La relación entre política y economía, entre régimen económico y político y, más específicamente, entre los niveles de desarrollo económico y el cambio de régimen, están en el centro del debate académico desde hace mucho tiempo. Los trabajos clásicos señalan que la democracia emerge en sociedades con cierto nivel de desarrollo económico y con una fuerte clase media. En cuanto a la relación entre democratización y desigualdad, estas muestran una ausencia de relación,1 una relación negativa,2 o apuntan al efecto nivelador de la transición, después de la cual se espera que la desigualdad disminuya.3
Esas perspectivas van de la mano con la tradicional y muy extendida expectativa de los efectos de la democratización, entre los cuales se encuentra no solamente la consecución de la igualdad política, sino también de la igualdad económica. Tanto los teóricos, como los prácticos (políticos) y ciudadanos esperan que la democracia resulte en una mejora en la calidad de vida e igualdad entre los ciudadanos. En este marco, la transición a la democracia es vista como un mecanismo de combate de la pobreza.4
Esa perspectiva -y expectativa- respecto de la democratización sugiere que el actor clave en el proceso es la clase media: cuando los ciudadanos de un país autoritario se en riquecen lo suficiente, notan que el régimen autoritario se convierte en un estorbo para el crecimiento económico y deciden presionar por una democratización. Las ricas élites au toritarias se oponen al proceso, temiendo que el nuevo régimen traiga una redistribución excesiva de su riqueza.4(Véanse: Boix(2003); Acemoglu y Robinson (2006).)
Esa visión se basa en el modelo del votante medio, elaborado por Meltzer y Richard (1981), conforme al cual en las democracias predominan los votantes más pobres que la media, quienes van a votar a favor de la redistribución de la riqueza, ya que esta les beneficia al aumentar el gasto social. El miedo a los pobres -y a la redistribución que estos pudieran imponer al ser mayoría en un sistema democrático- empuja a las élites a oponerse al cambio de régimen. En ese sentido, los altos niveles de desigualdad tendrían que reducir las probabilidades de un cambio democrático.
El libro de Ansell y Samuels, fruto de una larga investigación, contradice esas teorías y ofrece una visión distinta y sorprendente de las relaciones entre desarrollo, desigualdad y democratización. Según esta interesante investigación, la democratización es el proceso originado por el deseo de las élites autocráticas de proteger sus intereses eco nómicos. Contrario a la percepción común y las perspectivas ofrecidas por la literatura, los autores consideran que la presión interna por la democratización es el resultado del miedo al Estado autoritario, no a los pobres.Ansell y Samuels construyen su teoría de manera muy puntual y cuidadosa. En primer lugar, señalan que el actor clave para la democratización no son los pobres, sino las élites del régimen. Según ellos, la transición se origina a partir de un conflicto dentro de la élite autoritaria, entre la parte que controla al Estado y la otra, relativamente rica, que no tiene ese poder. La nueva élite económica buscará mecanismos para proteger su pro piedad en contra de las decisiones arbitrarias del Estado. Un número creciente de personas afluentes con miedo a la expropiación, y que acumulan cada vez mayor cantidad de recursos, se convierte en una amenaza para el régimen. Cuando reprimirlos se vuelve demasiado costoso, aumenta la probabilidad del cambio de régimen (Ansell y Samuels, 2014:10-11).
Al mismo tiempo, los autores consideran altamente equivocada la teoría que otorga el papel clave en la democratización a la clase media o baja. Su argumento se basa, por una parte, en la debilidad de las clases bajas para actuar como un actor efectivo. En ello siguen a Olson (1965), quien señaló que los pobres, a pesar de ser numerosos, tienen pocos re cursos, intereses difusos y diversos, al tiempo que no tienen conciencia de su estatus de clase oprimida, por lo que tampoco saben cuáles serían las herramientas para transformar su situación. Al mismo tiempo, critican la extrapolación que los académicos hacen de la definición de clase media en las sociedades avanzadas, para emplearla al análisis de los países autoritarios. Conforme a los datos que presentan, en los países en desarrollo la clase media no ocupa ese amplio espacio entre los pobres y los ricos. A pesar de no tener ingresos tan altos como la élite, ganan entre dos y diez veces el salario promedio. De esa manera, la “clase media” se traslada hacia arriba (en el primer cuartil o decil de la distribución de ingresos), convirtiéndose en la práctica en una parte de la élite, interesada en promover la democratización para proteger su propiedad, reducir la corrupción y el control del Estado autoritario sobre el comercio, los impuestos, las inversiones y los derechos laborales (Ansell y Samuels, 2014:39-41).
Desde la perspectiva de los autores, las desigualdades son cruciales para la puesta en marcha de una transición y el resultado de la misma. Ansell y Samuels indican que los diferentes tipos -o fuentes- de desigualdad tienen diferentes efectos sobre la democratiza ción. Así, niveles altos de desigualdad medida respecto de la propiedad de la tierra no son favorables para la transición, mientras que una alta desigualdad en los ingresos sí lo es. De este modo, al presentarse ambos factores al mismo tiempo -altas desigualdades en ingresos y posesión de la tierra-, es factible un cambio de régimen, pero solo hacia una democracia parcial -o un autoritarismo competitivo-. Revisando los elementos de la poliarquía (conforme a las mediciones de Polity) en relación con los niveles de desigualdad, encontraron que la igualdad de ingresos en general y de ingresos en el campo tiene un efecto positivo sobre el nivel de competitividad política y control de gobierno, pero no sobre el cambio en el gobierno (Ansell y Samuels, 2014:124-140).
A pesar de que lo utilizan como indicador principal, los autores critican la lectura tradi-cional del coeficiente de Gini (más cercano a 0 da cuenta de una sociedad más igualitaria con amplia clase media; más cercano a 1 indica una sociedad altamente desigual). Conforme a su propuesta, basada en la revisión de los datos históricos sobre los niveles de desigualdad (desde 1820 a 2004), sostienen que en las sociedades autocráticas o en desarrollo, un coeficiente de Gini bajo no significa existencia de una amplia clase media, sino la com partición de una pobreza por igual en la mayor parte de la sociedad -una observación que está empíricamente conformada por la situación en los países del bloque comunista-. Al mismo tiempo, sugieren que un Gini alto refleja más el crecimiento de la clase media, y no tanto el distanciamiento de los ricos de los demás (Ansell y Samuels, 2014: 95-122).
El análisis desarrollado en el libro da cuenta del problema en la conceptualización y medición de la desigualdad, lo que significa que, probablemente, debamos buscar un mejor indicador que refleje más fielmente ese objeto de estudio. Por otro lado, y con base en una investigación futura, tal vez sería necesario proponer una explicación diferente del coeficiente de Gini en función del tipo de régimen económico en el que se analiza la desigualdad.
Finalmente, aunque los señalamientos de Ansell y Samuels sobre la correlación entre desigualdad y democracia parecen contrain-tuitivos a la luz de las teorías predominantes que vinculan la democratización con la igualdad política y económica, encuentran apoyo importante en otras investigaciones empíricas. La evidencia señala que los niveles más altos de desigualdad no conducen a una may or redistribución y gasto público en las democracias. La capacidad de los pobres para generar políticas económicas favorables para sus intereses se ve afectada, por un lado, por su desconocimiento de los mecanismos efectivos de actuación y, por el otro, por el grado en el que los grupos afluentes dominan la política. La redistribución en sí tampoco tiene que llevar a una disminución de la desigualdad: incluso en las democracias, el gasto público suele beneficiar a los estratos más altos de la sociedad.5
Ello significaría que las ricas élites auto-cráticas tienen interés en instaurar alguna forma, aunque limitada, de democracia, pero no en llevar a cabo una política de distribu ción. Por el contrario, desde su perspectiva, parece ser más conveniente utilizar el gasto público en inversión en infraestructura, así como mantener un Estado limitado (Ansell y Samuels, 2014:141-170).
Además de la presentación del modelo y su exhaustiva comprobación, el libro es también interesante por el desarrollo que presenta de la filosofía liberal. Los autores retoman a los grandes clásicos como Locke y Mili para señalar que no existe oposición entre democracia y propiedad. Por el contrario, al ser el Estado democrático resultado de un contrato social celebrado para conseguir protección para las libertades de las personas, estos dos valores resultan completamente compatibles. El Estado se crea para proteger los derechos a la vida, la libertad y la propiedad individuales. Como el peligro hacia la propiedad puede venir de otras personas pero también desde el Estado, la democracia liberal es el mejor sistema para protegerla y es por ello que las élites enriquecidas bajo los regímenes autoritarios pugnan por la democratización.
Así, los argumentos teóricos presentados, la explicación del modelo y sus análisis rompen con los esquemas tradicionales del estudio de la democracia y su relación con la economía. Un análisis tan puntual, convin cente y bien desarrollado obliga a repensar lo que ya sabemos e, indudablemente, se convertirá en un clásico en el estudio de desigualdad y democracia. Probablemente, las respuestas que encontremos al analizar este trabajo y ampliar el ámbito de su análisis, no serán las esperadas; ello nos regresa a las teorías de la democracia y la discusión sobre los alcances del modelo democrático y sus efectos sobre la vida económica. Por el momento, la conclusión de Ansell y Samuels parece ser desalentadora. La democracia no produce, al menos no por sí sola, una mayor igualdad política y económica: el mecanismo democrático no garantiza un resultado democrático.
Profesora e investigadora en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, (México). Doctora en ciencias políticas y sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son: sistemas electorales, derecho electoral, teoría de democracia, libertad de expresión. Entre sus últimas publicaciones destacan: Candidaturas independientes: desafios y propuestas (2014), en coordinación junto con Medina Torres; Líneas jurisprudenciales en materia electoral (2014), en coautoría con Bustillo Marín; “Con las cuotas no basta. De las cuotas de género y otras acciones afirmativas” (2014).