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Vol. 59. Núm. 222.
Páginas 257-278 (septiembre - diciembre 2014)
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Vol. 59. Núm. 222.
Páginas 257-278 (septiembre - diciembre 2014)
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La sociedad civil de adentro hacia afuera Comunidad, organización y desafío de la influencia política1
Civil Society from the Inside Out Community, Organization and the Challenge of Political Influence
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Resumen

Luego de desarrollar conceptual y analíticamente la categoría de sociedad civil (a partir de un reflexión emanada del intercambio teórico-epistemológico entre la perspectiva colectivista y liberal), el artículo da cuenta de aquellas implicancias que nos permiten comprender el potencial de la sociedad civil para contribuir a la democratización. A su vez, se analizan las dinámicas que caracterizan el vínculo ambiguo entre sociedad civil y comunidad –ambiguo ya que las comunidades con lazos excepcionalmente fuertes entre sus miembros pueden ofrecer tanto elementos para el fortalecimiento de la sociedad civil como obstáculos para su crecimiento–; se sostiene que el papel que tendrán las comunidades en relación con la sociedad civil en la construcción social y el fortalecimiento civil de ciudadanía dependerá de varios factores, particularmente de los mecanismos disponibles para lograr consensos dentro de la comunidad y se explora la amenaza emanada de un nuevo discurso de intermediación de intereses (tanto para la comunidad como para la sociedad civil), el neopluralismo. En la sección final se discuten sus implicaciones para la democracia.

Palabras clave:
ciudadanía
sociedad civil
comunidad
neopluralismo
Abstract

Having developed conceptually and analytically civil society as a sociological category (based on a conceptual reflection stemming from a theoretical-epistemological dialogue between the collectivist and liberal perspectives), this article accounts for the implications that allow us to understand the potential of civil society in contributing to democratization. Throughout this work the dynamics that characterize the ambiguous relationship between civil society and community –ambiguous in as much communities with exceptionally strong ties between its members can provide both elements for the strengthening of civil society as well as obstacles to its growth– are analyzed. It is argued that the role of communities in relation to civil society in the social construction and civil strengthening of citizenship will depend on several factors, particularly the mechanisms available to build consensus within the community. The threat stemming from neopluralism as a novel discourse of interest intermediation, both for the community and civil society, is explored. In the final section, the implications of this discourse for democracy are discussed.

Keywords:
citizenship
civil society
community
neopluralism
Texto completo
Introducción

Existe una tendencia, tanto en la investigación académica como en la imaginación de la gente, a idealizar la calidad de vida dentro de las comunidades. Frecuentemente, las comunidades son retratadas como modelos de relaciones sociales pacíficas, libres de conflicto. Esto ocurre particularmente cuando éstas son pobres o cuanto menos marginadas –como algunos pueblos indígenas–, donde la calidad de las relaciones interpersonales pareciera convertirse en el último recurso para grupos que, por lo demás, carecen de los recursos y la influencia política desde épocas pasadas, antes de la llegada de la época colonial, o a partir del empobrecimiento asociado con las economías de mercado. Esto es irónico, ya que implícitamente sugiere que bajo las peores circunstancias la gente puede poner a un lado las debilidades humanas normales, progresar en la adversidad, alcanzar consensos sin procesos contenciosos significativos y ofrecer alternativas que servirán como nuevos ideales para la organización de las mismas sociedades que las han desposeído de poder e influencia.

La experiencia de un comedor social en un barrio pobre de Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet a mediados de 1980 es un triste ejemplo de esta ironía.3 El comedor social fue uno de los más antiguos en Santiago, después de haber surgido de las profundidades del colapso económico a principios de los años ochenta. Estaba situado en una de las barriadas pobres más organizadas, con un alto nivel de participación en las protestas sociales que iniciaron en 1983. Con los años, además de alimentar a las familias de sus miembros, el comedor organizó una serie de actividades complementarias para sus miembros y fue un importante actor en la comunidad de aquella población callampa.4 Gran parte del éxito del comedor de beneficencia era directamente atribuible a “Olga”, la anciana viuda que lo fundó y que se convirtió en una líder prominente de la comunidad.

En general, la población callampa disfrutó de un fuerte sentido de comunidad que se veía reforzado por una serie de factores, incluyendo la participación de diferentes organizaciones, como el propio comedor, en numerosos actos públicos destinados a promover una verdadera celebración de la identidad colectiva de la población. Una historia compartida de lucha colectiva surgida a partir de la apropiación de la tierra en la que se fundó la callampa en 1950, continuó por medio de las protestas sociales de mediados de 1980 y se extendió con la experiencia ubicua de la represión en medio de la pobreza y un enemigo común en forma de régimen militar; todo parecía unir a la comunidad vis-à-vis las amenazas externas. Dominado por el Partido Comunista (pc), que había organizado la apropiación de tierras en 1957, la población callampa se benefició incluso de una concepción del mundo compartida respecto a la justicia social y la ausencia de alternativas políticas significativas. En otras palabras, como población marginada caracterizada por un alto nivel de organización social, con experiencias compartidas que se remontaban a décadas atrás, intereses comunes claros y un alto nivel de homogeneidad socioeconómica y política, la callampa proporcionó una base fértil para un fuerte sentido de “comunidad” que quedó encapsulado y deliberadamente nutrido por organizaciones como el comedor social.

A pesar de esto, cualquier sentido de comunidad era en realidad bastante frágil. Las tensiones políticas entre el pc y otros partidos de oposición comenzaron a incrementarse con la disminución de las protestas en la segunda mitad de 1986, lo que resultó en la creciente marginación política del pc. En este contexto, cuando el comedor social recibió una donación de Europa, el sentido de “comunidad” rápidamente comenzó a disolverse conforme las personas del comedor comenzaron a cuestionar cómo se utilizaba el dinero. La falta de transparencia en la forma como se gastaba el dinero sólo aumentó las sospechas de la gente, porque se asumía que se estaba ocultando algo, con todo y que la mayoría de observadores objetivos familiarizados con la situación no encontraron pruebas de malos manejos. Esto, a su vez, en última instancia condujo a la desaparición del comedor y Olga fue condenada al ostracismo por la misma “comunidad” por la que había trabajado tan duro.5 En lugar de fortalecer aún más la organización y la comunidad a la que servía, la bonanza económica inesperada provocó en ésta el efecto de volverse contra sí misma. ¿Qué salió mal?

Si bien las bases de los ideales democráticos de inclusión –tipificados por una visión romántica de comunidad– pueden encontrarse en muchos contextos, hay una tensión inevitable entre tales ideales y las fuentes de conflicto en las comunidades (incluyendo las desigualdades asociadas con experiencias participativas de base) y el peligro de las relaciones antagónicas con “otras” comunidades. Para resolver esta tensión, el ideal de comunidad debe estar analíticamente separado del concepto de sociedad civil. Mientras que son vistos frecuentemente como sinónimos, su relación puede ser muy problemática en la práctica. En particular, un fuerte sentido de comunidad no es condición necesaria ni suficiente para la existencia de la sociedad civil. De hecho, las comunidades fuertes pueden, bajo ciertas circunstancias, socavar la posibilidad de una sociedad civil fuerte. Por el contrario, por medio de organismos autónomos emergentes y un reconocimiento explícito de la centralidad de los conflictos en las relaciones sociales, en lugar de su negación, la fuerza de la sociedad civil refleja en última instancia, el éxito con el que se resuelve esta tensión. Esto, a su vez, determina la capacidad de cualquier sociedad moderna para lograr los ideales de “comunidad”.

El artículo está estructurado de la siguiente manera: después de proporcionar una descripción conceptual de lo que es la sociedad civil, analiza las dinámicas que determinan la relación entre sociedad civil y comunidad. La tercera sección analiza cómo la problemática relación entre sociedad civil y las comunidades puede superarse en términos de lo que me refiero como un consenso social delgado6 y la manera en que ambas, la sociedad civil y las comunidades, contribuyen a la construcción social de ciudadanía. En la cuarta sección, se explora la amenaza planteada por un nuevo discurso de intermediación de intereses, lo que defino como neopluralismo, tanto para la comunidad como para la sociedad civil. En la sección final se discuten sus implicaciones para la democracia.

Definición de sociedad civil Una perspectiva colectivista

Mientras que la mayoría estaría de acuerdo con que la sociedad civil puede desempeñar un papel vital en los procesos de democratización, todavía no existe un consenso sobre cuál es ese papel, si es necesariamente positivo, o incluso en qué consiste la sociedad civil. Sin embargo, las perspectivas alternativas tienen importantes implicaciones para comprender el potencial de la sociedad civil para contribuir a la democratización. Esto es particularmente cierto cuando se trata de comprender a la sociedad civil en América Latina, donde ésta y la democracia han sido históricamente frágiles. Aunque pocos podrían negar esta fragilidad histórica, hay desacuerdos importantes con respecto a las causas por las que esto ha sido así, con implicaciones significativas para la comprensión de las perspectivas de la democracia y la sociedad civil en la región. Por lo tanto es esencial que se adopte una conceptualización apropiada de sociedad civil.

Para los propósitos de este artículo, la sociedad civil se define como: “el tejido social formado por una multiplicidad de unidades territorialmente autoconstruidas y funcionalmente basadas, las cuales coexisten pacíficamente y resisten colectivamente la subordinación al Estado, al mismo tiempo que exigen inclusión dentro de las estructuras políticas nacionales” (Oxhorn 1995a: 251–2).

Esta definición refleja un enfoque colectivista que enfatiza la importancia de las relaciones entre organización y relaciones de poder. En particular, las sociedades civiles fuertes reflejan la capacidad que tienen los grupos desfavorecidos y los grupos marginados para organizarse por sí mismos. Es a través de esta organización autónoma que los grupos pueden definir y defender sus intereses y prioridades colectivas en competencia con otros actores de la sociedad civil, así como en las interacciones entre las organizaciones de la sociedad civil y el Estado.7 Esto, a su vez, implica que la sociedad civil tiene un papel importante que desempeñar en la promoción de democracias más inclusivas (Habermas, 1992), exigiendo respeto por los derechos individuales y colectivos, e implica también que la debilidad de la sociedad civil en América Latina es una de las razones que explican los notorios problemas históricos de desigualdad y exclusión socioeconómica en la región.

Es importante destacar que si bien la pobreza y la exclusión pueden por sí mismas ser obstáculos importantes para el surgimiento de sociedades civiles fuertes, sería un error asumir que estos obstáculos son insuperables. Esta es la razón por la que una perspectiva colectivista es esencial para comprender el potencial de la sociedad civil. La organización y la acción colectiva –mediante el aprovechamiento de la enorme cantidad de personas que se encuentran desfavorecidas y considerando sus intereses compartidos– se convierten en los recursos principales que están potencialmente a disposición de los grupos pobres y marginados, a cambio de obtener reparación por su exclusión. Por ejemplo, las demandas laborales organizadas contribuyeron al surgimiento de los Estados de bienestar y de la democracia tanto en Norteamérica como en América Latina (Rueschemeyer, Stephens y Stephens, 1992); de la misma manera que el surgimiento de los movimientos de mujeres en todo el mundo desde la década de 1960 ha dado lugar a la adopción de un gran número de políticas que promueven mayor igualdad de género. Sin la suficiente presión para el cambio ejercida desde la sociedad misma, hasta las mejores reformas serán parciales y se crearán nuevas formas de desigualdad condicionadas a la discreción de esas élites que se benefician particularmente de la estructura existente de la sociedad.

En el corazón de esta perspectiva está la inevitabilidad del conflicto en las sociedades modernas. Las sociedades son demasiado complejas e involucran tal cantidad de alternativas y problemas, que sería ingenuo suponer lo contrario. Las personas tienen múltiples identidades e intereses y la fortaleza de la sociedad civil es visible en la complejidad de su rica mezcla de organizaciones, las cuales tienen tanto una base funcional (por ejemplo, los sindicatos) como territorial (los consejos vecinales). Mientras que la teoría de la modernización elogió esta multiplicidad al dar a entender que de allí se derivó la escisión transversal de los consensos y la reducción al mínimo –si no es que a la eliminación– del conflicto como un factor clave de las políticas (Lipset, 1960), la perspectiva colectivista sobre la sociedad civil adoptada aquí hace hincapié en la importancia que sigue teniendo el conflicto, particularmente en sociedades marcadas por altos niveles de desigualdad y exclusión social. El tejido social que define a las sociedades civiles fuertes necesita ser diverso para captar las complejidades derivadas de la exclusión y garantizar que aquellos que están marginados o desfavorecidos tengan un papel que desempeñar en la decisión de las cuestiones políticas. Por tanto, si las sociedades “modernas” parecen no ser conflictivas es debido al papel que desempeña la sociedad civil en la mediación de los conflictos de manera relativamente pacífica, no porque el conflicto esté ausente. La “historia” nunca termina (Fukuyama, 1989), pero evoluciona constantemente con el surgimiento de nuevas cuestiones que entran al debate público y/o nuevos grupos que se organizan y participan activamente en política.

Del mismo modo, si el conflicto es inevitable sus consecuencias no lo son. Esto es así en parte debido a que la sociedad civil es un importante mecanismo para la solución no violenta del conflicto. Desde cualquier definición, la violencia debe ser vista como antiética a las normas que sustentan a la sociedad civil. Es una amenaza directa a la autonomía y existencia de los grupos que compiten, ya sea ésta promovida por el Estado o desde la sociedad. Independientemente de lo que implique el adjetivo “civil” cuando nos referimos a la sociedad civil, hacemos referencia al derecho reconocido a convivir. Por el contrario, las sociedades civiles débiles dejan pocas alternativas para tolerar tácitamente la subordinación (es decir, la sumisión) o una guerra civil, mientras que las sociedades avanzan hacia la polarización entre aquellos que se benefician del status quo y aquellos que están sujetos a él – “los que poseen” y “los desposeídos”–.8 Las luchas revolucionarias y la guerra civil son ejemplos extremos de esto. En tales casos, los actores sociales organizados pueden ser bastante fuertes, particularmente en el caso de las luchas revolucionarias exitosas. Pero esto es distinto a los tipos de organizaciones asociadas con la sociedad civil. Además de recurrir a la violencia, estos grupos tienen como objetivo la captura del Estado. Tal hegemonía política es la antítesis de la conceptualización de la sociedad civil utilizada aquí, puesto que niega deliberadamente la posibilidad de competencia entre los diferentes actores del poder político y, por lo menos en todos los ejemplos ocurridos hasta la fecha, se asocia con la subordinación de la sociedad por parte del Estado.

El hecho de que las organizaciones de la sociedad civil estén autoconstituidas y disfruten de cierto nivel de autonomía frente a otros actores, en particular frente al Estado, implica que esas organizaciones representan efectivamente a sus miembros. Es esta dimensión representativa la que da legitimidad a esas organizaciones, no sólo a sus respectivos miembros, sino también respecto a los otros actores. Esto, a su vez, significa que las organizaciones pueden ser interlocutoras eficaces para importantes segmentos de la población de un país en las relaciones establecidas con otros actores de la sociedad civil en el Estado. Sus raíces en la sociedad y las conexiones con sus miembros son una forma de poder que es difícil de ignorar conforme la organización aumenta de tamaño y/o capacidad de movilización. Por el contrario, otros actores pueden esperar que las decisiones tomadas por los líderes de la organización en nombre de sus miembros sean respetadas por los mismos, lo que significa que no sólo vale la pena seguir las negociaciones con tales organizaciones, sino que son esenciales para mantener la paz social. Las organizaciones débiles u organizaciones que existen sólo de nombre no pueden desempeñar este papel como interlocutoras, lo que socava la capacidad de la sociedad civil para mediar en el conflicto. Éste fue el desafío al que se enfrentó y no pudo resolver el comedor social, a pesar del impresionante historial que tuvo de proporcionar los bienes y servicios necesarios para su comunidad.

El ejemplo específico del comedor social y la naturaleza intrínsecamente conflictiva de la sociedad civil proporcionan una importante perspectiva sobre el papel que tiene la “confianza”. En el caso de este comedor, en última instancia la gente no confió en Olga –a pesar de que uno hubiera esperado lo contrario dado su historial de servicio a la comunidad–. En el caso de la sociedad civil en general, parece ingenuo suponer que los altos niveles de confianza existente entre los grupos resulten suficiente, ya que es muy probable que discrepen sobre cuestiones significativas. Esto es importante porque si la confianza es necesaria para tener una sociedad civil fuerte, como muchos han argumentado (por ejemplo, Almond y Verba, 1963), muchos países en desarrollo, particularmente en América Latina (Lagos, 1997), ni siquiera pueden aspirar a tener una sociedad civil fuerte, dado los bajos niveles de confianza interpersonales. Las raíces de esta situación son menos culturales que prácticas. Los años de gobiernos autoritarios y represión han enseñado a la gente que demasiada “confianza” puede ser algo peligroso.9 En el contexto de los altos niveles de desigualdad, los intereses contradictorios de distintos actores son aún más evidentes, haciendo que la confianza sea problemática, incluso en el contexto de una democracia política y una acentuadamente reducida represión política.

En lugar de descartar la posibilidad de una sociedad civil fuerte, el enfoque colectivista sugiere que cuando la confianza está ausente o, como en el caso del comedor social, es frágil y efímera, es todavía más indispensable la sociedad civil. Esto se debe a que las organizaciones que la componen pueden ser un mecanismo eficaz para limitar las consecuencias de la desconfianza interna y mediar las relaciones entre varios de los sectores sociales que no confían entre sí. Como lo demuestra el ejemplo del comedor social, los niveles crecientes de desconfianza desmintieron lo que parecía ser una organización fuerte; el comedor no pudo mediar exitosamente el conflicto una vez que salió a la superficie dentro de la organización. De manera similar, otros actores fueron incapaces de ayudar, a pesar del hecho de que la ayuda externa, especialmente de la Iglesia Católica, servía como un importante facilitador para el crecimiento de la sociedad civil bajo la dictadura de Pinochet, proporcionando una variedad de formas de asistencia, incluida la formación en mediación de conflicto (Oxhorn 1995b).

Irónicamente, la falta de confianza incluso podría proporcionar un mejor incentivo para involucrarse uno mismo en la creación de organizaciones fuertes de la sociedad civil. Si las personas no están seguras de que las decisiones tomadas por otros reflejarán sus intereses, entonces tienen mucho que ganar al organizarse para exigir su inclusión en los procesos de toma de decisiones. Esta es la razón por la que los trabajadores comenzaron a organizarse al final del siglo xix y principios del siglo xx, y lo mismo podría decirse de la mayoría de las organizaciones de la sociedad civil que representan grupos marginados y desfavorecidos. Por el contrario, un alto nivel de confianza en las decisiones de los demás implica que la participación no conduciría a resultados diferentes, lo que reduciría la necesidad de comprometer tiempo y recursos para construir organizaciones de la sociedad civil. Como Dankwart Rustow señala (1970, 362), con referencia a transiciones democráticas: “Las personas que no estuvieron en conflicto sobre algún asunto fundamental tienen poca necesidad de procesar complicadas normas democráticas para la solución de conflictos”. Lo mismo es quizá aún más cierto para las organizaciones de la sociedad civil.

Antes de hablar de comunidad, es importante examinar la perspectiva liberal alternativa a la sociedad civil. Inspirándose en la obra de los filósofos John Locke y Alexis de Tocqueville,10 la perspectiva liberal es cada vez más dominante en la literatura. Las sociedades “liberales”, principalmente de Reino Unido y Estados Unidos, vienen a representar el ideal de sociedad civil (Seligman, 1992), de la misma manera que estos dos casos representan el ideal para las teorías de modernización. En agudo contraste con la perspectiva colectivista, la sociedad civil se define en términos de derechos y obligaciones individuales. Los individuos racionales que deciden vivir juntos por un futuro interés individual privado, crean la sociedad civil. La libertad individual se valora por sobre todas las cosas y esto requiere del Estado de derecho y el respeto a la propiedad privada. La pertenencia a un grupo se convierte en una función de la maximización de interés. Los grupos y las identidades de grupo pierden todo valor intrínseco, mientras que el enfoque exclusivo en el individuo ha significado la marginación concomitante de perspectivas que se enfocan más en la colectividad y las identidades de grupo, por no hablar de los derechos colectivos. El voluntariado y la ausencia de coerción, a su vez, han justificado históricamente la condición de desigualdad al restringir los derechos de ciudadanía para quienes se definen como incapaces o dependientes (como las mujeres, los jóvenes, los analfabetos, las poblaciones indígenas, los pobres y la clase trabajadora).

Si bien no está del todo claro cómo los valores individualistas liberales lograron establecerse como predominantes –especialmente los altos niveles de confianza interpersonal que son vistos como fundamentales para que la gente se organice y forme sociedades civiles dinámicas–, su presencia en el ámbito de la sociedad es vista como un prerrequisito para la emergencia de la sociedad civil (Almond y Verba, 1963; Fukuyama, 2001; Gellner, 1991; Shils, 1991). Debido a la falta de cualquier valor intrínseco atribuido al grupo y a las identidades organizadas –a causa de la atención focalizada que se tiene sobre el individuo– una cultura política apropiada, en efecto, se convierte en sinónimo de sociedad civil; su ausencia es vista como la oposición a la emergencia de ésta, en tanto que una cultura política apropiada presume su existencia.

Este énfasis en la dimensión normativa de la sociedad civil tiene importantes consecuencias analíticas. Los requisitos para una sociedad civil dinámica altamente organizada son en realidad bastante altos. Esto se debe a que la perspectiva liberal postula deliberadamente una noción densa11 de la base consensual necesaria para la emergencia de una sociedad civil. El conflicto se considera lejano porque no hay desacuerdos fundamentales entre los ciudadanos que viven en las sociedades que son vistas como “modernas”. Por otra parte, este consenso denso es equiparable a un conjunto limitado de valores occidentales y experiencias culturales singulares. Para las sociedades que no comparten (o necesariamente quieren compartir) esos valores y han sido víctimas de esa historia –como la mayoría de los países latinoamericanos y africanos– o las culturas indígenas no occidentales que enfatizan la naturaleza colectiva de los derechos civiles, tal concepción de sociedad civil es extremadamente alienante (Hann, 1996; Parekh, 1992). De hecho, las disputas sobre las normas y visiones del mundo que desafían el individualismo y otros valores asociados a las sociedades liberales son vistos como anacronismos, más relevantes para los tiempos premodernos que para las sociedades urbanas industriales que surgieron como el epítome del “desarrollo” en Occidente.

Esta noción de consenso social denso es obviamente consistente con el hecho histórico de que las sociedades civiles fuertes, como las identificadas por la perspectiva colectivista, han sido relativamente raras y han estado más estrechamente asociadas con el desarrollo de los países occidentales (y ahora democráticos). Visto de esta manera, se esperaría que la sociedad civil permaneciera en un nivel más aspiracional que real en la mayoría de los contextos. Sin embargo, las supuestas razones para esto son la antítesis de una perspectiva colectivista y niegan la centralidad del conflicto para la comprensión de la política moderna y el papel de la sociedad civil. En otras palabras, el problema no es que el “bar” al que se quiere entrar sea un club muy exclusivo, sino la manera en que el bar está establecido. El conflicto, que es esencial para comprender el papel que juega la sociedad civil desde una perspectiva colectivista, simplemente se asume como no existente en contextos marcados por sociedades civiles fuertes. Esto no sólo es irrelevante para la mayor parte del mundo, sino que resulta ahistórico para comprender la manera en la que los mismos países occidentales desarrollaron Estados de bienestar modernos y regímenes democráticos consolidados.

Comunidades y sociedad civil El vínculo ambiguo

Irónicamente, el ideal de un consenso social denso es fundamental para saber cómo es entendida generalmente la “comunidad”. Si bien la naturaleza de los valores asociados con cualquier comunidad particular están abiertos, comparados con las ideas liberales asociadas a los acuerdos predominantes de la sociedad civil, sólo una “comunidad” podría aspirar a disfrutar de los lazos profundos que unirían a sus miembros y eliminaría potencialmente el conflicto de la vida social y política cotidiana. Ya sea que las comunidades estén definidas geográfica, cultural, social o lingüísticamente, por la religión, la raza y/o étnicamente, altos niveles de confianza y experiencias y creencias compartidas, es su nivel implícito de homogeneidad el que sirve como fundamento para un acuerdo social denso. La ironía es que las comunidades que tienen más probabilidades de vivir de acuerdo con estos ideales –como las comunidades indígenas, religiosas, étnicas y lingüísticas, por nombrar sólo las más obvias–, son también los mismos tipos de comunidades que los teóricos liberales tienden a ver como anacrónicas y cada vez menos importantes para las sociedades “modernas”. Sólo cuando los miembros de adscripción de tales grupos se disocian de aquellas identidades, serán capaces de considerarse a sí mismos como miembros de las comunidades múltiples, reforzando las hendiduras transversales que definen a la sociedad civil moderna. Esto refleja la forma en que la perspectiva liberal niega cualquier valor intrínseco de las identidades, a pesar del hecho de ser éstas una fuente primaria de la fuerza del movimiento social –y por tanto de la sociedad civil– en las sociedades occidentales (Cohen, 1985; Melucci, 1989; Oxhorn, 1995b). Desde una perspectiva liberal, la sociedad civil parece tener casi una relación inversa con la comunidad; cuanto más fuerte sea la comunidad, menos probable será que la sociedad civil pueda emerger en un nivel normativo.

La realidad, sin embargo, es más ambigua. Como en el caso de la perspectiva liberal sobre la sociedad civil, a primera vista las conclusiones generales respecto de la comunidad y la sociedad civil parecen mantener cierta validez; algunos de los conflictos mundiales más violentos en nuestros días son de índole comunal, desde Irak hasta Sudán. Sin embargo, las razones brindadas por la perspectiva liberal están equivocadas. Las comunidades con lazos excepcionalmente fuertes entre sus miembros pueden brindar los elementos necesarios para la construcción de la sociedad civil o los obstáculos para su crecimiento. Experiencias recientes con movimientos indígenas (Van Cott, 2005; Yashar, 2005) y grupos religiosos asociados tanto con la Iglesia Católica progresista como con los movimientos cristiano evangélicos más conservadores de Latinoamérica y algunas partes de Asia y África (Lehmann, 1990 y 1996; Oxhorn, 1995b) muestran la contribución que las “comunidades” pueden aportar a los procesos de democratización. El papel que tendrán las comunidades en relación con la sociedad civil dependerá de varios factores, particularmente de los mecanismos necesarios para lograr consensos dentro de la comunidad y las consecuencias que esto tenga para las relaciones de ésta con otros actores sociales y el Estado.

Como muestra el ejemplo del comedor social, ninguna comunidad está inherentemente libre de conflicto. Los lazos de unión pueden ser efímeros, desmintiendo cualquier sentido de interés común o compartido. Además, los miembros de las comunidades no son iguales, no importa qué tan equitativa sea la estructura. Las habilidades, incluyendo la capacidad de expresarse claramente y la de liderazgo, implican que algunos miembros tendrán inevitablemente más influencia que otros (Mansbridge, 1980). Esto, a su vez, puede reflejar la forma en que las “comunidades” abordan (o fallan en abordar) las diferencias entre sus miembros respecto a cuestiones de raza, género y clase social, por nombrar sólo las más obvias (Burdick, 1992). Centrarse en una sola identidad, haciendo caso omiso de las fuentes de fricción y discriminación que sienten sus miembros y/o asumir como no problemáticas las causas de las diferencias, implica que las comunidades pueden llegar a ser increíblemente estrechas en sus perspectivas y actividades. Cualquier apariencia de unidad y consenso es por tanto artificial, ya que las personas se sienten excluidas de la comunidad, aunque no haya obstáculo obvio para su participación.12

Uno de los mecanismos artificiales para mantener ese consenso es acentuar los conflictos con otras comunidades, reforzando los lazos comunitarios para resistir las amenazas que los de afuera pudieran representar. Manipuladas por las élites interesadas en la obtención de poder político, esto exacerba la fragmentación de las sociedades como un todo y la estrechez mental que es inevitablemente un subproducto del enfoque exclusivamente local. En lugar de construir sociedades civiles fuertes, tales dinámicas han confrontado a las comunidades una contra otra y contra el Estado, alimentando los tipos de conflicto comunal que conducen a la violencia, si no es que a la guerra civil. La reciente experiencia de la violencia étnica en Kenia durante las elecciones presidenciales en 2007, sin mencionar el derramamiento de sangre en la ex Yugoslavia y el genocidio de Ruanda, son los ejemplos más extremos de ello.

Si bien este tipo de violencia es a veces vista como consecuencia de una sociedad civil que se ha vuelto demasiados fuerte (Berman, 1997; Foley y Edwards, 1996), el verdadero problema es la debilidad de la sociedad civil (Oxhorn, 2006). Las sociedades vigorosas, evidenciadas por la fuerza de sus organizaciones, incluyendo posiblemente su capacidad para comprometerse en una confrontación armada, no son la sociedad civil. Esto es así en tanto que la sociedad civil media el conflicto en vez de acentuarlo deliberadamente. Es la falta de estructuras mediadoras constitutivas de la sociedad civil lo que genera estas dinámicas destructivas. En otras palabras, ello representa el fracaso de la sociedad civil, frecuentemente con consecuencias dramáticas. En tales circunstancias, las sociedades tienden a polarizarse y, en el peor de los casos, las comunidades de adscripción que bajo las circunstancias apropiadas pudieron servir como bloques para la construcción de sociedades civiles fuertes, amenazan con desgarrar a las sociedades de las que forman parte.

Un buen ejemplo de este problema conceptual se encuentra en la discusión de Sherri Berman (1997) sobre el colapso de la Alemania de Weimar y el ascenso de Hitler. Como ella lo demuestra, fue la capacidad del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (nsdap) para utilizar a las organizaciones de la sociedad civil lo que permitió finalmente ganar el poder electoral. Sin embargo, fue la debilidad de aquellas organizaciones y su incapacidad para representar los intereses de sus miembros la responsable de la habilidad del nsdap para hacer esto. El vacío creado por lo que era efectivamente el colapso de la sociedad civil implicó que se dejara atrás un espacio de organización social para que lo llenara un partido totalizador, tal como el nsdap. En este ejemplo, así como en muchos otros, el consenso denso asociado a las comunidades se convierte en el proyecto de los principales actores políticos a escala nacional, haciendo cada vez más imposible el compromiso y limitando forzosamente la participación de las comunidades que compiten a nivel nacional, si no es que eliminándolas totalmente.

En última instancia, comunidad y sociedad civil no sólo son distintos conceptos, sino que además son potencialmente complementarios. Los normalmente altos niveles de confianza que se encuentran entre los miembros de una comunidad, su historia compartida y experiencias, tienen mucho que ofrecer en la búsqueda de un gobierno democrático inclusivo. Pero la confianza no es lo mismo que un acuerdo, y las historias y experiencias compartidas están abiertas a interpretaciones discrepantes, incluso si éstas pudieran servir como base para un diálogo fructífero. Aunque la existencia de sociedades civiles no depende de estos u otros atributos de las comunidades, su presencia sin duda puede definitivamente facilitar el surgimiento de diferentes tipos de organizaciones autónomas que pudieran formar colectivamente una sociedad civil vigorosa. La sociedad civil, entonces, se convierte en un mecanismo para mediar el conflicto y garantizar que se consideren los intereses y prioridades de las personas que representan a diferentes organizaciones. En este sentido, la “comunidad” es una manifestación prepolítica de la identidad colectiva al tiempo que las comunidades requieren organización para entrar al ámbito político. La importancia política de las comunidades específicas estará determinada por la clase de organización adoptada y las organizaciones que componen la sociedad civil representan una forma a partir de la cual las comunidades alcancen su objetivo.

Finalmente, es importante tener en cuenta que las organizaciones que no están basadas en la comunidad también son fundamentales para comprender el potencial de la sociedad civil. Las organizaciones funcionales, tales como los movimientos sindicales, juegan un papel crítico en la representación y defensa de los derechos de grupos marginados, habiendo contribuido históricamente a la expansión de derechos y al Estado moderno de bienestar (Rueschemeyer, Stephens y Stephens, 1992). Las organizaciones funcionales –definidas en términos de lo que buscan alcanzar, independientemente de sus bases geográficas– también han jugado un papel importante en la promoción de los intereses de ciertos grupos en que las organizaciones de base comunitaria han demostrado ser ineficientes o incluso pudieran funcionar como obstáculos. Esto es muy claro en el caso de las mujeres. Mientras que las mujeres generalmente juegan un papel importante en las organizaciones comunitarias, las restricciones impuestas a su actividad por parte del patriarcado y los tradicionales roles de género las han llevado inevitablemente a crear organizaciones de mujeres separadas para avanzar en la igualdad de género de manera más amplia. Las organizaciones funcionales pueden también facilitar el crecimiento de movimientos basados en identidades comunitarias, borrando la distinción entre organizaciones funcionales y las de base territorial. En Bolivia por ejemplo, el trabajo organizado jugó un papel central en el surgimiento de los movimientos indígenas que transformarían la ciudadanía en Bolivia con la elección de Evo Morales en 2005. Ésta fue la primera vez que Bolivia tuvo un presidente indígena a pesar de que la mayoría de la población es indígena. Entre otras cosas, Morales supervisó la implementación de una nueva Constitución, declarando formalmente que partir de entonces Bolivia es un Estado plurinacional.13

Sociedad civil, comunidad y construcción social de ciudadanía14

El efecto inmediato de esta relación ambigua entre comunidad y sociedad civil puede ser entendido en términos de lo que significa ser un “ciudadano” en una sociedad dada. Más específicamente, los conflictos que la sociedad civil ayuda a mediar se reflejan en la construcción social de ciudadanía. Como señala Tilly (1996: 9), históricamente fue “la lucha y la negociación entre los Estados en expansión y sus súbditos [lo que] creó la ciudadanía donde no había existido previamente”. Incluso hoy en día, cuando hay quizás más acuerdo que nunca antes respecto del contenido normativo de los derechos democráticos de ciudadanía, aún no existe un consenso para la implementación de muchos de los derechos específicos de la ciudadanía. En la mayoría de las nuevas democracias, los conflictos por los derechos básicos de ciudadanía fueron temas centrales aunque aún no resueltos en el proceso de transición. El fracaso de las instituciones democráticas para atender estas deficiencias después de la transición es, con frecuencia, la principal fuente de su fragilidad. Las presiones por la expansión de los derechos ciudadanos que emergen (o dejan de emerger) desde la sociedad civil, y cómo esas presiones son sobrellevadas por el Estado, son fundamentales para cualquier teoría causal de la ciudadanía. En otras palabras, la ciudadanía refleja qué grupos participan en su construcción social y cómo lo hacen. De esta forma, la fuerza de la sociedad civil se refleja en el alcance y la profundidad de los derechos ciudadanos.

En agudo contraste con el consenso social denso asociado a la perspectiva liberal sobre la sociedad civil, el punto de partida para comprender la construcción social de ciudadanía es un consenso social mínimo o diluido.15 Este tipo de consenso tiene dos componentes. En primer lugar, los actores importantes en una sociedad dada reconocen que son miembros de una unidad geográficamente definida asociada con cierto sentido de “bien público”, incluso si llegara a haber agudos desacuerdos sobre lo que implica ese bien público. Semejante aceptación puede ser normativa (por ejemplo, una identidad nacional compartida), o el resultado de una falta de alternativas (la secesión no es posible debido a la resistencia externa o resulta inviable por la falta de recursos). En segundo lugar, se acepta el derecho de otros actores sociales para competir por la influencia política en la definición de aquel bien público sin la amenaza de violencia. Esto puede ser por razones normativas, o por la incapacidad de cualquier actor para dominar a los demás, lo que significa que la violencia sólo terminará en un callejón sin salida.

Nuevamente, a primera vista, el resultado puede parecer consistente con la perspectiva liberal. Pero las razones son fundamentalmente distintas. Éstas están relacionadas con la continuación del conflicto, la falta de consenso y la imposibilidad de lograr el éxito por medios violentos, en lugar del rechazo a cualquier forma de violencia. En otras palabras, los actores –incluyendo al Estado– perciben que no tienen otra alternativa que “estar de acuerdo con discrepar”. Como se señaló anteriormente, la falta de confianza resultante puede por lo tanto convertirse en un factor motivante definitivo para la continua participación en la sociedad civil, aunque sólo sea para ayudar a garantizar que los intereses del grupo sean respetados.

Este último punto pone de relieve otra distinción importante entre las perspectivas colectivista y liberal. Los derechos son inevitablemente el resultado de la lucha colectiva. De hecho, es la renuencia de las élites de reconocer los derechos lo que requiere de una acción colectiva para presionarlas a hacerlo (Oxhorn 2003). Sin importar si son derechos civiles –como el derecho a organizarse o a expresar el disenso–, el derecho al voto o los derechos culturales, sociales y económicos, su existencia tanto en papel como en la práctica está ligada intrínsecamente a la capacidad de los grupos desfavorecidos a la demanda efectiva. Por otra parte, el carácter colectivo de estas luchas desmiente la incompatibilidad de los derechos colectivos con los otros derechos asociados a la ciudadanía. Esto se debe a que los derechos, una vez conquistados, con frecuencia se aplican a categorías de adscripción de los ciudadanos, como los trabajadores, las mujeres, la identidad sexual, los ancianos, los jóvenes y así sucesivamente. Desde una perspectiva colectivista, la dicotomía entre los derechos individuales occidentales y los derechos colectivos no occidentales es falsa. Es una relación contingente que refleja estructuras sociales nacionales y la construcción social de ciudadanía en distintos contextos.

El proceso de interacción de la sociedad civil con el Estado conduce a modelos diferentes de ciudadanía. El modelo de ciudadanía dominante en América Latina fue la ciudadanía como cooptación, estrechamente asociada a la industrialización y urbanización e inició a principios del siglo xx en una serie de países.

La piedra angular de la ciudadanía como cooptación fue un proceso único de inclusión controlada (Oxhorn, 2003), que consistió en procesos de inclusión política y social de arriba hacia abajo en los que se segmentaron los derechos de una ciudadanía parcial y, en última instancia, precaria. En vez de alterar sustancialmente las estructuras de desigualdad, las reflejó y reforzó. La inclusión controlada fue un proyecto estatal destinado a mediar la amenaza planteada por las clases subordinadas organizadas por medio de su incorporación selectiva y parcial, restringiendo severamente el alcance y la autonomía de la sociedad civil por medio de políticas de corporativismo estatal, clientelismo y apelaciones populistas que fueron posibles gracias a los recursos puestos a disposición de las élites políticas como un subproducto del rápido crecimiento económico.

En última instancia, la inclusión controlada desmintió la existencia de sociedades civiles fuertes; sólo a segmentos selectos de la sociedad se les permitió organizarse y la autonomía de esas organizaciones estaba severamente comprometida. Importantes derechos sociales de ciudadanía fueron frecuentemente otorgados en lugar de derechos políticos significativos, mientras que la naturaleza autoritaria del régimen implicaba, por definición, que el respeto a los derechos civiles básicos era, en el mejor de los casos, precario.16

El modelo de ciudadanía por cooptación comenzó a derrumbarse entre 1970 y 1980. Esto reflejó los límites del modelo de desarrollo de sustitución de importaciones de la región y la crisis de la deuda de principios de la década de 1980. También reflejó el hecho de que la ciudadanía por cooptación coexistía con un modelo de ciudadanía de competencia. La ciudadanía como agencia refleja el papel activo que múltiples actores, particularmente aquellos que representan grupos desfavorecidos, deben desempeñar en la construcción social de ciudadanía para desarrollar al máximo su potencial de gobernabilidad democrática. Es sinónimo de sociedades civiles robustas en Europa occidental, donde los Estados avanzados de bienestar social pueden ser vistos como uno de los logros principales de este modelo de ciudadanía. Dados los extremos históricos de desigualdad y exclusión de América Latina, la izquierda normalmente encabezó el ideal de ciudadanía como agencia. Cuando la ciudadanía como agencia amenazó con predominar, el resultado fueron los golpes militares.

Hoy en día, la dicotomía de la ciudadanía como agencia y la ciudadanía como cooptación ha perdido su centralidad para dar lugar a un nuevo modelo de ciudadanía: la ciudadanía como consumo. Los ciudadanos son concebidos como consumidores, gastando sus votos y recursos económicos frecuentemente limitados para acceder a lo que normalmente sería considerado como un mínimo de derechos de ciudadanía democrática.

La ciudadanía como consumo está íntimamente relacionada con un modo centrado en el mercado de incorporación política e integración social, el neopluralismo. Los criterios políticos para la inclusión, asociados con la inclusión controlada (control social y lealtad), son reemplazados por los criterios económicos. Aunque están íntimamente asociados a las políticas económicas neoliberales, no se reducen a ningún conjunto específico de políticas económicas ni están correlacionados con ningún nivel particular de liberalización económica.

El aspecto pluralista del neopluralismo refleja una creencia normativa de que el mejor equilibrio de intereses y valores dentro de una política dada es producido por la forma (aunque limitada) de libre competencia entre los individuos en la búsqueda racional de sus propios intereses. La autoridad política se determina a través del libre mercado de los votos. La libertad individual se valora por encima de todo y esto requiere respeto por la propiedad privada y (por lo menos idealmente) el Estado de derecho.

Lo que distingue al neopluralismo del modelo pluralista más tradicional asociado con la democracia en Estados Unidos es su marcado autoritarismo. Si bien es importante el hecho de que las personas que gobiernan son elegidas democráticamente, una vez elegidas, tienen muy poco control sobre su poder. Frecuentemente pasan por alto y deliberadamente socavan las instituciones democráticas representativas (O'Donnell, 1994). Por otra parte, los depositarios no electos del poder, particularmente los militares y los “poderes fácticos”, incluyendo los intereses económicos dominantes, ejercen control sobre las decisiones fundamentales del Estado (Garretón, 2003).

La lógica del neopluralismo permea todos los sistemas políticos en una variedad de formas. Los incentivos basados en el mercado vienen a desempeñar un papel definitorio en la acción colectiva. Los recursos económicos personales de un individuo determinan en gran medida el alcance y la naturaleza de su inclusión social y política. Los recursos económicos también afectan directamente la calidad de la educación, la atención de la salud e incluso la protección legal de la que disfruta una persona. Así como al Estado se le asigna un papel mínimo que garantice el correcto funcionamiento del mercado en el ámbito económico, el Estado abdica de su rol en la provisión de incentivos. Los bienes públicos y privados, oficialmente disponibles a nivel estatal para los sectores movilizados en períodos previos, así como los incentivos coercitivos para la organización jerárquica de intereses económicos bajo el corporativismo del Estado, ya no existen o han sido reducidos significativamente. Las identidades de grupo y los intereses colectivos pierden cualquier valor intrínseco; sin embargo, éstos son una fuente primaria potencial de poder para los grupos subalternos.

Neopluralismo, comunidad y sociedad civil

El neopluralismo representa una amenaza para la comunidad y la sociedad civil. Esto se debe a que el neopluralismo está íntimamente asociado con el aumento de la desigualdad y la inseguridad económica, la violencia criminal, las limitadas posibilidades de movilidad social y una crisis de representación reflejada en la creciente desilusión en los partidos políticos y las instituciones democráticas clave en toda la región (Oxhorn, 2011).

A nivel de la sociedad civil, contribuyen a esto las reformas del Estado que debilitan las instituciones que regulan los mercados y que tienen el potencial de redistribuir progresivamente el ingreso, así como otras reformas que socavan la capacidad de los trabajadores para organizarse. La creciente inseguridad económica y física que enfrenta la gente, combinada con el sentimiento de que a las élites políticas simplemente no les importa, se combinan para reducir el incentivo, si no es que la capacidad, de organización de las personas. En cambio, la gente está cada vez más preocupada por su existencia diaria –un problema especialmente agudo para los grupos pobres y desfavorecidos–. En última instancia, la sociedad civil se atomiza, pierde su capacidad de resolución de conflictos y de representar a grupos desfavorecidos.

Estas mismas dinámicas, a su vez, impactan sobre las comunidades de maneras contradictorias. A las comunidades indígenas, tales dinámicas pueden proporcionarles la oportunidad de organizarse a nivel nacional, exigiendo con éxito nuevos derechos, en particular en relación con el reconocimiento cultural y lingüístico (Yashar, 2005). De manera más general, la tensión que tales dinámicas crean puede llevar a formas de innovación colectiva a nivel comunitario (Burdick, Oxhorn y Roberts, 2009). Sin embargo, tales tendencias positivas son aún muy incipientes y han tenido resultados mixtos, en el mejor de los casos han contribuido a revertir los desafíos fundamentales para la sociedad civil y las comunidades representadas por el neopluralismo. Esto es especialmente cierto cuando se ve más allá del nivel de las comunidades relativamente pequeñas en las que emergen (Oxhorn, 2009). Incluso en los casos exitosos de movimientos indígenas, sus logros, que son sin duda de enorme importancia histórica –sobre todo en Bolivia, donde un presidente indígena ha transformado la estructura constitucional del Estado– todavía no está claro lo que esto significa en términos de empoderamiento social y económico, desigualdad y alivio de la pobreza.

El principal peligro es que en el perverso contexto socioeconómico y político creado por el neopluralismo, las comunidades se encierran en sí mismas, contribuyendo a la desintegración de los tejidos sociales nacionales sin ofrecer alternativas satisfactorias. Conforme los Estados se repliegan, la definición y la búsqueda de bienes públicos se convierte en un asunto cada vez más local, reforzando la desigualdad y la marginalización a las que las comunidades están expuestas. En el peor de los casos, estas comunidades amenazadas podrían en última instancia volverse en contra de otras comunidades en una espiral de violencia en la búsqueda de chivos expiatorios y/o por el acceso a recursos.17 Tomando uno de los ejemplos más extremos, esto es precisamente lo que sucedió en la República de Weimar, allanando el camino para la victoria del fascismo en su forma más extrema. La alternativa es el fortalecimiento de las comunidades por medio de un refuerzo mutuo como base para el surgimiento de fuertes regímenes democráticos incluyentes, basados en un consenso social mínimo pero realista.

La búsqueda de una gobernabilidad democrática Comunidad, sociedad civil y Estado

El riesgo planteado por el neopluralismo –tanto a la sociedad civil como a las comunidades– sirve en última instancia para destacar la importancia de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil como un proceso en el que el papel jugado por ésta es decisivo para determinar el alcance y naturaleza de la inclusión democrática. Las comunidades son fundamentales para esto, pero su relación con la sociedad civil determina de igual modo su papel. Que las comunidades contribuyan al fortalecimiento de la sociedad civil y logren como resultado la gobernabilidad democrática, dependerá de varios factores, entre los cuales la organización y la autonomía son preocupaciones centrales.

La ciudadanía ofrece una lente útil para comprender estas relaciones. Si es por medio de la ciudadanía como cooptación o de la ciudadanía como consumo, la sociedad civil está severamente limitada. En estos casos, las comunidades se enfrentan a numerosos desafíos, incluyendo la fragmentación y manipulación por parte de las élites que van en busca de sus propios intereses. La sociedad civil, tal como es entendida desde una perspectiva colectivista, proporciona las herramientas para evitarlas, contribuyendo a la fortaleza de las comunidades y su capacidad para enriquecer los procesos democráticos.

Al final, el problema no es el conflicto social, sino la manera como está mediado. Ignorarlo o pretender que ha sido eclipsado por la modernidad sólo genera el riesgo de que se perpetúe la exclusión y en última instancia genere el colapso de las instituciones democráticas. Si bien hay formas alternativas de mediación de conflictos, el argumento presentado aquí es que solamente la sociedad civil puede hacerlo contribuyendo a una gobernabilidad democrática inclusiva, al tiempo que robustece las verdaderas fortalezas de las comunidades de una manera positiva. Como da fe la triste historia, no sólo del colonialismo en el Sur global, sino también de los procesos por los cuales se crearon los Estados nacionales modernos en Europa occidental y América del Norte, ésta es la única manera de conservar el verdadero significado de la comunidad.

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Muchas de las ideas expresadas en este artículo se desarrollan en Oxhorn (2011).

Doctor en Ciencias Políticas, Universidad de Harvard. Profesor de Ciencias Políticas, McGill University, Montreal, (Canadá). Sus líneas de investigación son: democracia, sociedad civil, derechos de ciudadanía. Entre sus últimas publicaciones destacan: Sustaining Civil Society: Economic Change, Democracy and the Social Construction of Citizenship in Latin America (2011); “When Everything Seems to Change, Why Do We Still Call It ‘Citizenship’” (2013) y “Transnationalism and the Multiplication of Rights Claims. The Challenge of Defining the ‘Other’” (2012).

Traducción de Elena Jiménez Lara.

La siguiente información se basa en el estudio de campo llevado a cabo por el autor en Santiago de Chile, 1984–7.

“Shantytown” en el original en inglés. Se refiere a los barrios o asentamientos urbanos de extrema pobreza y marginación, conocidos como “ciudades perdidas” en México, “villas miseria” en Argentina, “favelas” en Brasil y “poblaciones callampa” en Chile (N. de la E.).

De hecho, Olga quedó tan avergonzada de lo que le sucedió que se reusó a reunirse conmigo en viajes posteriores a las áreas marginadas.

N. de la E.: “Thin societal consensus” en el original en inglés.

Es importante enfatizar que las organizaciones de la sociedad civil, particularmente en las democracias desarrolladas, a menudo interactúan con sus respectivos Estados en los niveles local, subnacional y nacional. La autonomía en este sentido se refiere a la capacidad de las organizaciones civiles para definir y defender sus relaciones colectivas con el Estado, incluso cuando –como sucede frecuentemente– reciben apoyo material de aquel Estado. Por el contrario, cuando las organizaciones de la sociedad civil no interactúan con éste se arriesgan a una marginalización política, si no es que a la irrelevancia.

Aunque todavía inclusiva, la creciente movilización social en torno a la desigualdad que comenzó con el Movimiento de Ocupación en Estados Unidos es un buen ejemplo de los inicios de una reacción de la sociedad civil a los crecientes problemas de desigualdad en economías de mercado avanzado, particularmente después de la Gran Recesión de 2008. Ejemplos previos estarían en los movimientos de los Derechos Civiles y Anti Guerra en Estados Unidos, así como otros movimientos sociales nuevos basados en la identidad, particularmente en Europa Occidental. Por ejemplo, Véase: Melucci (1985).

Para mí, este fue un problema particular al tratar de llevar a cabo una investigación etnográfica en Chile en los años de 1980. Como extranjero (además norteamericano), automáticamente era un sospechoso. Tales sospechas además se vieron reforzadas por la presencia de informantes del régimen quienes, como yo, querían aprender tanto como fuera posible sobre organizaciones de la sociedad civil en suburbios marginados durante la dura experiencia de represión después del golpe de 1973. Para superarlo, literalmente tuve que ganarme su confianza. Véase: Oxhorn (1995b).

La perspectiva colectivista adoptada aquí es deudora de la obra de Montesquieu. Véase: Taylor (1990).

N. de la E.: “Thick” en el original en inglés.

Como muestra Burdick (992) en su estudio de las organizaciones religiosas de los barrios bajos brasileños, tales desenlaces pueden ser bastante sorprendentes. En la práctica, la teología de la liberación era en realidad bastante excluyente dentro de las comunidades pobres. En parte, esto se debió a que la participación activa requiere cierto nivel de alfabetización para leer e interpretar la Biblia, así como la habilidad para poder expresarse en grupos de discusión. Al mismo tiempo, los nexos de la Teoría de la Liberación con la transformación social hicieron hincapié en la naturaleza de clase de la sociedad, asumiendo que una mayor igualdad económica resolvería los problemas causados por el racismo, la desigualdad de género y así sucesivamente. Por el contrario, los requisitos para participar en los grupos evangélicos más conservadores eran considerablemente más bajos –uno simplemente tenía que creer–. La fuerza de tales creencias, sin embargo, se asoció con la reducción de la violencia familiar, el abuso de drogas y otros problemas reales en el día a día de las personas. Por otra parte, las personas fueron aceptadas sin importar su género o color de piel.

También vale la pena señalar que el éxito nacional de Morales estuvo basado en la exitosa organización de un nuevo movimiento político, el Movimiento Al Socialismo (mas). El movimiento transformó la identidad de la comunidad local en una fuerza nacional, revirtiendo siglos de marginación de los pueblos indígenas. Como parte de la sociedad civil, el mas continuó ayudando a mediar el conflicto, tanto entre el nuevo movimiento indígena y otros actores de la sociedad civil, como entre las organizaciones funcionales y de base territorial, que buscaban la representación por medio de él.

Lo que sigue es una versión revisada de: Oxhorn (2009b).

N. de la E.: “Thin” en el original en inglés.

A partir del trabajo seminal de T.H. Marshall (1950), este análisis considera tres categorías de derechos: civiles (libertad de expresión, de organización, debido proceso legal, etc.); políticos (el derecho a votar) y sociales (los derechos asociados con el Estado de bienestar moderno). El análisis también puede extenderse a otras categorías de derechos, superando por tanto la principal crítica de la conceptualización más limitada de Marshall. Véase: Oxhorn (2011).

Afortunadamente, tales tendencias extremas han sido ampliamente contenidas en América Latina, aunque en cierta medida las luchas regionales en Bolivia en los años inmediatamente posteriores a la elección de Evo Morales se encaminaron en esa dirección hasta que finalmente se logró un compromiso. Los países africanos, sin embargo, no han sido tan afortunados.

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