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Vol. 58. Núm. 218.
Páginas 153-164 (enero 2013)
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América Latina y el problema de las múltiples modernidades1
Latin America and the Problem of Multiple Modernities
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Shmuel N. Eisenstadt*
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En las páginas siguientes presentaré algunos comentarios sobre la relevancia de la investigación sobre América Latina y sus patrones de ciudadanía, tal como se ven en el marco de las múltiples modernidades. La idea de las múltiples modernidades es muy sencilla aunque problemática (para un análisis comprehensivo, véase Eisenstadt, 2007). La idea básica es que, conforme la mayor parte del mundo se ha vuelto o se está volviendo moderna, la vieja dicotomía entre sociedades tradicionales y modernas ya no es válida, o ya no resulta muy interesante. Por supuesto, aún existen algunas sociedades que quizá puedan describirse como tradicionales, como Arabia Saudita y muchos sectores tradicionales de las sociedades de Asia central, pero la mayor parte de las sociedades están, para bien o para mal, entrelazadas con las modernidades, rumbo a la modernidad. Sin embargo, estas modernidades no son iguales, sino diferentes, por ser el producto de complejos encuentros entre la apropiación variable de los programas políticos e institucionales de la modernidad y su continua reinterpretación a la luz de diversas tradiciones, crisis y rupturas. Y el punto importante de nuestra discusión es que ello no es tan sólo el resultado de la expansión de la modernidad de Europa Occidental hacia África o Asia. Todo comenzó, en efecto, con la expansión europea que ya ocurría en el Occidente más allá de Europa, en las Américas. Las primeras múltiples modernidades han sido los Estados Unidos y las distintas sociedades de América Central, del Sur y el Caribe, definidas como “América Latina” desde mediados del siglo XIX (véase también Eisenstadt, 2002).

El principal postulado de esta perspectiva es que las relaciones y los encuentros entre diferentes sociedades en el mundo contemporáneo no son un diálogo o un choque de culturas, sino entre diferentes interpretaciones de la modernidad -que, en efecto, resultan culturales en gran medida- y que puede ser mejor entendido en términos de la continuidad del desarrollo cultural, y la capacidad de transformación de las múltiples modernidades.

La idea misma de múltiples modernidades va en contra de algunos de los supuestos duros, explícitos e implícitos, de la tradición sociológica clásica y, sobre todo, de las teorías sobre la modernización predominantes en las décadas de los 50 y 60 del siglo XX. También se contrapone a algunos de los temas dominantes en el discurso contemporáneo de la globalización.

En efecto, las teorías “clásicas” de la modernización de los años 50 del siglo XX identificaron las características centrales de la modernidad, tales como la descomposición de los viejos marcos institucionales “cerrados” y el desarrollo de nuevas formaciones y rasgos estructurales, institucionales y culturales y, para usar la terminología de Karl Deutsch, el creciente potencial de movilización social. La dimensión estructural más importante de la modernidad, que da cuenta de la descomposición de las formaciones anteriores, relativamente estrechas, se vio en la creciente tendencia hacia una diferenciación estructural, manifiesta, entre otras cosas, en una creciente urbanización, mercantilización de la economía y en el continuo desarrollo de canales de comunicación y agencias educativas específicos. A nivel institucional, tal descomposición dio paso al desarrollo de nuevas formaciones, como el Estado moderno, las colectividades nacionales modernas, nuevas economías de mercado -en especial capitalistas- que se percibían o definían, hasta cierto punto, cuando menos como entes autónomos. Éstos, en efecto, estaban regulados por mecanismos específicos distintos, tales como las reglas del mercado, de la organización burocrática y cuestiones similares. En algunas formulaciones posteriores fue el desarrollo de tales esferas autónomas distintas, cada una regulada por su propia lógica, lo que muy a menudo se definió como la esencia de las formaciones institucionales modernas. De manera concomitante, se consideraba que la modernidad portaba un programa cultural particular, relacionado de manera cercana con modos específicos de estructuración de las principales arenas de la vida social, dando forma a tipos específicos de características de personalidad (Eisenstadt, 1973).

Estas teorías, así como los análisis sociológicos clásicos de Marx, de Durkheim, y en gran medida aún de Weber (véanse, por ejemplo, Kamenka, 1983; Weber, 1968a, 1968b, 1978; y Durkheim, 1973) -o cuando menos en alguna de las lecturas que se pueden hacer de este autor- han conjuntado, de manera implícita o explícita, estas dimensiones principales de la modernidad tal como vieron su desarrollo en Occidente. Estos enfoques suponían que aún si estas dimensiones fueran analíticamente distintas, históricamente aparecen conjuntamente y, esencialmente, se vuelven inseparables. Un supuesto muy sólido -aún si resulta implícito- de los estudios sobre la modernización, era que las dimensiones o aspectos culturales de la modernización -las premisas culturales básicas de la modernidad occidental, la cosmovisión racional “secular”, incluyendo una fuerte orientación individualista- se entretejen de manera inherente y necesaria con las estructurales. De manera concordante, la mayor parte de los clásicos de la sociología, así como los estudios sobre la modernización de las décadas de 1940 y 1950, y aquellos estudios sobre la convergencia de las sociedades industriales, asumieron, quizá implícitamente, que las formaciones institucionales básicas, las definiciones de las arenas institucionales, sus modos de regulación e integración desarrollados en la modernidad europea y el programa cultural de la modernidad, tal como se desarrollaron en Occidente, serían “naturalmente adoptados”, quizá con variaciones locales, por todas las sociedades que se modernizaran -o cuando menos en las “exitosas”-. Supusieron también que este proyecto de modernización, con sus tendencias hegemónicas y homogeneizadoras, continuaría en Occidente y, con la expansión de la modernidad, prevalecería en todo el mundo. En todos estos enfoques, existía un supuesto implícito de que la modernización traería consigo modos de integración institucional relacionados con los Estados-Nación, con economías políticas capitalistas y arenas institucionales relativamente autónomas en las sociedades de todo el mundo, lo que proyectaría un proceso de creciente convergencia.

Pero la realidad que emergió fue radicalmente distinta. Los desarrollos en la época contemporánea no confirmaron los supuestos de “convergencia” de las sociedades modernas. Los acontecimientos tal como se dieron, indicaron que las diversas arenas institucionales autónomas modernas -la económica, la política, las educativas o la familia- se definen, regulan y conjuntan de distintas maneras en distintas sociedades y en distintos periodos de su desarrollo. La gran diversidad existente entre las sociedades modernas, aún entre aquellas relativamente semejantes en términos de su desarrollo económico, como en el caso de las principales sociedades capitalistas industriales -las europeas, los Estados Unidos y Japón-, devino más evidente. La vieja pregunta de Werner Sombart, “¿por qué no hay socialismo en los eua?”, formulada en las primeras décadas del siglo XX, da cuenta del primer reconocimiento de este hecho, si bien todavía de manera implícita (Sombart, 1976). Sin menoscabo de qué respuesta ofreció Sombart a su pregunta, la pregunta misma es, en efecto, muy relevante. Estaba sorprendido, viniendo de Europa, al observar en los eua la cristalización de un nuevo patrón de modernidad, enfatizada por el desarrollo del capitalismo y el industrialismo, pero que no dio paso a movimientos socialistas. Veía ya para principios del siglo XX que, en uno de los capitalismos industriales más vibrantes y de más alto desarrollo, en los Estados Unidos, el socialismo no jugó el mismo papel central que tuvo en Europa. El ambiente de protesta en conjunto era totalmente distinto. Y preguntó por qué. No quiero adentrarme en su explicación. Mi difunto buen amigo, Martin Lipset, publicó varios libros al respecto. Para nuestra discusión, basta señalar que ya en este momento, en el corazón mismo de la modernidad, se cristalizaban modernidades diferentes. Se desarrolló un problema paralelo respecto a las distintas sociedades que abarca el término América Latina. Una mirada más de cerca también habría indicado que ahí se desarrollaron modernidades distintas. Por ejemplo, el populismo jugó un papel estructurante clave en la esfera política y en la reconstitución de identidades colectivas a nivel nacional, mucho más allá del papel que tales formas de liderazgo y de movimientos jugaron en Europa Occidental. Esto es, se desarrolló una variabilidad de gran alcance aún al interior del Occidente -al interior de Europa misma, y sobre todo, entre Europa y las Américas (eua, Canadá y América Latina, o más bien, las “Américas Latinas”) -.

Lo mismo fue incluso más evidente respecto a la relación entre las dimensiones cultural y estructural de la modernidad. Mientras que las distintas dimensiones del proyecto occidental original constituyeron los puntos de partida cruciales y de referencia continua para los procesos desarrollados en la era moderna al interior de diferentes sociedades del mundo, tras la expansión de la modernidad, los desarrollos en estas sociedades han ido mucho más allá de la versión hegemónica y homogeneizadora del programa cultural de la modernidad. Asimismo, han ido más allá de los contornos concretos y de muchas de las premisas iniciales de este proyecto, y de los patrones institucionales desarrollados en Europa.

La modernidad, en efecto, se ha difundido en la mayor parte del mundo, principalmente en sus versiones colonial e imperialista, pero no dio lugar a un patrón institucional único, a una civilización moderna única, sino al desarrollo de diversas civilizaciones modernas en constante transformación o, cuando menos, a patrones civilizatorios. Se trata de sociedades o de civilizaciones que en efecto comparten algunas características centrales, pero que sin embargo tienden a desarrollar diferentes dinámicas institucionales e ideológicas, aunque resulten semejantes. Además, se han llevado a cabo cambios de gran alcance, que van más allá de las premisas originales de la modernidad, en todas estas sociedades, incluyendo a las occidentales.

A la vez, no obstante, contrariamente a las perspectivas que sostenían que la mejor manera de comprender la dinámica de diferentes sociedades “en proceso de modernización” es verlas como continuación, aunque se plasmen de nuevas maneras, de sus patrones y dinámicas institucionales tradicionales -perspectiva revivida, hasta cierto punto, en planteamientos contemporáneos como en la teoría del “choque de civilizaciones” de Huntington (1996)-, las formaciones institucionales que se desarrollaron en la mayor parte de las sociedades han sido específicamente modernas, aún cuando sus dinámicas recibieran una gran influencia de sus premisas culturales distintivas, de sus tradiciones y experiencias históricas. En este contexto, resulta de importancia particular el hecho de que los movimientos políticos y sociales más importantes que se volvieron predominantes en estas sociedades, como los nacionalistas, aun cuando promulgaran a menudo fuertes ideologías antioccidentales, o incluso antimodernas, fueran distintivamente modernas en lo fundamental y promulgaran maneras particulares de interpretar la modernidad. Esto es cierto no sólo de los diversos movimientos nacionalistas, socialistas y reformistas que se desarrollaron en todas estas sociedades, más o menos desde mediados del siglo XIX y hasta después de la Segunda Guerra Mundial, sino también de los movimientos contemporáneos fundamentalistas.

La idea de las múltiples modernidades suscitó muchas discusiones que la sometieron a crítica, algunas de ellas de diversas maneras constructivas. Una de estas críticas enfatizó la formulación inicial de esta multiplicidad de modernidades focalizada en diferentes Estados-Nación: los eua, diferentes estados europeos, India, Japón, como si las arenas nacionales fueran los únicos ámbitos de las múltiples modernidades. Pero ciertamente, esto no puede tomarse como un supuesto básico, especialmente hoy, con la transformación del Estado-Nación. Ciertamente, los Estados-Nación aún no desaparecen y están lejos de hacerlo. Con todo, se transformaron. Pero incluso en este escenario existen otras unidades, regionales y transnacionales, que deben mirarse, y América Latina es un conjunto sobresaliente de sociedades para pensar esta problemática. Por ejemplo, considero que algunas de las ideas desarrolladas por Saskia Sassen en un muy buen libro hace algunos años, pueden resultar útiles en este contexto. Sassen analiza cómo las constelaciones de derechos, autoridad y territorio no quedan confinadas a los Estados-Nación, sino que se cristalizan en otras unidades, otros marcos que cambian continuamente (Sassen, 2008). Esto no significa que la idea de múltiples modernidades deba abandonarse, sino que es importante aplicarla de manera más diversificada. En efecto, la idea de múltiples modernidades presume que la mejor manera de comprender al mundo contemporáneo es verlo como una historia de constitución y reconstitución continua de una multiplicidad de programas culturales, con un amplio conjunto de tensiones, ambigüedades y antinomias.

Esto implica también la necesidad de reexaminar la idea del Estado-Nación como un modelo básico, constitutivo de otros aspectos de la vida política y social y sobre todo de membresía política y ciudadanía. Se trataba de un modelo muy potente, pero algunos pueden decir que jamás existió. En hebreo tenemos una expresión maravillosa que, traducida, dice: “jamás existió, jamás fue, pero fue una metáfora muy poderosa”. No quiero decir que el Estado-Nación jamás existió pero, es bastante claro que, si se mira de cerca, prácticamente no existió ningún Estado-Nación puro. Siempre se presenta como algo mucho más heterogéneo, de mucha mayor complejidad, de lo que su imaginario predica. Y sin embargo fue una metáfora muy potente, con implicaciones ideológicas e institucionales muy fuertes. En concordancia con lo anterior, uno de los problemas más interesantes en este contexto, es el análisis de las premisas de la constitución de colectividades en general, en especial de las modernas. ¿Hasta qué punto y de qué maneras estas colectividades comparten componentes en común -por ejemplo, para seguir a Edward Shils- entre componentes primordiales, civiles y sagrados? Y ¿hay diferencias entre estos y en su articulación específica?

En este contexto es de especial importancia observar los problemas que conectan al Estado-Nación con la diferencia entre las concepciones y la dinámica de la ciudadanía. La ciudadanía en el sentido moderno es básicamente una invención de la modernidad posrevolucionaria. Las grandes ideas posrevolucionarias de ciudadanía no son lo mismo respecto a lo que existía en algunos Estados. Había muchos derechos ciudadanos en la Europa medieval, así como en otros sitios. Pero estos eran distintos de la idea de ciudadanía que se desarrolló en el marco de las grandes revoluciones. De manera similar, aún en este primer periodo, la ciudadanía moderna se formuló de maneras distintas, y estaba en constante transformación.

Existen Estados-Nación modernos basados en la laicidad, como Francia, Turquía kemalista y otros modelos distintos de Estados-Nación, en los que los elementos religiosos tradicionales son muy fuertes. De manera inversa, ¿qué sucede si diversos Estados-Nación promulgan las mismas ideas básicas contra un bagaje histórico compartido y una visión de un ideal de unidad no cumplido, como podría ser el caso en América Latina, desde la ruptura de la administración colonial y el fracaso del ideal bolivariano? ¿Cómo afecta esta tensión a los principios de membresía política y ciudadanía tal y como los limita la lógica de los distintos Estados-Nación? En este sentido, el estudio del transnacionalismo en América Latina resulta crucial. Así, debemos ser mucho más sistemáticos al examinar la idea de múltiples modernidades desde el punto de vista de la constitución de diferentes tipos de colectividades.

La segunda crítica a la formulación temprana de la idea de múltiples modernidades es que suena demasiado esencialista y culturalista y que es, en apariencia, invariable. Aunque creo que tales críticas son bastante exageradas, señalan un punto muy importante: no sólo que estas concepciones están en continua transformación, sino que también debemos analizar los mecanismos sociales mediante los cuales cristalizaron los diferentes patrones de la modernidad, así como las agencias que afectan tales transformaciones. Aquí entra también otro elemento en la formación de diferentes modernidades, ya sea a la escala de naciones, de regiones, o en una escala global. Se trata del problema de la contingencia. Esta palabra, contingencia, es a la vez tan potente como peligrosa porque, a menos de que especifiquemos qué queremos decir por contingencia, también se puede volver una especie de categoría residual. Si uno desea entender, digamos, cómo se desarrollaron los japoneses, la primera modernidad no occidental, no europea, se deben tomar en cuenta varios factores contingentes, como por ejemplo, los modos exactos de su encuentro entre expansiones imperiales. De manera semejante, en el caso de las Américas Latinas, los factores contingentes han jugado un papel principal respecto a las fronteras específicas de los diversos países, y el modo específico de su cambiante inserción en la arena internacional, así como de la promulgación de ideas de cambio, de justicia social y de cultura.

Otro reto al concepto de múltiples modernidades es el análisis sistemático de los criterios de diferencias entre éstas. Algunas parecen obvias, como en el caso de los modos de protesta y participación política que cristalizaron en el pasado. Pero hay otras, como el peso de las expectativas construidas culturalmente sobre el desenvolvimiento de la legitimidad y la autoridad. Estas diferencias no se han elaborado de manera suficientemente sistemática. Las dimensiones sociales e institucionales, según las cuales podemos comparar a las distintas modernidades, deben elaborarse de manera mucho más cuidadosa respecto a los cambios en las distintas categorías de ciudadanía, que constituyen un aspecto muy importante de éstas. Algunas de estas diferencias pueden ser simplemente locales o accidentales; contingentes de la manera más simple. Otras pueden relacionarse con algunos procesos básicos, inherentes al modo de estructurar las modernidades. Huelga decir que es también necesario elaborar de manera mucho más sistemática los distintos patrones de economía política, tal y como se desarrollan en distintos marcos modernos.

Todos estos desarrollos implicaron enfrentamientos continuos entre distintas interpretaciones de la modernidad y, sobre todo, entre diferentes énfasis sobre las dimensiones pluralistas o totalizantes del programa cultural y político de la modernidad, y entre constituciones de identidades colectivas multifacéticas, de frente a otras monolíticas o totalizantes (Eisenstadt, 1999). En la arena política, estos énfasis se fusionaron con tensiones entre un enfoque constructivista que considera que la política es el proceso de reconstrucción de la sociedad, y especialmente de una política democrática que predica una activa autoconstrucción de la sociedad, contra una perspectiva que acepta a la sociedad en su composición concreta. De igual modo, se fusionaron con las tensiones entre la libertad y la igualdad; entre los componentes civiles y utópicos del programa cultural y político de la modernidad; entre la libertad y la emancipación en el nombre de algunos, visiones sociales, muchas veces utópicas: sobre todo entre orientaciones y aproximaciones al orden social y político de tipo jacobino y/o más pluralistas; y entre la tensión estrechamente relacionada, para utilizar la formulación de Bruce Ackerman, entre la política “normal” y la “revolucionaria”. Estas contiendas y confrontaciones no están confinadas a los marcos de una única sociedad o Estado, aún si las formaciones institucionales de tales sociedades o Estados constituyen las arenas principales de implementación de los programas y metas promulgados por tales actividades. La naturaleza misma de las visiones de la modernidad y de su dinámica institucional ha sido internacional en sus alcances y orientaciones.

De manera semejante, es importante rastrear el equilibrio entre las diversas perspectivas encontradas sobre la modernidad y la ciudadanía liberal, surgidas en diversas sociedades. En efecto, de manera concomitante con el creciente reconocimiento de la gran complejidad y variabilidad de las sociedades modernas y contemporáneas, se desarrolló una evaluación de la modernidad mucho más compleja. Desde el principio mismo del discurso sobre la modernidad, de los intentos al interior de las sociedades modernas por comprender la naturaleza de esta nueva era o civilización, se desarrollaron dos evaluaciones opuestas de la misma, lo que da cuenta, en efecto, de las contradicciones inherentes a la modernidad. Una de estas evaluaciones, implícita también en las teorías de la modernización y en las de la “convergencia de las sociedades industriales” de los años cincuenta y principios de los sesenta, veía a la modernidad como una fuerza positiva, emancipadora, progresista, epítome de las promesas de un mundo mejor, inclusivo, emancipador. La otra evaluación, que se desarrolló primero desde el centro mismo de las primeras sociedades europeas y que más tarde encontró fuerte resonancia en las sociedades europeas no occidentales, en especial bajo el impacto del hecho de que la expansión de la modernidad se llevó a cabo en sus versiones colonial e imperial, patrocinó un enfoque negativo, o cuando menos en extremo ambivalente, y consideró a la modernidad una fuerza moralmente destructiva, dando énfasis a los efectos negativos de algunas de sus características fundamentales, ya fuera la tecnología, o el poder que adquirieron algunas actitudes y metas egoístas y hedonistas. Algunos de los principales debates contemporáneos, así como giros respecto a la ciudadanía, deberían analizarse en términos de tal ambigüedad, ya reconocida en sus parámetros básicos por los clásicos de la sociología.

Los clásicos de la sociología -Tocqueville, Marx, Weber o Durkheim- estaban muy conscientes de que la modernidad estaba repleta de tales fuerzas contradictorias, constructivas y destructivas y, en efecto, su actitud ante ésta era muy ambivalente. Tal ambivalencia se intensificó en las décadas 1920 y 1930 con el ascenso del fascismo -y el enfrentamiento con éste- y con el comunismo, cuya confrontación devino una de las mayores preocupaciones de la sociología europea. Después de la Segunda Guerra Mundial, la nueva visión optimista sobre la modernidad prevaleció durante algún tiempo en los diversos estudios sobre la modernización y la convergencia de las sociedades industriales, quizá de manera paradójica en vista de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, con énfasis muy débil sobre sus contradicciones, y prácticamente sin ambivalencias, tanto en sus versiones comunista como “liberal” pluralista.

Esta visión optimista de la modernidad dio lugar, acompañada de la rebelión y protesta intelectual de fines de los 60 y principios de los 70, con el declive de la Guerra Fría y con el ascenso del “posmodernismo”, a ópticas más pesimistas. Los temas críticos y la actitud ambivalente hacia la modernidad, que existieron desde el principio mismo del discurso sobre ésta, resurgieron con fuerza en la escena contemporánea en América Latina, bajo la égida de los aspectos amenazantes y negativos de las políticas neoliberales de la reestructuración estatal y del “fundamentalismo del mercado”, y en otros sitios relacionado con la amenaza de las armas nucleares y el poder, o con la destrucción del medio ambiente.

La conciencia de los diversos potenciales negativos, destructivos, de la modernidad, se vio continuamente reforzada mediante el reconocimiento de que los procesos de modernización, la continua expansión de la modernidad por el mundo, no eran necesariamente muy benignos o pacíficos; que no garantizaban el progreso constante de la razón, y que las orientaciones y reivindicaciones promisorias de la modernidad -como la igualdad- no siempre se cumplieron. El hecho de que estos procesos se entretejieran continuamente con las expansiones coloniales e imperialistas, con guerras, violencia, genocidios, opresión y abuso de los recursos, represión y dislocación de grandes sectores de algunas poblaciones -en efecto, en ocasiones de sociedades completas- fue reconocido más íntegramente. En tanto que la perspectiva optimista de la modernidad, las guerras, los genocidios y las represiones, a menudo se representaban como hechos a contracorriente del programa fundamental de la modernidad, a menudo como “vestigios” de actitudes premodernas, se reconoció cada vez más que las “viejas” fuerzas destructivas se transformaron e intensificaron radicalmente al entretejerse tanto con las premisas ideológicas de la modernidad, con su tendencia a la expansión, como con los patrones específicos de la institucionalización de las sociedades y regímenes modernos, generando tendencias continuas a barbarismos específicamente modernos. La manifestación más importante de dicha transformación fue la ideologización de la violencia, el terror y la guerra -que apareció de manera más vivida primero en la Revolución Francesa, y después también en los diversos movimientos románticos y nacionales y comunistas-. Tal ideologización devino un componente central de la constitución de los Estados-Nación y de muchos movimientos institucionales revolucionarios, con estos Estados que se volvieron el agente -y la arena- más importante de la constitución de la ciudadanía, así como los símbolos de la identidad colectiva; con la cristalización del moderno sistema de Estados europeo, que también devino un componente central de la expansión de la modernidad más allá de Europa y se intensificó con el constante desarrollo de las tecnologías de comunicación y de guerra. De manera concomitante, se reconocía y enfatizaba más y más, en el discurso público y académico, que la cristalización de la modernidad y la expansión, en especial, pero no sólo bajo la égida del imperialismo y del colonialismo, se entretejía continuamente con guerras, con exclusiones, represiones y dislocaciones -que muy frecuentemente se legitimaban en términos de algunos de los componentes de los programas culturales de la modernidad-. El Holocausto, que sucedió en el centro mismo de la modernidad, se volvió un símbolo de los potenciales destructivos, negativos, de la modernidad, del barbarismo acechante al interior del núcleo mismo de la modernidad, con las guerras y genocidios étnicos y religiosos más recientes como testigos de la continuidad de estas potencialidades destructivas. En tanto que América Latina no experimentó tales fuerzas destructivas cuyo objetivo fueron grupos en términos étnicos y raciales, incluso durante el apogeo del nazismo y el fascismo, durante el siglo XX y en especial durante las últimas etapas de la Guerra Fría, la región experimentó situaciones de guerra civil y violencia y represión masivas a manos de agentes estatales y no estatales, incluyendo el asesinato y exilio de miles de ciudadanos, sobre la base ideológica de la defensa de la civilización Occidental en ese mismo hemisferio. Tales formas de represión fueron disputadas, y de ésta disputa evolucionaron nuevas instituciones y entendimientos de la ciudadanía y la modernidad (Roniger y Sznajder, 1999; Sznajder y Roniger, 2009).

En América Latina encontramos que estas dos evaluaciones están en constante contienda, en la que el positivismo compteano o spencereano reúne gran apoyo con su visión de orden y progreso, en particular en Brasil, pero también en el Cono Sur y en México, pero resiente a la vez el impacto de la modernidad estadunidense, en especial cuando aquel país se elevó a la hegemonía hemisférica después de la década de 1890, y durante la mayor parte del siglo XX. A partir de la continua interacción entre los procesos de cambio en las arenas económica, tecnológica, política y cultural, y los intentos por institucionalizar el programa cultural y político de la modernidad, con sus tensiones y contradicciones, las interpretaciones de este programa y la contienda en torno a éstas, tal como las promulgaron los actores sociales principales, incluyendo a los diversos movimientos sociales, se desarrollaron, en diversos contextos históricos, una gran variedad de sociedades modernas y en proceso de modernización con muchas características en común, pero también evidenciando grandes diferencias entre ellas, esto es, una gran diversidad de múltiples modernidades.

Cualesquiera que sean las diferencias entre las distintas múltiples modernidades, todas compartían -dada la continua apertura y potencial de transformación del programa cultural y político, y de los procesos de su institucionalización- el reto de poder incorporar tales cambios, las demandas que se desarrollaban constantemente por la incorporación e inclusión de los principales sectores sociales. Fue esta habilidad la que constituyó el continuo problema principal de las sociedades modernas, tendencia que ha sido particularmente prominente en América Latina en años recientes.

Las diversas visiones e interpretaciones de la modernidad, del desarrollo de las sociedades modernas, y de la escena contemporánea en términos de “múltiples modernidades”, se colocan firmemente en el marco de estos distintos enfoques y evaluaciones de la modernidad. Implican un punto de vista distintivito de ésta, a saber, como una civilización distinta. Esta perspectiva de la modernidad implica que debe verse a esta modernidad como un nuevo tipo de civilización -de manera no distinta de la formación y expansión de las grandes religiones-. Según este punto de vista, el núcleo de la modernidad es la cristalización y el desarrollo de una modalidad o modalidades de interpretación del mundo o, para tomar la terminología de Cornelius Castoriadis (1987), de un “imaginario” social distinto, en efecto de la visión ontológica fundamental o, para usar la frase de Björn Wittrock, de “presuposiciones epistemológicas” (en Wagner, Wittrock y Whitley, 1991) -o, en otras palabras, de un programa cultural propio, combinado con el desarrollo de un conjunto o conjuntos de nuevas formaciones institucionales-, cuyo núcleo central, de ambas, es una “apertura” e incertidumbre sin precedentes.

El captar el carácter inconcluso e incierto de las múltiples modernidades implica que la dinámica de cambio, de las fronteras cambiantes de la membresía política, y los patrones cambiantes de ciudadanía y participación, deben delinearse de manera sistemática. Examinarlos en el marco de un área cultural compartida, como América Latina, puede resultar de importancia primordial, en especial en esta época de confrontación de proyectos alternativos de ciudadanía moderna en la región. De este modo, tenemos aquí, ante nosotros, una agenda de investigación muy amplia, pero sugerente y desafiante. Es de particular importancia el análisis de las tensiones modernas entre el énfasis sobre la jerarquía y la igualdad; entre el énfasis sobre la autonomía humana y la autorregulación y los controles restrictivos inherentes a la puesta en marcha institucional de la vida moderna; entre las libertades individuales y la reconstrucción de las identidades colectivas, especialmente prominente en América Latina contemporánea, bajo la égida del multiculturalismo y los cambios constitucionales.

Estas sociedades comparten la creencia moderna en que la sociedad puede ser activamente formada por la acción humana consciente, con dos tendencias complementarias, aunque potencialmente contradictorias, desarrolladas en esta visión acerca de las mejores maneras en las que tal construcción pueda llevarse a cabo. La primera es la creencia, presente por lo general durante momentos de agitación, en la posibilidad de poner en práctica visiones utópicas mayores, e incluso escatológicas. La segunda subraya la legitimidad de las múltiples metas e intereses individuales y colectivos que, en consecuencia, permiten múltiples interpretaciones del bien común. A partir de estas premisas y características centrales, surgieron diversos aspectos del proceso político: presiones constantes para la reestructuración de las relaciones centro-periferia como el enfoque principal de la dinámica política; una fuerte tendencia hacia la politización de las demandas de diversos sectores de la sociedad, y de los conflictos entre ellos; y una lucha continua respecto a la definición de lo político. De acuerdo con lo anterior, América Latina ha sido tierra muy fértil para la protesta y los movimientos utópicos, que se han movilizado por la reconstrucción de los centros políticos, así como por una redefinición de las identidades colectivas y de la economía política de sus países. Se ha confinado a algunos de estos movimientos a las fronteras “nacionales”, en tanto que muchos otros han sido transnacionales, desafiando la hegemonía de los Estados-Nación; aún otros más han sido sub-nacionales, redefiniendo el formato de las relaciones centro-periferia. Se han desarrollado nuevas formas de patrones de contienda y contención en todas estas sociedades, en torno a polos enraizados en las antinomias inherentes a los programas culturales y políticos, específicos de la modernidad en esta zona. Estas tendencias y críticas a los modos de ciudadanía, tal como han evolucionado en América Latina, tienen una importancia que va mucho más allá que lo regional, y conforman un laboratorio de investigación comparativa.

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Este texto fue originalmente publicado en inglés en: Mario Sznajder, Luis Roniger y Carlos Forment (eds.), (2013) Shifting Frontiers of Citizenship: The Latin American Experience. Leiden - Boston, Brill, pp 43-54. Agradecemos a los editores de la obra por su compromiso con la Nueva Época de nuestra Revista. Traducción: Lucía Rayas. Cuidado de edición: Judit Bokser Misses-Liwerant, Lorena Pilloni Martínez, Eva Capece Woronowicz.

El profesor Eisenstadt terminó esta obra en agosto de 2010, poco antes de morir, el 02 de septiembre del mismo año.

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