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Vol. 61. Núm. 228.
Páginas 27-55 (septiembre - diciembre 2016)
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Espacio, territorio y territorialidad: una aproximación teórica a la frontera
Space, Territory, and Territoriality: A Theoretical Approach of the Border
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Octavio Spíndola Zago
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Resumen

Descifrar, a partir del enfoque poscolonial, la relación espacio/sujeto dentro de los márgenes de un horizonte interdisciplinario para comprehender los principales problemas conceptuales y metodológicos que conlleva el estudio del espacio, nos conduce a un punto particularmente rico: la frontera. Actualmente en boga, este campo de estudio abre los caminos para aclarar la relación existente entre el Estado y el territorio, la nación y la territorialidad, así como el impacto que la frontera, como construcción material, dispositivo simbólico, realidad jurídica y elemento literario, tiene en las nociones identitarias. En esta investigación nos proponemos una lectura del espacio a partir de cronotopos que tejemos con las relaciones existentes dentro de las redes políticas y culturales que entrecruzan simultáneamente lo local y lo global para cerrar con la humanización de la frontera en la figura del migrante transfronterizo. Es nuestro propósito plantearlo, por su capacidad de movimiento, como un nuevo sujeto histórico que se apropia de los espacios caminando, los imprime de experiencias y los habita.

Palabras clave:
frontera
espacio
territorio
territorialidad
migrante
identidad
Abstract

When decoding from a postcolonial perspective the space/subject relationship within an interdisciplinary horizon to understand the main conceptual and methodological problems involved in the study of space, we arrive at a particularly rich locus: the border. This trendy field of study opens the way to elucidate both the relationship between State and territory, between nation and territoriality, as well as how the border –as a material construct, a symbolic device, a legal reality, and a literary element– impacts the notions of identity. This research aims at understanding space based on the chronotopes we have interweaved with existing relationships in the political and cultural networks simultaneously intersecting the local and the global, and we conclude with a humanization of the border through the character of the cross-border migrant. Considering his mobility capacity, we argue the cross-border migrant is a new historical subject who appropriates spaces by walking, who engraves experiences upon those spaces and inhabits them.

Keywords:
border
space
territory
territoriality
migrant
identity
Texto completo
Introducción: espacio y frontera

Clarita empieza a entrar en un mundo que hasta el momento le parece irreal y parte de una horrorosa pesadilla. Posteriormente, conversando con un psiquiatra, Clarita resume la experiencia de muchos jóvenes que nunca han cruzado la ‘frontera’ de sus barrios, una frontera virtual que divide la ciudad de una manera tan tajante como aquella, mencionada por Fuguet, que separa Estados Unidos de México: “Yo solo había estado dos veces por esta zona yendo al Salón Rojo del Hotel Tequendama, pero de ahí para allá nunca” (Palaversich, 2005: 42).

Así se describe la entrada al laberinto infernal de lo abyecto. ¿Construye el sujeto al espacio o el ejercicio ontológico es inverso? Para responder a esta pregunta abordaremos el impacto de la frontera como construcción material, dispositivo simbólico, realidad jurídica y elemento literario en las nociones identitarias de los sujetos. Abordaremos la diversidad teórica de definiciones y significaciones que algunos autores destacados han dado al concepto de espacio, para aterrizar en el límite discursivo, simbólico, político y material del mismo: la frontera, construcción geopolítica proyectada por el Estado a través de políticas del espacio (Pereña, 2004: 315-330), pero también creación literaria, campo identitario y fuente de estudio.

Si consideramos que en las sociedades neoliberales el espacio dota de estatus socioeconómico a los individuos, ejerce un poder de atracción estético y narcisista, y da sentido al andar, además de que el sistema jurídico está diseñado para que el individuo aprenda a usar correctamente los espacios, para que como ciudadano pleno pueda actuar dentro de los límites de la ley, entonces entendemos que espacio, frontera y poder se conjugan constantemente y traspasan semánticamente a los individuos: “teniendo que afrontar un modelo de sociedad mosaico en el cual las diferencias se hacen visibles por la existencia de fronteras simbólicas y de la impermeabilidad” (Zapata-Barrero, Pinyol, 2013: 30).

Partimos con Henri Lefebvre, quien centró su atención en el espacio vivido, la objetivación de lo social a partir de la urbanización de los modos de producción y, siguiendo de cerca a Marx, concibe el espacio como específicamente político, tanto en la dimensión material como en la discursiva. En Lefebvre habitar es producir hábitats, apropiarse del territorio y reinventarlo con una carga simbólica particularizada (Reymaeker, 2012: 123-135). Esta noción se conjuga con la perspectiva de Di Meo (1993), quien analiza el territorio a partir de una definición marxista clásica, concibiéndolo como un fragmento espacial donde se fusionan tres tipos de estructuras: la infraestructura, espacio físico que incluye el componente humano y la esfera de las actividades económicas; la superestructura, representada por los campos político, ideológico y simbólico; la metaestructura, relación establecida entre el individuo y el espacio.

El espacio en manos de arquitectos, contratistas, urbanistas y tecnócratas se convierte en instrumento discursivo clave a la hora en que el capitalismo interviene y administra el suelo. Lefebvre advierte que el espacio público acaba, tarde o temprano, convertido en espacio inmobiliario, espacio para vender.1 Poder, capital y política configuran el espacio desde lo que Latour ha denominado la “sociología de la traducción”: un proceso de intervenciones sociales focalizadas sobre puntos estratégicos; es decir, el espacio no existe, se construye desde lo vivencial como acción política.

Por otra parte, Pierre Bourdieu apunta al espacio social como la materialización de las relaciones de poder y las interacciones entre los agentes insertos en campos de fuerza, donde los sujetos despliegan sus capitales estructurando las diferencias con una dialéctica de conflicto y en una continua proyección de sus representaciones sociales. En Bourdieu las disposiciones del habitus son precisamente esos mecanismos de posesión y posición sobre/en el espacio que producen territorio (1999: 12-14).

Habitar –afirma Bourdieu– es significar y apropiarnos del espacio. Las subalternidades hoy habitan y habilitan espacios desde una lógica distinta, alternativa: los homosexuales han resignificado el último vagón del metro2 y creado áreas específicas de comercio y recreación en las urbes; las sexoservidoras han hecho lo propio con “las esquinas” o determinadas calles de las ciudades; de la misma manera algunos parques son “propiedad” de patinetos, como otras plazas y barrios pertenecen a grupos socioétnicos específicos.

Desde una óptica hermenéutica Michel de Certeau se declina por el espacio practicado, recurso con el cual los usuarios se reapropian de las estructuras territoriales a través de maneras de hacer y tácticas –prácticas culturales que resisten el poder en los sistemas dominantes–, con el fin de desarrollar nuevos hábitats. Para De Certeau la planificación de las ciudades se circunscribe a relaciones de poder antagónicas, e incluso dialécticas, basadas en la producción de un espacio propio que rechace contaminaciones y sustituya resistencias, relaciones creadoras de sujetos universales y anónimos inmersos en el espacio. Esta red de fenómenos solo se puede explorar desde la teoría de la enunciación, así se desnudan las falacias de la atopía/utopía del conocimiento óptico y lo que el filósofo francés denomina “corrupción del espacio” (De Certeau, 2000: 103-125).

Mientras tanto, Michel Foucault (2000: 59-72) acusa la gestión de los espacios desde la legalidad jurídicamente establecida, el ejercimiento espacial del poder degenera y deviene en no lugares,3 espacios que escapan a la lógica institucionalmente normativizada pero que son creados desde ella. El no lugar es una parodia de la realidad; al entrar en estos vacíos de responsabilidad, el sujeto se cuestiona lo que ocurre afuera. Los no lugares son espacios de dialéctica por excelencia, conflicto permanente entre poder y resistencia social que ponen a prueba la capacidad de adaptación y asimilación de los sujetos.

Los no lugares son catalizadores epistémicos de heterotopias, lugares que –siguiendo a Foucault (2010: 19-32)– yuxtaponen espacios; son recortes geográficos de tiempo, sistemas de aislamiento a partir de la gestión territorial corporalizada, reinvenciones rizomáticas objetivadas que se cierran y abren al exterior, generan experiencias traumáticas a la vez que renovadoras, son un horizonte de posibilidades, de renarrativización espacial, y consienten directrices políticas revolucionarias o, al menos, transformadoras.

La idea del vacío encuentra también importantes ecos en las reflexiones de Hanna Arendt (2003). Para ella, el espacio traumático y mecánicamente aislador ejerce violencia sobre todos los sujetos por igual: los campos de concentración y exterminio deshumanizaron al ser humano, lo redujeron a un autómata meramente sensorial. Esta deshumanización llevó a la pérdida de sensibilidad e incapacidad de racionalizar el dolor, el enmudecimiento de la moral. “Esta relación con la pérdida, con el cuerpo ausente, con el luto imposible del objeto perdido, se expresa en todas las formas de la mística” (Dosse, 2003: 608), y así el sujeto vive sin dolor en el sufrimiento perenne.

Siguiendo a Bajtín, Teresa del Valle concibe que al interactuar el espacio con el tiempo y las sensibilidades, se generan cronotopos, símbolos corporales con poder evocador y efectos catárticos, catalizadores y traumatizantes para la memoria humana. Los cronotopos –entre los que hemos enunciado el espacio vivido, el social, el practicado, el traumático y el no lugar– se ofrecen como símbolos multisignificantes debido al potencial de reflexibilidad que detonan, a partir de mecanismos psicológicos específicos como la nostalgia y el deseo, sensibilidades del recuerdo y la evocación.4

¿Es el espacio generador de identidad temporal? ¿Es posible/justificable referir a una memoria espacial? Una respuesta sencilla se propone demasiado peligrosa; las interacciones fenomenológicas y materiales entre los sujetos y los espacios son complejas y variadas, sin embargo, nos permitimos seguir a Del Valle cuando declara que la identidad es el hilo narrativo de los recuerdos referenciales experimentados en espacios concretos, desde monumentos y edificios histórico/patrimoniales, hasta ruinas y edificios sin gracia en donde el sujeto experimentó una historia de vida.

La lectura del espacio que hemos propuesto a través de los cronotopos da cabida a las palabras de Manuel Castells (1974: 485), para quien “desde el punto de vista social, no hay espacio –magnitud física, entidad abstracta en cuanto práctica–, sino espacio/tiempo históricamente definido, espacio construido, trabajado, practicado por las relaciones sociales.” Sin embargo, la posmodernidad bravuconamente desafía la lógica de Castells e invierte las relaciones semánticas. En el mundo postindustrial el espacio se gestiona por el espacio mismo, las ciudades han muerto, los sujetos violentados son nómades incorpóreos sin destino, las territorialidades se han fugado; es la era de las antípolis, esas metrópolis como estilo de vida que definen a quienes habitan en ellas:

el Cinturón del Sol es algo más que un concepto geográfico, también es [...] un delicioso coctel compuesto de conservadurismo político, modos suburbanos, buen clima, ocio y alta movilidad. The New York Times lo calificó como un “experimento cultural y político”, haciendo referencia al masivo traspaso de poder político y económico que se ha producido desde las ciudades del noreste de Estados Unidos, centros tradicionales del mismo, hacia las nuevas y expansivas metrópolis del sur (García Vázquez, 2011: 11).

Raffestin ha subrayado la instrumentalización del poder en la articulación del espacio –hoy coyuntural– y los artefactos para su representación –actualmente digitales–. En esta lógica, tras las revoluciones industriales, el urbanismo adquirió gran importancia, junto con la sociología urbana, para planificar científicamente la gestión funcional del espacio; fue el paso del arte de diseñar ciudades propias de una estética renacentista a la lógica mecanicista industrial. El neoliberalismo, recurriendo al calentamiento global como recurso discursivo, ha enfatizado la relevancia de la ecología en el diseño de los espacios desde una perspectiva estética y armónica; la adaptación de la vida social a un ambiente transgredido ha detonado “la transición urbana” (Castaño-Lomnitz, 2005: 97-99), inspirada en formas orgánicas, las ecoestéticas del paisaje, así como en el balance natural.

El cambio climático, generado a partir de la acumulación de gases fluorados con efecto invernadero, orilló a los líderes mundiales a trazar una nueva geopolítica ecológica con agendas propias, para revertir probables consecuencias catastróficas, al implementar políticas trazadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y ratificar protocolos y acuerdos tomados en cumbres internacionales: el espacio se replantea para localizar zonas de riesgo, trazar bloques regionales e interconectar todo, al estilo globalizado (González–Ávila, 2007: 219–220).

Algunos daños colaterales de las políticas neoliberales son la privatización del espacio, los usos segregativos individuales del mismo y el condicionamiento de la posibilidad de habitar. En la actualidad, la ciudadanía pierde el espacio público frente a la militarización y la apropiación policiaca de estas territorialidades, bajo pretextos secundarios. Somos fieles testigos de lo que Achille Mbembe (2003) ha llamado necropolítica, proyecto de guerra perpetuo y normalización del Estado de excepción en el cual se instrumentaliza la existencia humana y se destruyen materialmente las corporeidades.

El llamado a reapropiarnos de los espacios ha sido aprovechado por la crítica poscolonial y la teoría de género para desdibujar diferenciaciones lacerantes, así como para proponer mecanismos igualitarios y democratizantes. Por todas estas razones, el espacio se ha convertido en un fenómeno de estudio:

Rejuvenecido por los nuevos procesos sociales y espaciales que la globalización ha ocasionado: interconexión de competitividades económicas, apogeo de lo digital, boom de la memoria, entrelazamientos culturales, etcétera. El surgimiento del ciberespacio, los mall [...] las migraciones de personas del tercer mundo a las grandes capitales [...], los desplazamientos forzosos de poblaciones enteras [...], la reconfiguración de las relaciones rurales-urbanas [nos ha conducido a replantear al sujeto en el espacio y viceversa] (Licona, 2014: 9).

El mundo interconectado y glocal en que vivimos nos ofrece un panorama teórico amplísimo desde el cual esquematizar la realidad. Hemos considerado que diversos problemas políticos, sociales y culturales se pueden replantear con base en la teoría de la frontera, para trazar proyectos vinculantes y rehumanizar los espacios.

Territorio y territorialidad, excurso conceptual

El hombre –señala Koselleck– vive y se sabe atravesado por tres ejes medulares que dan un marco de significación y dimensionalidad a su vida misma y a sus desarrollos socioculturales: el tiempo, el espacio y el sentido. En otro lugar hemos reflexionado en torno al tiempo y al sentido en el quehacer del historiador y en la escritura historiográfica. En esta ocasión profundizaremos en la cuestión del espacio desde el horizonte contemporáneo.

Es indudable que con la era digital y el debilitamiento de la acción del Estado nación devino la necesidad de precisar nuevas articulaciones entre las distintas espacialidades históricas y los encuentros o sobreimposiciones de temporalidades, catalizando este procedimiento teórico a través de todo tipo de fronteras y expandiendo los espacios para la investigación y explicación (Dirlik, 2005: 395). Podemos concebir el espacio en la globalización como un conjunto geográfico de puntos, líneas virtuales que no conforman un territorio ni contiguo ni continuo, y cuya extensión solo se mide por la existencia, en todo caso, de una red de clientes. El mercado reemplaza a la sociedad humana como constructor de territorios dentro de fronteras y más allá de ellas, pero siempre recurriendo a ellas como puntos refe– renciales (Palacio-Prieto, Sánchez Salazar, 2001: 148).

En un primer momento es fundamental comprender la relación entre la frontera, el Estado y la nación para, posteriormente, esclarecer la correspondencia entre la frontera, la cultura y la identidad. A diferencia de la bibliografía costumbrista decimonónica que había intentado definir la nación a partir de la triada población/geografía/idioma, o apelando románticamente a un supuesto espíritu popular, Hobsbawm desentraña el enigma de la nación procediendo históricamente a partir de tres etapas: en la primera prevalecieron los aspectos culturales, literarios y folclóricos; la segunda se caracterizó por un reforzamiento de estos aspectos originarios a través de figuras clave de luchadores sociales; finalmente, en la tercera etapa el aparato estatal privilegió la voluntad de llevar a cabo un programa educativo y pedagógico a nivel masivo. Con el triunfo del liberalismo en el siglo xix se asoció la idea de nación y la de Estado como si de un axioma natural se tratara, y fue asumida por una élite cultural que desarrolló un nuevo lenguaje administrativo, reforzado por la fase de expansión, conquista y colonización de nuevos espacios (Zermeño, 2002: 66-67).

En su ya clásica obra, Hobsbawm y Anderson apuntaron sus conclusiones hacia la reconstrucción histórica del sentido de nación, separándolo del Estado como aparato institucional políticamente construido para administrar un territorio delimitado por la frontera como realidad jurídica, al igual que a la población en él contenida bajo un determinado régimen –sea democrático, monárquico, parlamentario, republicano o constitucional, etcétera–, con una clara agenda de trabajo en materia social, de seguridad y económica.

Raffestin (2013) dispuso los artefactos teóricos para considerar al Estado como el resultado de códigos sintácticos, estructura objetual en la cual se revelan el problema relacional del poder, las asimetrías que este gestiona al momento de desdoblarse en el territorio a través de la circulación y las comunicaciones, así como en la posesión y usufructo de los recursos naturales –hidropolítica y petropolítica– e informativos –ciberpolítica–. No faltan los teóricos que insisten en una era posnación, en la que vivimos debido a la crisis estructural del Estado; sin embargo, otros apuntan a un repliegue del mismo en materia social, mientras se fortalecen otros sectores clave, como veremos más adelante. Por ahora queda clara la existencia estructural de un Estado y su crisis inapelable al enfrentarse a la globalización y a la [pos] [hiper] modernidad.

Hobsbawm resalta el carácter espiritual del nacionalismo como elemento cohesionador apriorístico de la nación misma, en otras palabras, es la colectividad la que, una vez reconocida por sus miembros como una unidad con ciertas necesidades comunes y una memoria compartida, da forma a su estructura narrativa cohesionadora conglomerante y al abanico de símbolos, signos y significantes que van hilvanando los discursos políticos con sus creaciones culturales y esquemas ideológicos, a través de la invención de la tradición.

Por su parte, Anderson subraya la calidad imaginada de la nación, porque “aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (1993: 23), imagen emanada de la memoria compartida y materializada por medio del reconocimiento de facto de unas mismas raíces histórico/religiosas, la oficialización de una lengua dominante, la consolidación de la empresa capitalista de unificación social y política mediante aparatos culturales como el arte, la imprenta, los medios de comunicación, etcétera, y la búsqueda de realización de una utopía. Ello nos conduce a plantear que las colectividades se apropian de los espacios que las contienen y les dan un sentido ritual en su especificidad, es decir, hacen del territorio una territorialidad que –siguiendo a Deleuze y Guatari– está cargada de cronotopos y delimitada por la frontera como dispositivo simbólico y lugar de enunciación.

Al diferenciar entre “las fronteras culturales de las fronteras identitarias; las fronteras de significados de las fronteras de sentimientos de pertenencia” (Grimson, 2000: 3) es posible aproximarnos al papel que desempeña la frontera en la nación como el abstracto ideoló– gico/cultural, y en el Estado como aparato jurídico/administrativo. Con relación al Estado, las fronteras han sido hermanadas gramaticalmente al concepto de límite; es innecesario insistir que este espacio, construido jurídicamente con base en estructuras sociales y en la imaginería cultural, que goza de cierta fijeza en el eje temporal sin ser inmutable, siente la trascendencia de los tratados internacionales y de las estrategias geopolíticas históricamente sometidas a revisión, sean los colonialismos europeos de los siglos xv y xvi o los imperialismos de las centurias xix y xx, como la doctrina Monroe o la política del “buen vecino” estadounidense.

La construcción de las fronteras estatales, desde el establecimiento de los principados feudales en tiempos del Imperio Carolingio, pasa por dos fases: primero, la delimitación como ejercicio político de negociaciones, llevado a cabo por estadistas y diplomáticos, sucedido por la demarcación como acción técnica realizada por geógrafos, topógrafos o geólogos; y una segunda fase que consiste en la administración de los datos estadísticos y un constante estado de gestión y supervisión de los recursos a través de mecanismos científicamente puntillosos y dentro de un marco temporal determinado.5

En el aspecto histórico, tres son los momentos fundadores del orden internacional moderno y la regulación de las fronteras nacionales. Primero, la firma del Tratado de Münster en 1648, que devino en la Paz de Westfalia, puso fin a la Guerra de Treinta Años y centró la discusión en la noción de soberanía nacional y de integridad territorial (Herld, 1997: 100107). Un segundo momento clave fue el Congreso de Viena celebrado en 1815, en el cual los diálogos políticos versaron sobre la importancia del equilibrio de poderes y las fronteras como elemento estratégico del orden público internacional.6 A partir de ese momento es posible hablar de una frontera científica, una forma de reordenar el territorio con base en la cartografía (Velasco, 2005: 24), y de la transición de las fronteras dependientes a las independientes (Fernández-Carrión, 2010: 37-39).

Por último, y siguiendo a Foucher, referimos como tercer acontecimiento una triada de procesos históricos paralelos: la caída del Muro de Berlín, la desintegración de los Estados multinacionales de Europa del Este, y el proceso de descolonización, hechos que cuestionan el significado nacional de las fronteras como construcciones jurídicas, imposiciones políticas y medidas de represión ejercidas verticalmente, al tiempo que trazan el panorama geográfico actual y ponen sobre la mesa de los debates diplomáticos los temas del reconocimiento internacional, la legitimidad estatal y la importancia de una burocracia profesionalizada sobre las políticas internacionales.7 Las fronteras, en la demarcación de los Estados nación democráticos contemporáneos, tienen:

Una relevancia jurídica: indican a qué derecho estamos sometidos, y qué personas e instituciones ejercen autoridad sobre el territorio. En el pasado, este pudo haber sido el único significado de las fronteras políticas. Pero en las democracias modernas las fronteras de los Estados nación son más que eso. También definen un cuerpo de ciudadanos –una comunidad política– que se percibe como titular de la soberanía, y cuya voluntad e intereses conforman los estándares de legitimidad política [configurando los esquemas de representatividad y participación ciudadana] (Kymlicka, 2006: 45).

El Estado, en suma, está ligado fundamentalmente a un territorio gestionado internacionalmente. A su vez, el territorio no es un dato, es una construcción cultural con un eje histórico, objeto de representaciones sociales (Rajchenberg, Héau-Lambert, 2007: 41). El espacio es “apropiado, ocupado y dominado por un grupo social en vista de asegurar su reproducción y satisfacer sus necesidades vitales, que son a la vez materiales y simbólicas. Esta apropiación puede ser de carácter utilitario y/o simbólico-expresivo” (Giménez, Héau-Lambert, 2006: 3).

El territorio, por tanto, es consecuencia del devenir histórico y vive las mismas transformaciones que la población. Dos ejemplos concretos: a) La desintegración del antiguo virreinato de la Nueva España en regiones autónomas aisladas entre sí, a causa de los impuestos al comercio interno, las alcabalas y las pésimas condiciones de los caminos, terminó por segmentar el espacio económico que había prevalecido en la época colonial (Cárdenas Sánchez, 2003: 91). En este caso podemos observar el impacto de lo económico sobre el espacio; b) Durante el corto siglo xx –citando a Hobsbawm– cientos de minorías étnicas y millones de ciudadanos fueron obligados a desplazarse desde sus lugares de origen hacia tierras ajenas a su espacio de experiencia, mientras el mapa político se veía constantemente dislocado, de modo que de un día a otro un territorio dejaba de ser francés para convertirse en alemán, y lo que ayer era un país independiente hoy es parte de una nación diferente, o de la noche a la mañana un país se fraccionó en varios, como Yugoslavia, Checoslovaquia o la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.8

No podemos, sin embargo, cometer el error de alejarnos de la posición jurista de una frontera estática para adoptar los preceptos culturalistas de unas fronteras abiertas entre naciones unidas en las que impera la metáfora de “hermandad” y del “cruce”, subestimando el conflicto y dejando de lado el concepto quizá más importante de las luchas políticas en la actualidad: la alianza, la articulación de intereses y diferencias. Tampoco podemos creer falsamente –al dar un énfasis excesivo a lo local o a lo global– que el aparato estatal no afecta, o lo hace escasamente, el contexto inmediato fronterizo “como si las constantes intervenciones del Estado y sus complejos dispositivos hubieran podido no afectar y no involucrar de ningún modo significativo a las poblaciones” (Grimson, 2000: 4).

Lo cierto es que estamos asistiendo, más que a una desterritorialización –creencia afirmada por distintos sociólogos ante el ocaso de las políticas de poblamiento de zonas fronterizas–, a la sustitución de un modelo de territorialización por otro. Si en la fase anterior la obsesión del aparato estatal eran la preservación territorial y el control espacial, ahora su eje de acción se orienta a controlar los flujos y movimientos.9

Cuando relacionamos frontera con nación, vemos que el fenómeno más común es que “ahí donde comienza la frontera, se va diluyendo y prácticamente desaparece el lazo afectivo con la familia nacional” (Rajchenberg, Héau-Lambert, 2007: 56). A la vez que la frontera construye y limita la imaginación y las expectativas, en un doble ejercicio metacognitivo y sociolingüístico –con base en el horizonte de experiencia que han construido los sujetos en el devenir histórico de su espacio inmediato vivencial–, se resiste a todo intento de ca– tegorización unidimensional.

La nación queda intrínsecamente vinculada al concepto de territorialidad –que en esta investigación consideramos se entreteje con un proyecto de dominio–, construye identidades y define la otredad, “o, mejor aún, convierte la diferencia en otredad” (Giménez, Héau-Lambert, 2006: 43). Las fronteras se transforman aquí y ahora en abstracciones mentales. Bourdieu afirma que “la frontera, ese producto jurídico de delimitación, produce la diferencia cultural tanto como ella misma es el producto de esa diferencia” (Bourdieu, 1980: 66). Trazar una frontera implica un acto de poder, un ejercicio hegemónico vertical sobre el espacio, a través del cual jerarquizamos un “nosotros” y un “los otros”.

La diferencia cultural presente entre el “Yo” y el “Otro” puede ser utilizada tanto para intentar subordinar y dominar a grupos subalternos, como para reivindicar sus derechos colectivos, transformando, en ambos casos a “la cultura como una nueva narrativa de legitimación” (Grimson, 2000: 24). Sin embargo, existen puntos de convergencia. A veces la nación se articula y legitima al Estado –desde conflictos bélicos hasta políticas internas pueden sostenerse como “intereses nacionales”–; en otras ocasiones la nación es comprendida como pueblo, y el Estado aparece afectando los intereses populares. En este ejercicio semántico encontramos que la frontera no solo se relaciona con estos conceptos, sino que también aparece su relación con los otros elementos constitutivos de lo nacional.

Uno de los problemas teóricos que este abordaje plantea es que mientras las fronteras jurídicas se desnaturalizan, las identidades sociales se esencializan. Un cierto deconstructivismo que encontraba el origen de los males en el Estado que había soñado y diseñado una homogeneidad para la nación, diseñaba él mismo un “buen salvaje” que habría resistido las embestidas estatales en las zonas periféricas, presuponiendo que los procesos de nacionalización fueron, básicamente, procesos de dominación, de domesticación de una diversidad previa que constituía un obstáculo al proyecto hegemónico (Ibíd., 2000: 13). Es indudable que esto es cierto, pero debemos matizarlo, ya que el proyecto de nacionalización ha tomado parte de todos los elementos constitutivos, algunos con mayor intensidad, otros con menor, y a unos cuantos pervirtiéndolos como fetiches mercantiles.

Aproximaciones a la frontera: una mirada multidisciplinaria

Frederick Jackson Turner en La importancia de la frontera en la historia de los Estados Unidos (1893), estudiando la historia de la conquista del oeste como elemento definitorio de la identidad nacional pragmática norteamericana, planteó, por primera vez, la necesidad de una tesis de la frontera para realizar incisiones históricas, geográficas y sociológicas a las sociedades y los procesos de construcción nacional. Si bien su visión de frontera como línea entre civilización y barbarie ha sido desechada, la consideración de la frontera y su aproximación en calidad de proceso, antes que como lugar, continúan siendo fuente de la que beben numerosas investigaciones.10

Es usual que el término frontera haga más referencia a conceptos ideales que a regiones geográficas. Gloria Anzaldúa (1999) defiende el potencial de las fronteras para la apertura de nuevas formas de entendimiento, del mismo modo en que Renato Rosaldo (1991) hizo hincapié en la multiplicidad, en su carácter poroso, en el sentido en que Bauman (2000) apela a una fluctuación líquida de las fronteras.

Las fronteras se construyen, se cruzan, se viven, se destruyen y se refuerzan. Experiencias como el Muro de Berlín, la Cortina de Hierro o la barda fronteriza Estados Unidos-México ilustran perfectamente el desafío que conlleva la apropiación del espacio en plena sociedad del riesgo. Se confirma que, en el caso de la cultura occidental[izada], la tradición de materializar la frontera como límite y difundir el pánico ante lo otro encuentra sus orígenes en el mundo grecolatino con ciudades aisladas y fortificadas, con el Muro de Adriano o ciudades defensivas como la alemana Colonia. Los habitantes viven sitiados. Ejercicio que se repite día a día en todos los países del mundo: la militarización del espacio público, el establecimiento de Estados satélite y la voluntad del poder político de traspasar los límites de la legalidad, entrando de lleno en la criminalidad y proyectando una atmósfera de terror.11 El cronotopos de la hipermodernidad es el de los lugares sitiados. En los próximos apartados versaremos acerca de las cuatro dimensiones y escalas sobre las que se desdobla la frontera en su materialidad y semioticidad.

Construcción material

En términos conceptuales, reconocemos que cruzar una frontera no implica necesariamente desdibujarla. Así como el vínculo no implica ausencia de conflicto, en el mismo grado, en las zonas fronterizas “hay diferencia por desigualdad cuando el lenguaje de las identificaciones utiliza la sintaxis de la exclusión” (Grimson, 2000: 2), una exclusión promovida por y desde el centro neurálgico del Estado y de los discursos nacionales, la capital. Desde allí ciertos territorios son hermanados, otros son excluidos o escasamente emparentados, pero privilegiando siempre “el espacio-sagrado, el ‘corazón’ de la nación, la ‘cuna’ de la patria, tierra de los ancestros; en suma, el epítome de la nacionalidad” (Rajchenberg, Héau-Lambert, 2007: 42) que es, en la historiografía de los siglos xvii al xx, el territorio capitalino.

Desde las ciudades/capital, la frontera ha sido dibujada en la literatura como una geografía del peligro y de la obsesión. En la cultura y la política, la frontera es el miedo que inspira lo lejano y desconocido, así como la voluntad de trascenderla, “puesto que todo lo que se halla fuera del territorio propio debe ser ordenado y civilizado” (Giménez, Héau-Lambert, 2006: 43). Sin embargo, “históricamente, no son las partes centrales de un área cultural donde tiene [lugar] el gran desarrollo, sino en un tiempo su límite más expuesto y más atractivo [que son las periferias]” (Sauer, 1940: 19). Además, como lo enuncia Bajtín (2011), la frontera está en los márgenes y es desde allí, donde puede corroer el edificio de homoge– neización creado por el universalismo centralista, un contrapeso a la narrativa modernista.

Henri Lefebvre planteaba desde la década de los años setenta del siglo pasado que los puntos fuertes, es decir, los espacios urbanos fronterizos, son lugares de confluencia de flujos, enlazamiento de redes y de intercambios sociales que van más allá de la obvia dinámica comercial (Lefebvre, 1974: 220). No es gratuito que los gobiernos dictatoriales dedicaran tanta importancia a las fronteras, en tanto que entendieron su capacidad para ser laboratorios de relaciones entre sociedades y grupos, puntos detonantes para radicalismos identitarios. Es que “toda civilización en crecimiento ha tenido una frontera activa, una frontera de hecho sobre la cual se han agrupado las energías de la gente, donde el poder, la riqueza y la invención están más intensamente desarrolladas” (Sauer, 1940: 19).

Realidad jurídica

En ese ir y venir entre el centro y los márgenes se generan dinámicas características. Por mencionar un ejemplo, tras la guerra con Estados Unidos:

Para los gobiernos regionales, el acercamiento de la frontera brindó nuevas oportunidades para fortalecer el poder regional [...]. Las regiones consolidaron su desarrollo autárquico aprovechando sus ventajas particulares. Así, por ejemplo, Chihuahua se especializó en la ganadería y la minería y desarrolló sus ligas con el sur de los Estados Unidos, muy alejado del centro de gravedad política de México (Cárdenas Sánchez, 2003: 305).

Del mismo modo la región de Occidente-Bajío y la península de Yucatán prosperaron gracias a la posibilidad de comerciar con Estados Unidos por la vía de los puertos del Pacífico y del mar Caribe. Por otro lado, hubo zonas aisladas, como el sur, que se retrajeron en sí mismas, basadas casi enteramente en una economía de subsistencia. La frontera es horizonte de posibilidades, tanto en sí misma como para lo que está en contacto con ella.

Pero no solo el centro, con la geopolítica estatal o el romanticismo populista, promueve presupuestos etnocéntricos que acentúan la dialéctica fronteriza, también la identidad cultural de las poblaciones que en ella habitan actúa como reafirmadora de la frontera misma,12 pues “las políticas estatales y la constitución de un espacio nacional experiencial transformaron los modos de sentir, pensar e identificarse de esas poblaciones” (Grimson, 2000: 7), que ayer formaban una sola comunidad y hoy se ven separadas por una línea imaginaria que estimula la limitación y la interacción. El propio Foucher, en su propuesta iconográfico/cartográfica virtual, reconoce la fiebre por el estudio de la frontera, debido a las estrategias de seguridad y a las posibilidades emancipatorias que para los discursos heterodoxos tienen las representaciones en sus tres escalas: lo jurídico, lo material estatal y lo simbólico.

La riqueza de estudiar el espacio y la identidad a partir de la frontera descansa en que es un lugar a veces separado del centro, y otras conexo a él; identificado con su contraparte exterior en ocasiones, y totalmente aislado en otras. Para el caso de una frontera más ligada al interior que al exterior, citamos a Grimson:

[Es obvio que] nadie de Uruguayana citará esos ejemplos [la influencia de la samba y del carnaval], ya que el carnaval y la Música Popular Brasileña no son aquello que los conecta con Paso de los Libres [ciudad fronteriza argentina que colinda con Uruguayana], sino con Río de Janeiro y el resto del Brasil (Grimson, 2000: 8).

En lo concerniente a una frontera con perfil más exógeno, podemos hacer aquí referencia a los postulados de Ramón Moreno Murrieta, para quien ciudades como Nogales y Juárez, indudablemente vinculadas con México, en realidad presentan más redes materiales con sus vecinas estadounidenses Tucson y El Paso, respectivamente (Moreno, Holguín, 2011: 1-20). A partir de la década de los años sesenta, el gobierno mexicano implementó una serie de políticas económicas orientadas a llevar a cabo proyectos detonantes del desarrollo para transformar la frontera, por ejemplo la promoción de la Zona Libre y la Franja Fronteriza con regímenes fiscales particulares, el Programa de Desarrollo Fronterizo (1985-1988) y, en 1965, el Programa de Industrialización Fronteriza (pif) como respuesta a la suspensión del Programa Bracero (1942-1964), medida que expulsó a 200 mil trabajadores de Estados Unidos, quienes junto con cientos de miles de campesinos convertidos en jornaleros u obreros rurales fueron catalizados como mano de obra barata al sector industrial para impulsar la producción manufacturera, atrayendo empresas norteamericanas a la región fronteriza norteña con el fin de diversificar la economía, incrementar el consumo de insumos nacionales, aumentar el rendimiento de divisas y potenciar la inversión extranjera.13 El impacto fue más que económico.

Dispositivo simbólico

Un hecho inapelable es que esa línea imaginaria sumamente material que es la frontera, siempre está gestionada desde el centro/capital hegemónico. Históricamente, numerosos casos apuntan hacia esta premisa: la frontera entre los dominios hispanos y los lusitanos fue decidida en una sala del Palacio de Tordesillas; los límites entre la Nueva España y las Trece Colonias fueron disputados en el Viejo Mundo; las potencias europeas se debatieron en la Guerra de Sucesión Española y en las Guerras Napoleónicas el reparto del territorio; la geografía política africana fue diseñada en la Conferencia de Berlín. En estos casos, la opinión de los habitantes no fue tomada en consideración, el Estado impuso el proyecto de nación moderna sin dubitaciones.

No obstante, los sujetos crean semánticas que mantienen cierta autonomía de esas imposiciones: la conciencia de frontera genera sentido de pertenencia o exclusión. Al hacer entrevistas dirigidas en poblados de la Sierra Mixteca de Puebla –Atencingo, Acatlán, Chietla y Chiautla– notamos que la mayoría de los informantes, sin importar edad o género, no se sentían identificados con “lo poblano” al relacionarlo con lo propio de la capital estatal;14 los lazos que conectan a los habitantes de la zona mixteca con Puebla son meramente administrativos. Mientras tanto, bajo los mismos procedimientos para recabar información, los pobladores de la Sierra Norte –Zacatlán, Chignahuapan, Tlatlauquitepec y Huauchinango– afirmaban ser poblanos y mostraron una elevada conciencia política de las redes que conectan la capital con el norte del estado.15 Identidad y fronteras juegan aquí a ritmos diferentes, se expanden y retraen sin compás fijo.

Otro caso interesante es Chipilo, punto fundamentalmente fronterizo que al no identificar raíces culturales ni nodos identitarios con un exterior mexicano, y a pesar de los esfuerzos [inconscientes de acercarlo al meta/exterior italiano –particularmente debido a los enquistamientos fascistas que permearon la colectividad–, por ahora representa una isla completamente trans/relacionada con los poblados vecinos de Cholula, Puebla y Atlixco, pero a la vez diferenciada de estos.16

Lo cierto es que cada comunidad manipula y moldea de manera diferente las referencias simbólicas, los discursos históricos y las memorias colectivas en función de la construcción de una identidad propia, siempre basada en la diferenciación, pero también compartiendo prácticas y creencias comunes con otros grupos. Es en este sentido que consideramos a las regiones fronterizas como culturas de contacto dialéctico, agregando al postulado de Cardoso de Oliveira el concepto de Benjamin: espacios de hibridación por excelencia, pero también de resistencia.17

Estudiar el espacio no es tarea sencilla, y tendemos a fragmentarlo teóricamente para que pueda ser analizado con un enfoque epistemológico y un bagaje metodológico determinados. Para estudiar un espacio específico, no son las mismas formas de abordaje y procedimientos metódicos los que utiliza la sociología urbana que la historia social o la antropología cultural. A su vez, el espacio se ve afectado por el sistema económico destinado a la espe– cialización de la producción y por estrategias político/electorales, sociales o culturales. Lo cierto es que cuando el estudioso se aproxima al espacio con mirada deconstructivista, lo que se hace evidente sobre todo es la frontera.

¿Cómo afecta la reconceptualización de la frontera como algo vivo, dinámico y flexible? Supongamos que la frontera política –territorio– entre México y Estados Unidos se mantiene en el Río Bravo, donde los puestos aduaneros ratifican la renovación fortalecida de los controles y regulaciones propias del Estado, cuyos puentes más que conectar agudizan los conflictos entre las poblaciones y terminan aislando aún más a las orillas entre sí; pero la frontera cultural –territorialidad– se desplaza ahora hasta East Harlem, al noroeste de la isla de Manhattan en New York. ¿No implica esto la necesidad de replantear las políticas exteriores de los gobiernos implicados?

Pensemos ahora en el conflicto actual en la Franja de Gaza, o en la campaña iconoclasta del Estado Islámico. ¿Dónde podemos trazar una frontera jurídica y administrativamente sólida en un espacio culturalmente apropiado por varios grupos religiosos diferenciados y políticamente tensos? Porque una frontera siempre implica intereses y campos de poder (Lowi, 2007: 32-35), relaciones conflictivas de negociación y cesión, donde se juega incluso la identidad.

Podríamos continuar con infinidad de ejemplos, con una geografía de la frontera entre el imperialismo occidental y el musulmán, entre el socialista y el capitalista, sin embargo, el problema es que son espacios que confluyen y conviven de manera dinámica, por lo cual en estos casos la frontera no necesariamente implica una geometría lineal ni se ajusta al modelo ideal del archipiélago de culturas cartográfico tradicional, pues no solo los grupos humanos no son unidades discretas clasificables en función de cultura, como en otro momento lo eran en función de su raza, sino que además la visión actual de la frontera es más puntillista, abierta y porosa, pero con capacidad para retraerse y cerrarse.

Si bien la teoría de los ecosistemas es un corpus conceptual extremadamente interesante que ha producido importantes desarrollos gracias a la cibernética, ha dejado de lado muchos aspectos, por ejemplo la cuestión política del espacio (Lefebvre, 1974: 221). Lo mismo ocurre con los estudios culturales sobre el espacio que desplazan la cuestión económica, limitada pero no fútil. Toda política fronteriza está orientada a fracasar mientras no asimile los nuevos paradigmas epistémicos de transmodernidad18 e interculturalidad,19 además del de glocalidad, y reinterprete la frontera no como un hecho apriorístico fenoménicamente preexistente, sino como una construcción compleja y dialéctica profundamente enlazada con las redes sociales, las experiencias humanas y las estructuras culturales.

Elemento literario

Principio figurativo: no existe una frontera. Existen fronteras, pluralidad y heterogeneidad; la posibilidad teórica de que la fragmentación de la experiencia cotidiana que caracteriza a la posmodernidad pueda llevar tanto al reforzamiento de la frontera como a invitar a cruzarla, jugando con las metáforas del “cruzador” y del “reforzador” de fronteras (Villa, 2001: 13). Pensemos en el ejemplo de Chipilo: mientras algunos sujetos mantienen en sus discursos los matices fascistas que insisten en la degradación moral y social del pueblo a causa de la apertura cultural –los reforzadores–, otros insisten en los beneficios del contacto, el compartimiento, y en la necesidad de salir para abrir horizontes –los cruzadores–.

La frontera no se agota en el territorio, engloba y puede ser utilizada para cualquier espacio físico o psíquico sobre el cual se puedan puntualizar problemas de límites. La literatura también crea geografías y fronteras, aquello que Mike Crang llama “paisajes literarios” (Crang, 1998: 9), espacios cargados de simbolismos ficticios, históricos o reales que apelan a una estética del discurso emotivo. Por su cuenta, la literatura de Bolaño recupera al migrante como protagonista de sus crudamente realistas poemas, una nueva narrativización de la frontera se hace presente en él: “... los límites / son tenues, los límites / son relativos: gráfilas / de una realidad acuñada / en el vacío” (Bolaño, 2003: 58). Cruzar los límites es un acto de fe.

Pero también la literatura experimenta la plasticidad de la vivencia humana, busca ir más allá de lo cognoscible para reconocer los límites de lo decible en situaciones extremas, sea el Holocausto que inspiró –por su singularidad traumática– la poética de Günter Grass y la literatura de Viktor Frankl o Imre Kertész, sean los intentos de novelar el terror de las dictaduras latinoamericanas en García Márquez o Vargas Llosa. En la prosa simbólica, el rea– lissimum permite el encuentro con lo perdido y proporciona los medios de representación inmediata para algo que se pierde en su compulsión, en su estado de frontera: lo traumático.

El lenguaje, por su cuenta, es también creador de fronteras y espacio, de éticas fronterizas donde puede haber políticas de ruptura retomadas por Badiou, y una escisión del lazo social, de antagonismos metalingüísticos abarcadores de la densidad ideológica y la drama– ticidad política del habla cotidiana, como afirman Volóshinov y Bajtín. Una aproximación semiótica al espacio lo hallamos en la interesante propuesta de los puntos de la frontera en la teoría de la semiósfera de Lotman, para quien los límites “pueden ser equiparados a los receptores sensoriales que traducen los irritantes externos al lenguaje de nuestro sistema nervioso, o a los bloques de traducción que adaptan a una determinada esfera semiótica el mundo exterior respecto a ella” (1996: 12).

En materia del conocimiento, la preocupación central en la obra de Wallerstein es el crecimiento de la frontera hasta llegar a la conformación del sistema mundial, en materia socioeconómica, así como como praxis y utilidad de análisis de las ciencias sociales. Para él, la frontera puede ser leída también, bajo líneas marxistas, en términos de la división territorial del trabajo y la acumulación de capital en urbes que marginan periferias, asunto que ha sido abundado por Theotonio dos Santos y Enrique Dussel. La cuestión cognoscitiva también preocupó a Derrida, que ve en la frontera una cualidad antropológica:

La frontera designa, de forma casi estricta si no propia, esa linde espaciadora que, en una historia, y de forma no natural sino artificial y convencional, nóminca, separa dos espacios nacionales, estatales, lingüísticos, culturales. Si decimos de esta frontera –en el sentido estricto o corriente– que es antropológica, lo hacemos por hacerle una concesión al dogma dominante según el cual solo el hombre posee semejantes fronteras, y no el animal del que se piensa normalmente que, aunque tiene territorios, su territorialización –en las pulsiones de la [dejpredación, del sexo o de la migración regular, etcétera– no podría estar rodeada de lo que el hombre denomina fronteras. No hay nada fortuito en ello, el mismo gesto le niega aquí al animal lo que le otorga al hombre: la muerte, el habla, el mundo como tal, la ley y la frontera (Derrida, 1998: 72-73).

Un nuevo sujeto transfronterizo, el migrante

Quiero ir por el mundo, donde viviré como un niño perdido; tengo el humor de un ánimo vagabundo tras todo mi bien haber repartido. Todo es igual, la vida o la muerte, me basta con que a mí el amor quede (Dosse, 2003: 18).

“Estudiar” al migrante tomando como punto referencial su origen rural o urbano y su contexto académico cultural,20 o –como lo hace Eduardo Barrera– rompiendo los mitos fetichizados del migrante ideal en Gómez Peña (1995: 15), permite no solo diversificar los campos de abordaje y ampliar el espacio de estudio de la frontera, sino también observar fenómenos más ligados con experiencias humanas vivenciales, aproximando la frontera a algo vivo y sensible, no únicamente abstracto y teorético.

Al interior de los espacios citadinos se observa un interesante doble proceso de segregación: el activo, en el que el migrante urbano, principalmente de clase media y media-alta, se dirige a la periferia por tratarse de una zona de oportunidad desde la cual alejarse del estrés de las urbes sin salir de ellas por cuestiones laborales; y el pasivo, donde los migrantes provenientes del campo o de regiones vulneradas por la pobreza, el desempleo y la inseguridad, mayormente de clase media baja y baja en ascenso, establecen sus viviendas en las zonas marginales, aunque en condiciones precarias –muchas veces habitadas en obra gris–, en búsqueda de una vida mejor (Escamilla, Santos, 2015: 829-867).

La percepción del espacio y sus elementos socioculturales son distintos a partir del actor social del que se trate. Un ejemplo interesante son los estudios sobre percepción de inseguridad en la Ciudad de México entre vecinos/residentes, migrantes temporales y migrantes permanentes. Para el caso de los vecinos, la percepción de inseguridad suele ser menor a la de los estudiantes/trabajadores en estancia temporal laboral/académica; la de estos últimos llega a ser, sin embargo, mayor a la de los turistas, debido al tiempo de residencia y su poco desplazamiento. Por su parte, los migrantes permanentes, personas que viajan constantemente y cuya estancia no rebasa un periodo de 2 semanas a 3 meses, aun teniendo casa-habitación permanente o punto fijo de alojamiento, comparten con los vecinos la noción de inseguridad.

En este mismo sentido podemos destacar la construcción perceptiva de los espacios urbanos a causa del impacto de los medios de comunicación y las redes sociales. La opinión pública cartografía ciertas regiones consideradas peligrosas, inseguras, “de dinero”, “de pobres”, etcétera, muchas veces solo a partir de meras percepciones, incluso cuando su paso por esas regiones sea esporádico. Surge un nuevo sujeto histórico cuya fenomenología descansa en su capacidad actancial de movimiento, el migrante sujeto se desplaza y hace vibrar el espacio mismo:

Esta relación para consigo mismo ordena las alteraciones internas del lugar (los juegos entre sus estratos) o los despliegues peatonales de las historias apiladas en un lugar (circulaciones y viajes). La infancia que determina las prácticas del espacio desarrolla en seguida sus efectos, prolifera, inunda los espacios privados y públicos, deshace sus superficies legibles, y crea en la ciudad planificada una ciudad “metafórica” o en desplazamiento (De Certeau, 2000: 122).

El migrante cuasi sedentario, este individuo transnacional protagonista de los intercambios culturales y las redes sociales, vive en la frontera, espacio que lo cruza con múltiples identidades, que lo transforma en un yo plural, un yo que prospera en la ambigüedad y la multiplicidad21 (Delgado, Stefanic, 1998: 652), lo cual en ocasiones puede devenir en traumas identitarios, como en el caso de los chipileños o de los chicanos. En términos de Bajtín, en el sujeto fronterizo está, sintomáticamente, la traza de su alteridad, es decir, de ser otro además del mismo.

Braidotti, desde una teoría del nomadismo como confrontación a la restricción de los límites espaciales y corpóreos, ha dedicado una obra extensa al estudio del sujeto nómade, actor social caracterizado por el constante desplazamiento, que encarna una cartografía de la dinamicidad por sí mismo, que cuestiona vívidamente las imposiciones físicas del espacio y el cuerpo como espacio/sujeto (2000).

El migrante es todo sujeto que transita, que camina, que se apropia del mundo desde el movimiento generador de territorialidad. En De Certeau el caminante es un usuario crítico y autorreferido que se apropia del sistema topográfico, al tiempo que realiza una recuperación espacial del lugar; es un actor activo de las redes de intercambio, generador de dialécticas, detonador de cohesiones, sujeto líquido. El migrante, en su andar no solo construye el camino, sino que se crea a sí mismo: “cuando lo distinto choca contra su límite [entendido este como una frontera fenoménica de su propio acaecer o como el principio de contradicción desde las esferas de lo heterogéneo], se supera” (Massé Narváez, 2004: 14).

Sin embargo, se corren riesgos al vivir en la frontera del pensamiento. Podemos ser propensos a ignorar la realidad del “más acá” al idolatrar consciente o inconscientemente el “más allá”, lo que se conoce como colonialismo intelectual; el ejemplo más claro es Octavio Paz, mente prolífera extraordinariamente marcada por el liberalismo norteamericano, siempre laudando lo que había más allá de la frontera. Por ello, pensar desde la frontera es desafiar el orden imperante, adoptar una narrativa poscolonial desde la cual el espacio no es dado, es gestionado; los territorios son particulares unlversalizados mediante mecanismos enunciativos que siempre tienen como sujeto teórico a Occidente. No se trata solo de adoptar actitudes complacientes con la “moda post”, sino ser partícipes de proyectos políticos poscoloniales, trazados desde la realidad inmediata de la periferia con matices interculturales.

A decir de Henry Kissinger, las fronteras son los mecanismos regulatorios de una función política restringida a los límites del Estado nación, así como los objetivos de una política económica neoliberal. El orden mundial, perseguido por las grandes potencias autopro– clamadas mesías de la humanidad, es hoy la propagación de la democracia en el marco del anquilosado discurso desarrollista promovido desde las altas cúpulas del poder global, que poco o nada se interesan en la dimensión humana que implican las fronteras. Para muestra basta el Plan Frontera Sur vigente en México, o la política migratoria estadounidense, ambos dirigidos a acabar con “la cuestión migrante”.

De hecho, numerosas son las investigaciones y ensayos llevados a cabo sobre la cuestión migrante, pero aquí nos interesamos por el migrante en calidad de sujeto transfronterizo, como nómada indecible y rizomático que vive al borde, en un constante estado de experimentación identitaria:

Si la “inmigración de ideas”, como dice Marx, se hace raramente sin prejuicios, es porque ella separa las producciones culturales del sistema de referencias teóricas, en relación a las cuales son definidas, consciente o inconscientemente [...]. Por esta razón, las situaciones de “inmigración” imponen, con una fuerza particular, la actualización del horizonte de referencia [...]. Pero va de suyo que el hecho de repatriar ese producto de exportación implica graves peligros de ingenuidad y de simplificación (Bourdieu, 2012: 71).

Cabe diferenciar dos figuras hipostáticas: la del extranjero y la del migrante. El primero es para Simmel una alteridad que se distingue por su fijación provisional en un territorio, es una figura lejana y próxima a la vez que se define por no pertenecer al territorio ni formar parte del entramado simbólico directo de la territorialidad, pero que sí incorpora cualidades al espacio social. En Durkheim el extranjero vive la experiencia del resorte, se distancia de su espacio inmediato, pero siempre solo para regresar a él; para el sociólogo francés, la herencia del fenómeno del extranjero es la creación de las fronteras como trazo diferencial que permite la acción de estirar y retraer, al igual que cierto cosmopolitismo en la planeación política (Santamaría, 1994: 64-68).

El migrante, por su cuenta, vive eternamente en la frontera, son agentes activos en la construcción de identidades colectivas, fuerza motriz de las poblaciones regionales y vehículo viviente de la transculturalidad (Blanco Fernández, 1994: 41-61): los mexicanos que cada año cruzan rumbo a Estados Unidos, así como, en menor medida, los centroamericanos que llegan a territorio nacional en su trayecto rumbo al sueño americano, ocupan hoy la atención de las agendas político/legislativas de los distintos niveles del gobierno, pero ¿qué les depara a aquellos mexicanos que han terminado por cualquier razón su estancia en el país de destino y retornan a su “hogar”? (García, Ambriz, Herrera, 2015: 34-50). Un calvario, la marginación cultural, la segregación social y el desconocimiento político. El migrante retornado es el sujeto transfronterizo por excelencia, en su condición de repatriado vive un estado traumático constante, es el resultado material de la globalidad neoliberal.

Conclusiones

Hemos propuesto una lectura del espacio a partir de los cronotopos de Lefebvre -espacio vivido–, Bourdieu –espacio social–, De Certeau –espacio practicado–, Foucault –no lugary Arendt –espacio traumático–, a los que se suma nuestra propuesta de lugares sitiados, concepto con el cual es posible describir el estado de terror al límite como un cronotopo de frontera y fronterizador; ello con el fin último de indagar sobre la relación compleja y enunciativa entre el espacio y el sujeto, a partir de estas figuras como símbolos corporales catárticos, catalizadores y traumáticos.

La idea del espacio como eje vital de los individuos ha hecho eco en la filosofía desde el pensamiento heideggeriano. Para el pensador alemán, el Dasein como ser/ahí/en/el/mundo refiere a la experiencia fenomenológica del tiempo en la con/vivencia del ser, relaciones con otros entes que se desenvuelven en el mundo como esfera de acción. La tensidad del “mientras” en la databilidad de la sucesión de ahoras se conjuga con la significatividad de los acontecimientos mundanos y la publicidad que el sujeto haga de sus comprensiones sobre sí mismo y los otros, todo esto estructurado por la posicionabilidad, la posibilidad de ubicar espacialmente al Ser/ahí (Heidegger, 2001; 2012).

Sean los lugares de la memoria de Pierre Nora o los territorios de la memoria política de Ludmila Catela, la noción de espacio tiene la propiedad metafórica de resaltar los vínculos, la jerarquía y la reproducción/desgarramiento de un tejido de lugares potencialmente representables y asociables a conceptos de conquista, desplazamiento, legitimación, aislamiento, interacción o transgresión, como los hemos expuesto, nunca separables de los sujetos que en ellos habitan y establecen sus condiciones para vivir[se].

No hay formas espaciales sin su fronterización, afirmaba Lattimore. Así como el territorio es la apropiación del espacio con fines políticos, gestionado internacionalmente como consecuencia del devenir histórico, y la territorialidad es la significación sociocultural del territorio con fines identitarios, cargada densamente de cronotopos, la frontera es el elemento material y simbólico cohesionador de todos ellos. Es un mecanismo estructurante que limita, une y abre la posibilidad a vínculos más allá de sí misma.

Las relaciones de poder, los juegos identitarios y las gestiones políticas con que se cargan las áreas fronterizas influyen directamente en los espacios que las rodean y a los sujetos que las habitan, incluso su imaginación literaria. Dialogar en las ciencias sociales desde la frontera es pensar desde el poscolonialismo, proponer un proyecto académico políticamente activo, humanizar el espacio y reconocer las fronteras en cualquier escala. Para ello hemos propuesto al migrante transfronterizo como un sujeto particularmente interesante, debido a la especificidad de su iterabilidad. Inmerso en el territorio transfronterizo de Amilhat Szary y Rouvière, este sujeto es por sí mismo frontera, por ello su situación de vivir-al-borde es útil para repensar las relaciones entre el espacio, el tiempo y el sentido.

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Véase: Delgado (2011).

Para Carlos Monsiváis y Juan Villoro, el metro es la ciudad; para Sergio Tamayo es un lugar de encuentro y reconocimiento, un espacio de experiencia en la privacidad de lo público.

No debemos confundir los no lugares foucaultianos –cargados de simbolismo y significación desde una teoría del poder en la construcción de suj etos normalizados– con los no lugares de Marc Augé, que se caracterizan por no generar relaciones significativas, ni historia ni convivencia. Si acaso existe un punto de convergencia entre ambas teorías es la influencia identitaria que el espacio ejerce sobre los sujetos; espacios que se rigen por su propia lógica temporal (ultramoderna en Foucault, posmoderna en Augé).

Véase: Del Valle (1999).

Véase: Tamayo Pérez (2001).

Véase: Amaga, Díaz, Hernández (2014).

Algunos autores proponen el Tratado de Versalles, acontecimiento político que pone fin a la Primera Guerra Mundial, como ese tercer momento fundacional de las relaciones internacionales actuales (Solar, 2003: 44-51). No obstante, este tratado no contribuyó en lo absoluto a estabilizar la situación europea o mundial, no aportó un orden institucional de diplomacia ni una mediación efectiva de conflictos, además de que careció de una estrategia teórica contundente para sentar las bases de un nuevo orden diplomático. Proponemos en esta investigación la “caída del socialismo real” como ese tercer momento, no por las pautas institucionales o diplomáticas, sino a causa de los impactos geopolíticos y económicos que trajo consigo (Gallego, 2005: 104-112).

Véase: Traverso (2012).

Véase: Appadurai (2001).

Para una revisión a la polémica en torno a esta obra y la crítica a su inmanencia etnocentrista realizada por los nuevos historiadores del oeste, de la que se han nutrido las teorías de la frontera permanente (regiones limítrofes caracterizadas en Bowman y Rausch por una inmovilidad participante de los procesos nacionales), de la frontera provisoria (señalada por García Bustamante como interacciones constantes) y de la economía asimétrica (que para Martínez Salas es detonante de desigualdades sociales y repercute negativamente en el ambiente y desarrollo urbano). Véase: Rausch (2010).

En los casos de la guerra contra el narcotráfico llevada a cabo en México por el expresidente Felipe Calderón y el actual, Enrique Peña Nieto; la cruzada contra el terrorismo de Bush; el combate al Estado Islámico de la Unión Europea y Obama; el enfrentamiento contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia o Euskadi Ta Askatasuna (eta) en España, se apela al nacionalismo y a la suprema causa de defender la soberanía para justificar el repliegue de las fuerzas armadas, el engrosamiento de facultades de los cuerpos policiacos y el espionaje sobre masas que viven en un Estado de sitio permanente, e incluso interiorizado (Sánchez de la Barquera, Arroyo, 2014: 34-41).

Zizek denomina “the ethnicization of the national” al proceso político mediante el cual se opera una renovada búsqueda de raíces étnicas de la nación para reafirmarla, lo que Hall llama “el retorno a lo local”.

Véase: Fuentes y Fuentes (2004).

Ante la pregunta: ¿cómo considera la situación actual del estado de Puebla? la respuesta común fue: “¡Uh, no joven! Pues no sé cómo estén allá las cosas, pero aquí pues ahí vamos [...] el gobernador se ve que hace muchas cosas allá en la capital, pero se les olvida que acá estamos” (entrevista a doña Isabel, Chietla, 2 de abril de 2015).

Ante la misma pregunta: ¿cómo considera la situación actual del estado de Puebla? varios pobladores de Huauchinango coincidían con esta respuesta: “Pues mire joven, nosotros éramos de la Luz y Fuerza, ¿sí sabe, no?, y pos vivíamos muy bien, nos hicimos nuestras casitas y... pues vivamos bien. Pero con lo de Calderón nos dieron en la madre, pero eso sí, ¡muchos de los nuestros que pos se enriquecieron se fueron pa’ la capital, allá a Puebla y pos hicieron carrera política, verdad! Sí, nos deben mucho allá, pero les damos lo mismo” (entrevista al ingeniero Calvario, Huauchinango, 28 de febrero de 2015).

Véase: Spíndola Zago (2015).

Véase: García Canclini (2004).

Véase: Rodríguez Magda (1989).

Véase: Ramírez Reyes (2012).

Véase: Ortega, Cruz y Gonzales (2014).

“El límite traza zonas de relación en cuyo interior y entorno se desarrollan prácticas integrales asociadas a los proyectos de la sociedad. Por esta razón, alterar o transformar su límite provoca una crisis de la sociedad y la cultura y revela la capacidad de determinada sociedad o cultura de rehacer sus fronteras y reestablecer su malla relacional, tanto interna como externa” (Fábregas Puig, 1996: 81).

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