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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales Grandes expectativas: la democracia mexicana y sus descontentos
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Vol. 59. Núm. 222.
Páginas 19-50 (septiembre - diciembre 2014)
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Vol. 59. Núm. 222.
Páginas 19-50 (septiembre - diciembre 2014)
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Grandes expectativas: la democracia mexicana y sus descontentos
Great Expectations: Mexican Democracy and its Discontents
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José Antonio Aguilar Rivera
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Resumen

No hay duda de que la democracia en México no ha producido los resultados esperados. No ha creado una mayor igualdad social o económica. Pocas personas creen que su participación en la política es ahora más efectiva que antes, el gobierno electo a menudo no cumple con las demandas de los ciudadanos, y algunas regiones del país están bajo el control de los violentos cárteles de la droga. Estas fallas ciertamente abonan al descontento de los ciudadanos con su democracia. Sin embargo, el propósito de este artículo es centrar la atención en otros motivos, menos aparentes, del intenso malestar político. Los mexicanos están insatisfechos con su gobierno democrático, no sólo porque no les ha provisto de los bienes sociales que, de manera realista o no, se esperan normalmente de la democracia. También se encuentran molestos por lo que perciben como una brecha entre su concepción idealizada de la misma y la forma en que realmente funcionan las instituciones democráticas existentes en tanto que se ha construido una peculiar imagen ahistórica de la democracia. El principal argumento de este trabajo es que el parámetro crítico de la democracia que los mexicanos construyeron es defectuoso. Se intenta demostrar que este concepto erróneo ha tenido efectos perniciosos en tanto que ha alentado expectativas no razonables y ha cegado a los mexicanos respecto de las reformas posibles. Finalmente, se analiza específicamente el papel desempeñado por la búsqueda de la equidad.

Palabras clave:
equidad
igualdad
democracia
expectativas
élites
Abstract

There is no doubt that democracy in México has fallen short of expectations: it has not increased social and economic equality. Few people deem their participation in politics is now more effective than before, the elected government often fails to meet citizens' demands, and some regions of the country are seemingly under the control of violent drug cartels. These faults certainly fuel the voters' discontent with the democratic regime. The aim of this paper though is to focus on other less apparent sources of the existing intense political dissatisfaction. Mexicans are unsatisfied with their democratic government not only because it has not provided them with the social goods they are realistically or not expecting from democracy. They are also unhappy due to the perceived gap between an idealized notion of democracy and the way the existing democratic institutions actually work, as an odd ahistorical image of democracy has been constructed. The major claim of this work is that the critical standard of democracy assumed by Mexicans is inaccurate. It will be argued that this ideological misconception has had pernicious effects, as it has nurtured unreasonable expectations and has inhibited Mexicans from considering feasible reforms. It will be also examined in particular the role played by the pursuit of equity.

Keywords:
equity
equality
democracy
expectations
elites
Texto completo

Lo que más confunde la mente es el uso que hacemos de estas palabras: democracia, instituciones democráticas, gobierno democrático. En tanto no tengamos éxito en definirlas con claridad y coincidamos en las definiciones, viviremos en una confusión inextricable de ideas, con gran provecho para demagogos y déspotas.

Alexis de Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución.

Introducción

…considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.

Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Artículo 3, Sección 2, Subsección a.

Las transiciones a la democracia generan grandes expectativas en todas partes del mundo. Especialmente en sociedades en las cuales no ha existido el gobierno democrático, los ciudadanos esperan que ocurran cambios significativos. A menudo, los regímenes autoritarios padecen una gran cantidad de males sociales: corrupción, pobreza e injusticia. Como señaló Adam Przeworski hace más de una década: “el comer y el hablar, el estar libre del hambre y de la represión, estos valores elementales alientan la búsqueda mundial de la democracia política y la racionalidad económica” (Przeworski, 1991: 9). México no es la excepción. Después de las elecciones del 2000 se esperaba mucho tras el fin de setenta años de régimen posrevolucionario. Trece años más tarde la decepción estaba ampliamente extendida en el paisaje político. En el 2013 una encuesta encontró que sólo 37% de los mexicanos creía que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno. México ocupaba el último lugar en apoyo a la democracia en América Latina (Latinobarómetro, 2013). 45% de los mexicanos creía que la democracia podía funcionar sin partidos políticos y 38% sin Congreso. Los porcentajes más altos para la región. Muchos de los partidarios más fervorosos de la democracia durante los años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (pri), ahora menosprecian la importancia de la transición. Argumentan que nada sustantivo ha cambiado en los últimos doce años de gobiernos de la oposición. Buena parte de los viejos problemas del gobierno autoritario persisten. En el 2013 el Congreso mexicano aprobó una reforma político-electoral que modificó, de un plumazo, las bases institucionales del régimen electoral mexicano al desaparecer a la autoridad electoral, Instituto Federal Electoral (ife) y reemplazarla por una nueva institución, el Instituto Nacional de Elecciones (ine). La reforma fue duramente cuestionada por numerosos expertos y por los consejeros electorales del ife.

El descontento con la democracia no es inusual. Varias de las nuevas democracias lo experimentan. Las causas son diversas. Algunas de ellas padecen de una ciudadanía de “baja intensidad”, como Guillermo O'Donnell bautizó a aquellas regiones en las cuales la ley y las instituciones estatales se aplican de manera irregular. De la misma manera, las elecciones no necesariamente ponen fin a la corrupción, la desigualdad social y el amiguismo.2

Sin embargo, aunque la calidad de la democracia es deficiente en más de uno de estos casos, también es cierto que era difícil que se cumplieran algunas de las expectativas que se tenían en un inicio. Este es un problema que ha aquejado al gobierno democrático desde su concepción. Como recientemente ha señalado Przeworski:

Tendemos a confundir los ideales de los Fundadores con una descripción de las instituciones que existen en la realidad. Este velo ideológico deforma nuestro entendimiento y nuestras evaluaciones. Es políticamente pernicioso porque simultáneamente alimenta esperanzas irrazonables, incluidos unos cuantos proyectos alucinados, y nos ciega a las reformas factibles (Przeworski, 2010: 1).

En efecto:

La democracia recurrentemente ha enfrentado cuatro desafíos que al día de hoy alimentan un amplio e intenso descontento: la incapacidad para generar igualdad en el ámbito socioeconómico, la incapacidad de hacer sentir a la gente que su participación política es eficaz, la incapacidad para asegurar que los gobiernos hagan lo que se supone deben hacer y que no hagan lo que no están autorizados a hacer, y la incapacidad para mantener el equilibrio entre el orden y la no interferencia (Ibíd., 2010: 1–2).

Sin embargo, hay preguntas clave que no tienen una respuesta sencilla:

¿Cuánta igualdad económica y social puede generar la democracia? ¿Qué tan efectivamente puede la democracia armar al gobierno para que actúe en aras del beneficio de sus ciudadanos y armar a los ciudadanos para controlar al gobierno? ¿Qué tan bien puede la democracia protegernos a todos simultáneamente de los demás y del gobierno? ¿Qué debemos esperar de la democracia? ¿Qué sueños son realistas y cuáles fútiles? (Ibíd., 2010: 1–2).

México constituye un buen caso para explorar algunas de estas y otras preguntas relacionadas. No hay duda de que la democracia en México no ha estado a la altura de las expectativas de sus ciudadanos. No ha generado más igualdad social ni económica; pocas personas creen en la actualidad que su participación política sea más efectiva que en el pasado; el gobierno elegido, a menudo no responde a las demandas de los ciudadanos y algunas regiones del país ahora parecen hallarse bajo el control de violentos cárteles de narcotraficantes. Estos fracasos ciertamente alimentan el descontento de los ciudadanos con su régimen democrático.3

Sin embargo, nuestro propósito aquí es concentrarnos en otras fuentes, menos aparentes, del intenso malestar político. Los mexicanos están insatisfechos con su gobierno democrático no sólo porque no les ha provisto de los bienes sociales que a menudo esperan –de manera realista o no– de la democracia. También están descontentos por la brecha que perciben entre su concepción idealizada de la democracia y la forma de operar de las instituciones democráticas existentes. Esta insatisfacción, argumento, es distinta del descontento común tan bien descrito por Przeworski. Algunas de las discusiones más intensas entre la clase política, los intelectuales y los medios de comunicación no tienen que ver con las carencias arriba mencionadas, o los ideales de los fundadores del gobierno democrático, sino más bien con un conjunto de expectativas ideológicas diferentes. Éstas, a su vez, tienen su origen en el ideal de democracia de los mexicanos.

Una nota sobre la concepción normativa de la democracia es necesaria. Existen numerosas definiciones de la democracia: mínima, procedimental, participativa, etcétera.4 Sin embargo, aquí me ocupo de los principios que históricamente animaron –y en buena medida siguen animado– al gobierno representativo y a la moderna democracia liberal. Esos principios incorporan valores específicos que pueden rastrearse tanto en los debates fundacionales de esas formas de gobierno, como en sus instituciones. Para fines de la discusión contemporánea del significado de la democracia, me adhiero a la definición de poliarquía de Robert Dahl:

Un orden político que se distingue, en el nivel más general, por dos amplias características: la ciudadanía está extendida a una proporción relativamente alta de los adultos y los derechos de la ciudadanía comprenden la oportunidad para oponerse a los funcionarios más altos en el gobierno y expulsarlos mediante el voto (Dahl, 1989: 220).5

¿En qué consiste esta imagen idealizada de la democracia? Aunque comparte muchos de los rasgos hallados en las descripciones comunes, tiene rasgos peculiares. No se trata de un fenómeno nuevo. Ha existido desde el siglo xix. Es, como señala Fernando Escalante, el anhelo de un “orden cívico”. En el comienzo de la Nación los mexicanos creían que tal orden existía en países más avanzados, como Francia y Estados Unidos. Francia representaba la ilustración, el refinamiento y la cortesía. Actores políticos de todas las persuasiones creían de buena fe que ese orden imaginario era posible. Sin embargo, no sabían, o no querían saber, las desventajas de sus modelos elegidos: el autoritarismo francés y la corrupción norteamericana (Escalante, 1992: 18).

Algo similar ha ocurrido en el país desde el año 2000. Se ha construido una imagen ahistórica, distorsionada de la democracia. La hipótesis central es que el estándar crítico de la democracia que emplean los mexicanos es deficiente. El equívoco ideológico, se tratará de demostrar, ha tenido efectos perniciosos porque ha alimentado expectativas no razonables y ha cegado a los mexicanos a reformas posibles. El argumento incorpora dos premisas relacionadas pero distintas. Se sostiene, por un lado, que algunas de las metas inspiradas por esta versión idealizada de la democracia pueden tener algún mérito, pero no son realistas: elecciones impolutas, completa eliminación del clientelismo, etcétera. El fracaso en alcanzarlas produce frustración y la percepción de que el sistema político en su conjunto falla. A consecuencia de ello se debilita el apoyo a la democracia. Posiblemente, cierto grado de deficiencias (compra de votos no masiva, clientelismo político, etcétera) sea inevitable en países subdesarrollados y desiguales como México. Sería ideal eliminar estos defectos por completo, pero no es realista esperar que desaparezcan completamente en un espacio corto de tiempo. Los demócratas, al tiempo que se inconforman con el status quo, deben aprender a vivir con las imperfecciones de su democracia en tanto luchan por mejorarla. Las poliarquías, como afirma Robert Dahl, son sistemas políticos con verrugas. Si el descontento alimenta reformas progresistas factibles, entonces es funcional a la democracia. Empero, si lleva a los actores a impugnar la legitimidad global del régimen, entonces mina a la democracia. Grandes expectativas pueden tener efectos perversos.

Por otro lado, algunas de las concepciones normativas erróneas que forman parte de la versión idealizada de la democracia mexicana no sólo están equivocadas desde el punto de vista histórico, también son poco atractivas en sí mismas: la equidad, las restricciones a los derechos fundamentales, tales como la libertad de expresión, etcétera. Los intentos por hacer realidad estas metas producen sobrerregulación electoral, vulneración de las libertades básicas y disminución del pluralismo. Aquí nos enfocamos en un aspecto institucional del régimen democrático mexicano donde las ideas equivocadas representan un papel importante: la búsqueda de la equidad. No se refiere aquí a la equidad como igualdad económica o justicia, connotaciones comunes del término. Para los fines que nos ocupan, consideramos que equidad significa: igualdad de oportunidades para ganar un cargo de elección popular. Este es el valor que tutelan la Constitución y las leyes.

Este aspecto es importante para entender los estándares que el proceso electoral debe cumplir para que sea considerado legítimo por los ciudadanos. En octubre de 2012 levantamos una encuesta para explorar el significado y el impacto de la equidad en México. Se encontró que 74% de los encuestados creía que había poca o nula equidad en México (Parametría, 2012a).6 Se formuló la siguiente pregunta: “En su opinión, la falta de equidad en las elecciones, ¿afecta mucho, poco o nada los resultados de las elecciones?” De los encuestados, 63% respondió “mucho”, 18% “poco”, 3% “nada,” y 16% “no sabe”. Para la gran mayoría la equidad en las elecciones es crítica. De los encuestados, 70% creía que la equidad era muy importante para la democracia. En cambio, sólo 11% no la consideró muy importante.7 En una encuesta de salida del año 2012 sobre la calidad de las elecciones, 39% de los encuestados estuvo en desacuerdo con la afirmación: “las elecciones son libres, limpias y equitativas en mi estado” (Parametría, Encuesta de salida, julio 2012). Otra encuesta encontró que 40% de los encuestados creía que México no era una democracia (Parametría, 2012b).

Entre los efectos de no alcanzar la equidad se hace una distinción crucial entre la población en su conjunto y las élites políticas. Como hemos visto, existe cierta evidencia de que no alcanzar la equidad es una de las fuentes de insatisfacción con la democracia entre la ciudadanía. Sin embargo, la percepción de la falta de equidad se mezcla con otras causas de insatisfacción. Es difícil establecer cuáles son el impacto específico y las consecuencias políticas del discurso de la equidad. Debido a ello, es importante subrayar que el argumento que se presenta aquí tiene claras limitaciones: sólo se propone que éste es uno de los factores que explican el malestar generalizado con la democracia. En este sentido, no se pretende determinar qué tanto ha contribuido la noción de equidad al descontento ciudadano. Con la información disponible no es posible dar cuenta con precisión del peso específico de este factor.

En cambio, la frustración por no alcanzar la equidad ha desempeñado un papel de primera línea en los conflictos interélite. Aquí el impacto es significativo. Se arguye que la búsqueda fallida de la equidad ha minado a la democracia en México al debilitar la legitimidad del sistema electoral. Hay suficiente evidencia para demostrar que la equidad figura prominentemente en los argumentos utilizados por las élites para cuestionar e impugnar los resultados de las elecciones. Las acusaciones de inequidad antes, durante y después de las campañas electorales han desempeñado un papel importante en el discurso reciente de la impugnación electoral. Por ejemplo, en marzo de 2012, al comienzo de las campañas presidenciales de ese año, Andrés Manuel López Obrador (amlo), candidato de la izquierda, bromeando afirmó que su único eslogan de campaña sería “¡Viva la equidad!”8

Meses más tarde, cuando amlo cuestionó los resultados de la elección y exigió su anulación en un recurso de impugnación, alegó explícitamente que el ife no había tomado suficientes medidas para impedir el sesgo informativo en radio y televisión. El ife no le había indicado qué acciones tomaría para “salvaguardar la equidad en esta materia”. De igual forma, no le había informado si existía o no un criterio de “equidad electoral”.9 Así también, la candidata derrotada del Partido Acción Nacional (pan), Josefina Vázquez Mota, se quejó de falta de equidad en las elecciones (La Crónica de Hoy, 2012).

La frustración de no lograr la equidad no es toda la historia del descontento con la democracia en México, pero ciertamente es parte de ella. Los mexicanos no solamente creen que el impacto del dinero en la política debe ser controlado (un objetivo ampliamente compartido por otras democracias), también tienen fe en algo más amplio, más exigente: la equidad.

La invención de la equidad

En ningún manual de filosofía política o tratado de historia de pensamiento político se hallará que la equidad es parte ineludible de la democracia. Sin embargo, la gran mayoría de la clase intelectual y política cree que, en términos normativos, la equidad es un valor clave de la democracia. El supuesto muy mexicano de que es uno de sus valores fundamentales no tiene ningún sustento en la teoría política. Lo creen por igual consejeros electorales y políticos electos. Este consenso se hizo evidente en los debates legislativos que condujeron a la reforma electoral de 2007. Representantes de todos los partidos coincidieron en el valor de la equidad para la democracia. Como señaló entonces, el senador Manlio Fabio Beltrones del pri: “La reforma representa un cambio de raíz en el modelo electoral, y reestablece los principios de equidad, de proporcionalidad y representación, que en una democracia consolidada deben de normar el sistema electoral” (Secretaría de Servicios Parlamentarios, 2008: 106).10 Esta creencia se encuentra plasmada en la Constitución y las leyes. Sin embargo, los proponentes de esta idea olvidan que ni en la historia del gobierno representativo ni en otras democracias contemporáneas se considera a la equidad como un valor básico. Búsquese a la equidad en la historia de esas formas de gobierno y no le encontrará por ningún lugar.

De acuerdo con el Diccionario de Autoridades de la Real Academia de la Lengua, “equidad” significa igualdad de ánimo, y algo más preocupante: justicia natural, por oposición a la letra de la ley positiva. Esta idea es cualitativamente distinta a “igualdad” y “justicia”. Vale la pena observar cómo se ha empleado esta palabra en el pasado. De acuerdo al Google Books NgramViewer, entre los años 1800 y 2000, la palabra “equidad” apareció mencionada en libros en castellano antes de 1840.11

Su pico tuvo lugar en algún momento del año 1830. A partir de entonces, decreció constantemente hasta la década de los 80 del siglo xx, cuando volvió a repuntar. El empleo del término “equidad” coincidió con las numerosas transiciones a la democracia en América Latina. Este patrón puede explicarse por los cambios semánticos del término. A través del tiempo, la palabra ha tenido dos significados en castellano. De acuerdo con el Diccionario de Autoridades, “equidad” significa –literalmente– igualdad y rectitud:

Pero en el uso más común se toma esta palabra por templanza y bondad de ánimo bien intencionado: por moderación en el rigor del uso de la ley: y en cierto modo por equivalencia e interpretación, que mira más a la intención del Legislador, que a la letra de la ley (RAE, 1963: 539–40).

Así, la equidad se refería más a las intenciones del legislador que a la ley misma. Este significado, claramente proviene de la concepción clásica de Aristóteles de equidad: “la esencia de lo que es equitativo es que sea un correctivo a la ley en aquellos casos en los cuales ésta falla debido a la generalidad de su lenguaje”. Mientras que lo equitativo es justo, “no es idéntico, sino una corrección a lo que es justo de acuerdo a la ley” (Aristóteles, 1893, Libro, V, cap. 10, “Sobre la equidad”). En El Quijote la palabra se emplea precisamente en este sentido.

La distribución del empleo del término equidad en el tiempo sugiere que en la primera mitad del siglo xix la palabra se empleaba para hacer referencia al carácter moral, pero a finales del xx, cuando comenzaron a surgir nuevas democracias, la equidad adoptó su significado literal de “igualdad”. En el español que se emplea en México, el término equidad tiene una connotación similar. De acuerdo al Diccionario del español en México, equidad quiere decir: “capacidad de aplicar la ley de acuerdo con los principios de justicia y el sentido común: criterio de equidad.”

En lo que hace a la ciudadanía, se propone que equidad sea entendida como igualdad. ¿Cuál es la evidencia de esto? En una Encuesta Nacional de Vivienda, con preguntas cerradas, indagamos: “¿Qué cree usted que es la equidad?” De los encuestados, 51% respondió “Igualdad”, 7% “justicia”, 2% “moderación en el uso de la ley” y 5% “otro”. Notablemente, 35% desconocía el significado de la palabra (Parametría, 2012a). Más aún, existe evidencia adicional de que los mexicanos consideran a la igualdad como el valor supremo, seguido por la justicia y la solidaridad.12 No se realizó una pregunta específica sobre si esa igualdad se refería a la competencia entre políticos o partidos, pero otras preguntas de la encuesta remitían explícitamente a esos aspectos de la competencia electoral –“equidad en las elecciones”–, lo cual hace plausible pensar que los encuestados tenían en mente la competencia entre actores políticos.

¿Qué hay sobre las élites políticas? ¿Comparten el mismo significado de equidad con el resto de la población? Existe evidencia de que, en general, ese es el caso. Sin embargo, para las élites “equidad” se refiere más específicamente a la igualdad de oportunidades de ganar un puesto de elección popular. Por ejemplo, en los debates legislativos que llevaron a la reforma electoral de 2007, la palabra equidad se mencionó en ochenta ocasiones. La mayoría de los legisladores, provenientes de todo el espectro ideológico, utilizó la palabra como sinónimo de igualdad. No parece que la ubicación del parlamentario en el espectro ideológico izquierda-derecha tuviera un correlato distinto con el entendimiento respecto de la equidad. El único clivaje evidente fue que los miembros de partidos pequeños tendían a hacer más énfasis en la igual distribución de recursos. En efecto, los partidos pequeños se quejaron de la desigual distribución de tiempo aire, la cual favorecía a los partidos más grandes en virtud de la regla que prevé que éste sea asignado tomando parcialmente en consideración el porcentaje de votos de cada uno de los partidos en la elección anterior. Por ejemplo, el senador José Luis Lobato (Convergencia) preguntó:

¿Por qué no permitir que haya una equidad, entendida la equidad como igualdad?, y a lo mejor rezan los ‘gramatólogos’ de que la equidad cuando se llega a la igualdad pierde todas las substancias. Pero, ¿cómo es posible que en tiempos no electorales, ah, todos vamos a tener el mismo tiempo en radio y en televisión, y en procesos electorales vamos a disminuirlo en función a los resultados anteriores? (Secretaría de Servicios Parlamentarios, 2008: 114).13

De igual forma, el senador Jorge Legorreta (Partido Verde) argumentó:

¿Por qué no, compañeros legisladores, establecer reglas de equidad para todos? ¿Por qué no jugar parejo? ¿Por qué no establecer dentro de los tiempos oficiales del Estado, la posibilidad de tener igualdad y equidad dentro de los spots de todos los partidos en los medios de comunicación? (Ibíd., 2008, 132).14

Existe un tercer significado de equidad. Más recientemente, la palabra ha sido empleada para describir una idea de justicia que implica tratamiento desigual a los desiguales. En este sentido, no es una noción igualitarista. Se emplea para apoyar las políticas de discriminación positiva.15 Como sostiene Roger Bartra:

La política deja de orientarse a la distribución de recursos para enfatizar en su lugar la creación de derechos especiales para cada segmento social. En lugar de igualdad se piensa más en términos de equidad, que es el término más usado para hacer referencia a las políticas de inspiración multiculturalista y relativista que practican una “discriminación positiva” hacia sectores en condiciones desfavorables (Bartra, 2007).

Con todo, es revelador que en México la palabra equidad se emplee sobre todo en contextos políticos en los cuales su significado está relacionado con la idea de igualdad.

La equidad y el gobierno representativo

A pesar de que hoy consideramos a las elecciones como el sello distintivo de la democracia, durante mucho tiempo se pensó que su rasgo típico era más bien el sorteo. Bernard Manin sostiene: “lo que es más, el sorteo es descrito como el método democrático de selección, mientras que las elecciones se consideran más oligárquicas o aristocráticas” (Manin, 1998: 41). Herodoto y Jenofonte así lo creían. De acuerdo con Aristóteles: “lo que quiero decir es que se considera como democrático que las magistraturas se asignen por sorteo, como oligárquico que sean electivas, como democrático que no dependan de cualificaciones de propiedad y como oligárquico que dependan de ellas” (Aristóteles, 1932, Libro IV, cap. 9, 1294b: 7–9). De este modo, para Aristóteles las elecciones no eran incompatibles con la democracia, aunque creía que definidas de manera aislada, eran un método oligárquico o aristocrático, en tanto que el sorteo era intrínsecamente democrático. Montesquieu y Rousseau tenían creencias similares respecto a la naturaleza aristocrática de las elecciones.16

La equidad exige un campo de juego parejo no sólo en lo que hace al dinero sino también en otros muchos aspectos. El deseo de alcanzar la equidad alimenta esperanzas irreales porque abiertamente niega uno de los aspectos cruciales del gobierno representativo y de la democracia liberal moderna: el mismo método de elegir representantes por medio de elecciones, en lugar de sorteos, está basado en la creencia de que no todas las personas están igualmente calificadas para gobernar.

Como alega Manin, los efectos inequitativos y aristocráticos de la elección se deben a cuatro factores: 1) el trato desigual que reciben los candidatos por parte de los votantes; 2) la discriminación entre los candidatos que exige el acto de elegir; 3) las ventajas cognoscitivas que confiere la notabilidad y; 4) el costo de diseminar la información.

Si bien la competencia entre ciudadanos iguales por cargos de elección popular no está sujeta a ninguna restricción:

El procedimiento de distribución implica que los candidatos puedan ser tratados de manera desigual. Entre los candidatos a funciones públicas, los que alcanzan su objetivo son los individuos identificados por sus nombres que son preferidos del resto. Los cargos no son distribuidos de acuerdo con atributos o acciones definidas abstractamente, a cuya luz todos son iguales, sino de acuerdo con las preferencias del pueblo soberano a favor de tal o cual individuo en particular (Manin, 1998: 168).17

Ciertamente, “el procedimiento electivo no es necesariamente meritocrático y no garantiza estrictamente lo que hoy se considera como igualdad de oportunidades” (Ibíd., 1998: 170). Cuando eligen, no se les exige a los votantes que empleen parámetros imparciales para discriminar entre los candidatos. Si la elección es libre, nada puede impedir que los votantes discriminen a los candidatos con base en rasgos individuales. Por tanto, las elecciones libres no pueden impedir la parcialidad en el trato que dan los sufragantes a los candidatos. Las elecciones no aseguran que todos los que desean ser elegidos a un cargo público tendrán la misma posibilidad, tampoco garantizan la igualdad de oportunidades entre quienes esperan desempeñar funciones públicas. Hay razones inherentes que lo explican.

En una elección los votantes necesitan por lo menos un motivo para preferir a un candidato sobre otro. Si los candidatos son indistinguibles entre sí, los votantes serán indiferentes ante ellos y por lo tanto no serán capaces de preferir a uno. Siguiendo a Manin: “Consecuentemente, los candidatos deberán desplegar para ser elegidos al menos una característica que sea valorada positivamente por sus conciudadanos y que los otros candidatos no posean, o no en la misma medida.” Esta exigencia de discriminar es completamente estructural:

Deriva de la situación de elección ante la que se coloca a los votantes y no de su psicología o actitudes (…) La situación de opción limita a los votantes a elegir candidatos que posean características poco comunes (y valoradas positivamente), independientemente de sus preferencias concretas” (Ibíd., 1998: 173).

Si para ser elegido un candidato necesita llamar la atención del electorado, entonces la elección en sí misma favorece a los individuos que son notables. De forma similar, el objeto de las elecciones es elegir entre individuos conocidos. Así, un candidato para ser elegido necesita llamar la atención de los electores. Sin embargo, la psicología muestra que la atención se centra en primer lugar en objetos o personas sobresalientes. Para llamar la atención y provocar juicios evaluativos intensos, los candidatos tienen que sobresalir en virtud de poseer características que sean valoradas de manera positiva. En consecuencia, un candidato que no sobresalga será ignorado y tendrá pocas probabilidades de ser electo.

Las limitaciones cognoscitivas producen un efecto parecido al producido por las limitaciones a la situación de elección. Por sí mismas, las elecciones favorecen a individuos que destacan (y sean, por lo tanto, distintos y diferentes) mediante un aspecto que el pueblo juzga favorablemente, en otras palabras, que benefician a individuos considerados superiores al resto (Ibíd., 1998: 177).

Considerada de manera universal, la notabilidad es una propiedad contextual: “cualquier rasgo hace sobresalir a una persona. La preeminencia depende del ambiente en el que viva una persona y en el que su imagen necesite destacar.” La notabilidad constriñe tanto a los votantes como a los candidatos. Vale la pena destacar, afirma Manin, que las campañas electorales se instituyeron, entre otras razones, para contrapesar la ventaja que el método electivo, tomado en sí mismo, le da a la forma particular de preeminencia que constituye la notabilidad. Pero, como él mismo señala, las campañas nunca pueden abolir esta ventaja completamente. En efecto, los individuos que destacan en el curso de sus relaciones sociales cotidianas están inmersos en una especie de “campaña electoral permanente, aunque el foco no se dirige hacia los rasgos distintivos de los otros candidatos hasta que no se abre la verdadera campaña” (Ibíd., 1998: 178).

Finalmente, está el costo de diseminar la información. Si bien es cierto que el difundir información sobre los candidatos relaja en algún grado las restricciones impuestas por la preeminencia previa, también lo es que hacerlo es costoso. Ello significa que la diseminación de la información tiende a favorecer a aquellos candidatos capaces de movilizar mayores recursos económicos. Los desconocidos tienen que volverse conocidos para poder competir. El costo de esta tarea es significativo. Como señala Manin, “si los candidatos tienen que financiar sus campañas electorales de sus propios bolsillos, la ventaja de las clases opulentas de la sociedad adopta su forma más obvia e inmediata: se refleja directamente en la composición de la asamblea electa” (Ibíd., 1998: 179). Si un candidato toca las puertas de los ricos para financiar su campaña, es razonable esperar que una vez electo pondrá especial atención a los intereses de quienes contribuyeron financieramente a su elección. La conclusión de este razonamiento es que el procedimiento electivo favorece a los ricos. Pero, a diferencia de las tres primeras características inequitativas de las elecciones (potencial trato desigual a los candidatos, la dinámica de la elección y las restricciones cognoscitivas), ésta podría teóricamente eliminarse completamente a través del financiamiento público de las campañas y la estricta regulación de los gastos electorales (Ibíd., 1998: 180).

Los votantes deben ser libres de determinar aquellas cualidades que valoran positivamente y de “elegir entre esas cualidades las que consideren como criterio adecuado para la selección política.”18 Sin embargo, “esta libertad de opción respecto al contenido de la preeminencia sólo se logra de modo imperfecto en los gobiernos representativos contemporáneos.” Con todo, el argumento que se defiende aquí no implica una justificación del status quo; de lo que se trata es de identificar las reformas viables que tengan como propósito: “alinear la elección con los principios normativos que presidieron su establecimiento” (Ibíd., 1998: 196).

Dichas reformas no incluyen la adopción de la equidad –meta irrealizable dadas las restricciones estructurales del método electivo–, sino una meta más modesta aunque no menos importante: la eliminación del efecto de la riqueza en las elecciones y alcanzar una mayor libertad de elección. Ciertamente, como señala Manin:

Aunque los imperativos de distinción y relieve no contravienen las normas de derecho natural moderno, no hay duda de que sí lo hace el imperativo de riqueza. El motivo, sin embargo, no es que haya algo en la riqueza que la haga especialmente indigna para su uso como criterio de selección de gobernantes. Se trata más bien de que si la ventaja de que gozan los candidatos más ricos (o las clases pudientes a las que estén inclinados a dirigirse los candidatos en sus peticiones de fondos), deriva del coste de difundir información, entonces, la superioridad de la riqueza otorga el poder por sí misma, y no porque los votantes opten por ella como su criterio de selección” (Ibíd., 1998:197).19

De ahí que todas las democracias liberales del mundo hayan intentado a lo largo de su historia, no lograr la igualdad de oportunidades entre los contendientes, cosa ajena al método electivo, sino más bien neutralizar en la medida de los posible el efecto indebido de la riqueza en las elecciones, en tanto que ésta confiere una ventaja indebida por las razones ya expuestas.

Con todo, debe decirse que no basta con que las campañas sean financiadas por el erario, que haya techos de gasto electoral y que se vigilen de manera estricta esos límites. La experiencia ha enseñado que tales arreglos tienen problemas técnicos, por lo que “ningún gobierno representativo, ni siquiera entre los actuales, ha solucionado el problema de modo satisfactorio.” Ésta sigue siendo una meta deseable. Sin embargo, aun si el efecto de la riqueza en las elecciones pudiese ser neutralizado completamente, éstas seguirían siendo inequitativas, debido al efecto inevitable de los otros tres factores. Estos elementos son intrínsecos al método electivo y tienen consecuencias estructurales inequitativas.20 Por ello, la expectativa de lograr procesos electorales completamente equitativos es una ilusión. En efecto, como afirma Manin, la equidad, entendida como igualdad de oportunidades, no es parte de la historia del gobierno representativo y la democracia liberal. Reconoce que: “en un sistema electivo, la única cuestión posible concierne al tipo de superioridad que ha de regir, pero si se pregunta: “¿Quiénes son los aristoi que deben gobernar?’, el demócrata se dirige al pueblo y deja que éste decida” (Ibíd., 1998: 198).

Grandes expectativas

Lo que explica la aparición del discurso de la equidad en México es la idealización de la democracia como un ámbito aspiracional de absoluta igualdad –más allá de cualquier modelo existente– que ignora los constreñimientos del gobierno representativo. Sin embargo, es importante señalar que la igualdad de oportunidades, así entendida, tiene que ver con los partidos políticos y los candidatos, no con los ciudadanos ordinarios. En el caso de México, esta idealización se explica por la vigencia del largo régimen autoritario durante la cual la democracia fue un ideal codiciado, pero muy poco conocido en la práctica (y podríamos añadir también en la teoría). Los discursos rivales a la democracia procedimental, aquellos que privilegiaban la dimensión “sustantiva de la democracia”, fueron hegemónicos durante este período y hasta finales de los años ochenta. La prueba es la noción, entronizada en la Constitución mexicana, de que la democracia era una forma de vida que no privilegiaba lo político. Un partido gobernó al país por más de setenta años. Aunque se seguía con apego el calendario electoral previsto en las leyes, a menudo las elecciones fueron fraudulentas. De igual forma, el Estado empleaba los fondos públicos para favorecer a los candidatos oficiales. El PRi disfrutó del apoyo abierto y encubierto del Estado en sus campañas electorales. Los medios de comunicación estaban coludidos con el régimen. Esto no significa que el fraude electoral por sí sólo explicara la supervivencia de esa autocracia. El fraude era sólo uno de los instrumentos que el régimen autoritario tenía a su alcance. Como afirma Beatriz Magaloni:

El pri era un pacto de colusión que permitía a los políticos del partido gobernante dividirse las ganancias del poder al tiempo que impedía que algún individuo particular se apropiase de todas ellas. Para que este pacto de repartimiento fuese efectivo se realizaban elecciones consecutivas que seguían un orden preciso y los presidentes dejaban el poder cada seis años (Magaloni, 2006: 8).

El desequilibrio y la desigualdad entre el partido hegemónico y la oposición eran características prominentes en el antiguo régimen mexicano. La búsqueda de la equidad puede así rastrearse en las desiguales condiciones de competencia que prevalecieron durante la era de partido hegemónico. En particular, fue después de las elecciones de 1994, en las postrimerías del régimen y cuando apareció la competencia que surgió el discurso de la equidad. En ese período:

No se habla de la democracia sino de la construcción institucional del régimen político con características democráticas y de la contención de la Presidencia, primero separándose del partido y luego acatándose a la ley para evitar inequidad en los procesos electorales (Contreras Alcántara, 2010).

Así, los primeros pasos hacia el establecimiento de elecciones libres y justas pasaron por equilibrar las injustas ventajas que los candidatos del pri tuvieron en el pasado. El objetivo era impedir que el gobierno inclinase la balanza en algún sentido. No sólo financieramente, sino también simbólicamente. Sin embargo, las nuevas condiciones políticas y el advenimiento de la democracia no obligaron a repensar supuestos que ya no son válidos en México. Nada en los últimos doce años parece indicar que políticos, periodistas, intelectuales y analistas estén dispuestos a revisar sus creencias.

No sólo está prohibido que los funcionarios públicos utilicen el dinero de los contribuyentes para fines partidistas (y alterar así las “condiciones de equidad de la competencia entre partidos políticos“), sino que también existe una dimensión simbólica respecto a lo que estas personas pueden o no decir.21 Por ejemplo, la mayoría de los mexicanos considera ilegítimo que el presidente apoye públicamente a los candidatos de su propio partido.22 De igual forma, puesto que en el pasado los medios de comunicación siempre apoyaron a los candidatos oficiales, cualquier percepción de sesgo en la cobertura noticiosa es considerada una prueba de falta de equidad en la contienda.23

Los intentos para aislar a los ciudadanos de las influencias externas pueden parecer poco realistas o cómicos. Por ejemplo, toda la publicidad gubernamental en medios impresos o electrónicos debe llevar una leyenda, similar a la que usualmente se emplea en los anuncios de alcohol o tabaco: “Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido el uso para fines distintos al desarrollo social”.

En años recientes la búsqueda de la equidad se ha manifestado de formas diversas. Por ejemplo, en las dos elecciones presidenciales pasadas (2006 y 2012), la presunta falta de equidad entre los contendientes fue un argumento central empleado por el candidato perdedor para impugnar la legitimidad de los resultados del proceso electoral. Una proporción significativa de la población estuvo de acuerdo. Más aún, como consecuencia de la competida elección de 2006, el sistema electoral mexicano sufrió reformas de consideración en el 2007. En las elecciones de ese año, Andrés Manuel López Obrador, quien perdió la elección por un reducido margen, se rehusó a aceptar la derrota e impugnó los resultados. Después de las elecciones, los tres principales partidos políticos (pri, pan y el Partido de la Revolución Democrática, prd) pactaron reformar la Constitución y el Código Federal de Instituciones y Procesos Electorales (cofipe). En respuesta a las preocupaciones planteadas por parte de la coalición perdedora, los partidos aceptaron construir un nuevo marco legal electoral. En noviembre de 2007 se reformó la Constitución y en febrero de 2008 se publicó una nueva versión del cofipe. La Constitución mandató ahora competencia “equitativa” entre partidos políticos.24

Los autores de la enmienda añadieron la prohibición de las campañas negativas. Aunque la prohibición ya existía en el código electoral, ahora se entronizó directamente en la Constitución. Así, “en la propaganda política o electoral que difundan los partidos deberán abstenerse de expresiones que denigren a las instituciones y a los propios partidos, o que calumnien a las personas” (Diario Oficial de la Federación, 2012, Artículo 41–II, apartado c).25

Esto aplica no sólo a los medios electrónicos de comunicación, sino también a los impresos. Sorprendentemente, tanto los partidos políticos como los candidatos deben abstenerse de criticar a las instituciones o a otros partidos políticos y deben evitar criticarlos en términos que pudieran “denigrar” su reputación. La determinación de qué constituye denigración o calumnia, fue dejada en manos de las autoridades electorales (ife) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (tepjf).

Sumado a lo anterior, para aumentar la “equidad” entre los contendientes, la Constitución mandató que toda propaganda gubernamental cesase durante las campañas electorales26 y prohibió que los partidos políticos contrataran directamente espacios publicitarios en radio y televisión. Sólo el ife puede contratar tiempo aire con los medios de comunicación. Si bien ésta fue una restricción sensata y bienvenida, los legisladores fueron un paso más allá y prohibieron que cualquier persona o grupo pudiese contratar anuncios en radio o tv que tuviesen el propósito de “influir en las preferencias electorales de los ciudadanos”. Así, se impidió que individuos o grupos razonaran su posición a favor o en contra de algún contendiente en los medios electrónicos.27 Los concesionarios podrían incurrir en responsabilidad si difundían cualquier propaganda política, de grupos o personas, no prevista por el ife, aún si las transmisiones fuesen gratuitas.28 De forma similar, no se debía hacer pública ninguna encuesta de opinión tres días antes de los comicios.29 Los sondeos no debían “interferir” en la toma de decisión de los ciudadanos en la última parte de las campañas electorales. A resultas del diferencial entre la mayoría de la encuestas preelectorales y los resultados oficiales de las elecciones de 2012, algunos actores propusieron endurecer aún más la regulación de las encuestas electorales (Botello, 2012). El candidato perdedor, López Obrador, alegó que las casas encuestadoras se habían coludido con el pri para arreglar sus sondeos. Sin embargo, regular más las encuestas va en contra de recientes tendencias mundiales en la materia. La mayoría de las democracias tienden a liberalizar su regulación.30 La restricción al libre flujo de información es particularmente relevante puesto que existe alguna evidencia de que cada vez más los votantes en México tienden a decidir su voto muy cerca de la fecha de realización de las elecciones.

Un grupo de intelectuales y personalidades impugnó sin éxito en los tribunales la Reforma Electoral. Promovió un recurso de amparo contra la Reforma, aduciendo que ésta infringía su derecho a la libre expresión. Dicha acción legal se conoció como el “amparo de los intelectuales”.31 Los partidarios de la Reforma Electoral también contribuyeron con alegatos dirigidos a la Suprema Corte de Justicia. Por ejemplo, la Asociación Mexicana de Derecho a la Información (amedi), argumentó que “no existe ninguna libertad absoluta y que todas ellas, para ser productivas, deben conjugarse con otros valores positivos, en este caso el de la equidad en la contienda electoral que tanto ha costado construir en nuestro país” (amedi, 2008). En el 2011, la Suprema Corte falló en contra de los quejosos. La constitucionalidad de las reformas a la Constitución no estaba sujeta a revisión.

La restricción del derecho a la libre expresión en democracia es preocupante en diversos sentidos. Como afirma Manin: “desde finales del siglo xviii, la representación se ha visto acompañada de la libertad de los gobernados en todo momento para formar y expresar opiniones políticas fuera del control del gobierno” (Manin, 1998: 206). El carácter colectivo de una expresión afecta su peso político: las autoridades pueden, sin correr riesgos, ignorar las opiniones individuales, pero no pueden ignorar con igual facilidad las expresiones colectivas. Sin embargo, en México esas expresiones son consideradas contrarias al logro de la equidad. El riesgo es que la voz del pueblo no llegue a quienes gobiernan. La expresión pública de opiniones logra llamar la atención de quienes gobiernan a la vez que sirve para vincular a los gobernados entre sí.

La búsqueda de un ideal distorsionado de democracia ha tenido diversos efectos negativos. Uno de ellos es la sobreregulación electoral. Este exceso a menudo ha causado efectos contraproducentes, pues ha debilitado el régimen electoral en México. Así, a resultas de la Reforma Electoral de 2007, la autonomía del ife fue mensocabada a través del nombramiento de un auditor dependiente del Congreso. De igual forma, varios de los consejeros electorales (entre ellos su presidente), fueron removidos prematuramente de sus cargos. Otro efecto negativo de la Reforma fue, como hemos visto, la monopolización de la propaganda política por parte de los partidos políticos.32 Así se fortaleció a los partidos, pero los ciudadanos comunes, los empresarios, las organizaciones de la sociedad civil y otros actores sociales fueron debilitados.

Por otro lado, la búsqueda de la equidad ha cegado a los mexicanos de reformas viables, tales como la diversificación del mercado de los medios de comunicación para permitir que se escuchen no menos sino más opiniones. La reciente reforma a las telecomunicaciones comienza apenas a tocar un tema que debió abordarse hace décadas. A partir del 2006, los procesos electorales y sus resultados son responsables de una parte importante del descontento de los mexicanos con su democracia. Una encuesta reciente levantada después de que el tepjf falló sobre la validez de las elecciones de 2012, halló que mientras la mayoría de los encuestados (55%) estaba de acuerdo con la decisión del tepjf, casi 60% creía que las elecciones no habían sido limpias y 53% pensaba que tampoco habían sido equitativas. La mitad de ellos concurría en que se justificaban las protestas contra el fallo del Tribunal. En conjunto, sólo 11% de los encuestados creía que la democracia en México era fuerte y estaba consolidada. En contraste, 31% pensaba que no había democracia en México o consideraba que tenía serios defectos (25%) (Moreno y León, 2012).

Sin embargo, a pesar de que se hicieron acusaciones de financiamiento ilegal de las campañas y compra de votos –mayoritariamente contra el pri–, es difícil saber si las elecciones del 2012 fueron más sucias o corruptas que otras elecciones menos competidas del pasado.33 Por ejemplo, en la celebrada elección del año 2000, que terminó el largo período de hegemonía del pri, tanto el partido que ganó (Pan) como el pri canalizaron dinero de forma ilegal a sus campañas. Los escándalos, conocidos como “Pemexgate” y “Amigos de Fox” llevaron al ife a imponerle a esos partidos cuantiosas multas. Sin embargo, la legitimidad de la elección nunca estuvo en tela de juicio. A pesar del extendido descontento de los ciudadanos con las elecciones, 63% de los votantes acudió a las urnas en 2012, más que en la elección previa y tantos como en los históricos comicios del 2000.

ConclusiónContra la equidad

En 1989 Robert Dahl argumentó que necesitamos comprender no sólo por qué es deseable la democracia sino también cuáles eran sus límites y posibilidades: “si sobreestimamos los límites no haremos el intento y si los subestimamos probablemente intentaremos y fracasaremos” (Dahl, 1989: 220). México ejemplifica no sólo un caso de idealización de la democracia sino también de tergiversación normativa. En efecto, la idealización democrática es un fenómeno común en regímenes autoritarios. Como señala Dahl:

Es típico de los demócratas que viven en países gobernados por regímenes autoritarios una ferviente esperanza de que su país algún día alcance el umbral de la poliarquía. Es típico en los demócratas que viven en naciones donde ha regido durante mucho tiempo la poliarquía la creencia de que ésta es insuficientemente democrática y que debería volverse más. Sin embargo, mientras que los demócratas proponen muchas ideas diferentes sobre cuál debería ser la próxima etapa de la democratización, hasta ahora ningún país ha trascendido a la poliarquía en una etapa ‘superior’ de democracia (Ibíd., 1989: 222–223).

El ideal de la poliarquía es ciertamente deseable para quienes no lo han experimentado de primera mano en sus sociedades:

A menudo mientras que los intelectuales en los países democráticos donde la poliarquía ha existido de manera ininterrumpida por varias generaciones o más terminan hastiados con sus instituciones y se vuelven desdeñosos de sus defectos, no es difícil entender por qué los demócratas privados de estas instituciones las hallen altamente deseables, con verrugas y todo (Ibíd., 1989: 223).

En efecto, la poliarquía:

Provee una amplia colección de derechos humanos y libertades que ninguna alternativa existente en el mundo real puede igualar. Es constitutiva a la poliarquía misma una amplia región de libertad y control que no puede ser invadida profunda o continuamente sin que la poliarquía misma se destruya (Ibíd., 1989: 223).

Con todo, la caracterización de Dahl pasa por alto una posibilidad: que los demócratas en democracias recientemente establecidas distorsionen o tergiversen a la poliarquía. Los antecedentes normativos de sus instituciones, tales como las elecciones, no siempre son explícitos. Esto es precisamente lo que ha ocurrido en México. Lo que vemos aquí no sólo es la demanda usual de que la democracia debe proveer más igualdad social y un crecimiento económico más acelerado. Se trata de la expectativa de que se alcance una meta peculiar: completa igualdad de oportunidades entre políticos en contienda. Lo que alimenta las esperanzas poco realistas no es la búsqueda de una democracia participativa plena. En otras palabras, los demócratas en México están frustrados no por la incapacidad de los ciudadanos para participar en las decisiones colectivas –como es el caso de demócratas en poliarquías bien establecidas–; están decepcionados por no haber logrado establecer un campo de juego completamente raso para las élites políticas en competencia.

Aun si, como hemos intentado demostrar, la equidad no es parte del legado normativo del gobierno representativo y la democracia liberal, por lo tanto podemos preguntarnos si constituye en sí misma un ideal deseable. ¿Forma parte la equidad de una búsqueda más amplia por la igualdad social y política? ¿Debemos intentar alcanzarla? ¿Adoptarla como parámetro crítico para evaluar las instituciones existentes? Tal vez la equidad sea parte de la profundización democrática. Tal vez no.

Proponemos que la equidad tiene poco que ver con un entendimiento amplio de la igualdad entre los ciudadanos de una democracia. De acuerdo con Dahl, la idea y la práctica de la democracia:

Presupone tres tipos de igualdad: la igualdad moral intrínseca de todas las personas; la igualdad manifiesta bajo el supuesto de que las personas adultas tienen derecho a la autonomía individual al momento de decidir qué es lo que mejor les conviene y, en consecuencia de estas dos premisas, la igualdad política entre los ciudadanos, definida por los criterios del proceso democrático (Ibíd., 1989: 311).

Hay, sin duda, una poderosa conexión moral entre la igualdad y la democracia. Si:

La libertad, el autodesarrollo y la consecución de intereses compartidos son fines buenos y si las personas son intrínsecamente iguales en su valía moral, entonces las oportunidades para alcanzar esos bienes deben distribuirse de manera igual a todas las personas (Ibíd., 1989: 311–312).

Debemos pugnar por lograr una mayor igualdad de recursos políticos y capacidades para todos los ciudadanos. Éste es el ideal democrático.

A pesar de que la equidad es presentada por sus partidarios como una causa igualitaria, este concepto no se ocupa de la igualdad en ninguno de los tres sentidos arriba mencionados.34 La igualdad tiene que ver con todos los ciudadanos, mientras que la equidad se refiere en gran medida a la igualdad de oportunidades entre aquellos individuos que compiten por un cargo de elección popular. De acuerdo al “principio de distinción”, esas personas son usualmente diferentes de los ciudadanos ordinarios.35 De hecho, los partidarios de la equidad a menudo están dispuestos a hacer a los ciudadanos de a pie menos iguales a fuerza de concretar sus propias metas. La equidad, en este sentido, es compatible con lo que Coppedge llamapartidocracia: un sistema político democrático en el cual los partidos “monopolizan el proceso político formal y politizan a la sociedad de acuerdo a líneas partidistas” (Coppedge, 1994: 19).36 Aunque en todas las poliarquías existen partidos políticos, no todas las democracias son partidocracias. De esta manera, el derecho a la libertad de expresión durante las campañas políticas se ve coartado para aquellos ciudadanos que no son miembros de los partidos políticos. Esta restricción, afirman, permite un campo de juego más equilibrado para los candidatos en competencia. A resultas de ello, los ciudadanos no tienen el mismo derecho a expresar sus opiniones políticas en los medios de comunicación. Algunos, los que pertenecen a los partidos, lo tienen, mientras que otros no. De forma similar, hasta la Reforma Constitucional de 2012 las candidaturas independientes no eran permitidas.37 Fue hasta mayo de 2014 que dichas candidaturas fueron reguladas en la nueva Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales. Sin embargo, los requisitos para contender son muy significativos. Para ser candidato a la Presidencia, un ciudadano debe recabar las firmas del 1% del padrón nominal de electores y 2% para otros cargos de elección popular.38 Esto hace muy difícil el ejercicio de ese derecho ciudadano.

La equidad también es preocupante en otro aspecto. Como ideal, está marcado por una relación ambigua con el Estado de derecho. Su definición supone que lo que es importante no es la letra de la ley sino las intenciones subjetivas del legislador. Para las democracias incipientes, la equidad es un obstáculo para establecer el Estado de derecho democrático. Un auténtico Estado de derecho democrático, garantiza “los derechos políticos, las libertades civiles y los mecanismos de rendición de cuentas que a su vez apuntalan la igualdad política de todos los ciudadanos y constriñe los abusos potenciales del poder estatal” (O'Donnell, 2004: 32–46). En México, en cambio, algunos ciudadanos creen que sólo deben observar la ley si ésta es justa.39 Un ideal que tiene una relación ambigua con el Estado de derecho es un obstáculo a la consolidación democrática. Estas son las razones por las cuales finalmente la equidad no es una causa democrática, sino más bien una estratagema oligárquica.

En un análisis de los saldos de la elección presidencial del 2006, Chappel Lawson arguye que instituciones disfuncionales no podían explicar por qué uno de los sistemas electorales mejor diseñados del mundo falló en producir un resultado que los líderes partidistas perdedores aceptaran. Lawson afirma que la polarización política fue producto de las actitudes e interacciones de las élites más que de las actitudes e interacciones de las masas (Lawson, 2007: 45–48). En efecto, las masas no son la fuente de la polarización en México. Existen datos que apoyan esta hipótesis. Después de la elección del 2012, muchos mexicanos creían que la elección no había sido limpia, pero una mayoría (61%) consideraba al mismo tiempo que las protestas pacíficas realizadas por el candidato perdedor lastimarían a la democracia al minar sus instituciones.40 Algo similar ocurrió después de las elecciones presidenciales de 2006 (Bruhn y Green, 2007). Hubo poco apoyo a la serie de protestas que lanzó, incluso entre quienes habían votado por él (Consulta Mitofsky, 2006).

La manera como interactúan las élites desempeña un papel crítico en los conflictos postelectorales. Desde el 2003, las estrategias adoptadas por la élites políticas mexicanas en sus disputas partidistas han resultado más “tendenciosas e incendiarias de lo que habían pronosticado los analistas” (Lawson, 2007: 46). Como afirma este autor, México parece apoyar la idea de que las crisis políticas son el resultado de las maquinaciones de las élites más que de las preferencias de las masas.41 Sin embargo, esto no explica por qué el conflicto interélite se ha vuelto más pronunciado en la política mexicana. Lo que da cuenta de esta tendencia, señala Lawson, es el patrón de construcción partidista:

Durante el período de partido hegemónico, la naturaleza ecléctica del PRi dio origen a una oposición fragmentada. Dado que la política en la oposición prometía pocas recompensas tangibles tendía a atraer a radicales o puristas en lo ideológico tanto en la izquierda como en la derecha (Lawson, 2007: 47).42

Los líderes en México tienden a ser más extremistas que sus bases. Nos parece que este argumento es parcialmente correcto. Sin embargo, ciertas ideas trascienden la dimensión izquierda/derecha. En ambos polos existe cierto consenso ideológico que rara vez es percibido. Aunque pueda ser cierto que políticos de diferentes partidos tienen pocas referencias culturales en común debido a sus distintos orígenes, también es cierto que han sido socializados en torno a las mismas expectativas sobre la democracia. Por ejemplo, como fue evidente en los debates legislativos de la Reforma Electoral de 2007, los políticos de todo el espectro ideológico creían que la equidad era la piedra de toque de la democracia. En efecto, para el senador Pedro Joaquín Coldwell (pri):

En la Comisión Permanente y en esta Cámara, con frecuencia recibimos denuncias de muchísimas entidades federativas del país, donde se habla de falta equidad en las elecciones. Y si algo aporta esta reforma, es precisamente un mayor grado de equidad para la competencia política (Secretaría de Servicios Parlamentarios, 2008:134).

Políticos de todas las posiciones comparten una misma frustración por no haber alcanzado este ideal.43 Más aún, están dispuestos a sacrificar ciertas libertades para alcanzarlo.

La idealización de la equidad es una tergiversación consensual de la democracia. Proponemos que la acrimonia política entre las élites se ve parcialmente alimentada por las expectativas incumplidas. Si bien es cierto que la toma de decisiones estratégicas desempeña un papel importante en los conflictos entre las élites, las expectativas del juego democrático se explican a su vez por las creencias normativas sobre la democracia. Si bien las causas del descontento no sólo están en las élites, aquí éstas son la variable crítica. Cuando el umbral democrático se coloca fuera del alcance de los actores, ningún proceso electoral dejará satisfechos a los participantes. Con seguridad se producirá la frustración: grandes esperanzas conducen a grandes decepciones.

Como aduce Dahl, cierto grado de insatisfacción con la política real es ciertamente necesario y deseable para vigorizar las reformas democráticas. Sin embargo, si la democracia se concibe como un ámbito de equidad perfecta, virtud impoluta, relaciones armónicas e intenciones puras, el contraste entre este ideal y el mundo realmente existente probablemente producirá desilusión y frustración más que un deseo de mejorar las cosas a través de reformas sensatas. Así, la idealización de una democracia imaginaria surte efectos contraproducentes. Si la legitimidad democrática se ve minada, entonces disminuyen los costos políticos de no aceptar los resultados contrarios en las elecciones. Por lo tanto, ni siquiera las mejores instituciones posibles producirán resultados que los líderes de los partidos perdedores estén dispuestos a aceptar de buena gana. La búsqueda de la equidad, entendida ésta como un ideal ahistórico, ha dañado la consolidación de la democracia mexicana.

Posiblemente, el efecto más preocupante sea que la percepción de una falta de equidad ha llevado a actores políticos clave a poner en tela de juicio la legitimidad total de los procedimientos electorales. Alegan que las elecciones no son justas porque no son lo suficientemente equitativas. De igual forma, una proporción significativa de ciudadanos considera a las elecciones como una farsa. La falta de confianza en la integridad de los procesos electorales coloca al país casi quince años atrás. En tanto que los costos de un amplio descontento entre los ciudadanos no son tan evidentes como los costos que produce la frustración de las élites, éstos se agregan a una lista creciente de decepciones con la democracia.

El fracaso de alcanzar la equidad ha producido sobreregulación. Sin embargo, dicha reglamentación no ha satisfecho las expectativas de los actores políticos. Por ejemplo, la prohibición de las campañas negativas ha contribuido a la creciente adjudicación judicial de la política y a la erosión de la legitimidad de las instituciones electorales de una democracia incipiente.

Hay muchas áreas en las cuales la democracia mexicana es deficiente: el clientelismo, la falta de rendición de cuentas de los funcionarios públicos, etcétera. El régimen democrático mexicano es todavía muy joven. El efecto corruptor del dinero, aun después de dos importantes reformas electorales, es todavía un problema. México, con su persistente desigualdad social y económica, muestra algunas de las características de una plutocracia. Con todo, es difícil creer que el estado actual de las prácticas e instituciones electorales en México amerite la triste opinión que los ciudadanos tienen de su democracia. Otra cosa, además de sus fallas obvias, debe explicar esta insatisfacción. Hemos argumentado que lo que alimenta el malestar de los mexicanos ha sido la construcción y entronización de un umbral distorsionado de legitimidad democrática. Se deben emprender acciones para remediar la profunda insatisfacción con el funcionamiento de las instituciones democráticas. Sin embargo, para alcanzar esta meta realista primero se debe dejar atrás la imagen tergiversada de lo que es la democracia. De otra forma, se desperdiciarán valiosas energías en pos de una quimera.

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Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Chicago. Profesor-investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas, cide, (México). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel 2. Ha sido investigador visitante en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Sus líneas de investigación son: multiculturalismo, liberalismo, procesos electorales y comportamiento de los votantes, republicanismo. Entre sus últimas publicaciones destacan: La espada y la pluma: libertad y liberalismo en México 1821–2005 (2011) y de El fin de la raza cósmica: consideraciones sobre el esplendor y decadencia del liberalismo en México (2001), entre más de una docena de libros, capítulos y artículos académicos.

El autor desea agradecer a Scott Mainwairing, Soledad Loaeza, Amanda Burke, Celia Toro, Mónica Serrano, José Antonio Cheibub, Bernard Manin, Andrés Lajous, Fernanda Somuano, Esteban González y Guillermo Trejo y dos revisores anónimos por sus críticas y comentarios. Este ensayo fue escrito bajo los auspicios del Kellogg Institute for International Studies de la Universidad de Notre Dame. Versiones previas de este trabajo fueron presentadas en el Comparative Politics Workshop de la Universidad de Illinois en Urbana Champaign y en el seminario del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Los asistentes a dichos seminarios hicieron valiosos comentarios. Una versión distinta de este trabajo apareció como documento de trabajo: “Great Expectations: Mexican Democracy and its Discontents”, Working Paper 392, Kellogg Institute, University of Notre Dame, Marzo, 2013. A su vez, el autor recibió valiosa información de Nydia Iglesias (Banamex). De igual forma, la empresa Parametría generosamente llevó a cabo una encuesta nacional en el 2012, en la cual incluyó varias preguntas sobre el tema de la equidad. Se agradece a su director, Francisco Abundis.

Véase: Hagopian y Mainwaring (2005) y O'Donell (1993).

Véase: Hagopian (2005).

Véase: Held (1996). Para una muestra reciente del amplio debate sobre las concepciones normativas de la democracia, véase los ensayos recogidos en: Shapiro y Hacker-Cordón (1999).

Desde el punto de vista normativo me parecen persuasivas las definiciones mínimas de la democracia porque, como señala Przerworki, la mera posibilidad de cambiar el gobierno puede prevenir la violencia. Sin embargo, el argumento que aquí se presenta no exige adoptar una definición minimalista de la democracia (Przeworski, 1999: 45–47).

Esta Encuesta Nacional de Vivienda se levantó entre el 13 y el 17 de octubre de 2012. Sólo 9% de los encuestados creía que había mucha equidad.

“En su opinión, ¿qué tan importante es para la democracia que haya equidad en las elecciones: mucho, poco o nada?” Las respuestas fueron: “mucho” 70%; “poco” 11%, “nada” 2 %; “no sabe” 17% (Ibíd., 2012a).

amlo “explicó que en 2006 fue víctima de la guerra sucia creada por publicistas que actuaban como mercenarios y criticó que, mientras Enrique Peña Nieto tiene tres spots y Josefina Vázquez Mota dos, él sólo tendrá uno. ¡Viva la equidad!, ironizó” (Padilla, 2012).

En el recurso de impugnación amlo “afirmó que el Instituto Federal Electoral no precisó lo siguiente: a) qué medidas se adoptan para evitar o prevenir los sesgos informativos en los noticieros de radio y televisión, b) cómo se salvaguarda el principio de equidad en los noticieros; c) qué hace el Instituto Federal Electoral para salvaguardar la equidad en esa materia (…) e) La existencia de criterios de evaluación de la equidad electoral.” (Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, 2012: 180).

Énfasis del autor.

Este gráfico muestra el número de veces que una palabra aparece en la base de datos de materiales impresos digitalizados por Google entre 1800 y 2000. Nótese que las menciones de equidad aumentaron cuando apareció el trabajo seminal de John Rawls, A Theory of Justice (1971). En algunos países como Francia, el término rawlsiano “justice as fairness” fue traducido erróneamente como “justicia como equidad” (equité). Se requiere más investigación para determinar si existe alguna relación entre la obra de Rawls y el uso del término equidad.

La Encuesta Nacional de Valores (envud) 2010 formuló la pregunta: “En su opinión, ¿cuál es el valor más importante para los mexicanos?”. De los encuestados, 27% eligió la igualdad, seguido por 25% que prefirió la justicia, 24% la solidaridad y 22% la libertad (Banamex, 2010).

De la misma manera, el senador Agundis (Partido Verde) argumentó: “La realidad es que todos estamos metidos en esto juntos, en esta realidad de un México trabajador pero con hambre, este México con fuerza pero con desconfianza, este México con ganas pero sin oportunidades, oportunidades que nunca llegarán si no empezamos a buscar la equidad entre nosotros. Todos buscamos aumentar la competitividad en nuestro país, buscamos una mejor distribución de la riqueza, buscamos reducir la brecha entre pobres y ricos, pero ¿cómo lo vamos a lograr si lo que en realidad hacemos es aumentar la brecha de desigualdad entre los partidos políticos?; partidos políticos a los cuales todos aquí pertenecemos. ¿Cómo vamos a poder acercar más a la sociedad si nosotros buscamos alejarnos dando mayores beneficios a unos sobre los otros?” (Ibíd., 2008, 101). (Énfasis del autor).

Igualmente, el partido Convergencia alegó en términos similares: “Nos pronunciamos en contra del inciso e) del Apartado A del artículo 41, porque dividir 70% de los tiempos de radio y televisión de acuerdo a los resultados de la elección para diputados federales inmediata anterior, lejos de garantizar la equidad y paliar la desproporción mediática entre partidos políticos, aumentaría la diferencia de privilegios a favor de los tres partidos mayoritarios” (Ibíd., 2008: 56). (Énfasis del autor).

En algunos países la equidad es exactamente lo opuesto a la “justicia como imparcialidad” o trato igualitario. Algunos han preferido a la “equidad” como una forma de desplazar las exigencias más tradicionales de redistribución de recursos.

En el Contrato Social, Rousseau vincula el sorteo con la democracia y la elección con la aristocracia. “La selección por sorteo está en la naturaleza de la democracia” (Rousseau, 1997: Libro IV, cap. 3). Montesquieu argumentó en líneas similares en El espíritu de las leyes, Libro II, cap. 2.

Manin desarrolla el punto: “Generalmente pensamos que la igualdad ante la ley queda asegurada si una regla vincula la obtención de un beneficio (o una pena) a la posesión de cualidades o a la ejecución de acciones definidas de modo abstracto o anónimo. Sin embargo, las elecciones consideradas como un modo de distribuir cargos no otorgan cargos públicos a cualquiera, a quienquiera que presente las características x o ejecute acciones y. No se exige que los votantes empleen estándares imparciales para discriminar entre los candidatos. Pueden decidir también votar a quienes cumplen algunos criterios generales y abstractos (por ejemplo, por su orientación política, su competencia o su honestidad), pero pueden también decidir elegir a alguien sólo porque les gusta ese individuo más que otro” (Manin, 1998: 169–170).

Así: “No va en contra de los principios del derecho natural moderno que los representantes pertenezcan predominantemente a determinadas categorías de las población, mientras –y esta es la condición esencial– esas categorías no estén predeterminadas objetivamente, sino sean libremente elegidas por el electorado” (Ibíd., 1998: 197).

Sin embargo, nótese que “podemos imaginarnos una situación en que los votantes valoren la riqueza en particular y decidan libremente adoptarla como criterio de selección. Pueden creer que es probable que los ricos sean mejores gobernantes que los pobres porque, por ejemplo, hay a menudo una correlación entre riqueza y educación. En tal caso, si la riqueza es elegida libremente como la superioridad apropiada no se violan los principios del derecho moderno.”

De acuerdo con Manin, el método electivo “no garantiza que la verdadera excelencia política sea seleccionada. Las elecciones operan sobre la base de una percepción cultural relativa acerca de lo que constituye un buen gobernante”. Así, “si, por ejemplo, los ciudadanos creen que las habilidades oratorias ofrecen un buen criterio de excelencia política, efectuarán su opción política siguiendo tal criterio. Está claro que no hay garantía de que las dotes del discurso público sean un buen indicio de capacidad para gobernar” (Ibíd., 1998: 181–182).

Art. 134: “Los servidores públicos de la Federación, los Estados y los municipios, así como en el Distrito Federal y sus delegaciones, tienen todo el tiempo la obligación de aplicar con imparcialidad los recursos públicos que están bajo su responsabilidad, sin influir en la equidad de la competencia entre los partidos políticos” (Diario Oficial de la Federación, 2012).

En julio de 2012, una encuesta de salida encontró que 34% de los votantes no creía que el presidente hubiera sido imparcial en las elecciones. Muchos pensaban que había favorecido a su propio partido (Parametría, 2012e). De igual forma, los candidatos de la oposición se quejaron cuando el presidente Calderón afirmó en una reunión privada con los banqueros que la candidata del pan, Josefina Vázquez Mota, estaba repuntando en las encuestas frente al candidato del pri, Enrique Peña Nieto (Vargas y Saldierna, 2012).

Las relaciones entre el duopolio televisivo (televisa y tv Azteca) y los actores políticos son muy contenciosas. Al tiempo que el gobierno ya no cuenta con la abierta complicidad de los medios, éstos han establecido alianzas con políticos de diversos partidos. Algunos de estos pactos son abiertos, mientras que otros se hacen por debajo de la mesa. A menudo los términos políticos y financieros de estos acuerdos son desconocidos para el público. Se supone que este fue el caso del entonces gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto. El virtualmente desconocido gobernador se volvió una figura conocida gracias a la extensa cobertura mediática que televisa hizo de su gobierno antes de las elecciones de 2012. Tal exposición a medios no puede ser explicada en términos de la cobertura noticiosa ordinaria. En efecto, una encuesta de salida halló que 37% de los votantes creía que la televisión no había sido imparcial en la elección. (Parametría, 2012e).

“La ley garantizará que los partidos políticos nacionales cuenten de manera equitativa con elementos para llevar a cabo sus actividades y señalará las reglas a las que se sujetará el financiamiento de los propios partidos y sus campañas electorales, debiendo garantizar que los recursos públicos prevalezcan sobre los de origen privado” (Diario Oficial de la Federación, 2012: Artículo 41–II). Cursivas del autor.

Cursivas del autor.

“Durante el tiempo que comprendan las campañas electorales federales y locales y hasta la conclusión de la respectiva jornada comicial, deberá suspenderse la difusión en los medios de comunicación social de toda propaganda gubernamental, tanto de los poderes federales y estatales, como de los municipios, órganos de gobierno del Distrito Federal, sus delegaciones y cualquier otro ente público. Las únicas excepciones a lo anterior serán las campañas de información de las autoridades electorales, las relativas a servicios educativos y de salud, o las necesarias para la protección civil en casos de emergencia” (Diario Oficial de la Federación, 2012, Artículo 41–II, apartado c).

“Los partidos políticos en ningún momento podrán contratar o adquirir, por sí o por terceras personas, tiempos en cualquier modalidad de radio y televisión. Ninguna otra persona física o moral, sea a título propio o por cuenta de terceros, podrá contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular” (Diario Oficial de la Federación, 2012: Articulo 41–II, apartado A, inciso G).

El artículo 350 del cofipe señala: “1.Constituyen infracciones al presente Código de los concesionarios o permisionarios de radio y televisión; b) La difusión de propaganda política o electoral, pagada o gratuita, ordenada por personas distintas al Instituto Federal Electoral.” Cursivas del autor.

El artículo 237 del cofipe señala: “Durante los tres días previos a la elección y hasta la hora del cierre oficial de las casillas que se encuentren en las zonas de husos horarios más occidentales del territorio nacional, queda prohibido publicar o difundir por cualquier medio, los resultados de encuestas o sondeos de opinión que tengan por objeto dar a conocer las preferencias electorales de los ciudadanos, quedando sujetos quienes lo hicieren, a las penas aplicables a aquellos que incurran en alguno de los tipos previstos y sancionados en el artículo 403 del Código Penal Federal” (Diario Oficial de la Federación, 2008).

Véase: Foundation for Information (2001 y 2003).

Entre los que buscaban la protección de la Justicia Federal estaban: Héctor Aguilar Camín, Jorge Castañeda, Federico Reyes Heroles, Leo Zuckemann, entre otros. Véase: Etcétera (2011).

Sobre los inconvenientes de la Reforma Electoral del 2007, véase: Serra (2011: 75–97).

Para una visión de las elecciones del año 2012, véase: Woldenberg (2012).

Claramente, los recursos económicos no bastan para garantizar la igualdad de oportunidades a ser elegido a un cargo público. Dos personas, una famosa y otra desconocida, a pesar de que contaran con los mismos recursos para financiar sus campañas no tendrían la misma oportunidad de ser elegidos debido a los tres factores estructurales inequitativos ya discutidos.

Se trata de la idea propia del gobierno representativo de que los representantes debían ser socialmente superiores a aquellos que los elegían. “Se creía firmemente que los representantes electos debían sobresalir respecto de la mayoría de sus electores en cuanto a riqueza, talento y virtud … lo que contaba no sólo era el rango social de los representantes definido en términos absolutos, sino también (y lo que quizá sea más importante) su rango en relación al de sus electores. El gobierno representativo fue instituido con plena conciencia de que los representantes serían y debían ser ciudadanos distinguidos, socialmente diferentes de quienes les eligieran” (Manin, 1998: 119–120).

De acuerdo con Coppdedge, es posible distinguir analíticamente entre poliarquías y partidocracias. Un régimen es una partidocracia en el grado en el cual “los partidos políticos interfieren con el cumplimiento de los requisitos de la poliarquía”. Un caso extremo de partidocracia diferiría de la poliarquía en los siguiente aspectos: 1) los partidos controlan todas las nominaciones para puestos públicos; 2) las leyes electorales limitan las opciones de los electores para votar en una elección, obligándolos a votar por un partido en lugar de un candidato; 3) La dura disciplina de partido obliga a los legisladores a votar en bloque; 4) Las organizaciones sociales y políticas están profundamente penetradas por los partidos políticos; 5) Los medios de comunicación son propiedad o están controlados por los partidos políticos (Ibíd., 1994: 19–20).

Véase: Excélsior (2012). Establecer las candidaturas independientes en México tomó muchos años y un fallo adverso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Véase: Robles de la Rosa (2014).

Por ejemplo, en el 2001 una encuesta encontró que el 58% de los encuestados creía que la gente “podía desobedecer una ley injusta”. Y el 71% de ellos estaba en desacuerdo con la afirmación: “la gente debe siempre obedecer las leyes incluso si son injustas” (segob, 2001).

El fraseo de la pregunta era el siguiente: “López Obrador no aceptó la decisión del Tribunal que declaró válida la elección y llamó a la desobediencia civil pacífica. En su opinión, lo que hace amlo: ¿daña la democracia por no respetar a las instituciones?” (Moreno y León, 2012).

Véase: Bermeo (2003).

Cursivas del autor.

Sin embargo, también están muy conscientes de que se benefician de una aplicación laxa de las leyes que regulan el financiamiento de las campañas electorales. Por ello todos han acordado tener auditorías de gastos sólo después de los procesos. Los infractores podrán ser castigados con multas después de la elección, pero anular el proceso por esta causa no está en la mesa de discusión.

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