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Vol. 58. Núm. 218.
Páginas 73-104 (enero 2013)
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Vol. 58. Núm. 218.
Páginas 73-104 (enero 2013)
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Paisaje antes de la batalla. Notas sobre el contexto de la guerra contra las drogas en México
A Landscape before the Battle. Notes on the Context of Mexico’s War on Drugs
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Fernando Escalante Gonzalbo
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Resumen

La crisis de seguridad que se desató en México y la consecuente estrategia de seguridad del gobierno de Felipe Calderón (2006-20012), tuvo como detonador el narcotráfico, la prohibición de las drogas, el contrabando y la realidad fronteriza con los Estados Unidos. La explicación estándar de la violencia, reducida a la lucha entre los cárteles, explica poco. El presente artículo reconstruye una parte del contexto en que se produce la crisis de seguridad, colocándolo en perspectiva histórica, como un paso hacia una interpretación más matizada. Argumenta que el narcotráfico, en este caso, el contrabando de drogas entre México y Estados Unidos, es una realidad compleja que admite una densa elaboración simbólica y se despliega en varias direcciones. El narcotráfico es, aparte del movimiento concreto de droga, la relación con los Estados Unidos, un registro para significar la asimetría entre los dos países, un espacio de negociación política y un recurso de la diplomacia global estadounidense cristalizado en un sistema de política exterior clandestina. A su vez, por medio de una revisión desmitificante de la elaboración imaginaria del crimen organizado, se revisa el fenómeno de la corrupción y el contrabando, concibiéndolos como fenómenos que se integran de manera natural en la sociedad fronteriza.

Palabras clave:
narcotráfico
frontera
violencia
crisis de seguridad
guerra contra las drogas
crimen organizado
Abstract

Mexico’s security crisis and Felipe Calderón’s (2006-2012) security strategy had its roots in drug trafficking, the prohibition of drugs, contraband and the border shared with the United States. Standard accounts of the violence experienced in the country, which reduce it to confrontations between drug cartels, are of little use. This article presents part of the context in which the security crisis developed, putting it in a historical perspective, and attempting to take a step towards a more nuanced interpretation. It holds that drug trafficking between Mexico and the United States is a complex, many-sided reality which admits dense symbolic elaboration. Apart from the very concrete shipping of drugs, drug trafficking is part of Mexico’s relation with the United States, a register that imbues the asymmetry between both countries with meaning, a space of political negotiation and a resource of American global diplomacy which is crystallized in a clandestine foreign policy system. Furthermore, through the demystification of the imagery that envelopes organized crime, corruption and contraband are examined, conceiving these two as phenomena that are integrated organically into borderland society.

Keywords:
drug trafficking
border
violence
security crisis
war on drugs
organized crime
Texto completo
Introducción

La crisis de seguridad que se desató en México en 2007 fue un fenómeno norteamericano –que sólo puede entenderse a partir del hecho productivo, comercial, cultural, político, que es América del Norte–. Tuvo como detonador el narcotráfico, es decir, la prohibición de las drogas, el contrabando, la frontera con Estados Unidos. La explicación estándar de la violencia, reducida a la lucha entre los cárteles, explica poco y mal, porque depende de una elaboración conceptual, un lenguaje, un sistema de prejuicios, estereotipos, cálculos, que carecen de fundamento.1 No obstante, no es fácil imaginar una explicación alternativa. En las páginas que siguen únicamente intento reconstruir una parte del contexto en que se produce la crisis de seguridad, colocándolo en perspectiva histórica, como un paso hacia una interpretación más matizada, compleja, verosímil, para la que todavía nos falta mucho.

La historia de las drogas se ha contado ya muchas veces y de muchas maneras. También la historia de la prohibición del consumo de drogas y las innumerables historias del contrabando.2 Aquí no me interesa más que hacer un apunte breve, necesariamente superficial, para subrayar algunos rasgos de una cosa y otra, la droga y el contrabando, porque el narcotráfico está en el centro de la crisis de seguridad –como factor básico en el diagnóstico del gobierno mexicano, y como preocupación y motivo fundamental de la política fronteriza de los Estados Unidos–.

En la práctica, en los últimos años en México se usan casi como sinónimos “narcotráfco”, “crimen organizado”, “delincuencia”, “criminalidad”. El término de referencia habitual es “cárteles de la droga”, y lo más frecuente es que todo ello se diga con una apócope: “el narco”. Las vacilaciones en el lenguaje del gobierno mexicano son elocuentes, hablan de esa identificación –y de las ambigüedades de esa identifcación–. La estrategia de seguridad del gobierno de Felipe Calderón (2006-20012) se definió en un principio como una guerra contra las drogas.3 Más tarde fue una lucha contra el crimen organizado, después contra la delincuencia, contra la violencia y finalmente, una lucha por la seguridad, pero en todo momento el tráfico de drogas estuvo en el centro de la explicación oficial. En el Sexto Informe de Gobierno de Felipe Calderón Hinojosa se repite básicamente el mismo esquema de tres y cuatro años atrás: hay un cambio “en el comportamiento del fenómeno delictivo” que comienza con el contrabando de cocaína hacia Estados Unidos, sigue con el consumo en México, la “disputa de mercados, redes de distribución y territorios”, y un aumento del “poderío de la delincuencia”. En el centro, siempre, las drogas.4

En Estados Unidos, por otra parte, la preocupación por la frontera está igualmente centrada en el tráfico de drogas, aunque según la ocasión se pueda poner el énfasis en la amenaza del terrorismo o la migración. Los protagonistas reales en el lenguaje político estadounidense son siempre “los cárteles de la droga” (drug cartels) o los “trafcantes de droga” (drug traffickers), en los que aparece sintetizada de modo más o menos convincente la imagen del enemigo –lo más cercano a un enemigo absoluto, en la medida en que representa puntualmente una imagen invertida de los valores con que se representa la sociedad norteamericana–. Es interesante que la droga y los traficantes de droga sirvan de ancla para cualquier tema en la política fronteriza. Si el peligro es el terrorismo islámico, en la frontera aparece como “narco-terrorismo”. Si se trata de la política migratoria, el problema ya no es la inmigración, ni los ilegales, sino el “tráfco de personas”, y cada vez con más frecuencia se habla de traficantes de drogas y personas.5

En lo que sigue me interesa fundamentalmente argumentar que el narcotráfico, es decir, en este caso, el contrabando de drogas entre México y Estados Unidos, es una realidad compleja, de varios niveles –significa muchas cosas distintas, tiene consecuencias en planos distintos–. El hecho material, indiscutible, del transporte masivo de marihuana, cocaína y heroína de México a Estados Unidos es sólo un primer nivel –el más elemental– a partir del cual se articulan los demás. O el que sirve de soporte. Lo importante, lo que me interesa destacar en todo caso, es que ese hecho tangible, obvio, admite una densa elaboración simbólica, que adopta varias formas y se despliega en varias direcciones. El narcotráfico es también muchas otras cosas, aparte del movimiento concreto de droga. Es nuestra relación con los Estados Unidos, es un registro para significar la asimetría entre los dos países, es un espacio de negociación política. También es un recurso de la diplomacia global estadounidense, es un sistema de política exterior clandestina.

La prohibición global del tráfico mediante una serie de tratados multilaterales, sumado a los episodios casi cíclicos de “pánico moral” con motivo del consumo de drogas, la reiterada imagen del narcotraficante colombiano o mexicano sin escrúpulos, la insistencia en la vulnerabilidad de la frontera, la imagen del contrabando como una especie de invasión, la insistencia en el contraste entre los cuerpos de policía y las fuerzas de seguridad de Estados Unidos y las del resto del mundo6 –señaladamente las de Colombia, Bolivia, Venezuela, México–, todo eso hace del narcotráfico un símbolo extraordinariamente versátil que se despliega en muchos planos y siempre con parecida eficacia.

En lo que sigue intento poner algún orden en esa constelación del narcotráfico, mediante una exploración que a estas alturas sólo puede ser tentativa, conjetural.

Vayamos por partes. En un sentido muy concreto, el problema de las drogas, y lo que suele llamarse “la guerra contra las drogas”, es un fenómeno típico del siglo XX y eso quiere decir, entre otras cosas, que lleva el sello del auge y el lento declive de los Estados Unidos como potencia global. En primer lugar, la manera de definir el problema, la idea de la prohibición y la manera de imponerla, la lógica de la guerra y el conjunto de leyes y estrategias policíacas con que se lleva a cabo, todo ello lleva la impronta estadounidense. El auge del prohibicionismo a través de un conjunto de tratados y organismos internacionales es indicador de la hegemonía estadounidense.7 En segundo lugar, las pautas de consumo y de circulación, las modas, la geografía de la producción y los circuitos de tráfico, siguen el ritmo (político) del siglo. Las estrategias de lucha contra las drogas, las acusaciones, los silencios, la variación de acentos y de motivos retóricos, tienen una pauta reconocible que se corresponde con la evolución del sistema internacional, los altibajos de la Guerra Fría y –para empezar– las cambiantes alianzas de la Unión Soviética y Estados Unidos.

Finalmente, en el temor hacia las drogas, en el temor hacia el descontrol de la juventud y la desaparición de los límites, en la imaginería de la prohibición y de la gran delincuencia, se condensan muchas de las fantasías del siglo. Las drogas sirven, en Estados Unidos y en otras partes, para confirmar de manera más o menos oblicua los estereotipos étnicos: chinos adictos al opio, irlandeses, polacos e italianos irremediablemente alcohólicos, negros y mexicanos enloquecidos por la marihuana, más adelante por la cocaína y responsables de toda clase de delitos.8 Pero además, está el espacio liminal de la bohemia, de artistas y vagabundos, utopistas de todas clases, que experimentan con el hachís, con el opio y la morfina desde fines del siglo diecinueve –y que representan un mundo vagamente amenazador–.9 Están las costumbres de los jóvenes, que parecen cada vez más incontrolables conforme avanza el siglo, hasta llegar a los sesenta. Y desde luego, está toda la imaginería de la gran delincuencia –los gángsters de Chicago, los feroces narcos colombianos, la mafia rusa, los pandilleros centroamericanos, caribeños, los grandes bandidos corsos, los impenetrables inmigrantes argelinos, turcos y rumanos–.

En resumen, la droga –incluyendo la prohibición, las guerras, y sus derivaciones– ofrece una configuración política simbólica en que aparecen articulados muchos de los temas básicos del siglo XX. Y la prohibición y las políticas concretas de erradicación e interdicción, así como el control de la oferta, dan la clave de interpretación, porque de ellas depende todo.

Prohibir el vicio

El antecedente más obvio de las guerras contra las drogas al que se vuelve siempre como término de referencia para buscar explicaciones, lecciones y ejemplos, es la prohibición del alcohol en los Estados Unidos en los años veinte, a partir de la XVIII enmienda de la Constitución y la Ley Volstead. Es el primer experimento de control de consumo a gran escala de un producto con extenso mercado dentro y fuera de los Estados Unidos, y que se producía de manera industrial en casi cualquier parte –un control que se explicó básicamente por motivos de salud pública.10 Sin duda, sirve de ejemplo para ver algunas cosas, siempre que no se pierdan de vista las diferencias.

La prohibición del alcohol fue distinta de la prohibición de las drogas sobre todo porque era un asunto local, es decir, limitado al mercado de los Estados Unidos. En un rapto de entusiasmo, William Jennings Bryan propuso en una ocasión “exportar el regalo de la prohibición a otros países, para que todo el mundo eliminase el alcohol” (Behr, 1996: 72), pero no hubo ningún intento serio de generalizarla, ni siquiera a los vecinos México y Canadá.11 No hubo ninguna presión diplomática sobre los productores de alcohol en el resto del mundo para que dejaran de producirlo. Obviamente, nada parecido a las políticas de erradicación, ni la idea de un interés compartido en la prohibición del consumo –aunque sí hubiese, como es lógico, algunos problemas en las relaciones comerciales, con Inglaterra y en particular con Canadá.12 Es decir que las consecuencias de la prohibición se hicieron sentir casi exclusivamente en la sociedad norteamericana.

Por otra parte, el hecho de que la producción de alcohol fuese legal en el resto del planeta, contribuyó sin duda a definir la naturaleza del contrabando. En la fantasía popular, elaborada interminablemente en novelas, películas y series de televisión, el negocio del alcohol durante la prohibición era sobre todo asunto de la mafia italo-americana, de los bajos fondos, cosa de alambiques en remotos condados rurales y sótanos difíciles de encontrar en las ciudades. La verdad es que el negocio era, como siempre y como es lógico, de las grandes compañías productoras de alcohol, empezando por Seagram’s (que se trasladó a Canadá), y más tarde a una pequeña isla bajo dominio francés cerca de Newfoundland, el Puerto de Saint Pierre-Miquelon –para evitar la aduana canadiense–. Pero era sobre todo negocio de la Distillers Company Limited, que integraba a las cinco principales marcas británicas de whiskey: Johnnie Walker, Dewar’s, White Horse, Haig & Haig y Black & White. Según lo explica Ockrent, que ha escrito por mucho la mejor historia de la prohibición:

Una vez completado lo que se conoció como la “gran amalgama”, la Distillers Company Limited, que era ya la mayor compañía productora de alcohol del mundo, controlaba prácticamente todas las instalaciones de destilación en Escocia, las principales marcas, y algunas de las mayores compañías productoras de ginebra del Reino Unido también, incluyendo Tanqueray y Gordon’s. Actuando como lo hubiese hecho cualquier cartel saludable, pronto estableció su esquema de protocolos –fijación de precios, ubicación de marcas, control de calidad– para organizar las ventas en el Mercado ilícito de los Estados Unidos. En sus documentos internos, los escoceses se referían a los Estados Unidos sólo como “el área prevista”, mientras aparentaban que el whiskey que se enviaba a través del Atlántico tenía como destino Canadá, Bermuda o las islas británicas del Caribe (Ockrent, 2011).

Los volúmenes de alcohol legalmente producidos en el Reino Unido, en Canadá y en Jamaica que llegaban al mercado estadounidense, son elocuentes. De nuevo según Ockrent, en el año 1918, en vísperas de la prohibición, los exportadores de whiskey escocés habían vendido 914 galones a las Bahamas; dos años después, estaban embarcando alrededor de 386,000 galones –además de la ginebra que llegaba de Liverpool, el ron de Jamaica… Según estimación de historiadores de la guardia costera estadounidense, podrían haber pasado por las Bahamas más de 2.5 millones de galones de alcohol al año (Ibid., 2011: loc. 3320-3328),13 la mayor parte producto de las destilerías del Reino Unido, cuyo gobierno no tenía el menor interés en interferir con el comercio de Bahamas para ayudar a Estados Unidos a hacer cumplir su legislación interna.14

Descontemos las exageraciones y las inexactitudes que para nuestro argumento no tienen en este caso la menor importancia. Sumemos los miles y cientos de miles de galones que previsiblemente llegaban también de Canadá, de Saint Pierre, de otras islas del Caribe, o de México –donde también se instalaron algunas destilerías estadounidenses, justo del otro lado de la frontera–.15 El dato que interesa subrayar es que la prohibición (el contrabando de alcohol durante la prohibición para ser más exactos), fue negocio de grandes empresas multinacionales, perfectamente decentes, legalmente establecidas en la mitad del mundo. Y eso quiere decir que no fue, y no podía ser un instrumento de política exterior.16

Pero hay otros aspectos, en cambio, en que la prohibición sí resulta útil como antecedente y sirve para entender –o al menos arrojar un poco de luz sobre– lo que sucede en el presente. Se trata de aquellos aspectos que ponen en evidencia el extendido, cotidiano y masivo consumo del alcohol en todos los tiempos y clases sociales. En este contexto, el objetivo explícito de la prohibición –acabar con el consumo– se develaba imposible de cumplir.

En primer lugar, aunque la prohibición fuese terminante y se expresara en los términos más duros, había toda clase de excepciones, matices, reservas y vacilaciones a la hora de aplicar la ley. Más o menos como sucede actualmente con las drogas. La prohibición admitía por ejemplo el consumo de alcohol por motivos terapéuticos: con receta médica, adquirido en una farmacia,17 o bien por motivos religiosos, para católicos y judíos registrados debidamente como tales. Pero también se permitía la producción casera de determinadas bebidas, de baja graduación: sidra o vino para consumo doméstico. Y desde luego se podía conservar y consumir todo el alcohol que se hubiese adquirido antes del 16 de enero de 1919. Todas esas salvedades permitían mantener formalmente la prohibición en los términos de la decimoctava enmienda, sin ocasionar una guerra civil.18

Es más claro aún: en algunos estados ni siquiera se redactaron leyes para la aplicación local de la Ley Volstead, ni se destinaron fondos para ello a pesar de que se lo consideraba un asunto federal. De hecho, se esperaba que la policía municipal no interviniese mientras el consumo de alcohol no representara un problema de orden público. El caso de Nueva York es ejemplar.

El rechazo de la ley Mullan-Gage19 no legalizó las bebidas alcohólicas en Nueva York, porque la Ley Volstead seguía vigente. El rechazo sólo implicaba que la policía y los tribunales de Nueva York no estaban obligados a hacer cumplir la legislación federal antialcohólica y podían dejar la responsabilidad enteramente a Washington –“donde corresponde”, según Al Smith. Si los locales eran discretos y no alteraban la tranquilidad del vecindario, la policía municipal los dejaba en paz. En un letrero en el bar Leon & Eddie, en la calle 52 Oeste, se leía: “El bar cierra a las tres en punto. Por favor, ayúdenos a cumplir con la ley”. Otros estados habían dicho ya a los federales que tendrían que arreglarse por su cuenta. Los votantes de Massachussets habían rechazado la legislación local para aplicación de la Ley Volstead. Simbólicamente al menos, el estado libre de Maryland siguió siendo libre: sus legisladores nunca aprobaron una ley para imponer la prohibición, su policía y sus tribunales se desentendían de los federales. Pero Nueva York era diferente, no sólo porque era el estado más grande, sino que la derogación de la ley Mullan-Gage era el primer caso en que una legislatura y un gobernador suprimían leyes de aplicación vigentes. A pesar de todas las virtudes inherentes al imperio de la ley, Smith había visto con claridad que esa ley, en ese momento, no imperaba de hecho más que en el papel (Ockrent, 2011: 5039-5048). 20

En segundo lugar, todos sabían entonces (como saben hoy políticos, policías y jueces), que no se iba a terminar efectivamente con el mercado de alcohol, de modo que hacía falta imaginar, admitir, organizar y administrar un sistema de tolerancia controlada de producción, tráfico, venta y consumo. Las historias son conocidas y anuncian puntualmente lo que sucedería décadas más tarde con el mercado de la droga. Fundamentalmente, se trata de un extenso esquema de corrupción de las autoridades locales y los cuerpos de policía –puesto que el consumo es un asunto estrictamente localizado–.

La carga emotiva que tiene hoy la prohibición del consumo de droga, como entonces la del alcohol, impone una interpretación moral de ese acomodo: es corrupción, es hipocresía y complicidad con el crimen. No tiene mayor importancia. El problema práctico, y el que tiene interés como materia sociológica, es el acomodo para mantener la ley y aplicarla de alguna manera, cuando el objetivo es imposible –porque mantener una legislación que no se puede hacer cumplir tiene consecuencias en el campo político–. Las acusaciones de corrupción adquieren un carácter acusadamente ritual, puesto que son obvias y obviamente ciertas, pero también a fin de cuentas triviales: previsibles, insignificantes.21 No obstante, a la larga sí hay una erosión del sistema político:

Con la prohibición, Estados Unidos estaba listo para una parranda de bebida que duraría trece años, cinco meses y nueve días. Y que iba a transformar la moral del país y alteraría las actitudes de los norteamericanos hacia los responsables de aplicar la ley, hacia los políticos y hacia todos los que ocupaban algún puesto de autoridad; también anunciaba una nueva forma de cinismo, junto con la convicción, frecuentemente justificada, de que en los tribunales se administraba justicia con un doble baremo, que dependía de la clase, la riqueza y el rango social (Behr, 1996: 91).

Hay otras semejanzas, otras lecciones que pueden derivarse de la experiencia de la prohibición. Lo fundamental es eso: una legislación imposible de cumplir requiere en primer lugar que se hagan excepciones y además produce una extensa zona gris de tolerancia más o menos pública, reconocida, cuya administración necesita funcionarios corruptos –es decir, funcionarios dispuestos a tolerar el incumplimiento de la ley (y si con ello ganan dinero, no tiene mayor interés)–.

Todo lo anterior significa básicamente que la prohibición produce un espacio político y un sistema de relaciones políticas. Apunto sólo otro detalle. La prohibición del alcohol tenía como objetivo básico a las comunidades de nuevos inmigrantes: italianos, españoles, irlandeses, polacos, grandes consumidores de bebidas alcohólicas. Era producto de los temores de una sociedad en proceso de industrialización, a la que llegaban decenas de miles de extranjeros cada año.22 Y lo mismo que sucede hoy con la marihuana, la cocaína y la heroína, el alcohol se identificaba con los extraños, los otros.

La prohibición de las demás drogas (aparte del alcohol) va a seguir una evolución distinta en tanto que posee rasgos propios. Para empezar, y es seguramente lo más importante, ninguna de ellas tiene un mercado tan extendido como el alcohol, ni está arraigada en tradiciones culturales tan antiguas. Es literalmente imposible erradicar las bebidas alcohólicas de la dieta mediterránea, por ejemplo, o de la vida social de las islas británicas. No pasa lo mismo con la heroína, la morfina o la cocaína –cuyo uso sólo se hace habitual a partir del siglo XIX y nunca dejan de llevar un estigma–. En segundo lugar, en el caso de las demás drogas, sí hay tratados, organizaciones internacionales y, poco a poco, una política de prohibición global.

No está claro que la severidad de la prohibición y la cantidad de recursos que se destinan a las políticas prohibicionistas, se correspondan con la gravedad del problema de adicciones. Y desde luego no está claro lo que eso significa. La tolerancia del consumo de alcohol representa siempre el mayor reto para la justificación de cualquier prohibición –porque en todas partes es el principal problema de salud pública producto de la adicción–. Pero no es éste el único reparo.

En los primeros tiempos, en cuanto comienza a pensarse en las adicciones como un problema de salud pública, se tienen en mente todas las drogas capaces de generar adicción.23 Los derivados del opio, en primer lugar. Y eso significa que se empieza por la regulación de la industria química y farmacéutica, que desde principios del siglo XIX empleaba masivamente el opio como base para el láudano y la morfina entre otras cosas, y pronto también la cocaína y la heroína.24 Entonces como ahora, una parte importante de las drogas que circulaban clandestinamente, eran drogas producidas por compañías farmacéuticas que se empleaban como medicamentos. De hecho, el consumo de estimulantes, ansiolíticos, antidepresivos, analgésicos y anestésicos sin receta médica es actualmente uno de los principales problemas de adicción en cualquier país del mundo –con cifras de consumo siempre por debajo de las del alcohol, por supuesto, y normalmente por debajo de la marihuana también, pero bastante superiores a las de las demás drogas–.25 Importa tenerlo presente como referencia porque en todo el mundo se ha optado por un sistema de control del consumo que depende de la regulación de la venta –mediante recetas médicas y productores y vendedores autorizados–. Un sistema que si no es más eficaz que la prohibición, sí es mucho menos costoso.26

En realidad, si se mira el conjunto de las adicciones –al tabaco, el alcohol o las drogas de uso médico o recreativo– lo excepcional es el régimen de prohibición (y desde luego, las campañas de erradicación e interdicción). Y hay que entenderlo así: como excepción.

Las drogas que siguen absolutamente prohibidas en cualquier parte del mundo, (tanto su producción como su venta) son las que se supone que no tienen ninguna utilidad terapéutica (aparte del tabaco y el alcohol). Es decir, que son aquellas consideradas de consumo recreativo. Marihuana, hachís, cocaína, heroína, metanfetaminas: no son más adictivas que el alcohol o el tabaco o algunos de los medicamentos que se venden con receta. No tienen un mercado mayor ni implican tampoco un mayor riesgo para la salud que otras sustancias –no más que los solventes, por ejemplo–. La diferencia consiste en que su consumo no se ha normalizado socialmente, ni tienen justificación médica.

Dicho de otro modo, llevan el estigma del ocio, el estigma de la diversión y en el fondo el estigma del placer –y se supone que por eso el consumo implica una forma particular de debilidad moral–.27 Adicionalmente, la idea de una conducta incontrolada, desinhibida, sin freno, condensa todos los miedos asociados a cualquier grupo de población: los jóvenes, los inmigrantes, los negros o los chinos, que se imagina que son particularmente propensos a consumir determinadas drogas.

El estigma es duplicado porque la prohibición total hace inevitable que el sistema de producción y tráfico sea clandestino. Y eso implica la existencia de grupos más o menos grandes, más o menos organizados para surtir el mercado, que tienen que mantener su actividad más o menos en secreto. Y en todo caso, que están siempre bajo la amenaza de una intervención policial. No hay nada equiparable en la venta de drogas legales. Es claro que existe un mercado negro: se vende alcohol a menores, se vende alcohol adulterado, se vende alcohol y tabaco de contrabando, se venden medicamentos sin receta. Pero en todos los casos se trata de derivaciones menores de negocios perfectamente respetables, que no inspiran miedo como tampoco inspira miedo su consumo.

El modelo americano

La prohibición, la forma concreta que se da a la prohibición y la forma en que se trata de imponer, determinan las estructuras de producción, la organización de los mercados e incluso las pautas de consumo de las drogas. No hay nada natural, nada que sea inevitable. La reglamentación de la industria farmacéutica produce cierta clase de conductas: circuitos, prácticas, sujetos sociales, relaciones; la prohibición absoluta de la heroína o la cocaína producen otras.

A partir de las primeras décadas del siglo XX, a partir de la promulgación de la Ley Harrison en Estados Unidos y la convocatoria de las conferencias internacionales sobre el opio, se va configurando poco a poco una política internacional de combate contra las drogas: cada vez de mayor alcance, cada vez más punitiva, cada vez más uniforme. La idea médica de regulación mediante el sistema de salud evoluciona hacia fórmulas penales y policíacas. Estados Unidos presiona sistemáticamente, exige cada vez mayor cooperación internacional –e impone una manera de entender el problema y una manera de enfrentarlo–. Quiere una política internacional hacia las drogas, pero en sus términos, y conforme avanza el siglo tiene cada vez más recursos para imponerla. “El narcotráfco”, como lo conocemos, es una consecuencia de eso.

La manera estadounidense, para llamarla de algún modo, tiene tres rasgos característicos. Es en primer lugar prohibicionista, es decir, supone que el problema de salud pública que puede acarrear la adicción a las drogas puede enfrentarse y debe enfrentarse básicamente mediante la prohibición del consumo.28 En segundo lugar, pone énfasis casi enteramente en el control de la oferta, es decir, en los productores, transportistas y vendedores mucho más que en los consumidores y en particular en los tramos de la formación de la oferta que ocurren fuera del territorio de los Estados Unidos, esto es, se concentra en políticas de erradicación de cultivos y de interdicción del tráfico internacional –con toda la atención puesta en los centros de cultivo, procesamiento primario y reembarque–. Se entiende, se explica, que se trata de atacar el mal en la raíz.29 Finalmente, la manera estadounidense reposa de manera fundamental y casi exclusivamente sobre recursos punitivos; ocasionalmente se habla de estrategias de desarrollo, integración de mercados regionales, sustitución de cultivos, fórmulas de cooptación, pero en la práctica la política antinarcóticos se explica, se financia, se pacta y se desarrolla mediante el empleo de la fuerza.

En los años recientes se ha tanteado la posibilidad de una aproximación ligeramente distinta por parte del gobierno de Estados Unidos.30 En 2012 se anunció un cambio de estrategia, para dar más importancia a la prevención y el tratamiento de los adictos. La prensa internacional se hizo eco con bastante optimismo. El País, de Madrid, por ejemplo, titulaba: “Obama vira su política de drogas de la persecución a la prevención”, y explicaba que por primera vez en décadas, el gobierno estadounidense “convierte en objetivo prioritario el tratamiento” de los adictos y relega a un segundo plano “la detención y condena de los consumidores” (Alandete, 2012).

Según el periódico, el “cambio de rumbo radical” se manifestaba en el hecho de que en 2012 se invertirían $10,100 millones de dólares en prevención, y $9,400 millones en partidas policiales. Basaba su información en el resumen ejecutivo del documento de estrategia para 2012 de la Oficina Nacional para el Control de las Drogas. Conviene mantener algún escepticismo. Aparte de determinados énfasis, el texto de la Casa Blanca no sugería nada radical. Explícitamente decía: “La estrategia no contempla la legalización de las drogas” (US Government. Office of National Drug Control Policy, 2012: 51). El presupuesto consideraba, en efecto, gastar esos $10,100 millones de dólares en prevención y tratamiento, y los $9,400 millones en tareas de policía en los Estados Unidos, como decía la prensa, pero consideraba además $3,600 millones de dólares para interdicción y $2,100 millones de dólares para cooperación internacional –que es policíaca y militar–.31

En resumen, en la segunda década del siglo XXI, en su definición básica sigue siendo una política prohibicionista, punitiva y centrada en el control de la oferta.

Ese esquema, con esos tres rasgos básicos, es lo que se ha impuesto globalmente en los últimos cien años. Y es ese esquema el que ha configurado el mercado de la droga: las formas de producción, los sistemas de transporte, circulación, almacenamiento y consumo, la estructuración de la ganancia, y el que decide a fin de cuentas de qué modo se distribuyen los diferentes costos que acarrea la prohibición –costos económicos, políticos, personales–.

El resultado más importante de la manera estadounidense de enfrentar el problema ha sido la formación de una red, o una serie de redes globales clandestinas para mover drogas –una red sumamente lucrativa, que llegado el caso puede servir igualmente para mover cualquier otra cosa, y que puede producir bastante dinero–.32 Todos los estudios dicen que el consumo continúa en Estados Unidos lo mismo que en el resto del mundo, sin verse afectado de una manera significativa por la prohibición. Los cambios en el precio, en los patrones de consumo, en el número de consumidores y de adictos, obedecen a otros factores –no a la guerra contra las drogas–. En otras palabras, la prohibición ha sido un fracaso rotundo, inocultable y definitivo para el propósito de acabar con el consumo.33 Y sin embargo se mantiene como estrategia básica. Eso significa que existen, y han existido durante décadas, redes dedicadas al tráfico que tienen su origen en las zonas de producción en Turquía, Irán, Afganistán, Myanmar, Laos, Vietnam, Bolivia, Perú, Colombia, México, y que transportan la droga a las zonas de mayor consumo en Holanda, Francia, España, Gran Bretaña o Estados Unidos. Por supuesto, son redes que tienen que mantenerse fuera de la vista de las autoridades aduanales (para empezar) y fuera del alcance de la policía y de la fuerza pública –y eso las convierte en un recurso político y estratégico extraordinariamente importante–.

Dondequiera que hay mercados informales, tienen éstos vínculos con el orden político formal y con la economía formal también. Sólo en el registro abstracto de la legalidad son mundos enteramente separados. Y lo mismo sucede donde hay contrabando. Las actividades informales e ilegales forman parte del orden social, perfectamente cotidianas, que tiene que asimilar de alguna manera el sistema político. Para decirlo de una manera más directa y más sencilla, es normal que existan vínculos entre policías, funcionarios, políticos, contrabandistas y comerciantes y eso no debería sorprender a nadie. En particular, el tráfico de drogas ha contribuido a crear mecanismos de influencia política en muchas partes, porque produce mucho dinero y necesita siempre protección.

La prohibición de la droga ha creado una industria global con márgenes de ganancia verdaderamente extraordinarios. Numerosos actores políticos se han financiado con el dinero de la droga, porque con frecuencia es lo más asequible: actores ilegales, grupos guerrilleros, organizaciones terroristas como Euskadi Ta Askatasuna (eta), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), los talibán en Afganistán o Sendero Luminoso en Perú. Pero también lo han hecho actores legales, gobiernos y gobernantes. La prohibición ha generado una fuente de recursos importante y clandestina que se puede establecer dondequiera que un territorio lo bastante extenso pueda sustraerse al control del Estado, como ha sucedido en Afganistán, Colombia, Perú y México o allí donde se puede imponer mediante la violencia un control de la circulación de la droga, como lo hizo eta en el País Vasco –y siempre que se organice una red de contrabando–.

El gobierno de los Estados Unidos, y concretamente sus agencias de inteligencia, han hecho eso mismo con relativa frecuencia: han recurrido al mercado de la droga para financiar operaciones encubiertas, para obtener recursos, para crear y mantener fuerzas políticas fuera de su territorio. En los casos que se conocen, en la mayoría de ellos al menos, el propósito fundamental no es la ganancia personal de nadie, sino la posibilidad de pagar operaciones de espionaje, desestabilización e intervención lejos de los mecanismos de control legal del congreso estadounidense y fuera de la vista del público. Es decir, que se trata sobre todo de un recurso político.

Existe suficiente documentación pública para afirmar que una buena parte de la política exterior encubierta de los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, ha circulado a través de las redes del contrabando de drogas, siguiendo una pauta que puede identificarse desde los inicios de la Guerra Fría.34 No es una novedad para nadie. Ocasionalmente, como sucedió con motivo del escándalo que se ha dado en llamar “Irán-Contras”, durante el gobierno de Ronald Reagan, ha habido incluso investigaciones formales por parte del congreso estadounidense, pero sin mayores consecuencias.

Es un caso conocido, pero vale la pena dedicarle unas líneas. En la misma trama terminan estando mezclados la Agencia Central de Inteligencia (cia), la Casa Blanca, el gobierno de Irán, Irak, los Contras nicaragüenses, guerrilleros afganos, intermediarios del mercado de armas y traficantes de droga. El fondo del asunto es muy sencillo. El gobierno de Reagan necesitaba recursos, dinero y apoyo logístico para mantener la guerra clandestina contra el gobierno de Nicaragua. El dinero se obtenía de la venta secreta de armas a Irán, el apoyo logístico lo ponían Miguel Ángel Félix Gallardo en México, Juan Ramón Matta Ballesteros desde Honduras con su empresa de transportación aérea, Manuel Antonio Noriega en Panamá y varios otros intermediarios también dedicados al contrabando de droga.35 La historia tenía complicaciones adicionales, que incluían a Israel, Irak, Afganistán, una variedad de compañías y bancos –y que finalmente derivó en la creación de una comisión de investigación en el Congreso.36

Las conclusiones del Informe Kerry son muy reveladoras. No sólo por sus descubrimientos, sino por el lenguaje en que se explican. Para los congresistas no hay duda, la gran amenaza son los contrabandistas de droga, que representan un problema político mayor por sus afinidades revolucionarias: “Los cárteles de la droga son tan grandes y poderosos que han socavado algunos gobiernos y han tomado otros en este hemisferio. Trabajan con revolucionarios y terroristas. Han demostrado que pueden corromper instituciones militares y civiles por igual” (US Senate. Subcommittee on Terrorism, Narcotics and International Operations, 1988: 02). No había nada concreto en el informe que justificase esa asociación entre narcotraficantes y revolucionarios –pero era parte de la retórica habitual en Washington en los años de Reagan, de modo que casi se podía dar por sentada–.37 La conexión con la Contra nicaragüense, en cambio, era absolutamente obvia, pero se explicaba con toda clase de precauciones:

La guerra contra Nicaragua ha contribuido a debilitar la capacidad para procuración de justicia en la región, que ya era insuficiente, y eso ha sido explotado por una variedad de mercenarios, pilotos y otros actores implicados en el contrabando de drogas. El subcomité no descubrió que los líderes de la Contra estuviesen personalmente implicados en el tráfico de drogas. Pero hay pruebas sustantivas de contrabando de drogas a través de las zonas en guerra por parte de miembros individuales de la Contra, proveedores de la Contra, pilotos de la Contra, mercenarios empleados por la Contra y partidarios de la Contra en toda la región (US Senate Subcommittee on Terrorism, 1988: 2).

El informe no se separa del discurso oficial, que depende de tres supuestos básicos: primero, se supone que quienes toman la iniciativa son siempre o casi siempre los contrabandistas; los funcionarios estadounidenses se limitan a reaccionar de manera más o menos improvisada. Narcotraficantes, dice el texto, “han tratado de manipular el sistema judicial estadounidense ofreciendo sus servicios de apoyo para la política exterior” (Ibid.,: 2). Es el caso, por ejemplo, de Manuel Antonio Noriega: “A lo largo de los años 70 y 80, Noriega fue capaz de manipular la política de Estados Unidos hacia su país, mientras hábilmente concentraba un poder casi absoluto en Panamá” (Ibid.,: 2) y los funcionarios estadounidenses fingían no ver su participación en el contrabando de drogas.

El segundo supuesto, indispensable desde todo punto de vista, es que esa clase de tratos resultan siempre de decisiones individuales, aisladas, sin coordinación ni cálculo previo:

El subcomité identificó un cierto número de casos en que operaciones de procuración de justicia y procedimientos criminales fueron supeditados a otras consideraciones de política exterior. En la mayoría de los casos, la interferencia con los procesos de procuración de justicia fueron consecuencia de decisiones ad hoc adoptadas en el nivel operativo por parte de las dependencias involucradas, y no el producto de decisiones cuidadosamente evaluadas en los niveles más altos del gobierno (Ibid.,: 120). 38

Finalmente, consecuencia de todo lo anterior, el informe juzga que se trata de errores. El gobierno “ha subestimado” la amenaza del narcotráfico, ha habido “fallas” y, en algunos casos, “consideraciones de política exterior han interferido” con la guerra contra las drogas. Las soluciones que imaginan los senadores están en consonancia con esa idea. Básicamente, se trata de “prohibir al Departamento de Estado que firme contratos con individuos o empresas bajo proceso o condenadas por delitos relacionados con drogas”, y prohibir igualmente que las agencias de inteligencia “hagan ningún pago a ninguna persona condenada por delitos relacionados con drogas, a menos que sean autorizados por el Fiscal General” (Ibid.,: 4).

Las tres ideas son necesarias. Otra concepción tendría implicaciones difíciles de manejar públicamente. No obstante, la historia de las operaciones encubiertas de medio siglo, sugiere que esos vínculos no eran ni ocasionales, ni improvisados, ni producto de decisiones de funcionarios menores.

A partir de 1951, la cia apoyó activamente el establecimiento de bases que se financiaban con el contrabando de droga del derrotado Kuomintang en Birmania y más tarde, en Tailandia, la cia organizaba el transporte en aviones de Civil Air Transport, también protegía campos de cultivo, centros de procesamiento y laboratorios (Scott, 2010: 1621-1630; Alfred McCoy, 2003:127 y ss.).

Bajo un esquema similar financió y organizó guerras clandestinas en los años sesenta en Birmania con Vang Pao, en Laos con Phoumi Nosavan y Ouane Rattikone, y también en Vietnam. En los años ochenta en Afganistán, con la guerrilla antisoviética, hizo lo mismo aprovechando la autoridad de los hombres fuertes locales y el dinero de la droga. La elección era bastante lógica porque hacían falta dinero, influencia y secreto:

Al apoyarse en los recursos de un líder tribal poderoso o un hombre fuerte local, un agente de la cia podía conseguir capacidad operativa encubierta muy superior a su límite presupuestario. En consecuencia, para ser eficaz un operador encubierto necesitaba encontrar a un líder local dispuesto a emplear sus recursos en las operaciones de la agencia. En una región de microestados y tribus fragmentadas, esa clase de líderes normalmente combinaba la autoridad tradicional con el control de la economía. En el Triángulo Dorado la única mercancía era el opio, y los más poderosos líderes locales eran los dueños del negocio del opio (McCoy, 2003: 129).

El poder de la cia –su capacidad para actuar en la política local– dependía de la fuerza de sus clientelas locales y eso significa que dependía del control de la economía de la droga. La operación tenía la ventaja adicional de quedar siempre fuera del alcance del Congreso y de la prensa.

Combinaciones parecidas entre droga, mafia y operaciones encubiertas, aparecen en muchos de los escenarios de la Guerra Fría: en Marsella en los años cuarenta o en Pakistán, lo mismo que en Centroamérica cuatro décadas más tarde. El patrón dice algo muy obvio: la red de tráfico clandestina es un recurso muy útil para financiar y organizar operaciones encubiertas. No quiere decir que los Estados Unidos hayan mantenido deliberadamente la prohibición con el propósito de disponer de esa red clandestina para su política exterior, pero es indudable que la han utilizado consciente, sistemática, continuadamente y que los responsables de la política de seguridad y de lucha contra las drogas lo han sabido siempre.39

El modelo americano de la prohibición ha tenido también otras consecuencias sobre el orden internacional en tanto que la guerra contra las drogas ha sido un recurso de la política exterior formal de los Estados Unidos, empleado con creciente beligerancia a partir de los años ochenta. Incluso, puede ser considerado como un ingrediente del sistema de Naciones Unidas. Vale la pena detenerse en ello, aunque sea brevemente.

El régimen internacional de prohibición de las drogas comenzó a cobrar forma a partir de la Conferencia sobre el opio de Shanghai de 1909. La historia es conocida en términos generales, de modo que no es necesario insistir mucho en ella. Al opio y sus derivados se sumaron poco después la morfina, la cocaína y la marihuana, cuya regulación se trató de generalizar mediante una serie de tratados y convenciones internacionales que culminaron en la creación de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, y la firma de la Convención de Viena de 1988 y el Tratado de Palermo de 2000 contra el crimen organizado.40 A nadie se le oculta que la mayor parte de las iniciativas ha sido impulsada por los Estados Unidos y en todas ellas es evidente el intento de proyectar globalmente la legislación estadounidense en lo que a la manera de perseguir y castigar la producción, la venta, el tráfico, el contrabando de drogas se refiere.

En todo caso, la opción preferida del gobierno de Estados Unidos ha sido siempre la presión directa sobre cada país en detrimento de la puesta en marcha de mecanismos multilaterales, con el acento puesto cada vez más en las políticas de erradicación. América Latina, desde luego, ha sido un objetivo prioritario desde un principio.41 Es importante reparar en ambas cosas: el marco bilateral y el énfasis en la oferta, concretamente en la producción, porque entre ambas cosas se define el punto de vista dominante en la administración y la clase política estadounidense. Volvamos un instante al lenguaje de la Comisión Kerry, que es transparente:

Las organizaciones internacionales de tráfico de drogas son una amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos. Nuestro gobierno debe reconocer dicha amenaza y a continuación definir una estrategia más coherente y consistente para hacerle frente. (…) La amenaza que representan los cárteles debe tener la más alta prioridad en la agenda de Estados Unidos con una serie de países, incluyendo a Panamá, Bahamas, Haití, Colombia, Perú, Bolivia y Paraguay. Debe estar entre los temas más importantes con otros países como México y Honduras (US Senate Subcommittee on Terrorism, 1988: 133-135).

La amenaza llega del exterior, de un pequeño conjunto de países. Es decir que la sociedad estadounidense es fundamentalmente víctima de una agresión –obra de los “cárteles” desde luego– pero cuya responsabilidad alcanza a los gobiernos que no hacen lo suficiente para detener el tráfico y a quienes se debe exigir por lo tanto –uno por uno– cooperación sin reservas.

El efecto que eso tiene es decisivo. Queda fuera de foco, para empezar, la producción de drogas dentro de Estados Unidos como un asunto de importancia muy secundaria, irrelevante, lo mismo que la organización de las extensas redes internas de distribución y el mercado de mayoristas norteamericanos, mientras por otra parte el esfuerzo por reducir el consumo o la venta al pormenor se considera poco menos que tiempo perdido, de modo que se le dedica una atención superficial, efectista y errática.42 La droga, prácticamente cualquier droga, sigue siendo asequible en todas las ciudades estadounidenses, a precios cada vez más bajos.43 Omitido o minimizado todo lo anterior, lo único que queda es un problema de oferta que llega del exterior –y por lo tanto, Estados Unidos es una víctima que tiene derecho a defenderse–.44 Pero es concretamente víctima de un delito del que se supone que se benefician otros países, (los cuales por eso protegen a productores, vendedores, contrabandistas) con lo que sólo se añaden razones para la presión diplomática, las amenazas y, llegado el caso, la intervención militar.45

No es necesario hacer un juicio de intención ni imaginar ninguna clase de intriga o maquinación para mantener la prohibición de las drogas como recurso de influencia para la política exterior estadounidense. Muchos otros países insisten también en mantener el sistema, a pesar de su demostrada y absoluta ineficacia y cada uno con su cuenta y su razón. En términos prácticos, no tiene mayor importancia si muchos funcionarios, políticos, legisladores, periodistas, expertos estadounidenses están de verdad preocupados por el problema de adicciones de su sociedad, si honestamente piensan que la única estrategia razonable es la erradicación, ni si están igualmente convencidos de que el principal obstáculo para acabar con las drogas es la corrupción política en los países de origen. Es claro que muchos funcionarios de varias dependencias –empezando por la Drug Enforcement Administration (dea), la cia y la Casa Blanca– tienen un panorama mucho más matizado: saben que los cálculos son dudosos, saben que algunas de las acusaciones más estridentes son también dudosas y que algunas han sido sencillamente fabricadas. Saben también que hay y ha habido funcionarios estadounidenses vinculados al narcotráfico por toda clase de motivos. Insisto, en términos prácticos no tiene mayor importancia una cosa o la otra, porque la prohibición es un dato del orden global y se usa como se usa cualquier otro recurso disponible.

Sí vale la pena anotar, aunque sea de pasada, que la importancia del tema en la agenda internacional del gobierno estadounidense fue aumentando progresivamente a lo largo del siglo. Y alcanzó los más altos niveles de beligerancia a partir de la segunda mitad de los años ochenta, conforme se desgastaban ya definitivamente los motivos retóricos de la Guerra Fría.46

En primer lugar, en los años ochenta se creó un mecanismo jurídico de “certifcación” de los países en que se suponía que había producción y tránsito de drogas, mediante el cual el congreso de los Estados Unidos calificaba su compromiso con la erradicación. Rechazar la certificación de un país significaba denunciar formalmente que su cooperación había sido insuficiente. En la práctica, era una acusación de complicidad, o por lo menos de tolerancia abierta hacia el narcotráfico, que podía tener un impacto sobre la legitimidad y el prestigio de cualquier gobierno, aparte de afectar concretamente su relación con los Estados Unidos: con impacto directo sobre la congelación de los recursos destinados a cooperación y los créditos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (fmi).47 En otras palabras, era el inicio de un acoso internacional de consecuencias impredecibles.48

En realidad, en primer lugar las exigencias del proceso eran incómodas para el gobierno de Estados Unidos porque cada vez que se discutía en público la certificación, se ponía en juego la relación con países amigos de la Guerra Fría, socios no del todo seguros, coyunturales, aliados de ubicación estratégica como Pakistán, India, China, Tailandia, Colombia, Perú, Brasil o México, por ejemplo. El resultado no tiene misterio. El proceso de certificación era en realidad una complicada negociación entre los gobiernos afectados, el Congreso, el Senado y el gobierno de los Estados Unidos. Siempre había presiones para descubrir o imaginar vínculos entre el narcotráfico y los gobiernos hostiles: China, Cuba, Nicaragua… Y había igualmente presión para pasar por alto los descuidos de los aliados. En todo caso, una tensión inevitable con las autoridades de todos los países sometidos a la evaluación.

Sirve de ejemplo el caso de México. En 1988, por primera y única vez, a instancias del senador Jesse Helms, el Senado decidió no “certifcar” al gobierno mexicano. La presión no era un asunto nada nuevo, ni las amenazas ni las acusaciones contra funcionarios y policías, pero el momento era particularmente complicado para México y la Casa Blanca tuvo que emplearse a fondo para conseguir el suficiente número de votos para que el congreso revirtiera la decisión del senado (Chabat, 1996: 378). La crisis se saldó con protestas de amistad, colaboración y respeto, y una reiteración del compromiso del gobierno mexicano en la lucha contra el narcotráfico.

No interesa el detalle, que por otra parte es bastante previsible, sino lo que el episodio dice sobre el mecanismo de la certificación (Friman, 2012). Pudo servir durante algún tiempo para tratar de arrinconar a gobiernos hostiles, para ejercer alguna presión sobre otros, como una exhibición ritual de la importancia que el gobierno y el Congreso de Estados Unidos daban al problema de la droga, también como una exhibición de su capacidad de influencia. No obstante, estaba cada vez más claro (si no lo estuvo desde el primer día), que el instrumento tenía muchos más inconvenientes que ventajas. La certificación era un procedimiento político, escasamente confiable como evaluación, que se apoyaba en cifras más que dudosas: proyecciones infundadas, conjeturas, cifras imaginadas a partir de testimonios inciertos. No servía para evaluar la cooperación en la lucha contra las drogas. Y a la vez tenía un costo desmesurado para el poder ejecutivo que tenía que acusar o proteger, crear información u ocultarla y resolver la variedad de problemas diplomáticos que finalmente resultaban –y eso aparte de los costos directos de negociar en cada ocasión los votos de congresistas o senadores–.

A mediados de la década de los noventa, la opinión abrumadoramente mayoritaria entre los expertos era que la política de certificación era un fracaso y que era necesario abandonarla.49

En los años ochenta hubo también otro giro importante en la estrategia de la guerra contra las drogas. El gobierno estadounidense comenzó a aplicar directamente su legislación (con sus cuerpos de policía) en otros países, en vez de limitarse a los recursos diplomáticos de presión más o menos abierta. Los funcionarios estadounidenses, dice Celia Toro, “sencillamente decidieron perseguir a los criminales por su cuenta” (Toro, 1995: 64). Y ello es así en tanto que la Ley contra el Abuso de las Drogas de 1986, convertía en delito para el sistema judicial estadounidense, cultivar, procesar o distribuir drogas fuera del territorio estadounidense “con la intención de exportar a Estados Unidos”. La legislación admitía la posibilidad –elaborada desde luego como excepción–,50 y la Suprema Corte la ratificó en más de una ocasión, al decidir que los tribunales estadounidenses tenían capacidad para juzgar a extranjeros secuestrados en sus países, y llevados por la fuerza, clandestinamente, a Estados Unidos, aunque en el proceso no se hubiesen respetado las garantías exigibles en territorio norteamericano.

Es difícil saber si la intención era efectivamente ganar eficiencia en la persecución de presuntos narcotraficantes, si era sobre todo una exhibición para fines de consumo interno o un recurso adicional de presión sobre otros países. En la práctica, la iniciativa resultó sumamente problemática:

La suposición de los Estados Unidos, en la segunda mitad de los años ochenta, de que las jurisdicciones nacionales eran limitaciones que podían fácilmente ser pasadas por alto en el combate contra las drogas resultó ser infundada, tanto en el frente interno como en el internacional. Funcionarios y opinión pública de muchos países, empezando por los Estados Unidos, consideraban que la “internacionalización” de los poderes policíacos y judiciales era una infracción inaceptable del derecho internacional y de las normas establecidas para la cooperación legal internacional (Toro, 1995: 65).

En México hubo varios casos que fueron motivo de tensión e incluso protesta diplomática, en particular los de René Martín Verdugo-Urquízez y el de Humberto Álvarez Machain.

Desde luego, en comparación con la política de seguridad estadounidense posterior a los atentados de 2001, no es gran cosa. Pero importa como antecedente. La guerra contra las drogas es el modelo a partir del cual se diseña en el nuevo siglo una buena parte de la guerra contra el terrorismo –y con frecuencia se mezclan ambas cosas, como si fuesen una sola–. La estrategia las asimila.

Regreso al argumento: la prohibición ha hecho que el narcotráfico sea muchas cosas distintas, en muchos niveles. Es un problema de salud pública que ha sido construido como problema policíaco global. Es uno de los grandes temas, y de los más intratables, para la comunidad internacional. Es uno de los ejes que permiten articular política interna y política exterior, diplomacia y operaciones encubiertas, política bilateral y multilateral –y entre México y Estados Unidos, uno de los puntos de mayor condensación simbólica de la relación–.

Prohibición, frontera y contrabando

A estas alturas, seguramente hace falta aclarar que la persecución de los contrabandistas de droga en México no es exclusivamente producto de la presión estadounidense y no obedece sólo al interés de los Estados Unidos. Al gobierno mexicano le interesa también, aunque no tanto por el contrabando, como por la formación de redes clandestinas con dinero, organización, armas, influencia local, dedicadas a actividades delictivas. No obstante, es claro que la relativa importancia del tema, el modo de abordarlo, depende de la relación entre ambos países.

El narcotráfico ha estado presente en la agenda bilateral de manera constante desde hace mucho, pero no siempre con la misma importancia, no siempre en los mismos términos. La carga simbólica de las drogas, la intensidad emotiva que tienen las campañas contra las adicciones, la imagen de un enemigo exterior que amenaza desde la frontera sur, todo contribuye a que el narcotráfico aparezca como un prisma en que se refractan casi todos los temas de la relación –con la ventaja principalísima de que el problema puede construirse en términos maniqueos, particularmente apremiantes–.

Influyen muchos factores. Anotemos sólo dos o tres, en esquema, a partir de unos cuantos ejemplos. En 1969 el tema adquiere súbitamente una prioridad absoluta a raíz de la ejecución de la Operación Intercepción en la Frontera. Es razonable suponer que respondía sobre todo a consideraciones de política interna de los Estados Unidos, puesto que entre los temas de campaña del presidente Nixon, tenía especial importancia la lucha contra las drogas. El despliegue de fuerza en la frontera era una medida espectacular, atractiva para la opinión estadounidense, y que contribuía a confirmar la idea de que el problema de las drogas estaba fuera de Estados Unidos. Es decir, que fue una medida de valor principalmente simbólico –tanto en Estados Unidos como en México–. Su impacto sobre el tráfico y el consumo fue irrelevante.51

La Operación Cóndor del gobierno mexicano, implementada a partir de la segunda mitad de los años setenta, indica un clima de cooperación mucho más intensa, una relación más amistosa que responde fundamentalmente a una nueva actitud de las autoridades mexicanas responsables de la lucha contra las drogas. No tiene mejores resultados. La crisis producida en 1985 por el asesinato del agente de la dea, Enrique Camarena en Guadalajara, y el aumento ostensible de la presión por parte del gobierno norteamericano, en cambio, tienen que entenderse en el contexto de un desacuerdo mayor sobre Centroamérica, en los años bajos del ciclo que Carlos Rico ha llamado de la “montaña rusa”.52 En la práctica, el caso Camarena sirve para dar una intensa tonalidad moral a un desencuentro político.53 Años después, el tema vuelve a ganar importancia en la agenda bilateral, conforme avanza la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlc). En la marea alta de la preocupación “securitaria”, el gobierno estadounidense tiene que ofrecer a la opinión una garantía de que el tlc no significará la entrada masiva de mexicanos y drogas. Por eso se vuelve popular la idea de “sellar la frontera” y a ella corresponde la Operación Gatekeeper.54

Es evidente que tampoco en esa ocasión se eliminó, ni siquiera se redujo de modo significativo, el contrabando de drogas. No obstante, la combinación de medidas empleadas para intensificar el patrullaje de la frontera sí afectó a la dinámica del tráfico fronterizo, favoreció el desplazamiento de una parte del movimiento ilegal hacia las zonas menos pobladas (en particular hacia el desierto de Sonora y Chihuahua),55 y favoreció una mayor organización del contrabando en los pasos urbanos de Tijuana, Ciudad Juárez, Matamoros, Reynosa y Nuevo Laredo. En el mismo sentido, con mucha más intensidad, obró la renovada preocupación por la seguridad posterior al año 2001.

Insisto: en el narcotráfico se refractan muchos temas de la agenda bilateral, en particular porque ha sido construido en términos morales.

Se lee con frecuencia, incluso en textos académicos, la afirmación de que el contrabando de drogas en México fue organizado desde un principio por el Estado. Y se menciona, a título de ejemplo, como prueba, nombres de algunos gobernadores de estados fronterizos, alcaldes, jefes militares. Con eso se quiere dar a entender que es un fenómeno particularmente peligroso, que la corrupción es inerradicable y está en el origen del problema.56 En la prensa mexicana, en reportajes sensacionalistas, aparecen con naturalidad acusaciones que asocian a todos los presidentes mexicanos con el narcotráfico –cada uno, según el folclore, asociado a un “capo” en particular, que sería el protegido del sexenio–. Es parte de la imagen recibida, que por disparatada que sea, no se discute.

Desde luego, la idea tiene sobre todo una utilidad política porque no tiene ninguna base verificable, ni sirve en realidad como explicación, pero eso mismo la hace interesante. Porque se apoya sobre una especie de sentido común periodístico sobre el sistema político mexicano.

Vayamos por partes. Sin duda, en el tráfico de drogas ha habido siempre alguna clase de complicidad o participación más o menos directa de funcionarios, policías, políticos, caciques y hombres fuertes locales. No tiene nada de raro. El contrabando es una actividad regular, constante, que a veces mueve cantidades importantes de dinero, que siempre necesita de algún sistema de protección y por lo menos un cierto grado de tolerancia de las autoridades. No funcionan de otro modo los mercados de droga de Estados Unidos, Francia, España o cualquier otro país.

Se supone que México es distinto. Porque se asume que la corrupción es masiva, general, sistemática y ordenada verticalmente desde la Presidencia de la República. La idea se corresponde con la imagen popular del sistema político posrevolucionario como una pirámide.57 Explica el contrabando, la producción y la venta de drogas como resultado de un sistema literalmente piramidal, donde los policías municipales cobran por proteger a los traficantes y pasan su tajada al presidente municipal, que pasa su tajada al gobernador, que a su vez pasa tajada al presidente. Es una fantasía. No obstante, una fantasía admitida casi universalmente en las últimas décadas del siglo XX y contribuyó a darle credibilidad el hecho de que se reprodujera en publicaciones académicas que servían como fuente autorizada para otras publicaciones, que a su vez eran fuente de otras más.58 Peter Lupsha, por ejemplo, de la Universidad de Arizona, llegó a formalizar la explicación en un modelo de cinco niveles de protección del negocio de la droga, en el que mulas, transportistas y consumidores tienen protección puntual (pagada en cada ocasión) de policía rural o carretera de baja graduación, mientras que traficantes que surten a un municipio necesitan a la policía municipal, y así sucesivamente hasta llegar a los “narcotrafcantes vinculados multiorganizacionalmente y conectados internacionalmente”, que reciben protección “desde el más alto nivel hacia abajo”.59

La idea de la singularidad mexicana sirve para construir el narcotráfico como un problema fundamentalmente político –responsabilidad del Estado– y de la clase política mexicana, que se supone que es la beneficiaria inmediata del contrabando. Según la interpretación habitual, se supone que hay contrabando porque hay corrupción, hay contrabando de volumen enorme porque la corrupción es enorme. Un ejemplo típico:

La persistencia de la delincuencia organizada a gran escala en México alrededor del lucrativo tráfico de drogas desde aproximadamente principios de la década de los setenta se ha debido, como es por demás común, a una eficaz protección frente al aparato de la ley. Adquirir la seguridad suficiente para desarrollar negocios ilícitos con frecuencia es una tarea costosa tanto en tiempo como en recursos. Sin embargo, las organizaciones mexicanas del tráfico de drogas parece que logran construir su red de complicidades dentro del aparato público con rapidez y eficacia (Resa Nestares, 1999: 3).

Si se piensa un poco, no se entiende bien que haga falta la enorme y singular corrupción mexicana y extensas redes de complicidades en el aparato público para que la droga llegue a la frontera con Estados Unidos y no haga falta suponer la existencia de un sistema equivalente del otro lado de la frontera, para que cruce y se distribuya por todo el país.60 Pero me interesa de momento sólo subrayar que el nexo causal es bastante dudoso y desde luego imposible de verificar. De hecho, tendría más sentido pensar el vínculo de manera inversa: hay corrupción porque hay contrabando, o más exactamente hay corrupción de la policía de caminos, de agentes aduanales y policía fronteriza porque hay quien necesita transportar cualquier cosa de un lado a otro de la frontera, es decir, hay sujetos sociales que necesitan alguna clase de protección al margen de la ley.

Los prejuicios son transparentes, no tienen mayor interés. Pero sí la sociología implícita, que convierte al contrabando en un problema moral para el caso de México. Puesto en términos muy simples, el argumento supone que lo normal es que no haya contrabando. Una hipótesis auxiliar, igualmente implícita, es que no lo hay en primer lugar porque las autoridades se encargan de vigilar la frontera para evitarlo. Admitidos los dos supuestos, resulta que el contrabando, si llega a haberlo, como cosa regular, implica que las autoridades no han cumplido con su tarea: por negligencia, incompetencia o corrupción.

Cerremos la digresión. La idea de que el contrabando de drogas haya sido organizado desde el Estado y que dependa de una estructura vertical de corrupción que llega a la Presidencia de la República, es útil como recurso de presión diplomática, permite operaciones publicitarias más o menos obvias e incluso promueve al periodismo alarmista. Pero no explica prácticamente nada. Por la sencilla razón de que el contrabando es una actividad rutinaria en el sistema de intercambio en cualquier frontera –y no necesita que nadie lo organice mediante la autoridad política, ni que se le brinde protección desde la jefatura del Estado–.

En la práctica, el contrabando se integra de manera natural en la sociedad fronteriza. Aprovecha los vínculos familiares, las redes sociales, los sistemas de producción y circulación, así como los recursos del Estado: el régimen normativo y la organización de los mecanismos de vigilancia. La complicidad de funcionarios y policías es cosa rutinaria, sabida, a la que nadie concede demasiada importancia, ni siquiera es mal vista por la sociedad local. Es una de las variedades del comercio fronterizo.61 Inevitable, dado que la contigüidad de sistemas regulatorios diferentes hace que toda frontera genere valor con el solo tránsito.

Sucede en todas partes, en la cuenca del lago Chad, en el delta del Mekong, en la línea entre Gibraltar y España o en el puerto de Nueva York. Sucede en la frontera norte de México, que ha sido un espacio poroso desde que se fijó formalmente a mediados del siglo XIX –porque son dos mil kilómetros, buena parte de ellos en desierto–. Ha habido contrabando y movimientos de población masivos, rutinarios y cotidianos durante siglos. Es decir, nuevamente, que esa economía no necesitó al Estado mexicano para organizarse.

Por otra parte, durante buena parte del siglo, el contrabando de drogas no era especialmente peligroso ni excepcionalmente lucrativo tampoco. No más que el contrabando de ganado, alcohol o tabaco. La imagen que se tiene hoy se proyecta hacia el pasado y produce una imagen irreal. Desde luego, el lugar de las drogas, el mercado, la organización del contrabando han cambiado debido a muchos factores: el aumento del consumo en Estados Unidos a partir de los años 60; el aumento de producción, el tráfico de cocaína colombiana; el endurecimiento de la legislación y las operaciones de policía a partir de los años 80; el cierre de la frontera, el Tratado de Libre Comercio; y finalmente, la nueva política mexicana. El narcotráfico se convirtió en otra cosa, un negocio mucho más arriesgado, más costoso, con mayores ganancias y más violento.

Una nota para concluir

La guerra contra las drogas del presidente Calderón, junto con la crisis de 2008 así como los efectos acumulados de veinte años sin crecimiento económico, provocaron una mutación del sistema de contrabando de drogas –seguramente favoreciendo formas más organizadas, también más violentas–. Hasta donde sabemos, parecen haberse combinado también el contrabando de drogas y el cruce ilegal de la frontera por parte de migrantes mexicanos y centroamericanos –porque el control de carreteras y caminos es el recurso indispensable del tráfco–.

En todo caso, la insistencia en la imaginería de “los cárteles” sirve básicamente para justificar una política punitiva, pero no ayuda a explicar el fenómeno. En los últimos tiempos se ha ido segregando el campo del tráfico de drogas –más perseguido, más violento–, pero no deja de ser parte del modo de vida de la sociedad de la frontera. Es necesario empezar a pensar a partir de ahí.

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Doctor en Sociología por el Colegio de México. Realizó estudios en la Universidad Complutense. Ha sido profesor del Instituto Ortega y Gasset de Madrid. Profesor e investigador del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México, (México). Ha escrito libros y artículos sobre política, sociología y estudios culturales, entre los que destacan La política del error (1991), Ciudadanos Imaginarios (1992) y A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública (2007). Colaborador desde mediados de los ochenta de la Revista Nexos donde ha publicado artículos de amplia resonancia. Sus principales líneas de investigación son: territorio, cambio social, delincuencia, narcotráfico.

Para una revisión general de ese lenguaje, de ese sistema de estereotipos y prejuicios, véase: Escalante Gonzalbo (2012).

La obra de referencia indispensable en español sobre drogas es: Escohotado, 1989. Sobre la prohibición es particularmente útil el libro: Musto, 1999. Sobre el contrabando la literatura es abundantísima. En lo que sigue usaré entre otros a: Nordstrom (2007); Tagliacozzo (2005); Barreiro (2009); Platt (2007); Walker (1999); Mendoza (2008), y sobre el contrabando de drogas en particular: Naylor (2008), Hay (2011); McCoy (2003); Toro (1995); Astorga (2007).

Seguramente no hace falta recordar que el lema de la campaña publicitaria de la estrategia era: “Para que la droga no llegue a tus hijos”.

No sólo el tráfico, sino el consumo: “la creciente participación de jóvenes en el consumo de drogas y en actividades delincuenciales comenzó a dañar de manera cada vez más grave el tejido social en comunidades del país” (Sexto Inform e de Gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, 2012).

Tendremos que volver a ello más adelante. Importa subrayar que no es una simplificación, sino una distorsión sistemática, que hace igualmente peligroso y cercano todo –permite mezclar la legislación antiterrorista, la política fronteriza, el control migratorio–, y se convierte en un recurso de presión formidable en la relación bilateral.

No estrivial que la política antinarcóticos de los E stados Unidos se desarrolle con intensidad fuera de su territorio y que tenga siempre un componente policíaco y militar, lo mismo en Myanmar que en Colombia o México. Véase: Chin (2009: 213 y ss.); McCoy (2003); Gaviria Uribe y Mejía Londoño (2001). No es trivial tampoco la latitud que permiten a sus cuerpos de policía para actuar contra “el narcotráfco”. La Operación Rápido y Furioso, en México, es sólo un ejemplo de una política perfectamente rutinaria –y que implícitamente supone una asimetría moral que es uno de los ejes de la guerra contras las drogas–.

La historia de la expansión de las políticas prohibicionistas, a partir de la legislación local en Estados Unidos, ofrece una lección de política de extraordinario valor en tanto que da cuenta de la mezcla de prejuicios étnicos, fantasías, ambición política, intransigencia moral así como cálculo estratégico. Los primeros intentos de prohibición del consumo en Filipinas, las negociaciones con China, Turquía, Irán en las primeras décadas del siglo, son muy reveladoras. Ver: Musto (1999: 488 y ss.).

El supuesto perfil étnico de los consumidores de las diferentes drogas ha dejado su impronta en buena parte de la legislación hasta llegar a las diferencias escandalosas en las penas de prisión en Estados Unidos para consumidores de cocaína (fundamentalmente blancos, de clase media) y los de crack (sobre todo negros, de barrios marginales). Tendencia cada vez más evidente en los últimos años del siglo XX.

Son conocidos los experimentos (más o menos ordenados, más o menos iluminadores) de Freud, Baudelaire, Benjamin, Artaud. El fenómeno produce pequeños pero significativos episodios de pánico moral sobre todo en Europa, desde principios de siglo. (Ver, por ejemplo: Blom, 2008: 403 y ss.).

“Los salones, dice Norman H. Clark, producto de la cultura urbano-industrial, podían reflejar toda su fealdad”, empezando por la pobreza, la prostitución, el juego. Los enemigos del alcohol lo veían literalmente como equivalente al tráfico de esclavos, y según la expresión del presidente Hoover, con un ánimo honesta e intensamente progresista, sentían la obligación de ‘proteger los hogares americanos’”. Ver: Clark (1976: 44 y ss.).

Hubo en México, algo más tarde, breves experimentos prohibicionistas: en Tabasco con Tomás Garrido Canabal, en Michoacán con Lázaro Cárdenas. Obedecían a una lógica propia –aunque tuviese afinidades con la estadounidense–. No tuvieron efectos apreciables, desde luego ninguno a escala nacional.

Algo tardíamente aceptó Canadá promulgar una Ley de Exportaciones que prohibía la exportación de bebidas alcohólicas desde Canadá hacia países que prohibían el consumo –es decir, hacia Estados Unidos–. El efecto fue insignificante.

El auge de las Bahamas no era ningún misterio, ni se ocultaba demasiado: “Sir Harry Cordeaux, gobernador de las Bahamas, en un discurso en Montreal en 1921, abiertamente reconoció que ‘el saludable estado de las finanzas de la isla se debía en buena medida al tráfico de alcohol’ –tanto que se invirtieron 250,000 libras en mejoras en el puerto” (Behr, 1996: 131).

Ver: Andreas (2013: 236).

“(…) dos destilerías, la de D&W y la de D&H, cambiaron sus plantas de Kentucky a Juárez y se convirtieron en parte importante de la economía regional” (Simental, Gutiérrez Roa y Vázquez Reyes, 2010: 39).

Desde luego, se usaba el servicio diplomático para perseguir el contrabando, “tanto que los diplomáticos comenzaron a quejarse de que gastaban más tiempo en actividades relacionadas con el contrabando que en sus deberes habituales” (Behr, 1996: 130), y los consulados informaban de todos los cargamentos sospechosos que salían de las cuatro esquinas del mundo. El problema es que la producción y el comercio eran legales en todo el resto del planeta –de modo que era muy difícil controlar en los lugares de origen, o pedir la colaboración de las autoridades–.

Había limitaciones: en teoría, un paciente no podía consumir más de una pinta al mes, ni los médicos podían firmar más de cien recetas al mes (Ockrent, 2011: 4037-4043). No es difícil imaginar modos de sortear el obstáculo. Se consumían con receta médica y por motivos terapéuticos, alrededor de 30 millones de galones de alcohol al año (Behr, 1996: 147).

El texto constitucional era taxativo: prohibía “(…) la fabricación, venta o transporte de licores intoxicantes, así como su importación o exportación del territorio de los Estados Unidos…” La Ley Volstead establecía los mecanismos de aplicación e incluía todas las excepciones. (Ver: Constitución de los Estados Unidos de América, Decimoctava Enmienda, 1919).

Se conocía con el nombre genérico de Mullan-Gage Act a una serie de leyes reglamentarias para la aplicación de la decimosexta Enmienda en el estado de Nueva York.

El gobernador era Alfred Emmanuel Smith, “A l Smith”: un político original, católico, progresista, con un estilo personal muy atractivo. Perdió como candidato a la presidencia frente a Herbert Hoover, fundamentalmente por su oposición a la Ley Seca.

Sirve de modelo la explicación de Claudio Lomnitz del uso de las acusaciones de corrupción en Tepoztlán: “Una de las pocas constantes a través de la historia moderna de Tepoztlán es el uso continuo de acusaciones de corrupción para atacar al enemigo político. (…) La corrupción en sí es un fenómeno endógeno a la política municipal ya que se trata de un lubricante prácticamente indispensable para el funcionamiento del sistema” (Lomnitz, 1982: 294).

Según la expresión de Norman Clark, la prohibición fue en buena medida producto de la “histeria del desorden social” ocasionada por la inmigración. Ver: Clark (1976: 104 y ss).

Con la excepción obvia del tabaco, cuya prohibición no se plantea en ningún momento porque se trata de un consumo normalizado y que no parece entrañar ningún riesgo.

En los Estados Unidos: “Una de las mayores empresas productoras de morfina en el siglo XIX, Rsengarten & Co, de Filadelfia (que se fusionaría más tarde en lo que hoy es Merck, Sharpe & Dohme), comenzó a manufacturar sales de morfina en 1832. Las primeras estadísticas de importación de opio son de 1840 y revelan un incremento constante del consumo durante el resto del siglo. El volumen de importación per cápita de opio llegó a su máximo en 1896” (Musto, 1999: 159-163).

“No se dispone de cifras mundiales relativas al consumo con fines no médicos de las drogas de venta con receta distintas de los opioides y las anfetaminas. Sin embargo, se ha informado que dicho consumo constituye un problema sanitario cada vez más grave, con tasas de prevalencia que superan las de numerosas sustancias sometidas a fiscalización en muchos países” (Naciones Unidas, 2012: 3).

Por ese motivo, buena parte de los esquemas que se proponen para la legalización de las drogas pasan por una asimilación del mercado de la droga a la industria farmacéutica: uso médico, venta controlada y venta en farmacias con receta.

La idea básica detrás de la prohibición, dice Escohotado, es que determinadas sustancias provocan embrutecimiento moral e intelectual, y por eso mismo son estupefacientes. Ver: Escohotado (2012).

Obedece en el fondo a lo que el viejo William I. Thomas llamaba la técnica del “ordenar-y-prohibir”, que “corresponde exactamente a la fase mágica” del pensamiento social: la idea de que el orden social puede producirse de un modo deliberado, directo e inmediato, a base de órdenes (Ver: Thomas, 1966: 39 y ss.).

La idea de que la raíz, el origen, esté en la producción es inmediatamente atractiva, convincente para el sentido común. Si se piensa un poco, no es obvia ni mucho menos.

Eso después de que se hubiese legalizado el uso de la marihuana con fines terapéuticos en 16 estados, la producción, venta y consumo con fines recreativos en otros dos estados, y cuando todas las encuestas de opinión muestran que por lo menos la mitad de los estadounidenses son partidarios de la legalización.

Es decir, que para tareas policíacas se destinarían unos 15,100 millones de dólares. El cálculo no incluye los presupuestos del Federal Bureau of Investigation (fbi), ni la mayor parte del gasto de correccionales, ni de policías estatales y locales. En otras palabras, el cambio tiene importancia, pero es apenas tentativo.

Las especulaciones más o menos fantasiosas sobre el narco-terrorismo tienen su origen en ese hecho (Ibid., 2012: 1 y ss.).

Según el análisis estadístico de Robinson y Scherlen, para la década de los años noventa no hay un cambio significativo en los patrones generales de consumo de drogas en los Estados Unidos (Ver: Robinson y Scherlen, 2007:163 y ss.).

La literatura es extensa y en general, conocida. Acaso el libro más importante, por la cantidad y la calidad de su información, sea: McCoy (2003). También son interesantes: Scott y Marshall (1998); Naylor (2008).

Según el informe de la comisión Kerry (vid. infra) estaban implicadas la compañía setco, de Matta Ballesteros; diacsa, de Floyd Carlton y Alfredo Caballero; Vortex, de Michael Palmer; y Frigoríficos de Puntarenas, de contrabandistas cubano-americanos (Scott, 2010: 1250-1260, 1399-1405, 5618-5629 y ss.).

“Con tantos jugadores entrando y saliendo, la mezcolanza de personal (de diversas dependencias), la confusión de cuentas bancarias y la combinación de una serie de operaciones encubiertas, cada una de las cuales debería haberse mantenido en secreto, las filtraciones eran inevitables. Para el otoño de 1986, habían comenzado a adquirir proporciones épicas” (Naylor, 2008: 278).

“La mayoría de las conexiones de estos gobiernos (Nicaragua, Granada, Cuba) con el narcotráfico se daban ‘prácticamente’ por probadas y el presidente Reagan puso a prueba toda su capacidad de comunicador para convencer a las clases medias norteamericanas del peligro que emanaba de este vínculo para su propia seguridad cotidiana y la de sus hijos” (Fernández-Steinko, 2008: 74).

En otra parte: “Hay constancia de que funcionarios de Estados Unidos dedicados a apoyar a los Contras sabían que contrabandistas de drogas estaban explotando la infraestructura clandestina establecida para apoyar la guerra, y que Contras recibían ayuda derivada del tráfico de drogas. En lugar de reportar estos casos a las autoridades judiciales correspondientes, parece que algunos funcionarios se hicieron de la vista gorda ante esas actividades” (Ibid.,: 136).

Peter Scott es enfático: “El objetivo de las campañas contra la droga en el exterior de los Estados Unidos no ha sido nunca el ideal imposible de la erradicación. El propósito ha sido modificar el reparto del mercado: concentrarse en enemigos específicos, para asegurar que el tráfico de drogas sigue bajo control de los traficantes aliados del aparato de seguridad y/o de la cia” (Scott, 2010: 5519-5523).

Insisto en que es una historia conocida y por eso me limito solamente a su mención. Ver: Naciones Unidas (1988 y 2004).

“Como la fuente geográficamente más cercana de marihuana, opio/heroína, y cocaína, América Latina fue desde muy temprano un objetivo importante de la diplomacia antidroga de Estados Unidos. (…) Los intentos tempranos de asegurar la cooperación de los gobiernos latinoamericanos para suprimir el mercado de droga fueron infructuosos. Algunos gobiernos estaban bien dispuestos para firmar convenciones multilaterales, pero eran reacios a poner en práctica programas antidrogas en su propio territorio” (Toro, 1995: 6).

Todos los análisis coinciden en lo mismo: hay muchas condenas por delitos muy menores, concentradas en jóvenes de las minorías (afroamericanos particularmente), pero nadie piensa realmente que de ese modo se vaya a acabar con el problema.

Ver: Robinson y Scherlen (2007, capítulos 4 y 5, pp.59 y ss.).

Nunca se insistirá lo suficiente en que la retórica victimista provee de justificación a la política beligerante de Estados Unidos en materia de drogas.

Esto ha sido así mediante algún acuerdo de cooperación, combate conjunto o similar, como el Plan Colombia o el Plan Mérida, o directamente con una invasión, como en Panamá.

Sin duda en esos años hubo otros cambios en el mercado de la droga: hubo una modificación en los patrones de consumo (que para Estados Unidos culminó en la llamada “epidemia del crack”) y hubo también alteraciones de las rutas, los circuitos de tráfico y la organización del contrabando. Ver: Astorga (2007); Toro (1995: 30 y ss.). En lo que se refere a la política exterior estadounidense, el fin de la Guerra Fría es sin duda el hecho de mayor importancia.

Sin la certificación, decía entonces Riordan Roett, “Algunas instituciones gubernamentales como el Banco de Importación y Exportación se ven también obligadas a retener créditos, así como los directores estadounidenses de instituciones internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se ven obligados a votar en contra de cualquier préstamo multilateral a dicho país” (Roett, 1997).

Padeció los efectos de una acusación semejante el gobierno de Ernesto Samper en Colombia: “Estados Unidos adelantó una campaña de criminalización y aislamiento internacional del gobierno (…). Pero además de la total incomunicación y la campaña de desprestigio adelantada por Washington, el Presidente se vio enfrentado a las reservas de los demás gobiernos occidentales: Colombia era una ‘narcodemocracia’” (Restrepo, 2006: 37).

Sólo un ejemplo: según William Spencer, que en 1998 escribía en Foreign Policy in Focus: la certificación es mala como estrategia de lucha contra las drogas porque “envía mensajes contradictorios, y favorece el conficto”; es mala como política exterior “porque hace que otras prioridades queden como rehenes de la política contra las drogas”; y distorsiona la discusión pública sobre la política exterior porque “concentra la atención de los medios y el debate político en la droga y obstruye la búsqueda de intereses comunes” (Spencer, 1998). La postura de la derecha libertaria del c at o Institute en el año 2003, era la misma y por muy parecidas razones (Ver: c at o Handbook for Congress, 2003).

En la Anti Drug Abuse Act de 1986 (Public Law 99-570, H.R. 5484) se establecía claramente que los funcionarios y agentes norteamericanos no podían realizar por su cuenta arrestos en otros países “a menos que el Departamento de Estado, en consulta con el Fiscal General, haya decidido que la aplicación de este párrafo, con respecto a ese país, pudiera ser perjudicial para el interés nacional de los Estados Unidos”.

“En la búsqueda de una solución políticamente expedita al problema interno y extremadamente complejo de la drogadicción, la administración Nixon eligió México. Desafortunadamente, cuando lo hizo olvidó el hecho básico de que México es un país extranjero, y por añadidura amigo” (Craig, 1981: 229).

“Durante sus primeros años (el régimen de De la Madrid) parecía haber sido capaz de desarrollar una relación muy cercana con las autoridades estadounidenses en un número significativo de esferas, particularmente en el plano económico, al mismo tiempo que mantenía una posición bastante independiente en otras (…). En 1985-1986, sin embargo, ese acto de equilibrismo pareció terminar al presentarse un nuevo periodo de desacuerdo y mutua recriminación aún más intenso que los anteriores” (Rico, 2012: 422).

Son los años, no se olvide, del caso Irán-Contras. Narcotraficantes mexicanos y centroamericanos son amparados por el gobierno estadounidense a cambio de su ayuda para sostener a la Contra nicaragüense (vid. supra). Es decir, que para la Casa Blanca la prioridad era Centroamérica y no las drogas.

Ver: Andreas (2001).

Ver: Mendoza Rockwell (2008).

Sólo a título de ejemplo: “Durante todo el siglo XX, el tráfico de drogas ilícitas a México, como del resto de las actividades de la delincuencia organizada, nunca se ha mantenido alejado de los ámbitos de poder político. Y no sólo con intenciones de evitar la aplicación de la ley en su contra sino por la propia organización de las mismas desde las esferas políticas. (…) Con el crecimiento disparado de la demanda en los años setenta, su importancia económica se incrementó sustancialmente y las autoridades nacionales comenzaron a participar directamente en el negocio mediante un control cercano de todos los procesos de producción” (Resa Nestares, 1999: 20-22).

La imagen de la pirámide, con el presidente en la cúspide, tiene en su origen el esquema del sistema político mexicano de Daniel Cosío Villegas y sobre todo la Postdata, de Octavio Paz. Sobre su difusión, y su falta de fundamento, vale la pena leer a Juan Espíndola Mata (2004).

Un ejemplo clásico: “La corrupción permea el sistema político mexicano. (…) Pero pese a su mayor visibilidad la policía no tiene el monopolio de la corrupción en México. Innumerables casos de soborno, extorsión, fraude, pagos a superiores, nepotismo y riqueza inexplicable se asocian de manera habitual con los niveles superiores de la pirámide gubernamental…” (Morris, 1992: 11-13). La imagen recibida hace que la corrupción sea literalmente omnipresente y que el sistema político funcione en particular como fábrica de expresidentes millonarios. Las fuentes son en general reportajes y notas de prensa corroborados por lo que dice el sentido común.

La frase con que inicia el artículo explica mucho: “Es imposible identificar una fecha de inicio de la corrupción en México, porque es tan eterna como el sol azteca”. A continuación, explica que la corrupción es el “pegamento” que mantiene unido al sistema político y el “combustible” que lo hace funcionar, “el producto final de la vida pública” (Lupsha, 1991: 42 y ss.).

Es parte de la elaboración imaginaria del crimen organizado, de la que me he ocupado ya en otra parte (Escalante Gonzalbo, 2012).

La etnografía del contrabando en la cuenca del lago Chad, de Janet Roitman, resulta particularmente reveladora de ese entrelazamiento de población local, funcionarios, contrabandistas, economías formales e informales (Roitman, 2006).

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