el que quería perderse, tenía en su esencia la sustancia que podía curarla y poner orden en su vitalidad.

Un reto permanente

Nunca más supe nada sobre ella, sin embargo, en mi memoria quedó grabada aquella primera consulta que me dio la ocasión de introducir un cambio cualitativo en mi forma de indicar las potencias LM. Después de esta paciente abandoné la aplicación rígida de unas normas que indicaba a todos los enfermos por igual y empecé a adaptar la prescripción a la situación de cada uno. Han pasado desde entonces unos cuantos años y siempre recuerdo a esta paciente con gratitud porque me dio la oportunidad de asumir un reto que modificó mi forma de trabajar. Después han venido muchos pacientes que también me han puesto en situación de tener que adaptar el método a su caso particular.

La homeopatía es una ciencia médica con unas bases teóricas y, ante todo, un arte de curar que permite adaptar el método terapéutico a la manifestación de la enfermedad en cada paciente.

Por cierto, algo también sorprendente de aquella paciente... su nombre era Marina.


Correo electrónico:yasoi50@gmail.com

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