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Vol. 59. Núm. 221.
Páginas 201-223 (mayo - agosto 2014)
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Páginas 201-223 (mayo - agosto 2014)
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Dos modelos frente a la diversidad cultural: igualitarismo formal y ciudadanía diferenciada
Two Models for Cultural Diversity: Formal Egalitarianism and Differentiated Citizenship
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Fernando Arlettaz
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Autor para correspondencia
fernandoarlettaz@yahoo.com.ar

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Resumen

Las sociedades globalizadas contemporáneas son, cada día más, sociedades plurales desde el punto de vista cultural y religioso. Frente a la diversidad, los Estados nacionales ensayan diferentes soluciones de regulación jurídica. Respuestas tales como la segregación o la asimilación total de los grupos minoritarios se muestran incompatibles con los estándares internacionales de derechos humanos. Dentro de las respuestas que sí son compatibles con esos estándares, pueden vislumbrarse dos líneas. Por un lado, un igualitarismo formal enraizado en la tradición liberal-republicana que resulta ciego a las particularidades identitarias en pos del mantenimiento de la igualdad formal. Por otro, las propuestas de reconocimiento de derechos en razón de la pertenencia a un determinado grupo identitario, ampliación que obliga sin embargo a renunciar a una parte del ideal de igualdad jurídica formal.

Palabras clave:
diversidad cultural
identidades
ciudadanía
multiculturalismo
Abstract

Contemporary globalized societies are culturally and religiously plural. Nation states apply different juridical regulation vis-a-vis diversity. Segregation and total assimilation of minority groups are not compatible with international standards of human rights. Among the regulations that are compatible with those standards there are two categories. Firstly, the formal egalitarian approach, related to the liberal-republican tradition, which is based on a formal consideration of equality and disregards identity differences. Secondly, theoretical proposals which promote the recognition of rights based on cultural and religious identities. These proposals, however, require a more flexible consideration of the equality principle.

Keywords:
cultural diversity
identities
citizenship
multiculturalism
Texto completo
IntroducciónPluralismo y Estado nacional

Es ya un hecho aceptado que las sociedades contemporáneas son efectivamente sociedades plurales. Al afirmar esto se quiere decir que, en el contexto de un mismo Estado, conviven grupos con identidades variadas y disímiles. Utilizamos el concepto de pluralismo como sinónimo de diversidad, sin que ello implique ninguna postura valorativa frente a éste. Los grupos que conviven en ese espacio compartido pueden estar definidos por algunos trazos particulares (por ejemplo la orientación sexual) o por un conjunto coherente de ellos, lo que permite entenderlos como una societal culture o cultura societal; lo ejemplifica el hecho de que compartir una religión, una lengua o un origen étnico evidencia la presencia de un conjunto más o menos estable y coherente de rasgos identitarios.

En este trabajo expondremos dos modelos teóricos sobre los modos de hacer frente a esa diversidad. En la primera parte nos referiremos al modelo igualitario de ciudadanía, para el cual las características particulares de los grupos sociales (ya se trate de características aisladas o de un conjunto coherente de características que define una societal culture) resulta ajena a los consensos públicos. En la segunda parte hablaremos del modelo de ciudadanía diferenciada que, por el contrario, llama a tener en cuenta esas características. Sin embargo, y por razones metodológicas de delimitación de nuestro objeto, sólo consideraremos las propuestas de ciudadanía diferenciada relativas a societal cultures.

La distinción entre societal cultures y grupos definidos a partir de un rasgo aislado, debemos admitirlo, tiene cierto grado de artificialidad. Las identidades de los individuos no se construyen en bloques cerrados conformados por un conjunto coherente e inmutable de rasgos, sino que se conforman en un cruce variable y siempre mutante de líneas identitarias.1 Por ejemplo, en el caso de una persona de origen indígena, religión cristiana y perfectamente bilingüe, ¿por qué debemos considerarlo como perteneciente a la societal culture aborigen y no simplemente como un miembro de la mayoría cristiana del país en el que vive? ¿Qué es lo que hace de la pertenencia a la comunidad aborigen algo diferente (quizá más acabado y completo) que la mera pertenencia a la mayoría cristiana?

Las dificultades son reales. Sin embargo, creemos que la distinción tiene algún grado de plausibilidad. No se puede negar que algunos grupos comparten un conjunto de rasgos con cierta estabilidad. Si este conjunto de rasgos viene además acompañado de un idioma común, que unifica y da coherencia a un universo de sentido compartido, la caracterización de ese grupo como una societal culture resulta viable. Así, por ejemplo, lo habitual es que las personas que migran de un país a otro se identifiquen como formando parte de un grupo que comparte una lengua, una historia, una tradición, quizás una religión propia, etc. Por otra parte, aunque este concepto pueda resultar, en efecto, de una cierta simplificación, su uso en el ámbito de la teoría jurídica y política resulta útil para abordar algunos problemas teóricos como los que referimos aquí.

Por otra parte, el concepto de cultura, tal como aparece en la expresión societal culture, es evidentemente un concepto amplio. Aquí, el concepto de cultura engloba elementos tales como religión, idioma, etnia, nacionalidad, etcétera (Song, 2010). Así entendido, el concepto de societal culture incluye normalmente a los grupos aborígenes, las minorías nacionales y los grupos inmigrantes.

Frente al hecho de esta diversidad o existencia plural, el Estado moderno tiene varias opciones. Una opción radical sería la de la separación cultural en el seno de un mismo territorio, en un régimen semejante al de apartheid. Obviamente, esta solución es inaceptable en el marco de los sistemas contemporáneos de derechos humanos. Una segunda opción es la de la asimilación: la respuesta es el rechazo de la diversidad por la vía de la eliminación de las identidades particulares y su subsunción en una única identidad cultural. Esta respuesta tampoco es viable en el moderno Estado de Derecho, al menos tal como la comprensión actual de este concepto parece desarrollarse (piénsese por ejemplo en la multiplicidad de normas de derecho internacional que constriñen a los Estados a respetar las identidades culturales presentes en su territorio). De hecho, en sus orígenes, el Estado moderno se basó precisamente en un cierto grado de asimilación por incorporación de todos los individuos a un común proyecto nacional. Esta asimilación implicó la imposición de una lengua oficial, un sistema de educación obligatoria y uniforme, la centralización del poder político, la adopción de símbolos, héroes y mitos nacionales, la construcción de un sistema legal unificado, etc. Este mismo mecanismo fue utilizado más recientemente para la construcción del Estado nacional en los regímenes poscoloniales y poscomunistas (Kymlicka, 2007: 61–65). Sin embargo, el cuadro internacional de protección de derechos humanos parece imposibilitar esta política en la actual situación.

Descartadas las dos opciones anteriores, podemos explorar otras dos posibilidades. La primera implicaría que el Estado tratara a todos los ciudadanos de modo igualitario, prescindiendo de sus diferencias identitarias. En contraste con una política asimilacionista, esta perspectiva igualitarista no tiende a eliminar la diferencia, sino a tornarla públicamente irrelevante. Así, desde esta visión, nadie puede reivindicar un trato especial por parte de los poderes públicos en virtud de su particular identidad. Esta propuesta, sin ser asimilacionista, es heredera de los principios fundamentales del Estado moderno, ya que es aceptado que la homogeneidad social en el Estado se basó en los principios jurídicos de legalidad, universalidad e igualdad ante la ley (Salazar Benítez, 2007). Estos principios fueron particularmente ciertos en materia religiosa. El nacimiento de la democracia liberal responde, precisamente, a la pregunta sobre el modo de garantizar la convivencia de diferentes opciones religiosas en un mismo territorio sin que los ciudadanos se enfrentasen unos con otros por creer en diferentes verdades religiosas. La respuesta de la democracia liberal fue la de otorgar primero tolerancia y luego libertad religiosa, a la vez que establecer un sistema de respeto al pluralismo, basado en la neutralidad que garantizaba un trato formalmente igualitario a todos los ciudadanos. Es cierto, sin embargo, que estos principios proclamados no fueron siempre estrictamente aplicados desde el Estado.

La segunda respuesta posible es dar un tratamiento diferenciado a los ciudadanos en razón de sus pertenencias culturales. Esto implica tener en cuenta las particularidades identitarias de los grupos y adjudicar derechos específicos en función de la pertenencia a esos grupos. De hecho, la igualdad formal de los ciudadanos ante la ley se mostró pronto como una formalización que oculta diferencias de género, de raza, de clase y, en lo que a nosotros nos interesa aquí, entre contextos culturales en los que tiene lugar el reconocimiento de derechos y el acceso a bienes. Las propuestas de ciudadanía diferenciada demandan considerar públicamente las características específicas de las societal cultures minoritarias.2 Esta consideración sería una exigencia de justicia, derivada del hecho de que la normatividad jurídica (a diferencia de lo que sostienen los partidarios de la ciudadanía formalmente igualitaria) no es culturalmente neutral, sino que refleja los rasgos culturales de la mayoría.

La definición de minoría no suscita unanimidad entre los teóricos. Siguiendo a Voutat y Knuesel (1997), pueden mencionarse al menos tres formas diferentes de definir una minoría. La primera es de tipo jurídico-institucional, y define a la minoría desde una perspectiva numérica: una minoría es un grupo cuantitativamente menos importante que la mayoría, ya sea que se considere su fuerza numérica real (en términos de la porción de la población que significa), o que se considere su fuerza numérica en términos de representación política (lo que puede llevar, paradójicamente, a incluir a las mujeres entre los grupos minoritarios). Esta aproximación oculta los procedimientos políticos que permiten distinguir como pertinentes determinados rasgos en la definición del grupo minoritario, excluyendo otros.

La segunda opción es de tipo inductivo, y consiste en identificar, a partir de las diferentes situaciones minoritarias, los elementos comunes que permiten que en todos esos casos se use la expresión minoría y de este modo encontrar una definición descriptiva capaz de distinguir los mecanismos en funcionamiento en el interior de los propios grupos minoritarios. Una definición inductiva sería la que identifica a la minoría como un grupo de personas que por sus características físicas o culturales se distinguen de otras en la sociedad en la que viven, reciben un tratamiento inequitativo y se consideran a sí mismos objeto de discriminación colectiva. En general, este tipo de definiciones se basa en la sumatoria de tres elementos: la existencia de diferencias objetivas (de raza, de lengua, de religión, etc.), una situación de subordinación de uno de esos grupos en relación con otro u otros, y una toma de consciencia de la diferencia y de la subordinación que ella implica. Sin embargo, este tipo de definiciones no es siempre clara en lo referente a la relación entre esos tres elementos: ¿son las características objetivas las que determinan la subordinación y luego la toma de conciencia? ¿Es, por el contrario, la propia construcción subjetiva la que pone en primera línea las diferencias?

Finalmente, y en tercer lugar, las definiciones de tipo relacional conciben a las minorías como un grupo dominado por un acto de poder que, al instituir un rasgo de diferencia como inferioridad, transforma al grupo en minoría. Aquí lo fundamental no es el elemento empírico de las diferencias observables, sino la existencia de una discriminación estatutaria que revela, de parte del grupo dominante, la existencia de un trabajo simbólico de construcción de la alteridad.

No podemos analizar en profundidad todas estas perspectivas. Sólo diremos que consideramos a las minorías (y en particular las minorías que constituyen una societal culture), en primer lugar, desde un punto de vista cuantitativo: una minoría es un grupo de personas que, constituido en cuanto tal a partir de uno o más rasgos físicos o culturales, es cuantitativamente menos significativo que otros grupos. Sin embargo, y aquí hacemos eco de las críticas antes señaladas, hay que tener en cuenta el hecho de que considerar ese rasgo y no otro como relevante es el resultado de un proceso político de significación. Este proceso tiene especificidades que repercuten directamente en la conformación del grupo minoritario y en el modo en que el grupo minoritario se percibe a sí mismo, así como en el modo en que es percibido por los miembros de los otros grupos.

Es nuestro propósito presentar los dos modelos teóricos referidos –el de la ciudadanía formalmente igualitaria y el de la ciudadanía diferenciada–. Resulta de interés una precisión terminológica previa. Por ciudadanía diferenciada referiremos al concepto de derechos diferenciados, entendiéndolos como derechos especiales en función de la identidad de un individuo o grupo. Queremos aclarar que este concepto no se superpone con el de derechos colectivos, es decir, los derechos que tienen como sujeto titular a una colectividad de individuos. Los derechos diferenciados pueden ser de titularidad individual o colectiva. En efecto, hay derechos diferenciados que, aunque se otorguen en razón de la pertenencia a una determinada colectividad, son sin embargo de titularidad individual (por ejemplo, el derecho de un individuo de religión judía a que no se le tome examen en día sábado). Inversamente, hay muchos derechos que pueden considerarse colectivos, porque son de titularidad de un grupo de personas, pero que no tienen carácter diferenciado (por ejemplo, el derecho de huelga de los sindicatos, que se otorga igualitariamente a todos los sindicatos, y no a algunos en particular por su específico origen).

El igualitarismo formal de la tradición liberal-republicana

Según plantea Jürgen Habermas (1994), la tradición liberal-republicana se forja dentro de una tensión entre dos elementos que han de articular el funcionamiento del Estado constitucional. Por un lado, la soberanía popular, en tanto facultad de los miembros de la comunidad política de gobernarse colectivamente por sí mismos. Por otro lado, el respeto a los derechos humanos que garantiza que los individuos sean gobernados imparcialmente por las leyes, y no por los individuos. En la concepción política de raigambre liberal-loc-keana, los derechos humanos son considerados prioritarios frente a la soberanía popular, porque sólo así se puede garantizar la autorrealización del individuo conforme a su autonormación. En cambio, en la concepción republicana, la soberanía popular entendida como requisito de la autorrealización del pueblo en el ejercicio de su autonormación democrática, prevalece sobre los derechos humanos.

La perspectiva liberal clásica pone énfasis en la autonomía de los individuos que se relacionan libremente en la sociedad-mercado. Frente a las elecciones de las personas, la política tiene sólo una función mediadora: la garantía de la autonomía de los individuos mediante la no intromisión de los demás individuos y del Estado en el propio espacio de desarrollo de cada uno. El status de ciudadano se deriva así de la titularidad de una serie de derechos negativos fundados en una ley racional superior, es decir, de un ámbito de libertad de coerción frente al poder estatal, ámbito en el cual los individuos pueden perseguir libremente sus fines particulares.

La autorrealización de un proyecto de vida buena es, entonces, una cuestión de cada individuo, frente a la cual el Estado ha de permanecer neutro. Esta neutralidad pretende basarse en la distinción entre los compromisos políticos compartidos y las opciones de vida que cada ciudadano puede adoptar. Los compromisos políticos, en el ámbito público, son el resultado de la adopción de un punto de vista imparcial; las opciones de vida buena, en cambio, son perseguidas por cada individuo en su ámbito privado. La identidad de los ciudadanos (en términos culturales, religiosos, sexuales, etc.) es una derivación de su concepción de lo que es la vida buena y por ello una cuestión privada.

La comunidad de ciudadanos no se articula en torno de valores culturales o éticos, sino que es una comunidad plural que se organiza en torno a ciertas estructuras políticas compartidas por los ciudadanos, entendidos como sujetos morales autónomos, libres e iguales. Los puntos de vista particulares no entran en la discusión pública, y el Estado resulta así un mediador imparcial y blind to differences.

Siguiendo a Habermas, desde la perspectiva republicana la política supone más que la función mediadora acordada por el liberalismo: es la formulación de un proyecto ético común sustantivo. Lo que justifica la existencia del Estado no es la mera protección de derechos privados, sino la garantía de la formación de una voluntad y comprensión común a todos los ciudadanos. A su vez, los derechos no son sino manifestaciones de la voluntad política dominante.

Para la visión republicana, lo que interesa no es tanto la realización del proyecto individual de cada uno, sino la realización del proyecto común de los ciudadanos. Aquí no se puede decir que el Estado sea totalmente neutral respecto al ideal de vida buena, porque este ideal busca su realización precisamente en la vida de la comunidad, en la organización cívica. Pero es –al igual que el modelo clásico liberal– un Estado blind to differences (y en este sentido neutral), ya que todos los ciudadanos participan, en razón de su común condición de ciudadanos y no en razón de sus particularidades, en la construcción y ejecución de ese proyecto común.

Ambas vertientes están de acuerdo en un punto: la igualdad formal de los ciudadanos. Ya sea que se entienda a la igualdad como igual libertad de coerción respecto del Estado o como igual condición de ciudadanos que justifica la simétrica participación en la vida cívica, de modo que no hay lugar para las diferencias en el ámbito público. Las diferencias van a parar al ámbito privado. Ahora bien, el Estado sólo garantiza la supervivencia en tal ámbito de aquellas formas de vida que otorgan a sus miembros la posibilidad de tener sobre ellas un examen crítico, y dan a las futuras generaciones no sólo la posibilidad de aprender de otras tradiciones, sino incluso de cambiar de tradición.

Para los críticos, la igualdad formal de la tradición liberal-republicana llevaría implícita una idea de ser humano abstracto, independiente de su género, raza, religión, clase u origen cultural, que enmascararía al verdadero destinatario de los derechos. Éste sí tendría género, raza, religión, clase y origen cultural definidos (habitualmente, varón adulto, blanco, cristiano, con capacidad de trabajo y propietario). Por eso, como propone De Lucas (2000: 74–76), un verdadero reconocimiento universal de derechos exigiría tener en cuenta esas diferencias. Además, la igualdad formal de trato reforzaría la homogeneidad del grupo social, produciendo la exclusión de los diferentes. Las políticas de universalización formal de derechos enmascararían una política de asimilación a las normas del grupo dominante, haciendo desaparecer las diferencias culturales (García Giráldez, 2000).

En el mejor de los casos, podría decirse desde una perspectiva crítica, que la propuesta igualitarista de la tradición liberal-republicana aceptaría cierto grado de tolerancia hacia los diferentes. Esta tolerancia sería así una mera concesión, una especie de gracia que quienes definen las reglas del juego (y que por esa razón son beneficiarios de verdaderos derechos y libertades y no de una simple tolerancia graciosa) hacen a los diferentes.

Jean Jacob Rousseau e Immanuel Kant representan sendas propuestas teóricas en el contexto igualitarista formal. El primero, con énfasis en los elementos de la tradición republicana, entiende que la voluntad general está orientada por un propósito común a todos los ciudadanos que participan en su formación de modo igualitario. El segundo, con énfasis en la tradición liberal, entiende que la garantía de las libertades es un prerrequisito de la formación de la voluntad política.

La corriente igualitarista es retomada por no pocos autores contemporáneos. Aquí mencionaremos dos que por su peso son particularmente significativos: John Rawls y el propio Jürgen Habermas. Mientras que en Rawls el igualitarismo parece manifestarse en su forma más puramente liberal, Habermas intenta un igualitarismo que sintetiza liberalismo y republicanismo.

El liberalismo político de Rawls intenta responder a la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que exista una sociedad justa y estable con ciudadanos libres e iguales, cuando éstos mantienen doctrinas morales, religiosas y filosóficas diferentes y en muchos casos incompatibles? La respuesta va pareja a la necesidad de encontrar un consenso político superpuesto de doctrinas comprensivas razonables. Es decir, encontrar las condiciones para que los ciudadanos puedan adherir al consenso político, pero cada uno desde su propio punto de vista y por sus propias razones (Rawls, 1993: 133–134).

El concepto de doctrina comprensiva,3 está íntimamente ligado a la idea de ciudadanos racionales y razonables con la que trabaja Rawls. Los ciudadanos razonables de Rawls quieren vivir en una sociedad en la que puedan cooperar con otros ciudadanos en términos aceptables para todos. Ahora bien, cada ciudadano razonable tiene su propia doctrina comprensiva, es decir, su propia concepción acerca de lo bueno y lo malo, de dios, del sentido de la vida humana, etc. Y como los ciudadanos razonables saben que en estas materias existen importantes diferencias –incluso entre personas bien informadas y que actúan de buena fe–, aceptan no imponer su propia doctrina comprensiva a los demás.

Esta perspectiva supone que cada ciudadano dispone de un plan racional de vida conforme a su doctrina comprensiva, es decir a su visión racional de lo bueno, según la cual ordena sus esfuerzos y utiliza los bienes de los que dispone (Rawls, 1993: 164–181 y 2002: 139). Considerando a los ciudadanos como seres libres e iguales que tienen diferentes concepciones de lo bueno, se puede, sin embargo, construir una lista de bienes primarios necesarios para el desarrollo de todas esas concepciones, que han de ser distribuidos conforme a los criterios del consenso político. Estos bienes primarios se suponen deseables por cualquier ser racional, ya que son útiles para el desarrollo de cualquier plan de vida: se trata de las libertades básicas, la riqueza material, etc. El contenido del consenso político coincidirá con el que Rawls asigna a su concepción de la justicia como equidad. Los principios fundamentales resultantes del consenso político son aquellos que las personas –consideradas mutuamente autointeresadas y racionales– podrían reconocer como restricciones destinadas a la asignación de derechos y deberes cuando se encuentran situadas de forma similar y se ven requeridas a llegar a un compromiso. Esta concepción política resultante no afirma ni niega ninguna de las doctrinas comprensivas que la sustentan y no necesita ser admitida por los ciudadanos como una doctrina comprensiva, aunque pueda serlo (Rawls, 1993: 150–155).

Para Rawls (1994: 11–12), las doctrinas comprensivas pasan a estar en el ámbito de la razón no pública, donde se encuentran las asociaciones de diverso tipo (iglesias, sociedades científicas, asociaciones profesionales, etc.) que constituyen la sociedad civil y forman el trasfondo cultural de la razón pública.4 Una característica esencial de estas asociaciones –y de las doctrinas comprensivas que se identifican con cada una de ellas– es que se aceptan libremente.

Rawls no ubica la pertenencia cultural como uno de los bienes primarios cuya protección debe ser públicamente decidida. No es que Rawls no considere la pertenencia cultural como un bien. Lo que sucede es que ella cae fuera del reparto público de los bienes. Decidir a qué tradición cultural se quiere pertenecer, y organizar los medios para garantizar la pervivencia de esa tradición, es una cuestión privada.

Una vez adoptado, el consenso político ha de prevalecer sobre aquellos valores que entran en conflicto con él, ya que sólo ese consenso hace posible la cooperación social en condiciones de igualdad; claro que puede preverse que los conflictos se verán disminuidos, ya que el consenso político está sustentando en (y por ello es en principio compatible con) las doctrinas comprensivas de los ciudadanos (Rawls, 1993: 157). En otras palabras, sólo son admisibles los planes de vida (las concepciones de lo bueno) que sean compatibles con los principios de la justicia, y los reclamos de bienes primarios por parte de los ciudadanos para llevar adelante esos planes han de hacerse conforme a tales principios de justicia; en consecuencia, el sólo hecho de que exista una fuerte aspiración a lograr determinados objetivos, no transforma de por sí en legítimas las respectivas reivindicaciones de recursos públicos, ni les habilita a exigir que esos objetivos sean considerados objetivos públicos (Ibíd., 1993: 180–189).

La idea de la justicia como equidad proclama la neutralidad estatal en el sentido de que el Estado no promueve ninguna doctrina comprensiva en desmedro de otra. El Estado sólo garantiza el marco neutral (el del consenso político) en el interior del cual las formas de vida a las que adhieren los individuos han de luchar por la supervivencia.

Por ello, la neutralidad no puede ser entendida en el sentido de que el Estado asegura igual protección para cualquier concepción de lo bueno (porque han de excluirse aquéllas que sean incompatibles con la justicia), ni en el sentido de que el Estado garantiza la permanencia, en el largo plazo, de todas las doctrinas comprensivas. Respecto de esto último, se puede lamentar que las políticas públicas tengan como efecto la desaparición en el tiempo de algunas formas de cultura o de estructura social. Pero esto por sí sólo no constituye una injusticia. La desaparición no se puede imputar, según Rawls, a su concepción de justicia, ya que si una doctrina comprensiva no es capaz de sobrevivir en una sociedad ordenada conforme a los principios del liberalismo político, no hay una vía consistente con los principios de la justicia de mantenerla (Ibíd., 1993: 192–198).

Como señalamos, Habermas intenta una síntesis de las propuestas liberales y las republicanas. En su modelo de democracia deliberativa existe una conexión interna entre derechos humanos y soberanía popular: para Habermas, los derechos humanos son las condiciones que sirven para institucionalizar las formas de comunicación necesarias para garantizar un proceso legislativo autónomo políticamente (Habermas, 1994a: 229–230 y 1999: 115). No son tanto condiciones restrictivas como habilitadoras del ejercicio de la soberanía popular. Los derechos que garantizan la autonomía privada no son ni puros límites a la soberanía popular, ni meros requisitos formales del proceso democrático: para el autor alemán, la autonomía privada y pública son co-originales y de igual importancia.

Habermas intenta defender una forma de liberalismo respetuosa de los derechos individuales pero al mismo tiempo ajena al Estado blind to differences del liberalismo más ortodoxo (Habermas, 1994b: 112–113 y 1999: 115). Esto es posible porque la autonomía de aquellos a quienes se dirige la ley, no ha de entenderse sólo como autonomía privada garantizada por derechos individuales, sino también como autonomía pública en el sentido de que los sujetos se ven a sí mismos como los autores de las leyes a las que están sometidos en tanto sujetos privados. En otras palabras, para que el Estado no sea insensible a las diferencias económico-sociales ni a las diferencias culturales, todo lo que se requiere es una consistente actualización del sistema de derechos por medio de un acuerdo de los ciudadanos respecto de qué situaciones han de ser consideradas iguales y tratadas en consecuencia, y qué situaciones son merecedoras de un trato particular. En definitiva, si se lee la teoría de los derechos en el sentido de incluir una actualización democrática de tales derechos, no haría falta introducir derechos diferenciados ajenos a la perspectiva liberal.

La postura de Habermas implica abrir las puertas a las demandas de reconocimiento de las identidades culturales, pero no desde una forma de favoritismo o excepción, sino desde el diseño y producción de la misma normatividad jurídica que así evitaría ver comprometida su neutralidad (Del Águila, 2007). Los derechos han de servir para garantizar a todos los ciudadanos un acceso igualitario a las comunicaciones, tradiciones y prácticas que esos mismos ciudadanos consideran necesarias para el mantenimiento de su identidad (Habermas, 2003: 11–12).

En una perspectiva que puede calificarse como igualitarista en lo fundamental, el planteo de Habermas pretende hacer un lugar al reconocimiento de las diferencias. Un punto central para comprender la propuesta del filósofo alemán, es su distinción entre cuestiones éticas y cuestiones morales. Las primeras son las que surgen cuando nos enfrentamos a decisiones sobre el propio plan de vida, tanto en la dimensión individual como en lo colectivo, es decir, sobre lo que uno mismo o nosotros consideramos que es la vida buena; las segundas en cambio aparecen cuando intentamos resolver conflictos intersubjetivos de acuerdo con los intereses de todos los involucrados.

La propuesta liberal ortodoxa es la de un Estado neutro ante cualquier opción ética. Para Habermas, en cambio, esto es imposible (Habermas, 1994b: 122–128 y 1999: 124–125). El Estado constitucional está permeado por opciones éticas. Las decisiones legislativas son efectivamente la actualización de un sistema universal de derechos, pero no un mero reflejo del mismo. Los ordenamientos jurídicos están impregnados de opciones éticas en tanto que interpretan el contenido universalista de los derechos a partir de la experiencia histórica y la forma de vida de un determinado pueblo.5

Como la integridad del individuo sólo puede ser garantizada protegiendo el ámbito de experiencias compartidas y contextos de vida en los que la persona ha sido socializada, es necesario garantizar iguales derechos de coexistencia a los diferentes grupos étnicos o culturales. Pero la protección de tales grupos está justificada sólo como una forma de reconocimiento a las identidades de sus miembros, no como una forma de protección ecológica de la cultura en sí misma. No se protegen culturas como se protegen especies en vías de extinción. La única forma de protección de la cultura en sí es la que ella misma pueda garantizar, de modo que a pesar de la revisión crítica a que debe estar abierta, las nuevas generaciones puedan optar por continuar en las tradiciones en lugar de salirse de ellas. En todo caso, el respeto del Estado constitucional tiene un límite: las interpretaciones del mundo de carácter fundamentalista, es decir, aquellas que exigen exclusividad para su forma de vida. El Estado constitucional sólo acepta aquellas visiones del mundo que son capaces de reconocerse mutuamente (Habermas, 1994b: 128–133).

De acuerdo con esta visión, el Estado constitucional no es completamente neutral. Exige adhesión a un sistema de derechos, actualizados conforme a las exigencias de un determinado contexto histórico que constituye la forma de vida de la comunidad. Pero más allá de este patriotismo constitucional –a todos exigible– el Estado sí permanece neutral frente a las opciones de vida de las subcomunidades incluidas en él porque –como se dijo más arriba– es necesario garantizar iguales derechos de coexistencia a los diferentes grupos. Claro que las opciones éticas de las distintas subcomunidades coexistentes forman parte del horizonte general a la luz del cual han de interpretarse los derechos fundamentales garantizados por el Estado democrático. En este sentido, el contenido del patriotismo constitucional al cual se le exige adhesión, también debe entenderse como una obra (parcialmente) suya. Al ciudadano sólo se le exige lealtad a ese patriotismo constitucional, pero no a una determinada opción de vida. El Estado incorpora a las minorías, pero sin integrarlas en la uniformidad de una comunidad homogeneizada (Habermas, 1994b: 134–135 y 1999: 118).

El igualitarismo liberal y republicano, en sus diferentes variantes tanto clásicas como contemporáneas, aboga en definitiva por una concepción igualitaria formal del ordenamiento jurídico. Esta posición igualitarista ve con desconfianza la existencia de derechos reconocidos en función de la pertenencia a un determinado grupo. Es decir, en la perspectiva igualitarista formal no encajan los derechos diferenciados como derechos derivados de una pertenencia identitaria. Esto es muy claro en el caso de posiciones liberales clásicas (al estilo Rawls): el marco político es un esquema neutral que no reconoce públicamente las diferencias culturales. Con matices, lo mismo sucede en una posición republicana (o liberal-republicana, al estilo Habermas): aquí se supone que el reconocimiento de derechos especiales no es necesario, porque el esquema general de los derechos ha sido conformado a la luz de las opciones éticas de la comunidad política y las subcomunidades que están en su interior.

Parece que la razón última de esta situación es una determinada idea de universalidad o imparcialidad implícita, con variantes, en las perspectivas liberales y republicanas. Un sistema jurídico legítimo es aquel que puede soportar un ejercicio de universalización (ya sea en abstracto –como proponen los liberales–, ya en el contexto de una determinada tradición que se corresponde con un pueblo –como proponen los republicanos–). El particularismo de las identidades difícilmente cuadra con esta idea de universalidad.

Así planteado, parece difícil negar la influencia de la Modernidad ilustrada en estas concepciones. Un sistema de derechos definido en términos formales, y su correlato, el igual sometimiento de todos a la ley, con prescindencia de las cualidades particulares de los sujetos involucrados, son la traducción al campo jurídico de los postulados políticos de universalidad. Recuérdese aquella afirmación del artículo VI de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, según la cual la ley debe ser la misma para todos, sea que ella proteja, sea que ella castigue.

Por ello, un punto de contacto entre liberales y republicanos es su negativa a la protección de las diversas formas culturales existentes en el interior de la unidad política. Para un liberal estricto, las diversas formas culturales son ideales de vida buena que deben luchar por sobrevivir. La coerción pública sólo puede emplearse para garantizar el consenso político, y las culturas de los diversos grupos no forman parte de tal consenso. Para un republicano consecuente, la única cultura que importa es la de la comunidad política considerada como un todo, que ha cristalizado en el patriotismo constitucional. La supervivencia de las culturas de las subcomunidades es algo que ellas deberán procurar por sus propios medios.

La ciudadanía diferenciada

La idea de la universalidad de los derechos implícita en la postura igualitarista pone como eje al individuo abstracto titular de derechos. Al hablar del reconocimiento de derechos diferenciados, en cambio, el eje está puesto en las comunidades que conforman el Estado, cuyos miembros reclaman un trato diferenciado. Desde esta perspectiva, la ciudadanía plena implica, además de las dimensiones civil, política y social, una dimensión identitaria que exige la diferenciación de derechos en función de la pertenencia a determinado grupo (García Giráldez, 2000). De este modo, la justicia no requiere la eliminación de las diferencias, sino justamente lo contrario, su promoción y respeto. Es esta dimensión identitaria de la ciudadanía la que obliga a que el esquema de los derechos se module en función de las formas de vida de las colectividades que componen el Estado. Existe así una diferencia sustancial entre el primer modelo y el segundo, ya que este último exige la integración de las identidades en la propia normatividad jurídica.

Las propuestas de ciudadanía diferenciada son diversas y tienen características diferentes según los autores. Si seguimos el análisis que hace Matteo Gianni (2001), autores como Charles Taylor y Will Kymlicka se incluirían entre aquellos que parten de un concepto restringido de multiculturalidad entendida como convivencia de diferentes societal cultures (que son, como ya hemos dicho, culturas que proporcionan a sus miembros formas de vida significativas para toda una gama de actividades humanas, compartiendo por lo general un idioma común). En cambio, autores como Iris Marion Young ofrecen un criterio amplio de multiculturalidad al incluir como destinatarios de los derechos diferenciados a todos aquellos grupos cuyos miembros comparten valores, estilos de vida e intereses, aunque no constituyan una societal culture.6 Aquí nos detendremos en la primera corriente.

Los trabajos de Taylor se enfocaron originariamente en la necesidad de protección de las comunidades nacionales, ejemplificando con el Québec francófono en Canadá. Este interés de Taylor en la protección de las comunidades nacionales venía justificado por su intento de realizar una nueva lectura de lo que él denomina la cultura de la autenticidad. Se trata de una forma de vida que nació en el siglo XVIII, recibió luego aportes del romanticismo y se centra en dos ideas fundamentales: primero, que la fuente de la moralidad es la libertad humana de autodeterminarse; segundo, que cada persona tiene un modo particular de ser humano. Sin embargo, este ideal de vida se ha deslizado, en nuestra época, hacia formas de realización personal orientadas sólo hacia el propio yo, combinadas con una tendencia intelectual general hacia el nihilismo. La respuesta de Taylor no es el rechazo de la ética de la autenticidad, sino por el contrario, una crítica a sus derivas subjetivistas en nombre del propio ideal de la autenticidad. La defensa del ideal de autenticidad implica una reivindicación de los lazos comunitarios, en razón del carácter esencialmente dialógico de la vida humana: la formación de la identidad de los seres humanos se produce efectivamente contra el horizonte de la vida en común (Taylor, 1991 y 1996). En otros trabajos, Taylor (2007 y 2010) ha ampliado sus intereses a comunidades diferentes de los grupos nacionales, tales como los grupos inmigrantes y las minorías religiosas.

Del mismo modo, Kymlicka propone como destinatarios de las políticas diferenciadas a las minorías nacionales, los pueblos indígenas y los grupos de inmigrantes (Kymlicka, 1996b: 119–141 y 1996a: 21–23). En los dos primeros casos cabe hablar de una sociedad multicultural multinacional; en el último, de sociedad multicultural poliétnica. La diferencia entre multiculturalismo multinacional y multiculturalismo poliétnico radica en el carácter no elegido de la pertenencia a una minoría nacional o a un pueblo indígena (constitutivos de una sociedad multinacional), mientras que el cambio del lugar de residencia originado en la migración (constitutivo de una sociedad poliétnica) sí es, al menos teóricamente, resultado de una elección personal. El liberalismo de Kymlicka tiene muy en cuenta la diferencia entre circunstancias elegidas y no elegidas, por lo que la protección de las minorías nacionales y de los grupos indígenas es más fuerte que la de los grupos inmigrantes.

Por ello, para Kymlicka, el caso de los inmigrantes es especial. Respecto de ellos sí es posible tener ciertas perspectivas de integración, ya que ellos han decidido libremente abandonar su propio país para vivir en otro lugar (aunque se reconoce que esta es una teoría ideal, que se basa en un mundo totalmente justo en el que nadie se viera obligado a dejar su propio país). Sin embargo, la ausencia de un derecho a recrear totalmente la propia cultura en el país de acogida no quiere decir que no tengan derecho a la expresión de su propia identidad –lo que exige la adaptación de ciertas prácticas en la sociedad receptora para acomodar las diferencias de los inmigrantes–. De hecho, en un trabajo más reciente, Kymlicka ha afirmado que el mayor riesgo para la cohesión social en las sociedades multiculturales proviene de sus minorías nacionales históricas, no de los grupos inmigrantes, a pesar de los temores que se generan en torno de estos últimos y que dan lugar a políticas de reforzamiento de la cohesión social (Kymlicka, 2011).

Kymlicka postula un liberalismo peculiar, que exige un compromiso con las societal cultures que proporcionan formas de vida significativas a los individuos: si se entiende el liberalismo como libertad de elegir las propias opciones de vida y de revisarlas, es necesaria la societal culture como ámbito de elección. La libertad de los liberales no es la libertad de trascender la propia cultura e historia (aunque algunas personas puedan sentirse cómodas en esta situación), sino la libertad de desenvolverse en el ámbito de la propia societal culture.

Las relaciones entre la integración de las minorías nacionales y los pueblos indígenas, por un lado, y los grupos inmigrantes, por otro, pueden ser variadas. Una primera posibilidad es que las estructuras multinacionales resulten hostiles a la integración de los inmigrantes. Una segunda posibilidad es que, inversamente, se usen los mecanismos de inclusión de las minorías inmigrantes para debilitar los reclamos de los grupos históricos. Para Kymlicka, estas dos posibilidades son inconvenientes. La tercera posibilidad es la de la integración posnacional de los inmigrantes. Esto implica que los inmigrantes son incluidos sin identificarse con ninguna minoría histórica concreta. Aunque a primera vista esta posibilidad parece atractiva, en los hechos no sería posible integrarlos de una manera neutral. Por eso, lo que Kymlicka propone es que en aquellos Estados que reciben inmigración y que son además Estados multinacionales, los grupos inmigrantes sean integrados a través de las líneas de los grupos nacionales internos (Kymlicka, 2011).

Kymlicka, como hemos visto, intenta justificar la existencia de derechos diferenciados en una teoría liberal. La propuesta de Taylor, por su parte, enraíza en presupuestos comunitaristas. Los dos autores abordan la cuestión del pluralismo desde perspectivas diversas. Sin embargo, el propósito que los anima es, en el fondo, el mismo. Se trata de poner de manifiesto la insuficiencia de una concepción puramente formal y abstracta del sistema jurídico. Un orden jurídico que no tiene en cuenta la particular situación en la que se hallan los sujetos reales, y no individuos abstractos, resulta en la imposición de patrones jurídicos por parte de un grupo sobre otro.

Una cuestión que guarda estrecha relación con la de los destinatarios es si al hablar de ellos el énfasis se pone en los aspectos colectivos o individuales; en otras palabras, nos interesa preguntar cuál es la relación de los individuos con el grupo del que forman parte. El enfoque de Taylor parecería en este sentido tener más en cuenta la protección de la cultura en sí misma que la igualdad de sus miembros. De hecho, pone de manifiesto que el mayor riesgo de la deriva subjetivista de nuestro tiempo es la fragmentación. La gente se vuelve cada vez más incapaz de aceptar propósitos comunes y llevarlos a cabo, lo que produce finalmente una falta de identificación con la sociedad como comunidad (Taylor, 1991, 109–121). El énfasis en los aspectos sociales por sobre los individuales, según se ha advertido, podría dar lugar a situaciones opresivas del individuo por parte del grupo (Gianni, 2001: 32–33 y Peña-Ruiz, 2008: 213). Es interesante ver cómo en algunos de sus escritos, Taylor enfatiza la necesidad de cierta homogeneidad cultural como presupuesto de la deliberación democrática (Taylor, 1996: 15–16).

Kymlicka en cambio –en sintonía con sus presupuestos liberales– entiende que sólo merecen protección aquellas culturas que otorgan estrategias de salida de los miembros hacia otras culturas. Es decir, no se pueden legitimar las restricciones internas (Kymlicka, 1991: 169 y 1996b: 65). Las culturas merecen ser protegidas sólo en la medida en que garantizan efectivamente el contexto de elección individual de sus miembros (por ejemplo, una cultura homofóbica no es merecedora de protección, en tanto que reduce la libertad de elección del estilo de vida sexual de sus miembros). A pesar de que reconoce que es real el riesgo de que las políticas de multiculturalismo terminen imponiendo restricciones internas, considera que esto no es una consecuencia necesaria, y que por ello se pueden defender los derechos diferenciados sin aceptar el derecho del grupo a imponer determinadas prácticas a los miembros que no quieren mantenerlas.7

Del bosquejo de los lineamientos comparativos presentados, parece que la línea divisoria respecto de la justificación de las restricciones internas se sitúa en las fronteras del comunitarismo. En efecto, cuanto más fuerte y esencializada es la idea de comunidad con la que se trabaja, mayor es el margen para este tipo de restricciones. Esto es una consecuencia inevitable del alejamiento que estas posturas manifiestan respecto del individualismo de la Modernidad. El proyecto emancipatorio moderno fue, entre otras cosas, un acto de liberación del individuo respecto de las ataduras que suponían los grupos intermedios. En la medida en que las propuestas comunitaristas vuelven a definir al individuo en función de una pertenencia colectiva, legitiman la injerencia del grupo en la libertad individual.

También existen diferencias entre las propuestas de ciudadanía diferenciada en cuanto al contenido de los derechos diferenciados. Hay que tener en cuenta que –aunque algunos autores pongan énfasis en el valor de cada cultura en sí misma, y por ende en la necesidad de protegerla– lo que justifica el otorgamiento de derechos diferenciados es la búsqueda de la igualdad real y no meramente formal. Como apunta De Lucas, el reconocimiento de la diferencia es el punto de partida para la igual condición de la ciudadanía, y por lo tanto, el igual reconocimiento de derechos (De Lucas, 2000: 77). Es la necesidad de alcanzar una igual condición de ciudadanía la que justifica el reconocimiento de derechos diferenciados; y esto obviamente sin perjuicio del igualitario reconocimiento de los derechos universales clásicos. Una política de consideración de las diferencias culturales debería compensar el precio a pagar por una uniformizante política de derechos universales clásicos.

Para Taylor, el objetivo es encontrar un concepto de igualdad que no sea puramente formal, sino más bien receptivo de las diferencias (Taylor, 1994: 25–61). Según este autor, la Modernidad dio lugar a un reclamo de respeto a la igual dignidad de los seres humanos (lo que demanda la no discriminación de los ciudadanos por sus diferencias), pero simultáneamente dio lugar a un reclamo de trato diferenciado en función de las distintas identidades culturales. El argumento central que justificaría esta reivindicación, radica en que nuestra identidad está formada –al menos parcialmente– tanto por el reconocimiento como por el no reconocimiento de los demás. El respeto a las diferentes identidades podría llevar en algunos casos a preferir la defensa de la identidad cultural por encima de ciertos derechos individuales (no sólo de los miembros del grupo, cuestión mencionada más arriba, sino incluso de terceros). En este sentido, el modelo defendido por Taylor convoca a una distinción entre derechos fundamentales y otras ventajas o inmunidades generalmente reconocidas. Respecto de los primeros, no debe haber diferencia alguna; la protección del habeas corpus, por ejemplo, ha de estar garantizada en forma absolutamente igualitaria. En cambio, cuando estén en juego los segundos, habrá que balancear la importancia de los mismos respecto de la importancia del reconocimiento de las diferencias culturales, lo que puede dar lugar a preferir estas últimas.

Por su parte, para Kymlicka, la pertenencia a una comunidad particular es necesaria para la autonomía del sujeto, es decir, para que éste pueda formar su propia concepción de la vida buena (Kymlicka, 1996b: 152–171). Pero para que exista igualdad real entre las diferentes comunidades, es necesario garantizar derechos especiales a quienes se encuentran en una situación de desventaja. Por ello, los derechos de las minorías no tienden a crear desigualdades, sino al contrario, a eliminarlas. Hay también un argumento más diferencialista que igualitarista, aunque es secundario: la diversidad cultural es un bien que puede beneficiar incluso a las personas que no pertenecen a la cultura minoritaria protegida, enriqueciendo a la sociedad en su conjunto.

De hecho, las políticas multiculturales pueden definirse, desde esta perspectiva, desde la doble exigencia de freedom within groups y equality between groups (Kymlicka, 1996b: 211–212 y 2007: 137). Esto quiere decir que, por un lado, no son aceptables las restricciones internas (como se vio más arriba) y, por otro lado, las protecciones externas (que reducen la vulnerabilidad de la minoría frente al conjunto de la sociedad) están justificadas en tanto tienden a garantizar la igualdad real, pero no a legitimar la opresión de un grupo sobre otro.

La pertenencia a una comunidad cultural es un bien primario que ha de ser protegido, ya que la libertad de elección pregonada por los valores liberales requiere de un contexto cultural desde el cual los individuos puedan realizar sus elecciones. Ahora bien, ¿por qué esta protección ha de significar el reconocimiento de derechos diferenciados? Se torna aquí aplicable la distinción entre opciones y circunstancias: quien realiza una opción de vida costosa (por ejemplo, porque es amante de los vinos caros) no puede reivindicar legítimamente un apoyo estatal especial. En cambio, quien se encuentra en circunstancias no elegidas que le imponen costos especiales (por ejemplo, porque padece una enfermedad grave) sí puede reivindicar tal apoyo extra. El reconocimiento de derechos diferenciados tiende a remediar una circunstancia no elegida: la desigualdad real de los contextos culturales (Kymlicka, 1991: 169–188). Sin embargo, no existe una sola sino varias políticas de reconocimiento de la identidad en función de los grupos que resulten involucrados. Unas serán las políticas diferenciadas a favor de los grupos indígenas, otras a favor de las minorías nacionales y otras a favor de grupos inmigrantes. Pueden, sin embargo, identificarse al menos tres tipos generales de políticas de ciudadanía diferenciada: el reconocimiento de derechos de autogobierno, el otorgamiento de derechos poliétnicos y la concesión de derechos especiales de representación (Kymlicka, 1996b; 46–55 y 2011: 285–286).

¿Cuál es el límite del respeto a la diferencia cultural en este modelo? Dado que lo que interesa no es la protección de las culturas en sí mismas, una alteración de la vida cultural no constituye un atentado a la integridad cultural de la comunidad salvo que mine de modo irreparable la estima de quienes adhieren a esta concepción, imposibilitándoles el mantenimiento de la identidad de la comunidad, y por consiguiente su contexto de elección.

Desde la óptica de quienes defienden el respeto de la diversidad, pero en una búsqueda de identidad compartida y posición estatal genéricamente neutral, el reconocimiento de derechos diferenciados comporta una doble dimensión de riesgos: por un lado, la prevalencia de la colectividad por encima de los derechos de sus miembros; por el otro, la fragmentación de intereses que imposibilita la búsqueda de bienes comunes.

La primera crítica parece señalar que las políticas de reconocimiento de la diversidad violarían la autonomía de los individuos, sometiéndolos al poder de los grupos a los que pertenecen. Esta crítica parece coincidir con la indicación de algunos autores de que es necesario poner a resguardo la dignidad humana frente a algunas prácticas culturales (Añón Roig, 1999). La crítica, que puede tener una dosis de verdad contra aquellas formas de políticas multiculturales que ven en la cultura un valor intrínseco que merece protección por sí mismo, es difícilmente aplicable respecto de aquellas políticas que operan sobre una base moral respetuosa de la individualidad (Pourtois, 2000).

La segunda crítica concierne la cohesión social. A veces se teme que el creciente reconocimiento de la diferencia pueda representar una amenaza para la unidad social. La respuesta de quienes defienden la diferenciación de derechos parece pasar por la distinción entre los inaceptables mecanismos de asimilación a la cultura dominante y los medios de integración que no tienen por qué ser rechazados. Esto último, fundamentalmente si se comprende la integración como integración en una ciudadanía cosmopolita.

Si las críticas anteriores pueden superarse, parece más difícil de sobrellevar la crítica sobre la afectación de la igualdad formal. El reconocimiento de derechos diferenciados lleva a renunciar –en dosis variables– a la igualdad formal aunque sea para alcanzar cuotas más altas de igualdad real. Parece, sin embargo, que el principio de igualdad ante la ley, aunque sea en su sentido formal, tiene un lugar demasiado importante en la historia de la lucha por los derechos como para abdicar apresuradamente de él. No se puede decir que las críticas que se hacen a un sistema jurídico que aplica estrictamente la igualdad formal no sean atinadas. Por el contrario, hemos visto más arriba los riesgos que tal tipo de modelos entrañan para los diferentes. Tal vez, la mejor apuesta pase por un difícil equilibrio entre los mecanismos de igualdad formal y los de ciudadanía diferenciada que buscan una igualdad real.

Conclusiones

A lo largo de este trabajo hemos buscado presentar las maneras en que la presencia de grupos minoritarios puede suscitar cuestiones de trascendencia para los ordenamientos jurídicos nacionales y, más genéricamente, para los Estados. Hemos visto cómo desde sus orígenes, el Estado moderno debió lidiar con una configuración social heterogénea en la que convivían perspectivas religiosas y culturales distintas.

Las sociedades contemporáneas dan testimonio de una creciente diversidad. A los grupos minoritarios muchas veces presentes en el Estado (como las minorías nacionales o los grupos indígenas), se suman otros nuevos. Los Estados son cada día más plurales desde el punto de vista cultural, no sólo porque las migraciones internacionales hacen que nuevos grupos se establezcan en lugares donde antes no estaban presentes, sino también porque ideas y valores circulan y se impregnan en determinadas regiones (piénsese por ejemplo en la expansión del evangelismo en América Latina). A estas sociedades, se les abren dos posibilidades al momento de generar respuestas a los reclamos identitarios de los grupos. Una primera vía es la de insistir en la aplicación estricta del principio de igualdad formal, evitando así cualquier decisión que implique excepciones al ordenamiento jurídico general en pos del reconocimiento público de las diferencias. La segunda vía es la inversa: la de configurar un ordenamiento jurídico receptivo a las reivindicaciones de las minorías, admitiendo que para garantizar una igualdad real, a veces son necesarias excepciones a la igualdad formal. El reto parece consistir en equilibrar las opciones de modo de alcanzar las cuotas más altas posibles de igualdad real, con el menor sacrificio posible en la igualdad formal.

Al analizar las propuestas teóricas de varios autores, tanto en una como en otra tendencia, hemos buscado poner de manifiesto no sólo la variedad de matices en los enfoques, sino también la complejidad de los problemas que se suscitan en ambos casos. Cabe aquí dejar aclarado, como último punto, que al exponer estas teorías hemos delineado en términos generales modelos ideales. La aplicación concreta de cualquiera de esos modelos nunca es pura, y da lugar a un sinnúmero de circunstancias que por razones de espacio no hemos discutido.

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Licenciado en Derecho por la Universidad Católica Argentina. Diploma de Estudios Avanzados en Filosofía del Derecho, Master en Investigación Jurídica, Doctor en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas, (Universidad de Zaragoza) donde actualmente se desempeña como Investigador (España). Sus líneas de investigación son: derechos de las minorías y las personas migrantes, laicidad y libertad de conciencia, crímenes del derecho internacional. Entre sus publicaciones recientes, destacan: “La deliberación democrática y los límites seculares de la argumentación en la esfera pública” (2013); y “Minority Rights in the International Covenant on Civil and Political Rights: Conceptual Considerations” (2013).

La adscripción y pertenencia de un individuo a una determinada colectividad es el resultado de complejos procesos de construcción de la identidad. Como señala Stuart Hall: “En el lenguaje del sentido común, la identificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún origen común o unas características compartidas con otra persona o grupo o con un ideal, y con el vallado natural de la solidaridad y la lealtad establecidas sobre este fundamento. En contraste con el naturalismo de esta definición, el enfoque discursivo ve la identificación como una construcción, un proceso nunca terminado: siempre en proceso. No está determinado, en el sentido de que siempre es posible ganarlo o perderlo, sostenerlo o abandonarlo. Aunque no carece de condiciones determinadas de existencia, que incluyen los recursos materiales y simbólicos necesarios para sostenerla, la identificación es en definitiva condicional y se afinca en la contingencia” (Hall, 2003: 15). Más adelante, Hall advierte sobre el riesgo de esencialización del concepto de identidad y señala que su propio concepto de identidad no es esencialista, sino por el contrario estratégico y posicional. Así, la identidad no es el núcleo estable del yo que se desenvuelve sin cambios a través de todas las vicisitudes de la historia, ni un yo colectivo verdadero y estable de un pueblo con una historia compartida (Hall, 2003: 16). En un sentido semejante, en la introducción de su libro Cultura e Imperialismo, Edward Said señala que la cultura es fuente de identidad, pero también un teatro de causas políticas e ideologías. Y advierte sobre los riesgos de buscar la pureza radical de una cultura, de considerarla como algo monolítico. Esta posición, indica Said, comenzaba a aparecer en algunas de las políticas de identidad implementadas en los Estados Unidos en el momento en el que él escribía ese texto (Said, 1992). Ver también, entre otros: Hall, (1989) y Homi (2002).

El tema del multiculturalismo ha sido objeto de importantes debates teóricos en años recientes. Además de los autores que principalmente se discuten aquí, conviene citar también: Villoro (1998); Olivé (1999); Modood (2008a y 2008b); Levey y Modood (2010); Meer y Modood (2012).

Rawls se ha interesado particularmente por las convicciones religiosas, aunque desde luego éstas no agotan el espectro de las doctrinas comprensivas posibles. El tema ha sido desarrollado en dos textos póstumos: su trabajo final de licenciatura, que es un estudio teológico sobre la fe y el pecado (Rawls, 2009); y una explicación sobre sus propias convicciones religiosas (Rawls, 2009). Al parecer, las reflexiones del autor norteamericano tendrían su punto de partida en la consideración sobre la posibilidad de convivencia de personas con convicciones religiosas enfrentadas, tal como se dio en Europa al comienzo de la Modernidad.

Aunque por razones de extensión no podemos desarrollar aquí este punto, hay que señalar que Rawls modificó algunos aspectos de su concepción de la razón pública a lo largo de su trayectoria intelectual. La versión más acabada se encuentra en uno de sus últimos escritos, en el que vuelve sobre esa noción (Rawls, 2002).

En la actualización concreta del sistema entra en juego la particular forma de vida de la sociedad. Una teoría de derechos universales no prohíbe a los ciudadanos optar, en su sistema legal, por una determinada teoría de lo bueno, compartida o acordada mediante la discusión política. Pero sí les impide privilegiar una forma de vida a expensas de otras existentes en el Estado.

Así, la primera tendencia teórica se enfoca en grupos culturales completos, como pueden ser los aborígenes, las minorías nacionales o los grupos inmigrantes. La segunda tendencia incluye, además de estos conjuntos, grupos como las minorías sexuales, las mujeres, grupos raciales, etc. Nos hemos referido a esta distinción al comienzo del trabajo y hemos expuesto las razones por las que preferimos ocuparnos aquí sólo de aquellos grupos identitarios que conforman una societal culture. Al hablar de grupos completos no queremos decir que los demás grupos sean incompletos en el sentido de que carezcan de algo que deberían tener, ni que sean política o moralmente inferiores. La completitud del primer tipo de grupos se deriva de su carácter de societal cultures, es decir, de la presencia de un conjunto más o menos estable y coherente de rasgos identitarios.

La posibilidad de autorizar al grupo para restringir la libertad de elección de sus miembros se justifica, para Kymlicka, sólo excepcionalmente en aquellos casos en que, de no autorizarse tales restricciones, se produciría un shock que pondría en peligro la existencia misma de la comunidad. Tales medidas, además, han de mantenerse en forma provisoria hasta que la comunidad pueda girar gradualmente hacia una sociedad liberal (Kymlicka, 1991: 70).

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