Este artículo traza la cambiante articulación de la ciudadanía, en relación tanto con lo nacional como con lo global. Al concebirla como un contrato teorizado de manera incompleta entre el Estado y el ciudadano, y ubicando su indagación en dicho punto de incompletud, la autora abre la discusión en torno a la construcción de lo político. La tesis central es que lo inacabado de la institución formal de la ciudadanía posibilita que quienes resulten ajenos a esta, demanden una expansión de las inclusiones. Es quien queda fuera –ya se trate de un ciudadano forzado a pertenecer a las minorías, o de una persona inmigrante– quien ha continuado modificando la institución a lo largo del tiempo y del espacio. Los momentos de inestabilidad vuelven a este fenómeno particularmente visible. El período actual de la globalización es de esta naturaleza, pese a que se trata de una desestabilización parcial. En este escenario se conforman nuevos tipos de actores políticos que modifican la relación entre Estado e individuo, al tiempo que reformulan lo político.
This article outlines the changing connection of citizenship to both, the national and the global. By envisaging citizenship as a contract incompletely theorized between the state and the citizen, and locating its inquiry in the point of incompleteness, the author opens up a discussion on the construal of the political. The central argument is that the formal institution of citizenship's incompleteness enables those alien to it to demand an expansion of inclusions. It has been those left outside –whether it is a citizen forced into a minority, or an immigrant- who have continued to transform the institution in time and space. Moments of instability make this phenomenon particularly visible. The nature of the present period of globalization shares this trait, even though its destabilization is partial. New kinds of political actors, who transform the relationship between state and individual, are created in this scenario, while they redraw the political.
Bajo la revitalizada lógica imperialista que organiza a la economía política de los Estados Unidos de América en la actualidad, las dinámicas sociales emergentes permiten que los grupos en desventaja y aquellos forzados a ocupar un lugar de minoría, busquen hacer y construir nuevas formas de lo político.1 Nuevos tipos de actores políticos adquieren forma modificando la relación entre Estado e individuo.2 El aspecto particular de esta configuración más amplia –que indago aquí– tiene que ver con que este es un período en el cual una vez más se revela la ciudadanía como condición abierta, sin menoscabo de su alto nivel de formalización. En otro lugar (Sassen, 2008 cap. 6; 1996, cap. 3)3 he planteado el argumento de que la ciudadanía es un contrato teorizado de manera incompleta entre el Estado y el ciudadano. Esta incompletud posibilita que una institución en extremo formalizada se ajuste a las modificaciones –de manera más precisa, se ajuste a la posibilidad de responder al cambio sin sacrificar su estatus formal–. En segundo lugar, mi argumento es que la longevidad de la institución sugiere que su propósito es ser incompleta; esto es, una institución capaz de responder al significado históricamente condicionado de la ciudadanía. La incompletud pone de relieve la obra del hacer, ya sea que se trate de hacer o rehacer en respuesta a condiciones cambiantes, a nuevas subjetividades, o a nuevos medios instrumentales. Por último, aquellos que han sido autores claves de esta incompletud son quienes quedan fuera y quienes son excluidos, al sujetar a la institución a nuevos tipos de demandas a lo largo del tiempo y el espacio –desde derechos de ciudadanía planteados por aquellos/as que no tienen propiedades, hasta contar con derechos integrales de matrimonio, propuestos por gays y lesbianas–. Existen elementos en estas dinámicas transformativas que solo se formalizan tiempo después de que se plantea la demanda original y, por tanto, se les concibe fácilmente como prepolíticas. Sin embargo, sostengo que estos elementos se definen mejor como tipos de política informal, o incluso no formalizada.
Ubico mi investigación en este punto de la incompletud para abrir el análisis al papel jugado por el hacer lo político, en especial por quienes quedan excluidos. Una distinción crítica de mi análisis es la que existe entre la incompletud de una institución formalizada y las exclusiones formales que contiene. Estas últimas pertenecen a aquello que son exclusiones visibles (tales como las de personas nacidas en el extranjero, no naturalizadas, o de personas no blancas y no propietarias en épocas previas en los Estados Unidos). La incompletud que me preocupa en este punto es de un tipo específico. No pertenece a lo que queda fuera de manera consciente –quizá de modo necesario en el proceso de formalización– y que puede volverse en extremo visible mediante esta exclusión. Más bien, el tipo de incompletud que me preocupa es algo integral a la condición de su formalización.4 Queda invisible por el hecho mismo de su completa formalización. No queda capturado en el concepto weberiano de la jaula de hierro. Estoy interesada en las fricciones que se dan entre lo formalizado y lo incompleto. La incompletud habilita a una institución formal para incorporar el cambio, incluyendo aquel cambio que resulta potencialmente letal para dicha institución. Las instituciones formales, por lo general, no pueden evitar los desacuerdos presentes en la vida cotidiana y los conflictos que marcan una época o un período. Algunas instituciones formalizadas son lo suficientemente abstractas como para eludir dichos conflictos, superándolos solo con raspaduras menores. Pero este no es el caso de aquellas instituciones que enmarcan algunos componentes críticos, contenciosos, de la vida cotidiana o de alguna época, tales como la ciudadanía. Se puede deshacer a estas instituciones, sin menoscabo de cuán poderosos sean su formalización y sus partidarios. La divinidad del soberano en la era medieval, y la esclavitud en tiempos modernos, son dos grandes casos de caída de instituciones formalizadas.
La conceptualización de estos diversos temas se organiza en este documento a partir de la propuesta según la cual, en la medida en que la ciudadanía toma forma –al menos en parte y de manera variable–, y por las condiciones en las que está inmersa5 –condiciones que han cambiado de maneras específicas y generales en la actualidad–, bien podemos estar hoy ante un nuevo conjunto de cambios en la institución misma, conforme entramos a una nueva fase global. Estos cambios pueden no haberse formalizado aún, y algunos podrían jamás formalizarse por completo. En la actualidad, una de las dinámicas críticas del cambio es la globalización en sus múltiples encarnaciones, desde lo organizativo hasta lo subjetivo.
En mis obras he insistido, desde hace tiempo, en que es un error considerar que lo global y lo nacional son mutuamente excluyentes, y que se encuentran en algún tipo de relación de suma cero –lo que gana uno, lo pierde el otro–.6 Encuentro y teorizo que lo nacional, incluyendo al Estado nación, es una de las ubicaciones institucionales estratégicas para lo global. Es decir, algunos de los cambios contextuales más importantes que pueden llevar consigo consecuencias específicas para la ciudadanía en nuestra época actual incluyen modificaciones en lo nacional. De este modo, incluso cuando se sitúe en marcos institucionales que son “nacionales”, la ciudadanía es una institución susceptible a la transformación, si el significado mismo de lo nacional se modifica. Los cambios provocados por las dinámicas globalizadoras en la organización territorial e institucional de la autoridad estatal también están transformando a la ciudadanía.
Interpreto estos tipos de cambios como una desnacionalización parcial –y a menudo incipiente– de la ciudadanía, para distinguirla de las tendencias posnacionales y transnacionales que también están operando. Con el término “desnacionalización” busco capturar algo que permanece conectado con lo “nacional” tal como se construyó históricamente y, en efecto, está profundamente imbricado con lo nacional, pero sobre nuevos términos históricos de relación. “Incipiente” y “parcial” son dos adjetivos calificativos que encuentro útiles en mi discusión sobre desnacionalización. Desde la perspectiva de la teoría de la ciudadanía con base en la nación, se pueden interpretar algunas de estas transformaciones como un decaimiento o devaluación de la ciudadanía, pero arguyo que más bien se trata de aquella incompletud compleja que marca a la institución, y que le permite adaptarse a las transformaciones sin sacrificar su estatus formal. Algunas de las transformaciones que se vinculan con rasgos particulares de la globalización –de manera notable, la desnacionalización de lo nacional– se oscurecen fácilmente por el hecho de que la institución permanece incrustada en el lenguaje, el código y las representaciones de lo nacional. Aquí examino las transformaciones formales e informales en cuanto a derechos de la ciudadanía, las prácticas ciudadanas y las dimensiones subjetivas de la institución. Al incluir “derechos”, prácticas y subjetividades no formalizadas, el análisis puede captar inestabilidades y posibilidades de cambio futuro en la institución.
Un sujeto incompletoLos derechos que se articulan mediante el sujeto de la ciudadanía son de un tipo particular y no se pueden generalizar fácilmente a otros tipos de sujetos. Sin embargo, la complejidad y las tensiones múltiples incorporadas en la institución formal de la ciudadanía la dotan de una capacidad heurística poderosa para examinar la cuestión de los derechos en general, así como el caso específico de los derechos emanados de los Estados nacionales. El tipo de contextualización que planteo realza la particularidad de aquello que a menudo se universaliza: el ciudadano nacional como sujeto de derechos.
En otro sitio (Sassen, 2008, cap. 2 y 3) he examinado la activa construcción de diversos tipos de sujetos portadores de derechos (por ejemplo, la construcción de un sujeto-ciudadano en la época medieval, emanado de la activa construcción del derecho humano por los burgueses urbanos). En 1800 Inglaterra y los Estados Unidos vieron la conformación de una ciudadanía propietaria habilitada por completo (epitomizada por la burguesía industrial), de una ciudadanía desfavorecida (el trabajador fabril, por lo general masculino) y de una desigualdad formalizada en la ley por el derecho. Los años 1900 atestiguaron una reconstrucción parcial de este ciudadano desfavorecido, mediante luchas civiles y laborales: sujetos desfavorecidos que lucharon por la conquista de diversos derechos formales, y los lograron. Estos son solo algunos ejemplos en la reciente historia occidental. Las luchas por erigir un sujeto portador de derechos se han sucedido a lo largo de los siglos en todo el mundo, con grandes variaciones en cuanto a formas y contenido. El moderno ciudadano del siglo xxi que surge del Estado nación también se rehace paso a paso, aunque en lo formal esta categoría pueda parecer permanente.
Mi centro de atención en este punto se ubica en cómo esta institución altamente formalizada enfrenta las transformaciones actuales en el contexto social más amplio, en el derecho, en las subjetividades políticas y en las prácticas discursivas. Un elemento clave que conjunta estas diversas historias –al tiempo que garantiza la durabilidad de la institución de la ciudadanía– ha sido el proyecto histórico más amplio, descrito en general como el desarrollo del Estado moderno: el proyecto de representar a las principales instituciones nacionales, que bien podrían haber seguido una trayectoria distinta y que en cierto grado lo hicieron durante la mayor parte del registro histórico.
La membresía política como categoría nacional es, en la actualidad, una condición heredada, experimentada como algo dado, más que como un proceso de construcción de un sujeto portador de derechos. Y mientras que su construcción en Europa surgió de las condiciones presentes en las ciudades –desde las ciudades-estado griegas hasta las de la Edad Media tardía–, hoy se entiende por lo general como algo inextricablemente articulado con el Estado nación.7 Sin embargo, incluso cuando no resulten absolutas, las transformaciones que en la actualidad son significativas en la condición de lo nacional, en general, y del Estado nacional en particular, colaboran haciendo visible la historicidad de la institución formal de la ciudadanía y, por tanto, muestran su carácter nacional espacial solo como uno de sus diversos marcos posibles. Tanto el Estado nación como la ciudadanía se han construido de maneras complejas y formales. Incluso, cada uno se ha desarrollado históricamente como un atado fuertemente empaquetado de elementos que, a menudo, fueron muy diversos.
Algunas de las dinámicas primordiales que funcionan hoy desestabilizan estos paquetes nacionales y traen a relucir tanto el hecho mismo de dicho empaquetamiento, como su particularidad. La obra de hacer y formalizar un empaquetado unitario para diversos elementos se encuentra bajo presión en la actualidad de maneras formalizadas (por ejemplo, el otorgamiento de la doble nacionalidad y el reconocimiento del régimen internacional de derechos humanos), y no formalizadas (el otorgamiento del “derecho” a tener hipotecas a los inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos, para que puedan comprar casa). Entre las dinámicas desestabilizadoras en funcionamiento se encuentran la globalización y la digitalización, tomadas como procesos materiales y en calidad de elementos que señalan posibilidades o imaginarios subjetivos. De múltiples maneras llevan a cabo cambios en las relaciones formales e informales entre el Estado nacional y el ciudadano; también existe una gama de prácticas políticas emergentes que a menudo involucran a grupos y organizaciones poblacionales, hasta ahora silenciosos o silenciados. Mediante sus efectos desestabilizadores estas dinámicas y actores producen aperturas operacionales y retóricas para el surgimiento de nuevos tipos de sujetos políticos y nuevas espacialidades para la política. De manera más amplia, la desestabilización de jerarquías nacionales centradas en el Estado, de poder legítimo y lealtades, ha permitido una multiplicación de dinámicas y actores políticos no formalizados, o solo parcialmente formalizados.
La condición actual de desacuerdo ayuda a hacer legible la diversidad de fuentes de los derechos y su ubicación institucional, así como la intercambiabilidad y variabilidad del sujeto portador de derechos que es el ciudadano, sin menoscabo del carácter formal de la institución. Podemos detectar un redespliegue parcial de los componentes específicos de la ciudadanía, a lo largo de una amplia gama de ubicaciones institucionales y de órdenes normativos que van bastante más allá del vínculo nacional. Estos son componentes que se han mantenido sólidamente unidos a lo largo de los últimos cien años. Asimismo, podemos detectar una creciente serie de espacios donde los rasgos formales o experienciales de la ciudadanía generan inestabilidad en la institución y, por tanto, la posibilidad de cambios.
Por un lado, distingo analíticamente entre los indicadores de ciudadanía que parten del aparato formal del Estado nación, incluyendo la ciudadanía como institución formal y, por el otro, los indicadores de ciudadanía que surgen por fuera de dicho aparato formal (y que pueden, en el límite, señalar tipos de ciudadanía informal). Entre los primeros incluyo las relaciones cambiantes entre ciudadanía y nacionalidad, la interacción crecientemente formalizada entre derechos ciudadanos y derechos humanos, las implicaciones para la ciudadanía formal de la privatización del Poder Ejecutivo, junto con la erosión de los derechos a la intimidad de los ciudadanos, y la elaboración de una serie de derechos ciudadanos móviles, para los profesionales de alto nivel involucrados en novedosos tipos de transacciones económicas formales transfronterizas.8
Entre los segundos incluyo una serie de desarrollos institucionales incipientes, por lo general no formalizados, que pueden organizarse en tres tipos de casos empíricos. La primera categoría está compuesta por aquellos procesos que alteran el estatus e involucran entornos institucionales formales e informales. Dos ejemplos ilustran el rango de posibilidades: uno de ellos es el hecho de que los derechos humanos internacionales participan del sistema judicial nacional mediante un proceso más bien informal que, con el tiempo, puede estabilizarse para finalmente volverse parte del derecho nacional. El otro es el hecho de que las personas inmigrantes indocumentadas, que demuestren residencia a largo plazo y buena conducta, pueden exigir su regularización sobre la base de, en última instancia, el incumplimiento a largo plazo de la ley, porque esta dimensión temporal señala –desde mi lectura– la elaboración activa por parte de la persona inmigrante de las condiciones materiales que apoyan dicho reclamo (como sostener los deberes de la buena vecindad, la crianza, el empleo, etcétera, a lo largo de muchos años). Este tipo de dinámica es un buen ejemplo de una de las tesis que han organizado gran parte de mi investigación en trabajos anteriores: actores excluidos y normas no completamente formalizadas son factores que pueden hacer historia, pese a que solo sean reconocidos cuando se formalizan. Un segundo tipo de caso empírico se compone de la variedad de factores por lo general incluidos en el conjunto de derechos ciudadanos formales, aunque su estatus legal sea de un tipo diferente. Una posible manera de categorizar dichos factores aparece en términos de prácticas, identidades y lugares para la puesta en acto de la ciudadanía.9 Esta diferenciación me permite centrar la atención en sujetos que son, por definición, categorizados como no políticos en el sentido formal del término –tales como el “ama de casa” o la “madre”–, pero que pueden tener una considerable agencia política y ser actores políticos emergentes. El tercer tipo de ejemplo empírico es el de aquellos sujetos no plenamente autorizados por la ley, como las personas inmigrantes indocumentadas, quienes pueden, no obstante, funcionar como portadores de derechos parciales (por ejemplo, el derecho a percibir salarios por su trabajo) y, de manera más general, como parte de un panorama político informal más amplio.
Uno de los desarrollos institucionales críticos que otorga significado a esos actores y prácticas políticas informales es la tesis de que el actual aparato político formal admite cada vez menos lo político. Mientras que en los Estados Unidos quizá es emblemática esta presencia reducida de “lo” político en el aparato formal del Estado, se trata de una condición que, sostengo, es cada vez más evidente en un número creciente de “democracias liberales”.
Cuando lo global triangula entre el Estado nación y la ciudadaníaAlgunas de las principales transformaciones que suceden en la actualidad bajo el impacto de la globalización pueden otorgar a la ciudadanía un nuevo conjunto de rasgos, siempre que siga respondiendo a las condiciones en las que está incrustada. La nacionalización de la institución que tuvo lugar a lo largo de los últimos siglos podría dar pie a una desnacionalización parcial. Una dinámica fundamental en este sentido es la creciente articulación de la globalización con las economías nacionales, y la consiguiente retirada del Estado de diversas esferas de los derechos ciudadanos, con la posibilidad de una correspondiente dilución de la lealtad hacia el Estado. A su vez, la lealtad de los ciudadanos puede ser menos crucial para el Estado hoy en día de lo que fuera en momentos de intensos conflictos armados, cuando se tenía la necesidad de contar con ciudadanos/soldados leales.
Empresas y mercados globales se benefician, en gran medida, de un Estado de paz entre los países ricos –con la excepción de los mercados y las empresas que participan en la industria bélica–. El proyecto “internacional” representado por estas empresas y mercados es radicalmente distinto de lo que fue durante el siglo xix y la primera mitad del xx. Esto se hizo evidente en los debates previos a la invasión de Irak en 2003, suceso que renacionalizó la política. A excepción de aquellos sectores altamente especializados –tales como el del suministro del petróleo y los servicios vinculados a la guerra–, las empresas globales en los Estados Unidos y en otros países se opusieron, básicamente, a la invasión. También la posición del ciudadano se ha debilitado notablemente ante la preocupación estatal por la seguridad nacional, en especial la de los Estados Unidos; esto introduce otra variable que puede difuminar las diferencias entre ser y no ser un ciudadano. Ahí donde la nacionalidad previa podía determinar el designar sospechoso a un ciudadano residente, como fue el caso de alemanes y japoneses en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, en la actualidad todos los ciudadanos son, en principio, sospechosos en los Estados Unidos, en vista de la “guerra contra el terrorismo” postulada por el gobierno.
Gran parte de las dinámicas que erigieron economías, sistemas de gobierno y sociedades en los siglos xix y xx incluían cierta articulación entre la escala nacional y el incremento de los derechos ciudadanos. Esto no fue tan solo un proceso político, contenía un conjunto de funciones útiles para los trabajadores, los propietarios y para el Estado; dichas funciones útiles han cambiado desde la década de 1970. Durante la industrialización, la formación de clases, las luchas de clase y las ventajas de los empleadores o de los trabajadores tendieron a escalar a nivel nacional, y se identificaron con legislaciones y reglamentaciones, derechos y obligaciones producidos por el Estado. El Estado llegó a verse como factor clave para garantizar el bienestar de fracciones significativas, tanto de la clase obrera como de la burguesía. La evolución de los Estados de bienestar en el siglo xx provino, en buena medida, de las luchas de los trabajadores, cuyas victorias contribuyeron en realidad a hacer más sustentable al capitalismo; los sectores poblacionales con mayores ventajas, como la creciente clase media, también encontraron que sus intereses avanzaban a nivel nacional, y apoyaron la planeación del Estado nacional en rubros como la inversión en transporte y en infraestructura para vivienda. Las legislaturas (o parlamentos) y los poderes judiciales desarrollaron las leyes y los sistemas necesarios, y se convirtieron en un dominio institucional crucial para la concesión de derechos de las personas pobres y desfavorecidas.
Hoy en día, el creciente peso dado a las ideas de “competitividad” de los Estados ejerce presión sobre las funciones de utilidad específicas de aquella fase anterior, al tiempo que se desarrollan nuevas lógicas tendientes a disminuir esos derechos, lo cual a su vez debilita la relación recíproca entre ciudadano y Estado. Esta relación que se atenúa, adquiere determinados tipos de contenido para los distintos sectores de la ciudadanía. La pérdida de derechos entre las personas pobres y trabajadoras, con bajos salarios, es quizá el caso más visible,10 pero el empobrecimiento de las viejas clases medias tradicionales –cada vez más evidente en diferentes países del mundo– no se queda muy atrás. Finalmente, los efectos intergeneracionales de estas tendencias señalan más transformaciones. De este modo, el desempleo desproporcionado entre las personas jóvenes, y el hecho de que muchos de ellos solo desarrollen débiles lazos con el mercado laboral, alguna vez pensado como mecanismo crucial de la socialización de los adultos jóvenes, debilitarán aún más la lealtad y el sentido de reciprocidad entre estos futuros adultos y el Estado.11
A medida que estas tendencias se fueron conjuntando con el inicio del siglo xxi, se fue desestabilizando el significado de la ciudadanía tal y como se forjó durante el xix y la mayor parte del xx. El creciente énfasis otorgado a las nociones de “Estado competitivo” y los mercados ha puesto en tela de juicio los cimientos del Estado de bienestar en su acepción más amplia –esto es, la idea de que el Estado comporta responsabilidades sobre el bienestar básico de la ciudadanía, y que la función de utilidad del Estado debe distinguirse de la de las empresas privadas–.12 Para Marshall (1977) y muchos otros, el Estado de bienestar es un ingrediente importante de la ciudadanía social; la dependencia en los mercados para resolver problemas políticos y sociales es considerada, en los planteamientos más extremos, como un ataque salvaje a los principios de la ciudadanía.13Saunders (1993) opina que la ciudadanía inscrita en las instituciones del Estado de bienestar es un amortiguador contra los caprichos del mercado y las desigualdades del sistema de clases.
La naturaleza de la ciudadanía también ha sido cuestionada debido a la erosión de los derechos de privacidad, “justificados” por la declaración de emergencias nacionales, así como por cierta proliferación de viejas problemáticas que han adquirido nueva relevancia. Entre estas últimas se encuentra la cuestión de pertenencia al Estado de las comunidades originarias, de las personas apátridas y de los refugiados.14
Todos estos puntos presentan importantes implicaciones para los derechos humanos, en relación con la ciudadanía.15 Estos cambios sociales respecto al papel del Estado nación, el impacto de la globalización sobre los Estados y la relación entre grupos dominantes y subordinados tienen también grandes implicaciones en la cuestión de la identidad. Ong (1999, cap. 1 y 4) encuentra que en los procesos transfronterizos, los individuos en los hechos acumulan derechos parciales, una forma que ella llama ciudadanía flexible.16 Las fuerzas globales que desafían y transforman la autoridad de los Estados nación pueden otorgar a los derechos humanos un papel más amplio en la regulación normativa de la política, conforme esta se vuelva más global.17 Si la ciudadanía se teoriza como algo necesariamente nacional,18 entonces estos nuevos desarrollos no logran ser capturados del todo por el vocabulario que usamos en torno a la ciudadanía.19 Una interpretación alternativa sería la de suspender lo nacional, como en el caso de las concepciones posnacionales, y postular que la problemática respecto a dónde se pone en acto la ciudadanía debiera –tal como arguye Bosniak (2000a)– determinarse teniendo en cuenta el desarrollo de la práctica social.20
Durante las últimas dos décadas han surgido diversos esfuerzos para organizar los distintos alcances de la ciudadanía: ciudadanía como estatus legal, como posesión de derechos, como actividad política y como forma de identidad y sentimiento colectivo.21 Algunos académicos22 incluso han planteado que la ciudadanía cultural es una parte necesaria de cualquier concepción adecuada de ciudadanía, mientras que otros han insistido en la importancia de la ciudadanía económica.23 Algunos más hacen hincapié en la dimensión psicológica y los lazos de identificación y solidaridad que mantenemos con otros grupos en el mundo.24 Varias de estas distinciones ayudan a deconstruir la categoría de ciudadanía, son útiles para la formulación de concepciones novedosas y no necesariamente dejan de fundamentarse en el Estado nación. El desarrollo de nociones en torno a la ciudadanía posnacional exige cuestionar el supuesto de que el sentido que otorga la gente a la ciudadanía en los Estados liberales democráticos se caracteriza –fundamentalmente– por tramas basadas en la nación. Al explicar la ciudadanía posnacional, estas cuestiones en torno a la identidad se deben tomar en cuenta junto con procesos formales, como la ciudadanía en la Unión Europea y la mayor presencia del régimen internacional de derechos humanos.25 Ya que los desarrollos legales y formales no han ido demasiado lejos, prestar atención a las experiencias identitarias surge como un elemento decisivo de la ciudadanía posnacional.
Concentrarnos en las transformaciones llevadas a cabo al interior del Estado nación, así como en la posibilidad de nuevos tipos de formalización del estatus y los derechos ciudadanos –formalizaciones que podrían contribuir a una desnacionalización parcial de ciertos rasgos de la ciudadanía– debe ser parte de un examen más general respecto al cambio en la ciudadanía como institución. Distinguir las dinámicas posnacionales y desnacionalizadas en la construcción de nuevos componentes de la ciudadanía nos permite dar cuenta de las transformaciones que aún podrían utilizar el marco nacional pero que, en los hechos, alteran su significado.
La academia que critica el supuesto de que la identidad se vincula básicamente a una entidad política nacional representa una amplia gama de posturas, muchas de las cuales tienen poco que ver con las concepciones posnacionales o desnacionalizadas. Para algunos, el centro de atención se coloca en el hecho de que la gente a menudo mantiene lealtades más fuertes con determinados grupos culturales y sociales, con los cuales se identifica al interior de la nación, más que con la nación en su conjunto.26 Otros han sostenido que la idea de una identidad nacional se basa en la supresión de las diferencias sociales y culturales.27 Estos autores y autoras, en conjunto con otros, han exigido el reconocimiento de ciudadanías diferenciadas, al igual que de modos de incorporación postulados no solo sobre derechos individuales, sino también colectivos, con frecuencia entendidos como grupos culturalmente distintos.28 Como ha observado María de los Ángeles Torres (1998), las posiciones “cultural pluralista” (Kymlicka y Norman, 1994) o multiculturalista (Spinner-Halev, 1994) sugieren alternativas a un sentido “nacional” de la identidad, pero siguen utilizando al Estado nación en calidad de marco normativo, y para entender a los grupos sociales involucrados como parte de la sociedad civil nacional. Esto también es válido para aquellas propuestas que buscan democratizar la esfera pública mediante representaciones multiculturales (Young y Kymlicka, 1995), ya que la esfera pública se concibe como nacional. Los retos críticos a las premisas estatistas pueden asimismo encontrarse en las concepciones de ciudadanía local, por lo general concebidas como centradas en las ciudades,29 o en la reivindicación de los dominios de ciudadanía de la vida social, con frecuencia excluidos de las concepciones convencionales de la política.30 Algunos ejemplos de esto último son el reconocimiento de las prácticas ciudadanas en el lugar de trabajo,31 en la economía en su conjunto,32 en la familia33 y en los nuevos movimientos sociales.34 Estas son versiones más sociológicas de la ciudadanía, no confinadas a criterios políticos formales para especificar su concepto. Si bien algunos de estos trabajos críticos no van más allá del Estado nación y, por tanto, no caben en las concepciones posnacionales de ciudadanía, podrían encajar en la elaboración de una concepción de ciudadanía como algo que se desnacionaliza.
Influenciado parcialmente por esta literatura crítica, y en parte procedente de otros campos, un pensamiento en crecimiento ha comenzado a elaborar nociones transnacionales de sociedad civil y ciudadanía; se centra en nuevas formas transnacionales de organización política, que surgen en un contexto de rápida globalización y proliferación de actividades transfronterizas llevadas a cabo por todo tipo de “actores”, en particular por inmigrantes, organizaciones no gubernamentales, pueblos originarios, organismos de derechos humanos, del medio ambiente, para el control de armas, por los derechos de las mujeres, los laborales y los derechos de las minorías nacionales.35 De acuerdo con Falk (1993) se trata de prácticas ciudadanas que van más allá de la nación. El activismo transnacional surge como una forma de ciudadanía global que Magnusson describe como “la política popular en su dimensión global” (Magnusson, 1996: 103). Wapner considera a estas formas emergentes de sociedad civil, “un trozo de vida asociativa, que existe por encima de los individuos, por debajo del Estado y cruza fronteras nacionales” (Ibíd., 1996: 312-333). Las cuestiones de identidad y solidaridad incluyen el surgimiento del transnacionalismo36 y de las lealtades translocales.37
En tercer lugar tenemos la aparición de las comunidades transnacionales sociales y políticas, constituidas por la migración transfronteriza. Estas comienzan a funcionar como base para nuevas formas de identidad ciudadana, en la medida en que sus miembros mantienen la identificación y las solidaridades entre sí, a través de divisiones territoriales estatales.38 Se trata, entonces, de identidades ciudadanas que emergen a partir de redes, actividades, e ideologías que abarcan a la sociedad de origen y de acogida. En cuarto lugar se encuentra una especie de sentido global de solidaridad e identificación que surge, en parte, de convicciones humanitarias.39 En la actualidad, a menudo existen consideraciones prácticas en ejecución, como en los casos de la interdependencia ecológica global, la globalización económica, los medios de comunicación globales y la cultura comercial, los cuales crean interdependencias estructurales, al igual que un sentido de responsabilidad global.40
En resumen, utilizando distintos vocabularios e interrogantes, estas diversas literaturas hacen legible la variabilidad de la ciudadanía. Al hacerlo, también señalan aquello que podríamos pensar como la incompletud de la ciudadanía. Incompletud inherente a la institución, dada su historicidad e implantación.41 En esta incompletud yace también la posibilidad de su transformación a lo largo del tiempo y del lugar.
La ciudadanía desmontada: una mirada sobre la cuestión de los derechosEstas condiciones empíricas y elaboraciones conceptuales de finales del siglo xx, en conjunto, sugieren una interrogante fundamental. ¿Cuál es el terreno analítico en el que debemos plantear la cuestión de los derechos, tal como se articulan en la institución de la ciudadanía?42 La historia de las interacciones entre las desventajas y las inclusiones expandidas señala la posibilidad de que las nuevas condiciones de desigualdad y diferencia evidentes en la actualidad y los otros tipos de reclamos que generan, puedan ocasionar mayores transformaciones en la institución. Por ejemplo, aunque posee una historia ya añeja,43 la cuestión de la diversidad asume nuevos significados y contiene nuevos elementos. Cabe citar en este punto la globalización de las relaciones económicas y culturales, y el reposicionamiento de la “cultura”, incluyendo aquellas culturas incrustadas en algunas religiones, que abarcan normas básicas de conducta en la vida cotidiana.44 Está claro que las concepciones republicanas de ciudadanía constituyen solo una de diversas opciones, a pesar de que puedan adaptarse a la diversidad, a través de la distinción de las esferas pública y privada.45
Hay tres aspectos que comienzan a captar la complejidad de la ciudadanía contemporánea y, de manera más amplia, la formación de un sujeto portador de derechos. Uno de ellos puede ser capturado a través de la proposición de que la ciudadanía se produce, en parte, a causa de las prácticas de aquellos excluidos; esto abre el terreno de los derechos en un contexto en el cual la sujeción del Estado nación sobre las cuestiones de identidad y pertenencia se debilita, debido a importantes tendencias sociales, económicas, políticas y subjetivas. El segundo aspecto radica en que, mediante la ampliación de las inclusiones formales de la ciudadanía, el propio Estado nacional contribuyó a crear algunas de las condiciones que, en su momento, facilitaron aspectos clave de la ciudadanía transnacional o de la post ciudadanía, particularmente en un contexto de globalización. En tercer lugar, en la medida en que el propio Estado ha sufrido transformaciones significativas –de manera notable aquellas agrupadas bajo la noción del Estado competitivo y el Ejecutivo cuasi privatizado–, se reduce la probabilidad de que las instituciones estatales emprendan el tipo de trabajo legislativo y judicial que en el pasado condujo a la ampliación de inclusiones formales.
Estas tres dinámicas apuntan a la ausencia de una evolución lineal en la institución de la ciudadanía. Las inclusiones progresivas que despegaron en los Estados Unidos en los años 60, particularmente durante las luchas por los derechos civiles, el movimiento contra la guerra de Vietnam y las luchas feministas, produjeron condiciones de posibilidad para nuevas trayectorias en el desarrollo de la ciudadanía. Dichas inclusiones habilitaron el planteamiento de exigencias por parte de una variedad de actores.
La formalización de crecientes inclusiones ha contribuido a la centralidad de la igualdad de la ciudadanía, otorgándole una calidad “aspiracional” que trae una nueva dimensión a la cuestión de los derechos. En un contexto socioeconómico donde las clases medias tradicionalmente protegidas se están empobreciendo, la igualdad se convierte en una norma sustantiva que lleva al proyecto de la ciudadanía más allá de la igualdad formal de derechos. Asimismo, las clases medias tradicionales que han gozado de la igualdad formal de derechos, se movilizan hacia nuevos tipos de reclamos sustantivos. Con la creciente importancia de la legislación nacional para el otorgamiento de presencia y voz a minorías hasta entonces silenciadas, la tensión entre el estatus legal y el proyecto normativo de la ciudadanía también ha aumentado: el estatus legal ya no es suficiente, no solo para aquellos que constituyen una minoría en lo social, sino también para las clases medias tradicionales, que recientemente se han vuelto vulnerables. Para muchos, la ciudadanía es ahora un proyecto normativo mediante el cual la pertenencia social se vuelve cada vez más abarcadora y abierta.
La globalización y los derechos humanos contribuyen a esta tensión y, por tanto, promueven los elementos de un nuevo discurso sobre los derechos. Aunque de maneras muy diferentes, tanto la globalización como el régimen de los derechos humanos han contribuido a desestabilizar las jerarquías políticas existentes del poder legítimo y la lealtad a lo largo de la última década, conforme la inseguridad económica alimentó viejos y nuevos racismos y nacionalismos. Las presiones de la globalización sobre los Estados nacionales también han redireccionado el planteamiento de las exigencias. Esto ya es evidente, entre otros casos, en las decisiones tomadas por los pueblos originarios para dirigirse a las Naciones Unidas y demandar la representación directa en foros internacionales, en lugar de hacerlo por medio de algún Estado nacional. También es evidente en el marco cada vez más institucionalizado del régimen internacional de los derechos humanos, que ahora ofrece a algunos actores la posibilidad de pasar por alto la soberanía estatal unilateral.46 En la actualidad vemos un énfasis creciente sobre las demandas y aspiraciones, que va más allá de una definición nacional de derechos y obligaciones, dando pie, mientras se hace, al surgimiento de nuevos discursos y subjetividades.
Aunque a menudo se presenta como un concepto único y se experimenta como una institución unitaria, en los hechos la ciudadanía describe una serie de componentes diferenciados pero conectados, en la relación existente entre el individuo y la organización política. Algunos desarrollos actuales están trayendo a la luz y acentúan el carácter distintivo de estos diversos componentes, desde los derechos formales hasta las prácticas y dimensiones subjetivas, al igual que la tensión entre ciudadanía como estatus legal formal y como proyecto normativo o aspiración.47 La igualdad formal que se ciñe a toda la ciudadanía en muy raras ocasiones incorpora la necesidad de igualdad sustantiva, en términos sociales. Por último, la creciente importancia de un régimen internacional de derechos humanos ha producido una sinergia entre los derechos ciudadanos y los derechos humanos, aun cuando ha enfatizado las diferencias entre estos dos tipos de derecho.
En la medida en que la ciudadanía es un estatus que articula derechos legales y responsabilidades, los mecanismos por los que esta articulación toma forma y se implementa pueden distinguirse analíticamente del estatus en sí. En las ciudades medievales europeas, los propios residentes urbanos instituían las estructuras mediante las cuales establecerían y engrosarían los derechos y las obligaciones del ciudadano, un estatus especial útil para distinguirse de la población total. Lo hicieron mediante la codificación de un tipo específico de derecho, el derecho urbano, que los erigía como sujetos portadores de derechos. En la actualidad, en gran medida es el Estado nacional el que articula el tema del ciudadano.
Algunos de estos puntos pueden ilustrarse examinando la evolución de la ciudadanía igualitaria, concepto que resulta central para la institución moderna de la ciudadanía; la expansión de tipos específicos de igualdad entre los ciudadanos ha dado forma a buena parte de su evolución durante el siglo xx. Sin embargo, en tanto que la igualdad se basa en la pertenencia como criterio, el estatus de ciudadanía es la base de las políticas e identidades exclusivas. Esta exclusividad puede considerarse esencial, ya que provee el sentido de solidaridad necesario para el desarrollo de la ciudadanía moderna en el Estado nación.48 En un país como los Estados Unidos, el principio de la ciudadanía igualitaria continúa sin satisfacerse, incluso después de las exitosas luchas y avances legales de la segunda mitad del siglo xx. Los grupos definidos por la raza, etnia, religión, el sexo, la orientación sexual y otras “identidades” aún se enfrentan a diversas exclusiones respecto a una participación plena en la vida pública. Esto es así especialmente en el nivel de las prácticas, incluso ante cambios en el estatus legal formal, y sin menoscabo de la igualdad formal como ciudadanos. Los estudios feministas y aquellos críticos desde un punto de vista del tema racial han puesto énfasis sobre el fracaso de las concepciones de ciudadanía en cuanto al género y la raza –tales como el estatus legal–, para dar cuenta de las diferencias entre individuos al interior de las comunidades.49 Además, debido a que la plena participación como ciudadano/a está condicionada por un mínimo (variable) de recursos materiales y derechos sociales,50 la pobreza puede reducirla seriamente.51 En resumen, la ciudadanía legal no siempre admite plenos e iguales derechos de pertenencia, porque estos derechos a menudo están condicionados por la posición de distintos grupos al interior de un Estado nación.
Con las grandes transformaciones en marcha tanto al interior52 como más allá del Estado,53 además del ascenso de los derechos humanos en calidad de vector significativo del derecho contemporáneo,54 esta articulación bien puede comenzar a cambiar una vez más. Y lo mismo podría pasar con el contenido y la forma reales de los derechos y las obligaciones ciudadanas. Una ventana para considerar estas problemáticas se encuentra en la comparación entre los rasgos particulares, cuya función es distinguir entre el ciudadano y el extranjero, las dos instituciones fundamentales de la pertenencia en el Estado moderno. Los rasgos particulares que busco en este sentido son aquellos que marcan una diferencia inestable. Estas son, de muchas maneras, características de menor importancia, y son situacionales, en vista de que solo surgen en ciertos espacios y en momentos particulares. La siguiente sección examina algunas de estas particularidades.55
Bajo los nuevos nacionalismos, se difumina la política en torno a la pertenenciaA diferencia del ciudadano, el inmigrante o –de manera más general– el extranjero se construyen en el derecho como un sujeto muy parcial y endeble. Sin embargo, la persona inmigrante y la inmigración se han constituido como realidades densas, y también como palabras cargadas de contenido. En esta tensión entre un sujeto formal endeble –el extranjero– y una realidad rica, yace la capacidad heurística de la inmigración, para iluminar las tensiones que permanecen en el núcleo del Estado nación históricamente construido.56 Estas tensiones no son nuevas históricamente hablando57 pero, como ocurre con la ciudadanía, las condiciones actuales producen sus propias posibilidades distintivas. Además, los cambios en la institución de la ciudadanía misma, particularmente su falta de colindancia con las definiciones formales y los lugares nacionales, tienen implicaciones en la definición del inmigrante. De cara a las formas de ciudadanía posnacionales y desnacionalizadas, ¿qué es lo que tratamos de discernir en los complejos procesos que agrupamos bajo el término inmigración?58 Por otro lado, la renacionalización de la ciudadanía estrecha la definición del ciudadano y, por tanto, la del inmigrante. Como sujeto, entonces, el inmigrante filtra una gama mucho más amplia de dinámicas políticas de lo que podría sugerir su estatus en el derecho.
Con base en las distinciones y transformaciones planteadas hasta ahora, quiero explorar la posibilidad de dos sujetos un tanto estilizados que desestabilizan los significados formales y, por tanto, iluminan las tensiones internas de la institución de la ciudadanía, en especial del ciudadano como sujeto portador de derechos. Por un lado podemos identificar un tipo de ciudadano informal no autorizado, pero reconocido: podría ser el caso de las personas inmigrantes indocumentadas, residentes a largo plazo en una comunidad y que participan en ella como lo hacen los ciudadanos. Por otro lado se identifica a un ciudadano formal, completamente autorizado pero no reconocido por completo: podría ser el caso de los ciudadanos minorizados y los sujetos que participan en trabajo político, aunque no lo hagan en calidad de “ciudadanos” sino como otro tipo de sujeto, por ejemplo, como madres.
Quizá uno de los ejemplos más extremos de una condición similar a la ciudadanía informal es lo que se ha llamado el contrato social informal, que vincula a los inmigrantes indocumentados con sus comunidades de residencia.59 Así, los inmigrantes no autorizados que demuestran involucramiento cívico, mérito social y lealtad nacional pueden argüir que merecen la residencia legal.
Tal vez en el otro extremo del inmigrante indocumentado –cuyas prácticas le permiten convertirse en alguien aceptable como miembro de la comunidad política– se encuentran aquellos que son ciudadanos íntegros, pero a quienes aún no se les reconoce por completo como tales. Las y los ciudadanos minorizados que son discriminados en cualquier espacio son un ejemplo clave. Esta es una condición usual y bien documentada. No obstante, un caso muy distinto es el de aquel ciudadano que funciona como actor político, aun cuando no se le reconozca como tal. Esta es una condición que veo emerger en todo el mundo, y que leo como algo que señala las limitaciones del aparato político formal para un rango creciente de proyectos políticos. A menudo las mujeres son este tipo de actores.
Las mujeres surgieron como un tipo específico de actor político durante las brutales dictaduras de las décadas 1970 y 1980 en diversos países latinoamericanos. Fue precisamente su condición de madres y esposas lo que les dio la claridad y el coraje para exigir pan y justicia, así como aquello que de cierto modo las protegió de los ataques a manos de soldados y policías armados, a quienes se enfrentaron. Las madres en los barrios de Santiago de Chile durante la dictadura de Pinochet, las madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires y las madres que se manifestaban con regularidad frente a las principales prisiones de El Salvador durante la guerra civil, todas fueron lanzadas a la acción política como madres –a causa de su desesperación en torno a la pérdida de hijos, hijas y esposos, y por la batalla para proveer de alimento a sus hogares–.
Estas son dimensiones de ciudadanía formal e informal, y de prácticas ciudadanas que no corresponden con los indicadores y las categorías de los marcos académicos convencionales para entender la ciudadanía y la vida política. El sujeto representado por el ama de casa o la madre no encaja en las categorías e indicadores utilizados para captar la participación en la vida pública. Los estudios feministas de todas las ciencias sociales han tenido que lidiar con un conjunto de dificultades y tensiones similares o equivalentes en su esfuerzo por constituir su sujeto, o por reconfigurar un sujeto que se ha aplanado. Se trata de la distancia teórica y empírica que debe zanjarse entre el mundo reconocido de la política y la experiencia aún sin asignar de la ciudadanía del ama de casa.
¿Ciudadanía posnacional o desnacionalizada?Las transformaciones discutidas hasta ahora en este artículo plantean interrogantes en torno a la noción de que la ciudadanía tiene una conexión necesaria con el Estado nacional, en tanto que dichas transformaciones alteran de manera significativa las condiciones de esa articulación. Plantear la interrogante de esta manera, desnaturaliza el pensamiento político convencional y nos ubica en un plano paralelo al argumento relativo a la historicidad, tanto de la institución de la ciudadanía como de la soberanía, especialmente del modo en que se trae a colación a través de las nuevas condiciones que la globalización introduce. Algunos académicos60 sostienen que no existe una definición objetiva de la ciudadanía a la que nos podamos referir con autoridad para resolver cualquier incertidumbre respecto al uso del término. La discusión presentada en las secciones precedentes mostró el grado en el que la institución de la ciudadanía tiene múltiples dimensiones, muchas de las cuales se encuentran en disputa.
Estos desarrollos se teorizan cada vez más, como señal del surgimiento de formas posnacionales de ciudadanía.61 El énfasis de esta formulación se ubica en la emergencia de localizaciones para la ciudadanía por fuera de los confines del Estado nacional. El pasaporte de la Unión Europea es, quizá, la más formalizada de ellas. Pero el resurgimiento de la preocupación por el cosmopolitismo62 y la proliferación de los transnacionalismos63 han sido fuentes clave de las ideas de la ciudadanía posnacional. Bosniak sostiene que es razonable afirmar que “las experiencias y prácticas que convencionalmente asociamos con la ciudadanía, en algunos aspectos, en efecto exceden los límites del Estado nación territorial –aunque lo ubicuo y la significación de este proceso varía dependiendo de la dimensión de la ciudadanía de la que se trate” (Bosniak, 2000a: 488). Ya sea de la organización del estatus formal, de la protección de los derechos, de las prácticas de ciudadanía o de la experiencia de las identidades colectivas y las solidaridades, el Estado nación no es el sitio exclusivo de su puesta en acto, pero sigue siendo, con mucho, su espacio más importante.
Hay una segunda dinámica, cada vez más evidente, que comparte ciertos aspectos con la ciudadanía posnacional, pero que es útil distinguir porque se relaciona con algunas transformaciones específicas dentro del Estado nacional, que de manera directa e indirecta alteran aspectos delimitados de la institución de la ciudadanía. Estas transformaciones no se basan necesariamente en ubicaciones de la institución por fuera del Estado nacional, elemento clave para las concepciones de la ciudadanía posnacional. Estos cambios en la legislación de la nacionalidad –que se describirán más adelante–, pese a ser menores, capturan algunas de estas transformaciones al interior del Estado nacional e indican, aún más, una valoración aumentada de la nacionalidad efectiva, más que de la puramente formal. También es útil distinguir esta segunda dinámica de transformación dentro del Estado nacional, ya que la mayor parte del pensamiento sobre estas problemáticas se dedica a la ciudadanía posnacional64 y ha pasado de largo algunas de las tendencias que describo como una desnacionalización de aspectos particulares de la ciudadanía.
Veo el potencial para captar dos posibles trayectorias –no necesariamente excluyentes entre sí– para la institución de la ciudadanía en las diferencias existentes entre estas dinámicas. Estas trayectorias coinciden en algunas de las condiciones más relevantes que marcan la época contemporánea; el que podamos identificar dos trayectorias posibles refuta los determinismos fáciles respecto al impacto de la globalización (esto es, la inevitabilidad de lo posnacional) y señala el potencial de cambio en la institución de la ciudadanía, incluso dentro del marco nacional de la institución. Su diferencia es una cuestión de rango y de implantación institucional.
La actual comprensión en la academia es que la ciudadanía posnacional se localiza, en parte, fuera de los confines de lo nacional.65 Al tomar en cuenta la desnacionalización, el centro de atención se dirige hacia la transformación de lo nacional, incluyendo lo nacional en su condición de fundamento de ciudadanía. De este modo, se podría sostener que el posnacionalismo y la desnacionalización representan dos trayectorias distintas.66 Ambas son viables y ninguna excluye a la otra. Una tiene que ver con la transformación de lo nacional, específicamente bajo el impacto de la globalización, aunque no exclusivamente, y tenderá a crear una instancia al interior de lo nacional. La otra se relaciona con nuevas formas que ni siquiera hemos considerado aún, y podría surgir del cambio de las condiciones en el mundo que se ubica fuera de lo nacional.
Si las características importantes de la organización territorial e institucional del poder político y la autoridad del Estado han cambiado, entonces debemos tener en cuenta que las características clave de la institución de la ciudadanía –sus derechos formales, sus prácticas, su dimensión subjetiva– también se han transformado, aun cuando aquella permanezca centrada en el Estado nacional. Esta transformación territorial e institucional del poder y la autoridad del Estado ha dado pie a aperturas operacionales, conceptuales y retóricas para que sujetos cuyo fundamento es la nación –algo distinto al Estado nacional– emerjan como actores legítimos en las arenas internacional/global, que antes quedaban confinadas al Estado.67 Más aún, entre los cambios más virulentos en la condición de los ciudadanos se encuentran las nuevas medidas de seguridad (por ejemplo, la Ley Patriótica de los Estados Unidos de América –Patriot Act–) que, en este contexto, puede considerarse un estímulo para aquellos ciudadanos que en particular quieran presentar reclamos a nivel internacional, específicamente ante tribunales como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o, cuando resultara pertinente, la Corte Penal Internacional.
Lo nacional sigue siendo un referente en mi trabajo sobre ciudadanía, pero está claro que se trata de un referente de tipo específico: es, después de todo, su cambio, aquello que se convierte en el rasgo teórico fundamental a través del cual entra a la especificación que hago de las transformaciones en la institución de la ciudadanía.68 Si esto devalúa a la ciudadanía no resulta evidente de inmediato, en parte porque leo a la institución de la ciudadanía como una que ha sufrido muchas transformaciones a lo largo de su historia, precisamente porque está implicada en grados diversos dentro de las características específicas de cada una de sus etapas.69 Podemos identificar tres elementos que señalan este modo particular de utilizar lo nacional como referente para captar los cambios en la institución de la ciudadanía.
En primer lugar, fue a través de la legislación nacional como se instituyeron muchas de las inclusiones ampliadas que habilitaron a los ciudadanos,70 inclusiones que hoy desestabilizan anteriores nociones de ciudadanía.71 Este significado pluralizado de la ciudadanía, en parte producido por las expansiones formales de su estatus jurídico, está colaborando en hacer explotar los límites de dicho estatus jurídico aún más, por ejemplo, con el creciente número de Estados que hoy otorgan doble nacionalidad, la ciudadanía estadounidense, y el fortalecimiento de los derechos humanos. Si suponemos que “el disfrute de los derechos permanece como un aspecto de lo que entendemos como ciudadanía, podemos argüir que el anclaje nacional de la ciudadanía se ha relajado sustancialmente” (Bosniak, 2000a: 470), quizá de manera más notable debido al surgimiento del régimen de derechos humanos.72 Esta transformación de la ciudadanía con base en la nación no solo se debe al surgimiento de sitios no-nacionales para plantear demandas de manera legítima. El significado mismo de lo territorial ha cambiado.73 Además, el espacio digital permite articulaciones entre espacios territoriales nacionales y globales que desbordan las envolturas nacionales en una variedad de actividades, desde la economía hasta ciertas prácticas ciudadanas.74 Todo lo anterior se ha interpretado como una atenuación del “anclaje nacional” sobre los derechos de los ciudadanos.
Un segundo elemento crítico es el fortalecimiento, incluyendo la “constitucionalización”, de los derechos, que permiten a la ciudadanía presentar demandas contra sus Estados, e invocar cierta autonomía en la arena política, lo cual puede leerse como un alargamiento de la distancia entre el aparato formal del Estado y la institución de la ciudadanía. Las implicaciones políticas y teóricas de esta dimensión son complejas y están en curso: no podemos saber cuáles serán las prácticas y los ejercicios retóricos que podrían inventarse y desplegarse. Sin duda, la erosión de los derechos ciudadanos a la privacidad es un factor que ha agudizado la distancia respecto al Estado para algunos ciudadanos, y ha ocasionado que entablen juicios contra los gobiernos.
Un tercer elemento es el otorgamiento, por parte de algunos Estados nacionales, de “derechos” múltiples a actores extranjeros, en gran medida y en especial a actores económicos –compañías, inversionistas, mercados y empresarios extranjeros–.75 Cierto es que esta no es una manera común de plantear el tema; proviene de mi perspectiva en torno al impacto de la globalización y de la desnacionalización sobre el Estado nacional, incluyendo el impacto sobre la relación entre el Estado y su propia ciudadanía, y entre el Estado y los actores extranjeros. Considero que se trata de un desarrollo significativo, pese a no tener gran reconocimiento en la historia de las reivindicaciones. Para mí, la cuestión de cómo los ciudadanos podrían manejar esta nuevas concentraciones de poder y “legitimidad” que se vinculan con las empresas y los mercados globales, es crucial para el futuro de la democracia. Detectar la medida en que lo global se incrusta y filtra mediante lo nacional (por ejemplo, el concepto de ciudad global) es una manera de entender si acaso en ello se encuentra una posibilidad de que los ciudadanos, aún en gran medida confinados a las instituciones nacionales, exijan rendimiento de cuentas de los actores económicos globales mediante canales institucionales nacionales, más que tener que esperar por un Estado “global”.
Así, mientras que acentuar lo nacional puede aparecer como una desventaja en términos de la participación democrática en una era global, no se trata de algo que pueda considerarse o no, precisamente debido a la implantación parcial de lo global en lo nacional. Existe, en efecto, una brecha creciente entre la globalización y el confinamiento del Estado nación a su territorio. Pero es simplemente inadecuado aceptar el pensamiento establecido en este campo que, a sabiendas o no, presenta lo nacional y lo global como dos dominios mutuamente excluyentes –para la teorización y la política–. Esta es una propuesta en extremo problemática, aunque reconozco que cada dominio tiene especificidades. Es de enorme importancia desarrollar formas de política participativa que descentralicen, y en ocasiones trasciendan, la vida política nacional, así como aprender a practicar la democracia más allá de las fronteras. En este punto apoyo por completo el proyecto político de la ciudadanía posnacional; también podemos involucrarnos en prácticas democráticas que cruzan fronteras e involucran a lo global desde el interior de lo nacional, y mediante canales institucionales nacionales.
El régimen internacional de derechos humanos podría, con el tiempo, volverse una alternativa aceptable y específica para casos determinados de aplicación judicial de derechos ciudadanos. En los Estados Unidos, por ejemplo, esto afectaría su Carta de Derechos, al igual que la Decimocuarta Enmienda a la Constitución de ese país. En Europa ya sucede algo en este sentido. La adhesión a la Convención Europea para los Derechos Humanos, y a diversos tratados de la Unión Europea, ha producido importantes cambios en la legislación nacional de los países miembros, puestos en vigor por los tribunales locales.76
Sin embargo, en la mayor parte del mundo los derechos humanos se aplican mediante el derecho nacional, o no se aplican. Resulta crítico, en este punto, el argumento de Koh (1998) según el cual las normas de derechos humanos se incorporan al derecho nacional a través de un medio en ocasiones lento, pero efectivo, que llama “proceso legal transnacional”. Dos grandes transformaciones en el cambio del milenio son el creciente peso del régimen de los derechos humanos sobre los Estados, bajo un Estado de derecho, y el también creciente uso de instrumentos de derechos humanos en los tribunales nacionales, tanto para la interpretación como para la emisión de fallos. Este es un ejemplo de desnacionalización porque los mecanismos son propios del Estado nacional –tribunales nacionales y legislaturas–, mientras que los instrumentos invocan una autoridad que trasciende al Estado nacional y al sistema inter Estados. Los poderes persuasivos a largo plazo de los derechos humanos son un factor significativo en este contexto.
Es importante señalar aquí que el régimen de derechos humanos, al tiempo que es internacional, se ocupa de los ciudadanos dentro de un Estado. De esta manera desestabiliza las viejas nociones de soberanía estatal exclusiva, articuladas en el derecho institucional, que postulan que los temas internos de un país deben ser determinados tan solo por el Estado. El régimen de derechos humanos somete a los Estados al escrutinio, cuando se trata de personas dentro de su territorio.
¿Ciudadanía nacional en la ciudad global?Muchas de las transformaciones que se están dando en el contexto más amplio y en la propia institución se vuelven evidentes en las grandes ciudades de hoy en día. Quizá el modelo más evolucionado de lugar para estos tipos de transformaciones sea la ciudad global.77 La ciudad global concentra los ejemplos más desarrollados y pronunciados de algunos de estos cambios y, al hacerlo, se reconfigura como un espacio parcialmente desnacionalizado, que da pie a una reinvención parcial de la ciudadanía.
Estos son espacios que pueden salir de las jerarquías institucionalizadas de escala, articuladas mediante el Estado nación. Esa reinvención, entonces, aleja a la institución de cuestiones relacionadas con la nacionalidad definida de manera estrecha, y la acerca hacia la puesta en acto de una gran gama de intereses particulares, desde protestas contra la brutalidad policiaca y la globalización, hasta la política en cuanto a las preferencias sexuales y la ocupación de viviendas por parte de anarquistas. Interpreto lo anterior como un giro hacia prácticas de ciudadanía que viran en torno a la exigencia del derecho a la ciudad. No son prácticas urbanas de manera exclusiva o necesaria, pero especialmente en las grandes ciudades es donde podemos observar, de manera simultánea, algunas de las desigualdades más extremas, y las condiciones que dan paso a estas prácticas ciudadanas.
En las ciudades globales estas prácticas también contienen la posibilidad de interpelar de manera directa a formas estratégicas de poder, cuestión que interpreto como significativa en un contexto en el cual el poder crecientemente se privatiza, es globalizado y se vuelve esquivo. Ahí donde Max Weber vio a la ciudad medieval como el lugar estratégico para la habilitación de los burgueses en calidad de actores políticos, y Lefebvre vio a las grandes ciudades modernas como el sitio estratégico de las luchas por los derechos de la fuerza de trabajo industrial organizada, yo veo –en las ciudades globales de hoy día– el sitio estratégico para un tipo completamente nuevo de actores y proyectos políticos.
Las condiciones actuales en las ciudades globales crean no solo nuevas estructuraciones de poder, sino también aperturas operacionales y retóricas para nuevos tipos de actores políticos que podían haber estado sumergidos, invisibilizados, o silenciados. Un elemento clave aquí es que la localización de algunos componentes estratégicos de la globalización en estas ciudades, significa que las personas menos afortunadas pueden interpelar a las nuevas formas de poder corporativo globalizado y, más aún, que la creciente cantidad y diversidad de personas desfavorecidas en estas ciudades –bajo estas condiciones– se vuelven un elemento heurístico, en el sentido de que se hacen presentes entre sí. Es esa “presencia”, más que el poder per se, lo que genera dichas aperturas operaciones y retóricas. Tal interpretación busca distinguir entre la falta de poder y la invisibilidad/impotencia y, por tanto, subraya la complejidad de esta falta de poder. La impotencia no es solamente la ausencia de poder; se puede constituir de diversas maneras, algunas en efecto marcadas por la impotencia y la invisibilidad, pero otras no. El hecho de que las personas desposeídas en las ciudades globales puedan ganar “presencia” en su interpelación al poder –pero también en la relación de unos con otros– no conlleva poder necesariamente, pero tampoco puede interpretarse como una carencia genérica de poder.
ConclusiónLa ciudadanía se convierte en una categoría heurística por medio de la cual se puede comprender la cuestión de los derechos y la formación del sujeto, de manera que recuperen las condicionalidades que conlleva su articulación territorial y, por tanto, los límites o las vulnerabilidades de este marco. En el nivel más abstracto o formal, no ha cambiado gran cosa a lo largo del último siglo respecto a las características esenciales de la ciudadanía, a diferencia de, por ejemplo, las características de los sectores económicos de punta. La base teórica desde la que orienté la perspectiva aquí presentada es la de la historicidad y la imbricación –embeddedness–, tanto de la ciudadanía como del Estado nacional.
Una vez que aceptamos que la institución de la ciudadanía está incrustada y, por tanto, marcada por esta imbricación, y que el Estado nacional pasa por transformaciones significativas en la era contemporánea (debido a una combinación, en parte traslapada, de globalización, desregulación y privatización), podemos plantear que la naturaleza de la ciudadanía tarde o temprano incorporará algunos de estos cambios en cuando menos uno de sus componentes. Hablando de manera estricta, llamo desnacionalización a esta dinámica particular. Es una pregunta abierta en términos empíricos, operacionales y teóricos, el saber si esto también producirá formas de ciudadanía ubicadas por completo fuera del Estado, como en el caso de la ciudadanía posnacional. Si bien esta distinción puede parecer –y ser– innecesaria para ciertos tipos de argumentaciones, se trata de una distinción iluminadora, si el esfuerzo se orienta a clarificar los cambios en el orden institucional en el cual se incrusta la ciudadanía. Esto centra la atención en lo nacional, más que en los escenarios no-nacionales, en los cuales algunos componentes de la ciudadanía pueden finalmente modificarse, y en algún grado ya lo están haciendo.
Pero este encuadre nacional está siendo en parte desnacionalizado –puede no estar globalizado, pero sí se ha transformado profundamente, aun si tan solo lo ha hecho de manera parcial–. Lo anterior coincide con una de mis mayores preocupaciones, que es comprender la inserción de gran parte de lo que llamamos global en marcos institucionales nacionales y en territorios, así como la manera en que esto transforma lo nacional. A menudo ello sucede en modos que no reconocemos o no representamos como tales y, en efecto, continuamos codificando como nacionales o considerándolos así. Esto trae consigo la necesidad de decodificar lo que es nacional en algunos de los marcos institucionales y territoriales que seguimos considerando o representando como nacionales. Al mismo tiempo, sugiere que una dinámica crítica es una rearticulación de la organización espacio-temporal de las relaciones entre universalidad y particularidad, más que simplemente una evolución del Estado nación.
Profesora de Sociología y presidenta del Comité de Pensamiento Global de la Universidad de Columbia (Nueva York). Sus líneas de investigación son: desigualdad, globalización, ciudades, urbanismo, inmigración y los Estados en la economía mundial. Autora de ocho libros y editora o coeditora de otros tres. Ha publicado más 100 artículos académicos en revistas especializadas. Columnista regular en: The Guardian, The New York Times, Le Monde Diplomatique, Le Monde, International, Herald Tribune, Vanguardia, Clarín, Die Zeit, Newsweek International, The Financial Times, entre otros. Ha recibido numerosos premios y distinciones, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias en Ciencias Sociales, en el año 2013. Entre sus últimas publicaciones destacan: Expulsions. Brutality and Complexity in the Global Economy (2014); Cities in a World Economy (2012) y Territory, Authority, Rights: From Medieval to Global Assemblages (2006). Traducción del texto original del inglés: Lucía Rayas.
Véanse: Young (2002); Fraser (2007); Yuval-Davis (1999); Bada, Fox y Selee (2006); Nussbaum (2008); Bartlett (2007); Smith (2003); Bonilla-Silva (2003).
Cuando no se especifique lo contario, este ensayo se basa, en gran medida, en estas dos fuentes; en ellas el lector encontrará una elaboración del argumento más completa en lo conceptual y lo empírico, así como una bibliografía más amplia.
Para un desarrollo más completo de esta distinción entre la incompletud de la institución y las exclusiones de la misma, por favor véase Sassen (2009, 2008, cap. 6).
En la versión original en inglés, la autora utiliza el concepto de embeddedness. Karl Polanyi, Mark Granovetter, James Coleman, Nicole Biggart, Francis Fukuyama y Brian Uzzi son algunos de los autores de referencia que han desarrollado analíticamente este concepto. Todavía no existe un consenso establecido sobre su traducción unívoca a la lengua española. A lo largo de este artículo se utilizarán sinónimos diversos, buscando la mejor opción en cada caso [N. de la E.].
Véase: Himmelfarb (2001). Para otra geografía respecto a esta historia de la pertenencia política, véase: Abu-Lughod (1989).
Véase: Ong (1999, cap. 1 y 4). Ong es una de las principales académicas, y de las más originales, en cuanto a la elabo-ración y descubrimiento de un conjunto muy particular de transnacionalismos que alteran las nociones tradicionales de ciudadanía. Su obra va bastante más allá del hecho del cruce de fronteras.
Véanse: Jacobson (1996 y 2007); Soysal (1994 y 2000); Hunter (1992); Rubenstein y Adler (2000); Sakai, de Bary y Toshio (2005).
De este modo, para Karst, “en los EUA en la actualidad, la ciudadanía no puede escapar de un marco legal completo que incluye un cuerpo ampliamente aceptado de derecho sustantivo, de potentes instituciones que promulgan leyes, y de instituciones vigilantes de la ley, capaces de cumplir sus misiones” (2000, p. 600). El no reconocer la centralidad de la problemática legal es, según Karst, un gran error. La ciudadanía posnacional carece de un marco institucional que pueda proteger los valores sustantivos de la ciudadanía. Karst reconoce la posibilidad de la existencia de un naciona-lismo rabioso y de la exclusión de los extranjeros, cuando el estatus legal se coloca como figura central.
Para algunas de las primeras conceptualizaciones desde la óptica de la inmigración, véanse Soysal (1994) y Jacobson (1996). Hay una literatura, que va en aumento, que extiende el contenido de la ciudadanía. Por ejemplo, algunos académicos se centran en las conexiones afectivas que la gente establece y mantiene, unas con otras, en el contexto de una creciente sociedad civil transnacional (véanse, en lo general, Fraser, 2007; Glasius, Kaldor, & Anheier, 2003; Cohen, 1995; Lipschutz y Mayer, 1996). La ciudadanía aquí reside en identidades y compromisos que surgen a partir de las afiliaciones transfronterizas, en especial aquellas asociadas con la política disidente, aunque podrían incluir a los circuitos profesionales corporativos, que más frecuentemente son formas de culturas globales, en parte desterri-torializadas (por ejemplo, Menjivar, 2000; Smith, 2005; Moghadam, 2005).
Véanse: Kymlicka y Norman (1994); Carens (1996); Benhabib (2002); Vogel y Moran (1991); Conover (1995); Bosniak (2000b).
Véanse: Smith y Guarnizo (1998); Keck y Sikkink (1998); Bonilla, Meléndez, Morales y Torres (1998); Brysk y Shafir (2004).
Véase: Sassen (2008, pp. 289-290), donde desarrollo algunos elementos para descifrar parámetros conceptuales que captan la complejidad de la ciudadanía hoy y, de manera más genérica, la formación de sujetos portadores de derechos.
El reto de negociar la inclusión de ciudadanos y la cuestión de la diversidad es ya viejo. Saxonhouse (1992) observa que la antigua Grecia enfrentaba el problema de la diversidad y, por eso, produjo una teoría política, podríamos añadir, para racionalizar la exclusión.
Por ejemplo, se está volviendo evidente que en el mundo islámico, la esfera de lo público se ve afectada por las dinámicas actuales, de manera notable debido al creciente uso de Internet, que habilita la formación de una esfera pública islámica transnacional (Eickelman y Anderson, 1999).
Esta ha sido la postura oficial de los franceses, que se explica en el caso de la demanda de algunos sectores islámicos en Francia, en el sentido de que las menores de edad lleven velo a la escuela: se puede usar en casa, pero está prohibido en los espacios públicos, incluyendo las instituciones públicas.
Véanse: Benhabib, Butler, Cornell y Fraser (1995); Crenshaw, Gotanda, Peller y Tomas (1996); Delgado y Stefancic (1999); Benhabib (2002).
Incluso en un país rico como los Estados Unidos, las maquinarias electorales viejas y no confables, al igual que las casillas electorales de difícil acceso, pueden reducir la participación.
En algún punto vamos a tener que preguntarnos qué significa en verdad el término inmigrante. La gente en movimiento constituye una presencia sólida en aumento, especialmente en las ciudades. Además, cuando la ciudadanía comienza a desarrollar identidades transnacionales, altera algo en el significado de la inmigración. En mi investigación he buscado ubicar la inmigración en un campo más amplio de actores, al preguntar quiénes son todos los actores que participan en la producción del resultado que llamamos inmigración. Mi respuesta es que hay mucho más que solo inmigrantes, en tanto que el derecho existente y la imaginación pública tienden a identifcar a los inmigrantes como los únicos actores que producen este complejo proceso.
Véanse: Soysal (1994 y 2000); Jacobson (1996). También los capítulos en Isin (2000), que elaboran estas problemáticas desde el ángulo específico de la ciudad y la localidad.
Véase, de manera notable, el libro vanguardista de Soysal (1994); véase también: Bosniak (2000a), quien mientras usa el término desnacionalizado, lo hace para denotar lo posnacional, y es este concepto lo que resulta crucial en su crítica, así como en el respaldo que ofrece a algunas de las aspiraciones a las que refiere el término posnacional.
En este sentido, la conclusioón de Bosniak (2000a, p.508) contiene ambas nociones, pero las fusiona cuando pregunta si la ciudadanía desnacionalizada puede, en última instancia, escindir el concepto de ciudadanía del Estado nación.
Bosniak (1996, pp. 29-30) entiende esto cuando sostiene que, para algunas (Sassen, 1996; Jacobson, 1996), hay una “devaluación” (para mí, más bien un reposicionamiento) de la ciudadanía, pero que el Estado nación aún es su referente y, en ese sentido, no se trata de una interpretación posnacional.
En este sentido, he puesto énfasis en el significado (Sassen, 2008, cap. 6; 1996, cap. 2) de la introducción, en las nuevas constituciones de Sudáfrica, Brasil, Argentina y los países centro-europeos, de una cláusula que califica algo que había sido un derecho no calificado (pese a ser electo de manera democrática) del soberano como el representante exclusivo de su pueblo en foros internacionales.
Un ejemplo proviene, de manera indirecta, de los cambios en la institución de la extranjería. En la interpretación que hace Karst del derecho estadounidense, los extranjeros “tienen el derecho por la Constitución a la mayor parte de las garantías de la ciudadanía igualitaria, y la Corte Suprema ha aceptado esta idea en un nivel modesto” (2000, p. 599; véase también 599n. 20, donde cita algunos casos). Karst menciona, asimismo, que la Corte Suprema no ha llevado este desarrollo en ningún sentido tan lejos como podría haberlo hecho (y como el autor desea), señalando, por tanto, que el potencial de transformación de la institución bien puede ser superior que la verdadera disposición para hacerlo. Smith (2001), Neumann (1996) y Bosniak (2006) desarrollaron profundas narrativas sobre el estatus de inmigrantes y extranjeros en general, vis-à-vis la Constitución en general, y en el derecho estadounidense más ampliamente. La institución de la extranjería, transformada de manera signifcativa, tendría impacto en la transformación de cuando menos algunas de las características del significado de ciudadanía. Para un examen extraordinario de cómo la entidad política y el sistema legal estadounidenses han construido al sujeto inmigrante, en este caso al asiático-americano, véase Palumbo-Liu (1999).