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Vol. 61. Núm. 226.
Páginas 379-407 (enero - abril 2016)
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Racismo y educación en México
Racism and Education in Mexico
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Saúl Velasco Cruz
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Resumen

En este artículo se reconoce que la educación formal está poderosamente influida y delineada, desde sus bases, por fundamentos y orientaciones eugenésicos y de darwinismo social que la hacen altamente proclive a la producción y reproducción del racismo, de modo que –con o sin contenidos racistas explícitos o implícitos– la educación formal ofrece condiciones que le permiten a este verificarse, por el solo hecho de que se desarrolle el plan curricular correspondiente. Con todo, ni los organismos internacionales que tienen en sus agendas la encomienda de prevenir y de luchar en contra del racismo, ni las instituciones locales que se han establecido en el país con un fin similar parecieran notar este hecho, como tampoco lo hace la mayoría de las investigaciones que en México exploran el tema del racismo en la educación institucional.

Palabras clave:
racismo
educación formal
darwinismo social
eugenesia
México
Abstract

This article acknowledges formal education is strongly influenced and outlined, from its bases, by eugenicist and social Darwinism foundations and orientations that make it highly prone to the production and reproduction of racism, in such a way that, with or without explicit or implicit racist contents, formal education offers conditions that allow racism to take place by the simple development of the corresponding educational curriculum. Yet, neither international organizations charged by their agendas with preventing and fighting racism, nor local institutions established in the country with similar aims, seem to take note of this fact, which is neither present in most of the Mexican research that explores racism within institutional education.

Keywords:
racism
formal education
social Darwinism
eugenics
Mexico
Texto completo
Introducción

En la actualidad es difícil cuestionar el papel que la educación formal suele jugar en la reproducción del racismo. Estudios especializados han demostrado cómo este tipo de educación participa en un proceso de esta naturaleza, a partir de algunos contenidos y de ciertas prácticas explícitamente racistas que se verifican en los recintos escolares. No obstante, pocas investigaciones han reparado en el hecho de que la educación formal o escolarizada no solamente reproduce el racismo, sino que también lo origina; de hecho, se podría decir que la producción y reproducción del racismo no son más que etapas secuenciadas por las cuales pasa la generación del mismo como uno de los propósitos sustanciales de la educación formal. Este es el supuesto principal que se sigue en la elaboración de este ensayo.

En primer lugar se hace referencia a las características que definen al racismo y se abordan algunos aspectos generales sobre sus orígenes y la manera en que se arraigó en las sociedades latinoamericanas, entre las que se encuentra la mexicana. Luego, se presenta un acercamiento a las “relaciones profundas” entre el racismo y la educación, explicadas por el papel que las sociedades de corte occidental le encomiendan a la educación formal –y que no es más que aquel que consistiría en la formación del ideal de una “nueva sociedad” compuesta, mediante la acción educativa y con apoyo de la eugenesia, el darwinismo social y la higiene, por hombres y mujeres “nuevos”–. Enseguida se expone que tales “relaciones” no se cuestionan a la hora de proponerse medidas para erradicar el racismo de la educación y, por ello, a pesar de sus buenas intenciones, fracasan.

La segunda parte de este documento presenta un acercamiento a la manera en que se ha considerado el racismo en la educación en México. Al respecto se destaca que hasta ahora existen muy pocas investigaciones especializadas en el tema, exhibiendo la manera en que han procedido con la cuestión. También se reconocen las principales revelaciones, algunas de ellas orientadas hacia el interés de buscar contenidos racistas explícitos e implícitos, las cuales demuestran que en el ámbito educativo el racismo tiene un espacio de reproducción confortable, más cuando la acción de algunos factores extracurriculares e incluso extraescolares se conjuga favorablemente para ello. Por último, y como se señala en las consideraciones finales de este ensayo, los hallazgos conseguidos permiten afirmar que el racismo encuentra en la educación el agente ideal, el cómplice perfecto, capaz de llevar a cabo su producción, reproducción, introducción y legitimación entre las nuevas generaciones.

El racismo y las características de su existencia

El racismo es una ideología con bastante arraigo en las sociedades actuales. Su existencia se funda en una creencia básica: los seres humanos se dividen en razas; entre las razas existen jerarquías que determinan la superioridad o inferioridad –según sea el caso– de unas frente a las otras. La posición jerárquica de cada cual se vincula con la subsistencia de características duraderas e inmutables que las distinguen entre sí, tales como “los rasgos físicos, las aptitudes y las actitudes sicológicas”. Invariablemente, la combinación entre ellas provoca “un proceso de degeneración de las razas superiores” (Caballero, 2000: 95), aunque políticamente se intente decir lo contario, elogiando el resultado de la mezcla, como sucedió en México con el discurso de la llamada mestizofilia, en la que abunda con suficiencia el libro de Agustín Basave: México mestizo: Análisis del nacionalismo mexicano en torno a la mestizofilia (1992).

Ni teórica ni históricamente está resuelto el origen del racismo; algunos especialistas lo ubican como un asunto de la modernidad, otros han encontrado evidencias premodernas del fenómeno –en los libros de Aristóteles que se refieren a la sociedad de la Grecia antigua; en los del Antiguo y Nuevo Testamento de la Biblia, o bien en casos singulares como el de la llamada “limpieza de sangre”, que tuvo lugar en el mundo español de la península ibérica entre los siglos xiv y xvii (Hering Torres, 2006)-. Al ocuparse del tema Michel Foucault llegaría a sugerir que el racismo derivaba directamente de las llamadas “guerras de razas” que se suscitaron en Europa en el siglo xix (2008: 67-84). Para salvar esta dificultad Michel Wieviorka propuso distinguir entre el fenómeno y el concepto; para él, el concepto de racismo es invariablemente moderno, pero no así el fenómeno, que ya estaba presente antes que aquel (2009: 21). Al igual que Wieviorka, otros autores hablan del racismo moderno sin cancelar cualquier tipo de antecedente del fenómeno, al que denominan simplemente protorracismo (Chebel, 1998: 13). De cualquier manera, lo cierto es que con un concepto hecho, o todavía sin él, el racismo parece ser un fenómeno longevo, pues los expertos han identificado que históricamente ha servido como recurso para la persecución y exterminio de pueblos enteros (Arendt, 1998), para justificar la conquista y dominación de otros (Fanon, 2010; Foucault, 2008; Quijano, 2000; Wade, 2011; Gall, 2004; Castellanos, 2003, Gómez Izquierdo, 2005) y como moneda de cambio en múltiples interacciones cotidianas.

Pero, ¿cómo llega el racismo a convertirse en un dispositivo de esta naturaleza, ya sea para la dominación o para mediar en las relaciones y en las interacciones ordinarias? Es aquí en donde cabe considerar la transformación del fenómeno en un recurso ideológico, es decir, del paso de una creencia –la de la existencia de las razas– a un sistema articulado con una dirección y con un propósito, que solo se entienden a partir de la definición de lo que es una ideología. Para Hannah Arendt:

La ideología es un sistema basado en una sola opinión que resulta ser lo suficientemente fuerte como para atraer y convencer a una mayoría de personas, y lo suficientemente amplia como para conducirla a través de las diferentes experiencias y situaciones […]. Porque una ideología difiere de una simple opinión en que afirma poseer, o bien la clave de la Historia, o bien la solución de todos los “enigmas del Universo” o el íntimo conocimiento de las leyes universales ocultas de las que se supone que gobiernan a la Naturaleza y al hombre (1998: 43).

Como ideología, el racismo se convirtió en un recurso poderoso que justificó tanto la persecución de los judíos de la península ibérica (o de fenómenos semejantes), como el sistema de clasificación social y de dominación que impusieron la conquista y la colonización europea en distintos continentes, y aun de la idea de un modelo de sociedad, de gobierno y de Estado que la historia subsecuente registraría como la constitución de los Estados nación modernos, fundamentalmente acaecido en siglo xix.

Ahora bien, conviene hacer una precisión: la aparición del racismo como creencia no necesariamente es un asunto exclusivamente europeo; pero como ideología, en las dimensiones destacadas por los especialistas, parece que sí, sobre todo para el sistema imperial que ahí existía y que, en su tiempo, promovió múltiples conquistas y colonizaciones con el mismo sello racista. Frantz Fanon no tenía duda al respecto. Como lo ha señalado Grosfoguel, el racismo no era otra cosa que “una jerarquía global de superioridad e inferioridad sobre la línea de lo humano que ha sido políticamente producida y reproducida como estructura de dominación durante siglos por el ‘sistema imperialista occidentalocéntrico, cristianocéntrico, capitalista, patriarcal, moderno y colonial’” (Grosfoguel, 2012: 93). Aníbal Quijano (2000), hacia el comienzo del siglo xxi, en una notable coincidencia con Fanon, explicó cómo el racismo arribó a las Américas con la conquista europea. En su opinión –como será la de otros estudiosos de la llamada poscolonialidad-, el racismo fue parte intrínseca del orden colonial resultante de la Conquista. Como vector y como guía, la ideología racista modeló y dirigió en la llamada América española los presupuestos que dieron origen, primero a los virreinatos y capitanías, y luego a las repúblicas independientes. De esta suerte, como señala Casaús Arzú, el racismo quedó convertido en “el elemento histórico-estructural” de las sociedades de la América española. Y en el caso particular de Guatemala, al cual se refiere esta autora en el texto que se cita, el racismo va a “representar el hilo conductor de la ideología de la élite de poder” y desempeñará “un papel importante en la superestructura ideológica de dicha clase como instrumento ideológico de dominación” (Casaús Arzú, 2007: 248). Así, podría decirse que en el caso americano, particularmente el que fue afectado por la conquista y la colonización española y portuguesa, el orden colonial impuesto por las metrópolis fue la fuerza que instituyó un sistema racializado que luego reprodujeron las instituciones y que, en adelante, alimentaría el discurso de las élites; primero de aquellas mediante las cuales ejercían el poder las coronas durante el período colonial y luego, como lo ha señalado Teun A. Van Dijk, de aquellas otras que “constituyeron el liderazgo criollo de políticos, terratenientes y militares” que lideraron la independencia, de la cual resultaron los diferentes Estados hoy conocidos en el territorio denominado Latinoamérica (Van Dijk, 2007: 22).

Ahora bien, ¿cómo aconteció el mantenimiento y la perpetuación del racismo a través de los tiempos? ¿Cómo pervivió durante la fundación de los Estados independientes en el siglo xix hasta las fechas actuales que lindan la segunda década del siglo xxi? Podríamos decir que esto se ha logrado a través de la autopoiesis de las instituciones, esto es, mediante la autorreproducción y la inercia que las mueve. Algo hay de eso, pero no es exacto porque, como sostiene Van Dijk (2005), “el racismo no es innato, sino que se aprende mediante un proceso de adquisición ideológica y práctica”. Es así como el racismo pasa por “un proceso de aprendizaje” que es “en gran medida discursivo, y se basa en la conversación y los relatos de todos los días, los libros de texto, la literatura, las películas, las noticias, los editoriales, los programas de televisión, los estudios científicos, etcétera” (Ibíd., 2007: 25). De la misma manera, el “racismo cotidiano, es decir [las] formas [prácticas] de discriminación”, también se aprenden, “en parte a través de la observación y la imitación”, y se legitiman discursivamente (Ibíd., 2007: 25). Por ello se puede decir que el racismo, para su pervivencia a lo largo de los tiempos, ha requerido de una sistemática acción educativa a través de la cual produce y se reproduce “el discurso del racismo en general, y las ideologías racistas subyacentes en particular” (Ibíd., 2007: 30). Esclarecer el grado de relación que guarda el racismo con la educación es, entre otras cosas, el principal propósito de este artículo.

La educación y el racismo

Una concepción de educación que nos funciona bien para entender y explicar la relación que hay en la perpetuación del racismo en la sociedad es la de Émile Durkheim. Para este autor la educación no es más que aquello que las generaciones adultas o mayores seleccionan para formar a las nuevas (Durkheim, 1975: 53); la educación sería, por tanto, más o menos “un proceso de transmisión de conocimientos e ideología que se da principalmente entre generaciones”. Entendidas así las cosas podemos ver, primero, que la educación es una actividad englobante o, mejor dicho, en la que permanentemente actúan todas las instituciones de la sociedad: la familia, la religión, las creencias, y aun de manera más concentrada el Estado, a través de la educación institucionalizada.

Sabemos hoy que la educación empieza desde el vientre materno, pero se formaliza cuando la persona está fuera de él. En los inicios de la vida, el mundo se conoce a través del filtro que proporciona el entorno familiar, el de los amigos y, en su conjunto, la comunidad y la sociedad. Las generaciones mayores imponen su impronta, sus modos de hacer, entender y percibir la realidad, y sobre esa base discurre la formación de las nuevas. Como es conocido, con el tiempo el proceso cognitivo deviene en algo más autónomo, pero aun así tiene las marcas del entorno, de las etapas primarias de la formación. Nadie ve el mundo en abstracto, sostienen los filósofos. En consecuencia, las percepciones en todo momento estarán mediadas por los conceptos aprendidos y aprehendidos, y por las concepciones morales que se van arraigando, fijando y naturalizando en las partes conscientes e inconscientes de cada quien. La escuela, parte orgánica de la sociedad, tiende a reproducir lo que le interesa introyectar en sus miembros. La diferencia es que la escuela funciona en su tarea educativa como quizá no lo hacen las demás instituciones, bajo un procedimiento sistemático evolutivamente lógico, es decir, que intenta ir de acuerdo con las etapas del desarrollo por las cuales pasa de ordinario quien es sujeto y destinatario de su actividad (Piaget, 1991). Por supuesto que la escuela también se declara partidaria de eliminar la ignorancia, ciertos prejuicios y preconcepciones, pero no al racismo per se. Este, contra todo pronóstico, con todo y que es uno de los prejuicios ideológicos más deleznables, forma parte intrínseca de la naturaleza misma del proyecto educativo, al grado que arrancarlo de raíz podría significar la modificación sustancial de las bases mismas de los proyectos educativos oficiales.

Así como las sociedades lo tienen codificado en sus estructuras básicas, el racismo está inscrito en los fundamentos nucleares de la educación formal. Entenderlo, clarificarlo, resulta fundamental, entre otras cosas para explicar por qué no siempre resultan exitosos los intentos deliberados por minarlo con medidas escolarizadas.

El racismo en el corazón de la educación formal

La educación institucional ha buscado, históricamente, la formación del “hombre nuevo” o, mejor dicho, de un mejor ser humano. El mejor, en este caso, no es solamente el que tiene más aptitudes para el saber ni el que acumula mayores niveles de conocimiento; en la percepción fundamental lo es quien –además de lo anterior– está biológicamente bien constituido, situación que deberá lograrse y demostrarse en la larga carrera formativa que entraña la educación institucional. Por supuesto que esto es un ideal, pero la educación de por sí persigue ideales. Entonces, el ideal por excelencia de la educación occidental es la formación del “hombre nuevo”, síntesis de lo anteriormente señalado. Modelarlo, perseguir su logro es –desde el proyecto ilustrador de la educación francesa, en donde se inspiran en buena medida los sistemas educativos occidentales y latinoamericanos– acaso el objetivo más caro de la educación.

El hombre nuevo es un ser humano ideal. Como señala Elsie Rockwell, desde el pensamiento utópico de Robert Owen la formación de hombre nuevo se define como algo que hay que perseguir mediante la educación. Posiciones más radicales, revolucionarias y socialistas, avanzado ya el siglo xx, tenían una consigna semejante.1 En general, señala Rockwell:

La idea de formar al hombre nuevo no ha sido privativa de las corrientes [utópicas y] socialistas; se encuentra en una gama de posturas políticas. Se observa cierta continuidad de las intenciones redentoras de la tradición ilustrada en numerosas propuestas educativas. La inclusión en comunidades eclesiásticas y sociedades mutualistas, así como la formación de sujetos colonizados por los imperios europeos y de ciudadanos de las ex colonias liberadas, siempre han encontrado un punto de inflexión común en la formación del hombre nuevo. Numerosas propuestas educativas se produjeron en esta dirección, entre las cuales figuran la Escuela Nueva de inicios del siglo xx, la escuela racionalista de Ferrer Guardia, la propuesta de la escuela-taller de Célestin Freinet, y la propia tradición de educación popular en Brasil, con Paulo Freire como portavoz principal. En resumen, un gran número de propuestas educativas se han fundado en la tradición iluminista, vinculada a la idea de que una élite educada, o de vanguardia, asumiría el papel de educar al pueblo y producir hombres nuevos. La relación solía ser (y es) vertical; habría que transformar al otro, cambiarlo radicalmente para integrarlo plenamente a la economía del presente o al orden político futuro. La creación del nuevo mundo esperado pasaba por la formación de un nuevo tipo de hombre, proceso que estaría a cargo de una élite intelectual, poseedora de un saber/poder privilegiado (Rockwell, 2012: 703-704).

Así, la formación del “hombre nuevo” fue durante mucho tiempo una preocupación indiscutible en los objetivos de la educación, y aún hoy en día sus influencias perduran, puesto que mucha gente ve en la escuela la institución que transforma o debe transformar a quienes pasan por ella y esto, como se ha dicho, incluye no solo lo que corresponde a la sabiduría y al conocimiento de la ciencia, sino también los aspectos éticos, morales y la propia constitución biológica y física de las personas. Estudios recientes sobre la formación del cuerpo en la educación –generalmente comprendida en la llamada educación física– han demostrado que la amalgama inteligencia/cuerpo/espíritu formaría parte integral de la modelación que ha buscado deliberadamente lograr la educación formal en sus resultados y efectos (Granja-Castro, 2009). Así, al fincarse también en el cuerpo, la educación escondería razones biologicistas y, en última instancia, fundamentos eugenésicos definitivos.2

Con la influencia de la eugenesia en la educación, esta integraría a su cometido una función eminentemente racista. El llamado darwinismo social no tendría límite para introducir con toda fuerza la selección biológica como algo socialmente válido en la construcción de las sociedades y en los propios fines de la escuela; de hecho, el postulado que aún hoy en día es ampliamente aceptado y que sostiene que en el proceso educativo solo “sobreviven los más aptos”, es heredero en buena medida del principio selectivo que entraña el mismo planteamiento eugenésico no ya propiamente biológico, sino eminentemente social y educativo.

De la eugenesia al racismo de la inteligencia en la educación

¿Cómo llega la educación a adoptar los principios eugenésicos? Al igual que en muchos otros países de la región latinoamericana, el perfil eugenésico de la educación en México le viene por ser uno de los compuestos principales del proyecto de Estado que se implantó en el momento mismo en el cual surgió la República, a raíz de la independencia de la corona española. Este planteamiento eugenésico estaría sin duda claramente perfilado en el siglo xix, aunque sus antecedentes se encuentran ya desde el siglo xviii, según Beatriz Urías Horcasitas (2007: 26-27). Para entenderlo, primero es preciso verlo en su definición propiamente política, esto es, en el ideal que los artífices de la sociedad independiente imaginaron –semejante a lo expuesto por Samuel Ramos (2012 [1934])– como “el perfil del hombre y de la cultura en México”; es decir, del modelo propiamente ideal, patrón sobre el cual vendría enseguida a definírsele a la educación una orientación propia. El faro eugenésico se definiría por admitir como principio el blanqueamiento de la sociedad (hispanofilia), y por encarrilarse en la ruta de conquistar un desarrollo semejante al que habían logrado las sociedades europeas occidentales, con todo lo que ello habría de significar en lo político, económico, social y, por supuesto, en lo educativo. A mediados del siglo xix, “liberales, masones y protestantes promovieron una nueva visión del individuo en México. Este individuo debía ser libre de la influencia del clero y responsable de su participación en los asuntos sociales. […] Formar a este individuo supuso impulsar un programa de regeneración moral y cívica” (Urías Horcasitas, 2007: 27). Pero, ¿qué entrañaba esta regeneración? Que el individuo en cierne se distanciara de la abyección, la pereza y la flojera que, según la mentalidad dominante de la época, abrumaba a los indígenas en todos los ámbitos territoriales del país. Esta posición condujo invariablemente a la adopción, en los círculos intelectuales y políticos dominantes –liberales y conservadores-, del ideal de formación del hombre nuevo. Siendo que “el mejoramiento de las razas fue también un factor determinante en esta manifestación del hombre nuevo” (Ibíd., 2007: 26), el círculo eugenésico estaba cerrado.

La representación del hombre nuevo que se popularizó en México después de la Revolución se construyó dentro de la ideología nacionalista oficial. La nueva clase política e intelectual concentró en esta figura muchas de las expectativas de renovación social que la Revolución había suscitado en amplias capas de la población (Ibid., 2007: 26).

De igual manera, parece que esta misma clase política e intelectual –o algunas variantes de ella– recuperaba no solo “propuestas políticas de transformación que habían estado presentes en otras revoluciones modernas”, como la francesa o la bolchevique (Ibíd., 2007: 26), sino también las influencias racistas o de superioridad racial contenidas en fenómenos controvertidos y polémicos como el fascismo mussoliniano y el nacionalsocialismo alemán (fenómenos que, por cierto, Urías Horcasitas parece considerar procesos revolucionarios semejantes a los señalados, cuando definitivamente no lo fueron). De cualquier manera, lo cierto es que, como sostiene nuestra autora:

Existen infinidad de indicios, no solo textuales sino también iconográficos, que permiten plantear que la figura del hombre nuevo (ya fuera en su versión revolucionaria pura o mezclada con la influencia de la ideología de la superioridad racial) constituyó uno de los ejes ideológicos de la revolución en el poder (Ibid., 2007: 26).

Y así fue en adelante. Muchos intelectuales de una y otra generación terminarían por adosar a las ideas preliminares otras con renovados bríos, siempre con el afán de alcanzar al llamado hombre nuevo, el que representaba precisamente al individuo de la nueva sociedad que se quería construir. De este modo, la eugenesia se haría parte nuclear del contenido y los propósitos educativos; y una vez amalgamada en el compuesto curricular de la educación, le fue fácil reforzar su acción con el apoyo de los recursos que le proporcionaría la Higiene como corriente del pensamiento médico que habría de mantener en México una influencia social, política y educativa muy importante, y que reforzaría la acción selectiva de la educación (Granja-Castro, 2009). De esta manera, en la formación del hombre nuevo no solo debían excluirse a los menos aptos, sino también a todos aquellos otros afectados en su salud, a los enfermos y débiles mentales y, de manera preponderante, a los que parecían padecer alguna patología con motivo de sus costumbres, identidades y lenguas diferenciadas.

Pero no todo estaba dicho: aun posicionados en el tejido interno del currículo educativo, al racismo de la eugenesia, el darwinismo social y la Higiene, les sobrevendría el racismo de la inteligencia. En la cúspide más alta del proceso educativo institucional se habría de coronar el llamado racismo de la inteligencia, que es consustancial de los niveles más elevados del proceso educativo. Como diría Bourdieu: “es propio de una clase dominante cuya reproducción depende, en parte, de la transmisión del capital cultural, capital heredado que tiene la propiedad de ser un capital incorporado y, por tanto, aparentemente natural, innato.” El racismo de la inteligencia “es lo que utilizan los dominantes con el fin de producir una ‘teodicea de su propio privilegio’ […], es decir, una justificación del orden social que dominan.” Este racismo es el que “hace que los dominantes se sientan justificados de existir como dominantes, que se sientan de una esencia superior” (Bourdieu, 1980: 264). Para completar su caracterización, podemos decir con Bourdieu que este tipo de racismo es finalmente “la forma de sociodicea (es decir, la justificación de orden social vigente) característica de una clase dominante cuyo poder se basa en parte en la posesión de títulos que, como los escolares, se consideran garantía de inteligencia y que han suplantado en muchas sociedades –incluso para el acceso a las posiciones del poder económico– a los antiguos títulos, tales como los títulos de propiedad o los títulos nobiliarios” (Ibíd., 1980: 264). Así, quien alcanza el título se consuma como inteligente, y con ello en beneficiario de la alquimia mediante la cual esta construcción de la inteligencia resulta en un don, un atributo que se respalda en el “discurso científico”.

Si se recurre al discurso científico para justificar el racismo de la inteligencia no es únicamente porque la ciencia representa la forma dominante del discurso legítimo; es también y sobre todo porque un poder que se cree fundamentado en la ciencia, un poder de tipo tecnocrático, le exige naturalmente a la ciencia fundamentar el poder; cuando la inteligencia es lo que legitima para gobernar, el gobierno se pretende fundamentado en la ciencia y en la competencia “científica” de los gobernantes (basta con pensar en el papel de las ciencias en la selección escolar, donde las matemáticas se han convertido en la medida de toda inteligencia) (Bourdieu, 1980: 266).

Después de todo este proceso –en el que no solo a través de la escuela se selecciona a las personas de la nueva sociedad, sino también a quienes mediante la educación institucional devienen en seres con un don particular amparado en la fuerza legitimadora de la ciencia–, se impone una nueva clasificación racista en la cual el título puede convertirse en una verdadera patente para ejecutar o arbitrar esa clasificación resultante, la de la inteligencia.

De esta manera, el racismo envuelto en la lógica del currículum, en el proceso formativo/selectivo y, por último, en la certificación final de todo el tránsito escolarizado no ha sido desde la educación instituida un prejuicio, un estereotipo, una ideología a eliminar. Todo lo contrario. Tuvo y sigue teniendo una función precisa en la modulación de los individuos que requiere la preconcebida sociedad nueva, ideal, y de lo que esta sociedad debía y debe –en su proyección a futuro– mantener y reproducir para garantizar su perdurabilidad. Aquí cabe entonces reconocer la naturalización de la condición racista que sostiene a la sociedad, y por extensión al sistema educativo; una vez naturalizada esta condición, su producción y su reproducción (en la sociedad y en la escuela) se presentan como algo normalizado. El problema en adelante no será el hecho de que exista el racismo, sino las manifestaciones que alcance; por ello, la facultad racista no será lo central, y de ningún modo el problema; tampoco lo será lo que prepara, produce y reproduce en la escuela esa facultad –que sería el currículo entero-, sino solo aquellos contenidos que tienen carga semántica directa o indirecta, capaz de producirlo o reproducirlo en su dimensión como prejuicio, estereotipo, etcétera, o para detonarlo directamente como manifestación, como práctica discriminatoria, excluyente, agraviante, hiriente, violenta o en forma de rechazo absoluto, irracional y xenofóbico. Y lo mismo aplica para la educación no escolarizada, llevada adelante por la familia, los medios, las instituciones, etcétera. Importa ahí –como en el caso de la educación escolarizada– atender a los contenidos, los mensajes fundamentalmente explícitos de esa educación que son potencialmente detonadores de expresiones explícitas del fenómeno en cuestión. ¿Cómo explicamos esto?

El racismo de la estructura básica de la sociedad que no se cuestiona

Un tiempo se pensó que el racismo y sus manifestaciones crudas se debían a un problema de información. A mediados del siglo xx Juan Comas (1952), destacado estudioso del tema en México, consideraba que para erradicar el racismo bastaba con enterar a las sociedades de que carecía de bases científicas. Nuestro autor confiaba en que la educación podría contribuir en ello informando; en su percepción, incluso fenómenos como el holocausto sufrido por el pueblo judío podían prevenirse con la información necesaria. En su mirada, aun la barbarie provocada por la Conquista y la colonia que los reinos europeos impusieron más allá de sus fronteras se había fincado más en la ignorancia que en otra fuente.

En sus orígenes, la Organización de las Naciones Unidas (onu) a través de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (unesco) sostenía una posición muy cercana a la de Comas; hoy en día, sin embargo, desde estos organismos se reconocen las bases estructurales del fenómeno. También se puede encontrar que hay referencia a las condiciones institucionales del racismo, es así como se ha recogido en sus documentos y declaraciones que el colonialismo introdujo el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia. También que los africanos, los afrodescendientes, las personas de origen asiático y los pueblos indígenas fueron víctimas del colonialismo y continúan siéndolo de sus consecuencias (unesco, 2001). Pero ni la onu ni la unesco se plantean transformar sustancialmente a las sociedades, ni recomiendan rehacer el currículum educativo. Cierto, mantienen una posición que advierte:

Que es preciso tomar medidas a nivel nacional e internacional para combatir el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas conexas de intolerancia a fin de asegurar el pleno disfrute de todos los derechos humanos, económicos, sociales, culturales, civiles y políticos, que son universales, indivisibles, interdependientes e interrelacionados, y para mejorar las condiciones de vida de los hombres, las mujeres y los niños de todas las naciones.

Sin embargo, las acciones que plantean se inscriben dentro de la lógica regular aceptada de los Estados y de sus sistemas educativos, sin cambios de fondo. Así, reconocen “que las condiciones políticas, económicas, culturales y sociales no equitativas pueden engendrar y fomentar (todos estos fenómenos) que a su vez exacerban la desigualdad” (UNESCO, 2001: 15), y por ello proponen “que una auténtica igualdad de oportunidades para todos en todos los campos, incluido el desarrollo, es fundamental (para la erradicación del racismo y sus fenómenos conexos)”.

Por tanto, se deriva de ahí que antes que cambiar a las sociedades plantean realizarlas en sus ideales más caros, es decir, como si de lo que se tratara fuera un problema de desarrollo pleno del proyecto social y no de fallas internas del mismo. En consecuencia, se declaran proclives a creer que “la educación, el desarrollo y la aplicación cabal de todas las normas y obligaciones de derechos humanos internacionales, en particular la promulgación de leyes y estrategias políticas, sociales y económicas, son fundamentales para combatir el racismo”, y demás males asociados (UNESCO, 2001: 15). Una vez en esta lógica, se termina por reconocer que:

La educación a todos los niveles y a todas las edades, inclusive dentro de la familia, en especial la educación en materia de derechos humanos, es la clave para modificar las actitudes y los comportamientos basados en el racismo […] y para promover la tolerancia y el respeto de la diversidad en las sociedades (UNESCO, 2001: 17).

Desde un punto de vista panorámico, normas, leyes, ideas de justicia y medidas educativas se convierten, en el lenguaje de la Sociedad de Naciones, en la clave para atender no el fondo del racismo, sino sus manifestaciones lesivas. Un análisis simple del contenido de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1965, y en vigor desde 1969) revela esta situación. El artículo primero de esta convención, por ejemplo, identifica como eje de la preocupación principal, la discriminación racial,3 no el racismo como tal. De hecho, toda la arquitectura de esta declaración se sostiene sobre este concepto de discriminación racial, que es en realidad una manifestación del fenómeno, no la causa en sí. El artículo 7 es el único que va más a fondo, pues estipula que:

Los Estados partes [o que han signado tal documento] se comprometen a tomar medidas inmediatas y eficaces, especialmente en las esferas de la enseñanza, la educación, la cultura y la información, para combatir los prejuicios que conduzcan a la discriminación racial y para promover la comprensión, la tolerancia y la amistad entre las naciones y los diversos grupos raciales o étnicos, así como para propagar los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas, de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de la Declaración de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial.

Como puede constatarse, en este caso en particular no es la práctica del racismo lo que se sugiere atacar, sino un aspecto potencial que puede detonar la discriminación racial. Pero como toda prescripción normativa, el enunciado dice lo que quiere decir y nada más, de ahí que la prescripción deba entenderse como un mandato que ordena atender al prejuicio, más no su causa profunda. Extendiendo una interpretación libre, esto sería algo así como atender al prejuicio en tanto fenómeno enlazado con la práctica de la discriminación, y punto; en otras palabras, la preocupación –siendo genuina– no es total, sino selectiva y limitada. Esta posición no es inocente, y por lo demás es totalmente explicable. Los delegados o los representantes de los países miembros de los organismos internacionales que participan en la elaboración de las declaraciones y convenciones no tienen facultades mayores como para plantearse la revisión profunda de las bases sociales de sus países: saben además que si lo hacen, pueden ser sustituidos por otros, pues detrás de su nombramiento hay razones políticas que privilegian el mantenimiento del status quo, sin el cual la estabilidad de los países –se teme– no estaría garantizada.

Sea como sea, el caso es que las convenciones y las declaraciones tienen fuerte y notable incidencia en las líneas específicas que los gobiernos deciden seguir y suscribir en sus medidas internas. En México, las reformas constitucionales y las leyes secundarias en la materia no escapan de esta tendencia. Una revisión del contenido actual del artículo primero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos revela inmediatamente que su reforma de 2001 se hizo en estrecho apego a lo recomendado por los organismos internacionales.4 Lo mismo puede decirse de las leyes reglamentarias derivadas de esa modificación. Un ejemplo es, desde el título mismo, la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación.5 Esta ley no se funda en las causas profundas de la discriminación, sino en lo más inmediato, en los prejuicios que puede desencadenar la discriminación, y en sus posibles manifestaciones. Lo demás está fuera de su foco. El organismo que fue creado para velar el cumplimiento de esta ley, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (conapred), es fiel a lo estipulado; no se puede decir otra cosa. A la fecha, es posible reconocer que se ha mantenido vigilante. Atento a los prejuicios y a las distintas manifestaciones de la discriminación, este organismo no solo le da seguimiento a los casos, sino que promueve la aplicación de las sanciones legales correspondientes, exhibe a quienes violan la legalidad e incluso prepara acciones educativas y re-educativas para las personas, empresas e instituciones que incurren en faltas. También edita libros, promueve seminarios, encuentros, paneles, campañas, cursos y movimientos para prevenir la discriminación, orienta a los ciudadanos con el propósito de que conozcan sus derechos y las posibilidades que tienen para encarar y enfrentarse a la discriminación, y de las exclusiones que de ahí resulten, mediante los recursos de la legalidad.

El conapred lleva un registro minucioso de los talleres, cursos y campañas que desarrolla y ofrece en las escuelas con los maestros, los padres de familia y las comunidades escolares en su conjunto.6 Asimismo, ha buscado intervenir directamente en ámbitos de la Secretaría de Educación Pública para vigilar los contenidos educativos, trabajando particular y estrechamente con la Coordinación General de Educación Intercultural Bilingüe (cgeib). El asunto de la educación intercultural, que desde 2001 se promueve en la educación vía la cgeib, ha atraído el tema de la discriminación racial y el racismo desde los ámbitos educativos.7 La incorporación de contenidos para fortalecer la educación de la ciudadanía también ha contribuido a introducir ciertos objetivos que abordan el racismo en la educación. Con todo, vale la pena reiterar que en este contexto la preocupación de la escuela por la temática se centra básicamente en los prejuicios, en la prevención y la eliminación de la discriminación, y no en cuestionar al racismo de una manera real y profunda.

Situación de los estudios sobre el racismo en el marco regional latinoamericano

De manera tradicional, en el sub-hemisferio americano se ha estudiado poco el racismo. Observando el caso de Brasil, por ejemplo, el sociólogo estadounidense Franklin Frazier escribió en 1941 que en ese país parecía “haber un acuerdo implícito entre todos los sectores de la población para no hablar de la situación racial” (citado en Wade, 2011: 20). Casi 50 años después Sheriff, otro autor interesado en el tema, pudo corroborar que “la observación de Frazier seguía siendo esencialmente acertada” (Sheriff, 2001: 59, citado en Wade 2011: 20). El propio Wade, al inicio de la segunda década del siglo xxi, habría de observar algo parecido en Colombia; allí, a esas alturas de la historia, seguía “existiendo cierta incomodidad con la palabra y el concepto [del racismo] en discursos académicos, intelectuales e institucionales, aunque cada vez menos” (Wade, 2011: 21). Van Dijk coincidía en el año 2007 con las observaciones anteriores, aunque agregaba que el problema era mucho más amplio, puesto que “el estudio del racismo nunca [había sido] parte de las principales investigaciones académicas en ningún lugar” (2007: 24). Pero las cosas han comenzado a cambiar, como coinciden en observarlo Hoffmann (2004: 221) y Van Dijk. Si antes “los académicos latinoamericanos, y otros también, interesados en los grupos indígenas y africanos en América Latina por lo general (salvo excepciones notables) se [concentraban] en las propiedades ‘étnicas’ de esos grupos, en lugar de estudiar las prácticas diarias de racismo” ahora, con motivo de una “creciente resistencia por parte de las comunidades indígenas y africanas, combinada con el desarrollo internacional de un movimiento antirracista, finalmente se ha suscitado un interés creciente por el estudio académico del racismo” en el conjunto del área latinoamericana (Van Dijk, 2007: 24). Sin embargo, a estas alturas la producción especializada sobre el tema en general es todavía escasa (París Pombo, 2002). Por lo mismo, las entradas desde los estudios especializados en educación son también reducidas, aunque de unos años a la fecha aparentemente ha comenzado a cambiar la tendencia, puesto que se han publicado algunas investigaciones notables.

¿Cómo se estudia el racismo en la educación en México?

Con respecto a los estudios del racismo en la educación en México, el paisaje comienza a ser variado. Hay algunos trabajos que se limitan a señalar su existencia en la formación educativa en general, aunque no lo exploran de manera sistemática (Latapí, 2001). Existen otros, en cambio, que han revisado y analizado cuidadosamente los libros de texto para identificar los contenidos racistas o que pueden serlo en forma menos directa o sutil (Molina Ludy, 1995). De la misma manera, hay constancia de investigaciones que han demostrado interés en explorar cómo se nutre y se configura el pensamiento racista entre los profesionales de la educación básica de México (Aguilar Nery, 2012). También se pueden identificar estudios que apreciaron la subsistencia del racismo en los contenidos y prácticas de la educación indígena, que por cierto fue declarada “intercultural” a finales del siglo xx y desde la primera década del siglo xxi cuenta con cuadernos de trabajo y materiales calificados como interculturales y enfocados aparentemente en la eliminación del racismo en contra de los pueblos originarios, las principales víctimas de este fenómeno desde la conquista española hasta el presente (Gnade, 2008). Hay, de igual forma, trabajos que exploran las dimensiones institucionales del fenómeno y su inevitable influencia en las aulas y en los procesos educativos escolarizados, como ocurre en particular con la educación indígena (Baronnet, 2013). Asimismo existen estudios, como el de Daniel Hernández Rosete (en prensa) que describen y analizan las prácticas racistas dentro de las aulas, en el conjunto de las áreas que comprende el perímetro interno de los recintos escolares, e incluso en los espacios extraescolares en los cuales realizan su vida algunos de los menores y sus familias, que en la escuela son víctimas reconocidas de la discriminación racial. Finalmente, hay registro de trabajos a propósito del bullying que sucede en las escuelas primarias y secundarias (Ramos Espinoza, 2010), y sobre los reclamos de inclusión en la educación media y superior (Barrón Pastor, 2008; Velasco, 2012) que han documentado, directa o tangencialmente, el fenómeno racista más allá de la educación básica.

El racismo de los contenidos educativos

¿Cuáles han sido los hallazgos conseguidos? Las investigaciones no dejan sombra de duda: el racismo efectivamente existe en la educación, se manifiesta y funciona en ella y en los recintos escolares como una extensión de lo que sucede en el resto de la sociedad. Desde una mirada minuciosa y especializada se constata, como lo hizo Molina Ludy, que el racismo está (y ha estado) explícitamente manifiesto en ciertos contenidos educativos.

En un primer análisis de los textos de ciencias sociales que sirvieron de base para la educación de los niños, tanto indios como no indios de México, durante casi veinte generaciones (y que a principios de la década de 1990, fueron cambiados), se aprecia la forma en que se excluye a aquellos del conjunto nacional. [Más aún], en las guías didácticas para los docentes, los libros del maestro para tercero, cuarto y quinto año de primaria, se determina como uno de los objetivos fundamentales del área social que los niños sean capaces de “identificar algunos elementos característicos de la vida del México actual que (no son más que aquellos que) son resultado de la fusión de las culturas mesoamericana y española” (Molina Ludy, 1995: 149).

Acto seguido, sin mediación alguna se anuncia y se reitera, como si el propósito fuera anclar una verdad única e incontrovertible, que “la nacionalidad mexicana es mestiza” (Ibíd., 1995: 149). Pero no será sino:

En el libro de cuarto grado (en) donde se (habrá de abordar) con mayor detenimiento la “esencia” de la nación mexicana y su historia, lo cual permite un análisis más fino de la dificultad de reconocer la participación de los pueblos indios en la historia y el quehacer contemporáneos de México (Ibíd., 1995: 149).

Y aún más, en el mismo texto que se comenta hay también un señalamiento negativo “de los pueblos indios en la historia de nuestro país”: “Juárez y su sucesor […] se daban cuenta de que el país necesitaba impulsar su economía […], sus planes casi no pudieron llevarse a cabo debido a la falta de capital, las numerosas rebeliones indígenas, la inseguridad en los caminos llenos de bandoleros y las revueltas” (sep, 1983: 101). Estas frases nada inocentes:

Reflejan el espíritu del libro de texto y muestran, por una parte, la exclusión oficial explícita de los pueblos indios en el devenir histórico de nuestro país al negar su presencia actual; por otra, el prejuicio en contra de los indios que, según se dice, en vez de contribuir a la construcción de nuestra nación, la obstaculizaban (Molina Ludy, 1995: 152).

Como se puede comprobar, el cuadro es dramático pero lo será aún más a raíz de la modificación autorizada en 1992 del libro de texto de historia, pues “empeora la situación ya que se esconderá de una manera más inequívoca, bajo el mito racista y excluyente de la Malinche, la exaltación de lo mestizo y el repudio a lo indio” (Molina Ludy, 1995: 152).

En la educación secundaria y preparatoria “se encuentra la misma visión de la relación entre la sociedad india y el resto de los mexicanos” (Ibíd., 1995: 153). Algo semejante sucede en los contenidos educativos de la llamada secundaria abierta; en el libro de ciencias sociales de primer año, por ejemplo, a pesar de que se reconoce la “presencia actual de los indios en varias regiones del país, se enfatiza sin ambages el carácter mestizo de México” (Ibíd., 1995: 153). Este mismo libro incluye “una negación, clara y prejuiciada de la participación india en la economía nacional desde la época de colonial hasta el presente”. Lo que ahí se dice:

Muestra un estereotipo de indio desarrollado desde la segunda década del siglo xx: el indio aislado, dedicado a producir solamente sus cultivos de autosubsistencia, que sustituyó al del indio flojo que se niega a trabajar, constante durante la Colonia, a pesar de que [será precisamente] el trabajo de los indios el que construyó la infraestructura y logró el éxito de las empresas agropecuarias de la Nueva España (Ibíd., 1995: 154).

Pero aquí lo más significativo en los hallazgos de nuestra autora: todas estas posiciones de los libros de texto tienen un correlato o, mejor dicho, un soporte y acaso también un complemento en el discurso oficial, que responsabiliza “a los indios de mantenerse diferentes y no quererse identificar con los demás mexicanos”, de lo que al final de cuentas deriva su condición rezagada (Ibíd., 1995: 155). De esta forma, institucionalmente “el mismo indio será responsable de su propia marginación”. Si alguna duda cabe, basta observar cómo “los documentos elaborados por el [hoy desaparecido] Instituto Nacional Indigenista (ini) entre 1953 y 1970” comprueban la prevalencia de “la imagen de que las comunidades indígenas han vivido durante cuatro siglos al margen del progreso, viven aislados de México, no participan de su economía, ni en la vida social y política, tienen un desarrollo cultural inferior, etcétera” (Ibíd., 1995; 156). Este será el “estereotipo generalizado en la sociedad que el iniformaliza[ba] y conv[ertía] en oficial”. Imagen que sería reproducida “en diversos discursos y que habría de regresar a la sociedad ungida por el poder de la investidura de quien la emite”. Será así, a final de cuentas, como “los autores de los libros de texto lo habrían de utilizar [y lo siguen utilizando] sin cuestionamiento alguno” (Ibíd., 1995: 156). Con todo, como parece sugerirlo la investigación que se comenta, el problema no es solamente la visión racista en contra de los pueblos originarios que transmiten y desprenden los contenidos educativos y los discursos institucionales, sino el hecho de que de la acción conjunta y complementaria de ambas dimensiones se resemantice y relance una idea básica de inferiorización de lejano origen colonial contenida en las nociones mismas de indio, indígena e incluso de etnia (Ibíd., 1995: 164). En todo caso, ese es el mayor problema, puesto que una vez que ha sido plantado el fundamento racista en contra de los indígenas y grupos étnicos del país, en adelante, cuando vuelvan a ser mencionados, no hará falta reiterar las adjetivaciones discriminatorias, porque estos conceptos en sí mismos los llevan ya implícitos.

Como Molina Ludy, Cristina Masferrer León exploró el tema del racismo en los libros de texto de la Secretaría de Educación Pública y descubrió que tienen contenidos explícitamente racistas en contra de africanos, afrodescendientes e indígenas; por ejemplo, sin mediar explicación alguna el libro de geografía de cuarto grado de educación primaria introduce el siguiente enunciado: “en 1927 México prohibió la entrada de negros para evitar la degeneración de la raza”, mientras que uno de los libros de historia de la Telesecundaria incluye, también sin agregar explicaciones, “imágenes de personas encadenadas o siendo azotadas para representar” al continente africano. Los libros de texto en los que Masferrer León ancla su análisis corresponden a los que se usaban en las escuelas en el año escolar de 2010, y en cuyo contenido estaban ya consideradas las reformas curriculares correspondientes a 2006 y 2009, que eliminaron de tajo un cuento que aparecía en el libro de español de tercero de primaria en “donde se hacía referencia a una niña negra a la que el autor identifica repetidamente como la ‘niña bonita’” (Masferrer León, citada en Gómez Quintero, 2012). Los ejemplos de agravio racista en contra de los afrodescendientes que nuestra autora identifica en estos casos son contundentes, así como sus efectos. Los niños y niñas con los que tuvo contacto nuestra investigadora “reproducían la discriminación por color de piel”. La negritud, por lo que le comentó uno de estos niños, la asociaban –por efecto de la educación escolarizada– con “la fealdad”. Incluso pudo saber que para estos niños “cuando se insultaba a alguien con la palabra ‘indio’”, el hecho estaba asociado con la aparente incapacidad de aprender del agraviado (Masferrer en Gómez Quintero, 2012).

En 2008 Jill Renee Gnade, en su investigación de tesis doctoral titulada Raza, racismo y educación escolar en México, se propuso explorar las manifestaciones del racismo en los contenidos, recuadros e ilustraciones de los libros de texto de la educación primaria general e indígena del país. Apoyada en el análisis crítico del discurso, Gnade encuentra que las manifestaciones tanto explícitas como implícitas del racismo en los libros de texto se derivan y se desprenden directamente de la definición mestiza que se le otorga a la sociedad mexicana (o mestizo-conformación), y que está establecida como eje axial incuestionable de todo el currículum educativo. De esta manera, todo agravio racista (que se presenta en cierto modo como normalizado) hacia los otros (que la autora denomina “radical”, para señalar que se trata de una diferencia que no es intragrupal, sino exógena) parece tener justificación a partir de su condición distanciada, desviada, de lo mestizo legitimado, naturalizado e instituido socialmente hablando. Pero esto es apenas el punto de partida que da lugar a las distintas manifestaciones que han de asumir el racismo en la reiteración obcecada del mestizaje. Una reiteración que elogia, por un lado, la colonización, la mezcla sanguínea, la fusión de la grandeza indígena prehispánica con lo blanco europeo –principalmente español–, y que por otro niega, invisibiliza o relativiza en forma enfática, y a veces atenuada, al indígena actual y a los afrodescendientes, al tiempo que permite incuestionables manifestaciones explícitas de descalificación, denigración, minorización y agravio racializado en contra de ellos. De todo esto, nuestra autora observa distintos ejemplos explícitos e implícitos a lo largo de los contenidos que se integran en los libros de texto de la educación primaria general e indígena.

Es de esta forma como Gnade identifica, en los libros de la educación primaria en su conjunto, una reiterada glorificación incuestionable de la Colonia y el mestizaje, reiteración que no es simple recordatorio sino una reafirmación, como si en la repetición se garantizara su aceptación y su anclaje profundo entre los educandos. También encuentra en varios libros de los diferentes grados de la educación primaria enunciados que reconocen la grandeza de los pueblos prehispánicos lo cual, no obstante, contrasta con alusiones reiteradas de desdoro al indígena contemporáneo, e incluso de autodenigración, como se deriva directamente de un texto de la pluma de Benito Juárez en donde el ex presidente reconoce ser hijo de padres que fueron “indígenas de la raza primitiva”. En la opinión de Gnade esto no tendría mayor trascendencia de no ser porque el escrito fue introducido para reforzar el vilipendio de lo indígena, puesto que lo dicho por Juárez “constituye un ejemplo de autodenigración característica de los miembros de una cultura oprimida, que han aprendido (paradójicamente a través de la propia educación formal) a creer y a aceptar el cuento de su supuesta inferioridad y retraso cultural”. El caso es en sí mismo dramático, más cuando, según Gnade, la inclusión de esta referencia que alude “a la supuesta ‘raza primitiva’ de Benito Juárez en un libro de texto choca literalmente de frente con la pretensión contemporánea de fomentar una relación de iguales entre las culturas del país” (2008: 95).

Lo que Jill Gnade pudo identificar en los libros llamados “cuadernos interculturales” que se utilizan en la educación indígena es todavía más agudo: en ellos se describe a los indígenas como sucios, taciturnos, deshonestos, mentirosos y violentos, todo a contracorriente del discurso –también incluido en dichos libros– que ensalza la relación paritaria entre los pueblos y entre las culturas.

El racismo de la escuela más allá de lo curricular

Hasta aquí, los autores citados constatan la existencia del racismo en los contenidos de la educación. Sea como sea el modo en que lo revelen, el caso es que de alguna forma logran mostrarnos algunas de las puntas visibles de los finos hilos (racistas) con los cuales se encuentra tejido el currículum educativo en su conjunto, pero aunque esto habla de la seriedad que entraña el caso y de la importancia de centrar la atención en los contenidos curriculares, la auténtica base del problema está en el currículum entero, y en el ambiente que engloba la vida escolar en su conjunto. Bruno Baronnet, en Racismo y discriminaciones en el sistema educativo mexicano (2013), nos muestra que en el fenómeno racista de la educación concurre no solo lo que se deriva directamente de lo curricular y de los contenidos de los libros de texto, sino también todo aquello que proviene de otras fuentes externas a la institución educativa, pero que la influyen de manera inobjetable. De esta suerte, todo lo instituido como estructura y cuerpo institucional de la sociedad estaría involucrado en este asunto; por tanto, para entender y explicar el racismo en su producción y reproducción en la escuela importaría ver cómo se complementa y refuerza lo hecho en el ámbito educativo escolarizado con lo que sucede fuera de él, como efecto de la estructura y de las instituciones sociales que actúan abarcando a la escuela misma. De esta manera los pasillos y todos los espacios externos a las aulas que comprende una escuela se vuelven –tanto como los espacios estrictamente aúlicos– ámbitos de producción y reproducción del racismo, al igual que los tiempos de recreo y los momentos de juego e interacción entre los estudiantes y la comunidad educativa. De esta suerte, lo curricular y lo extracurricular (o lo social no formalizado) en materia de racismo, mantendrían una integridad que sólo es posible separar por razones heurísticas.

Algunos aspectos extracurriculares del racismo que recalan en los ámbitos escolares

En los estudios citados, que revisan lo concerniente a los aspectos racistas explícitos en el currículum, Gnade y Molina Ludy consideran algunos antecedentes para rastrear al racismo; otros, como Jesús Aguilar Nery, ponen atención en la formación profesional de los maestros, y desde ahí en las fuentes que nutren sus conocimientos y prácticas racistas. Hay otros, como Baronnet, que llaman la atención hacia la política que define distintas modalidades educativas y diversos materiales educativos. Y no faltan autores, como Hernández Rosete, que –considerando la particularidad étnica de los estudiantes, su condición socioeconómica y algunas características específicas de los docentes– eligen poner especial atención en la dimensión práctica del racismo en la escuela.

Para Gnade y Molina Ludy, por ejemplo, la base racista que hay en los contenidos educativos proviene de las especificidades históricas de la sociedad mexicana, que a su vez derivan de su pasado colonial. En este pasado –y de lo que de ahí proviene como sustrato de lo actual– está el fundamento racista que se ha colado en el currículum educativo y de ahí a los contenidos específicos de los libros de texto. Particularmente, en esos contenidos se han formado los maestros –como lo sustenta Aguilar Nery-, tanto como de lo que de manera abierta la sociedad les ha brindado en forma extracurricular. En conjunto, de ahí derivan los saberes con los cuales los profesores orientan su acción educativa. No obstante que mucha de esa información sobre el tema del racismo no resiste ninguna prueba de cientificidad, lo cierto es que con ella –según lo pudo corroborar Aguilar Nery en un estudio exploratorio en el estado de Baja California, México (2012)– los maestros orientan su trabajo dando por hecho que las razas humanas existen, que se les puede clasificar y, por tanto, no tienen inconveniente en transmitir esta información a sus alumnos como parte de su trabajo. Al proceder de esta manera los educadores terminan, tarde o temprano, por naturalizar el racismo y convertirlo en parte de lo que la escuela –de manera formal, en los salones de clase, o informal, en las áreas de convivencia y de recreo– puede reproducir con toda normalidad. Una vez que esto sucede, los maestros no tendrán barreras efectivas que les impidan la introducción del tema de la raza en sus clases ni para que, llegado el caso, incurran en prácticas racistas en contra de sus estudiantes o de menos lo toleren, como lo pudo registrar Bruno Baronnet al observar las prácticas de los profesores de la educación indígena en el estado de Chiapas.8

Algo semejante observó Daniel Hernández Rosete en dos planteles de educación primaria situados en el mercado del barrio de La Merced, en el centro de la Ciudad de México. En esos centros escolares los profesores practican el racismo fundamentalmente en contra de los niños de origen indígena pertenecientes a familias que migraron en las últimas décadas a la ciudad capital desde diferentes entidades del interior de la República. Por su procedencia variada estos menores hablan diferentes lenguas maternas, casi todos son bilingües y se comunican en español con distintos grados de fluidez. Hernández Rosete identificó que los niños con estas características apoyan el trabajo que realizan sus padres en el mercado. Algunos de ellos van desde muy temprano a los vertederos residuales del mercado en compañía de sus padres para recuperar las verduras que, enteras o en parte, aún son rescatables para después limpiarlas y cortarlas en trozos, y luego venderlas en los puestos que sus familias instalan en las calles de esa zona. El trabajo que realizan estos menores antes de ir a la escuela es agobiante, con lo cual es frecuente que lleguen a la institución educativa con el uniforme manchado y con los rastros olfativos que les deja el esfuerzo realizado. Es precisamente por estos rasgos, señales o marcas que van a ser clasificados en la escuela, bajo estrictos criterios higiénicos –principalmente por sus propios maestros-, como sucios. Pero sucede que a menudo estos mismos niños van a la escuela con el uniforme desgastado y raído como consecuencia de su actividad extraescolar, y debido a ello terminan por sumar a los rasgos clasificadores higiénicos anteriores, los que sus profesores asocian con la condición socioeconómica de su apariencia. Así, pobreza y falta de higiene devienen en una fórmula fatal que, en la opinión de sus profesores, los predispone invariablemente a las bajas calificaciones y a los malos resultados educativos (cosa que termina por afectarlos directamente a ellos como docentes, a la hora de presentar sus informes de rendimiento escolar).

Pero a las clasificaciones anteriores se suma una más que termina por hacer de la situación de estos niños algo dramático: su condición indígena. Como muchos de ellos no dominan con fluidez el idioma español en forma oral y escrita –y en tanto que estas escuelas no tienen previsto procedimiento alguno para la atención apropiada del bilingüismo-, los maestros deducen –ahora bajo criterios eugenésicos simples– que por su origen estos niños tienen un problema cognitivo que los predispone, junto con la falta de higiene y la condición de pobreza que acusan, al fracaso escolar rotundo. Los maestros sostienen esta creencia, no la discuten, la dan por válida y por cierto, elevando así las cosas al nivel de prejuicio. Por eso cuando en un centro educativo se aplica la llamada “prueba enlace” (Evaluación Nacional del Logro Académico en Centros Escolares), se solicita a estos niños no asistir ese día, y si se llegan a presentar, inventan excusas para despedirlos temprano. El propósito es que no presenten la prueba, no ya por el temor de que obtengan resultados bajos sino por la creencia, prácticamente indiscutible, de que si la presentan saldrán mal. De este modo ya no cabe en ningún sentido el beneficio de la duda aunque, como lo observó Daniel Hernández, por su trabajo en los puestos de venta que instalan sus padres en la calle, muchos de estos niños han desarrollado múltiples habilidades y destrezas, incluyendo operaciones matemáticas de compleja resolución. De suyo, esta situación es grave, pero no es el único resultado de ese prejuicio eugenésico sino que, combinando lo eugenésico con lo higiénico, da sentido a la creencia de que las epidemias de piojos que aquejan a estas escuelas año con año tienen como vector de transmisión preponderante a estos niños, por ser pobres, sucios y por ser indígenas. Los maestros lo creen así, lo afirman de este modo y no lo dudan; sin embargo, como lo logró observar Hernández Rosete, cuando emerge la pediculosis, se presenta en prácticamente todas las escuelas de educación preescolar y primaria públicas de la ciudad de México porque sus ciclos anuales obedecen a factores estacionarios y no hay, por tanto, un vector único ni exclusivo; en otras palabras, cuando la epidemia está en proceso de eclosión y extensión ampliada, cualquier niño, de la condición que sea, puede ser vector de contagio. De este modo el racismo existe y se manifiesta en la escuela más allá de los contenidos curriculares, y acaso quizá como una combinación de lo que esos contenidos provocan (directa o de manera lateral) y de lo que social y estructuralmente envuelve a la vida interna de la escuela, al ser parte de la sociedad en la que se encuentra inserta.

Como quiera que sea, lo cierto es que como lo observó Juan Carlos Callirgos en Perú (1993), a “la cultura ideal” que pudiera animar la aspiración formativa de la escuela, termina por imponerse –en el caso de la producción y reproducción del racismo– lo que él denomina “la cultura escolar realmente existente”. Este tipo de cultura es aquella que se manifiesta más allá de lo que concierne a la formalidad programática, y está dominada por toda suerte de prácticas derivadas de prejuicios que prevalecen no solo en los espacios sociales abiertos, sino incluso en los ámbitos cerrados de las propias instituciones educativas. En el reino de “la cultura escolar realmente existente” –dentro y fuera de las aulas–, el racismo en forma de prejuicio y de discriminación no se oculta: se manifiesta en toda su crudeza; es ahí en donde el machismo, la misoginia, la homofobia, el clasismo y racismo conviven a sus anchas, mezclándose y reforzándose mutuamente. Es bajo la égida de esa cultura escolar realmente existente donde sucede una serie de agravios discriminatorios, practicados por los alumnos en contra de sus propios compañeros, tales como los que apunta el mismo Callirgos:

Abuso en contra de alumnos menores o más débiles. Burla y abuso en contra de las mujeres. Burlas en contra de alumnos que presentan defectos o características físicas relevantes (gordura, delgadez, cojera, etcétera). Burla en contra de los alumnos tímidos, apocados y quienes no manejan símbolos de la cultura escolar. Burlas y segregación con base en rasgos raciales. Burlas y segregación en contra de alumnos pobres. Burlas en contra de alumnos que se encuentran en situación de desventaja, etcétera (Callirgos, 1993: 7).

De la misma manera, bajo el ancho manto de la cultura escolar realmente existente, los maestros también reproducen el racismo, pues a menudo denigran a los débiles, a los que tienen capacidades diferentes, y no es raro que pongan motes o apodos a los alumnos con fenotipo indígena. Esto también ocurre en las escuelas mexicanas, como lo pudo verificar Ramos Espinoza al estudiar el bullying y la violencia escolar en recintos de educación secundaria en el estado mexicano de Chihuahua (2010). De forma análoga, Baronnet y Hernández Rosete lo atestiguaron en los planteles bajo su escrutinio. Salvo que, a diferencia de los casos mexicanos, Callirgos pudo observar algo más en Perú: mientras algunos denigraban mediante fórmulas racistas a otros, los profesores premiaban, en contraparte, con las mejores calificaciones a los más habilidosos, precisamente a aquellos que –aprovechándose de los más débiles, de las niñas y de los estigmatizados con motes y apodos– sabían sacar todo tipo de ventajas en el ambiente competitivo que usualmente produce la escolarización.

El problema no es menor en la educación media y en la superior. El racismo es moneda corriente en esos niveles educativos, aunque no siempre se puede observar de manera directa, como en los casos anteriores. El peso estructural del racismo allí se impone bajo formas generalmente ocultas y sutiles, impidiendo el acceso y limitando las posibilidades de permanencia y culminación exitosa del grado educativo a los segmentos sociales racializados, como los indígenas y los afrodescendientes.9

La reacción de los racializados

Llegados a este punto, conviene preguntarse cómo han reaccionado los racializados, es decir, quienes han sido víctimas del racismo en cualquiera de sus manifestaciones. Los estudios aquí revisados no ponen por lo general atención en ello, salvo excepciones, como en el trabajo de Gnade. Para esta autora una reacción que se registra en el libro de texto de historia en la educación primaria es la autodenigración, pero también puede ser mediante los recursos de la resistencia, como lo observó Hernández Rosete cuando los niños indígenas recurren a su idioma materno para blindarse o defenderse ante los efectos del racismo prodigado por el resto de sus compañeros, e incluso por sus propios profesores. En otros casos puede ser a través de la violencia, como lo señala Ramos Espinoza (2010) en su estudio sobre el bullying en la educación secundaria. Pero puede darse el caso, como sucede en la educación media y en la de nivel superior, que los racializados asuman distintas posibilidades, ya sea el autoencierro, la deserción o la conversión del agravio racista en su contra, en un estímulo para sobreponerse mediante los recursos de la resiliencia.10 Sin embargo, estas no son las únicas posibilidades. En Perú, por ejemplo, Zavala y Zariquiey registraron que a nivel social, las víctimas del racismo –que son invariablemente los indígenas– suelen oponer un racismo en sentido inverso, en virtud de lo cual el blanco deviene “discriminable en tanto que discriminador y explotador”, si bien “el rechazo hacia el blanco no tiene que ver con los rasgos físicos que este posee que, en general, y por el contrario, son considerados como ‘mejores’ o ‘más bonitos’, sino con el carácter potencialmente explotador e injusto que se relaciona con dicho color de piel” (2007: 362-363).

Consideraciones finales

En este ensayo me propuse hacer visible la relación entre el racismo y la educación. Como se expuso, se trata de una relación especial, de una relación nada simple pero de gran utilidad para el racismo, que encuentra en la educación el agente ideal capaz de producirlo, reproducirlo, introducirlo y legitimarlo entre las nuevas generaciones. En este propósito, hay que señalarlo, el racismo se sirve tanto de la educación escolarizada o institucional como de aquella otra que tiene lugar en todo el espectro social e institucional posible e imaginable, que incluso influye y actúa en la misma esfera de la primera, creando lo que Callirgos denomina “la cultura escolar realmente existente”, en la cual ambas influencias se mezclan y crean un excelente caldo de cultivo para la reproducción y legitimación del racismo.

Como vimos en este escrito, la educación formal suele promover ciertos contenidos racistas, algunos explícitos y otros velados, suficientes para que el racismo encuentre lo necesario y se reproduzca. A su vez, la lógica del currículum –enfocada en la formación del “hombre nuevo”– contiene fundamentos eugenésicos e higiénicos capaces de engendrar y reproducir de por sí al racismo. Una prueba de ello es el llamado “racismo de la inteligencia” al que se refiere Pierre Bourdieu, y que resulta y se deriva del desarrollo y la aplicación simple y puntual del currículum educativo. Es precisamente con esta característica con la que a menudo colisionan los buenos propósitos de las convenciones, declaraciones de los organismos internacionales y de las leyes y disposiciones locales cuando, atendiendo las recomendaciones de aquellas, se introducen contenidos antirracistas en la educación escolarizada, sin reparar en el hecho de que la lógica profunda del currículum, que es proclive al racismo, termina por imponerse. Callirgos lo comprobó así en sus investigaciones en Perú, pues pudo constatar que los contenidos y las acciones antirracistas suelen alimentar “la cultura escolar ideal”, aquella bien intencionada pero que no alcanza a realizarse, mientras que en su lugar termina por imponerse “la cultura escolar realmente existente”, en la cual el racismo alcanza su producción y reproducción en la escuela, sin obstáculo que lo detenga.

En los hechos, es “la cultura escolar realmente existente” la que enlaza la esfera educativa escolar con la otra, también llamada educación no formal, que cubre todos los demás espacios posibles de la educación, e incluso penetra los de la educación escolarizada. Y es gracias a ese enlace que ocurre en la cultura realmente existente desarrollada en los propios ámbitos escolares (en las aulas, en los pasillos y en las áreas de recreo) que la producción y reproducción del racismo tiene lugar. Callirgos en Perú, Bruno Baronnet en las escuelas del subsistema de educación indígena en el estado de Chiapas y Hernández Rosete en la Ciudad de México observaron esto como demostración práctica del racismo en los planteles escolares. En dicha demostración práctica del fenómeno se ven involucrados tanto los propios profesores poniendo motes, apodos, sobrenombres y endilgando prejuicios a sus alumnos, como los mismos estudiantes con sus pares, caracterizados con marcas diferenciadas por la complexión, el fenotipo, la estatura o alguna capacidad diferente.

La noción de “cultura escolar realmente existente” no es un concepto acabado, tampoco goza de legitimación extendida, pero en este caso parece tener utilidad para describir el racismo existente en las escuelas. Puede servir muy bien, por ejemplo, para explicar la relativización de los contenidos escolares en el hecho educativo que produce y reproduce dicho fenómeno. Puede incluso ser útil para demostrar que el currículum no lo es todo, puesto que apenas estaría jugando una condición parcial en la causal global que produce y reproduce el racismo en los ámbitos escolares. Incluso podría ser de utilidad para demostrar por qué –en virtud de la hegemonía que este tipo de cultura ejerce– a pesar de que en los contenidos educativos se fomentaran posturas antirracistas, terminarían por ser eufemismos, convirtiéndose al final de cuentas en posturas retóricas, vacías de contenido –o, en todo caso, en reproductoras de posiciones semejantes a las llamadas políticamente correctas– ante el avasallamiento que ejercen todas las otras fuentes sociales reproductoras del fenómeno, que se imponen por su vía –la de “la cultura realmente existente”– en los ámbitos escolares.

Entonces, por lo antedicho, se puede afirmar que el racismo, si bien se sirve del currículum y de los contenidos de los libros de texto para producirse y reproducirse, esta capacidad le viene fundamentalmente de sus bases estructurales, y por tanto abarcadoras o englobantes de muchas de las prácticas institucionales que constituyen lo que de manera abierta e incluyente los sociólogos denominan como el ancho mundo de lo social.

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Profesor e investigador de la Universidad Pedagógica Nacional, Unidad Ajusco (México). Licenciado y doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus líneas de investigación son: políticas educativas para la diversidad cultural; educación intercultural; racismo institucional e inclusión educativa; movimientos sociales y proyectos educativos interculturales alternos, movimientos sociales y educación. Entre sus publicaciones destacan: “La unisur, innovación y desafíos a la gobernanza institucional” (2013); “Políticas públicas en educación indígena e intercultural”, en coautoría con Aleksandra Jablonska (2013); y “Otredad y construcción de futuro. La educación para los indígenas en México. Un balance histórico” (2014).

En El socialismo y el hombre en nuevo (1977), por ejemplo, Ernesto Guevara defendía con especial denuedo que había que forjar al hombre nuevo, aquel que definitivamente era indispensable para construir el socialismo, la nueva sociedad, aquella por la cual bien valía la pena darlo todo (Rockwell, 2012: 701).

La eugenesia es: “una filosofía social que defiende la mejora de los rasgos hereditarios humanos mediante diversas formas de intervención manipulada y métodos selectivos de humanos. En general, las metas que se plantea la eugenesia varían dependiendo del contexto discursivo, pero dentro de los objetivos que se proponen se pueden mencionar, por ejemplo, la creación de personas más fuertes, sanas e inteligentes”. Tomado de: <http://es.wikipedia.org/wiki/Eugenesia> [Consultado el 4 de septiembre de 2015].

Artículo primero, parte i: “En la presente Convención la expresión ‘discriminación racial’ denotará toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública” (onu, 1965).

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Así, con carta de normalización social, el racismo puede desplegarse a sus anchas en la escuela, y si bien esto no exime a los maestros de la responsabilidad que les toca, sí permite comprender porqué lo practican en contra de sus alumnos sin interesarse mucho por el agravio que constituye, aunque no es así cuando lo sufren ellos mismos en su contra porque, como lo demuestra Gnade en su tesis doctoral, muy a menudo los maestros son víctimas del racismo fuera y dentro de la escuela. Incluso podemos agregar que, como gremio, el magisterio recibe de la prensa descalificaciones racistas y ofensas del mismo tipo directamente propaladas por segmentos de la sociedad en momentos agudos de conflicto sindical, que se inconforma con ellos debido a las huelgas y los procedimientos que siguen en sus jornadas de luchas laborales.

Véanse: Barrón Pastor (2008); Velasco Cruz (2012).

Véase: Velasco y González (2012).

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