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Vol. 58. Núm. 218.
Páginas 53-72 (enero 2013)
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Dos hipótesis sobre el presidencialismo autoritario
Two Hypotheses on the Authoritarian Presidentialism
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Soledad Loaeza
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Resumen

El presidencialismo autoritario mexicano ha sido objeto de muchas reflexiones y opiniones. No obstante, se ha impuesto un paradigma presidencialista que privilegia la perspectiva personalizada e idiosincrática del ejercicio del poder, con un importante componente culturalista. Aquí se propone, por una parte, una perspectiva histórica que contextualiza las acciones presidenciales en el período 1944-1970; por la otra, se parte de dos presupuestos generales. Uno, sostiene que los presidentes mexicanos actuaban bajo importantes restricciones y según los ritmos de un proceso que avanzó en episodios, más que en forma lineal o acumulativa; el otro destaca la limitación geopolítica que se deriva de la vecindad con Estados Unidos que incidió sobre las acciones presidenciales, pero también sobre el desarrollo institucional del país. La evolución del presidencialismo autoritario lleva la huella de esta influencia. Este artículo introduce elementos para la discusión de las hipótesis. La primera parte hace una revisión crítica del paradigma presidencialista; la segunda expone las restricciones que se derivaban de la vecindad con Estados Unidos. La tercera y última está dedicada a la descripción del tipo de episodios que pueden servir para ilustrar la evolución del presidencialismo autoritario. Las dos hipótesis que aquí se presentan han guiado una investigación más amplia sobre el impacto de la Guerra Fría en México y el desarrollo del presidencialismo.

Palabras clave:
presidencialismo autoritario
democracia
Guerra Fría
partido hegemónico
relación México-Estados Unidos
Abstract

Despite being the object of many considerations and opinions, a presidentialist paradigm has been dominating discussions on Mexico’s authoritarian presidentialism. This paradigm focuses on the personal and idiosyncratic exercise of power and includes significant culturalist elements. This article, on the one hand, outlines a historical background that contextualizes decisions taken by presidents in the years 1944-1970; and on the other it develops an argument that is based on two premises. The first of these posits that Mexican presidents’ field of action was limited by important restrictions and by the rhythms of a process that developed episodically, rather than in a linear or progressive fashion; the other premise underscores a geopolitical limitation inherent to sharing a border with the United States which limited the president’s scope of action and influenced the country’s institutional development. Authoritarian presidentialism’s evolution bore the print of this influence. This article introduces elements for discussing these hypotheses. The first section consists of a critical review of the presidentialist paradigm; the second explains the restrictions brought about by Mexico’s border with the United States; and the third and last section focuses on a description of the type of episodes which may be useful in illustrating authoritarian presidentalism’s development. Both hypotheses used in this article have guided broader research on the Cold War’s impact on Mexico and the development of presidentialism.

Keywords:
authoritarian presidentialism
democracy
Cold War
hegemonic party
Mexico-United States relation
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¿Cómo estudiar el presidencialismo? Este tipo de régimen es un objeto de estudio difícil porque es también un fenómeno complejo y multidimensional que se vincula con distintos temas: las características de una forma de ejercicio del poder, sus recursos, la manera cómo los utiliza el individuo que ocupa el cargo, el peso de su personalidad sobre la institución presidencial, o los diferentes contextos que se forman en el tiempo y que enmarcan su acción. Esta variedad de ángulos abre muchas perspectivas de análisis: histórica, cultural, funcionalista, institucionalista, biográfica, incluso literaria.

En el estudio del presidencialismo mexicano hasta ahora ha predominado el enfoque cultural. Sin embargo, más allá de los sesgos de una interpretación de esta naturaleza, otros aspectos del fenómeno pueden abarcarse si se mira a la luz de los diferentes contextos históricos a los que tenían que responder los presidentes para cumplir con sus objetivos encontrados de preservación de los equilibrios existentes y de transformación del país. Las dos hipótesis que aquí se presentan han guiado una investigación más amplia sobre el impacto de la Guerra Fría en México y el desarrollo del presidencialismo.

Entre 1944 y 1970, se construyó, vivió su auge y decadencia, el régimen autoritario de la posrevolución mexicana, uno de cuyos aspectos más prominentes fue el presidencialismo, que, al menos en apariencia, estaba en la frontera de la dictadura o del sultanismo; y para muchos era paradigmático de una versión excesiva y distorsionada del régimen presidencial, si no es que de una patología.

Estas interpretaciones simplifican un fenómeno que tiene una profunda densidad histórica y geoestratégica que recoge la propuesta de Otto Hintze. A finales del siglo XIX escribió que la situación territorial de un país influye sobre sus instituciones políticas, y el contexto físico en el que está implantado un Estado, ayuda a explicar la naturaleza de su organización dado que ésta es también una respuesta a las presiones físicas que ejercen los vecinos, incluso si son únicamente resultado de la cercanía (Hintze, 1975: 174). Desde la guerra de 1847, la vecindad con Estados Unidos fue un factor de consideración en la organización política de México; cien años después, la guerra fría acentuó esta influencia.

En la primera etapa de la Guerra Fría de Estados Unidos en América Latina, su política de contención del comunismo, containment, pendía como la espada de Damocles, sobre los gobiernos de la región. El mexicano no estaba exento de esta amenaza y para su defensa recurrió a una alianza político-ideológica con la superpotencia con la que compartía una frontera indefendible de 3000 kilómetros, así como al nacionalismo revolucionario, al sistema autoritario y al mismo presidencialismo. En este juego entre el contexto externo y el interno se articulan continuidades y discontinuidades; el corto y el largo plazo; la larga duración de la geografía y la naturaleza contingente de la política (Rémond, 1996: 30).

Un segundo presupuesto general del estudio del presidencialismo es que -contrariamente a lo que sostiene el paradigma que ha dominado nuestra lectura de la segunda mitad del siglo XX- los presidentes no eran omnipotentes y la mayoría de sus acciones se inscribían dentro de un marco institucional que contenía y daba forma a su poder, base de patrones identificables de acción y de comportamiento. Patrones discernibles - también- desde la perspectiva de las restricciones de índole económica y política bajo las cuales actuaban los presidentes, que contribuyeron a definir las particularidades del régimen. Creo que mirar a los presidentes del período desde la perspectiva de aquello que no podían hacer, y ya no de lo que hicieron, recoge una dimensión complementaria del presidencialismo que enriquece nuestra comprensión del fenómeno.

De los dos presupuestos generales arriba enunciados, se desprenden muchas preguntas: ¿qué tan poderoso era el presidente de un país que formaba parte de la esfera de influencia de Estados Unidos? ¿Cuáles eran las bases del poder del presidente de México? ¿Cuál era su papel en la relación con Estados Unidos? ¿Obstaculizaba su evolución la condición de dependencia? ¿Cuáles eran las estrategias presidenciales frente a la superpotencia?

Propongo dos hipótesis. La primera se concentra en los efectos de la restricción geopolítica que se deriva de la vecindad con Estados Unidos, y que incidió sobre las acciones presidenciales, pero también sobre el desarrollo institucional del país. Esta transformación fue esencialmente producto de condiciones internas, pero mi intención es demostrar que también se explica por el “abrumador dominio” de Estados Unidos en el hemisferio (Lowenthal, 2010). La segunda hipótesis se refiere a la evolución del presidencialismo como un proceso que avanzó en episodios, más que en forma lineal o acumulativa.

La influencia de Estados Unidos sobre el gobierno mexicano es tema de numerosas investigaciones, sin embargo, la mayoría de ellas la examina en tanto que política intencionada de Washington. Mi objetivo es otro. A partir de una derivación del presupuesto de Hintze de que en condiciones de guerra los Estados se organizan para enfrentar y sobrevivir el conflicto, busco entender la respuesta de las instituciones nacionales, en particular de la presidencia de la República, al entorno internacional y a la política de contención del comunismo de Washington, así como el impacto de esta última sobre la coyuntura mexicana. Así vista, la influencia de Estados Unidos es indirecta, casi pasiva; su peso dependía, más que de la voluntad de su gobierno, de la susceptibilidad de las instituciones y de los procesos internos mexicanos al poderío estadunidense. Esta influencia poco tenía de novedoso, pero la transformación del país vecino en una superpotencia y el contexto de Guerra Fría, magnificaron su alcance y agudizaron sus efectos, al menos a ojos de los mexicanos.

En los años señalados, la política exterior de Washington invadió los equilibrios del régimen mexicano, al que se integró como un componente más.1 La incorporación de este factor americano al régimen se tradujo en la internalización en el proceso de toma de decisiones del Estado mexicano, de la restricción geopolítica que imponía la vecindad con la primera potencia militar del mundo, así como en la intervención de una variable externa en el desarrollo institucional del sistema político. La evolución del presidencialismo autoritario lleva la huella de esta influencia. Como lo muestran diferentes episodios de la alianza político-ideológica que establecieron Estados Unidos y México desde la Segunda Guerra Mundial, la presidencia de la República, la pieza clave de la estructura de poder y dominación, fue un instrumento central en el ajuste del país más débil a la vecindad con la superpotencia. En estos años, en México, la presidencia de la República asumió directamente la responsabilidad de la relación con Estados Unidos, aunque era particularmente susceptible a su influencia; y el contacto personal entre los presidentes de ambos países estaba en el corazón de la relación bilateral.

Los efectos de la incidencia del factor externo sobre la política interna mexicana eran ambivalentes; las exigencias de una política cuyo principal objetivo era evitar el conflicto con Estados Unidos, podían impulsar la institucionalización de la presidencia de la República como producto de la estabilidad de la relación bilateral -o frenarla- porque al concentrar el peso de la alianza entre los dos países en la presidencia, contribuía a la atrofia de instituciones intermedias como los partidos de oposición y el poder legislativo o medios independientes, que hubieran podido cuestionar la política de cooperación con Estados Unidos. La ausencia de estas instancias le restaba al presidente mexicano capacidad para enfrentar problemas y mantener la estabilidad, tal y como quedaba demostrado en episodios críticos en los que el gobierno recurría a la represión para resolver un conflicto porque carecía de espacios y vías de negociación. De tal suerte que el presidente autoritario tenía menos instrumentos para gobernar que los presidentes democráticos.

La segunda hipótesis que propongo, parte del presupuesto de que los presidentes son actores históricos que están sujetos a circunstancias cambiantes a las que tienen que adaptarse, y al hacerlo redefinen el poder que ejercen y la posición relativa de la presidencia en el régimen político. De lo anterior se desprende que para reconstruir la evolución del presidencialismo, es preciso contextualizar el cambio e identificar las circunstancias inmediatas que generaron nuevas condiciones para la acción presidencial (James, 2009). Por ejemplo, los sobresaltos de la política de Estados Unidos hacia América Latina -al igual que una elección fraudulenta o una devaluación- repercutían en México creando coyunturas internas disruptivas que apelaban al ejercicio de la autoridad presidencial en defensa del statu quo. De tal suerte que la evolución del presidencialismo procedió en episodios, tuvo un desarrollo sincopado.

La reconstrucción del contexto que da lugar a un episodio específico permite recuperar las estructuras contingentes del ejercicio del poder que crea la misma coyuntura, y como no todas se extinguieron en el tiempo, las que permanecieron redefinieron los objetivos y los rasgos del presidencialismo en forma duradera (Ibid.: 54). Esto significa que, por ejemplo, los episodios potencialmente desestabilizadores, podían interferir con el proceso de institucionalización del ejercicio del poder presidencial, detenerlo o tal vez reorientarlo. Así, algunos episodios propiciaban su institucionalización y fortalecimiento, mientras que otros significaron un retroceso en el desarrollo de la institucionalidad o su debilitamiento.

Este artículo introduce elementos para la discusión de las hipótesis. La primera parte hace una revisión crítica de lo que llamo el paradigma presidencialista; la segunda parte expone las restricciones que se derivaban entonces de la vecindad con Estados Unidos. La tercera y última está dedicada a la descripción del tipo de episodios que pueden servir para ilustrar la evolución del presidencialismo autoritario.

Una hipótesis de poder y restricciones

La omnipotencia del presidente de la república era la imagen de marca del autoritarismo que gobernó México la segunda mitad del siglo XX. La historia apócrifa según la cual, cuando el presidente preguntaba “¿Qué horas son?”, alguien se apresuraba a responder, “Las que usted diga, señor presidente”, pretendía ilustrar la subordinación absoluta que la institución presidencial y su titular imponían a su alrededor. Sin embargo, esto no era más que una caricatura de los excesos del presidencialismo en el auge del autoritarismo modernizador y de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (pri). En realidad no eran pocas las restricciones que limitaban el poder presidencial, por ejemplo, la necesidad de mantener el equilibrio con otros actores políticos o la estabilidad cambiaría; pero entre ellas, la relación con Estados Unidos ocupaba un lugar prominente. Así era, primero, porque en la historia de cada país es destino; y luego, porque la formación de esferas de influencia que precipitó la bipolaridad soviético-americana en la inmediata posguerra, dio una vuelta adicional al cerrojo de la geografía.

Todo presidente es un “actor político formidable” (Skowronek, 1993: 3). Ya sea que logre los objetivos que se ha propuesto o que fracase, sus decisiones determinan el debate público, el equilibrio entre los actores políticos y las condiciones de maniobra del gobierno. Así, en el México autoritario, el presidente de la república era un componente clave del sistema centralizado y vertical que se formó al término de la Segunda Guerra Mundial, que se apoyaba en el intervencionismo estatal que establecía la Constitución, en un nacionalismo moderado y en la hegemonía del pri.

La autoridad que invocaba el presidente y el poder que ejercía hacían de él un símbolo y un actor político concreto, en torno a cuya figura se ordenaba el mundo de la política. En él convergían todas las miradas, era la cabeza del Estado y el corazón del gobierno, la vara con que se medía el éxito o el fracaso del país, el espejo de su situación presente y futura, el pararrayos -un símil que José López Portillo utilizó en repetidas ocasiones- de las tensiones políticas. El presidente era el polo centralizador que evitaba la fragmentación política que había sido el azote del siglo XIX y de los primeros treinta años del siglo XX; era árbitro y juez supremo, el responsable del bienestar de los ciudadanos y cuando surgían dificultades económicas, era el blanco de todas las iras. En tanto que representante del Estado, simbolizaba la unidad de la nación.

Estas percepciones generaban una imagen excesiva y engañosa del poder presidencial, cuyos recursos resultaban insuficientes para cumplir las expectativas que generaba; y era frecuente que se topara con restricciones que lo obligaban a la negociación y al compromiso. Aun así, en la imaginación popular el presidente era, en palabras de Daniel Cosío Villegas, un “emperador sexenal”. Esta creencia, se nutría, en parte, de decisiones presidenciales efectivas, muchas de las cuales eran obedecidas aunque permanecieran inexplicadas; en parte, de la pompa y circunstancia que acompañan al presidente, y, en parte, de las fantasías que inspira el poder. En el auge del régimen autoritario, la imagen de la omnipotencia presidencial también fue cuidadosamente cultivada por los sucesivos gobiernos y por el pri, para magnificar la fuerza del jefe del ejecutivo y afianzar su autoridad. Los críticos y opositores del régimen la aceptaban para así subrayar su arbitrariedad y su naturaleza esencialmente antidemocrática.

Las limitaciones del paradigma presidencialista

La imagen de la omnipotencia presidencial en el México autoritario inspiró un paradigma esencialmente cultural, que desde hace décadas domina la explicación del presidencialismo mexicano, según el cual, los mexicanos aspirábamos a ser gobernados por líderes fuertes y paternalistas. Así habían sido gobernados los aztecas, así habían gobernado los virreyes, y el país sólo se había dejado gobernar por hombres fuertes como Porfirio Díaz o Plutarco Elias Calles. No obstante, la experiencia de los presidentes de la posrevolución -Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz- muestra que su poder no se construyó sólo a partir de amplios márgenes de acción, sino que también le dieron forma las restricciones que le imponían otros componentes del régimen: la distribución del poder internacional, una coyuntura adversa, el principio de no relección, la red de intereses que representaban los sindicatos y las organizaciones agrarias, los empresarios y la jerarquía de la Iglesia católica o el desarrollo administrativo del Estado. En realidad, el poder que ejerció cada presidente era el resultado del juego entre recursos y restricciones con que enfrentaron la responsabilidad de gobernar.

Sin embargo, en la inmediata posguerra y hasta la crisis del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz en 1968, a ojos de muchos, el poder presidencial era una constante, una fuerza de la naturaleza incontenible, que no encontraba más límites que el tiempo de duración de un mandato: seis años. También se pensaba que no estaba sujeto a ninguna otra lógica que la que le imponían la idiosincrasia o las ambiciones del individuo que lo ejercía. La imagen del presidente como un ser omnímodo que era amo de vidas y haciendas, provenía de que un gesto suyo -incluso banal- podía alterar destinos individuales.2 La amistad del presidente podía convertir a un humilde empleado en un potentado bendecido por licencias y contratos, en constructor de carreteras, en fraccionador de terrenos urbanos o en importador de bienes de lujo. Así, el oscuro burócrata o el oficial segundón pasaba a ser una celebridad aplaudida por los diarios y venerada por sus subalternos. En cambio, la enemistad presidencial podía significar para el infortunado objeto de tan temible antipatía no necesariamente la muerte física, la cárcel o el destierro -México no era una dictadura-, pero sí la marginación, tal vez una golpiza a manera de advertencia, una sorpresiva auditoría fiscal, el desempleo, la miseria y la condena a vivir como un apestado, rodeado de un muro de silencio. El poder del presidente sobre la vida personal de los ciudadanos era una medida del autoritarismo del régimen, pues todos eran víctimas potenciales de la discrecionalidad con que se aplicaba la ley, la cual en manos del presidente era un instrumento que utilizaba según su conveniencia. La baja institucionalización del sistema significaba que la ley no era de aplicación universal y que podía ser manipulada por la autoridad, y la consecuente debilidad del Estado de derecho era la base de los abusos presidencialistas. Y no faltaba quien citara a Benito Juárez: “A los amigos justicia y gracia, a los enemigos la justicia a secas.”

Paradójicamente, el poder del presidente era relativo cuando se trataba de resolver los problemas nacionales o incluso los asuntos cotidianos del gobierno del país. Con frecuencia, la ejecución de sus decisiones dependía de factores que escapaban a su control, pues podía ser bloqueada por la incompetencia o la corrupción de un funcionario menor. Pero además, el presidente no podía hacer nada contra factores de gran magnitud que pesaban sobre sus opciones: por ejemplo, la geografía. No podía vencer las dificultades del terreno, los ríos escuálidos, o los terremotos; tampoco tenía instrumentos para detener, por ejemplo, la migración hacia Estados Unidos -un tema que provocaba fricciones constantes con ese país- ni del campo a la ciudad. Aunque así lo quisieran, los presidentes autoritarios no podían alterar los datos centrales de la economía; podían manipular el tipo de cambio, pero no por mucho tiempo y a un costo elevadísimo; la experiencia les enseñó que tampoco podían imponer dictatorialmente una reforma fiscal. Más todavía, el presidente autoritario no podía gobernar un país cada vez más complejo sin el apoyo de un aparato administrativo cuyas rutina y reglas de funcionamiento contenían su poder, aunque su ampliación lo extendiera.

En general, el presidente mexicano tenía pocos recursos de negociación para incidir en fenómenos internacionales que afectaban a su gobierno; y en esos años ni siquiera hubiera podido intentar manipular la amenaza de un acercamiento con la Unión Soviética para fortalecer sus posiciones frente a Estados Unidos. La vecindad con ese país tuvo efectos ambivalentes sobre el régimen: por una parte, era una poderosa restricción para el gobierno mexicano. La necesidad de evitar la confrontación con ese vecino reducía el margen de acción del presidente y, aunque grande fuera su voluntad de iniciativa, sólo podía reaccionar a la política de ese país.3 Pero, por otra parte, los sucesivos gobiernos en Washington, deseosos de mantener la estabilidad en su frontera, apoyaban cuando era necesario y de distintas maneras a sus contrapartes mexicanos.

No obstante lo anterior, el paradigma dominante del presidencialismo se construyó con base en los prejuicios que inspiraba la imagen de la omnipotencia, o en explicaciones como las del poeta Octavio Paz, quien rastreaba sus orígenes hasta el tlatoani de los aztecas -una visión que comparten incluso hasta ahora historiadores y ensayistas-4 y sostenía que el gran poder de los presidentes era de orden personal y estaba fincado en el pasado y en la tradición. Desde este punto de vista, el ejercicio presidencial era resultado de la voluntad de poder, de la ambición, del carácter, de la idiosincrasia, de la biografía o incluso de los rasgos físicos, las relaciones familiares y de amistad de cada uno de los presidentes.5

Esta perspectiva intenta hacer de la personalización del poder una particularidad mexicana, aunque en realidad se trata de un problema común a todos los regímenes presidenciales, e incluso a todas las formas de gobierno. Así por ejemplo, podría citarse a la presidencia de Estados Unidos que encarna los riesgos y el poder que está a disposición de un individuo que ocupa la Casa Blanca. No obstante pesos y contrapesos, en más de un caso el presidente sigue siendo el responsable último de decisiones vitales, por ejemplo, del recurso al armamento nuclear.6 Pero la principal debilidad de esta explicación reside en que pasa por alto aspectos fundamentales de esta forma de gobierno y de su evolución. Por ejemplo, no reconoce su naturaleza esencialmente histórica, pues tiende a atribuir a todos los presidentes el mismo poder; tampoco valora las transformaciones del liderazgo presidencial, pese a que el paternalismo de Lázaro Cárdenas es muy distinto de la autoafirmación triunfalista de Adolfo López Mateos, y difícilmente sería aceptable para la sociedad mexicana del siglo XXI. El paradigma presidencialista desestima los recursos constitucionales, los instrumentos administrativos y, en general, la dimensión institucional del régimen, a la vez que ve la historia de la presidencia autoritaria como una sucesión más o menos ordenada de personalidades idiosincráticas, cuyo comportamiento no responde a estructuras o patrones discernibles, sino a motivaciones y objetivos individuales. En el paradigma no caben las continuidades -que son apenas identificadas- aunque en cambio exagera la importancia del “estilo personal de gobernar”, aquella frase que acuñó Daniel Cosío Villegas a inicios de los años setenta para describir la influencia de la personalidad en el ejercicio de la función.7 Sin embargo, como se verá más adelante, firmes regularidades vinculan a los presidentes de la posguerra: desde la retórica de los orígenes de su autoridad, hasta la convicción de que la expansión de la presencia estatal era sinónimo de democracia.

La interpretación personalizada del poder presidencial también ha servido para explicar el funcionamiento del régimen autoritario. Sin embargo, y, no obstante su importancia crucial, la presidencia de la República era sólo una pieza de esa forma de organización del poder, en cuya construcción y operación intervenían otras variables: factores internos como las coaliciones de actores políticos, las condiciones sociales o el peso de otras instituciones como los sindicatos o los grupos de presión, y el factor externo, un término que se refiere a diversos efectos de las vinculaciones del país con el exterior.

Existen numerosos estudios que analizan el régimen presidencial mexicano en términos constitucionales, en relación con el pri, o a partir de la perspectiva del contexto.8 No obstante, el paradigma del presidencialismo autoritario ha sido imbatible, aunque su alcance analítico sea limitado, entre otras razones porque no nos sitúa ni en el tiempo ni en el espacio del fenómeno que pretende explicar. Su atractivo reside en que la personalización del poder simplifica una realidad compleja, aunque no le hace justicia. Primero, porque enfatiza factores cuya importancia real es infalsificabie. Pocas o muy parcas son las memorias o los diarios de los presidentes de la época, así que más allá de las conjeturas, es muy difícil saber qué pensaban, entender sus motivaciones personales o diagnosticar sus estados de ánimo; en cambio, el paradigma omite factores que de manera visible sostenían la presidencia autoritaria y que explican con mayor claridad su funcionamiento. En segundo lugar, los presidentes autoritarios no disponían de una gama ilimitada de opciones y su poder estaba estructurado con base en recursos y restricciones constitucionales, administrativas, políticas y contextuales, que no podían ser ignoradas.

Real o imaginado, el poder del presidente era una dimensión característica del autoritarismo que gobernó México desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 2000, cuando el pri fue derrotado.

Guerra Fría y autoritarismo en México

La historia de la segunda mitad del siglo XX estuvo dominada por la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la cual cristalizó en un antagonismo irreconciliable entre dos sistemas de valores y dos formas de organización del poder. Su impacto trascendió fronteras. La batalla ideológica y política de la Guerra Fría dejó su huella en políticas e instituciones en casi todo el mundo. México no fue la excepción. El régimen autoritario que gobernó el país en esos años fue una fórmula de su tiempo.9

La primera etapa de este largo medio siglo abarca del fin de la Segunda Guerra Mundial a principios de los sesenta y transcurrió bajo la amenaza de una conflagración nuclear de consecuencias devastadoras para la humanidad. Las relaciones entre las superpotencias y su política hacia terceros países, transcurrieron en un clima de terror que desactivó la firma del Tratado de Moscú de No-proliferación Nuclear (tnp) de 1963. Estados Unidos y la Unión Soviética llegaron a ese acuerdo sólo después de haberse acercado peligrosamente al abismo de la guerra en Berlín en 1961 y en el Caribe en 1962. A partir del tnp, se inició una segunda etapa en la disputa soviético-americana que perdió el tono de confrontación; se estabilizaron las fronteras de sus respectivas zonas de influencia en Europa, se desvaneció el espectro de una guerra mundial, la competencia entre las superpotencias se regionalizó y, sin que se modificaran los rasgos centrales del mundo bipolar, se formó un nuevo equilibrio internacional cuyo eje era el condominio nuclear que ejercían Washington y Moscú, el cual conjuraba la amenaza de un conflicto generalizado.

A priori, las condiciones de la primera etapa de la Guerra Fría suponían cierta inestabilidad. Sin embargo, el mundo vivió en esos años un período excepcional de estabilidad y prosperidad económica que se prolongó hasta principios de los años setenta. En comparación con la entreguerra y con el convulsionado final del siglo XX, los veinticinco años de la segunda posguerra aparecen como un paréntesis de bonanza excepcional. En ese cuarto de siglo se produjo el milagro mexicano (como se llamó a la exitosa combinación de acelerado crecimiento económico y continuidad institucional) que impulsó la modernización del país. El sistema político que sostuvo esa experiencia se construyó sobre las bases del legado de la Revolución de 1910 y se caracterizaba por un Estado intervencionista y centralizado que propició el nacimiento y el auge de un régimen autoritario que contaba con dos pilares adicionales: el presidencialismo y un partido hegemónico, el pri.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el país quedó inserto en la política internacional, si se quiere como un actor menor, pero era miembro de las nuevas instituciones como Naciones Unidas y el Fondo Monetario Internacional, en cuyo diseño había participado. También pertenecía, de manera inevitable, a la esfera de influencia de Estados Unidos y en esa condición estaba expuesto a las tensiones internacionales de la época (entre otras razones porque Washington no admitía la neutralidad de sus aliados o clientes).10 Por otra parte, la política de cooperación que se había desarrollado entre México y Washington tendía a involucrar al país en temas internacionales en la cauda del mundo libre que capitaneaba Estados Unidos, aunque los gobiernos de la época resistieron tercamente las presiones en esa dirección.

La estabilidad general y la continuidad institucional del sistema político, han proyectado una falsa imagen de inmovilismo y han creado la ilusión de que el poder del presidente se mantuvo intacto a lo largo del tiempo, como si hubiera sido el mismo en 1949 que veinte años después. Sin embargo, entre 1944 y 1970 la institución presidencial se modernizó y se afianzó como la pieza central del régimen político; el poder del presidente se transformó, al igual que la sociedad, la economía y otras instituciones. Pasó de ser el ejercicio de una autoridad que conservaba muchos de los rasgos que le había impreso la experiencia revolucionaria: personalizada, caudillista y clientelar, que formaba parte de una estructura política dispersa por el territorio nacional, integrada por cacicazgos, a una forma de gobierno que se apoyaba en un aparato consolidado de administración pública, que amplió su alcance -aunque no necesariamente su poder- mediante la centralización del proceso de decisiones y la concentración de recursos. Este presidencialismo, más administrativo que político, era también distinto del presidencialismo plebiscitario que se desarrolló en los setenta, cuando en América Latina la Guerra Fría había pasado a una nueva etapa.

Las elecciones presidenciales que tuvieron lugar en el período, indican esta evolución general del régimen político: de la dispersión del poder todavía manifiesta en los comicios de 1946 y 1952, a la centralización, a la verticalidad de las relaciones políticas y a la disciplina en el seno de la elite, que sostuvieron el acceso a la presidencia de la República de los candidatos del pri en 1958 y en 1964. La creciente cerrazón del régimen frente a las demandas políticas de grupos sociales que se habían formado gracias al crecimiento económico, permite comparar la experiencia mexicana con la de otros países latinoamericanos en la misma época, pues aun cuando no sufrió un colapso institucional, y tampoco fue víctima de una dictadura militar como las que se establecieron en casi toda la región, el México de 1970 era más moderno que el de 1946, pero también más autoritario, menos tolerante frente a la oposición política, por tímida que fuera.

La historia del presidencialismo autoritario transcurrió entre continuidades y disrupciones, dentro del contexto general del orden bipolar relativamente estable. Las primeras tendían a la institucionalización; pero las segundas (muchas de ellas originadas en el entorno internacional) interrumpían el proceso, sobre todo las que se produjeron en América Latina.

Cinco presidentes gobernaron México entre 1944 yl970: Manuel Ávila Camacho (aunque 1946 fue su último año de gobierno), Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. Todos ellos forman un grupo con una identidad propia, definida por un conjunto de continuidades. En primer lugar, la Constitución, cuya vigencia se veía limitada por la discrecionalidad en la aplicación de la ley que era característica del autoritarismo, pero las normas que establecía encauzaban y moldeaban la mayoría de las decisiones del presidente, daban un marco general a su comportamiento y le imprimían cierta predictibilidad; una segunda continuidad era el régimen político vertical y centralizado, en el que una elite concentraba el poder político y un partido hegemónico controlaba la representación y la participación. Además de estas instituciones, el presidencialismo de estos años se desarrolló con el apoyo de la continuidad de ciertas políticas de gobierno: la relación de cooperación con Estados Unidos, la política económica basada en los presupuestos del intervencionismo estatal y el proteccionismo y, a partir de 1948, una política exterior independiente.

Estas continuidades permitían anticipar el comportamiento de los presidentes o el sentido de sus decisiones; así, por ejemplo, para entender la violencia gubernamental contra el movimiento estudiantil en 1968, hay que preguntarse si la respuesta del presidente Díaz Ordaz fue atípica respecto del funcionamiento del régimen y si acaso otro presidente hubiera actuado de otra manera. Contrariamente a lo que sostiene la versión más difundida de los acontecimientos de ese año, las acciones presidenciales no fueron sólo y sobre todo producto del temperamento de Díaz Ordaz, o de su biografía, sino que son consistentes con el patrón de respuesta del régimen a los desafíos a la autoridad presidencial y con un contexto histórico que le dio forma y contenido.11

Las continuidades que vinculan a estos cinco presidentes, derivan en buena medida del orden hegemónico que se estableció en el hemisferio en la posguerra en nombre de una presunta defensa de la democracia. Es cierto que entre ellos se registran importantes variaciones, pero el contexto externo le impuso al conjunto una serie de exigencias que podrían resumirse en el tema general de la defensa del statu quo y una coherencia específica producto de la lógica del orden regional. Todos se beneficiaron de la expansión excepcional de la economía internacional; y también tuvieron que ajustarse a las limitaciones que les imponían la estructura bipolar del poder internacional y el containment y sus repercusiones en México. Este contexto condicionó muchas de sus decisiones y políticas de gobierno y fue origen de conflictos internos, derivados de las cada vez más frecuentes contradicciones entre las presiones del exterior y la capacidad de los presidentes para sustraerse a ese impacto o responder a sus repercusiones en México.

No fueron pocos los episodios producto del efecto de las tensiones asociadas a la competencia soviético-americana en la sociedad mexicana. Esto es, algunas de las disrupciones más importantes que experimentó el sistema político provinieron del contexto internacional porque provocaban la reacción de los actores nacionales, y daban forma y canalizaban tensiones internas (Gourevitch, 2002). Las respuestas del gobierno -o del presidente- a esta dinámica, inducían cambios en las instituciones que intervenían en el restablecimiento de los equilibrios que habían sido alterados.12 De hecho, uno de los principales vehículos de las influencias internacionales en la política interna eran las reacciones de los actores locales, que utilizaban los acontecimientos en el exterior para expresar su repudio o su apoyo al régimen.

La evolución en episodios del presidencialismo

Dos tipos de episodios incidieron en la transformación del presidencialismo autoritario. Unos de origen interno y otros vinculados con el factor externo: la elección sexenal y el desafío de movilizaciones independientes (casi siempre vinculado a una crisis en las relaciones interamericanas); y el estado de la relación con Estados Unidos, reflejado en los encuentros presidenciales que tuvieron lugar en el período.

Cada presidente que llegó al poder entre 1940 y 1964 gobernó en circunstancias distintas, de manera que entre ellos hay diferencias importantes. En cada caso, sus respuestas a la contingencia modificaron el poder presidencial, sus alcances y su sustento institucional. Por ejemplo, mientras que para unos la coyuntura fue favorable a una política audaz de cambio, para otros la prioridad era la defensa del statu quo. En cada caso, el presidente perseguía distintos objetivos, recurría a diferentes estrategias, buscaba otros apoyos; lo que hay que destacar es que las diferencias entre los presidentes nos hablan más de la coyuntura que de discrepancias ideológicas o de estilos de gobierno.

Tomando en cuenta lo anterior, concluí que la evolución del presidencialismo en ese cuarto de siglo obedeció sobre todo al estímulo de coyunturas asociadas con un acontecimiento excepcional -nacional o internacional- que alteraba el comportamiento de los actores locales, antes incluso que a cambios en el conjunto de instituciones políticas y administrativas del que formaba parte.13 Las coyunturas se materializaban en dos tipos de episodios: unos tenían un impacto estabilizador; otros, en cambio eran disruptivos de los equilibrios del régimen y del funcionamiento del presidencialismo.

Los episodios disruptivos sacudían las bases del autoritarismo -en primer lugar la supuesta homogeneidad política de los mexicanos- y ponían al descubierto la debilidad de la relación entre Estado y sociedad, así como la ausencia de consensos amplios y la carencia de mecanismos para formarlos; pero también porque ponían a prueba la lealtad de cada presidente a la alianza ideológica con Estados Unidos, así como su capacidad para mantener la estabilidad interna. Asimismo, revelaban los efectos desestabilizadores de la política exterior de Washington -más allá de la perspectiva bilateral- y la dependencia de los gobiernos mexicanos de una buena relación con el gobierno del país que poseía los recursos económicos y políticos para alterar desde afuera sus equilibrios internos.14

El restablecimiento de la estabilidad no siempre se resolvía con mayor poder para el presidente y tampoco contribuía a la institucionalización de acuerdo con los criterios constitucionales. Pero estos episodios tendían a tener un efecto durable si modificaban los comportamientos políticos y se proyectaban al futuro como parte de los nuevos equilibrios. Por ejemplo, a raíz de las movilizaciones de protesta obrera de 1958 y en el contexto de la creciente inquietud de Estados Unidos en relación con la penetración comunista en América Latina, para el presidente mexicano la estabilidad se convirtió en un valor en sí mismo; esta redefinición se tradujo en la profundización de la intolerancia frente a la oposición y a la diversidad política y gobernó las decisiones presidenciales en ese terreno hasta 1970.

Entre los episodios internos que más influyeron sobre el presidencialismo, destacan las elecciones sexenales porque en cada caso incidió sobre la manera como se desarrolló el proceso formal que llevó al poder a cada uno de estos presidentes. La experiencia de la campaña electoral, la violencia de la competencia -o la ausencia de una oposición creíble- parecen haber dejado un huella profunda en los presidentes y condicionaron al menos los dos primeros años de su gobierno. Para Ávila Camacho y Ruiz Cortines, la experiencia fue traumática; en el primer caso, inspiró la política de unidad nacional que buscaba la reconciliación política; en el segundo, la disidencia de Miguel Henríquez Guzmán y la represión de sus seguidores, hipotecó los primeros años de la presidencia ruizcortinista. López Mateos y Díaz Ordaz, no tuvieron que enfrentar el desafío de la disidencia interna, pero corrieron el riesgo de verse sometidos a la maquinaria de control y movilización del pri. El partido oficial fue utilizado para enfrentar las turbulencias de principios de la década de los sesenta y para defender la estabilidad; dados estos objetivos, el pri ejerció con excepcional violencia sus funciones de control de la participación y de represión de cualquier intento de organización independiente. Además, adquirió una capacidad de influencia en su relación con el presidente, que no había tenido hasta entonces.

Como he dicho antes, varios de los episodios que frenaron la transformación del presidencialismo se originaron en el exterior y encontraron en el contexto interno una poderosa caja de resonancia. Por ejemplo, 1948 fue un año axial para el naciente presidencialismo autoritario porque, en el marco de un severo deterioro de las relaciones soviético-americanas tuvo lugar la devaluación del peso mexicano. Esta medida derribó el entusiasmo con que había iniciado el gobierno de Miguel Alemán y lo colocó en una situación de acentuada debilidad frente a Washington, que en ese momento no tenía paciencia para crisis en sus fronteras. El margen de maniobra que había conquistado Alemán en su elección, la primera elección moderna del México posrevolucionario, se redujo considerablemente y con él los recursos del presidente para gobernar y el ritmo de institucionalización del régimen.

En cada período presidencial surgió un episodio similar: en 1954, durante el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines, nuevamente coincidieron una devaluación y tensiones internacionales, esta vez muy cerca de México, vinculadas a la caída del presidente Arbenz en Guatemala; en 1962 la estabilidad económica se vio amenazada por la crisis de los misiles en el Caribe; y entre 1965 y 1969 el deterioro de los equilibrios internos se agravó por la creciente influencia de la revolución cubana en el hemisferio, uno de cuyos momentos más dramáticos fue el desembarco de los marines en República Dominicana en 1965. En cada caso, acontecimientos externos se yuxtaponían a tensiones internas, las agudizaban y resultaban en un enfrentamiento con la autoridad presidencial, que para 1970 era más arbitraria que diez años antes, y su poder, aún menor.

Un segundo tipo de episodios que examino son los que generó la interacción del presidente mexicano con el de Estados Unidos. En México, como en toda América Latina, la continuidad del gobierno dependía, en unos casos más que en otros, de la aprobación de Washington; y el apoyo de los presidentes estadunidenses a sus contrapartes mexicanas tenía casi siempre un poderoso impacto estabilizador en el plano interno, que se imponía a las protestas que también provocaba. Así lo reflejan los doce encuentros presidenciales que tuvieron lugar entre 1947 y 1969, casi siempre a iniciativa de la Casa Blanca; en este recuento sobresalen las seis reuniones de Lyndon Johnson y Gustavo Díaz Ordaz. Invariablemente el tema que más preocupaba a los mandatarios estadunidenses era el combate anticomunista, mientras que los mexicanos se empeñaban en discutir temas económicos.

No obstante, la intención de estos encuentros era sobre todo mostrar que entre los dos países había una relación armoniosa, a pesar de sus crecientes complejidades. El significado era en primer lugar simbólico, pues se trataba de un espectáculo público de amistad entre los dos países, que personificaban sus presidentes y que, por encima de las grandes diferencias que los separaban, aparecían a ojos del público como iguales. Las visitas fueron casi siempre motivo de celebración que anestesiaban los aspectos más conflictivos de la relación, así como las inquietudes que despertaba la asimetría de poder entre los dos vecinos. Pero eran también momentos intensamente políticos, en los que se aglutinaban intereses muy diversos, así como voluntades de acuerdo. Los encuentros tendían a fortalecer internamente al presidente mexicano que asumía el papel de garante del respeto de Estados Unidos hacia México, como si, a ojos de la opinión pública, avalara el compromiso de Washington con la no-intervención. Cuando el hombre más poderoso del mundo se reunía con el presidente mexicano, que lo recibía con la fórmula consagrada de la hospitalidad mexicana: “Está usted en su casa”, refrendaba una amistad que tenía la calidad de un seguro de vida. El espaldarazo del presidente de Estados Unidos apuntalaba al presidente mexicano tanto como la alianza ideológica lo limitaba.

El carácter episódico del desarrollo del presidencialismo explica que las decisiones de los cinco presidentes no siempre abonaran a la institucionalización o a la ampliación de su poder, o que las acciones de un presidente beneficiaran la autoridad de su sucesor. Manuel Ávila Camacho entregó a Miguel Alemán una presidencia fortalecida por una era de paz interna y de crecimiento económico, pero este último dejó en manos de Adolfo Ruiz Cortines una presidencia erosionada por controvertidas decisiones como el amparo agrario o la represión anticomunista en los grandes sindicatos de industria, que se atribuyeron más a las actitudes personales del presidente que a condiciones objetivas derivadas del modelo de desarrollo o del contexto internacional. Adolfo López Mateos inició su gobierno con una propuesta de rescate del régimen de la inercia en que lo había sumergido su antecesor, pero muy pronto tuvo que abandonarlo bajo la presión del contexto que generó la revolución cubana. En cada caso, el presidente mexicano tuvo que enfrentar el doble desafío que planteaba resolver el conflicto y prevenir la intervención de Estados Unidos. Aunque ambos tipos de acciones desgastaran su autoridad.

Conclusiones

El presidencialismo autoritario mexicano ha sido objeto de muchas reflexiones y opiniones. No obstante, se ha impuesto un paradigma presidencialista que privilegia la perspectiva personalizada e idiosincrática del ejercicio del poder, con un importante componente culturalista. Aquí se propone, por una parte, una perspectiva histórica que contextualiza las acciones presidenciales en el período 1944-1970; por la otra, se parte de dos presupuestos generales. Uno, sostiene que los presidentes mexicanos actuaban bajo importantes restricciones; el otro destaca la limitación geopolítica que se deriva de la vecindad con Estados Unidos.

Durante la primera etapa de la Guerra Fría, entre 1945 y 1963, la presidencia mexicana evolucionó fuertemente condicionada por la necesidad de mantener una relación armoniosa con la superpotencia a cuya esfera de influencia pertenecía. Esta condición incidió sobre el tipo de presidencialismo que se desarrolló en México, tanto por las restricciones que imponía como por las repercusiones internas de las crisis que se producían en el orden hegemónico que prevalecía en la región latinoamericana. Las consecuencias de acontecimientos internos, por ejemplo, de la devaluación de 1948 o de la elección presidencial de 1952, también influyeron sobre el desarrollo del presidencialismo.

Lo anterior significa que la evolución de la institución presidencial y del ejercicio del poder presidencial en México, fue producto de las acciones del gobierno tendentes a enfrentar episodios disruptivos que ponían en juego la continuidad institucional; aunque también contribuyeron a ella episodios estabilizadores, como los encuentros presidenciales México-Estados Unidos.

Esta lectura de la historia de este período de la segunda mitad del siglo XX mexicano, obliga a revisar las versiones más comunes y de continuo repetidas del régimen autoritario y del presidencialismo.

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Doctora en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París. Investigadora del Centro de Estudios Internacionales, Colegio de México, (México). Premio Nacional de Ciencias y Artes 2010 en el campo de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía. Editorialista; miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel III y de la Academia Nacional de Ciencias. Autora de libros y artículos entre los que destacan: Las consecuencias políticas de la expropiación bancaria (2008), Entre lo posible y lo probable. La experiencia de la transición en México (2008) y Acción Nacional: el apetito y las responsabilidades del triunfo (2010). Sus principales líneas de investigación son: presidencialismo mexicano en el siglo XX, relaciones entre el contexto internacional y el sistema político mexicano, Guerra Fría en México.

Según Mario Ojeda, en esta primera etapa de la Guerra Fría los regímenes latinoamericanos fueron “Baluartes de la Pax Americana”, debido a la intervención directa de Estados Unidos. Apunta que eran sistemas penetrados “aquéllos en los que elementos extranjeros a la sociedad nacional participan directa y autoritariamente a través de acciones tomadas conjuntamente con los miembros de esa sociedad en la asignación de sus valores y en la movilización de apoyo en favor de sus objetivos.” No obstante, excluye a México y sostiene que fue un caso excepcional que pudo sustraerse a esta penetración (Ojeda, 1979: 42).

Por ejemplo, hasta 2011 el artículo 33 de la Constitución establecía como facultad presidencial exclusiva la expulsión de los extranjeros perniciosos, contra la cual no había apelación posible. “...El Ejecutivo de la Unión tendrá la facultad exclusiva de hacer abandonar el territorio nacional, inmediatamente y sin necesidad de juicio previo, a todo extranjero cuya permanencia juzgue inconveniente.” Esta medida extrema, que podía determinar la vida o la muerte de una persona, era una decisión personal del presidente de la República. Ver: Yankelevich, (2004). Aunque el período estudiado es anterior al establecimiento del presidencialismo autoritario, la calidad profundamente arbitraria del ordenamiento era la misma.

“...la consecuencia más importante que le impone a México la vecindad geográfica con los Estados Unidos, se expresa en forma de una limitación a su libertad de acción política y se deriva concretamente del valor estratégico que su territorio tiene para el gobierno de Washington. México cae dentro del perímetro geográfico que ha sido calificado como ‘imperativo categórico para la defensa de Estados Unidos’” (Ojeda, 1979: 92).

Según Paz “La raíz del presidencialismo (…) se afirma en la especificidad de la tradición política mexicana caracterizada por un proceso de síntesis de las diversas matrices culturales -india, española, mestiza y criolla-cuyo resultado es una tradición política caracterizada ‘por una falta de ideología’ y que da cabida ‘a una respetuosa veneración de los mexicanos a la figura del presidente” (Citado en: Hernández Chávez, 1994a: 17). Alan Knight considera que el presidencialismo no es resultado de una “especie de íntima psique mexicana, o de algún legado colectivo azteca o colonial. Lo anterior quisiera destacar, son explicaciones vacuas teñidas de racismo” (Knight, 2004: 203).

El ejemplo más acabado de este tipo de explicación lo ofrece Enrique Krauze: “Un rasgo esencial de continuidad (entre el régimen de la revolución y el porfirismo) estaba en la sacralización casi prehispánica de la institución presidencial que tan bien encarnaba Porfirio Díaz y que pasó intacta a los jerarcas de la Revolución. Lejos de atenuarse con los años, esta concentración imperial de la autoridad se acentuó. Tristemente, aún más que en el siglo XIX, el rumbo histórico del país siguió dependiendo de la voluntad de una solapersona: el señor presidente en turno, que proyectaba su vida en la del país, convirtiendo la historia nacional, en momentos decisivos, en unabiografía del poder” (Enrique Krauze, 1997: 29).

Ver: Kennedy (1999).

Según Cosío Villegas: “puesto que el presidente de México tiene un poder inmenso, es inevitable que lo ejerza personal y no institucionalmente, o sea que resulta fatal que la persona del presidente le dé a su gobierno un sello peculiar, hasta inconfundible. Es decir, que el temperamento, el carácter, las simpatías y las diferencias, la educación y la experiencia personales influirán de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno” (Cosío Villegas, 1974:8).

Ver: Carpizo (1979); Casar (1996); Espíndola Mata (2004); Fowler (2004); Goodspeed (1955); Hernández Chávez (1994b); Hernández Rodríguez (1994, 2000 y 2005); Instituto de Investigaciones Jurídicas (1988); Lerner de Sheinbaum y Ralsky de Cimet (1976).

Sobre la influencia de la Guerra Fría en el desarrollo del autoritarismo mexicano, he publicado los siguientes trabajos: Loaeza, (2007; 2010; 2013a y 2013b).

La asimetría entre Estados Unidos y los demás países de la región americana era la característica de un orden hemisférico en el que “los países latinoamericanos son clientes de la potencia hegemónica: la gran potencia suministra a sus clientes protección y asistencia a cambio del suministro de éstos de apoyo a su política exterior” (Ojeda, 1979:27).

Ver: Loaeza (2005 y 2008).

Hal Brands sostiene que el conflicto general de la Guerra Fría se yuxtaponía a conflictos internos (Brands, 2010).

Ver: Hernández Chávez (1994b); Hernández Rodríguez (1994).

“Históricamente también resulta claro que los gobiernos de México han dependido para su estabilidad de la buena voluntad de Washington. En efecto, en pocos países como en México se puede ver tan claramente el fenómeno de que la situación geográfica haya operado como una condicionante de la política exterior y una limitación a la soberanía” (Ojeda, 1979: 87).

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