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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales Después del consenso: el liberalismo en México (1990-2012)
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Vol. 58. Núm. 218.
Páginas 19-52 (enero 2013)
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Después del consenso: el liberalismo en México (1990-2012)
After Consensus: Liberalism in Mexico (1990-2012)
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José Antonio Aguilar Rivera
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Resumen

El artículo analiza el resurgimiento del liberalismo en México entre 1990 y 2012. Explica las razones que llevaron a numerosos intelectuales públicos a definirse como liberales o a adoptar las banderas del liberalismo, tales como la defensa de los derechos individuales frente a los reclamos del multiculturalismo, la profundización de las reformas estructurales en la economía, la defensa del constitucionalismo, la liberalización de sectores críticos como el petróleo, la libertad de expresión plena, incluyendo la libertad de manifestar las opiniones políticas durante las campañas electorales. A su vez, estudia los efectos ideológicos de la transición a la democracia en el renacimiento del liberalismo mexicano.

Palabras clave:
liberalismo
populismo
indigenismo
modernización
consenso ideológico
Abstract

This article explores the renewal of liberalism in Mexico over the last two decades. It argues that after the long period of one-party hegemonic rule, intellectuals have embraced many of liberalism’s tenets in public debates, such as economic and institutional reform, the defense of individual rights and freedom of expression, etc. It argues that the end of authoritarian rule made this renewal possible and attempts to account for key factors that unite intellectuals from very different ideological backgrounds.

Keywords:
liberalism
populism
indigenism
modernization
ideological consensus
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“En este momento los peligros de la desunión súbitamente se hicieron evidentes para todos. La gente hizo un esfuerzo supremo para coincidir. En lugar de fijarse en lo que les distinguía trataron de concentrarse en lo que tenían en común: destruir el poder arbitrario, recuperar para la Nación la posesión de sí misma, asegurar los derechos de cada ciudadano, hacer a la prensa libre, a la libertad individual inviolable, suavizar las leyes, fortalecer a los tribunales, garantizar la tolerancia religiosa, destruir los obstáculos al comercio y la industria, esto es lo que querían”.

Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución

Nada más difícil que trazar el contorno de aquello que tenemos próximo. Sin la necesaria distancia carecemos de perspectiva. Eso es particularmente cierto para la historia contemporánea. A veces los cambios suceden ante nuestros ojos, pero no percibimos su importancia, ni el grado en que modifican el paisaje a largo plazo. Escribir sobre el pasado inmediato, sobre un mundo que aún construimos, es una aventura temeraria que rara vez termina bien. Es andar por un campo de arenas movedizas. Este es un apunte audaz, una bitácora al vuelo de una travesía en curso.

Durante años se volvió un lugar común la idea de que en México sólo había un puñado de liberales. Los liberales eran pensadores excéntricos. Y, además, impresentables en sociedad. Así se conformó la certeza de la soledad. Hace un lustro, Enrique Krauze se lamentaba: “la alternativa liberal no está representada en los partidos políticos de México y es minoritaria en los sectores intelectuales” (Krauze, 2007).

Sin embargo, en los últimos cuatro lustros ocurrió una transformación ideológica de manera silenciosa. Por doquier intelectuales y algunos políticos se declaraban liberales y proponían ideas liberales en abierto desafío a la corrección política. En las últimas dos décadas, el liberalismo se reinventó. Este no es un movimiento dirigido ni acaudillado por un grupo en particular, es el resultado de diversos procesos que propiciaron confluencias, revisiones y rupturas ideológicas. Mientras que al iniciar la segunda década del siglo XXI en muchos países de América Latina el liberalismo se encuentra en plena retirada, en México se vive el tercer momento liberal de su historia. El liberalismo se ha mostrado como un camino posible, una oportunidad de futuro, en los tres cambios de régimen ocurridos en su historia moderna. Primero, cuando se independizó de España a principios del siglo XIX, después, a comienzos del siglo XX, con la revolución maderista que se extendió hasta 1917 y finalmente, en la última etapa del régimen autoritario posrevolucionario, cuyo punto crítico fue la alternancia en la presidencia en el año 2000 aunque empezó a gestarse de manera acelerada desde mediados de los años noventa del siglo pasado. Al igual que los primeros liberales mexicanos, los actuales miran, en su gran mayoría, hacia el futuro: son pioneros de un mundo nuevo.

Los nuevos liberales

Desaparecido el comunismo, el liberalismo en el mundo se ha desdibujado. ¿Qué es el liberalismo? La pregunta es particularmente importante en un país donde esta corriente de pensamiento fue expropiada por la historia patria y confiscada por el régimen posrevolucionario (Aguilar Rivera, 2000). Aquí adopto la definición de Stephen Holmes:

El liberalismo es una teoría política y un programa que florecieron desde la mitad del siglo XVII hasta la mitad del siglo XIX. Tuvo, por supuesto, importantes antecedentes y todavía es una tradición viva hoy. Entre los teóricos clásicos liberales deben contarse a Locke, Montesquieu, Adam Smith, Kant, Madison y John S. Mill. Las instituciones y prácticas liberales se desarrollaron primero en los siglos XVII y XVIII en los Países Bajos, Inglaterra y Escocia, los Estados Unidos y (con menos éxito) en Francia. Los principios liberales fueron articulados no sólo en textos teóricos sino también en la Ley del habeas corpus inglesa, la Declaración de Derechos y la Ley de Tolerancia (1679, 1688-89), las primeras diez enmiendas a la constitución de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (ambas de 1789). Las prácticas centrales de un orden político liberal son la tolerancia religiosa, la libertad de discusión, las restricciones al comportamiento de la policía, las elecciones libres, el gobierno constitucional basado en la división de poderes, el escrutinio de los presupuestos públicos para evitar la corrupción y una política económica comprometida con el crecimiento sostenido basado en la propiedad privada y la libertad de contratar. Las cuatro normas o valores centrales del liberalismo son la libertad personal (el monopolio de la violencia legítima por agentes del Estado que a su vez son vigilados por ley), imparcialidad (un mismo sistema legal aplicado a todos por igual), libertad individual (una amplia esfera de libertad de la supervisión colectiva o gubernamental, incluida la libertad de conciencia, el derecho a ser diferente, el derecho a perseguir ideales que nuestros vecinos consideren equivocados, la libertad para viajar y emigrar, etc.), y democracia (el derecho a participar en la elaboración de las leyes por medio de elecciones y discusión pública a través de una prensa libre) (Holmes, 1993: 3-4).

Desde un punto de vista liberal, los valores políticos más altos son la seguridad psicológica y la independencia personal de todas las personas, la imparcialidad legal en el marco de un mismo sistema de leyes aplicadas a todos, la diversidad humana auspiciada por la libertad y el autogobierno colectivo a través de gobiernos electos (Holmes, 1995: 14-15).

Hay matices, claramente. En lo que hace a la economía, sólo los libertarios son partidarios de las tesis libérrimas. Sin embargo, todos los liberales muestran un apoyo básico a una economía de mercado, aunque algunos prefieren un mayor papel del Estado en la procuración de ciertos bienes públicos.1 La visión de la economía de algunos se acerca a la socialdemocracia.

Es notable, sin embargo, que sólo unos pocos se consideraran liberales antes de 1990. El nuevo liberalismo mexicano es un sitio de confluencias. Un destino compartido para intelectuales que provienen de lugares distintos. Hay en ellos algunos rasgos comunes. En primer lugar, este liberalismo no recurre explícitamente a la historia. Sabe del liberalismo mexicano histórico, pero en general no se asume como su continuador. Sus reclamos no se visten con la autoridad de un pasado venerable. Con excepciones,2 no apela de manera explícita a la tradición. Esto es muy notable, pues las dos corrientes de pensamiento que recuperaron el liberalismo en el período posrevolucionario -la crítica de Daniel Cosío Villegas y la tesis de la continuidad del liberalismo mexicano de Jesús Reyes Heroles- ponían en el centro a la historia.3 A diferencia de Cosío Villegas y Reyes Heroles, el nuevo liberalismo no siente la necesidad de buscar sustento crítico en la historia. Tampoco está lastrado por ella. En particular, ha logrado emanciparse de ese otro mito que era central e inescapable: la Revolución.

En segundo lugar, los nuevos liberales comparten otros rasgos. Los une, sobre todo, una aversión al populismo, tanto en su vertiente nacional como global. Son partidarios de la moderación en el estilo político. En términos positivos comparten una visión institucional de la política. En tercer lugar, muestran una animadversión al nacionalismo revolucionario, tanto en su contenido ideológico como en su legado político, económico e institucional. Me parece que hay algo así como una “cultura política” del liberalismo: un conjunto de prejuicios, ideas, aversiones, certezas, fobias y pulsiones. Muchos de ellos tienen una disposición singular.4 Creen en el poder de las ideas, de la persuasión democrática, en la existencia de una esfera separada del Estado en la que ocurre el intercambio intelectual y se lucha por convencer.

La aversión al populismo es tal vez el factor crítico. La coincidencia en la oposición no es un rasgo anómalo en el liberalismo. En otros lugares, los liberales se han unido en el combate a la intolerancia religiosa, por ejemplo. ¿Por qué los liberales, incluso los de izquierda, son críticos del populismo? ¿Qué es el populismo? Como señala Paulina Ochoa:

La ideología populista adopta una distinción maniquea entre el pueblo y las élites y apela directamente a la ‘voluntad general’ del pueblo para legitimar sus pretensiones rehusándose a conceder autoridad a las instituciones cuando sus decisiones se encuentran en conflicto con la voluntad popular; mientras que los liberales democráticos median la voluntad popular a través de instituciones estatales y aceptan las limitaciones constitucionales. (Ochoa, en prensa)

Los liberales mexicanos recelan del populismo porque, como señala Roger Bartra, apela a la emociones, atenta contra las instituciones y concentra el poder. Como agudamente percibe Jesús Silva-Herzog, el populismo apela a la dimensión simbólica de la política:

El populismo es el síntoma de los padecimientos democráticos. Tiene la habilidad de restituir una dimensión simbólica de la política a la que el liberalismo ha renunciado explícitamente. En el espejo del populismo puede verse el vacío liberal. La plena secularización de la política, la deshidratación simbólica de la democracia para volverla simple procedimiento, el desmembramiento de lo comunitario, la ilusión de una civilizada política conversada son apuestas precarias (Silva-Herzog Márquez, 2013a).

El rechazo del populismo, ideología encarnada en el mundo hispanoamericano durante años por Hugo Chávez, se encuentra también en la izquierda liberal. En la ocasión de la muerte del comandante, José Woldenberg apuntó aquellos rasgos que hacían del chavismo un programa antitético al liberalismo:

La subordinación de prácticamente todos los valores a uno solo, la justicia social. Si ésta se despliega o se dice que se despliega (más allá de su sustentabilidad) todo parece estar permitido, incluso sacrificar o erosionar los valores democráticos. Y ya sabemos o deberíamos saber que cuando eso sucede, lo que se expande es el autoritarismo y la sumisión, el deterioro de las libertades y el silencio; los abusos, la indefensión (Woldenberg, 2013).

Tanto el neopopulismo, como el neoindigenismo posterior a la rebelión chiapaneca de 1994, hicieron evidente la centralidad para la democracia de los componentes propiamente liberales. Si antes había un déficit de democracia, ahora los liberales se enfrentaban -y no sólo en México- a democracias “no liberales” (Zakaria, 2007). El liberalismo, sus instituciones, principios y valores volvieron a ser relevantes. De ahí que un mexicano, Enrique Krauze, atisbara en el fenómeno venezolano de Hugo Chávez una amenaza que trascendía las fronteras nacionales. Su retrato crítico del líder venezolano fue una clara intervención del liberalismo de combate mexicano en un frente de batalla continental (Krauze, 2008).

Si el programa crítico de los nuevos liberales no es difícil de trazar, no ocurre lo mismo con sus metas compartidas. Los intereses, banderas y causas de los liberales mexicanos contemporáneos son muchos y sería imposible hacerles justicia a todos ellos en este breve espacio. Podemos mencionar algunos: revisiones de autores centrales de la tradición liberal, como Tocqueville o Isaiah Berlin, reflexiones sobre la relación entre la izquierda y el liberalismo, propuestas para construir un liberalismo católico, cavilaciones sobre el papel del Estado en una sociedad liberal, la crítica del neoindigenismo, consideraciones sobre la historia del liberalismo en México y sus proponentes, (como Daniel Cosío Villegas), atisbos de las posibilidades doctrinales del liberalismo clásico, etc. En este ensayo sólo me concentraré en algunos de estos temas, previniendo al lector de que se trata apenas de un esbozo parcial de un fenómeno en movimiento.

En términos amplios, me parece que el liberalismo mexicano ha recuperado su vocación de futuro. Es una corriente muy diversa, en parte por sus orígenes. Los intelectuales liberales se sitúan en el espectro político del centro izquierda hacia la derecha. Algunos de ellos son, como siempre, críticos pero también, como los liberales decimonónicos tempranos, proponen reformas concretas en la economía y la política. Combaten los remanentes del antiguo régimen posrevolucionario. Algunos de ellos han puesto sobre la mesa un ambicioso programa de modernización de la sociedad mexicana. Ello pasa por reformar la economía, las leyes y las instituciones.5

Este fenómeno sólo puede apreciarse cabalmente de manera comparada. Mientras que en muchos países de América Latina hay una franca regresión política y económica, en México se articulan argumentos que buscan profundizar el cambio y las reformas estructurales. No sólo eso, a pesar de la álgida disputa ideológica, no se ha dado marcha atrás a ninguna de las reformas modernizadoras de principios de los noventa. Incluso la izquierda las acepta. El roll back, deshacer lo hecho, no es parte de su agenda manifiesta. No ha habido, como en otras naciones, una ola de re-estatizaciones de industrias. De la misma manera, en la mayoría de los países latinoamericanos, con la excepción de Chile, y tal vez Brasil, “liberal” y “liberalismo” son epítetos.6 No hay en esos países nada comparable al nuevo liberalismo mexicano. Los intelectuales liberales en esas naciones son pocos y marginales. En la actualidad reina un antiliberalismo rampante en países como Argentina, Venezuela, Ecuador y Bolivia. Incluso en un país con una fuerte tradición liberal como Colombia, el liberalismo es ahora sinónimo de oligarquía. Su Constitución de 1991, con su definición de la democracia “participatoria”, da cuenta de ello. Como señalara Guillermo O’Donell, América Latina tiene una fuerte tradición democrática, pero una pobre tradición liberal. En México, es cierto, no hay un partido liberal, pero sí hay liberales en los partidos políticos. Y nuestra república de las letras está poblada por liberales. Los mexicanos rara vez nos percatamos de esta singularidad.

En “Un futuro para México”, artículo publicado en 2009 en la revista Nexos, y que poco después se convertiría en un influyente libro de propuesta, (Aguilar Camín y Castañeda, 2009b). Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda afirmaban:

México es presa de su historia. Ideas, sentimientos e intereses heredados le impiden moverse con rapidez al lugar que anhelan sus ciudadanos. La historia acumulada en la cabeza y en los sentimientos de la Nación -en sus leyes, en sus instituciones, en sus hábitos y fantasías-obstruye su camino al futuro (…) La vida pública de México es presa de las decisiones de algunos de sus presidentes muertos: esa herencia política de estatismo y corporativismo que llamamos ‘nacionalismo revolucionario’, al que una eficaz pedagogía pública volvió algo parecido a la identidad nacional. (…) [El problema es que] esa herencia incluye tradiciones indesafiables: nacionalismo energético, congelación de la propiedad de la tierra y de las playas, sindicalismo monopólico, legalidad negociada, dirigismo estatal, ‘soberanismo’ defensivo, corrupción consuetudinaria, patrimonialismo burocrático. Son soluciones y vicios que el país adquirió en distintos momentos de su historia: un cóctel de otro tiempo, bien plantado en la conciencia pública, que se resiste a abandonar la escena, encarnado como está en hábitos públicos, intereses económicos y clientelas políticas que repiten viejas fórmulas porque defienden viejos intereses. [El diagnóstico era claro: México es un país al que] le sobra pasado y le falta futuro (Aguilar Camín y Castañeda, 2009a).

La solución para crear riqueza y empleo consiste en abrir la economía a la inversión y la competencia global y nacional: “se trata… de crear una efectiva economía de mercado en sustitución de la economía intervenida por monopolios, empresas dominantes, oligopolios y poderes fácticos que nos caracteriza”.

¿Por qué el liberalismo no está, para estos intelectuales, completamente desprestigiado, contaminado de “neoliberalismo”? Carlos Elizondo ofrece una respuesta: el problema no fue el cambio estructural de los noventa, sino su falta de profundidad. En efecto, si:

Las últimas dos décadas del siglo XX se caracterizaron por un amplio y ambicioso ciclo de reformas (…) en el caso mexicano dichas reformas, en parte por la forma pacífica en que tuvieron lugar, fueron menos profundas de lo deseado por unos y de lo temido por otros. Las viejas estructuras corporativas y diversos grupos con privilegios supieron adaptarse al nuevo entorno económico y político (Elizondo, 2011: 17).

El problema está en la falta de competencia en diversos ámbitos de la vida pública mexicana, como la educación. Sin embargo, señala Elizondo:

Para algunos el problema es el modelo neoliberal: el exceso de competencia, no la falta de ésta. No hay nada peor que ser etiquetado como neoliberal. Cualquier reforma que afecte a algún grupo bien organizado será tildada de ello… Ya sólo falta oír el término neoliberal como insulto en la calle tras un incidente de tráfico (Elizondo, 2011: 23).

Con todo, para Elizondo “no sobró liberalismo, sino que faltó; para ser más precisos: no hemos construido un país donde haya competencia y derechos para todos, lo cual requiere un Estado fuerte, capaz de defender la competencia y los derechos universales”. En efecto, en México la lógica corporativista y clientelar domina el intercambio de bienes y servicios y las restricciones al libre intercambio y la inversión son mayores que en el resto de la región (Ibid., 2011: 24). El 40% de la tierra en México está aún bajo el régimen ejidal o comunal, las restricciones en el mercado de la energía son muy importantes y es difícil hacer los contratos exigibles en el país. Más aún, “en un país liberal hay derechos universales para todos, no privilegios en función del grupo al que se pertenece”. Para Elizondo, la falta de competencia, derechos de propiedad y derechos para todos se debe en parte “a que nuestro gobierno es débil. No lo es, empero, por ser neoliberal, sino por el peso de la simulación y la corrupción burocrática” (Ibid., 2011: 25). El país no crece debido a restricciones de todo tipo:

Altas barreras de entrada para nuevos jugadores en muchos de los mercados importantes (incluido el político), poca competencia, autoridades regulatorias débiles, burocracias al servicio de sí mismas y no de los ciudadanos, sindicatos que permiten cobrar un sueldo a quienes trabajan poco o no hacen nada relevante. Esto se encuentra muy lejos de del modelo de mercados libres y abiertos. [La conclusión es clara:] esto no es liberalismo, es el triunfo del poder de los intereses particulares sobre un Estado que debería representar el interés general y proveer derechos para todos, pero no tiene la fuerza para lograrlo. El resultado final se parece al reclamado por los críticos del neoliberalismo, pero las razones de esto son las opuestas a las que ellos argumentan (Ibid., 2011: 25-26).

Para Elizondo y los nuevos liberales lo que se requiere es mayor competencia y un Estado regulador poderoso, no un regreso al Estado propietario y corporativo que existió “en todo su esplendor hasta 1982 y vivía de evitar la competencia y repartir privilegios”.

¿Por qué no está en retirada la corriente reformista liberal en México, como sí lo está en otras partes del mundo? ¿Por qué los liberales mexicanos defienden la política de las instituciones democráticas? En parte debido a que la transición a la democracia en México ocurrió en el contexto de un sistema de partidos estable que no se colapsó, como en Venezuela. Esa estructura constituye un arrecife protector contra el oleaje populista. Con todas sus imperfecciones y defectos, los partidos políticos que no se reducen a un caudillo, resguardan a la democracia mexicana de las corrientes que pretenden barrerlo todo en aras de la voluntad general. El compromiso con la institucionalidad democrática puede advertirse, por ejemplo, en un artículo de Silva-Herzog Márquez en el cual rechaza el golpe de estado que el gobierno proislamista de Egipto sufrió en julio de 2013 a manos del ejército egipcio:

Despreciar la importancia procedimental de la democracia es un retroceso intelectual gravísimo. Tendrá seguramente consecuencias siniestras. Si hace un año los islamistas confiaron en el dispositivo electoral, ¿por qué habrían de creer hoy en él? ¿Cómo pueden asentarse las instituciones demoliberales si se concede a la fuerza el poder de aplastarlas? El peligro contemporáneo no es solamente el de los populismos antiliberales. También lo es el de los liberalismos antidemocráticos (Silva-Herzog, 2013b).

Detrás de las propuestas modernizadoras se advierte un igualitarismo político. En sus mejores momentos, el liberalismo mexicano fue un programa de combate contra los privilegios. Esta es una causa que han retomado los herederos de José María Luis Mora (aunque rara vez lo citen). Como señala Héctor Aguilar Camín en estas páginas:

Sólo de la certidumbre absoluta de la igualdad ante la ley puede propagarse la libertad de los ciudadanos en todos los ámbitos, esa libertad restringida sólo por el mandato de la ley que a la vez obliga y libera a todos, pues les impide hacer lo que está expresamente prohibido, pero los dejas libres en todo lo demás (Aguilar Camín: 2008a).

Hay una continuidad no explícita entre los nuevos liberales y sus predecesores. Han lanzado una ofensiva intelectual “contra las corporaciones vivas y actuantes de hoy: contra los poderes fácticos que sustituyen a los fueron decimonónicos en su tarea de frenar el desarrollo de las libertades políticas y económicas de México” (Aguilar Camín, 2007:29). Así, reivindican hoy la competencia, el pluralismo y el rechazo a los monopolios públicos y privados. Combaten los estamentos de burocracias irresponsables, sindicatos privilegiados y de ricos que pueden comprar la ley. La reivindicación es liberal hasta la médula.

En 2008 Héctor Aguilar se imaginaba qué diría José María Luis Mora sobre el México del siglo XXI:

Creo que lo sorprenderían agradablemente el tamaño y la pujanza de la Nación (…) iría a ver con ánimo incrédulo y deslumhrado los miles de pequeñas empresas independientes que generan riqueza en un entorno de industriosidad y productividad. Creo que vería con admiración las grandes empresas mexicanas, incluyendo las monopólicas. (…) Caería desmayado de optimista incredulidad ante los frutos del Tratado de Libre Comercio con América del Norte. Creo también que luego de unos días de reflexión, admitida la enorme zona del país ganada efectivamente a los hábitos viejos, antiproductivos y antiliberales de México que él conoció, Mora haría un corte de caja radical y diría: hemos avanzado mucho, pero nos falta la mitad (Aguilar Camín: 2008b).

Para muchos liberales actuales la defensa del individuo va más allá de la típica desconfianza al Estado; en una sociedad como la mexicana, en muchas ocasiones, las amenazas provienen del ámbito extraestatal, empezando por la Iglesia en el siglo XIX. El enemigo no siempre es el Estado, sino las colectividades organizadas (los medios, las comunidades, los sindicatos, etc.). Pero hay también una diferencia con el liberalismo maduro de la República restaurada. El nuevo liberalismo sí cree en las instituciones (a pesar del homenaje diario que durante el tercer tercio del siglo XIX se le rendía a la Constitución, con ella no gobernó Juárez, como afirmó Emilio Rabasa). De ahí la reivindicación común de implantar el Estado de derecho en el país y la defensa del constitucionalismo y de las instituciones que permiten el funcionamiento de una economía de mercado eficiente. Sin embargo, los nuevos liberales exhiben una sofisticación sociológica de la que a menudo carecieron los del siglo XIX. Ya no creen en la “magia constitucional”, que prometía cambiar la realidad con la sola promulgación de la ley. Se han emancipado de la mitología del liberalismo mexicano.

Después del consenso

El 1 de diciembre de 2012, Enrique Peña Nieto tomó posesión de la presidencia de México. En su discurso inaugural, el primero de un presidente del Partido Revolucionario Institucional (pri) en el México democrático, recurrió a los viejos lugares comunes del nacionalismo mexicano:

Los mexicanos tenemos un legado prehispánico, colonial, independiente, revolucionario y democrático. El pasado para nosotros es identidad y fuente de inspiración y así lo seguirá siendo en mi Gobierno… Somos la expresión de la gran cultura hispana. Somos hijos, también, de dos poderosas corrientes del siglo XIX y XX: la liberal y la revolucionaria. Sus valores de independencia, libertad y justicia, renovados para el siglo XXI, guiarán los actos de mi Gobierno (Peña, 2012).

Estas líneas, al comienzo del discurso, parecieran confirmar una continuidad ideológica. Sin embargo, esa es una impresión engañosa. El resto del texto es un catálogo de políticas públicas y la historia no apareció de nuevo, muchos menos el liberalismo. Estaba ahí, como un adorno, el reflejo automático de un lugar común ideológico, vaciado de contenido. Un tic retórico. Lo cierto es que más de una década atrás, el liberalismo se había emancipado del régimen que lo fundió con la Revolución y lo hizo un referente de la identidad nacional.

Para principios de la década de los noventa el término “liberalismo” arrastraba dos lastres significativos en México. El primero era el mito posrevolucionario forjado en la década de los cincuenta por el régimen. El segundo era un estigma ideológico producto de la asociación de las reformas de libre mercado iniciadas en 1983 por el presidente Miguel de la Madrid. Liberalismo era, para muchos, un mero eufemismo de “neoliberalismo”. El neoliberalismo proponía, como señala Adam Przeworski, una serie de “falacias” respecto a la relación entre la economía y la sociedad. El Estado era siempre un obstáculo para el crecimiento económico y una causa de ineficiencias y distorsiones. El “neoliberalismo” resurgía en México como parte de un movimiento global transformador que pretendía achicar el tamaño del Estado, reducir los déficits públicos, privatizar empresas estatales y dejar que el mercado operara con más libertad. El Consenso de Washington respecto a las reformas estructurales necesarias (disminución de los déficits públicos, reforma fiscal, liberalización comercial, privatización, y desregulación) fue el acuerdo que cimentó este movimiento.

Si bien en el mundo desarrollado este ambicioso programa de transformación estructural fue llevado a cabo por gobiernos democráticos, en otros países, como México, las reformas de libre mercado fueron implementadas por regímenes autoritarios. Fue probablemente esta característica la que llevó a Lorenzo Meyer a calificar el fenómeno como “liberalismo autoritario”:

[En efecto,] en el sexenio de Miguel de la Madrid, desde 1985 para ser exactos, un puñado de jóvenes economistas, partidarios de desplazar al Estado por el mercado, maniobró con habilidad y logró arrebatar el poder a los políticos tradicionales. [Los tecnócratas] decidieron que el camino adecuado era una modernización selectiva: transformar la economía, pero preservar y usar a fondo los instrumentos políticos heredados: autoritarios, antidemocráticos y premodernos. Fue así como el salinismo dio forma a algo que se puede llamar autoritarismo de mercado. [Para imponer el cambio] y controlar las inevitables reacciones en contra, el supuesto neoliberalismo económico se hizo acompañar y apoyar del autoritarismo tradicional, cuyos dos grandes pilares eran el presidencialismo sin límites y el partido de Estado; es decir el antiliberalismo político (Meyer, 1995: 30).

Creo que Meyer tiene razón. Las reformas tecnocráticas le hacían violencia al liberalismo en tanto que ignoraban o negaban su dimensión política. El liberalismo, desde sus orígenes, nunca ha sido una teoría exclusivamente económica de la sociedad. Nació, esencialmente, como un conjunto de ideas políticas. Sin embargo, es posible que el compromiso ideológico de los tecnócratas fuese más tenue de lo que sugiere Meyer. Muchos de ellos eran políticos pragmáticos que se ajustaron a los dictados de Washington y los organismos financieros internacionales, más que ideólogos del libre mercado. En una palabra, no eran realmente liberales.7 Es notable que ninguno de los prominentes economistas tecnócratas de los años noventa sea, en la actualidad, un intelectual liberal.

En lo que hace a la dimensión nacional, como señala Charles Hale, durante el siglo XX el liberalismo en México fue transformado en un mito unificador. No era una teoría viva, sino un instrumento de legitimación que apelaba a un relato sintetizado de manera admirable por el gran ideólogo del régimen, Jesús Reyes Heroles (1957-61). En el Liberalismo mexicano, Reyes Heroles sostenía la identidad del liberalismo con la Nación:

Desde las luchas preparatorias de la independencia se busca identificar la idea de la nacionalidad con la idea liberal. El liberalismo, con altas y con bajas, resulta así el proceso de formación de una ideología que moldea una Nación y se forma precisamente en dicho moldeo… el liberalismo nace con la Nación y ésta surge con él. Hay así una coincidencia de origen que hace que el liberalismo se estructure, se forme, en el desenvolvimiento mismo de México, nutriéndose de sus problemas y tomando características o modalidades peculiares del mismo desarrollo mexicano (Reyes Heroles, 1957-61, Vol. 1: xii).

Pero el liberalismo no sólo es pasado:

El liberalismo no únicamente es un largo trecho de nuestra historia, sino que constituye la base misma de nuestra actual estructura institucional y el antecedente que explica en buena medida el constitucionalismo social de 1917. [Así,] ha existido una continuidad del liberalismo mexicano que influye en las sucesivas etapas de nuestra historia. […] para comprender la Revolución Mexicana, su constitucionalismo social, tenemos que considerar nuestra evolución liberal...para entenderla…tenemos que estudiar el largo y complicado proceso liberal que la hizo posible. [La teleología del régimen estaba completa:] contamos con una excelente perspectiva para divisar el liberalismo mexicano. Conocemos su desenlace cronológico: el porfirismo. Sabemos de una eclosión liberal plena de sentido social: la Revolución mexicana. [La conclusión era que] ha existido una continuidad del liberalismo mexicano que influye en las sucesivas etapas de nuestra historia. Conocerla ayuda a desentrañar el presente de México (Ibid., 1957-61: xiii-xiv).

De esta forma, Revolución y liberalismo habían sido cabalmente “institucionalizados”.

El liberalismo también fue una fuente de inspiración crítica para el historiador Daniel Cosío Villegas. Fue él quien construyó una imagen ideal de la República Restaurada en el tercer cuarto del siglo XIX y quien pensaba que la Revolución había sido incapaz de cumplir los anhelos de regeneración política y moral que la Nación había puesto en ella. ¿En qué período de la historia se podía hallar una vara que sirviera para medir la situación actual? La vuelta al siglo XIX era ineludible: la etapa idealizada, que serviría como punto de comparación para evaluar el presente, sería la República Restaurada (1867-1876). Aquél había sido, según el historiador liberal, un período de libertades, división de poderes, vigoroso debate y democracia política. La obra magna de Cosío Villegas, La Historia Moderna de México (1955), fue el resultado de esa búsqueda nostálgica. Lo que caracterizó al periodo fue: “una disputa interminable, airada, brillante, incisiva, agobiadora, sobre la validez de la Constitución como molde para engendrar y contener la vida política nacional y mantenerla viva y libre, pacífica y fecunda” (Cosío Villegas, 1959: 19). La constitución idealizada fue la de 1857. En la Constitución de 1857 y sus críticos (1957), Cosío Villegas hizo una vigorosa defensa del liberalismo constitucional. Ante los “gigantes” de la Reforma palidecían los “cachorros” de la Revolución. De la misma forma, en su famoso ensayo de 1947, “La crisis de México”, era categórico en su juicio:

Todos los hombres de la Revolución Mexicana, sin exceptuar a ninguno, han resultado inferiores a las exigencias de ella; y si, como puede sostenerse, éstas eran bien modestas, legítimamente ha de concluirse que el país ha sido incapaz de dar en toda una generación nueva un gobernante de gran estatura, de los que merecen pasar a la historia (Cosío Villegas, 1947: 2).

En el periodo de la República Restaurada, Cosío Villegas encontró “personajes de una altura que no tendrían los de generaciones posteriores, cuya integridad moral y firmeza de propósitos hicieron pasar con éxito las pruebas de la democracia en los momentos más difíciles y contradictorios” (Lira, 2007: 17). En efecto: “cuando la República y el liberalismo triunfaron en 1867 sobre la Intervención y el partido conservador, quedó al frente de los destinos nacionales el grupo gobernante más experimentado y patriota que México ha tenido en su historia” (Cosío Villegas, 1972: 35). No sólo eso, el mismo autor también afirmó que “en ninguna época del periodismo mexicano ha habido un grupo de escritores políticos de la alcurnia intelectual y de la autoridad moral que los de la República Restaurada” (Cosío Villegas, 1959: 37).

Más allá de la visión crítica de Cosío Villegas, severamente cuestionada por la historiografía revisionista de finales de los años setenta, el liberalismo había sido apropiado, monopolizado por el aparato de legitimación ideológica del régimen posrevolucionario.8 Si durante el siglo XIX el liberalismo había sido una ideología de combate contra los fueros y los privilegios, para los años ochenta del siglo XX sólo era una estampa más en los libros de texto gratuitos. Una momia, cuyos jugos vitales habían sido chupados por el régimen posrevolucionario. Quedaba un reducto de liberalismo en la revista Vuelta, del poeta Octavio Paz y dirigida por Enrique Krauze, donde se defendían causas liberales.

Sin embargo, eso empezó a cambiar en los últimos años del siglo XX. A la vuelta del milenio, algunos intelectuales públicos comenzaron a identificarse públicamente como “liberales”. Y por liberal no entendían ni al revolucionario institucional de Reyes Heroles ni al crítico nostálgico de Cosío Villegas. Se trataba de un entendimiento nuevo, fresco, en nuestra enrarecida cultura política. El fenómeno coincide plenamente con la decadencia del sistema político posrevolucionario. El liberalismo recobró, por decirlo así, vida propia. Calladamente y poco a poco, sin que fuera evidente, el liberalismo se reinventó y tomó un lugar central en la discusión pública. ¿Cómo volvió el liberalismo a sentar sus reales en México?

El renacimiento pasó por su emancipación del régimen revolucionario. El liberalismo dejó de ser propiedad del pri y se liberó de sus interpretaciones nostálgicas. Para comienzos de la década de los noventa, el liberalismo oficial era una momia, un cadáver retórico seco y enjuto, que sólo se sacaba en ocasión de los discursos patrióticos. Sin embargo, el gobierno tecnocrático de Carlos Salinas de Gortari escribió el epitafio de la apropiación simbólica del liberalismo por parte del pri. Lo hizo al tratar de distanciarse del que era en realidad el basamento ideológico del régimen: el nacionalismo revolucionario, que resultaba disfuncional para su proyecto modernizador. La idea del “liberalismo social” estaba, por supuesto, ya presente en la elaboración ideológica de Reyes Heroles, quien había sostenido la heterodoxia económica del liberalismo mexicano. En efecto, como señala Krauze:

Para Reyes Heroles el liberalismo mexicano se distingue del liberalismo constitucional inglés, del liberalismo ético político, en ser eminentemente social. El leitmotiv es el problema de la propiedad, el deseo de ‘adelantar a las clases indigentes’. En abono de su tesis invocó siempre el célebre voto particular de Ponciano Arriaga en el Constituyente de 1857: ‘limitar en lo posible los grandes abusos introducidos por el ejercicio del derecho de propiedad’. Aunque el voto de Arriaga y otros votos similares no se incorporaron al texto constitucional, Reyes Heroles pensó que encarnaban el verdadero espíritu de la Reforma (Krauze, 1999: 184).

Salinas revivió en su gobierno la tesis de Reyes Heroles. La recuperación ideológica fue sugerida por Manuel Camacho Solís. Ocho años antes de que Salinas presentara en sociedad a la nueva ideología que reemplazaría al nacionalismo revolucionario, Camacho esbozó sus contornos en el debate suscitado en la revista Vuelta a propósito del ensayo de Enrique Krauze, “Por una democracia sin adjetivos” (Krauze: 1984).9 Camacho adujo que era un error reducir la democracia a un procedimiento electoral. En su opinión, el proceso social y político mexicano tenía características particulares:

Es en las luchas de la Revolución Mexicana por la Nación, la democracia política y los derechos sociales donde se fue configurando un proyecto propio, con orígenes en el liberalismo político del siglo XIX. Un liberalismo que, ya en 1847, llevó a Ponciano Arriaga a afirmar que el único Estado legítimo sería el promotor del bienestar colectivo y que en los momentos decisivos de la Reforma condujo a Juárez a convertirse en el unificador de las fuerzas para defender a la Nación y afianzar el régimen republicano. Estas herencias liberales y revolucionarias tienen vigencia en el México actual (Camacho, 1984: 43).

El 4 de marzo de 1992, Carlos Salinas presentó el liberalismo social en el discurso conmemorativo de los 63 años del pri. Ahí reivindicó la originalidad del liberalismo mexicano e hizo una alusión expresa al “liberalismo triunfante” de Reyes Heroles. Salinas afirmó que la Revolución Mexicana:

Recogió del proyecto liberal su propuesta de libertad haciéndola comprometidamente social. Dio al Estado la conducción del desarrollo y de los recursos de la Nación, hizo de los reclamos de la revolución por la tierra, el trabajo y la educación un programa de futuro. Hoy la reforma de la Revolución da vigencia y relevancia presente al liberalismo social que garantiza a nuestra idea histórica de país (Salinas, 1992).

El liberalismo social tuvo corta vida. El pri lo aceptó a regañadientes como un capricho sexenal y una vez que Salinas dejó la presidencia y cayó en desgracia, los priístas lo abandonaron sin mirar atrás para retomar formalmente el viejo nacionalismo revolucionario como su ideología oficial. La palabra “liberalismo” despareció de su Declaración de principios.10

Lo cierto es que las opiniones de hombres como Arriaga fueron marginales en el contexto del liberalismo mexicano decimonónico.11 Reyes Heroles les dio una importancia desproporcionada e inventó una categoría política que nunca fue representativa del conjunto. Propuso que una cepa minoritaria encarnaba el espíritu del liberalismo mexicano. Los críticos de izquierda de Salinas vieron esto con claridad. Como señaló Arnaldo Córdova entonces, las concepciones de hombres como Arriaga, al final “no se impusieron. Quedaron ahí simplemente como un testimonio y, a veces, como una anticipación de lo que iba a venir después” (Maza, 1992). Para Córdova la expresión “liberalismo social” era un contrasentido: “los liberales tienen como valor fundamental a la persona, su libertad y todo aquello que contribuya a definirla precisamente como persona: la propiedad, el poder expresarse y pensar libremente y estas cosas, que muchas veces son como una invitación a la ley de la jungla” (Ibid., 1992). En lo que hace a la “continuidad” del liberalismo, Córdova criticaba:

La Revolución empieza a entrar en el camino de las reivindicaciones sociales al mismo tiempo que empieza a olvidarse la herencia del liberalismo. Después de la muerte de Madero, el liberalismo deja de ser un patrimonio de los revolucionarios. Se trata ya de otra cosa. Estoy hablando de febrero de 1913, cuando matan a Madero. Y se desarrolla un movimiento que culmina con el Congreso Constituyente, es decir, en las reivindicaciones sociales que se plasman en la Constitución de 1917. Pero la Revolución Mexicana desde entonces es antiliberal. No es liberal social, sino antiliberal. Y todo lo que huela a liberalismo es duramente criticado (Ibid., 1992).

Tiene razón. En efecto, el “liberalismo social” salinista fue el canto del cisne del consenso ideológico posrevolucionario. En los pocos años entre su repudio por el pri y la alternancia, el liberalismo oficial regresó a las catacumbas. Y cuando en el año 2000 un partido de oposición ganó la presidencia, el liberalismo dejó finalmente de ser patrimonio del pri. Una era de consenso ideológico había terminado en México.

Como señala Hale, la vida pública mexicana entre 1867-1910 y entre 1940-2000 estuvo dominada por dos mitos políticos unificantes: el del liberalismo y el de la Revolución. Esos mitos tomaron forma en épocas de consenso ideológico, “después de conflictos civiles, levantamientos sociales y heroicas resistencias a la intervención extranjera” (Hale, 1996: 821). La primera época de consenso ideológico inició con el triunfo de la república en 1867 y terminó con la Revolución. La segunda época ocurrió en los cuarenta, después de la política polarizadora del cardenismo. Como ocurrió a finales del siglo XIX, durante los años posteriores a 1940 la reconciliación fue un “objetivo político primordial. Se honró a Villa, Zapata y Cárdenas con Madero, Carranza y Calles” (Ibid., 1996: 824). En 1996, Hale todavía podía afirmar que “el debate político de los cuarenta a la fecha ha sido vigoroso y a menudo polémico, aunque siempre se ha llevado a cabo dentro de los amplios confines del consenso ideológico” (Ibid., 1996: 824). Lo que ocurrió es que esa segunda era de consenso llegó a su fin con el arribo de la democracia. Una vez emancipado de su servidumbre, el liberalismo podía ser recuperado y reclamado por otros actores de la sociedad, que lo encontraron pertinente para los dilemas que enfrentaban.

Además del fin del régimen autoritario posrevolucionario, otros factores abonaron el terreno para la reinvención del liberalismo. Posiblemente el más antiguo sea la semilla anti populista que en muchos intelectuales plantaron Luis Echeverría o José López Portillo con sus excesos. Sobre todo, la estatización de la banca en 1982.12 En el plano internacional, la caída del muro de Berlín acotó las opciones ideológicas disponibles. Pero probablemente lo que reanimó al liberalismo en mayor medida fue el fin del consenso de Washington y el surgimiento de gobiernos neopopulistas en la región. A mediados de los noventa el neoliberalismo dejó de ser hegemónico intelectualmente. En parte porque en muchos países las reformas estructurales no dieron los resultados esperados. Francis Fukuyama escribió que había sido un error no otorgarle a las instituciones la importancia necesaria (Fukuyama, 2004).

Para la primera década del siglo XXI, las visiones que privilegiaban reducidos déficits sociales, desregulación y reformas fiscales estaban en retirada en América Latina. Algunos países habían electo a líderes populistas que daban marcha atrás a lo hecho en los noventa. El liberalismo, en una palabra, volvía a estar a la defensiva, en lo político y en lo económico. Los “neoliberales” eran ahora los nuevos parias latinoamericanos.

En México, el liberalismo dejó de ser una momia del discurso oficial y se convirtió en Lucifer mismo. En las universidades públicas y la prensa de izquierda, “liberal” era un insulto. Los liberales se defendieron primero semánticamente. Reivindicaron la palabra y la historia detrás del término liberal. En 1999 Jesús Silva-Herzog Márquez contraatacaba:

El neoliberalismo como insulto tiene una funesta consecuencia adicional: enloda como disparatada y siniestra la exigencia de un nuevo liberalismo… si algo contiene la palabra en sus sílabas es la exigencia de poner al día el liberalismo, de renovarlo. Ese no es un proyecto avejentado, ni es la política culpable de nuestras miserias. El liberalismo mexicano se extravió en algún momento del siglo XIX. Al convertirse en triunfante dedicó su energía a la construcción del poder estatal frente a sus enemigos internos y externos y postergó su auténtico cometido: la construcción del ciudadano. Regresar al liberalismo para actualizarlo es retomar esa agenda abandonada. Ahí están las herramientas para cuestionar la concentración del dinero y el poder y para establecer una sociedad de ciudadanos. Del liberalismo proviene, por supuesto, ese objetivo que se ha convertido en la gran voz crítica de finales del siglo XX: democracia. Me refiero a la democracia tomada en serio; es decir, no solamente como poder que proviene de la gente, sino también como poder moderado y sujeto a leyes. Del liberalismo surge la crítica al dogma, a la intolerancia, al fanatismo que no son por cierto, fantasmas de una era superada sino amenazas en activo. Del liberalismo nace la defensa del individuo como ser que no puede ser tratado como animal o como cosa. Hoy que se perciben impulsos barbáricos por manejar a los hombres como bestias o como cifras, el proyecto liberal reafirma su sentido. Parece ser un propósito destinado al fracaso pero es indispensable limpiar las palabras por muy manchadas que se encuentren. El nuevo liberalismo no puede ser un insulto: es el esbozo de un nuevo país (Silva-Herzog, 1999).

En México, el desprestigio de la tecnocracia originado por la crisis financiera de diciembre de 1994 y el fin del régimen posrevolucionario en el 2000 había tenido efectos importantes. Los intelectuales modernizadores, que apoyaron las reformas económicas de los noventa, ya no estaban a la sombra de un régimen autoritario. Podían repudiar a los tecnócratas y al mismo tiempo mantener la necesidad de continuar y profundizar las reformas políticas y económicas en el nuevo contexto democrático. Notablemente, los antiguos tecnócratas no serían parte de este nuevo liberalismo. Su ausencia refuerza la idea de que no se trataba de ideólogos, sino más bien de técnicos oportunistas.

Emancipado del régimen posrevolucionario y de los tecnócratas, el liberalismo volvió a ser una ideología de combate. Dos factores internos lo vigorizaron. En primer lugar, el alzamiento Zapatista de 1994. El zapatismo y su reivindicación de la violencia obligaron a la sociedad mexicana y a los intelectuales a definirse.13 Los liberales rechazaron el uso de violencia cuando era indudable que otras formas de protesta eran posibles desde hacía tiempo.14 La lucha contra el autoritarismo había sido conducida por vías pacíficas desde hacía tres lustros. El longevo régimen posrevolucionario finalmente fue derrotado con votos, no con balas.

En sus demandas y querencias, el zapatismo era antiliberal hasta la médula. Apeló a valores que el liberalismo históricamente ha combatido: la supremacía de la comunidad sobre las personas, la reivindicación de la vía armada (su líder nunca ha abandonado la parafernalia militar), el rechazo al igualitarismo y el culto al héroe romántico. El intenso debate político e intelectual en torno a la reforma constitucional indígena en 2001 catalizó al liberalismo mexicano. Volvió a ser un programa de combate. A diferencia de lo que ocurrió en otros países, las propuestas del multiculturalismo en México encontraron resistencia, política y filosófica. La iniciativa que proponía la convalidación automática de los usos y costumbres al derecho positivo obligó a numerosos intelectuales a interrogarse sobre valores como la igualdad ante la ley.

En segundo lugar, a partir del año 2000 hizo aparición en escena un líder carismático populista en la izquierda partidista. Andrés Manuel López Obrador reivindicó las viejas tesis del nacionalismo revolucionario que el pri ya no defendía con mucho ahínco. Es difícil exagerar la importancia del populismo nativo en la conformación del nuevo liberalismo mexicano. Por su discurso político y su programa sustantivo que apuntaba al pasado, López Obrador produjo una reacción intelectual y visceral de gran intensidad.15 Tal vez no sea una exageración decir que al liberalismo en México lo revivieron del sueño de los justos sus enemigos seculares: el privilegio corporativo, el neoindigenismo, los vestigios del pasado autoritario, la Revolución enmascarada y el populismo. Los liberales se reconocieron en la comunión del “no”.

Para hacer frente al reto populista, los liberales no echaron mano del canon del liberalismo mexicano. Rara vez se escucharon apelaciones a figuras canónicas del siglo XIX. Los liberales se encontraron combatiendo una forma de entender, ejercer y sentir la política y en ese combate despuntaron los valores positivos que compartían, a pesar de sus muchas diferencias. Como en el siglo XIX, una parte importante de la población y de la clase intelectual y política comulgaban con la visión contraria a la liberal. Las elecciones mostraron un país ideológicamente dividido en el cual el liberalismo era sólo uno de los contendientes. Sin embargo, su fortaleza no debe ser menospreciada.

La fronda liberal

Una objeción obvia a la idea de una amplia confluencia liberal en los últimos veinte años es que se proponen como liberales a intelectuales que no lo son. Se trataría del devaneo de un observador que encuentra liberales hasta debajo de las piedras. Para identificar a los liberales confío sobre todo en un criterio de autoascripción. Para conformar una antología de los nuevos liberales se envió a más de treinta intelectuales públicos, de diversa tendencia política, una carta invitándolos a participar. La misiva rezaba: “en los últimos cuatro o cinco lustros han aparecido en el debate público autores que se asumen abiertamente como liberales o bien, sin hacerlo, reivindican diversos aspectos de una agenda liberal (la defensa de los derechos individuales frente a los reclamos del multiculturalismo, la profundización de las reformas estructurales en la economía, la defensa del constitucionalismo, la liberalización de sectores críticos como el petróleo, la libertad de expresión plena, incluyendo la libertad de manifestar las opiniones políticas durante las campañas electorales, etc.)… Por su trayectoria he pensado en usted como uno de los autores.” Así, quienes aceptaron participar, prácticamente todos, se consideran a sí mismos liberales (o al menos se sienten identificados con una parte importante de la agenda liberal) y no tenían objeción en aparecer en un libro colectivo sobre el liberalismo mexicano. Que un número significativo de intelectuales se autoidentifique como liberal, es sumamente revelador. Podemos imaginar al liberalismo actual como un árbol de amplia fronda. Lo que sigue es sólo un esbozo genealógico, un rápido apunte taxonómico. Las siguientes son algunas de sus ramas más conspicuas sin embargo, el tronco del liberalismo está cubierto de numerosos brotes, individuos singulares, hojas que en sí mismas son ramas.

El tronco más antiguo es el que corresponde a quienes desde los años setenta reivindicaron su liberalismo a contracorriente y a menudo fueron denostados a causa de ello. Podemos llamarlos con justicia los pioneros. Octavio Paz en Vuelta entre 1976 y 1998 y Enrique Krauze en Letras Libres, a partir de la muerte de Paz. Es la leña vieja y sólida del árbol liberal. Son los herederos más directos -aunque no los únicos- de la tradición liberal mexicana. Ellos han reclamado explícitamente su legado.16 Esta persistencia está bastante bien documentada en la historia intelectual reciente.17 A ese grupo pertenecen numerosos intelectuales afines, como Gabriel Zaid, Christopher Domínguez, Guillermo Sheridan y otros muchos. Los intelectuales pioneros se sintieron justamente reivindicados por el fin del socialismo. En 1990, durante la inauguración del Encuentro Vuelta, “El Siglo XX: La Experiencia de la Libertad”, Paz sintetizó el credo de los intelectuales mexicanos y extranjeros que se reunieron en esa ocasión:

Creemos en la soberanía popular, en la elección libre de las autoridades y en un régimen de derecho que preserve a la sociedad lo mismo de la tiranía de un hombre o de una oligarquía que del despotismo de la mayoría, es decir, que salvaguarde los derechos de las minorías y de los individuos. [Para Paz, la libertad era una experiencia] que todos vivimos, sentimos y pensamos cada vez que pronunciamos dos monosílabos: sí o no (Paz, 1990: 9).

Al final del controversial evento, Paz se preguntaba:

¿Cómo construir la casa universal de la libertad? Algunos nos dicen ¿no olvidan ustedes a la justicia? Respondo: la libertad, para realizarse plenamente, es inseparable de la justicia. La libertad sin justicia degenera en anarquía y termina en despotismo. Pero asimismo: sin libertad no hay verdadera justicia (Ibid., 1990: 9).

A la muerte de Paz, una nueva revista -Letras Libres- continuó la reivindicación explícita de la causa liberal en México. En sus páginas, numerosos autores han criticado al populismo latinoamericano así como al fundamentalismo islámico del siglo XXI. Ahí están algunos de los pocos intelectuales que, como Krauze, recuperan la historia del liberalismo mexicano.

Cómo no contrastar aquella fugaz aurora del espíritu liberal, republicano, democrático, con los tiempos oscuros que vivimos. La obra de Zarco es el testimonio del México que pudimos haber sido, el proyecto que abandonamos hace más de un siglo y que ahora, cuando más lejos está de nuestro horizonte, representa casi nuestra única posibilidad de reconstrucción nacional (Krauze, 1995).

Krauze hizo una contribución clara a la cultura liberal mexicana moderna cuando a mediados de los ochenta defendió la idea, ahora aceptada por todos, de que la democracia no era un “sistema de vida”, como afirma aún la constitución mexicana en su artículo tercero, sino un método político basado en elecciones libres.18

Los herederos de Paz, como Krauze, son los legatarios de una tradición: la del propio Paz y la de Daniel Cosío Villegas. La tradición es al mismo tiempo una fortaleza y una debilidad. La tradición sirve para hallar el norte en medio de la confusión, pero también puede ser una anteojera que limite el horizonte. Impone límites a la imaginación porque la tradición es hostil en principio a la innovación misma. La paradoja de la tradición liberal es que el liberalismo está siempre en continua tensión con la tradición. Los liberales pioneros son una muestra vital de lo mejor del liberalismo mexicano, abierto a la crítica. El liberalismo, reconocen, es una doctrina particularmente dispuesta para la autocrítica: “para combatir la falsa certeza de las ideas recibidas, para no apoltronarse en la comunidad del aplauso fácil, para hacerse cargo de las tensiones inherentes al encuentro entre viejos hábitos y nuevas circunstancias” (“Autocrítica liberal”, 2013: 17).

En segundo lugar están los liberales modernizadores convocados por la revista Nexos. La revista, originalmente ubicada en la izquierda, sufrió junto con muchos de sus colaboradores asiduos, una significativa transformación ideológica a partir de mediados de los noventa.19 Como señala Van Delden, en enero de 1994 tanto Vuelta como Nexos fueron “casi unánimes en su condena a la vía armada escogida por los Zapatistas” (Van Delden, 2002:114). En efecto, “tanto Vuelta como Nexos parecen estar más en contra de los intelectuales pro-zapatistas que en contra de los Zapatistas mismos” (Ibid., 2002: 115). Las dos revistas coincidieron en la convicción de que la vía armada puso en peligro la frágil transición del país hacia la democracia y rechazaron el entusiasmo que la insurrección en Chiapas despertó entre muchos intelectuales (Ibid., 2002: 116).

Lo que disparó el cambio ideológico fue -además de la rebelión Zapatista- el anhelo de modernización cabal de la sociedad mexicana que en ese entonces comenzó a insinuarse.20 La elección de 1988 fue un punto clave en la historia intelectual de la revista. Se produjo un deslinde y una parte de sus intelectuales decidió apoyar el proyecto modernizador. Otros optaron por la alternativa políticamente innovadora pero ideológicamente vieja del cardenismo. Aun después del fin del salinismo y el zedillismo, la revista preservó su vocación modernizadora. Para la segunda década del siglo XXI, Nexos -comenzando por su director Héctor Aguilar Camín- ya era una publicación asumidamente liberal. El marxismo quedó definitivamente atrás junto con algunos de sus colaboradores. La izquierda que quedó en la revista, (José Woldenberg, Ciro Murayama, Jorge Javier Romero, etc.) es socialdemócrata. Junto con ellos conviven colaboradores que son abiertamente liberales. A lo largo de los años, a veces unos han predominado sobre los otros. Sin embargo, más que el debate ideológico, Nexos ha privilegiado la dimensión práctica de la política. Su liberalismo es evidente en las propuestas de política pública que se han discutido ahí y en las causas que la revista ha defendido (o atacado) en su conjunto.

Lo cierto es que las propuestas más claras para transformar la economía del país en un sentido liberal, han salido de sus páginas.21 Ahí Isaac Katz criticó a la constitución de 1917 por su carácter antiliberal que coartaba el desarrollo económico. Como hemos visto, en las páginas de Nexos se forjó una propuesta de modernización cabal, “Un futuro para México”. La revista se convirtió de esta forma en un sitio clave para la discusión intelectual; de la crítica de tabúes nacionalistas y la apertura del petróleo, a la legalización de las drogas. Sus intelectuales, aunque usualmente no apelan a la historia del liberalismo, reviven cabalmente la gesta de Mora y otros liberales decimonónicos tempranos. Como apuntó Héctor Aguilar Camín en 2008:

El país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre las fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalizatión. Es una nueva edición de la batalla sorda, la batalla de nuestra historia. De un lado está el México que ejerce y quiere ejercer las libertades individuales básicas de tener, creer, comerciar, trabajar y producir; del otro lado está el México que ejerce y quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios que impiden y constriñen las libertades de tener, creer, comerciar, trabajar y competir (Aguilar Camín, 2008c).22

Aguilar Camín abogaba por liberalizar al Estado:

Limitarlo, reducir y transparentar sus facultades de intervención (…) acotar las finanzas públicas, haciendo que los ciudadanos paguen hasta el último peso que gasta el estado. [La quintaesencia de un estado liberal es] un estado financiado por sus ciudadanos (Aguilar Camín, 2008e).

En Nexos, numerosos colaboradores han criticado el pasado corporativo y su legado. Han propugnado por el respeto colectivo a la ley. Ahí han escrito, entre otros, Luis Rubio, Carlos Elizondo, Jesús Silva-Herzog Márquez, Soledad Loaeza, Fernando Escalante. etc.

Una rama nueva del árbol liberal es la que dentro del Partido Acción Nacional (pan) busca redefinirlo. Se trata de un esfuerzo por afianzar las posiciones liberales dentro de una organización en la cual históricamente el catolicismo ha sido un elemento constitutivo. En 2010 el ex dirigente de ese partido, Germán Martínez, azuzó a sus correligionarios:

El Partido Acción Nacional está cruzando una crisis de identidad porque, en algunas ocasiones, no ha sabido defender con pasión su discurso libertario, o mejor dicho, liberal. El pan ha perdido fuerza en su ambición de libertad. (…) El debate político mexicano no encuentra claridad porque nadie asume con fuerza esa fe liberal. [Un cambio de piel liberal significaría, comprendía Martínez, que] el pan no debe hacer prevalecer ningún valor moral, que no sea el valor moral sancionado por el sistema democrático. [En materia económica,] la defensa de la libertad exige cambiar el objetivo de combatir la pobreza por la meta de alentar la creación de la riqueza y el desarrollo sustentable. Los discursos anticapitalistas en el fondo son hondamente antiliberales y el pan los debe combatir. En pocos terrenos como en el social, los panistas hemos flaqueado en la defensa del ideario liberal (Martínez, 2010).

La respuesta no se hizo esperar. Dos integrantes de la Comisión de Doctrina del Consejo Nacional del pan le replicaron a Martínez:

[Aunque el pan fuese] el partido más liberal de México, éste no sólo defendía los principios del liberalismo. [El PAN] se fundó uniendo valiosos principios liberales con la profundidad del pensamiento socialcristiano más avanzado de su tiempo. [Para ellos,] absolutizar la libertad en todos los ámbitos, como pretenden algunos liberales, puede llevar al imperio del más fuerte. Un buen ejemplo es el mercado. [Según los críticos, para los liberales no existe el bien común:] sólo se puede hablar del interés personal. En este escenario la política y la ética salen sobrando: si el orden social es el producto del providencialismo espontáneo y de la mano invisible del mercado, la voluntad y la justicia no tienen nada que hacer. [Para los panistas,] la libertad sólo es tal cuando se busca la justicia y se garantiza igualdad de oportunidades (Landero y Rodríguez, 2011a).

Martínez respondió que la adhesión “acrítica al humanismo tradicional tiene atrofiado el debate ideológico panista”. Para el expresidente de ese partido “nada hay de ajeno al pan en un discurso liberal”. Con “algunas lecturas distintas a las panistas de siempre se pueden acercar valores liberales con valores de esa tradición cristiana-occidental”. En efecto, aducía, “un parlamentario inglés, católico del siglo XIX -donde los católicos evidentemente eran minoría- sin conservadurismos, ni anteojeras frente a su liberalismo, intentó conciliar las hondas creencias religiosas con su fe en la libertad. Se llamó John Acton”23 (Martínez, 2011).

El proyecto ideológico de los liberales panistas es situar al liberalismo dentro de la tradición católica. En parte, este ha sido un empeño historiográfico. Alonso Lujambio, un liberal católico, se empeñó en demostrar que el liberalismo había sido combinado con el catolicismo en algunas de las figuras señeras del pan. Lujambio encontraba en la tesis de Manuel Gómez Morín respecto a que el partido “no es ni será jamás una organización confesional” y de que el Estado “no tiene ni puede tener dominio alguno sobre las conciencias”, una prueba de su liberalismo: “¿no está aquí otra vez el alegato del rector Gómez Morín en relación con las libertades? ¿No está aquí nítidamente retratada una posición en relación con la libertad de creencias y la tolerancia religiosa? ¿No está aquí el liberalismo panista de Gómez Morín?” (Lujambio, 2009: 96).

Encontrarle al liberalismo un sitio en el relato histórico del pan, es necesario para naturalizar la política liberal en ese partido. Según Lujambio, Manuel Gómez Morín, Efraín González Luna, Adolfo Christlieb, Efraín González Morfín y Carlos Castillo Peraza estuvieron animados por la búsqueda de una propuesta católica que fuera “respetuosa de la libertad personal”. Según Soledad Loaeza, Lujambio:

(…) rastreaba en la biografía personal de los líderes las huellas liberales que habían rescatado al partido del integrismo católico de la década de los cincuenta, y las que lo modernizaron luego gracias a la intervención de Christlieb Ibarrola y más tarde Castillo Peraza. Vista así, la influencia del liberalismo en el pan aparece con meridiana claridad. [El pan,] nace como una alternativa para liberales que encuentran refugio en ese partido poblado por católicos, pero que defiende el voto en la urna, el derecho de la oposición a expresarse y del ciudadano a elegir sus gobernantes entre distintas opciones. Ahí están las raíces del liberalismo católico que recuperaron Christlieb, primero, Castillo Peraza después” 24 (Loaeza, inédito).

En el pan, como puede verse, se da una contienda interna por redefinir sus contornos ideológicos. Algunos intentan rescatar un liberalismo católico en la historia de algunos de sus líderes. Otros parecieran debatirse entre partir de una vez por todas de la bahía familiar del catolicismo o buscar refugio en ella.25 Sin embargo, tal vez harían bien en mirar más allá de su historia. Probablemente, el liberal católico más importante no esté en el pan y la política, sino en la república de las letras. Se trata de Gabriel Zaid.26

En el tronco de este árbol hay también una nueva rama que brotó en los últimos tres lustros. Se trata de la izquierda liberal. La izquierda hizo una contribución importante a la causa liberal durante la transición a la democracia en México porque hizo suya la bandera de los derechos. Los intelectuales y organizaciones que lucharon por los derechos humanos fortalecieron el discurso del liberalismo. ¿Cómo llegó la izquierda a tierras liberales? Me parece que arribó por los caminos del igualitarismo, la democracia, un compromiso con la civilidad política y el rechazo al nacionalismo revolucionario autoritario. Hay aquí una doble renuncia: a la Revolución y a la Revolución Mexicana. A esta corriente de liberales de izquierda pertenecen José Woldenberg, Pedro Salazar y Roger Bartra, entre otros.27

En una reveladora mesa redonda sobre la izquierda y sus dilemas publicada en 2008 por la revista Letras Libres, en la que participaron Roger Bartra, Ugo Pipitone, Jesús Silva-Herzog Márquez y José Woldenberg, es posible atisbar las razones del tránsito al liberalismo de algunos intelectuales de izquierda.28 Bartra se reconocía como un tránsfuga “del mundo de la cultura comunista a la democracia”. La certeza de que el comunismo, aún reformado y democrático, “no tenía sentido en un mundo moderno”, fue un descubrimiento producto de su contacto con la cultura democrática venezolana de finales de la década de los sesenta. Ahí, apunta Bartra, “descubrí algo que tiró los dogmas que me impregnaban todavía: la democracia formal y representativa era importante, fundamental. No era algo que sólo acompañaba al capitalismo desarrollado o tardío, sino que podía existir en condiciones de subdesarrollo” (Cayuela, 2008).

Por su parte, Woldenberg da cuenta de las razones de su distanciamiento con una parte de la izquierda mexicana. La primera, explica, fue el movimiento estudiantil del Consejo Estudiantil Universitario (ceu) de 1986. Ese movimiento fue un “obstáculo para poner al día a la unam” pues “no defendía derechos sino privilegios. ¿Cuál es la diferencia? Que el derecho es para todos, los privilegios para unos cuantos, y el pase automático era y es para unos cuantos”. De la misma manera, su salida del Partido de la Revolución Democrática (prd) se debió a la convicción de que el cambio político debía encaminarse a a modificar las normas e instituciones para lograr la transición a la democracia. Esa construcción pasaba por la negociación con todas las fuerzas políticas del país, incluido el gobierno. Era antitética al maximalismo. El tercer desencuentro ocurrió a causa del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) en 1994. La rebelión “generó, para mi sorpresa, una especie de fascinación por la violencia”, precisamente en el momento en que México estaba transitando en un sentido democratizador. El último episodio fue cuando en 2006 Woldenberg negó la existencia, aducida por la izquierda, de un gran fraude electoral en su contra. Las versiones de cómo se realizó el supuesto fraude “me parecían indignantes por fantasiosas”. No podía estar con una izquierda que mandaba “al diablo” a las instituciones (Ibid., 2008).

Estas causas del desencuentro son comunes a otros intelectuales de izquierda y fue así como se produjo un realineamiento ideológico. En efecto, para finales de la primera década del siglo XXI, Woldenberg concluía que: “la izquierda tiene que volver los ojos a las corrientes de pensamiento liberal. Una izquierda que no subraye que las garantías individuales son parte de su ideario, y que va a intentar preservarlas y ampliarlas, no es una izquierda a la altura de los tiempos” (Ibid., 2008).

El cambio de piel también derivó en un acercamiento a las propuestas modernizadoras. En efecto, como señalaba Bartra, “la defensa de la ‘virginidad’ de pemex” es un elemento de un discurso caduco de izquierda. Por lo cual, estaba seguro de que esa “situación ridicula tiene que terminar y que pemex debe modernizarse aun a riesgo de perder su virginidad” (Ibid., 2008).

No todo ha sido desprenderse del peso muerto de una tradición. Los liberales de izquierda creen que algunos elementos del socialismo, como su cosmopolitanismo, pueden ayudar a repensar al liberalismo en su dimensión teórica, por ejemplo en la construcción de un pluralismo de valores tolerante (Bartra, 2013). Es cierto que para algunos de estos intelectuales, “liberal” es más bien el adjetivo que el sustantivo. El esfuerzo de reinvención es notable. Es posible que ahora muchos de los intelectuales de izquierda concuerden con Tony Judt, quien afirmó en 2003:

Los valores y las instituciones que le han importado a la izquierda, de la igualdad ante la ley hasta la provisión de servicios públicos como un asunto de derecho, y que ahora están bajo ataque, nada le deben al comunismo. Setenta años de “socialismo realmente existente” no contribuyeron nada a la suma del bienestar humano. Nada (Judt, 2003).

No es que la izquierda antiliberal haya desaparecido. Goza de cabal salud. Se trata de la izquierda que renunció al universalismo, su mejor legado, para abrazar el personalismo redentor, el populismo y el neoindigenismo. A los intelectuales de esa persuasión, los liberales de izquierda les resultan particularmente antipáticos. Así, por ejemplo, Héctor Díaz Polanco, un intelectual antiliberal simpatizante de Hugo Chávez y el ezln afirma:

Krauze representa de manera destacada a un grupo que, a nombre del liberalismo, quiere intervenir en los procesos políticos para secundar posiciones muy conservadoras, pero arropándose en una bandera aparentemente democrática e incluso con el marbete de la’izquierda’. (…) Krauze no está solo en su cruzada contra el retorno de los sueños revolucionarios. Se articula con otros personajes y grupos. Así, podríamos hablar de una especie de ‘pequeña internacional liberal’, cuya característica más notable es su acentuado perfil conservador (…) Este fenómeno es digno de atención, pues no sólo involucra a Letras Libres sino también a otras revistas mensuales (como Nexos, bajo la dirección de Héctor Aguilar Camín y otros). De hecho, con algunas excepciones, las publicaciones de este tipo están dedicadas a la tarea de combatir a la izquierda. Se trata de elaborar prédicas para la izquierda, indicándole lo que no debe ser y en lo que debería convertirse29 (Díaz-Polanco, 2009).

La crítica tiene la virtud de reconocer que algo importante ha ocurrido en el mundo de las ideas en años recientes. También revela que la izquierda antiliberal no ha extirpado de su seno las pulsiones que a menudo la llevan a adular y ensalzar a líderes autoritarios que conculcan las libertades civiles. Es una izquierda que no ha aprendido nada o muy poco del pasado y que se atrinchera en sus fobias. Critica la prédica con el sermón: su pasión es expedir certificados de pureza izquierdista.

Por último, una rama del árbol liberal que no ha gozado del mismo prestigio y consideración intelectual, es la libertaria. Contra lo que se pudiera pensar, el ala derecha del liberalismo mexicano no es una importación reciente. Sus raíces se hunden en la historia moderna del país. Los libertarios, quienes abogan por un papel reducido del Estado en la economía y creen con Friedrich Hayek en el orden espontáneo de la sociedad, tienen su origen en la política monetarista del callismo en los años veinte. En efecto, Luis Montes de Oca, secretario de Hacienda entre 1927 y 1932, propuso una política económica muy distinta de la desarrollista, adoptada años después por el cardenismo.30

Ya en pleno periodo posrevolucionario, en las décadas de los sesenta y setenta, un abogado de la Escuela Libre de Derecho, Gustavo Velasco, lanzó una solitaria campaña en contra del intervencionismo estatal inspirado en Hayek y Ludwig von Mises (Velasco, 1958; 1972; 1973). La marginalidad intelectual ha sido el sello de esta posición. Sin embargo, los herederos de Velasco hoy continúan su brega en México, aunque algunos de ellos ignoren a su precursor. Confluyen ahí tanto los partidarios del libre mercado y la economía neoclásica de Milton Friedman y la escuela de Chicago, como los críticos del intervencionismo estatal inspirados en los economistas austríacos. Los libertarios no gozan de buena prensa, pero son miembros cabales de la familia liberal. En los años ochenta, Carolina de Bolívar fundó el Instituto Cultural Ludwig von Mises (icumi). Ahí confluyeron simpatizantes de las ideas del economista austríaco. Personajes que después no serían marginales en lo absoluto, como Josefina Vázquez Mota, ex Secretaria de Estado y candidata por el pan a la presidencia, estuvo vinculada a ese grupo. Vázquez Mota tuvo un programa de radio con Roberto Salinas, “Libre Comercio”, en Radio Red.31 En esa misma década, el controversial economista Luis Pazos fundó el Centro de Investigaciones sobre la Libre Empresa (cisle) que sobrevive hasta ahora. Ahí se impartió un diplomado en economía política. A pesar de la crítica al estatismo, Pazos hizo una carrera política en los 12 años en los que el pan gobernó el país. Arturo Damm y otros economistas estuvieron vinculados al cisle. El diario El Economista acogió a diversas plumas que compartían una visión libertaria. Algunas fundaciones extranjeras han participado activamente en la vida intelectual libertaria, algunas a distancia a través de Internet. De forma similar, a mediados de la primera década del siglo XXI, se fundó la organización Caminos de la Libertad, por iniciativa del periodista Sergio Sarmiento. La fundación, auspiciada por TV Azteca, instauró un premio anual así como un concurso de ensayo. Roberto Salinas fundó el Mexico Business Forum, que es a su vez parte de la Red Liberal de América Latina (relial), una red de organizaciones que “difunden e implementan principios liberales asumiendo como bandera la defensa de la democracia, el respeto de los derechos humanos, la primacía del Estado de derecho y el fomento de la economía de mercado; valores propios de individuos responsables consigo mismos y con su sociedad.”32

En muchos países de América Latina el último vestigio de liberalismo es un archipiélago de fundaciones libertarias que privilegian la economía. El liberalismo está ausente en la gran escena de la política. El contraste con México no podría ser mayor. Aquí el liberalismo, en todos sus matices, goza de cabal salud.

La fronda liberal no sólo está compuesta por grandes ramas, conglomerados discernibles. Su copa está repleta de individuos que desafían cualquier intento taxonómico. Sus diferencias son a veces tan importantes como sus coincidencias. El liberalismo mexicano no es una escuela, es una corriente, un caudal de opinión. El disenso es la regla; el consenso, la excepción. Es un liberalismo mínimo, pero firme. En coyunturas críticas, como la defensa de las nuevas instituciones democráticas, todos coinciden. Periodistas independientes como Macario Schettino, Sergio Sarmiento o Leo Zuckemann que fundan programas de radio con nombres como “Artículo 6”, en alusión al artículo constitucional que establece la libertad de expresión. Políticos que desafían los dogmas ideológicos de sus partidos. Consejeros electorales, como Benito Nacif, que se resisten a adoptar la censura como instrumento de salud pública. Historiadores, como Roberto Breña, que se empecinan en rescatar un pasado liberal. Magistrados de la Suprema Corte, como José Ramón Cossío, que batallan por defender las libertades civiles de los ciudadanos con una Constitución que a veces no coopera en el empeño. Intelectuales de amplio aliento, como Jesús Silva-Herzog Márquez que critican la idiotez de lo perfecto. Críticos que quieren salvar el alma del liberalismo clásico. Escritores que pugnan por la transparencia y la rendición de cuentas, como Federico Reyes Heroles. etc. Esa es la amplia fronda liberal.

Conclusión: el momento liberal

Históricamente, cada vez que ha cambiado el régimen político (1821, 1910, 2000), el liberalismo ha tenido una ventana de oportunidad para transformar al país. Desde el siglo XIX, esa corriente de pensamiento no había gozado de una vida tan autónoma, vigorosa y amplia como en los últimos cuatro lustros. El fin del consenso ideológico posrevolucionario proahijó al nuevo liberalismo mexicano. Por lo pronto, ha durado ya más que el breve interludio maderista de siete años. Su reinvención constituye una vuelta a los orígenes: ha recuperado su vocación de futuro. Es, por primera vez, un liberalismo cabalmente democrático. No existe ya el matrimonio ilegítimo entre Nación y liberalismo. Esa unión fue el saldo de la guerra civil primero y la justificación ideológica de un régimen autoritario más tarde. La patria graciosamente ha desincorporado al liberalismo de entre sus bienes intangibles. Se lo ha devuelto a la sociedad, cortesía de la transición democrática. Con todo, es necesario precisar que la apropiación simbólica del liberalismo por parte del pri y el papel del liberalismo en la historia patria mexicana, no son necesariamente lo mismo. Sin embargo, no hay espacio aquí para hacer un deslinde exhaustivo.

Los nuevos liberales reconocen el necesario pluralismo de valores de la sociedad mexicana. Este no es el discurso de la Nación, es sólo uno de ellos. Muchos no lo comparten y no son menos mexicanos por ello. Este es un liberalismo sin máscaras. Los liberales creen que pueden gobernar con las instituciones. La ley no es sólo para los enemigos: es su apuesta de futuro. Como la generación de liberales de Mora, la actual encuentra en la historia poca inspiración.

El riesgo evidente de pensar el liberalismo como una amplia casa de puertas y ventanas abiertas es que al final se convierta en una estación de ferrocarriles. Un hotel de paso, habitado fugazmente por pasajeros y viajeros, sin identidad propia. Sus contornos ideológicos se desdibujan. Creo, sin embargo, que las fobias y reivindicaciones de los nuevos liberales le dan suficiente consistencia al movimiento. Es un objeto discernible. Se trata de un bicho intelectual bien identificable en el zoo ideológico contemporáneo.

Los nuevos liberales creen, de nueva cuenta, en el progreso, en la capacidad para mejorar nuestra circunstancia a través de la razón. Creen en la posibilidad de un mundo nuevo. No sabemos si este será sólo un breve paréntesis o si tendrá en cambio una carrera larga, como en los inicios de la Nación. Lo que sí sabemos es que hoy no es un liberalismo triunfante: es un liberalismo combatiente.

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El apoyo a la economía de mercado incluye una actitud de aceptación del capitalismo como sistema económico capaz de generar prosperidad. Los liberales de izquierda se preocupan en particular por corregir los efectos que produce el mercado en la distribución de la riqueza. Son partidarios de John Rawls, no de Hugo Chávez.

Por ejemplo Roberto Breña y Enrique Krauze. Sin embargo, aun entre quienes miran a la historia, pocos reivindican su lugar en la genealogía del liberalismo mexicano que inicia en el siglo XIX.

Véase más abajo sobre estas dos corrientes.

Para el caso de Enrique Krauze, véase García Ramírez (2008).

Para una muestra, véase: Aguilar Camín y Castañeda (2009b); Rubio y Jaime (2007); Elizondo (2011); Ugalde (2013).

Para una excepción, en Chile, véase: Edwards (2009).

Para otras partes de América Latina agradezco el comentario de Emilio Pacheco.

Desde entonces la historiografía miró con suspicacia al régimen liberal. Véase, por ejemplo: Sinkin (1979) y Ballard Perry (1978).

Para la discusión intelectual de la democracia en estos años en México, véase Contreras Alcántara (2010).

Ver: <http://pri.org.mx/descargas/2013/05/DeclaracionDePrincipios2013.pdf>

Para una muestra véase: Aguilar Rivera (2011).

Entrevista con Héctor Aguilar Camín, México D.F., marzo, 2013. Sobre la estatización de la banca véase: Loaeza (2008).

Para un recuento de las opiniones de los intelectuales en torno ala rebelión Zapatista, véase Volpi (2004).

Es verdad que el liberalismo, desde Locke, no descarta del todo la rebelión contra la tiranía, pero el contexto es crítico para determinar la legitimidad del recurso. En México, desde finales de los setenta, con la reforma política que legalizó al Partido Comunista y comenzó a liberalizar el régimen, quedó claro que era posible luchar políticamente sin recurrir a las armas. El clamor de la sociedad mexicana contra la guerra que siguió a la insurrección y a la respuesta militar del Estado mexicano, corrobora la existencia de un sentimiento pacifista ampliamente extendido.

Un buen ejemplo de esa reacción fue el ensayo de Krauze sobre López Obrador (Krauze, 2006).

Por ejemplo, Krauze ha descrito su biografía intelectual como una travesía liberal (Krauze, 2003).

La historia de las revistas de Paz -Plural y Vuelta- la cuenta Krauze en el capítulo sobre Paz (Krauze, 2011). Al respecto véase también: King (2007) y Flores (2011).

El ensayo “Por una democracia sin adjetivos” de 1984 produjo un animado debate porque defendió la dimensión procedimental de la democracia. Es decir, abogó por la vilipendiada democracia “formal” cuando el término democracia había sido abusado y expropiado tanto por el comunismo como por el nacionalismo revolucionario nativo (Krauze, 1984).

Sobre la compleja historia de afinidades y diferencias entre Nexos y Vuelta, véase Van Delden, 2002. En 1992, Héctor Aguilar Camín todavía consideraba que: “Vuelta es una revista más bien liberal y Nexos una revista socialdemócrata”. Sin embargo, el cambio de rumbo era ya evidente en esa reflexión crítica. Según Aguilar Camín, “creo que Vuelta ha acertado en cosas que a nosotros nos ha costado más trabajo ver y reconocer: los temas de la democracia mexicana, por ejemplo y, sobre todo, su crítica a las barbaridades y las opresiones del socialismo real” (Ochoa, 1992).

Para algunos temas de la modernización en México, véase: Servín, 2010.

“Creo ser un ‘socialista liberal’ a la manera de Manuel Azaña: ‘Socialista a fuer de liberal’.” (Aguilar Camín, 2012). También se ha descrito como una liberal “tibio”

De la misma manera afirmaba: “He vivido la mayor parte de mi vida adulta oyendo que la administración de la riqueza nacional por el Estado es garantía o instrumento de justicia social. Creo poder decir luego de estos años que la administración pública de bienes de la Nación no ha traído a la Nación la justicia social prometida” (Aguilar Camín, 2008d).

El debate continuó durante algunas entregas más. Landero y Rodríguez respondieron que “la libertad no se puede absolutizar, requiere de otros principios que la acompañen como son la participación, la equidad, la solidaridad. La libertad sin referentes del bien humano y del bien común acaba por diluirse en pulsiones inconexas que no construyen un proyecto de desarrollo humano integral, sino que deviene en un individualismo que atrofia el corazón mismo del sistema democrático. La libertad sin ética social es incapaz de construir un futuro distinto y mejor” (Landero y Rodríguez Doval, 2011).

Sobre este tema véase también: Estrada Michel (2009).

Ese pareciera ser el dilema de Martínez. Para él, el remedio a la enfermedad que aqueja al pan es “una fuerte dosis de libertad” (Martínez, 2011b).

Véase el reciente libro: Zaid (2013).

Para una muestra de sus trabajos recientes, véanse Bartra (2009); Woldenberg (2012); Salazar (2012).

Véase Cayuela Gally (2008). El único que se situaba fuera del universo de izquierda era Silva-Herzog Márquez.

El leimotiv es que la izquierda debe ser ‘moderna’; debe abandonar sus históricos objetivos fundamentales (como, por ejemplo, insistir en la búsqueda de la igualdad social y en nuevas formas de participación democrática). Si se trata de la justicia, ésta debería ser, digamos, adobada con otros planteamientos procedentes del enfoque construido por John Rawls y otros liberales, quienes sostienen que una sociedad puede abrigar desigualdades y, no obstante, puede ser justa. La idea fundamental es que la izquierda, sus organizaciones y desde luego sus intelectuales, deben abandonar todo radicalismo, morigerado por los sanos principios liberales. Deben ser ‘institucionales’, aunque esas instituciones conspiren contra la igualdad, la justicia y aún contraías propias leyes y principios que les dan vida” (Díaz-Polanco, 2009).

Véase, por ejemplo: Montes de Oca (1943).

Agradezco a Roberto Salinas su ayuda para reconstruir esta historia.

Véase < www.relial.org>

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