El objetivo de la investigación es reconstruir el espacio lógico y el contenido (articulado o articulable) de la noción de transgresión tal y como es expuesta por Georges Bataille en El erotismo (1957) a partir de sus dos influencias teóricas fundamentales en lo que refiere a este punto: lateoría de la fiesta desarrollada por Roger Caillois (1939), y el modelo del sacrificio como lo entienden Marcel Mauss y Henri Hubert (1899). A partir de estas fuentes teóricas sostenemos que la noción batailleana de la transgresión ritual puede ser comprendida como el dispositivo privilegiado de contención de la tensión social, mecanismo que permite regular la reintroducción de la violencia –aquella que había sido separada para que la sociedad tuviese lugarabriendo paso al mantenimiento, la renovación y la reproducción del ordenamiento social.
This work is aimed at recreating the logical space and the –articulated or articulable– content of the notion of transgression as George Bataille presents it in “The Eroticism” (1957) based on his two major theoretical influences on this issue: the theory of parties developed by Roger Caillois (1939) and the sacrifice model as understood by Marcel Mauss and Henri Hubert (1899). Based on these theoretical sources it is claimed that Bataille's notion of ritual transgression can be understood as a privileged contention tool of the constitutive social tension; as the mechanism allowing to regulate the reinstatement of violence –that sort of violence that had been removed in order for the society to exist–, opening the way for the social ordering to be maintained, renewed, and reproduced.
Es imposible durar sin desgaste, sin desperdicio; imposible inmovilizarse en el ser (…) Y es imposible también ser únicamente metamorfosis, puro desgaste, actividad total (Caillois, 1939: 157–158)
Es indispensable, según entendemos, representarnos a la sociedad en función del respeto de prohibiciones fundamentales que limitan el “puro desgaste” abriendo paso a la diferenciación, el trabajo y la mesura. Todo ordenamiento social supone entonces la existencia de tales prohibiciones que restringen la irrupción de la violencia en el mundo profano, a la vez que lo constituyen como un sistema de relaciones diferenciales. Es a partir de la instauración de un “no” primitivo que tiene lugar el mundo propiamente humano en el que predomina el trabajo y la razón, la comunicación y el sentido, la producción y la acumulación, la mesura y el orden. Es mediante la instauración de prohibiciones fundamentales que implican el dominio de los impulsos y violencias del deseo, que el trabajo promete un provecho ulterior: la constitución de una comunidad extraña a la violencia. Se trata del mundo profano, el del “uso común, el de los gestos que no necesitan precaución alguna y que se mantienen en el margen, a menudo estrecho, que se le deja al hombre para ejercer sin restricción su actividad” (Caillois, 1939: 18). Este es entonces, según afirma Bataille, el “mundo de las prohibiciones” donde la sociedad acumula recursos y el consumo se reduce a la cantidad que requiere la producción; un mundo en el que “la prohibición responde al trabajo, y el trabajo a la producción” (Bataille, 1957: 72).
Sin embargo, y esta es nuestra segunda premisa, subsiste siempre un fondo sagrado de violencia que conduce persistentemente a la desestabilización de dicho orden. Esto es, resulta imposible pensar la sociedad lejos de su vocación de hecatombe, de los movimientos de exceso que la atraviesan, de la más pura violencia.2 No hay forma de oponer a la violencia, al exceso que ella implica, un “no” definitivo. La prohibición supone más bien, antes que una inmovilidad última, un “tiempo de detención”. De allí que el mundo del trabajo y la razón sea entendido como la base de la vida cotidiana; pero donde el trabajo no nos absorbe enteramente y, si bien la razón manda, nuestra obediencia no es jamás ilimitada. La violencia como objeto de prohibición, como impulso que excede los límites en busca de la satisfacción inmediata, no es nunca expulsada por completo, sino que siempre subsiste allí, dispuesta a penetrarlo todo.3
Consideramos que no es sino a partir de estas dos premisas que resulta posible dar cuenta de una concepción netamente batailleana de la sociedad en general, así como del mecanismo ritual de la transgresión y sus formas en particular. Pues bien, en este marco, entre el deseo de perdurar de todo sujeto y su tendencia al exceso, al gasto improductivo, a perderse en el abismo ilimitado de la muerte, la noción batailleana de transgresión viene a dar cuenta del mecanismo ritual que permite regular la reintroducción de dicha violencia –aquella que había sido separada para que la sociedad tuviese lugar– abriendo paso al mantenimiento, la renovación, pero también a la posibilidad de destrucción del ordenamiento social. Así, no es sino ante la imposibilidad de las prohibiciones de apartar por completo la violencia, y con miras a evitar la disolución del orden profano en manos del exceso, que la sociedad contempla mecanismos sociales que sustituyen simbólicamente el deseo prohibido de acceso a lo sagrado, que cumplen con la función de evacuar esa tendencia, de canalizar y regular esta vocación de hecatombe (Tonkonoff, 2010).
De modo que, según entendemos, para Bataille, el mecanismo de la transgresión es el dispositivo privilegiado de contención de esta tensión social constitutiva. Más aún, la hipótesis que guía nuestro desarrollo consiste en comprender que aquí la transgresión se presenta como una modalidad de acceso regulado a ese mundo prohibido, un levantamiento ritual –y, por lo tanto, diferente de la más pura violencia– de las prohibiciones fundamentales –y que, por ello, difiere además de las infracciones– que permite la emergencia y experiencia limitada de lo reprimido, de la pulsión fusional desindividualizante de la violencia. Desde esta perspectiva, estas descargas reguladas que pueden “objetivarse” a través de la fiesta, de diversos rituales sacrificiales y de la guerra (como algunas de sus manifestaciones), también forman parte de la sociedad. Incluso son fundamentales para su sostenimiento. En pocas palabras, postulamos que para Georges Bataille la sociedad no es sólo prohibición, sino que también es transgresión. En este mismo sentido, Bataille utiliza la figura de una danza para explicar ese orden social imposible que es la sociedad: una danza en la que se da un movimiento de oposición entre dos elementos no dialectizables, un movimiento que no puede ser superado por estar compuesto por “dos términos inconciliables (…): lo prohibido y la transgresión” (Bataille, 1957: 44).
El objetivo de este artículo es reconstruir el espacio lógico y el contenido (articulado o articulable) de la noción de transgresión tal y como es expuesto por Georges Bataille en El erotismo (1957). Y esto a partir de lo que consideramos son sus dos influencias fundamentales en lo que refiere a este punto: a) la teoría de la fiesta desarrollada por Roger Caillois (1939); y b) el modelo del sacrificio como lo entienden Marcel Mauss y Henri Hubert (1899).4
Aún cabe destacar que nuestro interés consiste en desarrollar un ejercicio de lectura o de reconstrucción de El erotismo que, quizás en contra de las propias pretensiones del autor, suponga la sistematización de algunos elementos de su pensamiento, pero sin por ello dejar de lado el énfasis y la fascinación fundamental de Bataille por la violencia y la muerte en tanto centros de disolución de las formas constituidas de la vida social. Se trata, en pocas palabras, y parafraseando una idea que está en las páginas iniciales de su obra, de un intento por mostrar, a partir de un conjunto de ideas diversas, un cuadro coherente. No son otros los fundamentos de la elección de aquellos autores a partir de los cuales nos proponemos releer y repensar a Georges Bataille.
La teoría de la fiestaTal como lo señala Bataille, Roger Caillois fue el primero en presentar, en su teoría de la fiesta un aspecto elaborado de la transgresión. Proponemos realizar una lectura de esta teoría (1939) como vía de abordaje de la conceptualización de la noción de transgresión desarrollada por Bataille en El erotismo. Más específicamente, nos interesa pensar la fiesta como transgresión, es decir, como fenómeno que forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social a la vez que permite la renovación y recreación periódica de dicho ordenamiento. Aún más, entendemos, siguiendo a Caillois, que esta perspectiva: (…) abre un nuevo capítulo en el estudio de lo sagrado: [para el cual ya] no bastará exponer el funcionamiento del orden del mundo, señalar que las potencias de lo sagrado se tienen por fastas o nefastas, según que ayuden a su cohesión o precipiten su disolución; habrá además que indicar de qué manera trabaja el hombre para mantenerlo y los esfuerzos que hace para renovarlo cuando ve que se desmorona o que está pronto a derrumbarse (Caillois, 1939: 26).
Siguiendo el esquema a partir del cual toda sociedad se encuentra constituida por dos mundos –esto es, el mundo profano y el mundo sagrado– a la vez opuestos y complementarios, Roger Caillois distingue dos tiempos que reinan alternativamente en la sociedad: uno es el tiempo laborable; el otro, la fiesta. Frente a un “período estático” en el que reina la producción, el trabajo y la mesura, frente al mundo profano, se inicia un tiempo sagrado de consumo y desperdicio, de destrucción y derroche, donde sólo se debe gastar y gastarse, donde el exceso se constituye como ley última.5 Así, al trabajo que permite la subsistencia, se opone la agitación frenética de la francachela que la despilfarra. “A la vida normal, ocupada en los trabajos cotidianos, apacible, encajada en un sistema de prohibiciones cauto, donde la máxima quieta non movere mantiene el orden del mundo, se opone la efervescencia de la fiesta” (Caillois, 1939: 109).6 No es sino esta misma lógica que rige la relación entre el mundo profano y el mundo sagrado, entre el tiempo del trabajo y el de la fiesta, aquella que señala Bataille para pensar la complementariedad entre la prohibición –que rechaza la violencia– y su transgresión.
En primer lugar, se entiende entonces que no hay sociedad sin prohibiciones fundamentales que la organicen. Pero tampoco existe prohibición que no pueda ser transgredida: a menudo la transgresión es admitida o incluso prescrita.7 Así, a toda prohibición fundamental le sigue pues sin miramientos la complicidad de la transgresión que, en tanto se trata del levantamiento de una prohibición fundamental, se diferencia de las infracciones. Y esto porque “la prohibición no significa por fuerza una abstención, sino su práctica a título de transgresión (…) [Así] la prohibición no puede suprimir las actividades que requiere la vida, pero puede conferirles el sentido de la transgresión religiosa” (Bataille, 1957: 78). La prohibición no puede suprimir las actividades –según entendemos– violentas que requiere la vida, pero puede limitarlas, regularlas, incluso ritualizar sus prácticas. No se trata de abstención, supresión ni eliminación de la violencia, más bien estamos afirmando que las prohibiciones suponen siempre su propia detención.
Caillois propone comprender la fiesta como el período sagrado de la vida social en que las reglas se suspenden, se produce la licencia de las prohibiciones que durante la “fase inerte” distinguen lo prohibido de lo permitido y, de ese modo, regulan y aseguran el buen funcionamiento de la sociedad y sus instituciones. “Se mata y se consume la especie venerada por el grupo, y paralelamente al gran crimen alimenticio, se comete el gran crimen sexual: se infringe la ley de la exogamia” (Caillois, 1939: 133). Incluso, en los períodos de desenfreno no solamente se opera un levantamiento sobre las prohibiciones fundamentales, sino que abundan lo que Caillois llama “actos al revés”: se realiza exactamente lo contrario al proceder usual y, en este mismo movimiento, se invierte el orden y las relaciones sociales. Según el ejemplo que brinda el autor, los esclavos comen en la mesa de sus amos, los mandan, se ríen de ellos, y éstos les sirven, los obedecen, soportan sus afrentas y sus reprimendas.
Pues bien, si la fiesta en tanto transgresión es aquel momento en que el mundo de lo profano es perturbado, alterado al máximo, no por ello el mundo del trabajo fundado en la prohibición está condenado a desaparecer, sino que sólo es cuestionado. Esto es, en términos de Bataille, la transgresión no elimina la prohibición, más bien actúa sobre ella, la mantiene como tal para gozar en ella. Lejos de ser la negación de lo prohibido, la transgresión aparece pues como su superación y complemento. Dicho en palabras de Foucault, “la transgresión es un gesto que concierne al límite” (Foucault, 1999: 167).8 De modo que, según sostiene Bataille: La frecuencia –y la regularidad– de las transgresiones no invalida la firmeza intangible de la prohibición, de la cual ellas son siempre un complemento esperado, algo así como un movimiento de diástole que completa uno de sístole, o como una explosión que proviene de la compresión que la precede. Lejos de obedecer a la explosión, la compresión la excita (Bataille, 1957:69).
El tiempo de la fiesta no responde entonces al puro desgaste, a la eliminación de todo límite, a la más pura violencia, sino que levanta la prohibición sin suprimirla. Se trata, siguiendo a Caillois (1939), de aprovechar la suspensión del orden para contrariar sistemáticamente todas las prescripciones que protegen el ordenamiento social. Tal como señala Bataille, de lo que se trata es de introducir al interior de un mundo fundado en el orden, todo el exceso que éste sea capaz de soportar sin por ello llegar a ser eliminado.
En este sentido señala Bataille la necesidad de comprender el carácter limitado de la transgresión. Ésta se define como una violencia controlada, actuada por individuos obedientes, socializados, y esto porque si la transgresión no tuviera ese carácter limitado, aquel que le asigna su relación con la prohibición, sería un retorno a la animalidad de la violencia. “De hecho, no es eso en absoluto lo que sucede. La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social” (Bataille, 1957:69). Se entiende entonces el mecanismo ritual que es la transgresión como un modo en que la violencia logra reintroducirse al ordenamiento social. Pero no bajo la forma de un retorno a la naturaleza, de una violencia animal, ilimitada, que se corresponde con un movimiento de exceso y goce irrestricto, puesto que la transgresión no tiene nada que ver con la libertad primera de la vida animal. Más bien abre un acceso a un más allá de los límites, pero esos límites ella los preserva. En pocas palabras, para Bataille la violencia cuando irrumpe en el orden social al modo de la fiesta, como transgresión, tiene un carácter limitado, es organizada, ritualizada y ejercida por un ser susceptible de razón.
De allí se desprende que la transgresión de lo prohibido no está menos sujeta a reglas que la prohibición. La transgresión de la prohibición es, en efecto, limitada formalmente, se trata de un “principio de un desorden organizado”: “En tal momento y hasta ese punto, esto es posible: éste es el sentido de la transgresión” (Bataille, 1957:69). Y es esto precisamente lo que supone comprenderla como un mecanismo ritual: las prohibiciones son violadas de acuerdo con reglas previstas y organizadas por ritos.
Aún debemos agregar que aquellas normas que son transgredidas, levantadas durante la fiesta, son nuevamente restablecidas como las más santas e inviolables. Así, los períodos de orden y de fiesta se suceden alternativamente. Una vez renovado el orden del mundo, una vez que ha pasado el tiempo de la fiesta y el exceso, se procede a la restitución de las prohibiciones antes vigentes, se reintegra el orden y el gobierno usual pasa a dirigir nuevamente un mundo organizado. Una vez que pasa el frenesí de la fiesta, el orden queda pues, en palabras de Caillois, nuevamente instituido. Lo cual, y ahora en palabras de Bataille, quiere decir que “una vez derribado el obstáculo, la prohibición escarnecida sobrevive a la transgresión” (Bataille, 1957: 53).9
Habiendo esbozado algunos de los principales ejes de análisis, debemos preguntarnos ¿cuál es la función que cumple este período de desenfreno? Caillois explica que las prohibiciones sólo pueden evitar el fin accidental del orden social tendiendo a la inmovilidad. De modo que todo cambio, toda innovación, aparece como poniendo en peligro la estabilidad del ordenamiento. Sin embargo, no es sino en su propio funcionamiento, en tanto acumula restos y produce el desgaste del mecanismo, donde radican las condiciones del derrumbe de la sociedad. Es decir, las prohibiciones no poseen en sí ningún principio capaz de regenerar el ordenamiento, son incapaces de protegerlo contra su inevitable ruina –aquella que retrasan pero que no pueden detener–. Es pues necesaria una refundición, una creación, un acto positivo para recrear la naturaleza y la sociedad. Esta es la función de la transgresión, la función que asume la fiesta. La de recrear el mundo, rejuvenecer el sistema, encontrar de nuevo la plenitud de la vida, actualizar el período creador mediante la posibilidad de ejercer actos considerados sacrílegos, prohibidos, cuando se trata de respetar el orden del mundo y no de renovarlo.
Así pues, el mecanismo de la transgresión permite recrear las condiciones de instauración de la prohibición para confirmar su necesidad, su razón de ser; actualizar la edad primitiva, encontrar y modelar nuevamente el caos. Se trata, en todo caso, “de traer el tiempo de licencia creadora, el que precede y engendra el orden, la forma y la prohibición” (Caillois, 1939: 127). La fiesta, que se celebra dentro del espacio-tiempo del mito, es pues entendida, en su plenitud, como el paroxismo que a la vez purifica y renueva a la sociedad.10 Aún más, se transgrede no sólo para recrear, en el sentido de repetir, sino también para resimbolizar incorporando parte de aquello que estaba excluido por el orden vigente. Se trata, en todo caso, de experimentar, de manera esporádica, festiva, ritual, momentánea, aquello que fue excluido, el goce prohibido. Es decir, la transgresión es un mecanismo mediante el cual se produce el levantamiento de los vallados protectores que producen la sociedad y el sentido, con el fin de reafirmarlos restableciendo nuevamente el orden.
Pero hay más, si hasta aquí hemos enfatizado la relación entre la transgresión y la prohibición, esto es, el juego que se da al interior del orden social, ahora queda por señalar que la transgresión también mantiene como horizonte el puro desgaste, la pérdida de toda diferencia, la más pura violencia. Y esto porque, para Bataille: La sexualidad y la muerte son los momentos agudos de una fiesta que la naturaleza celebra con la inagotable multitud de los seres; y ahí sexualidad y muerte tienen el sentido del ilimitado despilfarro al que procede la naturaleza, en un sentido contrario al deseo de durar propio de cada ser (Bataille, 1957: 65).
En este sentido, al operar sobre los límites sociales, la fiesta permite reproducir y renovar el ordenamiento social cumpliendo así su función propia. Es la transgresión, el mecanismo a partir del cual resulta posible contener la violencia al reintroducirla limitadamente al orden social produciendo de este modo su conservación y reproducción.11 Pero también puede bien, en caso de no lograr contener la violencia que libera, llevar al completo desorden, dejando al descubierto la “(…) febril agitación (propia de todo ser) que pide a la muerte que ejerza su estrago a expensas nuestras” (Bataille, 1957: 64). De este modo, entendemos que tanto Bataille como Caillois enfatizan la funcionalidad social de la fiesta, esto es, resaltan su papel en el mantenimiento y la reproducción de la sociedad; al tiempo que subrayan la posibilidad que abre el mecanismo de la transgresión hacia el contacto con lo prohibido, hacia el beneficio “liberador” de la experiencia negativa, hacia la más pura violencia contenida en la pérdida de toda diferencia, en el desorden generalizado, en la muerte.12
En la transgresión se suele poner un cuidado máximo en seguir las reglas; pues es más difícil limitar un tumulto una vez comenzado. No obstante, y a modo de excepción, es concebible una transgresión ilimitada. A veces sucede que, de alguna manera, la violencia desborda lo prohibido. Parece –o puede parecer– que, al tornarse impotente la ley, nada firme puede, a partir de entonces, contener la violencia. La muerte en la base excede a la prohibición oponiéndose a la violencia que, teóricamente, es su causa. Las más de las veces, el sentimiento de ruptura que a ello le sigue implica una alteración menor, alteración que los ritos fúnebres o la fiesta, que ordenan, ritualizan y limitan los impulsos desordenados, tienen el poder de resolver. Pero si la muerte prevalece sobre un ser soberano, que parecía por su esencia haber triunfado sobre ella, ese sentimiento vence y el desorden es sin límites (Bataille, 1957: 70).
Consideramos que ésta es una de las principales hipótesis a partir de la cual el propio Bataille logra diferenciarse de lo planteado por E. Durkheim al incorporar la dimensión energética descubierta por Freud ([1920]1979) en Más allá del principio de placer. Más específicamente, Bataille retomará la noción freudiana de pulsión de muerte, fusional y desindividualizante, para pensar el límite de la transgresión, pero también el límite de la experiencia del sujeto y de la existencia del orden social. Esta noción es reinterpretada por Bataille en “La noción de gasto” (1933) como gasto improductivo contrario al principio de utilidad y ejemplificado en la práctica del potlatch; en El erotismo (1957), como continuidad del ser; y, en La parte maldita (1967), como economía general de los afectos y las representaciones, noción que remite al modo de sentir y pensar de los sujetos de la homogeneidad social –economía restringida– incorporando además sus dinámicas pulsionales.
Debemos agregar que, siguiendo a Bataille y Caillois, si entendemos que la transgresión tiene como función la restauración, renovación y reproducción del orden social, a la vez que mantiene como horizonte el completo desorden, el despilfarro y la violencia, es Balandier (1994) quien logrará, en una línea concordante con este esquema, explicitar un modo de pensar la transformación social. Este autor sostiene que el mecanismo de transgresión, una vez sobrepasados sus propios límites, abre la posibilidad de acceder a una experiencia liberadora que tiene a la muerte como horizonte y que puede adoptar una significación política que brinde la ocasión de convertir la fiesta en revuelta. Es en este sentido que “la función de terapia social –servir al orden revigorizándolo– implica, incontestablemente, un riesgo de ruptura” (Balandier, 1994: 104). ¿Cuál es entonces el lugar que Balandier le otorga al cambio y a la revolución? Lo que logra despejar precisamente este autor es que la transformación social queda más allá del mecanismo ritual de la transgresión, más allá de los límites que las prohibiciones le confieren. Si la transgresión, en tanto rito que produce el desorden para renovar el orden, opera siempre en el interior de los límites de la sociedad, es “fuera de esas fronteras (que) se sitúa el espacio de las resistencias, de las rebeliones y, más allá, de las revoluciones en marcha. Éstas aspiran al establecimiento de otro orden. Aquéllas defienden el existente de forma espectacularizada” (Balandier, 1994: 105).
El SacrificioSegún señala Bataille (1957), el sacrificio es el acto de dar muerte o destruir colectivamente algo sagrado. Se trata del levantamiento de ciertas prohibiciones con el fin de realizar una ofrenda valiosa a partir de la cual se establece una comunicación entre el mundo profano y el mundo sagrado, y ello con la finalidad de mantener o restablecer las relaciones y límites entre estos dos mundos. Podemos decir entonces que el sacrificio, en tanto rito positivo,13 demarca los límites de la sociedad levantando las prohibiciones que la constituyen pero sin por ello llegar a suprimirlas. Asimismo, Hubert y Mauss (1899) entienden el sacrificio como un rito (no necesariamente sangriento, de hecho cada vez menos sangriento), a partir del cual se establece una comunicación entre lo profano y lo sagrado por la intermediación de una víctima (hombre, animal o cosa) que es destruida en el curso de una ceremonia ofrecida como ofrenda por el sacrificante a los dioses con la finalidad de conseguir su favor, apaciguar su ira, o cerrar una alianza. En este marco nos proponemos reconstruir la noción de sacrificio a partir de los aportes de Georges Bataille, Hubert y Mauss.
Ahora bien, en este mecanismo ritual participan distintos actores que cumplen funciones específicas y claramente definidas. Entre ellos pueden distinguirse: el sacrificante –el sujeto que recoge los beneficios del ritual o sufre sus efectos–, el sacrificador –aquel que ejerce de matador ritual– y, por último, la víctima –que es entendida como la cosa, viva o no, que al menos en parte es destruida en el ritual, y que, al oficiar de puente entre el mundo sagrado y el mundo profano constituye un término medio entre el sacrificante y la divinidad–14 (Hubert y Mauss, 1899). No es sino la víctima aquella que, según señala Bataille, se “eleva por encima del mundo aplanado, chato, en el que los hombres llevan una vida calculada. En relación con esta vida calculada, la muerte y la violencia deliran; no pueden mantenerse en el respeto y en la ley que ordenan la vida humana socialmente” (Bataille, 1957: 87). De este modo, se entiende que el sacrificio levanta las barreras que impone la prohibición y abre la posibilidad de contacto con lo excluido del orden social.
Es preciso reconocer que, en el sacrificio, aquello que se consagra no es sólo el elemento destruido, sino que el fiel que suministra la víctima no permanece igual, él también adquiere un carácter religioso que no tenía antes del sacrificio. Hubert y Mauss proponen comprender el sacrificio como “un acto religioso que, por la consagración de una víctima, modifica el estado de la persona moral que la consuma, o de algunos objetos en los que la persona se interesa” (Hubert y Mauss, 2010: 83).15 Aún más, según señalan estos autores, los cuatro elementos que componen el sacrificio –esto es, el sacrificante, el sacrificador, el lugar junto con los instrumentos, y la víctima– sufren una transformación de su carácter profano mediante su participación en los dos momentos del rito sacrificial: la entrada y la salida del sacrificio.
La primera fase del sacrificio, la entrada, tiene por objeto otorgar un carácter religioso a todos los elementos que participarán en él, transforma su estado profano haciéndolos ingresar en el mundo sagrado, “comprometiéndolos de manera más o menos profunda, de acuerdo a la importancia del rol que pronto representarán” (Hubert y Mauss, 2010: 90). Ahora bien, dados todos los elementos del sacrificio, queda por cumplirse la operación suprema. La víctima ya es eminentemente sagrada pero el espíritu que anida en ella (principio divino) aún se encuentra arraigado a su cuerpo, último lazo con el mundo profano. La muerte es la que lo va a desatar, haciendo que la consagración sea irrevocable y definitiva. Se da inicio a un proceso que, para Hubert y Mauss es “una especie de sacrilegio” (Hubert y Mauss, 2010: 110), y en tanto tal, quienes lo ejecutan deben cumplir ciertas expiaciones rituales, tales como disculparse por el acto que van a cometer y mostrarse afligidos por la muerte por venir.
Pues bien, el sacrificio, en tanto transgresión, se diferencia de la más pura violencia en tanto se trata de un levantamiento ritual de las prohibiciones limitado espacio- temporalmente que responde a ciertas reglas propias a su lógica interna. La plétora sexual es la metáfora usada por Bataille: ante la acumulación de deseo y la imposible satisfacción del mismo porque su objeto está fuera del alcance, objeto que es justo aquello que no puede alcanzarse por definición, es necesario definir las condiciones del “estallido”. De allí que resulte fundamental definir el cuándo y el dónde de la transgresión –como ya vimos también para el caso de la fiesta–. Así pues, el sacrificio no puede realizarse en cualquier momento o en cualquier lugar, sus condiciones de desarrollo deben estar estrictamente reguladas, “el lugar mismo de la escena debe ser sagrado”, y esto es fundamental, pues, nos advierten Hubert y Mauss, “fuera de un lugar santo la inmolación no es más que una muerte” (Hubert y Mauss, 2010: 99). Asimismo, los instrumentos utilizados en el sacrificio deben ser cuidadosamente elegidos y purificados.
Hasta aquí, el sacrificio es entendido como un mecanismo ritual que levanta las prohibiciones fundamentales sin suprimirlas. Y, por ello, se diferencia tanto de la incorporación no ritualizada de la violencia, como del levantamiento de prohibiciones no fundamentales, esto es, de las infracciones. Pero ahora debemos agregar que el horizonte del sacrifico no es sino la más pura violencia, el total y completo despilfarro, esto es, la muerte.16 Y no es otro el énfasis que recorre la perspectiva del propio Bataille. En este sentido, se entiende que el contacto con dicha violencia alcanza su punto más alto en la muerte del sacrificado, pues en ese momento “la muerte entra en la profundidad del ser del [sacrificado]; es, en el rito sangriento, la revelación de esa profundidad” (Bataille, 1957: 87). Mediante la acción violenta de la muerte el sacrificado experimenta el pasaje de la discontinuidad a la continuidad del ser, a la ausencia de la particularidad. De este modo, la muerte desprovee a la víctima de su carácter limitado y le otorga el carácter de lo ilimitado y de lo infinito pertenecientes a la esfera sagrada. Ahora bien, dado el proceso de identificación que tiene lugar entre el sacrificante y el objeto del sacrificio, el sacrificante vivencia mediante la experiencia de la muerte el acercamiento al ilimitado despilfarro contrario al deseo de perdurar propio de sí. La víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela. Este elemento podemos llamarlo como los historiadores de las religiones, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo (Bataille, 1957: 87).
Es pues mediante la contemplación de la muerte que los seres discontinuos, que se esfuerzan por preservar su discontinuidad, son devueltos a la experiencia de la continuidad. Se trata entonces de comprometer a la totalidad del ser en un deslizamiento ciego hacia la pérdida, momento decisivo de la religiosidad. Pero, como ya mencionamos, decir que la muerte se mantiene como horizonte del sacrificio supone además que, en caso de no poder contener la violencia que este mecanismo incorpora limitadamente, existe como posibilidad interna al mecanismo de la transgresión la irrupción no regulada ni ritualizada de dicha violencia.
En este punto, resulta fundamental resaltar la importancia del carácter regulado del sacrificio. Y esto porque es precisamente la no observancia estricta de sus reglas de ejecución lo que abre paso a la liberación de la violencia, la multiplicación del desorden y de los conflictos y la desaparición de las diferencias sociales y oposiciones fundamentales que con el sacrificio se buscan proteger y reafirmar. Si esto sucede, se produce lo que Girard denomina una “crisis sacrificial o crisis de las diferencias” (Girard, [1972] 2005: 60). Esto es, una inversión catastrófica del sacrificio en la que éste: (…) ya no es apto para desempeñar su tarea [y] acaba por engrosar el torrente de violencia impura que ya no consigue canalizar. El mecanismo de las sustituciones se descompone y las criaturas que el sacrificio debía proteger se convierten en sus víctimas (Ibíd., 2005: 47).
En este sentido, el fracaso en el cumplimiento del rito sacrificial acarrea “la pérdida de la diferencia entre la violencia impura y la violencia purificadora. Cuando esta diferencia se ha perdido, ya no hay purificación posible y la violencia impura, contagiosa, o sea recíproca, se esparce por la comunidad” (Ibíd., 2005: 56). Se produce entonces una crisis del orden cultural en su conjunto que, tal como lo dice Girard, no es otra cosa que “un sistema organizado de diferencias”.
Podemos señalar, siguiendo a Hubert y Mauss, que los ritos practicados sobre la víctima pueden resumirse en un esquema simple: primero se la consagra; en segundo lugar, al destruirla, las energías que esta consagración ha suscitado y concentrado sobre ella se dirigen hacia los seres del mundo sagrado y hacia los seres del mundo profano. “La serie de estados por los cuales pasa la víctima podría ser figurada como una curva: se eleva a un grado máximo de religiosidad, en donde sólo permanece un instante, para descender de inmediato progresivamente” (Hubert y Mauss, 2010: 126). El estado religioso del sacrificante también se describe, como el de la víctima, por una curva simétrica. Éste se eleva a la esfera de lo sagrado para luego descender a lo profano.
De este modo, cada ser y cada cosa que desempeña un papel en el sacrificio se ve arrastrado como por un movimiento continuo que, desde la entrada hasta la salida, va por dos pendientes opuestas. No obstante, si las curvas así descritas tienen la misma configuración general, no todas tienen la misma altura: naturalmente, la que describe la víctima es la que alcanza el punto más elevado (Hubert y Mauss, 2010: 131).
Luego de la inmolación, la última parte del rito sacrificial es precisamente la salida de éste. Es preciso, para todos los participantes del sacrificio, “salir del círculo mágico en que aún están encerrados” a fin de retornar a su vida corriente. Así se ponen en marcha ceremonias inversas a las primeras para ir ahora de lo sacro a lo profano. Esto es, una vez finalizado el sacrificio se abre paso al restablecimiento del orden.
Así podemos comprender por qué el sacrificio implica la apertura de los límites sociales, pero dicha apertura, y aquí radica su complejidad, obedece a la necesidad sociopolítica de ordenar el mundo mediante la expulsión de la violencia, al crecimiento de las pasiones colectivas que piden satisfacción, su cuota de violencia. De allí se desprenden dos funciones propias del rito sacrificial: la descomposición ritualizada y la recreación de los límites de la sociedad.
La descompresión ritualizadaEn Bataille hay necesidad de ordenar el mundo porque hay pasiones colectivas que exigen descarga. Esto es, el individuo y los colectivos exigen la apertura de los límites sociales en términos energéticos. El exceso que desborda el mundo ordenado de la razón debe apaciguarse, pues su acumulación tensiona los límites del orden hasta romperlos, pone a la sociedad en estado de ebullición. Esa válvula de escape cobra figura en la transgresión. Y en este caso, en la transgresión sacrificial. Al sacrificar un objeto sagrado se abre el campo societal para liberar los impulsos colectivos e individuales que tienden a la violencia. Es decir, con el sacrificio se produce una participación colectiva en el acto de violar una prohibición, de dar la muerte. El sacrificio es así entendido como una forma de saciar la necesidad de exceso. En todo caso, señala Bataille, tanto en el registro arcaico como actual del sacrificio, éste cumple la función fundamental de permitirle a los individuos participar de lo prohibido. Así, mediante el sacrificio “vivimos por procuración lo que no tenemos energía para vivir nosotros mismos” (Bataille, 1957: 92).
La recreación de los límites de la sociedadCon el sacrificio se reproduce la situación arcaica de construcción de esos límites. Esto implica reafirmar las prohibiciones y con ello reafirmar el ordenamiento social que se erige con su instauración. Es decir, la función social del sacrificio consiste en un desplazamiento colectivo de la violencia con la finalidad de restaurar el orden y fortalecer la afectividad social. Se trata entonces de una función social primordial, la que corresponde a la organización simbólica de la sociedad.
En resumen, hasta aquí hemos sostenido que el sacrificio, al igual que la fiesta, es una transgresión ritual o rito transgresivo. En tanto tal cumple una doble función: cognitiva y energética. En su dimensión cognitiva se trata de momentos privilegiados en la producción de diferencias, que dan sustento y vigencia a los principales conceptos que organizan el mundo. En su dimensión energética, se trata de espacios y momentos de purga, de catarsis colectiva y fusión social. En su carácter transgresivo, se trata de rituales que producen orden y reactivan la dimensión afectiva de lo social a partir del levantamiento de las prohibiciones fundamentales. En pocas palabras, lo que queremos decir es que en Bataille la trasgresión tiene una finalidad sociopolítica en tanto mecanismo de apertura y reordenamiento social, de reafirmación de la comunidad moral, pero lo particular de dicho proceso es que en él el acento está puesto en las tensiones del deseo, en el contacto con lo prohibido. En este sentido, sostenemos que si para Hubert y Mauss (1899) el rasgo distintivo del sacrificio es su finalidad pacificadora; Bataille (1957), en cambio, pone el acento en su capacidad de “comunicación”. En él, el horizonte del sacrificio es el gasto, la experimentación de la violencia como dimensión constitutiva del orden profano.
Ahora bien, no podríamos dar por concluido este recorrido sin señalar que las sociedades modernas ya no son sociedades del sacrificio. Debemos preguntarnos entonces cuál ha sido el sustituto de aquéllas conforme ha avanzado la historia. Esto es, en sociedades sin sacrificio, ¿cuáles han sido los mecanismos sustitutos a partir de los cuales se ha intentado contener la violencia?
Georges Bataille sostiene en El erotismo que es la guerra, entendida como una forma de transgresión cuya violación a la prohibición fundamental de dar muerte se produce conforme a una regla, aquel mecanismo que pasará a ocupar un papel fundamental en las sociedades modernas. Este autor sostiene, incluso, que si en la actualidad la guerra se presenta como un medio para un fin, esto es extraño al espíritu inicial de la guerra: ésta, para empezar, era un fin en sí misma. Aún más, en La parte maldita, Bataille señala que para las sociedades antiguas ésta cumplió una función de descongestión, de gasto catastrófico de la energía social excedente. Dice que en algunas ocasiones, la energía despilfarrada en la fiesta y en los gastos ostentosos (como la construcción de enormes monumentos inútiles) no logró descomprimir el excedente energético que congestiona a todas las economías sociales, y ello fue lo que “condenó siempre a multitudes de seres humanos y a grandes cantidades de bienes útiles a las destrucciones de las guerras” (Bataille, [1976] 2009: 37). En el crecimiento industrial las sociedades modernas parecían haberle dado uso a dicho excedente energético, sin embargo, y de modo paradójico, fue precisamente este intensivo desarrollo industrial el que, usado como “excedente”, les dio a la Primera y Segunda guerras mundiales su “extraordinaria intensidad”. La energía excedente no puede entonces ser acumulada de ninguna manera, ni en ninguna época de las sociedades humanas, pues la historia muestra que aquella que no se disipa en un uso improductivo, estalla en guerra.
Por otra parte, consideramos imprescindible señalar, siguiendo a Caillois (1972), una diferencia entre las sociedades antiguas y las modernas respecto a la guerra: con el advenimiento de la modernidad las guerras han pasado a ser entendidas como mecanismos que ponen en riesgo a la totalidad de las poblaciones enfrentadas, desencadenando así “reflejos de lo sagrado”. Esto ha afectado también la comprensión del individuo en la sociedad: la posibilidad compartida de la destrucción o de la salvación define la conciencia de no existir sino en el todo. Se trata de un momento paroxístico, en el que la pertenencia a un grupo diluye las diferencias de sus elementos, los “comunica”. La guerra es pues, siguiendo a Caillois (1972), el paroxismo de toda la existencia nacional, pero, y esto es una precisión fundamental, se trata de una comunicación en el “daño al otro”, y no la identificación común festiva. Como vimos en el apartado dedicado a la fiesta, ella también es un paroxismo colectivo en el que se puede hallar la muerte, pero su esencia se encuentra en una “voluntad de comunión, mientras que la guerra es, ante todo, voluntad de perjudicar” (Caillois, 1972: 267). La guerra no se define así por la cantidad de sangre derramada, pues “así como hay guerras poco mortíferas, hay fiestas, y no son raras, en las que la sangre corre en abundancia” (Caillois, 1972: 264). Se trata en definitiva, en el caso de la fiesta, del paroxismo provocado por el acercamiento (fusional) de los grupos que componen una misma sociedad; y, en el caso de la guerra, de una carnicería despiadada entre dos totalidades territoriales y/o sociales que no aceptan limitación o fusión alguna de su soberanía.
En todos los casos (fiesta, sacrificio y guerra), se trata de mecanismos rituales que deben ser entendidos en función de la complementariedad entre la prohibición y su transgresión. Es en este vaivén entre la pura violencia, la ley y su detención, que hemos propuesto pensar el mecanismo de la transgresión en tanto modalidad de acceso regulado al mundo prohibido. Se supone entonces la instauración de prohibiciones que lejos de ser eliminadas son levantadas cuando estos mecanismos tienen lugar. Pero tampoco se trata del puro despilfarro. Más bien la transgresión supone el levantamiento ritual de las prohibiciones que, teniendo siempre como horizonte la más pura violencia, se encuentra regulado y limitado espacio-temporalmente. De allí que su función sea refundir los límites sociales para asegurar el orden mediante la descompresión ritualizada de la violencia.
A modo de conclusiónEl objetivo de nuestra investigación ha sido reconstruir las principales líneas que nos permitan abordar el problema de la transgresión tal y como es expuesto por Georges Bataille en El erotismo (1957). Para ello nos acercamos a la fiesta y al sacrificio como sus dos manifestaciones paradigmáticas. En el primer apartado hemos hecho principal hincapié en los aportes de la teoría de la fiesta desarrollada por Roger Caillois (1939) al pensamiento batailleano. En el segundo apartado, y en este mismo sentido, hemos retomado el modelo del sacrificio tal y como lo entienden Marcel Mauss y Henri Hubert (1899).
Resulta indispensable representarnos a la sociedad y sus sujetos en función del respeto de prohibiciones fundamentales que limitan la irrupción de la violencia y constituyen un sistema de relaciones diferenciales. Pero es también imposible pensarlos lejos de su vocación de hecatombe, del gasto y el exceso que le son constitutivos. Así pues, tal como lo hemos expuesto a lo largo del texto, proponemos comprender el mecanismo de la transgresión como el dispositivo privilegiado de contención de esta tensión social. Esto es, como una modalidad de acceso regulado a lo prohibido, al mundo sagrado, como un levantamiento ritual de las prohibiciones fundamentales que permite la emergencia y experiencia limitada de lo reprimido. Aún más, sostenemos que estas descargas reguladas forman parte de la cultura e incluso son fundamentales para su sostenimiento.
En este marco, señalaremos cuatro características fundamentales de la transgresión que, a nuestro juicio, caracterizan la noción batailleana:
- a)
En primer lugar, constituye un mecanismo ritual que levanta las prohibiciones fundamentales sin suprimirlas. Hemos descripto la complementariedad señalada por Bataille entre la prohibición y la transgresión. Esto es: en primer lugar, no hay sociedad sin prohibiciones fundamentales que la organicen; pero la transgresión es siempre un complemento esperado; de modo que la prohibición no supone abstención sino práctica a título de transgresión (y de allí que las normas que son transgredidas están destinadas a ser luego nuevamente reestablecidas). Hay más, en tanto suponen el levantamiento de prohibiciones fundamentales, la transgresión se diferencia así de las infracciones entendidas como el levantamiento de prohibiciones no fundamentales, esto es, prohibiciones no determinantes en la constitución de la sociedad.
- b)
Resulta necesario señalar que el mecanismo de la transgresión entendido como mecanismo de acceso regulado a la violencia supone prácticas ritualizadas y limitadas espacio-temporalmente. Se trata pues de un “desorden organizado”. Y, en este sentido, se diferencia del exceso y del goce irrestrictos, de la más pura violencia, consistente en una reintroducción no ritualizada de la violencia.
- c)
Debemos agregar que la transgresión preserva los límites señalados por la prohibición a la vez que simultáneamente abre un acceso a un más allá de los mismos. En este sentido, entendemos que el mecanismo de transgresión guarda relación con el puro despilfarro, la muerte, la vocación de hecatombe, la violencia, que no es sino su horizonte, a la vez peligroso e indispensable. En otras palabras, se trata de un mecanismo que reintroduce limitada y ritualmente la violencia, pero en dicha reintroducción pone en juego tanto la supervivencia de toda estructura social como la existencia discreta y definida del sujeto discontinuo, ya que en caso de no poder contener la violencia que se libera en la transgresión, se abre paso a un deslizamiento infinito e ilimitado hacia la muerte. Dicho en otros términos, a veces sucede que la violencia desborda lo prohibido y su transgresión y permite la fuga hacia lo indistinto. Nada puede, en dichas circunstancias, contener la violencia. Se produce entonces, al nivel del sujeto, el arrancamiento del ser respecto de su discontinuidad; y, al nivel del orden social, el desorden sin límites que amenaza la supervivencia de la estructura social. Como hemos visto, a partir de este esquema Girard propondrá el modelo de la “crisis sacrificial”; mientras que será Balandier quien logre explicitar un modo de pensar la transformación social. Si la transgresión es el mecanismo ritual a partir del cual se purga la violencia para renovar y reproducir el ordenamiento social, Balandier dirá que es por fuera de los límites rituales impuestos que tiene lugar el espacio de las resistencias, de las rebeliones y, más allá, de las revoluciones en marcha que aspiran al establecimiento de otro orden.
- d)
Por último, la transgresión cumple tanto con la función de descompresión como de mantenimiento y renovación de la sociedad. Es decir, en primer lugar, entendemos la transgresión como válvula de escape que permite liberar las pasiones colectivas que exigen descarga para que el ordenamiento social continúe funcionando. Se trata de un mecanismo que permite el momento de purga, de catarsis colectiva. Y, al mismo tiempo, tiene como función reproducir y actualizar los límites de la sociedad. Transgredir implica entonces recrear el orden establecido en el sentido de purgar aquello que había sido excluido como violento para volverlo a excluir.
Ahora bien, ¿qué sucede en las sociedades contemporáneas con los mecanismos de transgresión? ¿Qué es lo que queda de la efervescencia y exuberancia propias de la fiesta? Si bien las sociedades postradicionales creen haber evacuado su componente sagrado, por lo que se habla de éstas como sociedades desacralizadas, aquí sostenemos, siguiendo a Bataille, que esta dimensión de lo sagrado aún conserva su lugar, más o menos residual, en la gramática social. Que en las sociedades seculares lo sagrado se encuentre privado de sus expresiones históricas tradicionales, no significa –dirá Bataille– que su sintaxis y la economía afectiva que la sostiene hayan desaparecido. Significa, más bien, que se han liberado de sus antiguas referencias y que son capaces de adquirir expresiones nuevas, que son pasibles de ser actualizadas drástica y dramáticamente en la acción y la imaginación colectivas, en la formación de nuevos poderes, y en la emergencia de individuos soberanos (Tonkonoff, 2013). Podemos decir que la incorporación a la era de la racionalidad no ha cambiado nada en ese sentido y continúa conservando su fuerza el núcleo sagrado de violencia constitutivo de la sociedad y sus sujetos. De manera tal que frente a la apariencia de que el esquema aquí desarrollado sólo se encuentra vigente en sociedades tradicionales, sostenemos que en todos estos casos el dispositivo prohibición-transgresión continúa funcionando, incluso cuando éste haya asumido nuevas formas.17 La transgresión continúa conservando su función como mecanismo de purga social. Y esto porque la sociedad no puede eliminar la confrontación entre la prohibición y su transgresión, entre el orden y el desorden.
Podemos pensar, siguiendo a Balandier (1994), que lo que ha cambiado en las sociedades actuales son, sobre todo, los modos en que se llevan a cabo los mecanismos rituales de transgresión en relación a la masificación de los medios de comunicación. En este sentido, la principal hipótesis de este autor consiste en señalar que “los ritos festivos no se han perdido, pero sí han mudado su sentido y su fuerza” (Balandier, 1994: 141) La fiesta continúa existiendo en las sociedades de consumo modernas pero ya no es lo que era. Más bien, ésta se ha convertido en espectáculo. En palabras de Balandier: La civilización de los medios y de lo espectacular produce de forma trivial, cotidiana, sucedáneos parciales de la fiesta: sirve diversión a domicilio a través de la radio, la televisión y las máquinas de almacenar sonidos e imágenes (…) La progresión del consumo hace, por otra parte, menos marcado el contraste entre la economía cotidiana y la prodigalidad y el despilfarro festivos (Balandier, 1994: 141).
De este modo, se privatiza la fiesta, atenuando las emociones colectivas y las improvisaciones espectaculares que la caracterizaban. Ahora la experiencia festiva puede vivenciarse por persona interpuesta mediante la imagen que de ella se produce. Y esto tanto a partir de la multiplicación de esta temática en el cine y la literatura, como de la constante televisación de eventos festivos –es el caso de los programas que muestran las salidas nocturnas de los jóvenes, repletas de excesos, y de los noticieros que mandan móviles a los festejos multitudinarios en la vía pública y corresponsales a las guerras, etcétera–.
En este marco, sostenemos que las fiestas, las celebraciones, los carnavales y las guerras existen aún hoy día como mecanismos rituales de descompresión ritualizada y purga social a partir de los cuales se levantan, o cuanto menos, se relajan las prohibiciones fundamentales abriendo así paso a conductas que en cualquier otro momento serían perseguidas como contrarias al orden social. Mantienen sus funciones permanentes: hacer prevalecer la fusión igualitaria por sobre las diferencias jerárquicas, el desorden y la improvisación por sobre las convenciones sociales, el exceso sobre el trabajo, contribuyendo de este modo a revigorizar el orden periódicamente. Y recurren para ello a los mismos medios de antaño: al desfile y la licencia sexual, la ostentación y el exceso, el disfraz, la imitación, la danza y el juego. En este sentido, entendemos que los actos representativos que se llevan a cabo en distintas circunstancias de la vida individual –cuanto menos en el nacimiento, el casamiento y la muerte–, así como también los desfiles carnavalescos, los festejos por el triunfo de los equipos nacionales, o por la victoria de un candidato en las elecciones, e incluso por las celebraciones de conmemoración de fechas patrias, continúan funcionando como transgresiones rituales que ponen en escena las jerarquías del ordenamiento social, con el fin de exponerlas, confirmarlas, renovarlas y reproducirlas.
Licenciado en Ciencias Políticas. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Trabaja como investigador en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Docente de “Lenguaje, deseo, cultura. Teorías sociales estructuralistas y postestructuralistas”, Carrera de Sociología de la uba. Sus líneas de investigación son: teoría social, conflicto armado colombiano, política social y postconflicto. Entre sus últimas publicaciones destacan: “La Guerra como Cuestión Social” (2012); “Reinserción de Paramilitares como Política Social: el caso colombiano” (2009) y “Estado y Paramilitarismo: Reconstrucción crítica del proceso de paz en Colombia” (2009).
Licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Doctoranda en Ciencias Sociales por la misma Universidad. Becaria de postgrado del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Sus líneas de investigación son: teoría social y teoría postestructuralista. Entre sus últimas publicaciones destacan: “¿Discurso o materialidad? Sobre la construcción del cuerpo sexuado en la teoría de Judith Butler” (2013); “Lenguaje, Deseo y Sociedad. Los aportes de Julia Kristeva” (2012) y “El problema del discurso y de la constitución de las identidades en la teoría social de Judith Butler” (2012).
Los autores han participado del Proyecto Ubacyt “Violencia y cultura. La función heurística de lo abyecto” (código 20020100200088), y actualmente forman parte del Proyecto pip-conicet: “El problema de la prohibición, la transgresión y el castigo: hacia una criminología cultural” (código 11220110100478co), dirigidos por el Dr. Sergio Tonkonoff. Es en este marco que se ha realizado el presente artículo.
“Por más ínfimos que sean unos seres, no podemos representarnos sin una violencia la puesta en juego del ser que se da en ellos (…) Sólo la violencia puede ponerlo todo en juego. ¡Sólo la violencia y la desavenencia sin nombre que está vinculada a ella!” (Bataille, 1957:21).
En palabras de Bataille: “con su actividad, el hombre edificó el mundo racional, pero sigue subsistiendo en él un fondo de violencia. La naturaleza misma es violenta y, por más razonables que seamos ahora, puede volver a dominarnos una violencia que ya no es la natural sino la de un ser que intentó obedecer, pero que sucumbe al impulso que en sí mismo no puede reducir a la razón. Hay en la naturaleza y subsiste en el hombre, un impulso que siempre excede los límites y que sólo en parte puede ser reducido” (Bataille, 1957: 44).
Consideramos imprescindible señalar que si bien aquí hemos decidido exponer y sistematizar algunas de las principales nociones de El erotismo de Georges Bataille a partir de su interlocución con Roger Caillois y Marcel Mauss y Henri Hubert, existen otros trabajos que se han encargado de arrojar luz sobre la obra batailleana a partir de la reconstrucción de sus influencias freudianas (Roudinesco, 1993), de su nexo teórico con Émile Dukrheim y Marcel Mauss (Richman, 1982 y 2002; Tonkonoff, 2010 y 2013), así como de su relación con el Colegio de Sociología (Richardson 1992; Jay, 2007) y con la teoría del deseo mimético en Girard (Papanikolaou, 2009), entre otros.
“Durante el tiempo profano del trabajo, la sociedad acumula recursos y el consumo se reduce a la cantidad que requiere la producción. Por excelencia, el tiempo sagrado es la fiesta (…) Hay entre el tiempo ordinario y la fiesta una subversión de los valores cuyo sentido subrayó Caillois“ (Bataille, 1957: 72).
El estudio de la fiesta y el carnaval como mecanismos rituales de descompresión de las pasiones colectivas no es un elemento exclusivo de la obra de R. Caillois ni de los escritos de G. Bataille. En esta misma dirección debemos destacar principalmente los aportes de M. Bjatín (1971 y 2003), quien propone pensar los festejos de carnaval como una manifestación que, en oposición a la cultura oficial, participa de un segundo mundo que permite el renacimiento y renovación de la vida en sociedad –mundo que cuenta con sus propias leyes, en el que no existen jerarquías ni desigualdades y que se caracteriza por la lógica de la inversión y la contradicción–; el trabajo de V. Turner (1980 y 1988), quien analiza los ritos de pasaje a partir de su capacidad de adaptar y readaptar periódicamente a los individuos a las condiciones y valores de la vida social. Asimismo resulta fundamental el aporte de G. Balandier (1994) en este campo. Por último, para un abordaje histórico de la fiesta y el carnaval, véase: L. Ladurie (1978) y J. Heers (1983); y para un tratamiento ideológico y político de la fiesta véase: Duvignaud (1991).
Para comprender esta profunda complicidad entre la ley y su violación, resulta esclarecedor señalar –tal como propone Bataille– el carácter ilógico de las prohibiciones. “Si la prohibición se diera dentro de los límites de la razón, significaría la condena de las guerras (…) Pero las prohibiciones, en las que se sostiene el mundo de la razón, no son, con todo, racionales“ (Bataille, 1957:67) (véase: Blanco-Sánchez 2013) “La prohibición, fundamentada en el pavor, no nos propone solamente que la observemos. Nunca falta su contrapartida. Derribar una barrera es en sí mismo algo atractivo; la acción prohibida toma un sentido que no tenía antes de que un terror, que nos aleja de ella, la envolviese en una aureola de gloria“ (Bataille, 1957: 43). De este modo, Bataille (2009) señala una identidad entre el aspecto terrorífico de la muerte y la condición elemental de la vida, lo que le permitirá entender la unidad entre repugnancia y deseo, atracción y repulsión, desarrollado luego por Kristeva (2000) en Poderes de la perversión mediante el concepto de abyección. Véase: Tonkonoff (2013).
“La transgresión es un gesto que concierne al límite; es ahí en esa finura de la línea que se manifiesta el destello de su paso pero quizás también de su trayectoria total, su origen mismo. El trecho que cruza podría ser todo su espacio. El juego de los límites y la transgresión parece estar regido por una obstinación simple: la transgresión franquea y no cesa de traspasar una línea que detrás de ella pronto se cierra en una ola de poca memoria retrocediendo así nuevamente hasta el horizonte de lo infranqueable. (…) El límite y la transgresión se deben mutuamente la densidad de su ser: inexistencia de un límite que no podría absolutamente ser franqueado y vanidad a cambio de una transgresión que no franquearía más que un límite de ilusión o de sombra” (Foucault, 1999: 167).
Bataille señala, a modo de ejemplo, que por fuera del tiempo del trabajo común, fuera de sus límites, la comunidad puede volver a la violencia, (…) en ciertas condiciones y por un determinado tiempo, está permitido y hasta es necesario dar muerte a los miembros de una tribu dada. No obstante, las más frenéticas hecatombes, a pesar de la ligereza de quienes se hacen culpables de ellas, no levantan enteramente la maldición que cae sobre el acto de dar la muerte. (…) Una vez derribado el obstáculo, la prohibición escarnecida sobrevive a la transgresión. El más sangriento de los homicidas no puede ignorar la maldición que recae sobre él. Pues esa maldición es la condición de su gloria. Las transgresiones, aún multiplicadas, no pueden acabar con la prohibición, como si la prohibición fuera únicamente el medio de hacer caer una gloriosa maldición sobre lo rechazado por ella (Bataille, 1957: 52).
Incluso los hombres se restauran a su vez, se regeneran. “Se comprende que la fiesta, representando un tal paroxismo de la vida y resaltando tan violentamente sobre las pequeñas preocupaciones de la vida diaria, parezca al individuo como otro mundo, donde se siente sostenido y transformado por fuerzas que lo rebasan. Su actividad cotidiana, cosecha, caza, pesca o cría, sólo llena su tiempo y provee a sus necesidades inmediatas. Pone sin duda en ella atención, paciencia, habilidad, pero más profundamente vive en el recuerdo de una fiesta y en la espera de otra, porque la fiesta representa para él, para su memoria y su deseo, el tiempo de las emociones intensas y de la metamorfosis de su ser” (Caillois, 1939: 111).
Balandier sostiene, en este mismo sentido, que “desde una perspectiva freudiana, los analistas contemporáneos han puesto en evidencia la función liberadora de las pulsiones, sexuales y agresivas, que, en condiciones de normalidad socialmente reprimidas, sólo pueden formularse de manera indirecta si se quiere evitar el riesgo de desintegración social. Lo que se plantea es, en estos casos, las ‘domesticaciones’ primeras a partir de las cuales el orden social pudo llegar a constituirse: las de la sexualidad y la violencia” (Balandier, 1994: 50).
Nos parece importante referir brevemente al caso estudiado por Emmanuel Le Roy Ladurie (1978) como un ejemplo en el que la fiesta se convirtió en un factor desencadenante de violencias no ritualizadas. El caso se corresponde con la fiesta del Carnaval de Romans en 1580 que, lejos de llevarse adelante según los rituales y limitaciones espacio-temporales acostumbrados, se convirtió en revuelta y en ofensiva represora con resultados trágicos que incluyeron la muerte del jefe popular, múltiples muertes producto de enfrentamientos civiles y una represión encarnizada.
En palabras de Durkheim: “el hombre nunca ha concebido que sus deberes hacia las fuerzas religiosas pudieran reducirse a una simple abstención de cualquier relación, pues él siempre ha considerado que sostenía con éstas relaciones positivas y bilaterales cuya reglamentación y organización estaba en manos de un conjunto de prácticas rituales. Damos el nombre de culto positivo a ese sistema de ritos” (Durkheim, 1982:303) Así, lo que caracteriza al rito positivo es fundamentalmente su capacidad de establecer una comunicación regulada entre el mundo profano y el mundo sagrado, produciendo una “comunión más plena con lo religioso”. En ellos se renueva pues el compromiso con la comunidad moral, con el conjunto de creencias que sostienen la sociabilidad (Giddens, 2004).
Bataille señala que inicialmente las víctimas de los sacrificios eran animales. Posteriormente también se sacrificaron hombres, pero “al desarrollarse la civilización, inmolar a un hombre pareció una cosa horrible, la víctima “sustitutiva” volvió a ser mayoritariamente un animal” (Bataille, 1957: 86). Sin embargo, estructuralmente los primeros sacrificios de animales eran equivalentes a sacrificios humanos, pues “para la humanidad primera, los animales no se diferenciaban de los hombres. Más aún, los animales, por el hecho de que no observan prohibiciones tuvieron de entrada un carácter más sagrado, más divino que los hombres” (Bataille, 1957: 86). El animal tenía una conexión muy inmediata con lo sagrado, tanto que los dioses más antiguos eran animales. Para la cuestión de la víctima en el rito de sacrificio, véanse los aportes de René Girard (2005).
Rara vez se experimenta de manera personal este acceso a lo sagrado. Más bien, este mecanismo de purificación social se vive de manera interpuesta. El sacrificio permite entonces que los sujetos abran una brecha en el cuerpo discontinuo del sacrificado y los asistentes al rito puedan así “participar” de aquella experiencia religiosa a partir de la cual se les revela lo sagrado. Según señala Klossowski (2005), en el momento del sacrificio, “el sacrificador y los asistentes al sacrificio se identifican con la víctima, asomados como están, en el momento de la ejecución, por encima de su propia nada. Toman a su dios deslizándose en la muerte. El don sacrificial pone así parcialmente el ser del hombre en juego y le permite unirse al ser de la divinidad puesto en juego”.
“Hay como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima. Sólo la muerte espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención” (Bataille, 1957: 87–88).
H. G. Cox (1969) analiza la reemergencia de la festividad y la fantasía en la civilización occidental, ambas entendidas como elementos centrales para la transformación social.