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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales El sociólogo que hablaba al oído Homenaje a Ulrich Beck desde este lado
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Vol. 60. Núm. 224.
Páginas 367-375 (mayo - agosto 2015)
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El sociólogo que hablaba al oído Homenaje a Ulrich Beck desde este lado
The Sociologist Who Spoke to the Ear Tribute to Ulrich Beck from this Side
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1921
Fiorella Mancini
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Introducción

Un simple recorrido por las obras más inquietantes de Ulrich Beck (1996, 1998, 1998a, 2000, 2003a) llena de sentido y contenido los debates recientes en torno al cambio social. Con diferentes matices, buena parte del debate sociológico contemporáneo recae en la pregunta sobre la (im)posibilidad de asir incertidumbres –cotidianas pero estructurales–. Una especie de nube de dudas, temores y riesgos recaería sobre los individuos que, diariamente y con escasa eficiencia, lidian con los avatares de la existencia. Dos grandes procesos, a su vez, parecen remitir a este aumento generalizado de la incertidumbre: el incremento de la complejidad social y de la individualización por un lado; y las transformaciones provenientes de la globalización, de la internacionalización de la economía y de los patrones en el modelo de acumulación, por el otro. Sin márgenes para los grises, todo ello habría derivado en cambios en los estilos de vida, en las relaciones familiares, en los mercados de trabajo y, en general, en una apertura de posibilidades y opciones (individuales y sociales) habilitantes de una agencia más crítica, reflexiva y responsable de sí misma que se aleja de la tradición, del paternalismo estatal y de la confianza en las instituciones clásicas de protección social. Ése es el mundo social que nos relataba Ulrich Beck y de cuyas transformaciones nos advirtió sin cansancio.

No obstante su actualidad y su provocación –a diferencia de lo que ocurre con otros “autores de la modernidad”– con Ulrich Beck sucede algo ciertamente extraño en América Latina: a pesar de que pocos lo utilizamos –seria o sistemáticamente– para dar cuenta de nuestros problemas sociales, todos lo conocemos. ¿Por qué? ¿Por qué lo conocemos aún sin haberlo leído? ¿Por qué su pensamiento y su trabajo nos resulta, en el fondo, tan familiar y cercano? En general, los autores de la modernidad –seguida por cualquiera de sus adjetivos: líquida, primera, segunda, incompleta o reflexiva– no gozan de muy buena fama en nuestras latitudes y sus explicaciones suelen generar cierta incomodidad entre la comunidad académica regional. Sin embargo, en el caso de Beck hay una especie de empatía parroquiana con su pensamiento sociológico que, creo, merece ser desentrañada.

Una segunda línea de interrogantes se deriva de la anterior y puede resultar un tanto obvia en el marco de estas reflexiones articuladas a modo de homenaje: ¿por qué importa Beck? ¿Por qué deberíamos leerlo o por qué deberíamos continuar leyendo su obra? Más aún, ¿por qué a veces, incluso habiéndolo leído, lo malinterpretamos?

Y, finalmente, ¿de qué manera modular un diálogo entre la obra sociológica de Beck y la realidad mexicana e incluso la regional?

Si logramos responder más o menos reflexivamente a estas preguntas, podremos también percibir mejor el valor y la importancia de la obra de Beck y la pertinencia de un homenaje a su vida y pensamiento.

¿Por qué todos conocemos a Beck?

Indudablemente, el trabajo de Beck marca un punto de inflexión en la sociología contemporánea. Con escaso idealismo, Beck ha intentado dar cuenta de esos fenómenos sociales que están en el aire pero que no son fácilmente decodificables desde la ingenuidad sociológica. Aun así, no es ésta la razón por la que todos conocemos a Beck.

Todos lo conocemos porque, en el fondo, nos ha relatado una y otra vez una especie de novela –ya no decimonónica– sobre nuestras propias vidas. Beck sistematiza y hace explícito lo que todos ya sabíamos, no por haberlo estudiado o comprendido científicamente, sino por haberlo vivido. El “redescubrimiento” de la incertidumbre como clave de registro de nuestros días propuesto por Beck, viene a constatar una especie de hiper conciencia sobre la fragilidad que percibimos constantemente. Beck se fraterniza con nuestra experiencia social cotidiana y resuelve esa empatía a través –ni más ni menos– de una nueva teoría sociológica.

Lo que a Beck le preocupaba sociológicamente, a nosotros nos importa en nuestra vida diaria: la incertidumbre social y laboral a la que nos enfrentamos día con día y que amenaza con ser muy larga, incluso con durar toda una vida; el hecho de que la educación –o ciertos niveles educativos– ya no aseguren por sí mismos cierto tipo de entrada al mercado de trabajo o cierta estabilidad a lo largo de la trayectoria biográfica; la dificultad de tomar decisiones cuando cada vez tenemos más opciones entre las cuales decidir, o cuando las relaciones son más abiertas pero también más lábiles; o la posibilidad de que explote Chernóbil o un camión distribuidor de gas mientras estamos atendiéndonos o dando a luz en un hospital de la Ciudad de México; los nuevos órdenes y desórdenes amorosos; las familias ensambladas y la decisión de tener o no tener hijos; de privilegiar la vida familiar o la carrera profesional; la ultradefinición del yo soy yo; la permanente negociación en las relaciones de pareja; el hecho de que la informalidad del trabajo y la precariedad y su inestabilidad, sean la norma y no la excepción. Ésos eran buena parte de los desafíos analíticos de Beck y gran parte de nuestras propias ansiedades en el mundo de la vida.

Beck hablaba de cambios sociales, de modernidad, de individualización, de nuevos estilos de vida, de cambios en las estructuras de género, de nacionalismos –especialmente en el último tiempo estuvo muy preocupado por el avance del nacionalismo alemán y la desarticulación de la Unión Europea-. Beck hablaba de grandes transformaciones sociológicas pero también dialogaba –quedamente, casi al oído– de las incertezas de todos los días, de lo que suponen los nuevos grupos de desocupados o los supernumerarios –esa mano de obra que resulta innecesaria, superflua-, de las expectativas incumplidas de las mujeres frente a la desigualdad, de nuestras aspiraciones a tener una vida con lazos duraderos, de cómo cenamos con la soledad y, al mismo tiempo, somos espectadores participantes de escenas de guerra civil en el Líbano. Por eso creo que todos conocemos a Beck. Porque aunque nunca hayamos abierto La sociedad de riesgo (1998) en alguna de sus múltiples ediciones, hay algo que especialmente los j óvenes saben y reconocen; es eso lo que tanto obsesionaba a Beck: que la noción de riesgo importa porque en la mayoría de los aspectos de nuestra vida, individual y colectiva, tenemos que construirnos habitualmente en el sutil arte de sentirnos cómodos en el torbellino (Berman, 1991).

Todos conocemos a Beck porque sin haberlo leído, de una u otra manera, todos hemos vivido a Beck.

¿Por qué importa Beck?

Porque su obra logra –de modo más o menos plausible– el fin último de las teorías sociológicas clásicas y contemporáneas: explicar el cambio social, revelar el devenir del siglo xx, pero no a la manera de un historiador como Hobsbawm (1998), sino a la manera de un sociólogo. Su obra más célebre quizás, La sociedad del riesgo, justifica su impacto porque sitúa las nuevas coordenadas de las sociedades occidentales que están en claro proceso de transformación. Lo que Beck logra explicar –con una claridad que sus colegas alemanes no siempre conceden– es que las tradicionales coordenadas que marcaban las fronteras de la desigualdad (basadas en estructuras de clase y que afectaban a colectivos sociales homogéneos) estaban siendo profundamente alteradas por fuertes procesos de individualización y de fragmentación social, a partir de los cambios generados por la globalización y por la revolución tecnológica. Y allí subyace, posiblemente, el primer malentendido generalizado al hacer una lectura de su obra –especialmente cuando esa lectura se realiza desde el lente de la estratificación social-. Cuando Beck señala que hay nuevos riesgos que se democratizan y que pueden estar afectando de manera inesperada a grupos que hasta entonces habían mantenido ciertas condiciones vitales estables, seguras o duraderas, no está promulgando la desaparición de la desigualdad de clases sino las implicaciones sociales que suponen que a dicha desigualdad debe agregársele ahora, en los nuevos tiempos, una desigualdad que ya no es estructural o persistente (Tilly, 2000) sino dinámica y en cierto sentido individual. Marx había sido –como casi siempre ocurre-el primero en hablar de la privatización de los riesgos cuando leemos en El Capital (1975): “cuando una clase se apropia del proceso social de la producción y de sus elementos, para convertirlo en propiedad privada suya, el riesgo social se presenta obviamente como riesgo privado. En realidad el riesgo social no desaparece; se disimula tan sólo, bajo otra forma”. Beck siempre tuvo claro el disimulo de la desigualdad tras la fórmula de la privatización de los riesgos y siempre aclaró –desde esa nitidez– que los efectos de los nuevos riesgos eran mayores para aquellos que partían de condiciones más precarias o frágiles. Y allí, lo relevante es que además de esas diferencias estructurales, surgen ahora nuevas fronteras y situaciones de riesgo en esferas sociales que hasta entonces, o que en la primera modernidad, estaban relativamente salvaguardadas.

El segundo gran malentendido alrededor de la obra de Beck –y por ello es que es necesario leerlo– es su preocupación por el proceso de individualización. Beck no defendía el individualismo liberal que considera a las desigualdades sociales como expresión de un orden basado en diferencias de dotaciones, talentos, capacidades –por ende con una visión más individualista de lo social-, sino que su crítica de lo que llamó la nueva privatización de los riesgos sociales se basaba, precisamente, en considerar, defender y exponer que la única defensa posible de la individualidad –y por lo tanto de la libertad– es apuntalarla sobre recursos objetivos y protecciones colectivas. Eso es, evidentemente, un pensamiento que se acerca mucho más a la visión durkhemiana de las instituciones sociales como garantía para la propia existencia individual –y a todo el pensamiento de Robert Castel (2004), por ejemplo– que a las corrientes liberales del rational choice o de la posmodernidad europea.

Es decir, lo que Beck intenta explicar es que se está produciendo una segunda modernidad que transforma desde adentro –como el oxímoron de la revolución silenciosa– (o si se quiere, de manera reflexiva) los cánones modernos tal como los habíamos conocido hasta el momento. De allí que algunas de las principales preocupaciones de Beck en los últimos tiempos haya sido, precisamente, la obsolescencia de muchos de los conceptos que las ciencias sociales habían utilizado hasta entonces. Era tal su preocupación que los llamó “conceptos zombi”, conceptos muertos en vida:

Debemos plantearnos si nosotros, como científicos sociales, como hombres y mujeres corrientes y usuarios de estos nuevos instrumentos de información digital, ya nos hemos dotado de conceptos adecuados para describir cuán profunda y cuán dramáticamente se han transformado la sociedad y la política. Creo que carecemos aún de categorías, mapas y brújulas para entender este Nuevo Mundo (Beck, 2005).

Aquí tampoco debemos malinterpretar el pensamiento de Beck. Como sí lo han hecho otros autores de la modernidad, él no exige que las sociedades sean menos ambiguas, o que exista menos diversidad de manifestaciones sociales, ni demanda que la propia modernidad sea más articulada o coherente de lo que pudo haber sido. La invitación de Beck es a que seamos capaces de comprometer la mirada pero, sobre todo, de arriesgar el propio lenguaje para intentar explicar esas nuevas articulaciones basadas en las aparentes incoherencias del nuevo orden social.

La tercera razón de fuerza para continuar leyendo a Beck es la necesaria comprensión del significativo giro de sus últimos trabajos. Durante los últimos tiempos (finalmente, la sociedad de riesgo se escribió hace casi treinta años), los análisis de Beck se centraron en los temas vinculados a la globalización frente a la cual trató de construir el concepto de cosmopolitismo. Su reciente y afamado Manifiesto para reconstruir Europa quiso ser un diagnóstico, precisamente, de una sociedad en la que el Estado-nación ya no es capaz de mantener fijas las condiciones básicas de la convivencia y la seguridad y que, por tanto, debía buscar acomodo no tanto en una globalización o universalidad vacía de contenido, sino en una concepción cosmopolita que aceptara como valor central el reconocimiento de la diversidad, de la “otredad del otro”. En esa línea, y de manera coherente con sus trabajos previos, marcó la importancia de repensar el progreso (asumiendo ahora, por ejemplo, el riesgo ambiental o el cambio climático) y los grandes retos de esta segunda modernidad, desde lógicas transnacionales. Además, en sus últimos escritos dedicó especial atención a los nuevos movimientos sociales como espacios de experimentación que podían contribuir a la eclosión de esos nuevos escenarios transnacionales, cuestión que le permitió admitir –y estoy utilizando esta expresión deliberadamente– a pesar del caos que él mismo describe en sus obras, que –en cuanto seres sociales– seguimos interactuando, continuamos proyectando objetivos comunes y que, en definitiva, seguimos coordinando acciones colectivas e intercambiando procesos de cooperación a pesar de la profunda individualización que él mismo describe. Y ello supone –en contra de su propio pesimismo, quizás– que la reducción de riesgos sociales sigue siendo real y posible. Desde esta otra mirada, Beck continúa reparando sobre el riesgo presente pero sin presuponer –como en sus primeros trabajos– metáforas anquilosadas sobre el pasado bucólico y nostálgico de cuando “todo era mejor”. Ello constituye una reivindicación y una autocrítica a su propio trabajo que poco reconocen los que tanto lo critican.

Por cierto, sobra decir que sus trabajos no estuvieron exentos de críticas y algunas, ciertamente, muy bien fundamentadas. Posiblemente, la más importante ha sido precisamente la crítica a su concepto de riesgo. En mis clases, para explicar el concepto de riesgo en Beck utilizo una anécdota que me resulta contundente. Cuando éramos niños y teníamos la posibilidad, a veces, de ir de vacaciones al mar, mi hermano y yo nos despertábamos todos los días con la ilusión y la incertidumbre de cómo estaría el mar ese día: adivinábamos y hacíamos apuestas sobre de la bandera que el guardavidas colocaría ese día y sobre cómo nos recibiría el mar. Si la bandera era verde era porque el mar estaba tranquilo, si era roja significaba que era imposible bañarse y si era amarilla –y a veces amarilla y negra– era porque había una señal de peligro que indicaba que simplemente debíamos tener cuidado. Hoy en día, sin embargo, ya no importa la quietud o la calma del mar: la bandera siempre es amarilla. En los mares ya no se observan banderas verdes. Ésa es la noción de riesgo en Beck: el riesgo no radica ni en lo peligroso del mar (el riesgo objetivo) ni en el miedo al agua (riesgo subjetivo) sino en la permanente bandera amarilla que supone un clima de alerta constante que indica, en definitiva, la institucionalización del miedo más allá de las condiciones del mar o más acá de las percepciones subjetivas. Esa imagen de alerta permanente –independientemente de las circunstancias objetivas y subjetivas– como construcción social pero sobre todo como construcción política (y por ende, como un miedo institucionalizado) es lo que define al riesgo en Beck.

Lo que es innegable es que Ulrich Beck ocupa un lugar central en el pequeño grupo de académicos capaces de combinar rigor analítico con alto nivel de influencia en el debate y la divulgación de ideas. En ese sentido, quisiera hacer una última observación a esta pregunta de por qué leer a Beck y tiene que ver –a contrapelo de lo que muchos empiristas podrían asumir– con algunas consideraciones metodológicas. Entre otras cosas, la crítica que se le ha hecho no sólo a Beck sino, en general, a toda la corriente de la modernidad reflexiva (Giddens, 1996; Lash, 1997) es la de desarrollar el problema de la modernidad de una manera sustancial o inmanente en vez de problematizar el fenómeno y derivarlo en hipótesis de trabajo. Sin embargo, creo que la gran mayoría de las preguntas que nos quedan al leer a Beck son de carácter más empírico que sustantivo. Claro está, explicar todos los riesgos como si todo fuera riesgo, tiene sus riesgos. Ello, no obstante, no agota ni anula las infinitas preguntas que todavía debemos hacernos con respecto al orden y al cambio social que Beck propone como explicación lógica de esta específica etapa de la modernidad. La generalización y la extensión de los riesgos o la superposición de las desigualdades sociales son preguntas de investigación que merecen un tratamiento empírico. La tendencia a la hipergeneralización que, por momentos, tiene la obra de Beck, es una invitación perseverante a realizar más y mejores preguntas empíricas de investigación. Desde luego que los riesgos de los que habla Beck son reales, desde luego también que sus posibilidades de observación distan bastante de ser las mismas que las que nos ofrecen las teorías de la estratificación o de la movilidad social. La pregunta metodológica que nos hereda Beck es irrebatible: con qué herramientas analíticas se puede leer el mapa social de las sociedades complejas cuando la relación individuo/categoría social se vuelve cada vez más indeterminada, cuando la contingencia es el valor lógico que mejor describe las clasificaciones sociales o, en definitiva, y tal como señala el principio de incertidumbre en la física: cuando –dentro del mundo social– al mirarnos nos movemos.

Beck y / desde América Latina

¿Qué puede aportar el pensamiento de Beck para pensar el México contemporáneo o a la propia América Latina? Una de las mayores dificultades que enfrenté cuando realicé mi tesis de doctorado (Mancini, 2011) sobre incertidumbres y riesgos en las sociedades latinoamericanas, fue enfrentarme a la crítica –permanente y sistemática pero, especialmente, muy válida y justificada– de qué podía decirme un alemán sobre lo que acontecía en el mercado de trabajo en América Latina: cómo se podía hablar de nuevos riesgos en nuestras latitudes si somos un sociedad que hemos padecido, estructural y heterogéneamente, los mismos riesgos siempre y, además, sufridos siempre por los mismos sectores sociales. Indudablemente, es particularmente en Europa donde el aumento del desempleo se convirtió en la manifestación más evidente de una nueva realidad social, aunado al aumento de la precarización y la desprotección social y donde los riesgos se extendieron a categorías sociales que antes eran más fijas o seguras, y donde los problemas de inclusión dejaron de ser un elemento marginal para convertirse en el epicentro de la realidad sociológica. En efecto, también en América Latina los análisis sobre vulnerabilidad y cambio social no se ubican tanto en un resurgimiento de los riesgos sociales sino en un agravamiento de la crisis social y de la situación económica por la que atraviesa la mayoría de la población trabajadora. No obstante la sutileza de dicha diferenciación, la flexibilización del trabajo, el aumento de la desprotección, los nuevos procesos de precarización y el aumento de la incertidumbre son también problemáticas en ascenso en nuestras latitudes y, al igual que la inquietud central de Beck, es necesario preguntarse por las formas que está tomando la acción social contemporánea y el modo en que los sistemas de protección –o lo regímenes de bienestar, para hablar a la vieja usanza– están inhibiendo o favoreciendo posibilidades de ser en sociedad.

Son infinitos los datos en México –y basta con revisar las páginas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía sin necesidad de mucho procesamiento de datos-, que demuestran que los tiempos sociales también aquí se fragmentan en una multiplicidad de tiempos. Cualquier encuesta sobre aspectos subjetivos en nuestro país indica, por ejemplo, que ya no somos una sociedad con grandes y unitarios referentes para la adscripción identitaria, que no nos percibimos exclusivamente en función de nuestras condiciones objetivas, que el miedo al desempleo puede ser real en sus consecuencias y que ni la familia ni la religión constituyen monobloques unificadores de verdad y confianza. En México y en América Latina existe, más que nunca, un inmenso repertorio de posibilidades políticas, culturales, simbólicas, sociales o estéticas. Hay infinitas expresiones, cotidianamente, de mutaciones en los códigos y horizontes de sentido, de esferas sociales que se entrecruzan y bifurcan, de afirmaciones colectivas profundamente heterogéneas (en una sola vida) y, en definitiva, de modernidades múltiples que el propio Eisenstadt (2013) ya había explicado como “producto de complejos encuentros entre la apropiación variable de los programas políticos e institucionales de la modernidad y su continua reinterpretación a la luz de diversas tradiciones, crisis y rupturas”.

En otras palabras, también en América Latina estamos obligados a seleccionar subjetividades y modos de reproducción social y material entre una multitud de opciones posibles. También aquí transitamos desde ámbitos regidos por pautas locales a dimensiones espaciales mucho más amplias, como las redes sociales. También aquí tenemos nuestros propio Chernóbil, nuestras pautas culturales para seleccionar a qué le tenemos miedo y qué nos genera seguridad, nuestros cientos de jóvenes doctores que no saben de qué trabajarán mañana, nuestro aumento en las tasas de divorcio, pero también de denuncias a la justicia, de apelaciones a la Comisión de Derechos Humanos. Es decir, también aquí hemos vivido una apertura de derechos y opciones sociales como nunca antes se había visto: matrimonio igualitario, despenalización del aborto, debates en el congreso sobre la despenalización de las drogas o sobre la eutanasia. Nosotros también, en definitiva, desde México y desde América Latina, en medio de nuestra obscena desigualdad estructural y profunda heterogeneidad social, somos complejos y ambivalentes. Allí reside el verdadero cosmopolitismo de Becky de allí también las posibilidades de observación que tenemos desde América Latina.

Finalmente, quizás el mejor homenaje que le podemos hacer a Ulrich Beck como miembros de la comunidad científica, el más sincero y el más efectivo pero también el más real, sería una especie de llamado metodológico a las ciencias sociales: hurguemos en las palabras pero llenémoslas de contenido analítico y de datos, de mayor precisión conceptual, más allá de las fórmulas panfletarias y más acá del señalamiento –tan proclive en las universidades de América Latina– de lo que debería ser. Porque como el propio Beck señaló en uno de sus últimos artículos (2013): “El prefijo ’pos’ es la palabra clave de nuestra época: posmodernidad, posdemocracia, constelación posnacional. ’Pos’ es el bastón de ciego de los intelectuales: la pequeña palabra para el gran desconcierto que lo preside todo”. Tratemos pues, en el mejor de los homenajes, de asir el desconcierto, tal como Ulrich Beck nos ha demostrado que puede hacerse.

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Doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología por el Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. Investigadora asociada C de tiempo completo, Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México (México). Sus líneas de investigación son: riesgos sociales; trabajo y mercados laborales. Entre sus últimas publicaciones destacan: “El vínculo entre población y trabajo en los estudios laborales de América Latina” (2013); “Riesgos sociales y bienestar subjetivo: un vínculo indeterminado” (2014) y “El impacto de la incertidumbre laboral sobre el curso de vida durante la transición a la adultez” (2014).

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