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Vol. 61. Núm. 226.
Páginas 355-378 (enero - abril 2016)
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Vol. 61. Núm. 226.
Páginas 355-378 (enero - abril 2016)
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Apuntes para una cartografía (parcial) de la literatura latinoamericana a lo largo de los últimos cincuenta años Del Boom a la nueva narrativa
Notes for a (Partial) Cartography of Latin American Literature over the Last Fifty Years From the Boom to the New Narrative
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Gilda Waldman
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Resumen

Este artículo pretende trazar una cartografía de algunos de los caminos recorridos por la literatura latinoamericana a lo largo de los últimos cincuenta años, desde el Boom que hizo su aparición en la década de los sesenta hasta la nueva generación de escritores que hoy marcan la pauta de la narrativa del continente. El texto plantea la relación entre las diversas corrientes literarias que florecieron en el período mencionado y los procesos sociales, económicos y culturales del mismo, enfatiza los rasgos que caracerizan a la actual narrativa latinoamericana y aborda, sin afán de exhaustividad, algunas de sus principales temáticas.

Palabras clave:
literatura latinoamericana
Boom
nueva narrativa
Macondo
generación McOndo
Abstract

This article aims at tracing a cartography of several of the roads taken by Latin American literature throughout the last fifty years, from the Boom of the 1960s, to the new generation of writers that today set the narrative course of the continent. The text analyzes the relationship among the diverse literary trends that flourished during the period and the social, economic, and cultural processes that took place during that same period; it emphasizes the characteristics of present day Latin American narrative and addresses some of the main topics it covers.

Keywords:
Latin American literature
Boom
new narrative
Macondo
McOndo generation
Texto completo
Introducción

América Latina es, ciertamente, una región de contrastes y asimetrías. Ubicada históricamente en la periferia de Occidente en condiciones de atraso social y económico, y marcada por una historia de dictaduras y caudillismo, América Latina ha sido, sin embargo, un espacio extraordinariamente rico en su creación cultural. Una expresión de ello se manifiesta, sin duda, en el ámbito literario una de las más importantes y fecundas fuentes de construcción identitaria, al menos en varios de los países del continente1 y, desde la década de los sesenta, con la emergencia del Boom, una presencia importante en el escenario artístico internacional. En esta línea, si bien es innegable que hoy América Latina enfrenta grandes desafíos –desigualdad social, exclusión, vulnerabilidad democrática, debilidad institucional, entre otros– la vitalidad cultural es remarcable. El panorama de la literatura latinoamericana contemporánea es efervescente, diverso, fecundo y prolífico. Un número sin precedentes de escritores, desde México hasta el Cono Sur, desde el Caribe hasta la zona andina, desde Centroamérica hasta Colombia y Venezuela, desde Cuba hasta la Patagonia, e incluso desde Estados Unidos –donde muchos escritores producen no solo en español, sino también en inglés– configuran un mosaico de voces sugerentes y poderosas que han ido ganando visibilidad y reconocimiento en el amplio escenario de la literatura contemporánea y global. Figuras como Samanta Schweblin, (Argentina, 1978), Alejandro Zambra (Chile, 1975), Julián Herbert (México, 1971), Selva Almada (Argentina, 1973), Alvaro Bisama (Chile, 1975), Juan Gabriel Vásquez (Colombia, 1973), Félix Bruzzone (Argentina, 1976), Alejandra Costamagna (Chile, 1970), Santiago Roncagliolo (Perú, 1976), Rafael Gumucio (Chile, 1970), Guadalupe Nettel (México, 1973), Gonzalo Maier (Chile, 1981), Andrés Felipe Solano (Colombia, 1977), Hernán Roncino (Argentina, 1975), Andrea Jeftanovic (Chile, 1970), Laura Alcoba (Argentina, 1968), Juan Pablo Villalobos (México, 1973), Martín Kohan, (Argentina, 1967), Andrés Neumann (Argentina, 1977), Yuri Herrera (México, 1970), Wendy Guerra (Cuba, 1970), Antonio Ortuño (México, 1976), Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1969), Patricio Pron (Argentina, 1975), Nona Fernández (Chile, 1971), entre otros, forman parte de una hornada de creadores que han renovado la creación literaria, haciéndose merecedores de premios,2 siendo traducidos en diversos idiomas, publicando en el mercado editorial internacional –pero también en pequeñas editoriales independientes3 o en nuevas plataformas de publicación abierta (redes virtuales, blogs, revistas literarias digitales, etcétera)–. De este modo visibilizan de nueva cuenta el protagonismo que tuvo la literatura latinoamericana hace algunas décadas atrás, cuando lo que se conoció como el Boom –surgido desde principios de los años sesenta– dominó el campo literario latinoamericano y colocó a la literatura del subcontinente en el epicentro del arte y la cultura mundial. Hoy, una renovada literatura latinoamericana, inserta en la globalización y en los nuevos códigos del mundo mediático, explora caminos múltiples en un lenguaje no solo literario sino entretejido también con las nuevas tecnologías (Zambra, 2014), la cultura audiovisual (Fuguet, 2002) o la novela gráfica. Los nuevos escritores tienden a desarrollar sus carreras fuera de sus países de origen y expresan la nueva subjetividad que emerge en nuestro tiempo: el desarraigo y la carencia de un lugar fijo de residencia, acorde con la intensificación de los procesos de desterritorialización y transnacionalización que crean nuevos mapas de pertenencia ajenos a nociones unívocas de identidad y patria.4 Este desarraigo –que no se corresponde con lo que fue el exilio voluntario de los escritores del Boom o el exilio forzado de quienes debieron huir de las dictaduras en la década de los setenta– constituye hoy una de las más nítidas señas de identidad de las nuevas camadas de escritores latinoamericanos, ajenos ya a pasiones nacionalistas o a inconmovibles adhesiones ideológicas.5 En este sentido,

¿Qué clave explicaría en conjunto la producción narrativa latinoamericana de los últimos años? Si existe un término que pueda definirla, éste es el de la extraterritorialidad. En efecto, vivimos un momento en que la búsqueda de identidad ha sido relegada a favor de la diversidad. Como consecuencia, la creación literaria se revela ajena al prurito nacionalista a partir del cual se la analizó desde la época de la Independencia (Noguerol, 2008: 20).

Atrás han quedado el mundo mágico y maravilloso de Macondo, los paisajes desbordados del trópico, los prostíbulos legendarios, los caudillos y dictadores capturados por el militarismo, los cronopios y las famas, los personajes monstruosos y grotescos; así las experiencias de una América Latina compleja y contradictoria, que identificaron a aquel movimiento de creatividad cultural y literaria que surgió en las décadas de los sesenta y los setenta, y en el que convergieron escritores como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Guillermo Cabrera Infante, entre otros. Desintegrando las formas narrativas tradicionales6 y creando novedosos mundos de ficción, el Boom ofreció una nueva mirada, vibrante y crítica sobre América Latina en un momento en el que la novela europea mostraba signos de agotamiento.7 Surgido cuando en América Latina se cruzaban el proyecto modernizador desarrollista con la efervescencia de una nueva mirada teórica que explicaba el atraso de los países latinoamericanos debido a la explotación de los recursos por parte de los supuestamente desarrollados que se enriquecían a expensas de las economías del continente y sus malos gobiernos –mirada difundida de manera masiva en Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano– el Boom literario se insertó en una atmósfera de expectativas optimistas para América Latina en el que, aun coincidiendo con procesos de conflictividad social, radicalización política y auge de los movimientos de masas, nuevas prácticas culturales configuraron una novedosa producción simbólica y un imaginario social distinto en torno al futuro del continente. Al combinar innovaciones estilísticas y estéticas con elementos de la vida y la cultura latinoamericanas desconocidas para los lectores ajenos al continente –interesados, al mismo tiempo, en seguir los procesos de transformación posteriores a la revolución cubana– el Boom acaparó la atención mundial, ofreció una visión épica y totalizadora de América Latina e intentó darle identidad y voz al continente a través de la reinvención de la historia desde el mito, la búsqueda de las raíces, la conexión entre literatura y nación, la representación de gigantescos frescos sociales que plasmaban la realidad de un continente turbulento, desigual, violento y agraviado, la refundación de utopías y, ciertamente, la condensación literaria de muchas de las problemáticas presentes en el horizonte social, político e ideológico de la época.

La mirada del Boom sobre América Latina proponía una visión de un subcontinente más comprensible con imaginación y sensibilidad que con las categorías conceptuales del mundo cultural de Occidente, racional e ilustrado. Pertenecientes a una cultura y a una memoria común –aunque con un profundo sentido de pertenencia a sus países de origen– los escritores del Boom apelaron al imperativo epocal de configurar una identidad latinoamericana compartida, y en este sentido construyeron un discurso literario que encontró eco entre numerosos jóvenes inmersos, en ese momento histórico, en la exaltación de la conciencia latinoamericanista y en alentar un espíritu de vanguardia, tanto en lo político como en lo literario. En palabras de Julio Cortázar: “¿Qué es el Boom sino la más extraordinaria toma de conciencia por parte del pueblo latinoamericano de una parte de su propia identidad? […] El Boom no lo hicieron los editores sino los lectores, y ¿quiénes son los lectores, sino el pueblo de América Latina?” (Citado por Avelar, 2000: 46).

Ciertamente, el fenómeno del Boom se dio en un contexto histórico específico, en el clima intelectual de la época en que surgió y desarrolló: la emergencia de una visión del mundo libertaria y pacifista (aun en medio de la Guerra Fría), la revolución cultural, el protagonismo de la juventud y su movilización política, la modernización económica, el desarrollo urbano, la apertura y expansión educativas (lo que amplió el público lector), la fuerza de la izquierda, la efervescencia provocada por ideales que propugnaban por la construcción de modelos sociopolíticos distintos, las propuestas de un discurso emancipador y de integración latinoamericana, los movimientos de liberación nacional, la voluntad por reconocer la identidad común de los países del continente, y la formulación de proyectos colectivos, entre muchos otros factores.8 Sin duda, el éxito de la revolución cubana en 1959 esparció por el continente un espíritu “latinoamericanista” y una esperanza de cambio político a la cual se adhirieron los escritores de este movimiento, vinculados con la convicción de que la historia latinoamericana estaba a punto de transformarse.9 La política se ligaba, así, con la literatura, al tiempo que ésta ponía en circulación una perspectiva politizada de la cultura, y los novelistas reforzaban su posición de intelectuales jugando un rol activo en la sociedad. La ruptura narrativa del Boom coincidía con la ruptura política y familiar por la que luchaba gran parte de la juventud de los años sesenta, y buscaba transformar las formas de vivir, amar, vestir, hablar. Las flores amarillas descritas por Gabriel García Márquez, la figura de la Maga de Julio Cortázar, la indignada interrogante de Vargas Llosa “¿en qué momento se jodió el Perú?” o el verso de Mario Benedetti “en la calle codo a codo/somos mucho más que dos” resonaban con las utopías de una generación joven que quería encontrar atajos para construir un proyecto colectivo de transformación social. La narrativa del Boom excedió a la literatura y se volvió parte no solo de los debates políticos e ideológicos de la época, sino de la vida misma. La calidad narrativa, el éxito editorial –que vinculaba la lógica cultural con la de mercado–, la admiración que despertó internacionalmente, su inserción en el canon literario y su consonancia con el imperativo epocal de construir una identidad propia desde la literatura,10 convirtieron al Boom en el hito más importante de la literatura latinoamericana del siglo xx, otorgándole un enorme peso cultural que se consolidó con la entrega del Premio Nobel a Gabriel García Márquez en 1982.

La sombra proyectada por el Boom –que encontró epígonos en novelas posteriores como La casa de los espíritus de Isabel Allende (1982) y Como agua para chocolate de Laura Esquivel (1989)– se difuminó a mediados de la década de los noventa, cuando un grupo de nuevos escritores jóvenes comenzaron a construir distintos caminos literarios tendientes a ofrecer una visión alternativa de América Latina. Así como el Boom representó la explosión juvenil de una generación que rompía estéticamente con la de sus predecesores, una nueva sensibilidad generacional y estética y un nuevo estado de ánimo que correspondía a una nueva realidad social, se hicieron patentes cuando en 1996 apareció una antología de cuentos compilada por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, titulada McOndo, (1996)11 y que se ubicaba en contraposición total con el mundo latinoamericano representado en Cien años de soledad (1967), el gran referente novelístico de la literatura del Boom. Para la “generación McOndo” (síntesis de McDonalds y McIntosh), las raíces de la América Latina de ese momento ya no estaban en los paisajes desbordados de la selva o en los dictadores inmortales que se pudren sin remedio, sino en los rascacielos de un mundo urbano y globalizado económica, política y culturalmente, poblado de autopistas y centros comerciales, inundado de televisión por cable, contaminado y sobrepoblado, saturado de medios masivos de comunicación y cultura pop. La narrativa previa ya no concordaba con la nueva realidad de una América Latina integrada cabalmente al capitalismo multinacional. En palabras de Idelber Avelar:

La caída de Salvador Allende emblematiza, alegóricamente, la muerte del Boom porque la vocación histórica del Boom, es decir, la tensa reconciliación entre modernización e identidad, pasó a ser irrealizable. Después de los militares ya no hay modernización que no implique integración en el mercado global capitalista (Avelar, 2000: 55).

La “generación McOndo” rechazó de manera virulenta el imaginario latinoamericano creado por la literatura del Boom:

Esta es una nueva generación literaria que es post-todo: post-modernismo, post-yuppie, post-comunismo, postbabyboom, post-capa de ozono. Aquí no hay realismo mágico, hay realismo virtual. [Los cuentos] no son frescos sociales ni sagas sociales. Si hace algunos años la disyuntiva del escritor joven estaba entre tomar el lápiz o la carabina ahora parece que lo más angustiante para escribir es elegir entre Windows 95 o McIntosh… En McOndo hay McDonalds, computadores Mac y condominios, hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y mall gigantescos… McOndo es mtv latina, pero en papel y letras de molde. Y seguimos: Latinoamérica es Televisa, es Miami y son las repúblicas bananeras y Borges y el Subcomandante Marcos y la cnn en español y el Nafta y Mercosur y la deuda externa y, por supuesto, Vargas Llosa (Fuguet y Gómez, 1996: 15-6).

Ciertamente, la sociedad latinoamericana había sufrido grandes cambios entre las décadas de los 60 y los 90. La línea entre el norte y el sur de América era cada vez más tenue; la democracia se extendía por el continente, aunque en los países que habían vivido dictaduras las salidas políticas hubiesen sido pautadas con base en “concertaciones” y consensos (y poco después se profundizase el descrédito de la política formal); la ideología de izquierda propia del mundo literario y cultural latinoamericano de la década de los sesenta, a la que se había afiliado el Boom, estaba profundamente desdibujada; el continente latinoamericano estaba ya inserto en el mundo de las conexiones mediáticas y la sociedad de la información; la tecnología se introducía en todos los ámbitos de la vida cotidiana (microondas, videocaseteras, walkmans, cassettes, los primeros teléfonos celulares, las primeras computadoras personales), el sida se expandía, y América Latina procuraba salir de la década perdida de los años 80, pero inserta en el mundo cultural norteamericano. La “generación McOndo” ofrecía una nueva mirada hacia América Latina, apelando en particular a la vida cotidiana del mundo adolescente de los jóvenes de clase media de las ciudades,12 incluyendo el rock, el cómic y el cine. Ajenos a las convulsiones políticas de décadas precedentes o a los problemas sociales de sus sociedades, desencantados (posmodernos) de los “metarrelatos” de la política y las ideologías, los escritores de la “generación McOndo” abogaban por un cosmopolitismo sin señas de identidad nacional –un rasgo compartido por lo que fue en México lo que se conoció como “generación del crack”–13 así como por el abandono de toda búsqueda de orígenes o la desmemoria de lo que había significado la violencia política en las décadas previas (Richard, 1998). Ello en un momento en que, especialmente en países que habían sufrido dictaduras militares, la memoria era un tema crucial,14 plasmado en la publicación de numerosos testimonios, ensayos e investigaciones periodísticas, así como de una vasta creación literaria que recogía, desde distintos ángulos, la memoria de aquel período oscuro y sombrío de la política latinoamericana.15

Ciertamente, la literatura “McOndo” no fue la única expresión literaria que recorrió a Latinoamérica durante la década de los noventa. En particular, en países que habían sufrido regímenes dictatoriales en la década de los setenta, se produjo una diversificación de acercamientos a la ficción narrativa. Los registros temáticos y expresivos de la narrativa en este sentido fueron abundantes y muy variados; así, por ejemplo, y junto con la explosión de una vasta “narrativa de la memoria” que evidenciaba que las heridas de la historia continuaban abiertas, también el exilio se volvió una temática crucial en la literatura del continente.16 De igual modo, y sin pretender agotar el tema, se podría agregar la eclosión de la novela histórica de nuevo cuño que, conservando algunas convenciones propias del género se acercaba mediante estrategias narrativas experimentales a las nuevas corrientes historiográficas que estaban ocupando ya un lugar visible en universidades y centros de investigación en América Latina.17 Sustentadas en modelos teóricos y conceptuales que cuestionan radicalmente las verdades canonizadas y la solidez de los enunciados del discurso historiográfico tradicional, dichas corrientes releen de manera diferente la historia latinoamericana y reconstruyen, por ejemplo, la historia cultural de los sectores populares, rastrean la vida cotidiana, desmitifican a personajes históricos fundacionales, incorporan temas y sujetos silenciados por la reflexión histórica tradicional a la luz de problemas contemporáneos,18 y rompen con el mito de la homogeneidad social para evidenciar las grietas e intersticios de un mundo diversificado y plural. Ciertamente, el retorno de la novela histórica y el renovado interés por ficcionalizar el discurso histórico obedecieron no solo a una sensibilidad relacionada con el discurso de la posmodernidad –en cuanto voluntad descentralizadora y cuestionadora de los discursos absolutizantes del saber– sino también al imperativo de preguntarse, de nueva cuenta, sobre el verdadero rostro de la identidad –nacional y cultural– del continente, en especial ante la cercanía de la celebración del bicentenario de las guerras independentistas. A la luz de desafíos tales como la globalización, la multiculturalidad, la debilidad institucional democrática, los desequilibrios financieros, los desafíos del narcotráfico y la escasa vigencia de los derechos económicos y sociales de gran parte de la población, pero ciertamente ante los quiebres históricos que significaron las dictaduras militares de la década de los setenta,19 la reescritura de la historia se convirtió en una interrogante problemática para países como Chile y Argentina, más allá de las fracturas y contradicciones de un discurso histórico oficial, insuficiente ya para legitimar un proyecto de nación y de identidad nacional sustentados sobre los principios de unidad política y homogeneidad. En esta línea, la reactivación del debate sobre la historia constituyó uno de los fenómenos más controvertidos de las últimas décadas, tanto en el ámbito historiográfico como literario; ambos se avocaron a la tarea de pensar “otras” formas de hacer historia al revisar, desde la clave del presente, diversos episodios y personajes del pasado.

Una segunda vertiente literaria durante esos años fue la literatura policial del llamado género negro, una posibilidad de retorno al realismo social y política del continente.20 De hecho, el género negro ha resultado óptimo para relatar a América Latina, pues cumple la función de develar una realidad profunda que, por lo general, ha estado vedada al conocimiento público.21 A diferencia del género policial clásico, en el que los detectives resolvían intelectualmente un crimen cuya transgresión era de carácter individual, el género negro privilegia un enfoque crítico de la realidad, en el que el detective se involucra plenamente en la acción y acepta los riesgos que esto conlleva. Los delitos relatados en la novela policial afectan a toda la sociedad, y su resolución se vincula con los procesos de articulación de la memoria del país. El género negro floreció en todo el continente a lo largo de las últimas décadas, y en especial en los países asolados por dictaduras militares, por su idoneidad para representar la violencia política y lanzar, al mismo tiempo, una mirada inquisitiva no sólo sobre las instituciones dictatoriales sino también, y de manera descarnada, a las de la transición democrática.22 En términos generales, la novela de género constituyó un notable enfoque crítico de denuncia de la corrupción de las instituciones relacionadas con el hecho criminal.23 Sus códigos (violencia, crimen, investigación que devela un pasado enigmático, búsqueda de la verdad, etcétera), se ajustaban perfectamente para recrear el trasfondo criminal de las décadas recientes en gran parte de los países latinoamericanos, convirtiéndose en un mecanismo de reflexión sobre una convulsa realidad en la que, incluso, la violencia crecía por efectos del narcotráfico, la corrupción, la impunidad y la ineficacia de los sistemas judiciales.

A los géneros antes mencionados se pueden agregar otros que también se han desarrollado con gran éxito en el continente en las últimas décadas, como la ciencia ficción y la literatura fantástica,24 o la narrativa testimonial y documental vinculada, por ejemplo, a dar cuenta de la lucha revolucionaria o de la resistencia política, pero también de la emergencia de voces e identidades femeninas, indígenas, homosexuales, etcétera.25

Los registros temáticos y expresivos de la narrativa que se está escribiendo hoy en América Latina son profusos y variados. La cantidad de autores, el número de países y la diversidad de géneros imposibilitan una mirada exhaustiva en torno al mapa literario contemporáneo. Como escribe la periodista argentina Raquel Garzón: “En la literatura hay capas, palimpsestos, y se escribe sobre lo ya escrito” (Garzón, 2013). En concordancia con los quiebres y continuidades que han caracterizado la historia cultural latinoamericana, en la actualidad convergen los más variados géneros y las más diversas generaciones literarias, coincidiendo escritores ya consagrados con nuevas figuras que dinamizan y enriquecen el escenario artístico. Así, por ejemplo, Mario Vargas Llosa –una de las grandes figuras del Boom– ganó el Premio Nobel de Literatura en el año 2010. Varios de los escritores que dieron origen a lo que fue la literatura de McOndo son autores consagrados, como el propio Fuguet, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán o el argentino Rodrigo Fresán.

Pero ni el Boom ni McOndo son modelos hegemónicos para la actual narrativa latinoamericana. Ciertamente, ambos movimientos fueron, en su tiempo y a su manera, el punto de arranque de una incipiente narrativa latinoamericana, pero un nuevo relevo generacional se está sumando con creciente éxito al escenario narrativo y los nuevos escritores forman un caleidoscopio vasto y diverso, aunque con elementos comunes. Nacidos después del mayo parisino y de la matanza estudiantil de Tlatelolco de 1968, han sido testigos de la caída del muro de Berlín, la matanza de la plaza de Tiananmén, la caída de la Perestroika y la disgregación de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría, el fin de los discursos monolíticos, el privilegio a la pluralidad y el multiculturalismo, la aparición de Internet, el asesinato metódico y prolongado de mujeres en Ciudad Juárez, la caída de las Torres Gemelas en Nueva York, los atentados terroristas en España y el Reino Unido, la cárcel en Guantánamo, las invasiones de la Unión Soviética a Afganistán, y de Estados Unidos a Irak, etcétera. Rondan hoy los cuarenta años de edad y han comenzado a aparecer a la luz pública desde los últimos quince. Nacidos y desarrollados en una nueva realidad caracterizada por la globalización, la caída de las certezas inconmovibles, la porosidad de las fronteras, el flujo de capitales apátridas, el aumento exponencial del narcotráfico, los desplazamientos masivos –incluso al interior del propio continente–, la expansión de las megalópolis urbanas, el debilitamiento del Estado nacional, la formación de comunidades desarraigadas y transarraigadas, los efectos culturales de la creación de vínculos y espacios sociales transnacionales, los acelerados procesos de individualización, etcétera, los integrantes de esta nueva generación redibujan el mapa de las literaturas nacionales en una América Latina que dialoga con un contexto global. Forman parte de una generación para la cual las verdades categóricas, así como la utopía de un futuro casi ilimitado, han quedado atrás. Son parte de una generación huérfana, pues el Che Guevara ya era un mito perdido cuando vivían su juventud, cierto desencanto ha sustituido a la fascinación inicial por el subcomandante Marcos, y la aparición del sida marcó el fin de la liberación sexual. Estos escritores expresan una nueva subjetividad, sensible a la sensación de dislocación que hoy marca a nuestro tiempo ante un panorama cambiante e incierto. Formados en contacto cercano con el cine, la música y la violencia de la gran ciudad, se muestran reacios a reafirmarse a través de “padres literarios” salvo, quizá, Roberto Bolaño. Si Macondo fue la novela de los mitos fundacionales, la nueva generación da cuenta de otro mundo, trazado en el desplazamiento y en cartografías que ya no obedecen a las coordenadas norte/sur o centro/periferia. Atravesados por identidades que cruzan las fronteras territoriales, lingüísticas y formales,26 y por un desarraigo permanente en el que el movimiento es más bien una forma de vida y no un estado transitorio –al estilo de los personajes de Roberto Bolaño, sumidos en la fragmentación, la desesperanza, la soledad, la transitoriedad y el escepticismo–,27 los nuevos escritores latinoamericanos huyen de una pertenencia concreta y abordan, desde distintos ángulos, no solo la interrogante “¿quién soy?” sino también “¿a dónde pertenezco?”

En esta línea, si para la literatura del Boom uno de los grandes temas fue el de la identidad latinoamericana, la preocupación de los nuevos escritores del continente en la actualidad gira, a través de micromundos relatados con brevedad, en torno al mundo de las identidades subjetivas, personales, intimistas; es decir, las que rondan en el espacio privado. Ciertamente, ello no es casual. Convertida la incertidumbre en el sello distintivo de nuestra época,28 no es de extrañar, entonces, la fascinación por reflexionar sobre orígenes y trayectorias tanto personales como genealógicas en el marco de lo que Andreas Huyssen ha llamado “una obsesión memorialista”, como respuesta al “deseo de anclarnos en un mundo caracterizado por una creciente inestabilidad del tiempo y por la fracturación del espacio en el que vivimos” (Huyssen, 2002: 24). Es en este marco que se inserta la aparición de la “escritura del yo”: memorias, testimonios personales, recuerdos, confesiones, semblanzas íntimas, cartas, diarios, crónicas, genealogías y, ciertamente, relatos autobiográficos; y todo ello implica la intimidad como herramienta para comprender las transformaciones históricas;29 se trata de la expresión desnuda y desinhibida de la subjetividad, sea como exhibición narcisista pero también como imperativo de reafirmación o enraizamiento de la propia identidad. La creciente presencia de las narrativas vivenciales ha encontrado un campo propicio de desarrollo en la literatura, ámbito en el cual es cada vez más frecuente la aproximación de narrador sin esbozar límites claros con la ficción, creando personajes novelescos cuyo registro es muy cercano a lo autobiográfico. El “yo” ha asaltado a la literatura (Manrique, 2008) y expresa la voluntad de quien escribe para mostrar una voz íntima y personal, al tiempo que configura identidades y memorias. Asimismo, los ámbitos de la primera persona son cada vez más diversos y atractivos para autores y lectores en un momento en que existe avidez por leer historias que sean verídicas como una forma de anclaje en una realidad incierta, frágil, volátil y contingente.

La escritura autobiográfica ha encontrado un espacio privilegiado en la actual narrativa latinoamericana en momentos en que el imaginario simbólico sobre el que se fundaba partía de una identidad nacional en resquebrajamiento, fracturándose las prácticas sociales y culturales que daban sentido de pertenencia e identidad, superándose “lo nacional” como marco territorial privilegiado; en resonancia con lo anterior, también se percibe la búsqueda de estructuras genealógicas y el imperativo de fortalecer el nombre propio como marca de filiación. Uno de los giros interesantes en la creación autobiográfica contemporánea es la articulación entre el relato de la propia vida con la de otro protagonista (una figura muy cercana a quien escribe) en un paradójico juego de espejos en el que, finalmente, a través de los ojos del autor/narrador/personaje que reconstruye su propia vida –sin excluir los elementos ficcionales presentes en toda narrativa vivencial– se privilegia la reconstrucción biográfica del segundo personaje mencionado, que suele ser por lo general el padre, la madre o algún otro pariente cercano. La historia de vida de los hijos se entreteje con la de los padres en una suerte de novela autobiográfica oblicua, en una búsqueda primigenia de orígenes, genealogías, identidades, historias familiares, pero también en un intento de preservar a éstas últimas de la desaparición, de encontrar el sentido de la herencia genealógica, de construir una mirada sobre cómo las formas de relación con las generaciones anteriores, con el deseo de incorporarse y encontrar un lugar en la genealogía familiar; la escritura autobiográfica se vuelve, así, un viaje tras las huellas de su linaje. El motivo para escribir puede ser la muerte, la ausencia o el alejamiento de la figura familiar.

El sujeto de esta escritura no busca su historia en lo visible, en lo traslúcido, sino en las zonas esquivas e imprecisas de la realidad, en los bordes y las costuras de la memoria donde se puede elaborar otra lectura del pasado y de sí mismos. La escritura se vuelve arraigo y morada pero también un lugar problemático, insu?ciente e inhabitable. Ello es visible, por ejemplo, en los textos de Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací (2011) y en Canción de tumba de Julián Herbert (2011), en los que ambos escritores, en una vertiente autoficcional –un género que oscila entre la realidad y la invención, en el que el autor fábula sobre su propia vida–30 reconstruyen particularmente la figura de la madre, hablando de sí mismos a partir de las huellas que esta figura ha dejado en ellos. Así, por ejemplo, Guadalupe Nettel desgrana –ante una (imaginaria) psicoanalista– un “rosario” de imágenes y recuerdos que dibujan una infancia y una adolescencia peculiares, marcadas no solo por la huella de un lunar blanco en el centro del iris de la córnea que la diferencia de los demás, sino por la educación recibida de sus padres en los complejos años setenta mexicanos, en plena era del matrimonio abierto, las comunas hippies y la liberación sexual, pero también de la apertura hacia el exilio latinoamericano y la represión interna. En el cálido y matricial espacio de un (fingido) consultorio psicoanalítico, la (supuesta) paciente se habla y se escucha, tejiendo un relato en el que brotan interrogantes que lanza a la (inventada) terapeuta –buscando en ella cualidades y aptitudes maternales– que le den respuesta a las contradicciones de una madre liberal, desafiante, provocadora y sensual, pero que no puede escapar a los valores más tradicionales de formar una familia y tener una pareja estable. ¿Cómo sobrevivir a la década de los setenta? se pregunta Guadalupe Nettel en ese México que vivía el parteaguas que significó la represión de 1968 y la posterior apertura política, que fue el destino de muchos exiliados del Cono Sur al tiempo que se libraba una fuerte campaña antiguerrillera, que vivía un período de efervescencia social y de posibilidad de manifestación al tiempo que seguía siendo un país básicamente conservador y machista. ¿Cómo sobrevivir a unos padres que escuchaban a The Doors, Bob Dylan, Alex Lora y Jaime López, asistían a los hoyos fonquis (espacios marginales para escuchar rock), que posiblemente fueron parte del festival de Avándaro y que también anhelaban casarse, tener un trabajo, procrear hijos? ¿Cómo sobrevivir a unos padres que querían cambiar el mundo y fracasaron? ¿Cómo sobrevivir a la endeble autoridad paterna y la sutil posesión materna de una madre cariñosa e irascible, depresiva y rupturista, libertaria y descalificadora? ¿Cómo sobrevivir a la esquizofrenia de la educación libertaria de los padres –ausentes– y la disciplina represiva ejercida por una abuela autoritaria?

Julián Herbert, por su parte, encerrado entre los muros blancos del hospital donde pasa las noches entre el olor de las medicinas y el de la degradación del cuerpo de su madre minado por la leucemia, se pregunta insistentemente cómo narrar la historia de su madre, una prostituta trashumante, al tiempo que desgrana sus recuerdos y deja fluir su autobiografía, real y novelada. Su voz narrativa, intensa y doliente, dibuja un entramado de relaciones familiares fragmentadas y destruidas. Al narrar la vida de su madre, que arrastra a sus hijos por prostíbulos, moteles, hospitales, polvo y miserias en un recorrido incesante por distintas ciudades mexicanas, entreteje ese periplo con su propia biografía, profundamente marcada por la mujer que le dio la vida. De manera febril, Julián Herbert abre los intersticios de su memoria para narrar la historia de una madre nómada “pero que trabajaba con el orden mental de un burócrata, ocho horas por cinco turnos semanales” (Herbert, 2011: 32). Una madre de muchos nombres, inteligente pero inculta, fuerte y cariñosa; cruel y al mismo tiempo entrañable. La imagen materna aparece descentrada, tan dislocada como la familia misma. Escribe el autor:

La única familia bien avenida del país radica en Michoacán, es un clan del narcotráfico y sus miembros se dedican a cercenar cabezas. La Gran Familia Mexicana se desmoronó como si fuera un montón de piedras. No queda más que la puta y verijuda nada. En esta Suave Patria donde mi madre agoniza no queda un solo pliego de papel picado. Ni un buche de tequila que el perfume del marketing no haya corrompido. Ni siquiera una tristeza o una decencia o una bullanga que no traigan impreso, como hierro de ganado, el fantasma de un ak-47 (Herbert, 2011: 27).

En esta misma línea, el escritor chileno Rafael Gumucio (2013) se abre a los recuerdos de la vida de su abuela, desde el intenso amor y la exasperación que le produce esa figura irritante y conmovedora, miembro de la aristocracia política chilena del siglo xx, ligada con todas las familias importantes del país, que rompió con su clase en aras de un proyecto de izquierda, pero no con sus costumbres ni su visión de mundo, denostada por su clase y carente de la confianza del resto de la izquierda, y con la que el nieto se identifica también por su propia pertenencia –y crítica– al jet set, sufriendo el desprecio de los parientes de derecha “pero también el desprecio del izquierdista más auténtico, que sabe de antemano quienes se salvarán siempre de las redadas y los ajustes de cuentas”. Escrito desde la identificación con la abuela por una situación exiliar compartida –“Traté de que su vida se entrecruzara con la mía, un niño sin país, de alguna forma también sin pasado” (Gumucio, 2013: 113)– y desde la orfandad que le produce su muerte, Gumucio, con humor negro y bastante melancolía se instala en un lugar relativamente marginal para poner en primer plano la figura de su avasalladora abuela, la matriarca de una familia de abolengo ya sin dinero, pero que basa su nobleza en el mundo de los símbolos, las tradiciones y el peso de las genealogías, una mujer que fue, al mismo tiempo, adelantada para su época.

El legado de la abuela es, por lo tanto, la literatura y la aristocracia –que él juzga con sarcasmo– pero también el imperativo de la escritura, que la abuela entrega con cierta crueldad al rechazar la primera novela de su nieto –imponiéndole su propia idea de lo que debe ser un escritor– y que éste le regresa con una biografía no ajena a la fábula y la imaginación, en un acto de matricidio literario. “Mi abuela me dejaba ser escritor a condición de que contara mi vida y solo mi vida. En venganza escribo la suya, que de seguro no le habría gustado leer” (Gumucio, 2013: 115). El texto se vuelve, así, una auto/biografía a modo de espejo entre la figura de la abuela y la del nieto, que lo confronta con sus grandes paradojas: ser un aristócrata de izquierda, y ser un escritor que, mejor que en la ficción, se mueve con más soltura en las diversas modalidades de la escritura del yo.

En esta misma tesitura también podría mencionarse La imaginación del padre, de Luis López-Aliaga (2014), una indagación sobre el origen y la identidad en un espacio transfronterizo: Chile y Perú. El autor/narrador entrelaza su vida con la biografía de su padre, un exiliado peruano en Chile, interrogándose sobre los silencios de ese padre misterioso e indescifrable al que busca tanto en las calles y barrios limeños como en la memoria de su “casa peruana” en Santiago; pero al mismo tiempo rastrea en la genealogía familiar las claves que le permitan comprender los silencios que han moldeado su vida. En esa búsqueda, autobiográficamente se recuerda en el viaje interminable entre Santiago y Lima, y se pregunta cómo definir su identidad, si desde lo peruano o lo chileno, en un momento en que las identidades pueden ser múltiples y las patrias ya no son unívocas.

En esta misma línea, un segundo tema que podría destacarse sería la nostalgia y la memoria por el mundo perdido de los orígenes,31 es decir, el regreso casi obsesivo a las heridas de la infancia y al pasado familiar, como una forma de restaurar una memoria no solo personal sino también genealógica. Esta vertiente es particularmente remarcable en la literatura de países que vivieron experiencias dictatoriales, y aparece fundamentalmente en relatos autobiográficos de quienes fueron niños durante el régimen militar viviendo el terror como un miedo oscuro y opresivo, o de quienes son hijos de detenidos-desaparecidos. En ambos casos se trata de un ejercicio realizado desde la óptica de la post-memoria,32 es decir, desde la experiencia de quienes crecieron dominados por las narrativas de eventos traumáticos que precedieron su nacimiento o los afectaron siendo muy niños, y cuyas propias historias han sido desplazadas por los relatos de la generación previa.

Como escribe Marianne Hirsch: “La post-memoria es una forma poderosa de memoria precisamente porque su conexión con su objeto o fuente está mediada no a través del recuerdo, sino a través de un esfuerzo creativo y de imaginación” (Hirsch, 1996: 420). La post-memoria caracteriza, así, la experiencia de aquella generación que lleva en sí la cicatriz pero no la herida, y cuyas propias biografías se desdibujan por las narrativas e imágenes de los acontecimientos vividos por la generación anterior. Ella “crea donde no puede recuperar; imagina donde no puede recordar; hace duelo por una pérdida que no puede ser reparada” (Ibíd., 1996: 422). En esta vertiente narrativa puede destacarse La casa de los conejos de Laura Alcoba (2008) quien, en un relato híbrido que cruza las fronteras entre el testimonio, la autobiografía y la novela, traza con una voz narrativa infantil –precaria, vulnerable, fragmentada– su propia historia: la de la niña de siete años, hija de un militante montonero (preso durante el período que abarca el relato) que se va a vivir clandestinamente durante algunos meses al comienzo de 1976 con su madre, también militante de la misma organización, a la casa donde funcionaba la imprenta clandestina de Montoneros, en la ciudad de La Plata, encubierta bajo la fachada de un criadero de conejos. Desde la subjetividad más íntima, la voz infantil –penetrante y a la vez ingenua– reconstruye la brutalidad de una violencia que marcó una historia personal y generacional. Por una parte, el clima de angustia, miedo, desapariciones y secuestros de bebés, propio de los años 70 en el marco del horror dictatorial, así como la vida cotidiana de un grupo de militantes agobiados por las presiones y peligros de su inminente derrota; por la otra, el desamparo y la vulnerabilidad de una pequeña de siete años obligada por las circunstancias a vivir en la clandestinidad. La voz infantil habla no solo desde la clandestinidad, sino desde el miedo, la incertidumbre, el terror y, también desde la inocencia y la perplejidad de quien, sin saber cómo hacerlo, debe asumir responsabilidades adultas y comportarse casi como una militante comprometida. “Del altillo secreto que hay en el cielorraso no voy a decir nada, prometido. Ni a los hombres que pueden venir y hacer preguntas, ni siquiera a los abuelos” (Alcoba, 2008: 17). Pero es precisamente por medio de esta voz, en la clandestinidad, que la escritura se hace cargo de lo indecible, de lo no dicho.

En esta misma línea, se puede mencionar En voz baja, de Alejandra Costamagna (1996), la primera novela de ficción sobre el tema y, de manera destacada, Formas de volver a casa de Alejandro Zambra (2011), quien narra desde la voz de un niño de nueve años su memoria del Chile dictatorial de mediados de los 80 en la comuna de Maipú, en el seno de una familia modesta, anónima, que se mantiene al margen de la política. La voz infantil se entreteje con la voz ya adulta del narrador, que intenta llenar las fisuras de la memoria preguntándose, ¿Cómo relatar la historia de esa generación huérfana de memoria, cuya infancia estuvo marcada por la dictadura pero que necesita saldar cuentas con el pasado para construir su presente? Cómo darle voz a esa generación desplazada por la historia, que “mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en formas de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer” (Zambra, 2011: 56). ¿Cómo narrar los silencios y las medias palabras? ¿Cómo hacer oír la voz de quienes crecieron bajo la sombra de la dictadura reconstruyendo su propia memoria de un pasado que dejó en los cuerpos de las generaciones previas huellas indelebles? ¿Cómo regresar a un pasado que se recuerda vagamente para visibilizar una nueva voz que se agrega a la variedad de versiones históricas y memorísticas de la generación que vivió en carne propia los efectos del clima político del régimen dictatorial? En este sentido, esta vertiente narrativa elabora una mirada diferente, elusiva, disruptiva, no lineal ni cronológica, caracterizada por un tono más reflexivo e intimista que se articula desde un “yo” subjetivo, pero entretejido con la historia y la esfera de lo público. Se trata de una memoria que no aspira ni se asume como verdad para dar testimonio de un hecho irrefutable sino que, desde una relación precaria y de “alteridad” con el mundo de sus padres, y en forma de conjetura, exhibe sus fisuras. Su punto de partida es un vacío que en la historia personal se intenta “rellenar” mediante un trabajo de investigación desde el presente. Es una narración construida con base en relatos e imágenes descentradas y fragmentarias que rescata ausencias y pérdidas que configuran, en gran medida, su identidad. Como escribe José Pron:

Los hijos son (ahora) los detectives de los padres, que los arrojan al mundo para que un día regresen a ellos para contarles su historia y, de esa manera, puedan comprenderla. No son sus jueces, puesto que no pueden juzgar con verdadera imparcialidad a padres a quienes se lo deben todo, incluida la vida, pero sí pueden intentar poner orden en su historia, restituir el sentido que los acontecimientos más o menos pueriles de la vida y su acumulación parecen haberle arrebatado, y luego proteger esa historia y perpetuarla en la memoria (Pron, 2011: 12).

En esta misma línea, no podrían obviarse los textos autoficcionales Fuenzalida (2012) y Space Invaders, (2013) de la escritora chilena Nona Fernández. En la primera, la protagonista, una guionista de telenovelas en el presente post-dictatorial intenta reconstruir, a partir de una fotografía encontrada casualmente en la basura, la historia de su padre –a quien no ve desde niña– y que fuera víctima de la dictadura al negarse a poner sus conocimientos de artes marciales al servicio de la represión. A partir de esa fotografía, de oraciones inconclusas y vocabularios extraviados, la protagonista se avoca al trabajo de rehacer, investigar e imaginar los inquietantes espacios en blanco de la vida de su padre y darle sentido a un puzzle inconexo, que es también el del país. Fuenzalida, su padre, salió de su vida cuando era casi una niña por razones más bien egoístas. Pero hay muchos otros Fuenzalidas que han dejado un vacío simbólico en la sociedad en la misma época en que sus pasos se volvieron invisibles para la narradora de esta novela, que desaparecían de manera siniestra a manos de los aparatos policíacos del régimen militar. La búsqueda de la historia de Fuenzalida por medio de las fotos familiares guardadas por la madre no dan respuestas: en todas ellas, el cuerpo de Fuenzalida está tijereteado, mutilado, ausente. “Espacios en blanco, interrogantes. Muchos Fuenzalidas cercenados, decapitados, eliminados” (Fernández, 2012: 35).

Space Invaders, a su vez, es una representación casi onírica y cercana a lo macabro de la atmósfera de desamparo, soledad y peligro de un país en guerra durante el régimen militar y que no sólo afectaba a los adultos, sino que envolvía también a los niños, obligados al silencio y la obediencia. “Nos han ordenado uno delante del otro en una larga fila, y otra más allá, y otra más allá. Formamos un cuadrado perfecto, una especie de tablero. Somos las piezas de un juego, pero no sabemos cuál” (Fernández, 2013: 17).

Lo que se ha denominado “la literatura de los hijos” ha sido también muy prolífica en Argentina; a los casos de Laura Alcoba y Patricio Pron, ya mencionados, cabría agregar Los topos de Felix Bruzzone (2008), de carácter más ficcional aunque ciertamente con elementos autobiográficos –el autor es hijo de detenidos-desaparecidos–, quien aborda el tema de la búsqueda de los orígenes de manera inesperada, sin hacer referencia a la dictadura militar y sin hacer suyo tampoco el discurso de la organización Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (h.i.j.o.s) –que tiene una connotación militante en el sentido de que busca recuperar el proyecto político de sus padres y que actúa en el espacio público– creando por el contrario un personaje imprevisible, que se desplaza nomádicamente en busca de una identidad que no provenga de los discursos de la memoria predominantes ni tampoco de los discursos de quienes, a su juicio, se han quedado estancados en un momento ya superado por la historia, planteando incluso una interrogante provocadora: ¿se puede hacer justicia por propia mano?

Una tercera vertiente temática en la más reciente narrativa latinoamericana –en la que la intimidad puede encontrarse en los artificios de la vida interior de los personajes y en las pequeñas historias mínimas, perdidas, que esperan ser narradas– se refiere al retorno a los espacios periféricos, las provincias olvidadas, los pueblos de los confines, incorporando a la cartografía literaria los espacios marginales del interior desplegando “otra” forma de vivir, en contraposición con las tendencias de expansión planetaria y homogeneizante de la globalización pero en la que también se fractura la relación territorio/cultura/identidad.33 Ciertamente, la espacialidad ha estado profundamente ligada a la imaginación literaria en América Latina, inscribiendo en el discurso literario el ámbito rural, la selva, la pampa o la geografía de la ciudad cosmopolita y sus barrios. Pero si cada región pudo ser pensada y registrada literariamente desde la selva, la sabana, los valles o las montañas, la cartografía de sus diversos territorios no ha escapado a una historia leída como la promesa del proyecto modernizador a realizarse dentro de los límites físicos, geográficos y jurídicos de un territorio. Hoy, sin embargo, nuevas geografías comienzan a aparecer; en un entramado histórico social de geografías desterritorializadas y reterritorializadas,34 donde recuperar estos espacios periféricos supone ubicarse a contracorriente de un imaginario cultural centrado en los conceptos de Estado-nación, territorio e identidad nacional, minados tanto por la globalización económica y cultural como por la diferenciación sociocultural que cobra visibilidad y presencia. En esta línea, por ejemplo, Selva Almada ubica sus novelas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013) en pequeñas localidades del norte argentino, en medio de horizontes descuidados, un sol abrasador, calores agobiantes y húmedos y escasa vegetación que imponen una vida dura, en medio de un tiempo detenido y un escenario social de pobreza e incertidumbre sin futuro, patriarcal y abusivo, en el que se esconden antiguos resentimientos irreconciliables y una violencia contenida que explota en ajustes de cuentas y sangre. Estas novelas exploran las experiencias de vida de quienes se han quedado detenidos en un mundo inmóvil, ajeno a la tecnología o a la “vida errante” de quienes están insertos en la globalización. Se trata de una narrativa en la que predomina una estética del paisaje, convertido éste en el centro de la narración como un personaje más que juega, indudablemente, un papel esencial sobre el destino de los individuos y su lugar en el mundo. A su vez, las novelas de Hernán Roncino La descomposición (2007) y Lumbre (2013) se desenvuelven en un pequeño pueblo cercano a Buenos Aires, del cual solo quedan ruinas y fábricas vacías y abandonadas, donde ya no llegan los trenes, en el que un lago muerto pudre todo, en el cual no sucede nada y donde los personajes –tan desolados como el paisaje– se aburren y hacen memoria, sabiendo que solo les queda el hastío por vivir. Asimismo, las novelas del chileno Diego Zúñiga, Camanchaca (2009) y Racimo (2014) se desarrollan en el entorno desértico, seco y árido del norte de Chile, volviendo el rostro a las discontinuidades de un paisaje que ha sido excluido del imaginario de un país construido a partir de símbolos vinculados a la agricultura y al campesinado del centro (Bengoa, 2009), y privilegiando una geografía disímil, distinta por su diversidad y lejanía con el resto del país y su pasado común.El desierto, en sí mismo, es un paisaje al límite, que no puede reclamarse ni poseerse. Vasta extensión vacía, zona de contrastes inesperados, en el que se esconden ruinas, fantasmas o trazos de quienes por allí cruzaron, el desierto es un paisaje mudable, variable, provisional, arrastrado por el viento, donde todo se muestra y todo se esconde; en él, no hay ni tiempo ni espacios fijos. No hay “un solo lugar” sino una multiplicidad de paisajes mudables, leves, transitorios, en los que el vasto silencio contiene memorias y voces obscurecidas. Si en El paciente inglés (2007) Michael Ondaatje escribía “el vacío de los desiertos siempre está rodeado por las historias perdidas”, en Camanchaca, novela del viaje de un adolescente con su padre desde Iquique hacia Tacna, la presencia del desierto matiza una narración intimista en la que la memoria se desgrana en fragmentos que se mimetizan con un paisaje árido e inasible, tan inasible como la memoria misma. En Racimo, en cambio, a través de un relato policial narrado como crónica periodística, Zúñiga devela el lado más oscuro del desierto: un espacio manchado de sangre donde ya no hay fusilamientos de opositores como en el período dictatorial, cuyos huesos han quedado sumergidos en el cementerio desértico del norte chileno,35 pero donde se puede asesinar y ocultar los cadáveres de mujeres jóvenes asesinadas sin que sus huesos aparezcan nunca en el espacio de tierra calcinada del desierto.

Ciertamente, hay muchas otras temáticas presentes en la más reciente narrativa latinoamericana; por ejemplo, la violencia, sea la referida a la política,36 la del feminicidio37 o la del narcotráfico,38 entre otras; o bien las tesituras y tensiones de la migración.39 De igual modo, nobeles voces muy jóvenes surgen en el escenario literario latinoamericano, con nuevas propuestas discursivas y estéticas acordes a sus tiempos, experiencias y sensibilidades.40 Se trata de la generación nacida en los ochenta y noventa, “hijos de la incomunicación en la era de las comunicaciones, del grunge y de la música de garaje (y que expresan) una inmensa soledad, frustración sexual o las cicatrices de una sexualidad herida, inseguridad e incapacidad amatoria o la revelación de un amor siempre inalcanzable” (Morales Ebner, 2011: 10), y en la que incluso se exacerban “los movimientos (de tránsito y exilio voluntario) extremos, enloquecidos, que no tienen punto de inicio, ni retorno posible” (Apablaza, 2014: 14).

Si la narrativa del Boom convirtió a Macondo en sinónimo de Latinoamérica, y también en la búsqueda de una identidad latinoamericana para crear una historia y una herencia común, ella incorporó al mismo tiempo los cambios que vivía el continente en las décadas de los sesenta y los setenta, coincidiendo con los temas principales que abordaban las ciencias sociales en ese período (procesos de modernización, inclusión social de sectores marginados, etcétera). Por su parte, la revuelta literaria posterior, metaforizada en McOndo, se enmarcó tanto en la sociedad de consumo que conlleva el capitalismo multinacional como en el respeto y el derecho a la diferencia propios de una democracia emergente pero asimismo, y de manera fundamental, en una interrogante: ¿América Latina es posmoderna, inserta ahora en una globalización impulsada por la tecnología, en una mutación social que acelera las coordenadas de tiempo y espacio, y en un clima epocal de desencanto frente a las grandes ideologías (Iluminismo, positivismo, marxismo)?

En la actualidad, en una era de incertidumbres más que de certezas, las ciencias sociales se interrogan en torno a temáticas tales como la desconfiguración de los Estados nacionales, los dislocamientos migratorios, transnacionales, los procesos de desterritorialización/reterritorialización, el cruce de fronteras y las identidades transnacionales, las tensiones entre lo global y lo local, las nuevas formas de sociabilidad, el impacto de las transformaciones socioculturales sobre la subjetividad, las emociones, los afectos, la memoria y el cuerpo, entre otros muchos temas. Las ciencias sociales latinoamericanas tampoco han sido ajenas a estas temáticas41 y menos aún, como se ha señalado previamente, la literatura. Mantener hoy una distinción estricta entre ciencias sociales y literatura resulta poco sostenible. Como señala Néstor García Canclini:

También la gente de ciencia usa metáforas, se mueve con aproximaciones, y compite con teorías dispares queriendo probar cuál tiene mayor capacidad explicativa. Por su parte, los artistas manejan conceptos y organizan intelectualmente sus representaciones de lo real, convierten sus intuiciones en lenguaje, las comunican y las contrastan con experiencias sociales. Quizá las diferencias entre científicos y artistas aparecen, más bien, en los criterios de valoración y las exigencias de legitimidad de sus trabajos: al que hace ciencia le interesa construir conocimientos en relación con referentes empíricamente observables, en tanto el artista, más que la producción de un saber, le atrae gestionar la incertidumbre en las experiencias de la sensibilidad y la imaginación (García Canclini, 2014: 48).

En última instancia, las ciencias sociales y la literatura generan exploraciones y miradas, y arrojan luz en torno a una inquietud común: la diversidad de la experiencia humana en el contexto histórico y social.

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Socióloga. Maestría y doctorado en Sociología en el Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora titular de la cátedra de Teoría Social en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam (México). Sus líneas de investigación son: historia y memoria, literatura y sociedad. Entre sus últimas publicaciones destacan: “No-velar la historia. ‘A veinte años, Luz’ (Elsa Osorio): el secuestro de bebés y la violencia política en Argentina” (2013); “Relatos de viajes. Hacia la historia y la memoria” (2013), y “La historia en primera persona. Mirada(s) al pasado”.

Como ejemplo, podría mencionarse el poema épico “La Araucana” en Chi le (Ercilla y Zuñiga, 1979); el libro sag rado del “Popol Vuh” en Guatemala (Estrada Monroy, 2006), o el cuento “El matadero” de Esteban Echevarría (1990) para el caso argentino.

Por ejemplo, Edmundo Paz Soldán ganó el Premio Nacional de Novela de Bolivia en 2002; Yuri Herrera, el Premio Binacional de Novela Border of Words en 2003; Hernán Roncino, el premio del Fondo Nacional de las Artes en 2003; Rafael Gumucio, el Premio Anna Seghers, en 2004; Martín Kohan, el Premio Herralde de novela 2007; Alejandro Zambra, el Premio de la Crítica de Chile en 2007, el Premio Altazor y el Premio del Consejo Nacional del Libro de Chile en 2012; Andrés Neumann, el Premio Alfaguara de novela 2009; Julián Herbert, el Premio Jaén de Novela 2011; Andrea Jefanovic, el Premio Círculo de Críticos de Arte de Chile 2011; Guadalupe Nettel, el Premio Herralde de novela en 2014; Samanta Schweblin, el iv Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, 2015.

Como es el caso de Ceibo en Chile, y Almadía y Sexto Piso en México.

Véanse: Appadurai (1999); Bauman (2010 y 2013); Haesbaert (2011).

Así, por ejemplo, Guadalupe Nettel ha residido largo tiempo en España y Francia; Edmundo Paz Soldán vive desde 1995 en Estados Unidos; Laura Alcoba reside en Francia; Patricio Pron vivió muchos años en Alemania y ahora lo hace en Madrid; Andrés Felipe Solano vive en Corea, Santiago Roncagliolo en Barcelona, y Samanta Schweblin en Alemania. Véase al respecto Mora (2014).

Véase: Donoso (1999).

En esta línea, José Joaquín Brunner escribía: “¿En qué consiste el macondismo? Primero que todo, en interpretar a América Latina a través de las bellas letras, o más exactamente, como producto de los relatos que nos contamos para acotar nuestra identidad. Segundo, en la creencia de que esos relatos –sobre todo cuando vienen de ser aclamados por la crítica extranjera– son constitutivos de la realidad latinoamericana. Macondo sería la metáfora de lo misterioso, o mágico-real de América Latina, su esencia innombrable por las categorías de la razón” (Brunner, 1994: 64).

Véanse: Casullo (1997 y 2004); Kohan (2007).

Tal como se adhirieron en sus inicios a la revolución cubana, aunque luego se hayan producido fracturas entre algunos de ellos al respecto.

Véase: Bensa (2005).

La antología incluía cuentos de autores como Santiago Gamboa, Edmundo Paz Soldán y Rodrigo Fresán, entre otros.

Véase: Fuguet (1992).

Entre quienes se puede mencionar a Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Angel Palau, Eloy Urroz, entre otros.

Véanse: Bergero y Reati (1997); Groppo y Flier (2001); Pérotin-Dumon (2007).

Véase: de Vivanco (2013).

Véanse: de Diego (2000) y Cárdenas (2003).

Véase: Sábato (2001).

Véase: Pons (1996).

Véanse: Moreno (2002) y Pons (2000).

Véase: Giardenelli (1984).

Véanse: Feinmann (1992); Padura (2003); Gamerro (2002) y Taibo II (2010).

Véase: Díaz Eterovic (1993, 1996, 1999, 2000, 2002, 2003, 2005, 2006 y 2010).

Véase: Franken (2011).

Véase: Gasparini (2000).

Véase: Moraña (1997).

Véase: Aínsa (2012).

Véase: Bolognese (2009).

Véase: Bauman (2002 y 2013).

Véase: Arfuch (2002). La autorreferencialidad también ha permeado al género documental en América Latina desde mediados de los años noventa. Numerosos documentales, considerados entre los más importantes producidos en el continente en el último cuarto de siglo, registran la realidad desde el “yo”, a través de un matiz intimista, dando cuenta del pasado histórico a partir del involucramiento personal de sus directores, creando una nueva modalidad de relato fílmico sin límites claros entre fcción y realidad. Véase: Rufnelli (2010).

Véase: Alberca (2007).

Véase: Aínsa (2012).

Véase: Hirsch (1996).

Véase: Appadurai (1999).

Véase: Haesbaert (2011).

En esta línea, cabe hacer mención al documental chileno Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán (2010), que entreteje la potencialidad de investigar fenómenos astronómicos en el cristalino cielo del desierto de Atacama, con la trágica búsqueda de mujeres chilenas para encontrar los restos de sus familiares asesinados durante la dictadura y enterrados en el suelo seco del desierto.

Véase: Roncagliolo (2006).

Véase: Almada (2014).

Véase: Herrera (2010).

Véase: Díaz (2008).

Véanse: Morales Ebner (2011); Apablaza (2014).

Véanse: Mummert (1995); Moraña (2000); Mato (2001); Garretón (2002); Valenzuela (2014), entre otros.

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