En este trabajo analizamos las consecuencias del solapamiento salarial entre los mandos medios y los trabajadores sindicalizados que se viene produciendo en Argentina desde hace algunos años. Nos preguntamos acerca de la reticencia de los gerentes a sindicalizarse para defender sus intereses. Esto nos lleva a indagar la relación entre el peronismo y las clases medias. Este artículo es el producto de reflexiones basadas en una investigación en curso sobre cuadros de mando de grandes empresas de diferentes sectores de la economía argentina y con diversos orígenes de sus capitales. La estrategia metodológica es cualitativa y se basa en entrevistas en profundidad semiestructuradas.
In this paper, we analyze the impact of salary overlap between middle management and unionized workers that has been occurring in Argentina in recent years. We consider the reluctance of managers to organize as to protect their interests. This leads us to explore the relationship between Peronism and the middle classes. This article is the product of reflections based on an ongoing research of middle management in big Argentinean companies from various sectors of the economy and with capitals from different countries. The methodological approach is qualitative and is based on in depth semi-structured interviews.
En la presentación de un programa de televisión “El inversor”, centrado en temas financieros, que transmite el canal América de la ciudad de Buenos Aires y es conducido por un conocido y mediático asesor bursátil, a propósito del tema a tratar ese día centrado en la problemática de “los incentivos”, se cuenta una anécdota que narra las vicisitudes de un empresario que se lamenta por haber caído preso de un estilo de vida que no puede permitirse abandonar. Este directivo de una gran firma concurre cada día a su oficina y a las 16 horas se retira raudamente a jugar al golf, en el que combina placer con inversiones en capital social, comúnmente conocido como networking. Al comentar acerca de lo que puede denominarse como “monotonía cotidiana”, el conductor de televisión confiesa que este empresario sabe que no puede ni debe abandonar este perfil de bon vivant, ya que necesita que sus empleados sepan que eso es lo que podrían esperar al alcanzar la cúspide de sus carreras.
Esta anécdota nos plantea diversos interrogantes que van a apuntar directamente al corazón de la forma en que suele ser concebida la carrera gerencial, cuando la meta por alcanzar parece centrarse más en el no trabajo que en la labor propia de un gerente. A su vez, la construcción de la carrera hacia la cima implica una altísima dedicación al trabajo que obliga al asalariado de mando medio a relegar actividades e intereses ajenos a los de la compañía. Como todos saben que sólo unos pocos van a lograr llevar su vida de la manera en que lo hace ese empresario, será necesario construir un régimen interno de justicia distributiva que genere principios de equidad, que mantengan movilizados a sus mandos medios en el transcurso de sus trayectorias profesionales. ¿Qué sucede cuando los principios legitimados de justicia (Von Dollinger, 2006) comienzan a resquebrajarse a partir de la creciente convergencia entre los salarios de los gerentes, en su mayoría no representados por los sindicatos y, por lo tanto, no protegidos por la negociación colectiva, con los de los trabajadores encuadrados en convenios colectivos de trabajo? ¿Cuáles son las razones de la reticencia de estos mandos medios a acordar una acción colectiva organizada que vele por sus intereses?
Las reflexiones teóricas que surgen de este artículo se nutren de dos campos que han sido testigos de una importante producción académica en los últimos años en Argentina. La “sociología del management” (Szlechter y Luci, 2014) y los estudios antropológicos e históricos de las clases medias (Visacovsky y Garguin, 2009; Adamovsky, Visacovsky y Vargas, 2015) dan cuenta de un actor que ha sido fundamental en la construcción de la moralidad colectiva en nuestro país. Por un lado, la sociología del management aborda la cuestión de los asalariados de altos puestos y capitalistas en relación de dependencia (López, 2004) como excusa para indagar fenómenos más amplios, como la constitución de grupos privilegiados, los criterios de jerarquización y el proceso de gerencialización de la sociedad. Por otro lado, los debates sobre las clases medias trascienden el ámbito del trabajo e intentan profundizar en torno a la manera en que construyen fronteras simbólicas frente a otros grupos sociales, con base en criterios de moralidad -obviamente, asentados en bases materiales.
Estas reflexiones teóricas surgieron a su vez del análisis de los resultados preliminares de un estudio de tipo cualitativo basado en entrevistas en profundidad a mandos medios de empresas transnacionales de diferentes sectores de la economía, así como a directivos del área de recursos humanos, cazadores de talentos y consultores especializados.1
A partir de la década de 1990, en Argentina la mayor parte de los convenios colectivos excluyeron, entre otros trabajadores, a quienes ocupaban un lugar de conducción en las empresas. La negociación colectiva en Argentina es realizada por el sindicato de rama más representativo en la misma y legitimado como tal por el Estado (otorgándole la personería gremial,2 además de la simple inscripción jurídica), pero se extiende a todo el personal de la rama, ampliando así la representación sindical al conjunto de trabajadores incluidos en ella. Dado que los convenios colectivos excluyen expresamente a los gerentes, éstos no gozan de los derechos obtenidos en dichos convenios y, por lo tanto, tampoco son protegidos por el respectivo sindicato. Por otra parte, la estructura sindical argentina se caracteriza por la preponderancia del sindicato de rama, con una muy baja presencia de sindicatos de empresa. Las negociaciones colectivas por empresa son desarrolladas por el sindicato de rama. El sindicato que obtuvo u obtiene la personería gremial (más representativo en términos de cantidad de afiliados) adquiere un carácter cuasi monopólico en términos de representación de los trabajadores, tanto en el conflicto como en la negociación. De acuerdo con la legislación vigente y la experiencia corriente, la disputa por la personería gremial, por parte de una nueva organización, es de casi imposible resolución a favor de esta última (Trajtemberg y Battistini, 2015).
Así, en primer lugar analizamos el desarrollo histórico del modelo gerencial argentino. En segunda instancia, describiremos la problemática del solapamiento salarial, donde se presenta la contraposición entre los resultados de los salarios establecidos colectivamente, para los obreros, y los salarios individualizados para los mandos medios. En tercer lugar, tratamos de identificar si la posición del gerente cumple los requisitos para ser una profesión o equivale a un lugar de clase, en función de lo cual pasamos luego a observar la forma en que se construye su carrera. A partir de ello, revisamos cómo se construyó la idea de progreso en el imaginario de las clases medias argentinas y los factores que hacen posible la resistencia de sus miembros (una parte de los cuales conforma los cuadros de conducción en las empresas) a la representación sindical de sus derechos. En las conclusiones damos cuenta de las tensiones generadas por el solapamiento entre los gerentes y sus subordinados directos, tratando de identificar las distintas alternativas que se les plantean para superar dichas tensiones y las encrucijadas a que los someten algunas de dichas alternativas.
Surgimiento y desarrollo de un modelo hegemónico del gerente en ArgentinaEn un trabajo anterior (Szlechter, 2015), sosteníamos que las estrategias de las empresas transnacionales en Argentina se han ido redefiniendo en las décadas recientes, acorde con la apertura comercial y la modificación de las condiciones de competencia. La racionalización de los niveles y de la estructura del personal, así como la depuración de estructuras administrativas y comerciales fueron algunas de las respuestas ante los nuevos escenarios. Este tipo de políticas han ido acompañadas por la adopción de nuevas técnicas de gestión, de manejo del proceso productivo, de nuevas estrategias de comercialización y de distribución, que le brindaron un halo de legitimidad a las mismas. La adopción de estas nuevas técnicas organizativas ha requerido un flujo de inversiones para la incorporación de las llamadas “tecnologías blandas” y la capacitación del personal (Kulfas, Porta y Ramos, 2002: 14), hecho que también repercutió en el trabajo de los gerentes. Esto implicó una modificación en las condiciones de desarrollo de la carrera en el seno de las burocracias corporativas. Las habilidades emprendedoras y la capacidad de adaptación al cambio comenzaron a remplazar al trabajo rutinario del modelo fordista. La apertura comercial producida desde finales de la década de 1980 y principio de los noventa, permitió el desarrollo de sectores al interior de las firmas ligados a la interface con los mercados extranjeros a los cuales había que emular. Asesorados por las consultoras internacionales especializadas en cuestiones de estrategia empresarial, recientemente instaladas en el país, las firmas comenzaron a modificar sus departamentos de mercadotecnia, ventas, publicidad y selección y reclutamiento del personal, con el fin de aggiornarlas a los nuevos tiempos. Se creía que de esta manera se lograba aumentar la productividad de sus empleados más calificados, coadyuvando a su vez al retorno de las inversiones realizadas.
La reproducción de los modelos de gestión de los recursos humanos (Luci, 2011b; Szlechter, 2010 y 2011) de cuño estadounidense se erigió como consecuencia inexorable del proceso de internacionalización de la estructura económica argentina. Esto implicó modificar los procesos de incorporación del nuevo personal a cargo de estas transformaciones, lo que a su vez ayudó al despliegue de ofertas educativas cuyos contenidos habían sido diseñados especialmente para estas firmas y que iban a mejorar su capital cultural (Luci, 2009; 2012a). Pero, sin duda, la transformación más profunda la sufrió el proceso de jerarquiza- ción al interior de las compañías, a partir del cual se fueron delineando nuevas reglas para el acceso a la cúpula de las mismas (Szlechter, 2009).
El abandono paulatino del modelo fordista en el mundo desarrollado y de la versión vernácula del modelo de industrialización por sustitución de importaciones implicó una modificación sustancial en los perfiles de puestos gerenciales requeridos en el mercado laboral. El modelo de las competencias basadas en cualidades que se revelan como “adscritas” o “innatas” (Szlechter, 2013b; Zangaro, 2013) reemplazó al de las calificaciones para el puesto de trabajo (Luci, 2012b; Zangaro, 2013). Las nuevas habilidades propias del “saber ser” de este nuevo modelo comenzaron a ser evaluadas bajo criterios en apariencia “neutrales” y “objetivamente” mensurables, siguiendo los principios meritocráticos (Szlechter, 2015).
El carácter meramente formal de la aplicación de los principios meritocráticos dejó lugar a la proliferación de arbitrariedades en los procesos de selección, evaluación y promoción -en términos de ascenso en la escala jerárquica- de los trabajadores. Esta transformación lejos estuvo de abandonar los procesos usuales de jerarquización del mundo de trabajo -esto es, tanto para seleccionar a un empleado como para recompensarlo o para sancionarlo- sobre la base de diferentes dotaciones de capital social, simbólico y cultural. En realidad, se trató de un nuevo proceso de reconfiguración de los capitales que se ponen en juego en operaciones de clasificación (Bourdieu, 1998) y reclasificación de trabajadores, proceso que no está exento de disputas que se dirimen no sólo en la selección de los más “aptos” para ingresar al mercado de trabajo, sino también al interior de las empresas, que jerarquizan las diferentes categorías de trabajadores (Szlechter, 2010). En este sentido, las prácticas gerenciales de evaluación del desempeño llevaron a su vez a la estratificación -y a la segmentación y jerarquización- de la población gerencial (Szlechter, 2011). El modelo de las competencias, dentro del cual se perfilaron los criterios de evaluación del desempeño gerencial, obligó al gerente a actuar en una especie de arena dramatúrgica (Dejours, 2003) en la que se volvió necesario “visibilizar” el esfuerzo para pertenecer al mundo de los “altos potenciales” (Luci, 2011a; Szlechter, 2013b).
Por otra parte, en nuestra investigación observamos que el mismo modelo implica también una profundización del proceso de individualización y descolectivización de la relación laboral -que se había desplegado durante la década de 1990- de los trabajadores de conducción por parte de las empresas para las cuales trabajan, a partir de la diversificación de las escalas -llamadas “bandas” en el léxico de los negocios- salariales (y en consecuencia, las escalas de trabajadores) y la apelación a la movilización y la implicación individual en la cultura y objetivos empresariales. La política de la producción a la que Burawoy (1989) hacía referencia cuando describía la negociación en torno al ritmo de producción, que se establecía entre los obreros y sus supervisores y que se hacía de manera colectiva, en el caso de los cuadros de mando se restringe al terreno individual, donde cada uno de estos “capitalistas en relación de dependencia” (López, 2004) debe hacer valer sus capitales, mientras que el mercado de los “talentos” dirime la disputa por los elegidos.
Esto no hace más que ratificar la idea que el modelo de las competencias desnuda el carácter ideológico del mérito como principal criterio para la edificación de las jerarquías en las grandes firmas. La paulatina convergencia de los niveles salariales entre trabajadores sindicalizados y los white collar viene a poner en jaque los principios meritocráticos que justificaban las diferencias de remuneración entre las dos poblaciones de asalariados antes de la reapertura de las convenciones colectivas de trabajo en 2003.
La problemática del solapamiento salarialLa cuestión del solapamiento salarial entre los empleados de dirección y la población incluida en los convenios colectivos de trabajo, si bien central en nuestra investigación, constituye un verdadero “laboratorio social” que permite analizar en profundidad la construcción de un actor del mundo del trabajo, el cual, en tanto miembro destacado de las clases medias, nunca dejó de tener una posición ambivalente en la relación capital-trabajo. En Szlechter (2014) se reseña el derrotero de las discusiones teóricas en torno a la figura del gerente y la manera como fue abordada y analizada por diferentes corrientes y paradigmas de las ciencias sociales. Así, Esta problemática funge como excusa para complejizar la mirada dicotómica que primó en nuestro país alrededor de este actor y que el solapamiento salarial viene a desmentir, recuperando la condición salarial del gerente, sin por eso soslayar su comportamiento pendular en tanto representante del capital en la gestión de la fuerza de trabajo. [...] desde la irrupción de las teorías del proceso de trabajo [Braverman, 1975; Smith y Thompson, 1998] hasta las perspectivas hermenéuticas que incorporan la visión de los actores [Benguigui, 1967; Bouffartigue, 2001; Boltanski, 1982, Wright, 1995; Goldthorpe, 1995, entre otros] -sin soslayar las tramas más amplias en las cuales éstos están insertos-, es posible observar una paulatina inclusión de miradas menos dicotómicas en las relaciones de clase [...] recientemente se incorporaron estas discusiones en las ciencias sociales argentinas [Szlechter, 2015; Luci, 2016; Zangaro, 2013], alrededor de un actor que había logrado cierto protagonismo en el mundo del trabajo con el surgimiento y la expansión de las clases medias con la llegada del peronismo al poder, pero que, sorprendentemente, había sido invisibilizado de las relaciones del trabajo, siendo incorporado de manera casi automática a la “clase capitalista” -tanto desde vertientes marxistas como las de corte funcionalista (Szlechter, 2014: 50).
En Argentina, durante la década de 1990, producto de las políticas neoliberales, la negociación paritaria salarial se había espaciado. La estabilidad económica, forzada por la convertibilidad y el debilitamiento de las organizaciones sindicales, abrieron la puerta a un dominio casi hegemónico de los empresarios sobre la determinación de los salarios, el empleo y las condiciones de trabajo. Esto se tradujo en la reducida cantidad de convenios colectivos firmados en el periodo, en la mayoría de los cuales los incrementos salariales se pautaron en función de estrictas normas de productividad. Con posterioridad a la crisis de 2001 y luego de la emergencia del gobierno de Néstor Kirchner, en 2003 comienza un proceso de recuperación del poder de las organizaciones sindicales, que se manifiesta fundamentalmente en la dinámica que adquirió la negociación colectiva y, con ella, los incrementos salariales.3 De 2004 en adelante y sin interrupciones, los sindicatos negociaron con los empresarios aumentos sucesivos de los sueldos de sus representados. La mayor parte de estos incrementos implicó que los trabajadores convencionados alcanzaran, en el periodo comprendido entre los años 2003 y 2013, valores más altos que la inflación (Zaiat, 2014), recuperando de esta forma gran parte del nivel de ingresos perdido durante la hegemonía neoliberal. La recuperación sindical se afirmó entonces en el afianzamiento de la legitimación de estas organizaciones por parte de sus representados. Los trabajadores de nivel gerencial, excluidos explícitamente de dichos convenios colectivos y, por lo tanto, de los posibles aumentos salariales de ellos derivados, continuaron con el mismo sistema individualizado de determinación salarial y establecimiento de pautas de trabajo que regía en la década anterior, lo cual hizo que los incrementos recibidos año con año no tuvieran la misma dinámica que los salarios de los trabajadores encuadrados en la negociación colectiva. Comenzó a producirse un fenómeno denominado “solapamiento salarial”,4 dado que los sueldos percibidos por los trabajadores convencionados empezaron a acercarse y, en algunos casos, casi igualar a los de sus supervisores o jefes directos. Además, la posibilidad de trabajar horas extra y obtener adicionales previstos en el convenio hizo que los primeros llegaran a obtener, en algunos casos, ingresos superiores a los segundos. De esta forma comenzó a ponerse en cuestión la serie de responsabilidades que recaía sobre el personal de mando y los criterios meritocráticos que demarcaban su carrera en las empresas.
Dada su prolongada persistencia en el tiempo, el contexto de “solapamiento salarial” entre trabajadores dentro y fuera de convenio,5 se ha incorporado en las grandes firmas como parte insoslayable de la gestión de su fuerza de trabajo. En un trabajo previo (Szlechter, 2014), habíamos dado cuenta del “incipiente interés en este peculiar fenómeno por parte de las ciencias sociales (Sánchez, 2012, 2014; Szlechter, 2013a; Marshall, 2011, 2012; Groisman y Marshall, 2013; Marshall y Perelman, 2013; Trajtemberg y Pastrana, 2012; Trajtemberg, 2011), a la par de la divulgación de informes de consultoras especializadas y la profusión de artículos en la prensa masiva que dan cuenta de la preocupación que muestran las empresas por la aparición de un nuevo foco de conflicto. A modo de ejemplo, según un estudio llevado a cabo por la consultora Mercer (2013) en 100 grandes empresas de todos los sectores de la economía argentina, se estima que cerca de 70% de las firmas de todos los sectores de la economía se enfrenta a esta problemática. Se ponen así en discusión, por un lado, los procesos de jerarquización en las empresas y, por otro, se generan tensiones entre los cuadros de mando -gerentes- y los trabajadores sindicalizados.
La comparación de los criterios de jerarquización social de los convenios colectivos de trabajo y de los que fija la firma con sus mandos medios nos permite un abordaje relacio- nal de la posición que ocupa cada uno de estos actores en el escenario organizacional. Esta comparación nos convoca a analizar la forma en que el management de las empresas percibe a la lucha sindical de los trabajadores asalariados. En rigor, la negociación colectiva de las condiciones de trabajo se contrapone con los criterios meritocráticos que campean en la carrera gerencial. Esta situación nos invita a preguntarnos, por un lado, hasta qué punto la recuperación sindical y la obtención de porcentajes de aumentos salariales mayores que los que obtienen los trabajadores jerárquicos fuera de convenio pone en cuestión su posición de negociador individualizado de sus condiciones de trabajo. Por otro lado, si la distribución más equitativa de los salarios -obtenida a partir de las negociaciones colectivas desarrolladas en forma continuada desde 2003 en adelante- redujo el componente “meritocrático” en la determinación de los salarios, ¿qué medidas se toman en las empresas para mantener alineados a sus gerentes?
La paulatina emergencia de sindicatos de trabajadores jerárquicos, que comienzan a albergar en sus filas a empleados profesionales, nos lleva a examinar con más detenimiento las formas que adopta la construcción de las trayectorias profesionales -comúnmente llamadas “carreras”- de los cuadros medios de conducción en las grandes firmas. Para un asalariado de altos puestos con capacidad de mando incorporarse a las filas sindicales implica una profunda transformación de la concepción de su derrotero profesional. La negociación colectiva de su trayectoria laboral le muestra que su posición en la jerarquía de la firma, así como las que ocupará en el futuro, no tienen que ver sólo con su desempeño, sino que será producto de su antigüedad en la firma, del aprendizaje de su “oficio” y de la correlación de fuerzas del colectivo del cual forma parte. Hecho que contrasta fuertemente con las intenciones de las empresas en la relación que establecen respecto de estos trabajadores.
Por este motivo, la “carrera meritocrática” que establece la firma como paradigma de las trayectorias laborales de las nuevas formas de organización del trabajo (Coriat, 2000) constituye un elemento fundamental para comprender las razones de la ausencia de una acción organizada generalizada por parte de actores que ven minada su posición en el seno de las grandes firmas a la luz del fenómeno del solapamiento salarial. Este tipo de carrera emerge como criterio de división entre los profesionales dentro y fuera de convenio que a veces se manifiesta en una separación espacial (en la planta o en la casa matriz o el “edificio corporativo”) y, otras veces, en una separación de carácter simbólico, en términos del vínculo que se establece entre el gerente y la firma (el grado de confianza que se deposita en él o ella). Las estrategias de encuadramiento de sindicatos jerárquicos y las reacciones de la firmas y de los propios gerentes ante este fenómeno nos ofrecen una oportunidad más que interesante para profundizar en torno a valores instalados desde larga data en el seno de actores que constituyen referentes ineludibles de las clases medias acomodadas en nuestro país, que suelen privilegiar el esfuerzo individual por sobre cualquier estrategia de carácter colectivo.
En el ámbito laboral, la “cultura del esfuerzo” está centrada en una estrategia individual de progreso y ascenso social, validada por la permanente negociación personal de las trayectorias profesionales.6 Toda referencia a “lo colectivo” parece negar las conquistas de carácter individual, que se consiguen “con esfuerzo”. De esta manera, la “clase gerencial” se constituye a sí misma no sólo en relación con -y por diferenciación de- los trabajadores sindicalizados, sino también con cualquier intento de construcción colectiva. En este sentido, el valor de “lo colectivo” evoca una posición contraria a una justicia meritocrática en la cual cada uno es responsable de su propio destino. Si la noción de carrera, proveniente de la antropología, es válida para todas las clases sociales, la carrera meritocrática parece estar a resguardo de cualquier circunstancia que transcienda al sujeto. Analizar los componentes simbólicos que subyacen a este tipo particular de carrera constituye el eje de nuestra investigación. Para eso consideramos que es necesario problematizar y definir el trabajo de un gerente.
El trabajo gerencial: ¿profesión o posición de clase?¿Es posible considerar al trabajo de gerente como una profesión? Si respondiéramos a esta pregunta de manera afirmativa, no estaríamos simplemente describiendo las calificaciones e incumbencias requeridas para el cumplimiento del trabajo de dirección, sino que nos encontraríamos partiendo de supuestos congruentes con ciertos paradigmas de las ciencias sociales de los que abrevan. De esta manera, el modelo de las competencias cuya manifestación más clara en el ámbito laboral es precisamente el caso de los cuadros de mando quedaría subsumido al de las calificaciones, donde sería posible definir de manera reglada e institucionalizada los atributos para el ejercicio de su función.
En este sentido, según el funcionalismo, la profesión debe tener un conocimiento específico, una pericia y una orientación altruista hacia la sociedad -una suerte de apelación al bien común que justifique su existencia-, lo que la distingue de una ocupación no profesional. Por otro lado, desde una perspectiva centrada en el proceso de profesionalización, el interaccionismo, en lugar de indagar si un determinado oficio es una profesión, se pregunta: ¿en qué circunstancias los individuos que se caracterizan por un mismo oficio se esfuerzan por transformarlo en profesión e intentan ser titulares de la misma? En este caso, ejercerían el poder del monopolio para el ejercicio de su función, lo que en términos legales se llamarían “incumbencias”. A su vez, para las teorías weberianas, la identidad profesional implica el reconocimiento de un saber legítimo adquirido, sin el cual el ejercicio de la profesión sería impensable y que es avalado por el Estado a partir del entrenamiento en las universidades y el reconocimiento social de poseer un conocimiento esotérico y una clara percepción de sí mismos como profesionales. El denominador común de estos enfoques es que todos comparten una visión sesgada, enfocada de manera exclusiva en el empleo que pueden obtener aquellos que poseen una profesión certificada. Es así como Sémbler (2006) sostiene que dichas perspectivas, incluyendo las marxistas -cuya mirada sobre la realidad de los profesionales es de carácter dicotómico, en la cual los cuadros profesionales están sometidos a un proceso de proletarización o de incorporación a la clase capitalista-, poseen una visión productivista de la estratificación social, dado que toman como eje al trabajo, ya sea a nivel organizacional o al nivel del mercado. Es por este motivo que Sémbler propone trascender estas cosmovisiones para incluir espacios de socialización y de construcción de capital simbólico, como la educación y el consumo, donde se construye la legitimidad, el reconocimiento y la diferenciación social de ciertas ocupaciones de manera de comprender la especificidad del trabajo gerencial. Así, la perspectiva relacional de los procesos de jerarquización social permite una lectura dinámica (y no estática) de las acciones y relaciones entre los diferentes grupos sociales. Esa perspectiva se interesa por la dinámica de las relaciones de clase, en lugar de describir estructuras gradacionales de desigualdad y prestigio (Crompton, 1994, citado en Sémbler, 2006: 29).
La noción de clase de servicio, acuñada por Goldthorpe (1995), nos puede aportar la base teórica para definir al trabajo gerencial como una posición de clase, lo que nos va a permitir encontrar no sólo los rasgos identitarios que lo caracterizan, sino también los mecanismos de distinción, respecto de otros actores del mundo del trabajo, que están presentes a la hora de construir sus trayectorias profesionales. Según el autor británico, la clase de servicio constituye un grupo de asalariados que se distingue del resto por la relación de empleo (en efecto, es la relación con sus empleadores) que ostenta. En esta relación contractual, la composición del salario que se percibe difiere de la del resto de los trabajadores, lo que le brinda una posición preferencial en la estructura de clases, otorgándole a su vez seguridad relativa en el empleo y perspectivas de carrera (en términos organizacionales, es decir, de promociones sucesivas en la jerarquía de las firmas) y de estatus que no se suelen encontrar en la clase trabajadora (Sémbler, 2006). Pero la principal característica diferencial de estos asalariados, de los cuales el gerente se presenta como el caso paradigmático, es la relación de confianza que se establece con el empleador. Lo que Wright (1976) llama “renta de lealtad”, el beneficio extra que percibe el gerente a cambio de su fidelidad a la firma, supone que la firma necesita depositar una alta dosis de confianza en el empleado y, a cambio de esto, es necesaria una compensación en especie. El principio moral que va implícito en la renta de lealtad debe ir acompañado de otro más vinculado con el contenido de trabajo, que Wright definió como “renta de calificación”, en la cual el beneficio extra que percibe el gerente se debe a la forma en que hace valer sus competencias en el mercado de trabajo. Esa renta incluye principalmente atributos vinculados con la posición de clase de los asalariados de altos puestos, ya que el dominio de códigos culturales dominantes es lo que asegura una carrera profesional exitosa. En ciertas profesiones, el monopolio para su ejercicio en el mercado de trabajo se encuentra garantizado por el Estado (como la medicina, la psicología, las ingenierías, etc.), lo que termina produciendo lo que algunos autores llaman “cierre social”, que a su vez funciona como un reaseguro para el mantenimiento del prestigio de los saberes “esotéricos” que sólo esos profesionales ostentan. Para el caso del trabajo gerencial, al no existir ninguna institución estatal que reglamente el ejercicio de su función, el monopolio de saberes legitimados se produce a través del prestigio y los privilegios que otorgan las credenciales educativas (por lo general el mba, Master in Business Administration o maestría en negocios), así como el capital social y simbólico que los acompaña.
Los tipos de ocupaciones incluidas en la clase de servicio se caracterizan por poseer una autoridad sobre los trabajadores, basada en una determinada relación de confianza con el empleador, al tiempo que comparten una determinada situación de trabajo (posición en los sistemas de control y autoridad) y, a partir de ahí, una determinada situación de mercado (fuentes y niveles de ingreso) (Sémbler, 2006). ¿Qué sucede cuando la situación de trabajo y la de mercado no van de la mano? ¿Qué consecuencias puede tener el hecho de que, por un lado, los mandos medios mantienen posiciones de control sobre los subordinados, pero, por el otro, su situación de mercado está seriamente amenazada? La construcción arque- típica del cuadro de mando de las grandes firmas se caracterizó por el capital simbólico y social, el consumo de bienes y servicios diferenciados -y distinguidos- y la acumulación de capital cultural. Sin embargo, cuando el capital económico se ve amenazado, la capacidad diferenciadora del resto de “los capitales” se erosiona. Invertir en un mba ya no reditúa como en otras épocas.
Con el fin de analizar las consecuencias del solapamiento en términos de relaciones de clase, la noción de distinción social (Bourdieu, 1998) puede ser de utilidad para dar cuenta de la dinámica que adquieren las relaciones en el espacio social, entre los diversos actores que nos ocupan en este artículo. En este sentido, Sémbler (2006) desarrolla los conceptos de condición de clase y posición de clase de Bourdieu: la condición de clase se centra en los rasgos de las clases en un determinado momento histórico que se vinculan a la posición de clase en el entramado de relaciones de poder que prevalece en el espacio social y donde se producen diferencias sociales de acuerdo con los recursos7 que están en disputa entre los distintos agentes que lo integran. Las posiciones de clase se dan no sólo en el plano objetivo (el margen de variabilidad de la distribución de los capitales), sino principalmente en el plano subjetivo, como disposiciones sociales o visiones del mundo compartidas (habitus) (Sembler, 2006: 57).
El capital social y el capital cultural forman parte central de las estrategias de los sectores medios en ascenso para consolidar su posición diferencial y privilegiada en relación con otros grupos sociales. Las trayectorias formativas elegidas -léase, las instituciones educativas- formarán parte central de las dinámicas de acumulación del capital cultural y social. Si la educación en las clases medias cumplía en nuestro país una función de integración con los distintos grupos que la conformaban y con otros actores de diferentes orígenes sociales, las nuevas clases medias que emergen a partir de la década de 1990 van a desarrollar estrategias de inserción educativas mucho más diferenciadas en relación con otros grupos sociales. Las inversiones en capital cultural de los nuevos sectores medios girarán en torno a estrategias de inversión educativa que asegurarán la reproducción -y la de sus hijos- de su posición privilegiada. En el mercado de trabajo, la educación pasará a constituir un mecanismo de identificación diferenciador respecto de otros grupos ocupacionales.
En suma, el trabajo del gerente es ante todo una posición de clase y se constituye en función de la relación con otros actores sociales. Ser gerente es una forma de concebir una carrera laboral. A su vez, la carrera gerencial contempla aspectos relacionados con la carrera objetiva (posición dentro de la jerarquía de la firma), así como subjetivos, relacionados con el capital simbólico y social. Veamos entonces cómo se construyen las trayectorias profesionales gerenciales.
La carrera meritocrática8Las trayectorias profesionales gerenciales han sido profusamente abordadas tomando como referencia la carrera objetiva. Desde esta perspectiva estrictamente organizacional, la sucesión de niveles en la escala jerárquica por las que va atravesando el futuro directivo ha sido motivo de análisis, sobre todo en los trabajos de corte funcionalista. De esta manera, los aspectos vinculados con fenómenos sociales de mayor alcance que participan de la construcción de las carreras “exitosas” fueron dejados de lado. Apelaciones a las carreras nómadas, en las cuales cada gerente es capaz de construir su propio destino, han sido funcionales a la visión objetivista de las trayectorias laborales.
Al considerar al gerente como una posición de clase, incluyendo los aspectos intersubjetivos que están en juego a la hora de definir su lugar en la estructura social, se habilita la posibilidad de concebir a la carrera gerencial en su versión subjetiva o intersubjetiva, en la cual cuenta la perspectiva de los propios actores al momento de concebir y construir sus trayectorias laborales. En este caso, la posibilidad de poner en juego los diferentes capitales acumulados con el objetivo de producir un cierre social (Parkin, 1979) al ejercicio de su función, nos permite observar empíricamente no sólo el proceso a través del cual los cuadros de conducción intentan distinguirse respecto del resto de los trabajadores, sino también cuando la distinción se ve amenazada por factores externos, como el del solapamiento.
La carrera, tal como es concebida por la clase profesional y directiva (Ehrenreich y Ehrenreich, 1979), exponente privilegiada de las clases medias argentinas, implica no sólo el posicionamiento en términos de disputa con otros actores del mundo del trabajo, sino también determinadas percepciones morales acerca de la justicia distributiva que debe imperar en la firma. La carrera meritocrática vendrá a legitimar el privilegio social de la herencia y las condiciones de partida, transformándolo en una recompensa al esfuerzo y la dedicación.
La forma de consolidar las ventajas que otorgan los diplomas universitarios está muy bien descrita por Collins (1979), quien señala que la meritocracia tecnocrática es una variante del proceso de estratificación social mediante la monopolización de las oportunidades en el mercado de trabajo. Este proceso se produce a través de la adquisición de disposiciones sociales altamente valoradas en el ámbito corporativo: la adopción de códigos culturales legítimos, determinadas formas de utilización del lenguaje, la obtención de un mba (maestría en negocios), la permanente inversión en capital social que asegure la empleabilidad, etc. En un sentido similar, Broussard et al. (2004) apuntan que la socialización escolar y familiar, es decir, el paso por una universidad prestigiosa, provee una experiencia social y profesional familiar que brinda a los cuadros no sólo conocimientos, sino fundamentalmente ciertas disposiciones sociales, reflejos, maneras de pensar, lógicas de red cortesanas, los cuales constituyen los elementos informales clave para desenvolverse en un ambiente competitivo. En una línea similar, Ehrenberg (1991) sostiene que el discurso meritocrático opera como el gran mito de las sociedades modernas, en virtud de las cuales cada uno será recompensado en función de sus méritos, lo que choca con las lógicas efectivas de determinación de carreras. El concepto de equidad, es decir, a cada cual lo que “corresponde”, se erige como un reemplazante legítimo de la noción de igualdad, mucho más difícil de asimilar para estas sociedades. El modelo de la competencia vendría a resolver la contradicción entre los privilegios que ofrecen los títulos (Cousin, 2008) y la voluntad de recompensar el desempeño, promoviendo al gerente como contrapartida al esfuerzo y la contribución individual al desempeño de la firma y no como resultado de la antigüedad o la calificación (Lichtenberger, 2000). Este modelo ofrece certidumbre a las trayectorias, sin poner en cuestión los factores de prestigio y estatus social, como el diploma y las lógicas de segmentación interna (Montchartre, 2007). Pero la brecha entre las promesas de la meritocracia y los modos efectivos de determinación de las carreras suscita un profundo descontento (Cousin, 2008). Cabría interrogarse si de lo que en realidad se quejan los gerentes no es de la meri- tocracia, sino de la imposibilidad de su plena aplicación.9
En suma, la carrera meritocrática se erige como clave de análisis no sólo para comprender el proceso de estratificación social, sino también para comprender la dimensión moral -léase, los valores- presente a la hora de encontrar razones para rechazar cualquier tipo de acción colectiva reivindicativa que ayude a recuperar la brecha salarial entre los white y los blue collar que se vio erosionada en los últimos años. Las paritarias aseguran una negociación colectiva de las trayectorias laborales de los trabajadores que no depende de apuestas de carácter individual. La creencia en el mérito por la posición ocupada está fuera del repertorio reivindicativo sindical. Veamos de qué manera se construyó la conflictiva relación de los cuadros medios de conducción de las grandes firmas con las acciones de carácter colectivo en general y con los sindicatos y el sindicalismo en particular. Para esto, es necesario rastrear los orígenes de la relación entre los sindicatos y las clases medias en Argentina.
Sindicatos y clases mediasLarga y prolífica es la historia del sindicalismo argentino. Los fundamentos ideológicos y políticos que marcaron su origen en parte contrastan y en parte se empalman con su desarrollo a lo largo de los años. El punto de inflexión que marca el peronismo en esa historia tiñe para siempre su identidad y marca, a su vez, todas las representaciones que distintos actores sociales y sujetos individuales realicen sobre el mismo. Desde la mirada post facto de la intelectualidad progresista, aquello que parecía haber comenzado con la aparente pureza de las principales corrientes de pensamiento que en el mundo habían enmarcado otros procesos similares, se subvierte a partir de la llegada de Perón al poder. Desde entonces, los sindicatos nunca van a dejar el estigma que signó al peronismo y su impronta populista.
Si bien la precoz llegada de los primeros sectores obreros al sindicalismo no estuvo exenta de luchas internas y transformaciones, ya que los primeros remezones y disputas se dieron entre las distintas estructuras que conformaron los anarquistas, socialistas, los comunistas y los sindicalistas revolucionarios, el proceso de mayores modificaciones en las mismas se iba a producir a partir del primer peronismo. La contradicción que había sido parte fundamental de las divisiones ideológicas que fundaron la existencia de las primeras centrales sindicales, acerca de si las mismas debían o no ser autónomas de los partidos políticos y del gobierno, fue saldada por el peronismo, atrayendo a sus filas a la mayor parte de ellas y estableciendo un fuerte lazo de acción común con la central obrera. Desde entonces, el hecho de que el sindicalismo se haya constituido en la “columna vertebral” del movimiento peronista10 constituyó la principal señal acerca de la sólida y estable relación que parecía ligar a las dos estructuras. En algún sentido, por lo menos desde el imaginario de la oposición al peronismo y desde ciertas corrientes intelectuales referenciadas en ella, a partir de dicha consigna el sindicalismo ya no constituía más una fuerza que iba a funcionar por fuera del partido justicialista, sino que directamente pasaba a ser parte constitutiva del mismo y asumía, de esa manera, toda su impronta ideológica y política.
Originariamente, las organizaciones sindicales ocuparon el primer y privilegiado espacio reivindicativo de los sectores más vulnerables de la población argentina de fines del siglo xix y principios del siglo xx. Aún con la aparición de nuevas profesiones y actividades, con el incipiente desarrollo de la industria, la ausencia de protecciones legales y la cercanía del empresariado naciente con los regímenes políticos vigentes propiciaban espacios laborales donde las condiciones de salarización y trabajo podían ser las más despiadadas. Asimismo, la estructura social del país reproducía, casi fielmente, el aún débil desarrollo capitalista, conformándose prioritariamente alrededor de las clases económicamente privilegiadas (terratenientes, aristocracia urbana, burguesía comercial naciente) frente a la heterogénea masa de trabajadores, en la que convivían una minoría de quienes ocupaban los mejores espacios, como los empleados de comercio y los del sector público estatal (maestros, empleados administrativos), luego los de las nuevas industrias, los peones rurales y los contratados en forma precarizada para las obras de infraestructura (ferrocarril, edificios estatales o privados, etc.) y, más abajo aún, la cada vez menos importante masa de trabajadores rurales y quienes quedaban fuera de toda posibilidad de empleo formal y oscilaban entre la desocupación y los trabajos circunstanciales (“changas”). La ocupación en empleos débilmente remunerados y bajo condiciones de trabajo de fuerte deterioro parecía darse fundamentalmente en los espacios más vulnerables de la población y con fuerte incidencia del trabajo manual. Quienes ocuparían las filas de lo que pasaría a ser denominado “clase media” (servidores públicos, empleados de comercio) eran sin duda privilegiados frente a estos últimos, pero también eran absolutamente minoritarios.
Un primer intento de cambiar esta realidad fue dado por el yrigoyenismo, pero el partido radical no logró salirse de los cánones de lo que prefiguraban las clases dominantes autóctonas y ese intento terminó fracasando.
En una coyuntura internacional totalmente distinta y frente a la expansión de la clase obrera nacional, el peronismo encarnaría la más grande transformación política, económica y social del país desde la conformación del Estado nacional por el liberalismo, en 1880. El conjunto de derechos sociales y políticos que fueron otorgados a los trabajadores en el periodo que se inicia con el acceso de Juan Domingo Perón al gobierno y su posterior presidencia11 representó la ciudadanización de este sector social y, fundamentalmente, su irrupción como actor político trascendental de ahí en adelante (James, 1999). Pero, uno de los principales actores sobre los cuales se iba a asentar este poder no fue el partido político, que sirvió de herramienta institucional para que Perón accediera al gobierno, sino que esa la asumieron claramente los sindicatos.
Antes de llegar a la presidencia de la nación, desde la recién creada Secretaría de Trabajo y Previsión, Perón logra acumular legitimidad entre los trabajadores, favoreciéndolos con leyes que comenzaron a proteger sus derechos. Como consecuencia de esto, una parte importante de los sindicalistas empieza a nuclearse a su derredor (Torre, 1990: 89-91). Ya como Presidente y, sobre todo, en el primer periodo, dichas políticas fueron reforzadas, al mismo tiempo que el sindicalismo pasó a ocupar el lugar antes mencionado, de eje principal alrededor del cual se estructuraba el movimiento político.
Entonces, como consecuencia de la amalgama que constituían las políticas peronistas, el gobierno y el sindicato pasaron a conformar una estructura que se movía en el mismo sentido, atrayendo y legitimándose permanentemente con el pueblo plebeyo, con aquellos que hasta entonces, para la sociedad acomodada de la capital, parecía no existir como grupo social constituido y con posibilidades de demandar al Estado. El 17 de octubre de 1945 aparecieron por todos lados, marcharon e invadieron el centro porteño. La plebe ocupaba los lugares por donde antes circulaban los empleados estatales, los comerciantes, la aristocracia porteña. Tal como dice Adamovsky (2009), nadie los había convocado ni movilizado; no eran ni Perón ni la cgt los que llevaron a miles de hombres y mujeres a la Plaza de Mayo. Era una multitud nunca antes vista en el centro de la ciudad: pobres, mal vestidos, algunos en patas. Muchos de ellos eran de piel morena. Venían de las barriadas humildes de Buenos Aires y también de las afueras, donde se multiplicaban las fábricas y se apiñaba el pobrerío (Adamovsky, 2009: 241-241).
Desde entonces, el ritmo de la ciudad comenzaría a ser otro, los nuevos transeúntes ya no se irían nunca más.
El proyecto político de Perón cambió drásticamente a partir de ese momento; quienes obligaron al gobierno militar a sacarlo de la cárcel y luego lo llevaron a la Presidencia de la nación no fueron precisamente los que él mismo había calculado como el posible apoyo para tal fin. En realidad, el sector que el nuevo líder quería movilizar era a la clase media, todos sus esfuerzos anteriores se habían ubicado en ese terreno (Adamovsky, 2009: 245-250) Pero, al mismo tiempo que la clase media era absolutamente reticente a encolumnarse tra este liderazgo, era más permeable al discurso propalado por ciertos intelectuales y parte d los sectores dominantes, que la encaramaba en el lugar simbólico de eje principal de la mo dernización y el progreso capitalista del país.
El peronismo fue el partido que, desde el poder, más hizo por engrosar las filas de lo sectores medios. La integración de las masas empobrecidas a la cultura del trabajo y el in cremento sustancial en los ingresos de los asalariados fue nutriendo a este grupo socia más que conformando una clase obrera homogénea y fuertemente estructurada alrededo de tal identidad. Quizá, dos factores se concatenaron para que se frustrara la concreción d dicha identidad: el origen externo de gran parte de las masas obreras que conformaban lo planteles de las fábricas y su rápido ascenso social.
El obrero no pretendía ser siempre un obrero; quería ascender y salirse lo más rápid posible de ese lugar. Pero aun si él mismo no llegaba a lograrlo en su trayectoria laboral, ib a generar los mecanismos necesarios para que sus hijos ya no ocuparan ese territorio. L urbanización creciente del conurbano bonaerense ponía de manifiesto el crecimiento eco nómico de la nueva clase obrera. La estabilización en el empleo y la tendencia a asegurar e porvenir se materializaban en el florecimiento de la construcción de sus propias viviendas por parte de los trabajadores migrantes del sector industrial, en un territorio que se expan día conformándose en círculos concéntricos a la capital federal. Las miserias de la guerra pasadas por los migrantes, se constituyeron en fuente de aprendizajes para evitar la dilapi dación posterior de los recursos económicos logrados diariamente en el trabajo, al mism tiempo que se pensaba en la acumulación de parte de ellos para asegurar el futuro propi y el familiar. Así, la expansión del conurbano no fue sólo producto de la construcción de l casa propia, sino de otras que los mismos migrantes alquilarían luego a los migrantes in ternos, que arribaban a la gran ciudad a partir del desarrollo económico que propiciaba e Estado bienestarista del peronismo. En ocasiones, la vivienda propia se complementaba co un local, donde se instalaba el “negocio” propio (almacén, panadería, etc.), como segund fuente de ingresos de la familia. La aspiración social se concretaba con la posibilidad de qu los hijos accedieran a la escuela secundaria y luego a la universidad, para eludir el destin de sus padres, constituyéndose en el futuro de progreso prometido, en parte de la prósper y educada nueva clase media argentina.
Pero, paradójicamente, los sectores medios que Perón había contribuido a generar fue ron los mismos que luego resistieron a la continuidad de su gobierno. Dice Torre (2012) qu son los sectores medios los que primero engrosan el frente resistente a las masas en movi miento, porque frente a ellas: [...] un reflejo cultural conservador reemplaza a ese progresismo que había sido característico de los sectores medios [.] Oposición de clase y resistencia cultural se confunden y refuerzan en el frente común que aproxima a los sectores dominantes y amplios sectores de los estratos medios. Esto explica, de un lado, el carácter traumático del acceso de las capas populares y obreras a la ciudadanía industrial; de otro, el hecho de que el estado se vea obligado a abandonar su pretensión de arbitraje, a tomar partido y a descender al combate social y político que dividirá en dos campos la sociedad argentina (Torre, 2012: 178).
El progreso económico generado por el peronismo y la consiguiente movilidad social que de ello derivaba contribuyó a generar los mecanismos para que se produjera el ascenso económico y social de las familias obreras, en el seno de las cuales surgiría gran parte de quienes luego pasaron a ocupar puestos de mando en las empresas, que son motivo de este trabajo. Con el tiempo, el ascenso social propiciado por el peronismo y la continuidad de ciertas instituciones en los gobiernos posteriores se manifestaron en el hecho que algunos de los hijos o nietos de los migrantes (externos o internos) pasarían a ser los jefes, supervisores y gerentes donde esos migrantes habían compuesto la anterior clase obrera.
Gran parte de esta clase media, aún los herederos de sangre de esa misma clase que compuso la fuerza obrera o de migrantes internos pobres que el peronismo elevó a situaciones de absoluta dignidad, comenzaron a repudiar todos los espacios o símbolos que representaban esa línea política. La pretensión de ascenso social de la clase media contrastaba fuertemente con la de los trabajadores asalariados de las industrias florecientes de la época. Se podía entender que el ascenso de los primeros era limitado por el posicionamiento de las clases altas y el sostenimiento de la tasa de ganancia que posibilitaría la construcción de una verdadera burguesía nacional. Las clases medias urbanas no iban a ser parte de esta burguesía, a lo sumo pasarían a conformar los cuadros de mando al servicio de los empresarios, quienes sí eran los verdaderos miembros de la clase que asumiría la conducción económica y profesional del desarrollo capitalista argentino. A pesar de defender los intereses de los trabajadores, el peronismo no contradecía este modelo de país sino que, todo lo contrario, lo fomentaba a partir del intento de desarrollo industrial ligado a la “industrialización por sustitución de importaciones”. Pero, esa burguesía no existía, había que construirla, darle fundamento y legitimarla como fuerza hegemónica sobre las otras fracciones de la clase dominante nacional. Ahí radicaba también uno de los problemas centrales, a partir del cual los sectores hasta entonces dominantes, asentados en la gran propiedad rural y la explotación agrícola y ganadera, iban a resistir a cualquier precio la continuidad de un modelo en el cual ellos pasarían a ser meramente subsidiarios obligados de la industria y hasta, en algunos casos, tendrían que ceder la propiedad o la explotación de sus tierras, en forma totalmente contraria a sus intereses, como emprendedores o arrendatarios comprometidos con la producción para el mercado interno y no para la exportación. A pesar de la morigeración y hasta la reversión por parte del gobierno peronista, de 1952 en adelante, de las políticas que eran dirigidas a afectar la renta de los grupos agrarios de mayor poder (Lattuada, 2002), éstos se constituyeron en uno de los principales impulsores del golpe de Estado de 1955, generado por los militares. Sin embargo, aun obteniendo el concurso de los militares para que el golpe de Estado fuera efectivo, hacía falta la legitimación de una parte más extensa de la población. Desde allí se hizo efectiva la propagación, por parte de sectores intelectuales y medios de prensa -ambos ligados a los grupos económicos dominantes-, de la representación del peronismo como un gobierno dictatorial, que necesitaba ser derrocado para volver a la senda de progreso liberal de la que nunca se debía haber salido. De esa forma se denostaron todas las políticas del gobierno de Perón y cada uno de los grupos que lo apoyaron o en los que se encarnó su poder pasó a ser considerado como la representación del fracaso y de la decadencia moral del país. Esa parte de la población que hacía falta para legitimar un nuevo gobierno, que asumiría incluso por la fuerza, era la clase media. Por la pretensión de continuar en ascenso social y escalar a niveles de consumo que la asimilara a las clases altas, al mismo tiempo que trataba de diferenciarse de los sectores de menores ingresos, fundamentalmente de la clase trabajadora, la clase media contenía en su seno la fuerza necesaria para ayudar o, al menos, no contradecir el derrocamiento de Perón. Señala Adamovsky que: [...] la identidad de clase media fue utilizada especialmente por sectores que no necesariamente pertenecían a ella, con intenciones de contrapesar la gravitación política de la clase trabajadora en general y el fenómeno del peronismo en particular. En otras palabras, la identidad de clase media se hizo carne entre los argentinos ya politizada en un sentido muy preciso: fue indiscutiblemente antiperonista (Adamovsky, 2009: 339-340).
El miedo natural al descenso social hace que parte de las clases medias se vuelva reaccionaria, ya que en el proceso de distinguirse de las clases bajas llega a repudiar la propia existencia y progreso social de estas últimas. Esto hace que vastos sectores medios de la población logren identificarse, casi sin contradicciones y en forma al menos coyuntural, con el pensamiento liberal más cerrado. El liberalismo, apelando a la modernidad y al progreso, ensalza convenientemente el papel del individuo emprendedor, al mismo tiempo que le aventura un futuro lleno de éxitos, siempre que cumpla con la premisa de “hacerse solo” y esforzarse plenamente para incrementar la ganancia global del sistema. Nunca se precisa qué se entiende por “emprender” y hasta dónde puede considerarse que un emprendimiento da como resultado una ganancia colectiva. Tampoco se indica qué representa esa ganancia colectiva y cuánto le puede corresponder por la misma. La incertidumbre del esfuerzo, sin plazo de ejecución y sin determinación exacta del monto del premio, parece ser, para algunos individuos, un acicate mayor que la posibilidad de que ese esfuerzo sea parte de una tarea colectiva y el logro sea el resultado de la misma.
Los sindicatos expresan la lucha organizada de los trabajadores en pos de la defensa de sus propios intereses. La representación sindical implica la identificación de los pares para enfrentar a su antagónico en la relación capital-trabajo. En este sentido, cualquier defensa del interés individual de quien potencial o directamente sea comprendido por el interés colectivo es disfuncional a la organización. La organización sindical tiene como premisa la igualación más que la diferenciación. Más allá de que un mismo gremio pueda negociar escalas salariales diferenciadas para cada grupo que ocupa posiciones distintas en la producción, en última instancia dentro de esos grupos no existirán diferencias. Pero, al mismo tiempo, la forma en que se estructuran los parámetros para ser parte de cada banda y los requisitos para alcanzar ese lugar también representan factores igualantes, porque se presupone que, en el tiempo, cuando cumpla con esos requisitos (generalmente anclados en la práctica o el aprendizaje), cada uno de los miembros de la banda inferior podrá o tendrá el potencial necesario para acceder a la banda superior. Entonces, si el sindicato ofrece estas garantías, ¿cuál es la razón para que haya trabajadores que resisten esa forma de organización y defensa de sus intereses?
La primera respuesta a esta pregunta intentamos darla a lo largo de todo este apartado. La fuerte identificación entre los sindicatos y el peronismo limita cualquier posibilidad de acercamiento a los mismos por parte de quienes se manifiestan como absolutamente contrarios a tal ideología. Cuando estos trabajadores (los que niegan al sindicato como principal y único factor de representación de sus intereses) no tienen más remedio que aceptar ser representados por estas organizaciones (al estar incluidos dentro del espectro cubierto por el sindicato), lo hacen, y al mismo tiempo aprovechan los beneficios de las negociaciones que éstos realizan en su representación. Pero, cuando individualmente pueden salirse de la esfera de representación sienten el alivio de no tener que comprometerse con estructuras que tienden a desmerecer su posición de clase. El hecho de ser trabajador otorga al individuo la identidad correspondiente al lugar que ocupa en la producción, que podrá variar inclusive en función de los distintos sectores económicos en los que se encuentre ocupado, del valor simbólico y cultural de la tarea que realice y de la posición económica y política del sector o rama en la economía nacional. A modo de ejemplo, hasta la década de 1970, el trabajador metalúrgico era: [...] el portador de una fuerte identidad social, sólidamente anclada en una especial valorización de la cultura del trabajo, un orgullo sindical y una vocación política peronista. La subjetividad del trabajador metalúrgico articulaba de manera paradigmática estas tres dimensiones (cultura del trabajo, conciencia política peronista y orgullo sindical), ninguna de las cuales pudo, verdaderamente, imponerse o anular a las otras (Svampa, 2000: 123).
A partir de esta última frase del texto de Svampa, podemos también argumentar que la representación sindical adiciona al trabajador una nueva identidad o, como dice Laclau, la identidad del representado es incompleta, “y la relación de representación es un suplemento necesario para la constitución de esa identidad” (Laclau, 1996: 175), ante lo que el mismo autor se pregunta: “[...] si este suplemento puede ser simplemente deducido del lugar en que la identidad del representado se constituyó, o si es una adición enteramente nueva, en cuyo caso la identidad del representado es transformada y ampliada a través del proceso de representación” (Laclau, 1996: 173).
Alternativa, esta última, que Laclau afirma como la que siempre se produce en el marco de la representación (1996: 172-173). Pero, en Argentina, esta identidad adicionada puede adquirir, con muchas probabilidades, sesgo peronista y eso, para determinados sectores sociales, es un grave problema.
Asimismo, para los sujetos a los cuales nos referimos en este artículo, los cuadros de conducción o mandos medios en las empresas, la identidad sindical es un atributo que va en contra de la identidad que tienden a construir o la que se impulsa desde las lógicas del gerente moderno que ellos preconizan o están encargados de difundir.12 Tal como arriba dijimos, ser sindicalizado implicaría estar igualado a otros, con los cuales habría que tener una posición común en la defensa de intereses compartidos frente u opuestos a los de la empresa. Pero, el personal de mando en las empresas tiene muchas dificultades para identificar intereses compartidos propios en oposición a los derivados de la acumulación de capital, razón de ser de la empresa capitalista y de su propia función como vector de impulso de la productividad obrera. Ser parte de un sindicato condicionaría su relación con los superiores y hasta podría ser un elemento para decidir o no la continuidad en el puesto o un ascenso. Como efecto del solapamiento, muchos de estos trabajadores se debatían, en los últimos años, en la disyuntiva de tener que colectivizarse pero sin perder, en el lugar de trabajo y aún fuera de él, su identidad individual diferenciada.13 La tensión entre la organización y la individualización puede no ser resuelta bajo las lógicas cerradas del management moderno y de las teorías liberales más clásicas. No bien cambiaron los parámetros económicos y políticos que daban sustento al modelo de la economía de mercado, la legítima aspiración a mayores ingresos por parte de los trabajadores (convencionados primero y no convencionados luego) pone en cuestión el carácter comprensivo de teorías que intentaban demostrar que la lógica del progreso individual era la fuente de la armonía social y del progreso permanente.
ConclusionesEn este artículo dimos cuenta de un proceso novedoso en Argentina que enmarca parte de las relaciones de los últimos años del periodo anterior de gobierno, entre los gerentes y sus subordinados y frente a sus superiores. Después de haber adoptado una cultura asentada en la individualización de sus carreras, a cambio de un futuro de éxito económico y distinción social, una gran parte de los cuadros de mandos medios de las empresas argentinas vive hoy una situación en la cual tal premio por el esfuerzo realizado no se concreta de manera fiel a lo prometido. A partir de 2003, los sindicatos que representan a los trabajadores, que se encuentran bajo la dirección de esos gerentes, lograron mediante negociaciones colectivas salarios que representan ingresos finales superiores a los de sus jefes directos.
¿Cómo explicar entonces las reacciones de los gerentes ante la amenaza -producida por un gobierno peronista- de la reducción de la brecha salarial que históricamente primó entre éstos y los trabajadores sindicalizados? Una posible respuesta radica en la noción de “pánico de estatus” (Adamovsky, Visacovsky y Vargas, 2015), por el cual los exponentes privilegiados de las clases medias argentinas se refugian en modelos arquetípicos de la ideología liberal, en los cuales cada uno es dueño de su propio destino y, por tanto, debe ser responsable de las consecuencias de sus elecciones. Sin embargo, la realidad del solapamiento viene a poner a descubierto el carácter eminentemente ideológico del mérito y la naturaleza fortuita de la carrera gerencial, cuando fenómenos de naturaleza política, es decir, la reapertura de las paritarias, revelan que los resultados de la negociación individual de las trayectorias laborales pudo ser exitosa mientras las paritarias estuvieron ausentes en el mercado de trabajo. Así, si esta nueva realidad socioeconómica induce a los gerentes a refugiarse en las ideas neoliberales y añorar viejos tiempos, ¿cómo se hace para volver a la realidad anterior, en la que los directivos despegaban sus salarios de los operarios y disfrutaban de los consiguientes efectos de distinción en el consumo? ¿Es posible volver a esa realidad? Cuando los gerentes o los cuadros medios de mando de las empresas piensan en estrategias colectivas para enfrentar a los patrones y, de este modo, evitar que las negociaciones individuales violenten sus ingresos y su posición estatutaria, ¿es la organización sindical una de las alternativas posibles? ¿Qué tipo de organización sindical puede darse?
Una verdadera encrucijada se enmarca a partir de los intentos de posibles respuestas a estas últimas preguntas. En principio, recuperar la realidad anterior significaría poner en marcha un nuevo esquema de políticas neoliberales, asentadas en las privatizaciones, la desregulación total del Estado, la fuerte devaluación de la moneda nacional, la apertura total del mercado, etc., políticas a partir de las cuales muchas empresas privadas cerraron sus puertas en el país o se achicaron para restringir su operatoria a la importación, venta o servicios, generando una fuerte expulsión de mano de obra. Es decir, una parte importante de los cuadros medios de mando, que dependen actualmente del sector industrial, así como los que corresponden a servicios ligados a dicho sector, dejarían de existir como tales y con ello perderían sus posiciones privilegiadas en términos de ingresos salariales y beneficios colaterales. Por otra parte, el retorno al neoliberalismo quizá no implique una vuelta fiel a los parámetros anteriores sobre los cuales se asentó su desarrollo en la década de 1990, ya que las condiciones sociales, culturales, políticas y económicas del país no son las mismas que las que se desarrollaban a fines de los años ochenta en Argentina.
Luego, si la estrategia de negociación individual es siempre perforada por la determinación del poder empresario, dejando un margen muy pequeño de situaciones en las cuales los gerentes consiguen posiciones ventajosas en términos salariales, lo cual depende del tipo de empresa y de los lugares ocupados por dichos individuos (generalmente se trata de los puestos más altos en la escala jerárquica), las únicas posibilidades que parecen quedar son la rotación permanente entre distintas empresas, en busca de mejores beneficios salariales en cada una de ellas (posibilidad abierta únicamente para los puestos críticos), o la organización colectiva bajo la forma sindical. Pero, en el caso de esta última alternativa, varias son las contradicciones que dificultan su puesta en funcionamiento de manera fiel. Una organización de este tipo podría ocasionar tensiones irresolubles en la relación de confianza que necesariamente los empresarios deben mantener con los empleados de mando. La organización colectiva de la representación de un grupo de trabajadores frente al patrón implica cierta homogeneización de las demandas de los distintos componentes de ese grupo. Si la conformación del colectivo surge como necesidad, a partir de una reivindicación salarial, dicha homogeneización (por lo menos en la demanda) no puede dejar de lado este tema. Esto daría lugar a la determinación de salarios convencionales respecto de lugares ocupados y funciones en la empresa, quizá con el establecimiento de escalas y mecanismos de promoción pautados por la misma negociación. Si la relación de confianza antedicha resulta parte de la individualización de las negociaciones a este nivel, podría esperarse que la representación colectiva avive la idea de la natural desconfianza que el capitalista tiene frente a quienes contrata y que deben representar sus intereses en donde a él mismo le resulta materialmente imposible estar. Además, cualquier establecimiento de pautas fijas o controladas para la determinación de los ascensos atentaría contra el sistema meritocrá- tico, por el cual el empresario distribuye discrecionalmente premios y castigos entre los “empleados de confianza”. Al mismo tiempo, pueden ser los mismos gerentes los reacios a una organización colectiva que terminaría diluyendo la lógica de distinción individual que estructura sus propias representaciones sobre el mundo, ya que, por un lado, dicha organización los asemejaría a los trabajadores directos y a sus propias organizaciones, con toda la impronta cultural que ellas tienen en Argentina, sobre la cual nos explayamos en el artículo y, por otro lado se pondría en cuestión la posibilidad de ascenso a partir del esfuerzo individual cuyo significado se entronca directamente con el progreso, enraizado culturalmente en las clases medias de este país.
Estas reflexiones nos ayudan a comprender la naturaleza intersubjetiva del trabajo, sin importar si se trata de la labor de un trabajador de planta, de un directivo o de un empleado autónomo. La recompensa merecida por el esfuerzo individual en el trabajo no deja de ser un mito construido por el liberalismo para cristalizar posiciones de clase y no hace sino reproducir las desigualdades. Derribar este modo de justificación del orden establecido implica llegar al hueso de la construcción de la moralidad de clase media en nuestro país, pero a su vez constituye una oportunidad para que un actor privilegiado en el mundo empresarial, como es el caso de los gerentes, pueda comenzar a verse a sí mismo en su condición de asalariado.
Sobre los autoresOsvaldo Battistini es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (uba), doctor en Sociología por la Université de Marne-la-Vallée (Francia) y magister en Ciencias Sociales del Trabajo por la uba. Actualmente es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) e investigador docente del Instituto de Ciencias de la Universidad de General Sarmiento (Argentina). Asimismo, es profesor de posgrado en las facultades de Derecho y de Ciencias Económicas de la uba. Sus líneas de investigación son: identidad de los trabajadores, organización del trabajo, representación y representatividad sindical. Sus tres publicaciones recientes más destacadas son: (con D. Trajtemberg) “Representación sindical en Argentina. Un caso fuera de modelo” (Queastio Iuris, 2015); “Definiciones teóricas y formas del trabajo en la historia” (en Estudios cr¡ticos de Derecho del Trabajo, 2014) y (con G. Mauger, comps.) La difícil inserción de los jóvenes de clases populares en Argentina y Francia (2012).
Diego Szlechter es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de General Sarmiento (Argentina), magister en Administración por la Universidad Ben Gurión (Israel) y licenciado en Economía y Ciencias Políticas por la Universidad Hebrea de Jerusalén (Israel). Es investigador docente del Instituto de Industria de la Universidad de General Sarmiento e investigador del Conicet. Se especializa en el estudio sociológico del trabajo gerencial en grandes empresas de Argentina, focalizando en las formas de consentimiento y las prácticas resistentes. Sus tres publicaciones más recientes son: “El malestar en el orden meritocrático managerial. Una problemática de grandes empresas de la Argentina” (Revista de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, 2014); Consentir y resistir. Las contradicciones del mundo del management de empresas transnacionales en la Argentina (2015) y (con Florencia Luci, comps.) Sociología del management en la Argentina. Una mirada crítica sobre los actores, los discursos y las prácticas en las grandes empresas del país (2014).
Este artículo forma parte del proyecto de investigación plurianual (pip), “Los trabajadores jerárquicos de grandes empresas pierden la carrera. El solapamiento salarial entre asalariados de conducción no convencionados y asalariados productivos convencionados”, que cuenta con financiamiento del (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y de la Universidad Nacional de General Sarmiento. La investigación aún está en curso. Hasta el momento se realizaron 15 entrevistas semidirigidas a representantes de sindicatos que encuadran a cuadros medios de mando de grandes empresas y que participan de las negociaciones colectivas, a gerentes de grandes empresas que están sufriendo la problemática del solapamiento salarial frente a los trabajadores sindicalizados, así como a representantes de las empresas (gerentes de departamentos de recursos humanos, altos directivos y consultoras especializadas que les brindan asesoría para encarar la problemática). El origen de los capitales así como los sectores de la economía a los que las firmas pertenecen es diverso, ya que partimos de la hipótesis de que esta problemática afecta a las grandes empresas de manera generalizada y con escaso grado de heterogeneidad (Mercer, 2013). A su vez, las guías de preguntas de las entrevistas realizadas incluyen cuestiones ligadas al origen de clase de los asalariados, dado que existe una profusa literatura que explica la tensa relación entre las clases medias y las políticas de bienestar del peronismo (a modo de ejemplo, véase Adamovsky, Visacovsky y Vargas, 2015). Las discusiones teóricas en torno a esta cuestión, referenciadas empíricamente en numerosas publicaciones, sostienen que la moralidad de las clases medias está fundada, al menos en parte, por criterios de distinción construidos en relación con los sectores populares, con el movimiento sindical como nave insignia que representa sus intereses.
En Argentina, la “personería gremial” es un reconocimiento que otorga el Estado a un sindicato (o conjunto de sindicatos) que los habilita para representar a los trabajadores. A partir del reconocimiento y otorgamiento de la personería, obtiene capacidad exclusiva para determinados actos: negociaciones colectivas, protección contra el despido para los delegados, etc.
A partir de la idea de “neocorporatismo segmentado”, Etchemendy y Collier (2008) explican cómo la negociación colectiva fue uno de los principales reflejos del resurgimiento sindical, a partir del gobierno de Néstor Kirchner.
La fundamentación empírica de la problemática del solapamiento salarial la brinda Héctor Palomino y Pablo Dalle (2016), del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación, quienes han estudiado la evolución de las brechas salariales en relación con las “posiciones de clase” del personal (comúnmente reflejadas en términos de grados de calificación de los puestos de trabajo) y el resurgimiento del poder sindical, en lo que se refiere a los convenios colectivos de trabajo. Con base en información de la Encuesta Permanente de Hogares del Instituto de Estadística y Censos, Dalle y Palomino han elaborado un cuadro de la distribución de grupos socio-ocupacionales urbanos, según posiciones de clase entre los años 2003 y 2013. De acuerdo con dicho estudio, el resultado más significativo resulta de comparar la evolución de la brecha salarial entre los distintos grupos ocupacionales en ese periodo. Así, en 2013, la diferencia de ingresos entre los obreros calificados y las categorías “Funcionarios y directivos de nivel medio” (con gente a cargo) y “Profesionales asalariados” (sin gente a cargo), ambos objeto de nuestro estudio, se ubica entre 258% y 159%. En efecto, son éstos quienes han experimentado una de las variaciones más fuertes en la brecha, la que se ha reducido a la mitad -en comparación con los salarios de los obreros calificados- (para más información, véase Szlechter, 2014). Por otro lado, Szlechter, Blugerman y Cozza (2016) se refieren a la Encuesta de Solapamiento entre Personal Dentro y Fuera de Convenio, llevada a cabo por la consultora Mercer en conjunto con adrha (Asociación de Recursos Humanos de la Argentina). Esta encuesta se realiza desde el año 2006 y se realiza a cien empresas de diversos rubros. El informe de la consultora especializada señala que este solapamiento afecta a siete de cada diez empresas. Además, en el trabajo de Szlechter, Blugerman y Cozza se señala que “en la encuesta mencionada, las empresas intervinientes contestaron que debe existir una distancia de al menos un 21% entre el salario de un supervisor y un supervisado. Aquellas empresas que no poseen solapamiento en sus niveles tienen una distancia promedio del 27%. Pero además de esto, casi la mitad de las empresas afirman que el solapamiento afecta la motivación y el clima laboral, produciendo tensiones entre ambos grupos de análisis. Además, un poco más que la décima parte de las mismas afirman que tras el solapamiento aumentó tanto la sindicalización como la rotación del personal y en algunos casos los reclamos legales por discriminación” (Mercer, 2013).
Cabe aclarar que el proceso de solapamiento salarial se produce sobre todo entre los trabajadores representados sindicalmente y, por lo tanto, incluidos en los convenios colectivos, frente a un grupo específico de trabajadores que, por lo general, es excluido de los convenios, conformado principalmente por los jerárquicos de alto rango, los mandos medios, el personal ligado directamente a estos puestos y los administrativos de áreas consideradas “críticas” (gerencias de personal, de recursos humanos, de programación, áreas de costos). De cualquier modo, no se trata de los únicos trabajadores excluidos expresamente de la negociación colectiva, ya que también se inluye en este grupo a los pertenecientes a las empresas tercerizadas, en ocasiones a los vendedores y a los médicos de planta (Marticorena, 2011: 224).
Es sugerente el artículo de Sandra Russo (2014), en el que da cuenta de la construcción mitológica del ideario individual del progreso de las clases medias de origen europeo en nuestro país: “Va de suyo que al señalarse tan certeramente ese sacrificio inicial de una generación que llegó de Europa con ‘la cultura del esfuerzo’, ese relato se autoatribuye esa cultura, diferenciándose de personas con otras procedencias y sin padres ni abuelos europeos, como si ese origen transatlántico fuera la explicación del ‘esfuerzo, y la localía hubiese sido la explicación de la ‘vagancia’ de los que ‘no progresan’” (Russo, 2014). Intangiblemente, a la clase media argentina se le estrelló su patrón de comportamiento justo. Las políticas neoliberales destruyeron la íntima certeza de que el sacrificio tiene premio. Pero funcionó un dispositivo que encubrió que, cuando efectivamente el sacrificio tiene premio, es porque hay condiciones externas y generales que lo permiten.
Agradecemos a Leopoldo Blugerman, colega del Instituto de Industria de la Universidad Nacional de General Sarmiento, por los aportes realizados para el análisis de esta problemática.
De aquí surge la explosión de la profesión de “coach”, que viene a administrar las frustraciones nacidas de la brecha entre las promesas de carrera y las realizaciones efectivas.
El origen obrero del peronismo y la centralidad que ocupaba el sindicalismo en su estructura hizo que se le considerara como eje central y articulador de todo el movimiento político. El sindicalismo peronista sería la columna alrededor de la cual se vertebren cada una de las expresiones sociales integradas por el movimiento.
Queremos significar aquí que la sesión de derechos a los trabajadores no comienza a partir del gobierno peronista, sino desde el momento en que Perón accede a la Secretaria de Trabajo, después del golpe de Estado de 1943.
La afiliación a un “sindicato de gerentes o profesionales” no entra en el universo de posibilidades de los cuadros de mando, si bien constituye un fenómeno que existe en países a los que ellos mismos suelen tildar como “serios” (especialmente, algunos europeos). Las estrategias que prefieren para velar por sus intereses son siempre de carácter individual. En algunos testimonios se puede inferir que el trabajador jerárquico no desea permanecer afiliado al sindicato, porque no desea ser representado por “obreros”, quienes son considerados como individuos que no reúnen los criterios, la “preparación” o la “capacitación” para velar por sus intereses y negociar adecuadamente. Parece existir una resistencia entre los gerentes a perder el estatus de “asalariado de confianza” y a entrar en una relación antagónica con sus superiores. A pesar de que se ha podido determinar que en muchos casos han perdido ciertos beneficios, la tendencia es mantenerse alejado de las filas sindicales y de los intereses que representan. Veamos algunos testimonios de las entrevistas realizadas hasta aquí que confirman la percepción de estos asalariados de altos puestos respecto de la sindicalización y la acción colectiva en general: K: No lo sé, a mí me parece que es porque poseen otra conciencia de clase...***E: ¿Y qué significa la conciencia de clase?***K: No se sienten parte del proletariado obrero (Karla, gerenta de una empresa del sector de las telecomunicaciones). La percepción de la acción colectiva por parte de los trabajadores jerárquicos no convencionados ha sido, en la mayoría de casos, negativa:***D: La realidad no sé. Hablar de que los jefes se sindicalicen.***E: ¿Dónde está la visión negativa? Eso quiero entender.***D: No sé. Me imagino yo que, si bien las personas que trabajan y que responden a los sindicatos son parte de la compañía, es como que son como dos partes que están negociando todo el tiempo intereses como si fueran distintos, pero no lo son. Todos queremos que a la compañía le vaya bien. Entonces, es como que por un lado, desde mi visión, la compañía no le quiere ofrecer tanto poder a los sindicatos porque, como te dije antes, si tuviera toda la compañía dentro de convenio el sindicato sería el dueño. Mañana te paro la empresa. Entonces, me parece que la posibilidad de dejar a los mandos por fuera les quita cierto nivel, políticamente, de negociación. Si bien tenés la masa no tenés las decisiones de la compañía (Daniel, gerente en una empresa de telecomunicaciones).***A: Yo no lo hacía porque (de alguna manera quizás equivocado) porque yo prefiero que mi futuro, mi destino dependa de mí y no de un sindicato que no confío mucho en sus dirigentes. Yo en particular, si me preguntás a mí por qué. ¿Por qué no lo hacían otros?***E: ¿Y vos que pensás de eso? Si pudieses elegir.***A: Si yo pudiese elegir, creo que eligiría no estar sindicalizado [...] Yo sobreviví a la crisis de 2001, es decir, no me despidieron, gracias a mis méritos (Andrés, gerente en una empresa de telecomunicaciones).
En efecto, de acuerdo con Sánchez (2014), con base en datos proporcionados por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de Argentina, en el periodo 2003-2013 se conformaron 17 sindicatos de trabajadores jerárquicos y profesionales. Si bien la existencia de sindicatos que aglutinan a este tipo de asalariados no es una novedad en nuestro país, la cantidad de gremios da cuenta de la tensión generada a partir del proceso de estrechamiento de la brecha salarial entre personal, dentro y fuera de convenio. Sin embargo, existe un núcleo duro de personal de mando en las empresas, considerado “asalariados de confianza” (Renner, 1953), del cual la dirección de las firmas se resiste a su sindicalización y en muchos casos la reticencia parte del propio personal de mando. La línea divisoria entre el personal jerárquico que se suma a reivindicaciones de carácter colectivo y aquel que opta por el desarrollo de una carrera individual constituye el eje central de este artículo: todo depende de la percepción de la carrera de los asalariados. Si apuestan a criterios basados en la igualación salarial entre personal con tareas similares, optará por la negociación colectiva. Si el trabajador tiene incorporada la perspectiva meritocrática de la retribución por su “esfuerzo personal”, se mantendrá alejado de las filas sindicales.