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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales Memoria y democracia. Una relación incierta1
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Vol. 59. Núm. 221.
Páginas 225-241 (mayo - agosto 2014)
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Páginas 225-241 (mayo - agosto 2014)
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Memoria y democracia. Una relación incierta1
Memory and Democracy. An Uncertain Relationship
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Elizabeth Jelin
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Resumen

El artículo parte de una serie de constataciones sobre la creciente atención prestada a las memorias del pasado reciente, especialmente en sociedades que han sufrido períodos de violencia política, dictaduras y guerras civiles. Analizando el momento de la instalación de las marcas institucionales, territoriales y simbólicas (entendidas como expresiones producidas por actores y movimientos sociales diversos y por políticas estatales que responden a las demandas de estos actores sociales), se observa cómo las memorias del pasado reciente, de sufrimiento y violencia política, actúan como estímulo de un sinnúmero de rituales, producciones culturales y de búsquedas de interpretaciones y explicaciones. El artículo pretende poner en cuestión algunos de los supuestos y sobreentendidos básicos implícitos en el “deber de memoria”: indagar en torno a la relación entre memoria y justicia, entre memoria y democracia, y entre preservación-conservación y transmisión. Al analizar estas relaciones, el trabajo se propone reubicar las memorias en el contexto de estructuras y procesos sociales más amplios y de más larga duración, ligados centralmente a la persistencia de múltiples desigualdades sociales y a la relación entre memoria y presente político. Para ello, se analizan algunos procesos institucionales estatales, en el plano simbólico y en el ámbito de la educación y la transmisión, con el objetivo de presentar algunas situaciones que permiten repensar y plantear nuevas preguntas sobre la relación entre memoria y democracia.

Palabras claves:
memoria
democracia
conmemoración
memorias del pasado reciente
violencia política
Abstract

This paper begins with a series of findings on the increasing focus on the memories of the recent past, particularly in societies that have undergone periods of political violence, dictatorships and civil wars. In analysing the moment of installation of the institutional, territorial and symbolic marks (understood as expressions produced by various actors and state policies and social movements that respond to the demands of these social actors), one can see how memories of the recent past, suffering and political violence act as stimuli for countless rituals, cultural productions, and a search for interpretations and explanations. This paper seeks to question some of the basic assumptions and basic innuendos implicit in the “duty of memory”: an exploration of the relationship between memory and justice, between memory and democracy, and between preservation-preservation and transmission. By analysing these relationships, this paper aims to relocate memories in the context of broader and longer-lasting structures and social processes; centrally linked to the persistence of multiple social inequalities and the relationship between memory and political present. To do this, some institutional state processes are analysed, both at the symbolic level and in the field of education and transmission, in order to present some situations that allow the task of rethinking and raising further questions about the relationship between memory and democracy.

Keywords:
memory
democracy
commemoration
memories of the recent past
political violence
Texto completo

Este artículo parte de una serie de constataciones sobre la creciente atención prestada, en la esfera pública y en el campo académico, a las memorias del pasado reciente, especialmente en las sociedades que han sufrido períodos de violencia política, dictaduras y guerras civiles. En efecto, las marcas institucionales, territoriales y simbólicas explícitamente ancladas en el pasado reciente de violencia y represión han proliferado en el mundo contemporáneo. Se trata de expresiones producidas por actores y movimientos sociales diversos y por políticas estatales que responden a las demandas de estos actores sociales; algunas veces ocupando posiciones en el Estado. Las justificaciones son diversas, incluyendo procesos individuales y grupales (expresión y elaboración de sufrimientos vividos, solidaridad con víctimas, homenaje a quienes ya no están) y argumentaciones y creencias que ligan el “deber de memoria” con la construcción de futuros más democráticos y sin violencias. En este segundo caso, el énfasis está puesto en la preocupación por los legados y por la transmisión a las nuevas generaciones, lo que podríamos llamar la dimensión “pedagógica” de la memoria.

Hay una extensa bibliografía que analiza el primer tipo de procesos y su justificación, necesariamente ligados a los acontecimientos pasados: homenajes a víctimas, reconocimiento simbólico de sufrimientos, demandas de reparaciones económicas y simbólicas, expresiones de solidaridad, pedidos de justicia. Se trata de iniciativas de familiares y víctimas, de grupos de solidaridad, que reclaman el reconocimiento y el homenaje a través de memoriales, monumentos y otras marcas territoriales, de investigaciones históricas, de recolección de testimonios o de archivos documentales. También entra en este proceso la elaboración artística y performática realizada por múltiples actores y a través de múltiples medios como el cine, la literatura, el teatro, las artes plásticas, etc. En suma, las memorias del pasado reciente, de sufrimiento y violencia política, actúan como estímulo de un sinnúmero de rituales, producciones culturales y de búsquedas de interpretaciones y explicaciones.

Todos los procesos de conmemoración, de marcas territoriales y recuperaciones, de consagración de fechas, de cambio de nombre a las calles o de iniciativas de este tipo son actos conmemorativos que tienen al menos dos etapas. En un primer momento, su instalación responde a una demanda de un grupo humano de emprendedores que intentan inscribir ciertos sentidos a fechas o a lugares, físicos o simbólicos. Nunca sucede por azar, sino que es producto de la presencia de sujetos activos en un escenario político de lucha en el presente, un presente ligado a acontecimientos pasados. Sabemos que aun cuando los promotores y emprendedores traten por todos sus medios de imponerlos, los sentidos nunca están cristalizados o inscriptos en la piedra del monumento o en el texto grabado en la placa. Estos no son más que un soporte, lleno de ambigüedades, para el trabajo subjetivo y para la acción colectiva, política y simbólica, de otros actores, en otros momentos históricos y en otras coyunturas político-sociales posteriores. Al respecto, hay monumentos y memoriales “que trabajan”, que promueven una labor de memoria activa, que despiertan en quienes se confrontan y encuentran con ellos una reflexión y una voluntad de acción para intervenir en el presente y en el futuro. O sea, una intención pedagógica anclada en una interpelación activa antes que en una transmisión de información más pasiva.

La segunda etapa, que puede coincidir temporalmente con el momento de la instalación, refiere a la intención “pedagógica”, a la significación que se quiere dar a la conmemoración para el resto de la gente y para las generaciones futuras. Insisto: nadie puede asegurar que el sentido que quisieron darle los iniciadores de la conmemoración se mantenga en el futuro. Se requiere para esto la presencia de un grupo humano que active permanentemente el sentido de esa conmemoración y promueva la transmisión del sentido que se le dio originalmente a la marca. Pero no hay garantía de que otros tomen esa bandera. Antes bien, hay quienes ven en la instalación de la marca o el monumento una oportunidad de incitar a la reflexión y a la acción en el futuro, a través de marcas que choquen, disturben o provoquen al/a visitante.2 De lo contrario, muchas de las marcas conmemorativas se pueden convertir en mobiliario urbano habitual, o pueden cobrar sentidos no previstos. O sea que, además del acto de homenaje, toda marca ligada al pasado tiene inscripta en sí misma un horizonte de futuro, una idea de que lo que se inscribe hoy (en relación con el ayer) carga un mensaje para mañana, una intención de intervenir para que el futuro sea mejor, para que no repita los errores y horrores del pasado.

Este texto trabaja especialmente sobre el segundo tema, que toma como eje el horizonte de futuro, el impacto o efecto de la memoria en los cambios sociopolíticos que se quieren ver plasmados. El objetivo es poner en cuestión algunos de los supuestos y sobreentendidos básicos implícitos en ese “deber de memoria”: la relación entre memoria y justicia, entre memoria y democracia, y entre preservación-conservación y transmisión. Al analizar estas relaciones, el trabajo se propone reubicar las memorias en el contexto de estructuras y procesos sociales más amplios y de más larga duración, ligados centralmente a la persistencia de múltiples desigualdades sociales y a la relación entre memoria y presente político.

En el momento fundacional de las transiciones, hubo una consigna clara que, dicho de distintas maneras, se repetía una y otra vez: “nunca más”. Implícita en esta consigna estaba la idea de que era necesario crear las condiciones para que la violencia vivida no se repita “nunca más” en el futuro. ¿Cómo interpretar esta consigna? ¿Qué es lo que no hay que repetir? ¿De qué condiciones se estaba hablando? Surge en un primer momento un mandato, un “deber de memoria”, ligado a la idea de “recordar para no repetir”. Pero, ¿qué era lo que había que “recordar para no repetir”? Puesto de manera tajante, ¿la violencia o las condiciones que le dieron origen?

El argumento central vinculaba la memoria de la violencia y las atrocidades pasadas con la construcción de sistemas democráticos y la transmisión de esas memorias como fundantes de una ciudadanía democrática en el futuro. En realidad, hace veinte o treinta años, en el momento de las transiciones postdictatoriales en el Cono Sur, teníamos la certeza de que había una relación necesaria entre la activación de las memorias del pasado represivo y los procesos de institucionalización democrática. Esa certeza se convirtió en un slogan y tanto el mundo académico como el mundo activista y los políticos/as progresistas lo dieron por supuesto. Muchas y muchos lo siguen dando por supuesto. Me refiero a la idea de que hay que recordar para no repetir, de que sólo recordando y teniendo una política activa en relación con el pasado dictatorial se podría construir democracia hacia el futuro. Este era el supuesto y el motor del compromiso político que estaba por detrás de aquel proyecto. Pasados los años, este supuesto se convirtió en una gran pregunta: una política activa de memoria ¿es condición necesaria para la construcción democrática? Y cuando digo construcción democrática me refiero a diferentes ámbitos y niveles de la vida pública, incluyendo también las propuestas pedagógicas.

Vuelvo a la pregunta, ¿qué es lo que hay que recordar? ¿Qué aspectos específicos de la democracia están ligados a la activación de qué memorias del pasado dictatorial y de violencia? Propongo desarticular y descomponer la relación entre memoria y democracia, y explorar en qué aspectos concretos de la democracia opera la activación de memorias del pasado dictatorial. Para ello, analizaré algunos procesos institucionales estatales, procesos en el plano simbólico y en el ámbito de la educación y la transmisión. No es el objetivo presentar un análisis exhaustivo de todos los procesos y dimensiones de cambio en estos ámbitos, sino presentar algunas situaciones que nos permitan repensar y plantear nuevas preguntas sobre la relación entre memoria y democracia.

Procesos institucionales estatales

Tanto en el título de este artículo como en su argumento uso reiteradamente la palabra “democracia”. Es sabido que el concepto es controvertido, que hay múltiples sentidos y múltiples adjetivaciones que lo califican: formal, real, sustantiva, participativa o delegativa, entre otras. Quienes asocian y discuten la relación entre memorias del pasado violento reciente, el horizonte democrático del presente y el futuro, nos están hablando, en realidad, de una multiplicidad de dimensiones y de concepciones de “democracia”.3

Comencemos con los aspectos institucionales y formales de un régimen político democrático. Una mirada sobre la transición postfranquista en España indica que frente al silencio y represión de los recuerdos de la Guerra Civil durante los cuarenta años de franquismo, hubo una explosión de recuerdos de la Guerra Civil en testimonios y múltiples producciones culturales –tanto en el cine como en la literatura y en la música–. En términos institucionales, sin embargo, la referencia al pasado se manifestó en una forma especial de “nunca más”: que no se repitan enfrentamientos y conflictos tan profundos como el que llevó a la Guerra Civil. En verdad, se hizo muy poco o nada en cuanto al reconocimiento estatal de las violencias dictatoriales del pasado reciente, o de las atrocidades y sufrimientos de la Guerra Civil de cuarenta años atrás. En el momento de la transición, el Estado no llevó adelante ninguna política de justicia o de memoria que pusiera a las víctimas en el centro de la escena (recordemos que el paradigma de los derechos humanos recién se empezaba a plantear en el espacio internacional de los años setenta). No hubo juicios, e inclusive no se implementó una política de remoción de los símbolos del franquismo, que hoy en día se piensa y se promueve internacionalmente bajo el rótulo de “justicia transicional”.

En la superficie, parecería que se trató de una transición anclada en el silencio, o incluso en la promoción del olvido. Sin embargo, al menos en la interpretación de Aguilar Fernández (1996), se trató de una operación con un anclaje de la memoria en un tiempo específico, que ayudaba a no repetir las condiciones institucionales en las que se agudizó el conflicto que desembocó en la Guerra Civil. La mirada estaba puesta más bien sobre los conflictos políticos que ocurrieron durante la Segunda República, y mucho menos sobre la Guerra Civil y el franquismo. En realidad, la política de memoria en España es muy reciente: la Ley de Memoria Histórica Española es del año 2007. La discusión sobre el pasado, sus memorias y sus secuelas se han intensificado en la última década, cuando pasaron más de setenta años desde la Guerra Civil y casi cuarenta desde la muerte de Franco (Vinyes, 2009). Sin embargo, nadie duda de que en España la democracia formal –el sistema electoral, la división de poderes, etcétera– está consolidada.

Algo análogo podría decirse de la transición en Chile, cuando las fuerzas políticas democráticas armaron –y mantuvieron durante un par de décadas– una “concertación” entre Democracia Cristiana y Socialismo que hubiera resultado impensable años antes. El intento se orientó a no repetir la confrontación política pregolpe, reemplazando la confrontación por la concertación.

En los dos casos, los actores políticos apostaron a una construcción del nuevo orden que no fomente el tipo de conflictos del pasado. En España y en Chile, el diseño institucional en el momento de la transición estuvo armado sobre la base de una memoria para no repetir, no referida específicamente a la violencia de la guerra y a la dictadura, sino a las condiciones institucionales dentro de las cuales se generó el campo de violencia. Ciertamente, no hay incompatibilidad entre el énfasis de memorias concentrado en un momento histórico o en otro. Desde un punto de vista normativo, ambas son igualmente válidas y aun necesarias, al igual que las memorias de muchos otros momentos históricos vinculadas con conflictos y violencias hacia grupos sociales subalternos, en una perspectiva de memoria de larga duración en lugar de una definición de memoria reciente. Sin embargo, la realidad indica que hay una historicidad en las memorias dominantes: los actores históricos “usan” o seleccionan los hitos del pasado que activan para incorporar en las confrontaciones presentes, en escenarios sociales y políticos en los que actúan. El pasado que reaparece, en las memorias, interactúa entonces con las situaciones del presente.

En Chile y en España, como en muchos otros casos, hubo períodos de silencios institucionales, que delegaron la activación de las memorias de las víctimas de la represión estatal a otros ámbitos; por ejemplo, las políticas de reparación llevadas adelante en Chile o las políticas de fomento a la actividad cultural desplegadas en muchos otros lugares. De ese modo, algunas de las “cuentas pendientes” con el pasado en el ámbito estatal quedaron relegadas, aunque no resueltas, por lo que reaparecieron años después. En este sentido, si se mira el proceso de transición desde una noción más amplia de democracia, se evidencia que quedaron y quedan muchas deudas pendientes.4

El caso argentino fue diferente. El énfasis estuvo puesto en el ámbito de la justicia. En el momento de la transición, una de las ideas guía centrales era que si había impunidad hacia el pasado se llevaría la impunidad hacia el futuro, incluidas sus implicancias en la construcción de un Estado de derecho. En Argentina hubo juicios cuando en otros lugares se decretaban amnistías. Pero más allá del funcionamiento específico del aparato judicial en los casos vinculados con la represión, cabe preguntar cuál es el efecto de la instrumentación de juicios en la visibilidad social del aparato judicial y en la calidad de la institucionalidad democrática. ¿Mejora el aparato judicial en su conjunto el hecho de haber enjuiciado a los represores o de estar haciendo hoy en día juicios vinculados con la represión del pasado? Sin ninguna duda –aunque esto sea tema de debate normativo y político por parte de numerosos actores políticos y académicos en distintos lugares del mundo– hubo crímenes y estos deben ser sometidos a la justicia, lo cual permite dirimir responsabilidades y culpas. Estos juicios permiten también mostrar un sistema judicial que opera y actúa. Y eso resulta fundamental, frente a una historia de larga data en que el Poder Judicial fue muy ajeno a la gran mayoría de la población.

Los juicios de los años ochenta tuvieron un papel fundamental en los cambios en la conciencia ciudadana y en el sistema de significados de la institucionalidad para grandes sectores de la población argentina. Recordemos que en los países de América Latina, el Poder Judicial siempre había sido un instrumento de poder de las burguesías y de los sectores dominantes. Pero, al menos en la Argentina, esto empezó a cambiar con las demandas del movimiento de derechos humanos. A comienzos de los años ochenta, cambió inclusive la espacialidad de las marchas y de las demandas sociales en la Ciudad de Buenos Aires. En el pasado, las movilizaciones por demandas sociales y políticas de cualquier tipo –sindicales, políticas o de otro tipo– tenían un recorrido conocido y reconocido: se desarrollaban en el kilómetro que separa el edificio del Congreso Nacional de la Casa de Gobierno, interpelando al Poder Legislativo y al Ejecutivo. En el momento de la transición, las marchas y reclamos empezaron a ser triangulares, incorporando al Palacio de Justicia en el recorrido. Esta llegada de grupos sociales al frente del Palacio de Justicia puede ser tomada como una expresión espacializada, una metáfora espacial, de un cambio que tuvo consecuencias en términos de la incorporación del Poder Judicial como una institución ante la cual la ciudadanía podía y puede actuar para reclamar derechos.

Esta centralidad del Poder Judicial, que se mantuvo con altibajos durante treinta años, tuvo efectos de diverso tipo. Por un lado, provocó lo que algunos califican como “excesos”, en el sentido de lo que ahora llamamos “la judicialización de los conflictos políticos”. Frente a una multiplicidad de conflictos políticos, en vez de que los actores del mismo se sienten frente a la mesa de negociación política, la reacción es presentar esos asuntos e intentar resolverlos en los estrados judiciales, con el peligro de la sobrejudicialización de los conflictos políticos. Sin entrar a analizar la historia de los cambios en el Poder Judicial en las últimas décadas, lo que puede decirse es que esa primera instancia de juicios a los excomandantes, realizados en 1985, tuvo un efecto cultural significativo en cuanto a la presencia de la instancia judicial como ámbito de reclamo de derechos ciudadanos. Pensemos, por ejemplo, en la cantidad de juicios de jubilados que se han acumulado a lo largo de los años. Son cientos de miles de jubilados que sienten que sus derechos han sido violados y que por lo tanto pueden apelar al sistema judicial. O sea, la idea de que, si se violan derechos, existe una instancia específica a la cual recurrir, es un producto cultural en cuya construcción han jugado un papel central los juicios por las violaciones a los derechos humanos llevados a cabo durante la dictadura. Luego, por supuesto, hay que analizar cómo funciona esa instancia; si se puede confiar o no en la justicia. Pero la idea de que la ciudadanía dispone de espacios institucionales en el Estado donde puede reclamar por sus derechos, y que el Poder Judicial es una de esas instancias, es un aporte a la democracia de los juicios llevados a cabo en los años ochenta, más allá del hecho específico de que se hayan juzgado y condenado a personas por esos crímenes.

Por otro lado y de manera casi especular, la centralidad del Poder Judicial implicó el movimiento opuesto, de “politización del aparato judicial”: demandas y disputas acerca del reclutamiento y actuación de jueces, propuestas de “democratización” y confrontaciones entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.

Quizás sea todavía temprano para analizar comparativamente y a escala mundial el derrotero de la institución judicial post transición. A partir de los años ochenta, hay quienes, en distintos lugares del mundo han propuesto amnistías y procesos de consenso y reconciliación argumentando que llevar adelante juicios significa mantener o incluso profundizar los conflictos políticos y la violencia, impidiendo que las heridas cicatricen. Sobre la base de información recolectada y organizada sistemáticamente respecto de los juicios llevados a cabo en el mundo por violación a derechos humanos, Kathryn Sikkink (2011) detecta una “cascada de justicia”, un crecimiento exponencial de juicios y de tiempos y períodos en que se llevan adelante estos procesos en el mundo. Es decir, se expande la utilización del aparato de justicia para encarar estos crímenes. En segundo lugar, muestra que es falso pensar que existe una opción entre alternativas excluyentes: juicios por un lado, comisiones y otras medidas de atención a víctimas por otro. En otras palabras, no hay una oposición entre “justicia” y “verdad”. Emprender un tipo de acción implica también llevar adelante otras. Comisiones de verdad, juicios, reparaciones y otras medidas se potencian mutuamente, en una espiral de “verdad, justicia y memoria”. Tercero, y esto importa aquí, no hay evidencia alguna que indique que los juicios por violaciones a los derechos humanos constituyen una amenaza a la estabilidad democrática. Por supuesto, no hay tantos casos ni tanto tiempo transcurrido como para medir efectos en plazos más largos. Está claro que las medidas institucionales de tratamiento del pasado no le hacen mal al sistema político. Queda abierta la cuestión, sin embargo, de saber a qué aspectos institucionales les “hacen bien”.

Estos no son más que ejemplos de algunas vinculaciones –inciertas, no directas o lineales– entre las maneras de elaborar respuestas al pasado reciente y la conformación de instituciones más democráticas. En revisiones más amplias, otros ejemplos pueden ser añadidos. Además, quedan sin responder las preguntas acerca de los efectos institucionales específicos de las “políticas simbólicas de memoria”. Para ello sería necesario hacer un análisis comparativo de la calidad institucional, viendo cómo fueron aplicados los instrumentos que ahora se llaman “justicia transicional”, y si eso tuvo algo que ver con lo que pasó en el desarrollo institucional posterior a los períodos dictatoriales.

Procesos sociales, culturales y simbólicos

Sólo recientemente el paradigma de los derechos humanos se ha ido incorporando en la vida social. Fue en los años setenta, frente a los procesos represivos de las dictaduras del Cono Sur (primero Uruguay, luego Chile y después otros países), que comenzó a extenderse la interpretación de lo que estaba ocurriendo como “violación a los derechos humanos” (Keck y Sikkink, 1998; Markarian, 2006). Hasta ese momento, y aun cuando los países latinoamericanos habían sido promotores y signatarios de la Declaración Universal de 1948, los conflictos políticos y la violencia represiva eran interpretados en clave de “ganadores” y “perdedores” antes que como “víctimas” y “victimarios”. A partir de la expansión internacional del nuevo paradigma, el encuadre de los derechos humanos, su vigencia y las condenas a las violaciones se fueron tornando hegemónicos.

En relación a ello varias cuestiones gravitan y quiero plantear como hipótesis la de un posible desacople en la relación entre memoria del pasado reciente y la expansión de una cultura de los derechos humanos. Inicio la revisión desde Argentina, donde desde mediados de la década de los setenta se forjó un movimiento de denuncia y lucha contra los crímenes que se estaban cometiendo durante la dictadura. De manera gradual pero muy sostenida, esos crímenes se fueron interpretando en la clave del paradigma de la violación a los derechos humanos. Sin ninguna duda, los derechos humanos fueron violados sistemáticamente: se llevaron a cabo torturas, desapariciones, asesinatos, privación ilegítima de la libertad, apropiación de niños nacidos en cautiverio –todos ellos crímenes espantosos que atentan contra la vida y la integridad de las personas–. En la terminología y la normativa internacional actual, estos actos son crímenes “de lesa humanidad” y no prescriben.

Ahora bien, a partir de la instalación del paradigma de los derechos humanos en el mundo durante los años setenta, el conjunto de organizaciones y el desarrollo del activismo que reclama por los crímenes cometidos durante las dictaduras es caracterizado y denominado “movimiento de derechos humanos”. Como consecuencia, al menos en Argentina, la expresión “derechos humanos” quedó pegada a la dictadura. Pero es sabido que la noción de derechos humanos es mucho más amplia, y la pregunta que queda abierta es bajo qué condiciones la atención prestada a la memoria de las dictaduras ayuda u obstruye la aceptación social y estatal de una concepción amplia de los derechos humanos, que incorpore una perspectiva universal de derechos civiles y políticos, pero también económicos, sociales y culturales, individuales pero también de incidencia colectiva.

Dada la intención de enfrentar e intentar resolver o mitigar los efectos y legados de las dictaduras, las políticas de la memoria societales y estatales han incluido el reconocimiento simbólico por parte del Estado, la recuperación y el señalamiento de los centros clandestinos de detención, las conmemoraciones en fechas significativas, las disputas acerca de museos, memoriales y archivos. Están también las políticas judiciales y las económicas o de políticas sociales vinculadas con la “reparación” a las víctimas.

Aparece aquí una nueva cuestión con la noción de derechos humanos. Además de tratar de saldar las cuentas con las víctimas de la represión y la violencia de la historia reciente, ¿qué otras dimensiones incluye esta noción? A menudo, la experiencia es de una disociación o segmentación, como si se tratara de dos ámbitos diferentes. Uno, el de las dictaduras; otro, que a menudo no se denomina “derechos humanos”, que se liga a otras cuestiones. Reitero algo ya dicho: los derechos humanos remiten a algo mucho más amplio que las violaciones que ocurrieron en tiempos de dictaduras. Los derechos de los presos en las cárceles, el derecho al trabajo y toda la gama de derechos económicos, sociales y culturales, así como los reclamos territoriales por parte de los pueblos originarios, son parte de la agenda de derechos humanos. Sin embargo, en el sentido común asimilado en el Cono Sur, la expresión “derechos humanos” está más ligada a las memorias de la dictadura que a la situación de un niño de la comunidad indígena wichi que se muere de hambre en la Provincia del Chaco. Para muchos de las y los protagonistas de las luchas ligadas a la memoria del pasado, la relación entre las memorias de la dictadura y la construcción de una cultura de los derechos humanos más amplios no es el tópico dominante; lo es el reclamo por más y más políticas de memoria. Pocas veces se amplía el campo de demandas para vincular unas y otras.

En este punto, además, es importante mirar la temporalidad de los fenómenos a los que nos estamos refiriendo. Hay un tiempo “corto” de las dictaduras y la violencia y la transición posterior, período en el que estamos inmersos ahora. Y hay un tiempo “largo” de conformación de estructuras sociales e históricas, donde las desigualdades de poder, las discriminaciones y exclusiones ocupan otros lugares. Cuando se estudian las memorias de grupos específicos, aparece la condensación del tiempo largo y el tiempo corto; hay memorias de larga duración y memorias más cortas, las cuales están interrelacionadas. En su estudio sobre las memorias de la última dictadura en comunidades del norte de la Argentina, Ludmila da Silva Catela trabajó en torno a las nociones de “memoria larga” y “memoria corta” (da Silva Catela, 2007). Esta cuestión está también presente en el trabajo de Kimberly Theidon sobre las memorias de las mujeres en comunidades indígenas del Perú (Theidon, 2007). En el trabajo etnográfico en este tipo de comunidades, la dictadura, la represión y la violencia del pasado reciente se superponen con discriminaciones y violencias estructurales de muy larga data, lo cual hace que el pasado reciente sea interpretado en claves de más larga duración. En otro contexto, como lo ocurrido en Japón (luego del terremoto, el tsunami y la fuga radiactiva de 2011), mi pregunta es, ¿cuál es el lugar de la memoria de Hiroshima en la vivencia actual de la población japonesa de Fukushima?

Este tipo de preguntas son las que se hace quien mira la realidad en un momento dado con una perspectiva de memoria larga y de historia. Al respecto, recordemos lo que dice el prefacio del informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación (cvr) en Perú:

De cada cuatro víctimas, tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua materna era el quechua. Se trata, como saben los peruanos, de un sector de la población históricamente ignorado por el Estado y por la sociedad urbana, aquella que sí disfruta de los beneficios de nuestra comunidad política. La Comisión no ha encontrado bases para afirmar, como alguna vez se ha hecho, que éste fue un conflicto étnico. Pero sí tiene fundamento para aseverar que estas dos décadas de destrucción y muerte no habrían sido posibles sin el profundo desprecio a la población más desposeída del país, evidenciado por miembros del pcp-Sendero Luminoso y agentes del Estado por igual, ese desprecio que se encuentra entretejido en cada momento de la vida cotidiana de los peruanos (Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2003: 1–2).

Cuando hoy hablamos de memoria, estamos hablando de memoria del sufrimiento, de la dictadura, de las violaciones a los derechos humanos, de la criminalidad del régimen, etc., y las memorias que se rescatan y que los actores reivindican son memorias de esas situaciones límite. La pregunta que queda en el aire es: más allá de las propias víctimas, ¿para quién resultan importantes estas memorias? ¿Qué recordar del pasado para construir qué tipo de régimen? ¿Qué tipo de institucionalidad democrática?5

La generalización del paradigma de los derechos humanos implica la centralidad de la víctima y el reconocimiento de su sufrimiento, así como la intención de reparación. Esto puede llevar a una creciente presencia de demandas ancladas en la autoidentificación como víctimas, o sea, a una tendencia a la victimización. Ser víctima parece dar derechos –inclusive a los perpetradores, como es el caso de los militares argentinos que se presentan públicamente como víctimas o a los políticos que se presentan como víctimas de la manera en que son tratados por los medios.

Definirse como víctima de violaciones implica poner el énfasis en las vejaciones que se han sufrido, y esto implica al mismo tiempo dejar en segundo plano –o aun silenciar– la capacidad de acción, como sujeto reflexivo y propositivo. De ahí la contradicción entre la victimización presente en el paradigma de los derechos humanos y las demandas en clave ciudadana. Si se piensan como alternativas excluyentes, pareciera que al hablar desde la ciudadanía activa, se estuviera negando el dolor, el sufrimiento o la violación de los derechos.

Sentido educativo y pedagógico de la memoria y la transmisión. ¿A quiénes? ¿De qué?

Niños y jóvenes, con sus maestras, maestros y a veces con guías especializados, visitan sitios de memoria, memoriales y museos. En Auschwitz o en Sachsenhausen (lugares que he visitado recientemente), pueden verse grupos de alumnos de diversas edades –entre 8 y 10 años; entre 15 y 16–. Caminan, se detienen en algún lugar donde reciben alguna explicación, y siguen. Como todo grupo infantil, algunos están cerca de sus instructoras e instructores y escuchan lo que se les dice. Otros se distraen, juegan entre ellos, miran para otro lado – todo lo que puede esperarse de grupos infantiles y de adolescentes–. No sabemos qué pasa antes o después: con qué preparación llegan a la visita; cuánto de lo que se les muestra o ven es discutido, analizado, problematizado antes de la visita o al regresar al aula. Las “explicaciones” que se escuchan en el lugar del hecho son, en realidad, descripciones literales de lo que se hacía en cada lugar del campo o sitio: “aquí, en estas barracas, vivían los prisioneros”; “había lugar para ‘x’ número de personas, pero hubo momentos en que vivían tres, cinco o cincuenta veces más”. “Los baños no alcanzaban”, “la comida era escasísima”, “se los despertaba a tal hora y tenían que formar fila”. Las descripciones narran el horror. No parece haber lógica o racionalidad de la acción que pueda ser transmitida. Se trata de relatos del horror, donde había villanos y víctimas.

Mirando estas escenas, viendo a las y los niños correteando en la entrada al campo de Auschwitz de la misma manera en que corretean en un día de campo o en una visita al zoológico, la pregunta se impone: ¿para qué? ¿Cuál es el sentido pedagógico de la visita? ¿Es un ritual, muchas veces repetitivo, parecido a izar la bandera en la escuela, o cantar el himno? ¿Es enseñanza de la historia? ¿Se trata de un propósito de formación cívica, de contribuir a la formación de las y los ciudadanos solidarios, responsables, democráticos? No es el propósito de esta sección del artículo participar en el debate sobre el para qué enseñar historia; tampoco en los debates sobre la relación entre verdad y narración. Más bien, el objetivo es ingresar al tema desde diversos programas y proyectos extracurriculares o extraescolares, ligados a los sitios de memoria o a programas de extensión, no desde la enseñanza de la historia reciente en el currículo escolar. ¿Visitas o paseos? Preparar materiales educativos, ¿de qué tipo?, ¿para qué?

Hay diversos modelos o propuestas, implícitos y explícitos, en estos programas. En un primer modelo, el énfasis está puesto en transmitir información sobre lo ocurrido, partiendo del supuesto de que si se sabe qué pasó, esto incide directamente en la “formación” (democrática, ciudadana, cívica, u otras denominaciones) de los sujetos. “Recordar para no repetir” significa armar un relato fáctico de lo ocurrido y transmitirlo. En los períodos post violencia, después de las catástrofes sociales, cuando la magnitud y naturaleza de lo ocurrido todavía no están sistematizadas o encuadradas en una narrativa con sentido, se requiere una etapa de organización de datos fácticos, de elaboración de un relato de lo ocurrido. Paso previo a cualquier estrategia de transmisión. Cartillas, películas documentales y de las otras, clases alusivas, fascículos, cronologías, etc., son los vehículos que se eligen con el fin de transmitir información. Muchas visitas guiadas a sitios de memoria (ex campos de concentración o de detención) organizan los recorridos reproduciendo de la manera más literal posible el patrón de “lo ocurrido”.

La relación entre información y orientación o práctica ciudadana, sin embargo, no es lineal o directa. La pedagogía contemporánea lo sabe. En consecuencia, cada vez más, la estrategia de transmisión anclada en la información es complementada o incluso reemplazada por otra que promueve la reflexión, y que recibe –según el programa del que estemos hablando– nombres tales como “reflexión crítica”, “memoria democrática”, “memoria histórica”, “procesos autónomos locales y regionales de esclarecimiento de la verdad y construcción de las memorias”, entre otros. Todos estos programas comparten una idea subyacente: el “deber de memoria”, el convencimiento de que existe un imperativo moral o deber cívico de recordar el horror y que ese recuerdo –mediado ahora por la capacidad reflexiva de los sujetos– es un antídoto para prevenir violencias y horrores futuros. Y hay todavía algo más: que esa memoria y esa obligación moral de alguna manera aseguran la formación de ciudadanos y ciudadanas con convicciones y prácticas democráticas.

Veamos algunos ejemplos. Desde el momento de su formación en 1999, la Comisión Provincial de la Memoria de la Provincia de Buenos Aires se propuso tareas educativas y de transmisión.6 Inicialmente, éstas consistieron en la elaboración de fascículos informativos, organizados cronológicamente, sobre el régimen militar en Argentina y sobre la transición. En el momento de su elaboración, la mayor parte de los y las docentes habían vivido durante la dictadura, por lo cual tenían alguna experiencia personal sobre el tema. Años después, las nuevas cohortes de docentes necesitaron saber qué pasó porque no tienen esa experiencia vivida. Por eso, señala Sandra Raggio, en términos de su utilidad pedagógica, quizás estos materiales tengan más utilidad en el presente que hace quince años.

A lo largo de los siguientes años, el programa fue cambiando de objetivos y orientación. La escuela (secundaria o preparatoria) sigue siendo el lugar de conexión con el programa, pero los objetivos y las actividades propuestas son muy diferentes. Hoy en día, el programa intenta centrarse en los estudiantes y no tanto en el o la docente narrando la historia reciente. Su propuesta se titula: “Los desafíos de la democracia en las luchas por la igualdad, la memoria y los derechos humanos”. La pregunta a la que apunta responder es cómo generar en la escuela un lugar ligado a la comunidad local, que recupere y trabaje sobre las cuestiones del pasado dictatorial, pero también sobre la vigencia de los derechos humanos en la actualidad. Como son los propios jóvenes quienes elaboran sus propuestas, los proyectos pueden incluir temas ambientales o la violencia policial hacia los jóvenes. La experiencia indica que en este programa de muy vasta escala (participan alrededor de 10.000 estudiantes por año), los estudiantes enlazan el pasado y el presente de modos diversos y encuentran vínculos inesperados.

La justificación del programa está en su portal:

Recordamos para el futuro, convencidos de la enorme potencialidad de la escuela para los trabajos de la memoria. El punto de partida no fue sólo el mandato de recordar como imperativo ético de la educación en tiempos de democracia, sino el reconocimiento del derecho a la memoria de las nuevas generaciones. Es decir, la escuela no como vehículo para la transmisión de un legado sino como espacio para la apropiación de las experiencias pasadas. No se trata de hacer repetir a los jóvenes el relato de los mayores, sino que puedan reelaborarlos, tamizándolos en la trama de su propia experiencia. (…) No se trata sólo de una propuesta novedosa para enseñar historia, sino sobre todo de una intervención política para promover un trabajo sobre el pasado que logre ampliar los marcos de la memoria social, incorporando las preguntas (y las respuestas) de las nuevas generaciones (Portal del Programa Jóvenes y Memoria, Comisión Provincial por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires; resaltado mío).7

Esta preocupación por incorporar la “apropiación”, la reflexividad y el papel activo por parte de los y las jóvenes, y de los visitantes en centros clandestinos de detención de manera más amplia, como estrategia de transmisión –antes que en una imagen más cercana a la de una correa de transmisión mecánica– prevalece en las consignas de muchos otros programas y propuestas. Que dicho objetivo se cumpla o no, queda como pregunta abierta.8

En otros países, las propuestas son presentadas de manera análoga. En Colombia, por ejemplo, se propone “La caja de herramientas”:

(…) una herramienta pedagógica que ofrece instrumentos conceptuales, metodológicos, éticos y psicosociales para que desde distintas voces y lugares de la sociedad, se impulsen procesos autónomos locales y regionales de esclarecimiento de la verdad y construcción de las memorias. Está dirigido a personas interesadas en formarse como gestores de memoria que pueden ser hombres y mujeres con liderazgo en sus comunidades, maestros, funcionarios, periodistas, jóvenes y trabajadores culturales. El propósito de este material (…) es ofrecer herramientas para reconstruir memoria histórica que permitan explorar y entender modos de empoderamiento de las voces silenciadas, subordinadas y suprimidas en el ámbito de la memoria recogiendo sus experiencias como víctimas de vejaciones específicas, pero también como actores sociales y políticos con capacidad transformativa (Centro de Memoria Histórica de Colombia; resaltado mío).9

Esta revisión podría seguir con la exploración de numerosos portales y proyectos, ya que es notoria la proliferación de propuestas pedagógicas que promueven recuperar o “construir” memorias, ancladas en pasados de violencia y represión, para ligarlas con las experiencias del presente. La terminología y adjetivación varían: “memorias democráticas”, “memoria histórica”, “memoria social” o “memorias silenciosas”.10 Hay en ellos una intención formativa donde se espera que la capacidad reflexiva sobre el pasado que se promueve ayude a la “formación ciudadana” de las y los jóvenes. En la práctica, es notorio observar que cuando se deja intervenir a los jóvenes –o a otros que no son víctimas– en la formulación de sus propios relatos y de sus propias interpretaciones de lo que les significan las violaciones a los derechos humanos, las referencias a la violencia y a las dictaduras pueden ocupar un lugar secundario, y cobran centralidad las experiencias propias vividas en otros ámbitos –personales, locales, comunitarios– de las demandas por derechos.

La pregunta es inevitable y queda todavía sin respuesta: ¿qué sabemos sobre estas relaciones entre pasado y presente/futuro? ¿Sobre los horrores y la construcción de una democracia cotidiana en el hoy y en el mañana?

Para terminar

Está claro, al final de este breve recorrido, que hay más preguntas que respuestas. Implícito en lo planteado hay una agenda de investigación para seguir poniendo en cuestión estos temas. Para hacerlo, quizás convenga tener presentes algunos puntos.

En primer lugar, la importancia de historizar las memorias, de mirar la historia de las memorias a lo largo del tiempo y no las memorias tomadas como sentidos cristalizados. Hay una historia de los procesos institucionales y de los procesos simbólicos. Esta historia no es azarosa sino que cada etapa y cada coyuntura implica abrir nuevas oportunidades; también, cerrar u obturar otros procesos. En el plano pedagógico propiamente dicho, algunos de los programas revisados hablan de “construcción de memorias”, lo cual supone pluralidad de visiones y posibilidades de apropiaciones diversas. Esto está en el modelo y en la propuesta, pero no siempre se cumple en la práctica –especialmente cuando se da simultáneamente el predominio de un “deber de memoria” con un relato único o dominante–.

Es sabido que no hay una memoria única, sino que distintos actores y distintas generaciones diferirán en el sentido que le dan al pasado. Para algunos hay también diversos pasados, cortos y acotados (regímenes dictatoriales establecidos con un calendario político centrado en los “acontecimientos”); procesos que se desarrollan en un tiempo más largo para otros. A su vez, el énfasis en el “pasado reciente” puede opacar violencias y discriminaciones en pasados anteriores o en condiciones estructurales. De ahí la necesidad de mirar las memorias de corto plazo en un marco temporal mucho más largo.

El pasado es un objeto de disputa, donde actores diversos expresan y silencian, resaltan y ocultan distintos elementos para la construcción de su propio relato. Lo que encontramos es una lucha por las memorias, lucha social y política en la que se dirimen cuestiones de poder institucional, simbólico y social. A su vez, los fenómenos de memoria se manifiestan en distintos planos de la vida social: el plano institucional, el cultural, el subjetivo. Si bien en este trabajo se presentaron algunos “pantallazos” de esta multiplicidad de planos, diferenciando los procesos institucionales, simbólico-culturales y educacionales, el desafío para la investigación es también el estudio de sus convergencias e interrelaciones.

Una palabra final: quienes actúan en función de un “deber de memoria” normalmente tienen “un” relato y una interpretación del pasado, y es esa versión la que quieren transmitir a quienes no tuvieron la experiencia o no comparten la interpretación dada. Llevada a su extremo, esta postura puede contradecir los objetivos pensados hacia el futuro –la construcción de una ciudadanía activa, comprometida con la esfera pública y con convicciones democráticas–. La paradoja planteada se da entre una transmisión unívoca y una reflexividad y activismo ciudadano que, para que lo sea, no puede ser programado. En suma, cuestionar el supuesto de la relación directa y lineal entre memorias y democracia implica reconocer la complejidad de la realidad socio-política y reconocer también la incertidumbre.

Bibliografía
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Paloma Aguilar Fernández.
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Idos y recién llegados: La izquierda uruguaya en el exilio y las redes transnacionales de derechos humanos 1967–1984, Correo del Maestro, (2006),
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At Memory's Edge: After-images of the Holocaust in Contemporary Art and Architecture, Yale University Press, (2000),

Investigadora social. Doctora en Sociología. Investigadora Superior del Instituto de Desarrollo Económico y Social, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, (Argentina). Sus líneas de investigación son: derechos humanos y ciudadanía, memoria, movimientos sociales, familia. Entre sus últimas publicaciones destacan: Los trabajos de la memoria (2012); Las lógicas del cuidado infantil. Entre las familias, el Estado y el mercado (en coautoría con Esquivel y Faur) (2012) y “Sexual Abuse as a Crime Against Humanity and the Right to Privacy” (2012).

Una versión previa de este artículo fue publicada en: Jelin, Elizabeth, (2013) “Memoria y democracia. Una relación incierta” en Política / Revista de Ciencia Política. Vol. 51, núm. 2, pp. 127–142. La autora agradece los comentarios recibidos a la versión anterior, expresados en el Foro “Memoria y democracia”, realizado en el mes de abril de 2014, organizado por el Foro sobre Memoria Social e Historia Reciente, Núcleo de Estudios sobre Memoria y la Red Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria Social del Instituto de Desarrollo Económico y Social. Disponible en: <http://memoria.ides.org.ar/archivos/2271>

En esta línea se ubican los trabajos artísticos de Horst Hoheisel, el movimiento contramonumento en Alemania (Young, 1993 y 2000), y la obra de Julian Bonder en el memorial de la esclavitud de Nantes.

La autora agradece especialmente el comentario de Aldo Marchesi en el Foro mencionado, por resaltar la necesidad de identificar de qué democracia hablamos, dada la polisemia del término. El comentario de Marchesi se encuentra en: <http://memoria.ides.org.ar/archivos/2271>.

Para seguir con los casos de Chile y España, las políticas hacia los pueblos originarios en Chile y las políticas inmigratorias en España actuales se alejan mucho de una noción inclusiva de democracia y de derechos. En estos y otros puntos, agradezco especialmente a Pilar Calveiro sus comentarios a la versión anterior de este artículo. Los comentarios de Pilar se encuentran en: <http://memoria.ides.org.ar/archivos/2271>.

Vinculando este punto con el anterior referido a los cambios institucionales, cabe recordar que en las últimas décadas, las reformas constitucionales de los países de la región han reconocido muchos “nuevos” derechos, ligados a discriminaciones y desigualdades históricas y estructurales, especialmente los derechos de los pueblos originarios. En estos cambios, ¿tuvieron algún papel las memorias de las dictaduras y las violencias? ¿O fue el producto de cambios en el clima internacional y en la correlación de fuerzas políticas internas a cada país? Además, la pregunta es si los cambios normativos se manifiestan en las prácticas estatales (políticas dirigidas a revertir desigualdades) y en las prácticas sociales (discriminación étnica y de género, entre otras). Estos son cambios que apuntan a más democracia, pero ¿tiene que ver la memoria del pasado reciente con esta implementación?

Agradezco a Sandra Raggio, directora del Programa Jóvenes y Memoria de la Comisión Provincial de la Memoria de la Provincia de Buenos Aires, por su disposición a ser entrevistada y a compartir su experiencia en dicho programa. La información sobre el Programa que ella brindó fue complementada con la información en el portal y en publicaciones de la Comisión. Sus reflexiones sobre lo hecho ayudaron enormemente en la elaboración de esta parte del artículo.

Véase: <http://jovenesymemoria.comisionporlamemoria.net> [Consultado el 4 de octubre de 2013].

Por ejemplo: “La marcación progresiva de los más de 500 ex centros del horror en todos y cada uno de los lugares del país donde se desplegaron, se propone interpelarnos como sociedad, promover la reflexión crítica e incentivar la construcción de memorias democráticas que tengan en cuenta la historia y las experiencias de nuestro pasado reciente y sus vinculaciones con el presente” (Portal de la Secretaría de Derechos Humanos de Argentina; resaltado mío). Disponible en: <http://www.derhuman.jus.gov.ar/anm/sm_señalizac.html> (Consultado el 4 de octubre de 2013).

Véase: <http://www.centrodememoriahistorica.gov.co> [Consultado el 4 de octubre de 2013).

En el kit didáctico para docentes “Construyendo Memorias” del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago, Chile, puede leerse: “…busca mediar entre memorias silenciosas en la ciudad y la significación que hagan los jóvenes a través de su activo trabajo de investigación. Unir el pasado con experiencias personales y colectivas, es en sí mismo un acto ciudadano, que contribuye a la formación de un juicio propio e interpretación de la historia reciente para aprender de ella fortaleciendo actitudes democráticas” (resaltado mío). Disponible en: <http://www.museodelamemoria.cl/educacion/material-para-docentes/> [Consultado el 4 de octubre de 2013).

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