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Vol. 59. Núm. 221.
Páginas 243-265 (mayo - agosto 2014)
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A cuarenta años del golpe militar en Chile. Reflexiones en torno a conmemoraciones y memorias*
Forty Years after the Military Coup in Chile. Reflections on Commemorations and Memories
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Gilda Waldman**,1
Autor para correspondencia
waldman99@yahoo.com

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Resumen

La conmemoración de los cuarenta años del golpe militar en Chile cobró en septiembre del 2013 una intensidad inusitada, sometiendo a revisión crítica las últimas cuatro décadas de la historia chilena. Como en ninguna conmemoración anterior la memoria se instaló, de múltiples formas, como tema central del debate político-cultural en el espacio público, impulsando a la sociedad a realizar un examen de conciencia para enfrentar las responsabilidades individuales y colectivas en torno al golpe militar y la consecuente dictadura. Este texto explora algunas de las razones que llevaron a esta explosión de la memoria que marcó un vuelco crucial en la historia chilena reciente.

Palabras clave:
Chile
cuarenta años
conmemoración
memoria
golpe militar
Abstract

The commemoration of the Fortieth anniversary of the coup d'état in Chile in September 2013 was unexpectedly intense; even so that it forced a critical revision of the last four decades of Chilean history. Like never before in past commemorations, memory was, in many ways, the central theme of the cultural-political debate, which motivated society to make a conscience examination in order to face the individual, as well as the collective, responsibilities around the coup and the dictatorship that emerged from it. This text explores some of the reasons that guided said explosion of memory, marking a crucial turn in recent Chilean history.

Keywords:
Chile
forty years
commemoration
memory
coup d'état
Texto completo

En Chile, en septiembre florece la primavera e irrumpe la memoria. En ese mes, en que retornan las hojas a los árboles y la brisa cálida deja atrás los fríos invernales, coinciden la celebración de “las festividades patrias” –que rememoran el aniversario de la primera Junta Nacional de Gobierno constituida el 18 de septiembre de 1810 y marcó el precedente para que el país iniciara su proceso de Independencia, consumada años más tarde– con la rememoración del golpe militar del 11 de Septiembre de 1973, el acontecimiento más importante y definitorio del siglo XX en el país1 cuyo legado permea la vida de todas las generaciones que hoy lo habitan. La celebración festiva del “18” –decretada como fiesta nacional a partir de 1837 desde la cúpula política para construir e internalizar un sentimiento de comunidad que legitimara a la nación que se estaba construyendo– (Peralta, 2007), ha quedado inscrita en la memoria colectiva no sólo como momento fundacional del nacimiento de la República sino como símbolo patriótico y emblema de “chilenidad”, celebrándose año con año con desfiles militares, misas de acción de gracias, rememoración de los héroes nacionales y sobre todo, con fiestas populares en las que a través de la música, los bailes y la comida típica se reitera la importancia de esa fecha como “esencia de nuestro ser nacional”. En cambio, el 11 de septiembre, punto de inflexión en la historia reciente del país, sigue siendo desde 1973 y hasta la actualidad, uno de los principales motivos de polarización política.2 Para quienes apoyaron al régimen militar, el golpe se justificaba como la única salvación posible para prevenir una guerra civil, argumento ligado con la idea de una “refundación institucional” en la que el año 1973 era asimilado a la Independencia de 1810 y se intentaba borrar de la memoria colectiva los procesos constitucionales y las instituciones democráticas previas.3 Para quienes fueron sus víctimas, en cambio, el golpe fue una ruptura institucional que hizo volar en pedazos la historia pública del país, fracturando asimismo el sistema simbólico-cultural que había dado sentido a la sociedad chilena y dejando una estela de muertos, detenidos-desaparecidos, exiliados, etc. Desde hace cuarenta años, el debate sobre el origen y significado del golpe militar de 1973, así como la discusión en torno a las responsabilidades sobre el quiebre de la democracia chilena, –a pesar de sus claroscuros y altibajos (Portales, 2004, 2010)– siguen siendo una fuente de controversia en el espacio público, y las diversas memorias en torno a lo ocurrido antes, durante y después del 11 de Septiembre persisten en una contraposición casi irresoluble en la que cada una busca erigirse como la versión legitima y verdadera de ese período. (Winn, s/f; Candina Colomer, 2002, Joignant, 2007; Stern, 2006, 2010; Illanes, 2002). Y si bien la reflexión historiográfica sobre la Independencia y la construcción de la nación sigue siendo un tema sobre el que se construyen y reconstruyen interpretaciones plurales y diversas (Jocelyn-Holt, 1999; Peralta, 2007; Silva, 2008), las memorias contrapuestas en torno al pasado reciente –todavía presentes en la experiencia vivida de gran parte de la población actual– no sólo permean las arenas sociales, políticas y culturales, sino que se actualizan y se transforman a la luz de las políticas oficiales de la memoria, las acciones de las organizaciones de derechos humanos, los procesos jurídicos, las coyunturas históricas, el juego de equilibrios entre las fuerzas políticas, la aparición de nuevos actores sociales, etc., modificando incluso –con el transcurso del tiempo– la relación entre la memoria hegemónica y las alternativas (como sucedió, en el caso chileno, con la conmemoración de los cuarenta años del golpe militar).

Toda conmemoración es, sin duda, un acto de memoria, y como tal, un “proceso de reinterpretación del pasado que deshace y rehace sus nudos para que se ensayen de nuevo sucesos y comprensiones (…) remeciendo el dato estático del pasado con nuevas significaciones” (Richard, 1998:29). En este sentido, no existe una sola memoria social hegemónica sino memorias en disputa –sobre qué y cómo recordar–, las cuales con el transcurso del tiempo pueden modificarse e incluso revertir la relación entre lo que en un momento pudo haber sido la memoria hegemónica y las memorias alternativas que puedan existir en la sociedad, hasta cierto momento marginadas del ámbito público.4 En el caso chileno, la memoria social puesta en acto en torno a cómo procesar y re-interpretar el golpe militar y sus consecuencias, ha cambiado a lo largo de cuarenta años acorde a las circunstancias históricas, el escenario socio-político, los debates historiográficos y los actores sociales en juego, sin excluir el debate sobre el proyecto de nación a construir. Durante la década de los setenta y hasta los primeros años de la década siguiente, el gobierno militar logró imponer en la sociedad chilena –a través de la represión, la desarticulación política y el control de los medios de comunicación– una narrativa hegemónica: el golpe militar fue un acto indispensable para salvar al país del caos en que lo había sumido el gobierno de la Unidad Popular y para evitar que se implantara en Chile el comunismo. A su vez, de manera dispersa y fracturada en un primer momento, refugiada primero en la memoria individual o en grupos aislados, las memorias de resistencia, alternativas y transgresoras, de víctimas y opositores a la dictadura fueron creando vasos comunicantes, expresándose, por ejemplo, en las acciones de los familiares de los detenido-desaparecidos que se encadenaban al edificio del antiguo Congreso o realizaban protestas con las fotos de los detenidos-desaparecidos (Vidal, 1996 y 1997), en los bordados de las arpilleras (Agostin, 1996), o en la creación de redes culturales subterráneas y marginales que daban voz a los nuevo escritores (Díaz Eterovic y Muñoz, 1986). En 1983, en el apogeo de la dictadura militar después de la aprobación de la Constitución de 1980, la memoria hegemónica del 11 de septiembre reiteraba una representación del pasado que asumía al golpe como la única opción para salvar al país del desastre, al tiempo que el general Augusto Pinochet hacía alarde de autoritarismo confirmando su propósito de mantenerse en el poder durante seis años más y se insistía oficialmente en que esa fecha constituía una fiesta nacional que unificaba a todos los chilenos en “el amor a la patria” (Joignant, 2007: 36).

Sin embargo, la crisis económica que impactó severamente en la recién desregulada economía chilena se tradujo en movilizaciones sociales y violentas protestas que alentaron la visibilización de las memorias disidentes, a lo que se agregó posteriormente una represión más selectiva pero igualmente mortífera que posibilitó un relativo cambio en la opinión pública; factores que contribuyeron a la victoria del “NO” en el plebiscito de 1988 y el paso a un régimen político democrático. A partir de 1990, al tiempo que diversos organismos de derechos humanos llevaban a cabo importantes movilizaciones y luchas cotidianas por dar a conocer el horror de la dictadura militar y exigir Verdad y Justicia, los testimonios proporcionados por las víctimas y sus familias sintetizadas, por ejemplo, en el Informe Oficial de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación en 1991, así como la profusa publicación de investigación histórico-sociológica (González y Contreras, 1991; Padilla, 1995; Del Valle, 1997; Roninger y Sznajder, 2005; García Castro, 2011), estudios sobre las consecuencias de la represión (Reszcynski et al, 1991; Rojas, 2009), memorias (Arce, 1993), investigaciones periodísticas (Cavallo et al, 1997; Ahumada et al, 1989; Guzmán, 1998, 2000; Verdugo, 1989, 1998, 2001), testimonios sobre las experiencias carcelarias de presos políticos (Valdés, 1978; Bitar, 1999; Cozzi, 2000, Montealegre, 2003; Muñoz, 2005; Rivas, 2006), y documentales como “La batalla de Chile” de Patricio Guzmán, y “La flaca Alejandra” de Carmen Castillo, entre otros materiales, documentaron las violaciones a los derechos humanos y fortalecieron la memoria de la represión, dando voz a la memoria de grupos e individuos que no encontraban espacio ni en la memoria hegemónica dictatorial ni tampoco en la transicional.

Si bien desde 1990 hubo esfuerzos gubernamentales para esclarecer la naturaleza de los crímenes cometidos por el régimen militar5 y se realizaron una serie de actos simbólicos y rituales públicos orientados a reconocer que parte de la historia reciente implicaba una prolongada etapa de sufrimiento colectivo, cuya memoria –en especial la de quienes sufrieron sus devastadoras consecuencias– merecía ser relevada,6 los esfuerzos gubernamentales de los gobiernos de la Concertación (alianza de partidos de izquierda y centro-izquierda que lideraron la transición democrática), si bien fueron meritorios, resultaron insuficientes.7 La voluntad política fue la de privilegiar la gobernabilidad democrática aun “blanqueando” la memoria traumática del golpe militar (Moulian, 1997; Richard, 1998), así como la de dirigir la mirada hacia el futuro para mantener los logros económicos iniciados por el gobierno militar, manteniendo la participación social dentro de límites estrechos y establecidos jurídicamente desde el gobierno. Ello implicó diluir y desdibujar la memoria traumática del pasado que, ciertamente, sin desaparecer, quedó desplazada primordialmente a las iniciativas y acciones de numerosas organizaciones sociales que promovieron, entre otros actos, la consolidación de sitios de memoria (Lazzara, 2003) y propusieron políticas públicas en materia de memoria y derechos humanos, sin lograr revertir del todo la memoria hegemónica implantada por la dictadura. Las “batallas por la memoria” (Jelin, 2002; Illanes, 2002) quedaron atrapadas entre la voluntad política de mantener la institucionalidad política y el orden económico impuestos por el gobierno militar y la de satisfacer las demandas de apertura de espacios democráticos y de participación ciudadana enarboladas por quienes habían sido víctimas de violaciones a los derechos humanos. En 1993, para la conmemoración de los veinte años del golpe militar, el General Augusto Pinochet ocupaba la jefatura del Ejército chileno y reclamaba una Ley de Punto Final para los imputados por los delitos contra los derechos humanos ocurridos durante el régimen militar, de modo que la conmemoración de los veinte años del golpe militar fue virtualmente irrelevante.8

En ese momento, el horizonte de la transición política atenuó las marcas adheridas al recuerdo del pasado militar, disciplinando antagonismos y confrontaciones, y excluyendo el tema de la memoria dictatorial en aras de una gobernabilidad que impidiera re-editar los choques ideológicos que habían escindido al país en el pasado, estableciendo una política de reconciliación nacional que pretendía establecer el 11 de septiembre como un acontecimiento del pasado, sin mayor incidencia política sobre el presente. La detención de Augusto Pinochet en Londres en 1998, ligada con las revelaciones judiciales sobre violaciones a los derechos humanos, la presentación de las primeras querellas judiciales contra el dictador ante la justicia chilena, los primeros procesos contra militares acusados de secuestro y desaparición de personas y, más tarde, las revelaciones sobre las cuentas bancarias de Pinochet y su familia en Estados Unidos, fueron un punto de inflexión crucial para inclinar la balanza en la “batalla por las memorias” que se desarrollaba en Chile desde 1973. Derivado de ello, en junio del año 2003, el entonces Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, admitió la responsabilidad institucional de las Fuerzas Armadas por las violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura, pidiendo perdón por ello (Agüero y Herschberg, 2005). Así, el año 2003 marcó un primer vuelco en dicho combate. Bajo la Presidencia del socialista Ricardo Lagos (2000–2006), las conmemoraciones del golpe militar fueron impulsadas desde la lógica de una política de Estado y con toda la fuerza y espectacularidad que ello conllevó: la recuperación de los lugares simbólicos de la represión,9 una multiplicidad de espectáculos culturales y artísticos, la proliferación de programas televisivos que divulgaban lo ocurrido el 11 de septiembre difundiendo la información al gran público y, en particular, la exaltación de la figura de Salvador Allende –invisibilizada y demonizada por el régimen militar– (Joignant, 2007). Ciertamente, –y a pesar de que la centralidad otorgada oficialmente a la figura de Salvador Allende corría paralela a la desvalorización de la figura de Augusto Pinochet, y de que los sectores afines al gobierno militar continuaban exaltando los logros de la dictadura argumentado que la violación de los derechos fueron “excesos” y errores humanos que habría que comprender, perdonar y olvidar–, ya en el año 2003 la visión de que el golpe militar había constituido un acto de “salvación nacional” había perdido su carácter hegemónico. El Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y/o Tortura, dado a conocer en el año 2004, significó un giro radical en el reconocimiento público de la masividad de la tortura como política gubernamental de la dictadura. Si bien el año 2003 pudo haber sido un momento propicio para que la sociedad chilena mirase en retrospectiva de manera crítica las últimas tres décadas de su historia reciente, septiembre de 2003, “pareció querer liquidar lo pendiente de un pasado incompleto (…) para que la actualidad neoliberal, ya sin el lastre del peso de la culpa, llegara a coincidir consigo mismo en la liviandad máxima de la no-carga y del descargo” (Richard, 2004: 12–13), al tiempo que prevalecía el acuerdo tácito de no abrir en demasía la caja de Pandora.

Así, fue recién una década más tarde, en el año 2013, que la memoria sobre el 11 de septiembre del 1973 explotó como nunca antes. Paradójicamente, esto ocurrió durante la presidencia de Sebastián Piñera, un político de centro derecha y cuyo gobierno incluía a numerosos funcionarios civiles que alentaron y promovieron el golpe militar, y casi en vísperas de una elección presidencial en la que las dos principales candidatas –Michelle Bachelet y Evelyn Matthei, ambas hijas de generales de la aviación pero que jugaron papeles antagónicos en el golpe militar– trajeran el pasado de víctimas y victimarios al presente. Desde fines de agosto hasta el 11 de septiembre del 2013, Chile vivió una irrupción memorística mucho más amplia y significativa que la que pudo haberse dado en décadas anteriores en torno a lo que significó el mayor quiebre institucional de la historia nacional. Esta irrupción de procesos y eventos del pasado desdibujados y evadidos por décadas, se transformó de hecho en una suerte de catarsis colectiva –en el marco, ciertamente, de una sociedad todavía dividida en torno a la interpretación del pasado reciente– involucrando a una multiplicidad de actores sociales, abriendo de nueva cuenta el debate en torno al golpe militar y la dictadura consecuente, sometiendo a revisión retrospectiva y crítica las últimas cuatro décadas de la historia reciente del país, reconstruyendo los recovecos de las complicidades del pasado, sacando a luz el anonimato de las víctimas y la impunidad de los victimarios y obligando a la sociedad a realizar un examen de conciencia para enfrentar las responsabilidades individuales y colectivas en torno al golpe militar y la consecuente dictadura. Como nunca antes, se rompieron los muros de silencio en torno a los horrorosos episodios de violación de los derechos humanos cometidos durante el régimen militar, silenciados primero por el clima de temor implantado durante la dictadura, y después –parcialmente– por el “blanqueo” del pasado aceptado por los partidos de la Concertación a cambio de una gobernabilidad avalada por las cúpulas militares. Como nunca antes, la memoria se instaló de múltiples formas como tema central del debate político–cultural en el espacio público. Por primera vez en cuatro décadas, desde múltiples foros y ópticas, los chilenos –incluso quienes hubieran preferido no hacerlo– enfrentaron interrogantes no resueltas y deudas no saldadas en una nueva oportunidad de reconocer y reflexionar sobre una parte de la historia que había quedado subsumida en la negación y el silencio; sea en el silencio de las víctimas que tenían miedo o querían olvidar o deseaban encontrar en él una estrategia de supervivencia en medio de la impunidad, sea en el silencio de los que prefirieron no saber, o en el de quienes pretendieron ocultar su responsabilidad. Septiembre del 2013 obligó a los chilenos, incluso a aquellos que habrían deseado desviar la mirada, a contemplar las sombras del pasado, por más que muchos, para evitar convertirse en estatuas de sal, hayan intentado olvidar, ignorar o fijar la mirada en el futuro.

La explosión de memoria tuvo una multiplicidad de manifestaciones.10 Por una parte, diversos actores institucionales asumieron, por primera vez, su responsabilidad en el quiebre institucional de la democracia y en la violación a los derechos humanos –en especial las que tuvieron lugar durante los primeros años del régimen militar–, pidiendo perdón y exhortando a la justicia. Así, por ejemplo, la Asociación de Magistrados del Poder Judicial, declaró públicamente que:

El Poder Judicial y, en especial, la Corte Suprema de la época, claudicaron en su labor esencial de tutelar los derechos fundamentales y proteger a quienes fueron víctimas del abuso estatal, pidiendo perdón por haber incurrido en acciones y omisiones impropias de su función al haberse negado, salvo aisladas pero valiosas excepciones, a prestar protección a quienes reclamaron una y otra vez su intervención. El Poder judicial pudo y debió hacer mucho más, máxime cuando fue la única institución de la República que no fue intervenida por el gobierno de facto(El Mercurio, 4 de septiembre de 2013).

A su vez, el presidente de la Corte Suprema, en nombre de esa institución, dio a conocer una declaración pública en la que reconocía que los atropellos a los derechos humanos ocurridos durante la dictadura “en parte se debieron a la omisión de los jueces de la época, que no hicieron lo suficiente para investigar las violaciones a los derechos humanos e impedir que siguieran ocurriendo”.11 Asimismo, los gremios de periodistas exigieron a los medios de comunicación reconocer que fueron cómplices de la dictadura al no investigar denuncias y aceptar las versiones oficiales. El Presidente del Colegio de Periodistas, señaló al respecto: “Aquí no es que había una prensa que omitía. Había una prensa que era directamente cómplice de las violaciones a los derechos humanos”.12 Un importante senador de la Unión Demócrata Independiente (el partido más conservador de la Alianza de derecha) Hernán Larraín, también pidió disculpas, a título personal, por “omitir lo que debía hacer”.13 Incluso el Presidente Piñera hizo una polémica declaración:

Si buscamos responsables de lo ocurrido durante el gobierno militar y, particularmente, de los atropellos a los derechos humanos y la dignidad de las personas, por supuesto que hay muchos. Por de pronto, los que tenían las máximas responsabilidades del gobierno militar sabían o debían saber lo que estaba ocurriendo. Pero no solamente ellos. Hubo muchos que fueron cómplices pasivos: que sabían y no hicieron nada, o no quisieron saber y tampoco hicieron nada. También hubo jueces que se dejaron someter y que negaron recursos de amparo que habrían podido salvar tantas vidas. También periodistas, que titularon sabiendo que lo publicado no correspondía a la verdad.14

Por otra parte, un verdadero boom editorial –referido tanto al período previo como al golpe militar mismo y sus consecuencias– se desató de manera explosiva y variada en géneros y enfoques, redimensionando figuras y procesos con nuevas luces e información y multiplicando las miradas sobre la historia reciente del país: desde el registro fotográfico que da cuenta de las esperanzas y temores de hombres y mujeres campesinos sureños durante el año 1971 (Depardon, 2013); la publicación de los relatos y testimonios de catorce periodistas y escritores que vivieron su adolescencia en dictadura y rememoraron la experiencia de crecer en un entorno de temor e incertidumbre (Contardo, 2013); el análisis de las divergencias estratégicas al interior de la Unidad Popular, la radicalización de las propuestas opositoras, y el ambiguo papel de la democracia cristiana que alentaron, entre otros factores, el golpe militar (Varas, 2013); la explicitación –a través de documentos desclasificados– del trabajo de la inteligencia norteamericana durante el gobierno de la Unidad Popular (Basso, 2013); la reconstrucción de la trayectoria política y personal de Salvador Allende (Amorós, 2013); la relación de Augusto Pinochet con sus libros y el mundo intelectual al que siempre aspiró (Peña, 2013); el estudio de la subjetividad política que guió la acción de los militantes del Movimientos de Izquierda Revolucionaria y su apoyo a la lucha armada (Salinas, 2013); las historias de los grupos y figuras que intentaron resistir el 11 de septiembre a la asonada militar (Vidaurrázaga, 2013; Pérez, 2013); el análisis de la relación entre la violencia política dictatorial y quienes fueron sus víctimas (Montalvo, 2013); la historia de Villa Grimaldi, uno de los mayores centros clandestinos de detención y tortura de la dictadura (Salazar, 2013); la publicación de la antología que reúne los textos referidos al golpe militar aparecidos en diversos medios extranjeros (Navia y Joignant, 2013); el análisis del lugar que ocupó Chile en América Latina y el mundo durante el gobierno de la Unidad Popular (Harmer, 2013); la recopilación de ensayos sobre el concepto de reconciliación y las divisiones políticas en temas como el rol de las instituciones, la justicia y los derechos humanos (Larraín y Núñez, 2013); la reinvención literaria de las experiencias infantiles que rozan sin comprender cabalmente la violencia política de inicios de la década de los años ochenta (Fernández, 2013); la ficcionalización sobre los meses en que Augusto Pinochet estuvo detenido en una casa a las afueras de Londres (Sepúlveda, 2013); la reconstrucción de parte de la historia nacional del siglo XX a partir de la biografía de una aristocrática figura femenina que encarna las transformaciones de la oligarquía chilena (Gumucio, 2013), hasta el relato de las dolorosas paradojas del regreso del exilio (Parra, 2013; Dorfman, 2013).

Esta explosión editorial fue acompañada de exposiciones, muestras de fotografía y pintura, trabajos audiovisuales, conferencias, seminarios académicos, coloquios internacionales, mesas redondas, muestras de cine, exhibición de documentales, representaciones teatrales, conciertos, homenajes musicales a las víctimas de la dictadura, marchas, romerías, vigilias, misas, actos culturales, velatones en lo que fueron sitios de tortura, visitas guiadas por lugares de memoria, homenajes, etc., rememoraron de las más diversas maneras, los cuarenta años del golpe militar reflexionando, de manera paralela, en torno a los últimos cuarenta años de la historia nacional.

Los medios de comunicación, incluso los que avalaron en su momento a la dictadura, jugaron un papel crucial en la conmemoración del golpe militar; algo especialmente sorprendente en un país caracterizado no sólo por la concentración de medios impresos, radio y televisión en pocas manos, por su uniformidad informativa y homogeneidad ideológica (Sunkel y Geoffroy, 2001; González Rodríguez, 2008; Monckeberg, 2009), sino también por la tendencia a entretejer política con farándula. Fue la televisión la que jugó un papel central en la explosión de memoria con un impresionante despliegue informativo y programación especial en todos los canales nacionales. A la inversa de lo ocurrido no sólo durante la dictadura –donde existía un férreo control de los medios de comunicación– sino también durante los gobiernos de la Concertación que, en su voluntad de privilegiar la “democracia de los acuerdos” desalentaron la exhibición en televisión abierta de documentales sobre las violaciones de derechos humanos durante el régimen militar o de películas de carácter crítico sobre régimen pinochetista o la propia transición democrática (Portales, 2007), la televisión rompió su propia autocensura abriendo de manera masiva al gran público imágenes, voces, documentales o películas que, a través del soporte audiovisual, documentaron crudamente los horrores de la dictadura, descorrieron los velos que cubrían la realidad de asesinados, torturas, exilios, detenciones y desapariciones, y acaparó así la atención de los chilenos y conmovió a la sociedad. Chilevisión, por ejemplo, paradójicamente filial del conglomerado Time Warner, inició desde mediados de agosto la transmisión de “Chile: las imágenes prohibidas”, una serie documental de cuatro programas que incluía material de archivo de noticieros semiclandestinos filmados por televisoras extranjeras y que no habían sido presentados nunca en televisión abierta, más allá de su exhibición previa en televisión por cable o en circuitos marginales de cine. La serie reconstruía de manera puntual una serie de hechos represivos y se complementaba con entrevistas a los protagonistas que aparecían en ese material de archivo, dando nombre, apellido y rostro a las experiencias de quienes fueron víctimas del terror dictatorial. Este mismo canal produjo y transmitió la miniserie “Ecos del desierto” que, aunque ficcional, no dejaba dudas sobre la crudeza de la represión militar y la culpabilidad de altos mandos del Ejército en la macabra Caravana de la Muerte, que recorrió el norte de Chile poco después del 11 de septiembre, exterminando a sangre fría a opositores políticos (Verdugo, 1989). A su vez, el resto de los canales televisivos –incluyendo a Televisión Nacional (canal público estatal aunque autofinanciado)– prepararon emisiones especiales y programas con entrevistas a diversos protagonistas políticos de la época.15 Éstos alcanzaron un rating inédito para programas ajenos al entretenimiento.16 Por primera vez, la televisión tocaba temas evadidos durante cuatro décadas y presentaba imágenes y voces que no habían tenido cabida previamente en las memorias predominantes. La violación a los derechos humanos cometidos durante la dictadura apareció en toda su desnudez. La narrativa vivencial, al dar voz a experiencias autobiográficas que daban cuenta del dolor vivido por miles de ciudadanos chilenos, le dio una fuerte densidad emocional a lo transmitido. La fuerza expresiva de las imágenes y los testimonios, que visibilizaban parte de los acontecimientos horrorosos de la violencia política dictatorial, debilitó aún más la narrativa construida por y desde la dictadura –la del golpe militar como “salvación” del país para evitar la propagación del marxismo internacional– como también la de los gobiernos de la Concertación –que preferían dejar atrás la página de la violación de los derechos humanos en aras de la gobernabilidad y el futuro–. Imágenes y testimonios en televisión abierta dieron fe de que la sociedad estaba construida sobre ejecuciones, detenciones arbitrarias, desapariciones, exilios y la impunidad casi total de los responsables. A la opinión pública le quedó claro que el tipo de sociedad que en Chile se venía construyendo desde 1973 era una sociedad fundada en la violencia: la violencia dictatorial de las armas primero, y la violencia de la economía de mercado después; que, las secuelas del terrorismo de Estado persistían en la aplicación de la ley de Seguridad Interior del Estado contra las movilizaciones mapuches en el sur del país –una legislación promulgada en 1958 pero actualizada en 1975 por la dictadura, orientada a perseguir a quienes se oponían al régimen por crímenes cometidos contra el orden público–. Las imágenes y las voces presentadas en televisión abierta desmentían toda pretensión de enterrar o neutralizar el pasado dictatorial, desmantelaban la versión de que en Chile no se violaron los derechos humanos como política de Estado, y ponían de manifiesto la imposibilidad de mirar al futuro si se oculta o silencia la memoria de la represión.

Ciertamente, esta apertura de la televisión no fue en absoluto ajena a la búsqueda del rating en un entorno mediático comercial y profundamente competitivo, pero sin duda respondió también a un proceso de memoria en transformación,17 a un clima social ávido de información sobre lo ocurrido, a una nueva sensibilidad social que quería dejar atrás los tabúes en torno a la memoria del pasado, abrir nuevas interrogantes y, sobre todo, comprender cómo, por qué y en qué medida las huellas del régimen militar se mantenían en la actualidad. Todo ello, ligado a un nuevo escenario político y cultural en el que aparecían nuevos actores en escena que le daban un nuevo sentido a la memoria, al tiempo que se re-estructuraban las agendas y las fuerzas políticas, se exigía conocer más sobre lo sucedido en el pasado, evidenciando que el Golpe de Estado ocurrido en septiembre de 1973 no era un hecho histórico sepultado en el pasado, sino que el presente está colmado de pasado, y no se puede explicar sin aludir ni comprender esa fecha. Septiembre del 2013 fue, en ese sentido, el momento en que la sociedad chilena tuvo que enfrentar las últimas cuatro décadas de su historia reciente.

Ciertamente, la sociedad chilena había cambiado durante ese período. Tres décadas de apertura económica habían provocado profundas modificaciones en el país y el modelo de economía de mercado implementado en primera instancia por la dictadura se había instaurado también en la mente, la ideología y el corazón de la sociedad chilena. Su economía, altamente competitiva, es actualmente la sexta mayor economía del continente en términos del Producto Interno Bruto.18 Chile posee la renta per capita más elevada de América Latina, un crecimiento anual que alcanzó en 2012 el 4.5%, una inflación reducida y un superávit presupuestario del 1.4% (cepal, 2013). La pobreza absoluta se ha reducido, el consumo se ha ampliado y el bienestar material de la gente se ha incrementado notablemente ente 1990 y 2007 (Infante y Sunkel, 2009). La estructura social se ha modificado en términos de una expansión de la clase media (aun a costa de un endeudamiento excesivo), una mejora en los niveles de escolaridad (Encuesta casen 2007), y un alto nivel de conectividad digital. Sin embargo, no se puede dejar de reconocer, al mismo tiempo, que aún persisten en el país problemas de inequidad e injusticia social (Drake y Jaksic, 1999), a la vez que “en Chile se mantiene prácticamente inalterada la muy desigual distribución personal del ingreso que lo caracteriza: el ingreso autónomo del 20% más rico de la población supera 13 veces a aquel del 20% más pobre” (Infante y Sunkel, 2009:136). La agresiva apertura económica se ha traducido en pautas de integración precarias a un mercado del trabajo caracterizado por la inseguridad laboral, (Infante y Sunkel, 2009), bajos sueldos, distribución inequitativa de oportunidades, creciente polarización y exclusión social, precarización de los sistemas educativos y de salud, falta de perspectivas futuras para los jóvenes, aumento de la criminalidad, indefensión frente al poder, etc. (Dammert, 2013), exceso de horas de trabajo, erosión de los límites entre tiempo libre y vida personal que se traduce en trastornos de ansiedad, depresión y deterioro de la salud mental (Valdés y Errázurriz, 2012).

Políticamente, si bien la democracia se ha consolidado, no se puede negar que predomina una baja confianza en las instituciones, descontento con el sistema político (Valenzuela y Damert, 2006), falta de credibilidad en los partidos (Schuster, 2008), disminución de la participación ciudadana, desmovilización de organizaciones que jugaron un papel importante en la dictadura (Draker, 1999), apatía política, poca satisfacción hacia el orden democrático, deslegitimación de las instituciones sociales y políticas, y desaprobación hacia el gobierno (Latinobarómetro, 2013). En el plano de lo imaginario, el debilitamiento del Estado y la transferencia de la responsabilidad de la educación y la salud pública al individuo, así como el excesivo individualismo han traído consigo un debilitamiento de la identidad nacional (Larraín, 2001) y la pérdida de valores colectivos, vínculos sociales y comunitarios significativos (Dammert, 2013). Ello se ha traducido subjetivamente en malestar social y miedo al Otro (Lechner, 2002), desconfianza (Latinobarómetro, 2011), frustración ante la brecha entre las cifras del crecimiento económico y un desarrollo social y político insuficiente, y desencanto ante la carencia de un horizonte de sentido que implique un “proyecto de nación”. La oferta democrática ofrecida por la Concertación se desdibujó en el marco de una sociedad marcada por la competencia económica, la corrupción (Rehren, 2004), la impunidad e ineficacia de la justicia, las limitaciones a la participación ciudadana, la falta de transparencia y la preponderancia de poderes fácticos (Iglesia, empresarios, medios de comunicación, entre otros) cuya fuerza política debilita los sistemas de representación institucional. El “malestar social” que reflejan las tensiones y frustraciones de la población se liga entonces, ciertamente, con el legado económico y político heredado de la dictadura que los gobiernos concertacionistas no modificaron, suprimiendo sin duda la represión dictatorial pero manteniendo sus ejes económicos y políticos.

Este malestar social, derivado del desencanto ciudadano con la Concertación y el desgaste de la misma, se expresaron en el apoyo electoral brindado en diciembre del 2009 a las promesas de cambio y de gobernar con eficiencia planteadas en su campaña por el candidato de la Alianza de centroderecha, el empresario Sebastián Piñera. Los límites borrosos entre política y negocios privados, los conflictos de interés y el carácter gerencial de su gobierno, la ineficacia gubernamental y la incapacidad para resolver conflictos sociales –e incluso la presencia en el gabinete de figuras políticas que alentaron el golpe militar– incrementaron el desencanto y la frustración.19 Al mismo tiempo, la continuación del modelo económico y social –así como el clientelismo político y la falta de representatividad y participación– evidenciaban la mímesis entre los proyectos de izquierda y derecha. La frustración ante el gobierno de Sebastián Piñera –finalmente fiel a la ortodoxia económica del mercado desregulado y a la política institucional proveniente del modelo dictatorial– y la visibilización de la “anestesia” que la Concertación había logrado durante veinte años, rompieron los diques de contención implementados, tanto en lo referente a la movilización social como en lo relativo a neutralizar la memoria del pasado dictatorial. Por una parte, la sociedad chilena, ante el desprestigio de la clase política y su incapacidad para resolver problemas sociales, perdió el miedo y salió a las calles para poner en la agenda sus propias prioridades. Expresión de ello fueron, por ejemplo, el apoyo masivo a las manifestaciones estudiantiles del año 2011, o la movilización en Magallanes en rechazo al alza del precio del gas. Por la otra, para la opinión pública el argumento de que las violaciones a los derechos humanos se justificaban por los logros económicos era ya insuficiente. Era necesario, entonces, ajustar las cuentas pendientes con el pasado y cuestionar críticamente el modelo de país implicaba recordar y comprender el acontecimiento fundacional que le dio origen: el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Comprender cómo llegó Chile a ser el país que es en la actualidad, supone mirar atrás y hacer un balance de las últimas cuatro décadas en términos de desigualdad económica, democracia y derechos humanos. Conocer las causas y consecuencias del golpe, las responsabilidades de civiles y militares, los atropellos represivos cometidos durante la dictadura implicaba no sólo realizar una profunda revisión de las últimas cuatro décadas, sino hacer un profundo ejercicio de memoria de un período de la historia nacional que marcó la vida de generaciones de chilenos. A cuarenta años del golpe militar, y a la luz de desafíos tales como pensar de nueva cuenta qué proyecto de país se desea construir, la memoria del 11 de septiembre de 1973, fecha que signó el futuro del país en tanto reorganizó la estructura económica, política, social y cultural, se volvió un imperativo que sacudió el adormecimiento que había vivido el país bajo un marco constitucional restringido, un orden socio-económico desigual y una política de la memoria ambigua.20

Sin duda, la explosión de memoria desatada en septiembre del 2013 estuvo ligada a la nueva sensibilidad social y a la apertura del tema hasta entonces opacado. Por cierto, estuvo relacionada con las movilizaciones estudiantiles del año 2011, la cuales gatillaron un amplio cuestionamiento de la realidad post-dictatorial. Alrededor del 65% de la población chilena actual nació después del golpe militar (Instituto Nacional de Estadística, 2012). Coexisten, por tanto, varias generaciones con memorias diversas sobre la historia nacional de los últimos cuarenta años. Para quienes fueron protagonistas, actores o testigos directos del gobierno de la Unidad Popular y del golpe militar y la dictadura –incluso aceptando la heterogeneidad de sus memorias–, el 11 de septiembre de 1973 fue el evento clave en sus biografías. La generación siguiente, que creció durante la dictadura militar, no sufrió en carne propia los atropellos de la dictadura, pero vivió un entorno autoritario21 en el que el entonces Presidente Augusto Pinochet tenía el control absoluto sobre el país.22 Esta generación “que sólo conoció la democracia de oídas” (Contardo, 2013:13), vivió el temor como experiencia dominante, marcada por una sensación de fragilidad y amenaza en una atmósfera social enrarecida, imposibilitada de involucrarse en proyectos colectivos y, por tanto, resguardada en el ámbito de lo privado, perpleja frente a una realidad que los ubicaba como “personajes secundarios” de la historia (Zambra, 2001:58). Una generación fracturada entre el intento de entender qué sucedía en el país y el imperativo de adaptarse a las prescripciones dictatoriales.

Pero las nuevas generaciones, en especial las más jóvenes nacidas bajo el régimen democrático liderado por la Concertación, están cada vez menos cargadas del peso traumático de la dictadura, a lo cual la muerte del General Pinochet en diciembre del año 2006 contribuyó significativamente. Estas generaciones que nacieron en la era digital, caracterizadas por un amplio manejo de las comunicaciones y la información, pueden acceder a miradas más amplias, plurales y diversas sobre la historia reciente del país y viven una mayor autonomía respecto de las herencias familiares, las ideas religiosas o las convicciones políticas, etc. No han conocido otra realidad económica más que la del mercado global –y la primacía del individuo como consumidor más que como ciudadano–, ni otra realidad política que la de democracia liderada por la Concertación y los cuatro años del gobierno de centro derecha. Estos jóvenes crecieron en un país donde el tema de las violaciones a los derechos humanos ocurridos durante la dictadura –un tema perturbador y molesto– era un asunto difuso, cubierto por el silencio y la amnesia. Pudieron acceder a un mejor nivel de vida que sus padres pero no vieron satisfechas sus expectativas de encontrar el mundo de libertad, igualdad de oportunidades y horizontes de futuro que la democracia les prometió. Fueron receptores de discursos que apelaban al mérito individual y a la capacidad propia para ascender socialmente. Fueron incorporados masivamente a la educación superior esperando encontrar en ella un canal de movilidad social que no se llevó a cabo. Fue esta generación, o al menos parte de ella, la que expresó en sus movilizaciones el malestar social, la desesperanza y la frustración de la etapa postdictatorial que recorría a gran parte de la sociedad chilena, visibilizándolo y al mismo tiempo, expresando su deseo por un Chile más justo, equitativo y democrático (Figueroa, 2012). Ajena a los partidos políticos tradicionales, haciéndose eco de una amplia mayoría ciudadana que hizo suyas las demandas estudiantiles, para esta generación la política no debe ser sólo una actividad de baja intensidad o encargarse sólo de garantizar el orden democrático y la estabilidad, sino que exige participación y una discusión seria sobre los problemas fundamentales del país. Fue esta generación –la de quienes fueron estudiantes secundarios en el año 2006 y no vieron satisfechas sus demandas durante el gobierno de Michelle Bachelet– la que abogó por el fin de una de las herencias más cuestionadas del régimen militar: el alto costo de la educación superior23 y el alto nivel de endeudamiento asumido por muchas familias para acceder a la Universidad, planteando que la educación es un derecho y exigiendo educación pública, gratuita y de calidad. Inserta en la era de la conectividad y la cibercultura, lo que se manifestó en movilizaciones masivas de carácter performativo y visual, “protagonista de una puesta-en-escena que espera el horario estelar de los noticieros para una puesta-en-cuadro” (Cuadra, 2012), cuestionaban, detrás del tema educativo, el modelo económico-político chileno heredado de la dictadura que no concilia desarrollo y equidad ni garantiza derechos sociales y humanos. En esta línea, las movilizaciones estudiantiles –que redescubrían el espacio público–, dejaban atrás la historia y la imagen de la dictadura militar enfrentándose al Estado y rebelándose contra la pasividad de quienes, durante las décadas anteriores, pretendieron que en el país “no pasaba nada”. Éstas recogieron aspiraciones de generaciones estudiantiles previas que también demandaron en su momento –finales de los sesenta e inicios de los setenta, un momento de gran intensidad en la luchas sociales– mayor justicia y equidad (Rojas, 1988; Huneeus, 1988). Los jóvenes apelaron al pasado pre-golpe, cuando eran actores y protagonistas indiscutidos de la actividad política participando en partidos y organizaciones sociales en su afán de intervenir desde la universidad en la configuración de un país diferente.24 No es casual, entonces, que la repolitización de las nuevas generaciones tuviera como una de sus figuras icónicas a Salvador Allende, presente en pancartas y consignas (Cuadra, 2012), rescatando en el imaginario social una figura emblemática de la historia reciente del país, silenciada durante el régimen militar y virtualmente desdibujada posteriormente. Así, las movilizaciones estudiantiles recuperaban la conexión con una historia que había sido interrumpida por el golpe militar. La amnesia salía de su letargo y la memoria histórica se revitalizaba, lo cual abría la puerta para mirar al pasado, exhibir de manera pública una memoria que hasta entonces había circulado por los márgenes para reconstruirla de manera colectiva. En esta línea, conocer qué, cómo, y por qué se rompió el orden institucional en Chile significaba, para esas nuevas generaciones, acceder a lo que fue la dictadura y re-significar la memoria.

Pero si las movilizaciones de los estudiantes rescataban al país pre-golpe, también es cierto que el país cambió en otro sentido: en la conmemoración de los cuarenta años del golpe militar, la figura de Augusto Pinochet estuvo virtualmente ausente. Su muerte, en diciembre del 2006, cerraba un capítulo de la historia chilena. Después de más de veinte años de finalizado el gobierno militar, parte de la clase política que participó en él optó por desvincularse de su propia historia. El descrédito por las acusaciones de corrupción, la fuerza de las movilizaciones estudiantiles, y la evidencia de que la mayoría de la opinión pública consideraba a Augusto Pinochet como una figura negativa de la política nacional, 25 se tradujo en que una fracción del partido Renovación Nacional, de derecha liberal – fundado en 1987 a partir de la reorganización de los partidos conservadores que existían previamente al golpe militar de 1973– y al que pertenece el Presidente Piñera, se desmarcara de su ligazón con los crímenes de la dictadura, recalcando su posición de constituir una fuerza de derecha ligada sólo a los logros económicos alcanzados por la dictadura. Es en esta línea donde se insertan las declaraciones del entonces Presidente Piñera quien, enarbolando la bandera de haber votado por el “NO” en el plebiscito de 1988, acusaba de “cómplices pasivos” a quienes sabían y no hicieron nada, o no quisieron saber y tampoco hicieron nada”,26 así como su decisión de cerrar el Penal Cordillera, donde se encontraban recluidos –en condiciones de privilegio– nueve militares de alto rango condenados por violaciones a los derechos humanos y trasladarlos a la prisión militar de Punta Peuco. Esta decisión le mereció a Sebastián Piñera violentas críticas por parte del Partido Unión Democrática Independiente (udi),27 fundado en 1983, cuyos dirigentes fueron la base civil de apoyo al gobierno de Augusto Pinochet –y están, por tanto, ligados históricamente con su legado– pero que quedó severamente debilitada al destaparse por televisión las violaciones a los derechos humanos cometidos por la dictadura. La fractura en la Alianza por Chile, la coalición integrada por Renovación Nacional y la udi se inserta, ciertamente, en el juego de las fuerzas políticas a futuro. Por una parte, el cierre del Penal Cordillera dejó sin banderas a la Concertación: era un gobierno de centro-derecha el que terminaba con las concesiones de la clase gobernante a los responsables de los crímenes dictatoriales. Por la otra, dicha fractura llevó a la formación de un partido escindido de Renovación Nacional, “Amplitud”, fundado en enero del 2014, de centro derecha liberal y desligada del lastre pinochetista, que convoca “a los independientes de centro y de derecha que no se sientan representados por los partidos actuales”,28 rechaza las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el régimen militar, apoya reformas políticas que profundicen la democracia y alienta el voto de chilenos en el extranjero.

Es cierto que la intensidad de la conmemoración por los cuarenta años del golpe militar se desdibujó entre las cuecas, las empanadas y los rodeos de las festividades patrias del “18”. Es cierto que los medios de comunicación no han vuelto a tocar el tema y que Chile sigue siendo un país no reconciliado en su interpretación en torno al golpe militar. Sin embargo, la memoria de la historia reciente ha ido cambiando a lo largo de las últimas cuatro décadas, como lo evidenció la conmemoración de septiembre del 2013. Los retos de Michelle Bachelet son fuertes: terminar con la desigualdad social, reconstruir los lazos con los movimientos sociales, financiar una reforma educativa, garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, fortalecer la representatividad de la clase política, atender los reclamos de los grupos sociales que demandan mejoras en sus condiciones de vida y, ciertamente, hacer irreversible el castigo a la impunidad, generar políticas públicas comprometidas con la promoción de una cultura democrática, fortalecer la defensa de los derechos humanos y preservar la memoria. El Programa de Gobierno de Michelle Bachelet estableció que:

Se deben desarrollar planes de educación y memoria histórica tendientes a desterrar definitivamente la posibilidad de que tan graves atentados a la vida y dignidad humana se repitan y a fomentar una cultura de la paz y la tolerancia” dentro de las cuales “apoyaremos el mantenimiento de las instituciones de la sociedad civil de defensa y promoción de los derechos de las víctimas de los crímenes de la dictadura, especialmente de las que poseen una trayectoria histórica y simbólica en la materia. … Desarrollaremos una política de recuperación de todos los sitios de memoria histórica donde se violaron los derechos humanos, velando por su mantención básica y permanente. Desarrollaremos una estrategia específica para vincular a los sitios de memoria histórica con las nuevas generaciones (Programa de Gobierno de Michelle Bachelet, 2014–2018).

Es cierto que la memoria de la historia reciente ha ido cambiando a lo largo de las últimas cuatro décadas como lo evidenció, sin duda, la conmemoración de septiembre del 2013. Pero también es cierto que existen todavía políticas de amedrentamiento contra “sitios de memoria” donde se violaron derechos humanos durante el régimen dictatorial, y que son extremadamente vulnerables en cuanto al financiamiento de su gestión. La “batalla por la memoria” sigue todavía pendiente.

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La autora agradece a Mariella Albrecht por su apoyo hemerográfico, así como por las numerosas ideas que nutrieron este texto y le permitieron comprender mejor la realidad del Chile de hoy.

Socióloga. Maestría y Doctorado en Sociología en el Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora Titular de la cátedra de Teoría Social en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, (México). Sus líneas de investigación son: historia y memoria, literatura y sociedad. Entre sus últimas publicaciones destacan: “No-velar la historia. ‘A veinte años, Luz’ (Elsa Osorio): el secuestro de bebés y la violencia política en Argentina” (2013); “Relatos de viajes. Hacia la historia y la memoria” (2013) y “La historia en primera persona. Mirada(s) al pasado”.

Encuesta Nacional Bicentenario, (2007) El Mercurio, 4 de noviembre.

Un ejemplo de ello fueron los graves enfrenamientos que se dieron en el marco de un homenaje a Augusto Pinochet, en junio del 2012 en el teatro Caupolicán, donde se estrenaría un documental anuente al golpe militar.

En esta línea, es interesante destacar la resignificación del lenguaje. Así, por ejemplo, el golpe militar se volvió “pronunciamiento”; el General Pinochet, “hombre providencial”; el combate a la ideología marxista, “defensa de los valores occidentales y cristianos”, y la violación de los derechos humanos, “razón de Estado”.

En esta línea, Enzo Traverso señala que pueden coexistir en una misma sociedad memorias fuertes mantenidas por instituciones oficiales, pero también memorias débiles, prohibidas y reprimidas (Traverso, 2007). A su vez, Michael Pollack habla de memorias subterráneas (Pollak, 2002) que transmiten recuerdos disidentes a los de la memoria oficial.

Entre los que se puede mencionar, por ejemplo, el Informe de la Comisión Verdad y Reconciliación (1991) que proporcionó información sobre el destino de más de dos mil ejecutados, detenidos y desaparecidos o, más tarde, el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y/o Tortura (2004) que documentó casi treinta mil casos de torturas. De igual modo, cabe mencionar los procesos jurídicos abiertos contra militares encargados de organizar la represión y que hoy se encuentran encarcelados.

Por ejemplo, el funeral público organizado para dar sepultura oficial a los restos de Salvador Allende, la inauguración del Muro Memorial al Detenido Desaparecido, la compensación a las víctimas de violaciones a los derechos humanos y sus familias, entre otros.

Ejemplo de lo anterior es que el Informe de la Comisión Verdad y Reconciliación no abarcó el número total de desaparecidos, no aclaró totalmente su destino ni dio a conocer el nombre de los perpetradores. Por su parte, el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y/o Tortura documentó sólo la tercera parte del total de los casos de tortura. Asimismo, la justicia y el castigo se han desplazado a un espacio meramente simbólico, eximiendo de responsabilidad penal a los principales actores de la violencia dictatorial. Cabe recordar también que el General Augusto Pinochet murió sin ser sometido a juicio en Chile.

Después de 1990, los gobiernos de la Concertación en un esfuerzo de conciliación intentaron neutralizar la fecha del 11 de septiembre, asumiéndola como un “día triste y de reflexión”, y decretando su suspensión como feriado nacional en 1998 (Colomer, 2002; Joignant, 2007).

Por ejemplo, el Estadio Nacional, donde fueron congregados y reprimidos miles de opositores al régimen militar en los primeros días después del golpe, fue designado como un Museo Abierto. Al mismo tiempo, el “Estadio Chile” fue rebautizado con el nombre de “Víctor Jara”.

Incluso, algunas de estas manifestaciones comenzaron antes de septiembre del 2013. Por ejemplo, en julio de ese año, el Consejo Municipal de la Comuna de Providencia, que había sido hasta el 2012 un bastión pinochetista, aprobó el cambio de nombre de una importante arteria de vialidad, denominada desde 1980 “11 de septiembre”, por el de “Nueva Providencia”, su nombre original. Por otra parte, cabría mencionar que también ha aparecido una memoria crítica, desde la izquierda, hacia algunos aspectos del pasado militante. Ejemplo de ello lo constituye el documental “El edificio de los chilenos” (2010) en el que se reconstruye la historia y memoria de los niños chilenos que fueron dejados en Cuba a finales de los setenta al cuidado de “padres sociales“ mientras sus progenitores, militantes del movimiento de Izquierda Revolucionaria, regresaban clandestinamente a Chile a luchar contra la dictadura.

Diario Universidad de Chile, 6 de septiembre 2013.

Ultima Hora, 6 de septiembre 2013.

El Mercurio, 26 de agosto 2013.

La Tercera, 31 de agosto 2012.

Por ejemplo, algunos de los entrevistados fueron: Roberto Thieme, uno de los fundadores del Frente Nacionalista Patria y Libertad (de derecha), y Andrés Pascal Allende, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. De igual modo, se transmitió por televisión la confrontación entre el ex Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre y Ernesto Lejderman, a quien Cheyre entregara a un convento a la edad de dos años después de que un operativo del ejército asesinara a sus padres, militantes de izquierda.

La Tercera, 6 de septiembre 2013.

Un estudio llevado a cabo por el Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, dado a conocer a principios de septiembre de 2013 señalaba la creciente opinión negativa de los ciudadanos sobre el régimen militar de Augusto Pinochet. Según el sondeo, el 76% de los encuestados consideraba a Pinochet “un dictador”, y 63% de las personas consultadas aseguraba que el golpe de Estado de 1973 “destruyó” la democracia. Sólo un 16% consideraba que los militares tenían “razón” al haber llevado a cabo el Golpe de Estado (La Tercera, 3 de septiembre 2013).

El País, 8 de enero 2013.

En julio del 2013, el grado de aprobación del Presidente Piñera era de 39% y su nivel de rechazo alcanzaba al 51%. Véase: <www.elmostrador.cl>, 9 de julio 2013. Al mismo tiempo, una encuesta del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, dado a conocer en enero del 2013, señalaba una disminución del apoyo ciudadano a la Concertación. Véase: <www.emol.cl>, 6 de enero 2013.

“No hay proyecto de país que no implique la elaboración de la memoria” (Garretón 2003: 216).

“Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón” (Zambra, 2011: 56).

Es célebre la frase de Augusto Pinochet: “No se mueve ninguna hoja en este país si no la estoy moviendo yo, que quede claro” (Revista Ercilla, 13 de octubre 1981).

La privatización de la educación, junto con la de la salud y la previsión social, fue una de las principales políticas del régimen militar, descentralizando y municipalizando la educación primaria y media, dejando en manos de la familia un asunto público como el de la educación y permitiendo el ingreso de sectores privados en la esfera de la educación superior, alentando en este caso la proliferación de universidades privadas. En 1981, en plena dictadura militar, el gobierno de Augusto Pinochet dictó la Ley General de Universidades, que desmembró, debilitó y desfinanció a las universidades estatales y permitió, a su vez, crear nuevas universidades privadas. Lo anterior trajo consigo que, si bien se aumentó la cobertura y la oferta en educación superior, la calidad de esta comenzó a disminuir considerablemente, a la par que el costo aumentaba continuamente. Las universidades estatales y tradicionales, que hasta esa fecha eran gratuitas, comenzaron a cobrar aranceles, los cuales fueron subiendo progresivamente. Con la llegada de la Concertación al poder este modelo educativo se mantuvo.

El 62% de las víctimas reconocidas oficialmente, muertos y desaparecidos, tenían entre 16 y 30 años de edad.

La Tercera, 3 de septiembre 2013.

La Tercera, 31 de agosto 2013.

La Tercera, 1 de octubre 2013.

El Mercurio, 7 de enero 2014.

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