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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales El Estado laico y Occidente
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Vol. 61. Núm. 226.
Páginas 141-157 (enero - abril 2016)
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1991
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Páginas 141-157 (enero - abril 2016)
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El Estado laico y Occidente
The Secular State and the West
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Roberto Blancarte Pimentel
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Resumen

¿A qué se refieren por Occidente sus detractores? ¿Cómo lo concebimos nosotros mismos? ¿Cuáles son sus valores e instituciones centrales? ¿Cómo entendemos la expansión de esos valores e instituciones y su relación con otras culturas? ¿Son la secularización y la laicidad de las instituciones políticas un elemento central y específico de nuestra cultura? ¿Son parte integrante de lo que algunos grupos consideran la agresión de Occidente hacia sus sociedades? ¿Es compatible la secularización de la sociedad y la laicización de las instituciones políticas, del Estado o de la esfera pública, con otras culturas? Más allá de las implicaciones en materia de violencia o, eventualmente, de estrategia militar, es evidente que las respuestas que se den a estos interrogantes tienen múltiples consecuencias sobre la estabilidad social, la seguridad, las migraciones, las libertades, las concepciones de vida y sobre todo, sobre las formas de convivencia social. Entonces tenemos que detenernos para saber quiénes somos ante nosotros mismos y los demás. En este artículo se presenta una posible respuesta a estos interrogantes.

Palabras clave:
secularización
laicidad
Occidente
Islam
democracia
pluralismo cultural
terrorismo
Abstract

What do detractors of the West mean by that? How do we concieve it? Which are its main values and institutions? How do we understand the expansion of Western values and institutions and their relationship to other cultures? Are secularization and laicism of political institutions a central and specific element of our culture? Are they an integral component of what some groups consider the Western aggression towards their societies? Are the secularization of society and the laicization of political institutions, of the State or the public sphere compatible with other cultures? Beyond implications regarding violence or, on occasion, military strategy, it is evident that answers to these queries carry multiple consequences over social stability, safety, migrations, freedoms, life-views and, above all, the forms of social coexistence. Thus, we must make a halt to learn who we are vis-à-vis ourselves and others. This article poses a possible response to these questions.

Keywords:
secularization
secularism
Occident
Islam
democracy
cultural pluralism
terrorism
Texto completo
Introducción

El año 2015 de nuestra era –cristiana, dirán algunos– comenzó con ominosos sucesos y terribles augurios. En París, en la mañana del 7 de enero, dos hombres enmascarados y armados con rifles de asalto entraron en las oficinas del semanario Charlie Hebdo. Dispararon hasta 50 tiros, mataron a 11 personas, hirieron a otras 11 mientras gritaban “Alla-o-akbar” (“Dios es [el] más grande”) durante el ataque; también mataron a un oficial de la Policía Nacional de Francia poco después. Los asaltantes se identificaron como pertenecientes a la rama de Al Qaeda en Yemen, que asumió la responsabilidad por el ataque. Otras cinco personas murieron y 11 resultaron heridas en tiroteos relacionados que ocurrieron durante esa jornada en la región capitalina. Los atacantes eran los hermanos Chérif y Saïd Kouachi, ciudadanos franceses de origen magrebino. Al día siguiente Amedy Coulibaly, otro ciudadano francés próximo a los hermanos Kouachi, mató de un balazo a una policía municipal e hirió gravemente a otra persona en Montrouge. Horas más tarde tomó como rehenes a varios clientes de un supermercado kosher en la puerta de Vincennes, también en la ciudad de París. Allí Coulibaly asesinó a cuatro rehenes judíos (sumándose así el antisemitismo a los acontecimientos), antes de ser abatido durante un asalto llevado a cabo conjuntamente por las unidades policiales de élite.

Estos trágicos acontecimientos, sumados a los que se han acumulado en las semanas y meses siguientes –en particular los atentados en Dinamarca, Túnez, Irak, Turquía y Siria– son solo parte de un conjunto de sucesos de mayor envergadura y trascendencia internacional, que pueden remontarse por lo menos a los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, incluso al ascenso de Jomeini al poder en Irán en 1979. La línea conductora de estos acontecimientos es el creciente rechazo de Occidente por parte de lo que originalmente se llamó el Islam político y ahora se denomina fundamentalismo islámico. En pocas palabras, este fundamentalismo aborrece a Occidente, al cual considera culpable de todas las vejaciones que ha sufrido el mundo islámico desde el siglo xviii, y pretende combatirlo por todos los medios, particularmente a través del terrorismo, con el propósito de desestabilizarlo, debilitarlo y eventualmente derrotarlo, tanto en tierras musulmanas como en otras regiones del mundo. Para algunos se trata de una choque civilizacional –siguiendo a Huntington (1993)– en el que, para el mundo musulmán, los valores del Islam prevalecerían sobre los del mundo occidental.

Es obvio que esa manera de contraponer el Islam a Occidente no es necesariamente compartida por todos, pero ciertamente nos obliga a replantearnos algunos de los temas centrales de una posible discusión. En primer lugar tendríamos que saber a qué se refieren por Occidente sus detractores. ¿Cómo lo concebimos nosotros mismos? ¿Cuáles son sus valores e instituciones centrales? Luego habría que investigar cómo entendemos la expansión de esos valores e instituciones y su relación con otras culturas. ¿Son valores e instituciones universales impuestos que las otras culturas deberían asimilar para poder desarrollarse? ¿Son valores e instituciones que deben vivirse únicamente en los territorios habitados por occidentales? ¿Existe la posibilidad de múltiples formas de adaptación, asimilación, diálogo y –eventualmente– conjunción? En la misma línea de pensamiento, ¿son la secularización y la laicidad de las instituciones políticas un elemento central y específico de nuestra cultura? ¿Son parte integrante de lo que algunos grupos consideran la agresión de Occidente hacia sus sociedades? ¿Son exportables y es posible que sean parte nodal de las otras culturas? ¿Es compatible la secularización de la sociedad y la laicización de las instituciones políticas, del Estado o de la esfera pública, con otras culturas? Más allá de las implicaciones en materia de violencia o, eventualmente, de estrategia militar, es evidente que las respuestas que se den a estos interrogantes tienen múltiples consecuencias sobre la estabilidad social, la seguridad, las migraciones, las libertades, las concepciones de vida y, especialmente, sobre todo, sobre las formas de convivencia social. Entonces tenemos que detenernos para saber quiénes somos ante nosotros mismos y los demás.

¿Qué es Occidente?

¿Dónde comienza y termina Occidente? ¿Quiénes son (o somos) los occidentales? ¿Cuáles son sus (nuestros) valores centrales? ¿Qué los hace (o qué nos hace) distintos al resto del mundo? ¿Es una distinción basada en diferencias filosóficas y religiosas o exclusivamente se trata del desarrollo material? Podemos hacer un recorrido, como lo hacíamos en los manuales escolares de antaño, y comenzar con la filosofía griega para pasar luego al sistema legal romano y de la oscuridad medieval llegar al Renacimiento, a las guerras de religión, al surgimiento del Estado, del individuo y del “hombre moderno”, a la Ilustración, la Revolución industrial, las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa, hasta llegar al liberalismo, la ciencia moderna y las enormes transformaciones técnico científicas del presente. Max Weber se preguntó de manera honesta acerca de las razones de la dominación de Occidente sobre el resto del mundo, de este éxito no solo en términos económicos, sino también culturales. Su respuesta nos sigue influyendo y guiando hoy en día: se trata de una manera de comprender y vivir la religión, del desencantamiento del mundo, de la racionalización creciente –incluso de las propias organizaciones religiosas– y de la secularización de la vida social y de la esfera política. Sin embargo, esta racionalización tiene sus raíces en la propia tradición judeocristiana, creadora de “una ética religiosa del obrar intramundano, que era altamente racional, es decir libre de magia y de cualquier forma de búsqueda irracional de la salvación, una ética intrínsecamente muy alejada de todas las vías de salvación de las religiones asiáticas de redención” (Weber, 1988: 20). Para Weber, a principios del siglo xx esa ética se encontraba todavía “en gran medida, en la base de la ética religiosa europea y del Cercano Oriente” (Ibíd., 1988: 20). En eso se fundaba –nos decía– el interés de la historia universal por el judaísmo. Weber se refiere al capitalismo como fenómeno presente en todas las religiones, pero aclara que ninguna de ellas se desarrolló como lo hizo el germen del capitalismo moderno, ni mucho menos el “espíritu capitalista”. Y no es que los miembros de otras religiones tuviesen un menor ánimo de lucro que el protestante, sino que “lo contrario es casi lo verdadero: justamente el freno ético racional del ‘afán de lucro’ es específico al protestantismo” (Weber, 2014: 690). Tampoco es que las otras sociedades tuvieran menor aptitud natural para un “racionalismo” técnico o económico –porque todos esos pueblos importaron precisamente ese bien como el producto más considerable de Occidente– “y en eso los obstáculos o resistencias no proceden del ‘poder’ o del ‘querer’, sino de las firmes tradiciones dadas, al igual que entre nosotros en la Edad Media” (Ibíd., 2014). La conclusión para Weber es relativamente simple:

En tanto como en ello no entran en juego las condiciones políticas […] el motivo hay que buscarlo principalmente en la religiosidad. Solo el protestantismo ascético acabó con la magia, con la extramundanidad de la búsqueda de salvación y con la “iluminación” contemplativa intelectualista en tanto que su forma suprema; solo él creó los motivos religiosos para buscar la salvación precisamente en el esfuerzo en la “profesión” intramundana (y en oposición a la concepción de la profesión estrictamente tradicionalista del hinduismo: en el cumplimiento de la profesión racionalizado metódicamente (Ibíd., 2014).

Este ejercicio de conexión entre el mundo del judaísmo antiguo, el cristianismo renacentista y la secularización moderna también ha sido llevado a cabo por otros autores como Peter Berger que, siguiendo la tradición weberiana, ha mostrado las raíces judeocristianas de un proceso de racionalización que habría conducido a aquella secularización. Berger estaba interesado en demostrar que, por lo menos en cierta medida, la tradición religiosa occidental contenía “la semilla de la secularización” y que, en ese sentido, el protestantismo, al despojarse del misterio, el milagro y la magia, había desempeñado un papel central en lo que Max Weber denominó el “desencantamiento del mundo”.1 Israel se habría definido a sí mismo como una separación de la unidad cósmica de la teología menfita –la carta magna de la civilización egipcia– de modo que dicha negación de la religión israelita podía ser analizada en tres dimensiones: trascendentalización, historización y racionalización de la moral:

El Antiguo Testamento propone un Dios que permanece fuera del cosmos, que es su creación, pero al que se enfrenta y con el que no se identifica. Este Dios es radicalmente trascendente, y no cabe identificarlo con ningún fenómeno humano o natural. Por lo demás es un Dios que actúa históricamente más que cósmicamente, sobre todo, aunque no en exclusiva, respecto a la historia de Israel y es un Dios que exige posturas éticas radicales (Ibídem., 2014: 167).

La conclusión es, entonces, que “la trascendentalización de Dios y el concomitante ‘desencantamiento del mundo’ dejaron un espacio libre para la historia como lugar de enfrentamiento entre las acciones divinas y las humanas” (Ibíd., 2014: 171).

En el punto anterior coinciden otros autores, como Charles Taylor, quien plantea: “La gran invención de Occidente fue la de un orden inmanente en la Naturaleza, cuyas obras podrían ser sistemáticamente entendidas y explicadas en sus propios términos”. Esta noción de inmanencia supondría la negación de cualquier forma de interpenetración entre las cosas de la Naturaleza y las de “lo sobrenatural”, sea esto entendido como un dios trascendente o cualquier otra fuerza espiritual o mágica.2 Taylor intenta comprender la secularización como un cambio que tiene lugar en ciertas sociedades, las cuales pasan de una situación “donde era prácticamente imposible no creer en Dios a una en la que la fe, incluso para el más ferviente creyente, es una posibilidad humana, entre otras” (Taylor, 2007: 3). De esa manera, el cambio que importaba a la gente en la civilización noratlántica u occidental –y que todavía hoy es fundamental– es que:

Nos hemos movido de un mundo en el que la plenitud era entendida como algo externo que no generaba problemas o como algo “más allá” de la vida humana, hacia una era conflictiva en la que esta construcción está cuestionada por otros que la ponen (en un abanico de diferentes maneras) “dentro” de la vida humana (Ibíd., 2007: 15).

Podemos también retomar los hilos de esa historia de adelante hacia atrás. No somos los primeros en intentarlo. Harvey Cox, en su ya clásico libro publicado hace medio siglo, The Secular City, reitera de manera sucinta lo expresado por Weber en su primer capítulo “Las fuentes bíblicas de la secularización”, donde define algunas de las características esenciales de la cultura occidental, ligando así nuevamente al judeocristianismo con el proceso de secularización: “El surgimiento de las ciencias naturales, de las instituciones políticas democráticas y del pluralismo cultural –desarrollos todos asociados con la cultura occidental– pueden difícilmente ser entendidos sin el ímpetu original de la Biblia” (Cox, 2013: 21). Así, la secularización entendida como la liberación de la tutela del control religioso y de las visiones del mundo metafísicamente estrechas, sería un proceso positivo, empujado por una triple dinámica: 1) el desencantamiento de la naturaleza que comienza con la creación; 2) la desacralización de la política que inicia con el éxodo, y 3) la desconsagración de valores que tiene su origen en el Pacto del Sinaí, particularmente con la prohibición de los ídolos (Ibíd., 2007: 22). Para Cox, la visión hebrea de la creación en el Génesis (una especie de “propaganda ateísta”) separa por primera vez a Dios de la Naturaleza y distingue al hombre de la misma, iniciando así el proceso de desencantamiento (Ibíd., 2007: 27), precondición absoluta para el desarrollo de la ciencia natural, una de las creaciones específicas de Occidente. Por otra parte, el éxodo de los hebreos de Egipto hacia la tierra prometida simbolizaría la liberación del hombre respecto a un orden político sacralizado, hacia la historia y el cambio social “lejos de monarcas religiosamente legitimados” (Ibíd., 2007: 31). Desde ese momento “nuestras conciencias políticas han sido secularizadas”, lo cual no elimina los residuos de la política sacralizada, que permanecen hasta nuestros días (Ibíd., 2007: 32-36). Finalmente, según Cox, el relativismo que sienta las bases para el pluralismo –tan característico de Occidente– donde nadie tiene el derecho de imponer sus valores a los demás, surge en parte de la oposición bíblica a la idolatría: “la protesta persistente en contra de los ídolos e íconos que recorre la historia de la fe bíblica provee la base para un relativismo constructivo”, en la medida en que “permite al hombre secular notar la fugacidad y relatividad de todas las creaciones culturales y de cada sistema de valores” (Ibíd., 2007: 39-40).

Podría pensarse, sin embargo, que la narrativa del Occidente secularizado es ficticia y creada a posteriori, que esa idea no tiene relación con su desarrollo económico y que ambos fenómenos son coincidentes, pero sin rasgo alguno de causalidad. La secularización, desde esa perspectiva, no estaría ligada al triunfo económico, tecnológico y militar del mundo occidental y, por tanto, no sería una condición para el desarrollo de otras regiones del mundo. Entonces, el secularismo sería una ideología o doctrina política confeccionada para justificar la superioridad de una civilización o para imponer un orden dentro de las propias naciones occidentales. Por cierto, desde una mirada antropológica también se destaca otra crítica al secularismo que, más allá de cuestionarlo civilizacionalmente, intenta desnudarlo políticamente. Para Talal Assad el secularismo sería “una puesta en práctica por medio de la cual un medio político (representación de la ciudadanía) redefine y trasciende prácticas particulares y diferenciadas del mismo, que están articuladas a través de clase, género y religión” (Assad, 2003: 5), en contraste con el proceso de mediación presente en sociedades premodernas, en el que los Estados median identidades locales sin apuntar a una trascendencia.3

Desde esa perspectiva Occidente sería equivalente a la “modernidad”, la cual no sería un objeto coherente ni claramente delimitado, sino una serie de proyectos interconectados que cierta gente en posiciones de poder intenta alcanzar. Este proyecto o serie de proyectos tendría por objeto “institucionalizar un cierto número de principios, los cuales están incluso en desarrollo y en conflicto: constitucionalismo, autonomía moral, democracia, derechos humanos, igualdad civil, industria, consumismo, libertad del mercado y secularismo” (Ibíd., 2003: 13). La noción de que dichas experiencias constituyen un “desencantamiento” –sostiene el antropólogo saudí–, suponiendo un acceso directo a la realidad y un desprendimiento del mito, la magia y lo sagrado, es una característica prominente de la época moderna. Entonces, el objetivo de Assad no es realizar una crítica de Occidente desde la periferia, sino descubrir (literalmente) y desmontar el proyecto político y económico de la modernidad y la construcción de una serie de categorías de lo secular y lo religioso, “en términos de cómo la vida moderna debe tener lugar y las gentes no modernas son invitadas a valorar su idoneidad” (Ibíd., 2003: 14). Por ejemplo, Assad rechaza la idea de que el liberalismo es una especie de mito moderno de redención y que –a pesar de su semejanza– dicho mito secular se confunde con el mito de redención cristiano.

El análisis de Talal Assad nos ha permitido entender mejor cómo funciona la construcción de los mitos de la modernidad. Sin embargo, ello no significa que la occidentalidad no esté ligada a la secularidad ni que esta tenga un origen civilizacional específico. De hecho, Assad señala cómo los oponentes al secularismo en el Medio Oriente y en otros lugares han rechazado su especificidad occidental, mientras que sus defensores insisten en que sus orígenes particulares no le restan valor a su relevancia global contemporánea (Ibíd., 2003: 2).

Occidente no es una noción geográfica sino cultural

Tomando en cuenta lo anterior y asumiendo las críticas presentadas en torno a los mitos de la modernidad, podemos reflexionar sobre cómo Occidente se concibe a sí mismo, cómo se asume frente a otras sociedades, sobre aquello que ha aportado en los últimos siglos y lo que lo hace diferente de otras culturas –más allá de que toda sociedad supone mitos específicos y de que en la modernidad, la secularidad es uno de ellos–. Fue Cox quien definió tres de sus elementos esenciales: 1) el desarrollo científico tecnológico; 2) las instituciones políticas democráticas, y 3) el pluralismo cultural. Entendamos, sin embargo, que la secularización y la laicidad son desarrollos sociales y políticos estrechamente emparentados con estos tres fenómenos. El desarrollo científico –no solo en las ciencias naturales– se logró a expensas, y muchas veces en contra, del pensamiento religioso, es decir gracias al amparo de las “leyes naturales”, descubiertas por filósofos y científicos deístas que pudieron sacar así a Dios del mundo cotidiano, a través de descubrimientos que generaban una visión del mundo secular y alejada de las narraciones religiosas tradicionales. Por su parte, las instituciones políticas democráticas –en la medida en que se sustentaban en un ideal de soberanía popular y ya no en la legitimidad proveniente de lo sagrado– también se abrieron camino en Occidente a partir de luchas culturales e incluso militares en no pocos casos donde la religión se alió a poderes conservadores establecidos, como fue el caso de México y otros países de tradición católica.4 La estrecha relación existente entre la democracia y la laicidad ya ha sido analizada y explicada en más de una ocasión. No puede haber democracia si no es laica, y no puede haber laicidad si no es democrática. Finalmente, el pluralismo cultural y la existencia de Estados que lo garanticen parece ser, en efecto, un producto de Occidente que se abre paso con dificultades en diversos lugares del planeta, incluso allí donde tuvo su origen. Si algo caracteriza a las sociedades con Estados dominados por alguna religión, o donde la religión desempeña un papel legitimador central como es el caso de Rusia, Arabia Saudita o Myanmar, es la dificultad para garantizar el pluralismo cultural y todo lo que este supone, como la garantía de libertades para todos aquellos que piensan distinto o pretenden vivir de manera diferente a la mayoría, debido a razones existenciales o por decisiones personales.

Si los fundamentalistas del mundo odian a Occidente no es únicamente a causa de los siglos de humillación que han sufrido a manos del colonialismo, las exacciones, imposiciones, invasiones y vejaciones basadas en el poder militar y económico de las potencias (ciertamente occidentales), en particular desde el siglo xviii, sino por lo que resienten como un ataque al centro de su cultura, la religión, sea islámica, judía o cristiana. Porque el odio a Occidente es también el rechazo a la secularización y sus productos; y ese rechazo no proviene únicamente de religiones extra occidentales –como es el caso del Islam– sino también de otras religiones, como el cristianismo o el judaísmo, las cuales, se supone, están en el trasfondo de la dominación occidental. El rechazo a Occidente es también –y quizá sobre todo– el rechazo interno que los fundamentalistas judíos ortodoxos, cristianos, católicos y de otras religiones tienen hacia el proceso de secularización y laicización de las instituciones estatales y de la vida pública. El integrismo y el “integralismo” católicos, por ejemplo, siguen rechazando la separación de esferas propias de la modernidad, así como la autonomía de cada una de ellas. Para los integristas y quienes pretenden la recuperación de una visión integral de la vida (conjuntando lo religioso con lo político, lo económico, científico o cultural), la diferenciación social –elemento constitutivo de la secularización– es un proceso que idealmente debería revertirse,5 pero como es prácticamente imposible dar marcha atrás a la historia en el terreno del mercado, de los cambios sociales o incluso culturales, entonces el campo de la política y el de las armas se vuelve central en su lucha. Probablemente, es a esto a lo que Weber se refería con la frase: “En tanto como en ello no entran en juego las condiciones políticas” (Weber, 2014). En otras palabras, los motivos de las transformaciones sociales pueden estar en otros lados, pero la política o la guerra, que es la continuación de la política por otros medios,6 siempre pueden alterar el curso de los procesos sociales, y es lo que han intentado los fundamentalistas religiosos durante los dos últimos siglos. En vista de que no pueden frenar los procesos sociales, intentan operar a través de la esfera política, con la cual es posible negociar y a la que pueden eventualmente cooptar para revertir dichos procesos. Ciertamente, en más de una ocasión lo han logrado. Es el caso de varias sociedades latinoamericanas que, particularmente a partir de la crisis económica y social de 1929, conocieron procesos de regresión en materia de libertades y derechos, debido a la alianza establecida entre el catolicismo integral y los regímenes populistas o militaristas. La del Estado islámico no es, en ese sentido, la primera guerra en contra del secularismo o de la laicidad de las instituciones políticas impulsadas por Occidente; tiene antecedentes en la lucha del cristianismo –particularmente del catolicismo– en contra de los regímenes liberales y sus principios motores o mitos de la modernidad, como diría Talal Assad.

Lo anterior nos permite llegar a dos conclusiones: la primera es que Occidente no es una noción exclusiva ni principalmente geográfica, pero tampoco identificable con Estados nación claramente integrados y delimitados respecto de un exterior. La segunda es que los enemigos de Occidente y sus implícitos –en particular los avances en materia política, científica, social y de libertades ya expuestos– no solo están fuera del ámbito geográfico supuestamente occidental, sino que se encuentran allí donde están los fundamentalistas religiosos, y muchos de ellos pueden vivir tranquilamente dentro del sistema occidental. No me refiero únicamente a aquellos migrantes o hijos de migrantes que ya son ciudadanos de esos países pero que, por diversas razones, se adscriben al fundamentalismo religioso, sino a todos los que desde adentro y formando parte de su tradición, siempre lo han combatido y lo siguen combatiendo en la actualidad. Me refiero con ello a los grupos religiosos fundamentalistas que en Estados Unidos se oponen a los productos (libertades) que el Estado secular o laico genera, por ejemplo, en materia de matrimonios entre personas del mismo sexo, su derecho de adopción, la interrupción voluntaria del embarazo, la investigación científica éticamente comprometida y libre de ataduras religiosas, la eutanasia, el derecho a la blasfemia y muchas otras cuestiones. No es extraño que estas posiciones sean compartidas por grupos ultraconservadores y religiosos, los cuales terminan generando alianzas inusuales, inusitadas e insospechadas, como la que conformaron la Santa Sede, Irán y varios Estados árabes en contra de los derechos sexuales y reproductivos en las conferencias de Naciones Unidas de El Cairo (1994) y Beijing (1995).

En esta misma lógica se inscriben las declaraciones del papa Francisco, justificando de alguna manera la agresión de los islamistas a Charlie Hebdo cuando afirmó que era una aberración matar en nombre de Dios y no se podía reaccionar violentamente, pero que si su amigo ofendía a su madre se llevaría un puñetazo (Elinformador.mx, 2015). Por tanto, el papa no estaba de acuerdo con que los fundamentalistas islámicos hubieran asesinado a los caricaturistas, pero sí con que los hubieran golpeado. El desliz del papa, además de constituir una incitación a la violencia, en realidad reflejaba lo que muchas personas religiosas piensan: que los caricaturistas franceses se merecían lo ocurrido, por provocadores y por ofender a la religión, lo cual es confundir a la víctima con el agresor.

En suma, los enemigos de Occidente están también en Occidente, a pesar de que algunos de ellos, desde una perspectiva ultraconservadora, quieran identificar a este con el cristianismo. No me refiero a los hijos de inmigrantes, ciudadanos de sus países que por su falta de integración, resentimiento social o razones culturales terminan odiando al sistema en el cual viven, sino a todos aquellos que siendo nacionales de estos países durante muchas generaciones, y por razones propias a su perspectiva cristiana, también rechazan la secularización de la vida social y la laicización de las instituciones del Estado, así como de la vida pública. Puede decirse que son residuales, sin embargo constituyen minorías activas que en regímenes democráticos tienen la capacidad para bloquear iniciativas y promover leyes que terminan limitando los derechos de todos. Basta con conocer las encuestas de opinión, en las cuales puede identificarse el porcentaje de personas que comparten esa visión (en México, por ejemplo, lo situaría entre 10 y 15% de la población total). Occidente y sus valores tienen a sus enemigos, la mayoría de las veces, al interior, no afuera. Los casos del fascismo y del nazismo son un claro ejemplo histórico de ello, aunque en este caso habría que examinar si dichas ideologías constituyen o no parte de esa tradición y, por tanto, en qué medida también son parte de la modernidad.7

Los valores occidentales en el mundo

¿Son compatibles los valores occidentales con el resto de las culturas en el mundo? El tema nos lleva a la relativamente reciente discusión sobre las múltiples modernidades y el alcance del proceso de secularización y laicización, así como a su afinidad ideológica con el liberalismo. Talal Assad, por ejemplo, al proponer una antropología del secularismo, muestra la identidad de Occidente con una ideología en particular, que ha definido de manera específica lo que entiende por “religión” y “secular” (Assad, 2003). Pero por esa y otras razones que quisiera aquí describir, mi respuesta sigue siendo positiva. La primera, además de la ya mencionada, es que el proceso de expansión de Occidente en el mundo –si bien complejo, irregular y diferenciado– es un fenómeno generalizado. El desarrollo científico tecnológico, que solo puede sustentarse en una diferenciación esencial entre la esfera de la ciencia, de la religión y los métodos aplicados para conocer la realidad, ha avanzado en todo el planeta. La ciencia y el desarrollo tecnológico requieren ser secularizados para avanzar, lo cual no impide que luego aquella pueda ser utilizada por grupos religiosos (un arsenal nuclear en Irán, por ejemplo, despierta estos temores). Lo mismo sucede con el desarrollo de las instituciones democráticas; por más imperfectas y limitadas que nos parezcan, se han impuesto prácticamente en todo el mundo. Hay muy pocos Estados que se asumen institucionalmente como autoritarios o no democráticos, en el sentido que Occidente entiende estos conceptos. Países tan alejados como Myanmar, México, Japón o Sudáfrica han incorporado estos valores y, aunque los desarrollan de manera desigual, no aparecen radicalmente extraños a sus propias tradiciones. Pero el factor explicativo más importante acerca de la incorporación de los valores de Occidente en el resto del mundo se relaciona con el tercer elemento mencionado ya hace medio siglo por Harvey Cox y que él denominó “pluralismo cultural”, es decir la existencia de sociedades compuestas por individuos y colectividades con distintas tradiciones y trayectorias culturales, por grupos étnicos y proyectos de vida diferentes, formas de autopercibirse variadas, con preferencias sexuales, políticas, religiosas y culturales muy diversas; y todo ello a partir de un relativismo que se asienta en la autonomía moral del individuo.

La globalización ha tenido varias causas e impactos en diversas partes del mundo; el incremento en los flujos económicos y comunicacionales vino aparejado con una creciente movilidad humana, el incremento de los procesos migratorios, del turismo, el surgimiento de nuevas formas de asentamientos y aglomeraciones urbanas. Prácticamente ningún país ha escapado a este fenómeno. Ello ha llevado a la existencia de sociedades multiculturales, incluso allí donde hace pocos años no existían. El panorama ha cambiado vertiginosamente desde Canadá hasta Arabia Saudita, pasando por Europa, África y Oceanía. La consecuencia inevitable de ello ha sido la presión sobre los Estados para que respondan a las demandas de las poblaciones asentadas en territorios con sociedades multiculturales. No siempre el pluralismo cultural ha sido reconocido en el mundo occidental, pero ciertamente allí se está a la delantera en materia de garantías de los derechos de sectores sociales diversos. La gestión democrática ha venido entonces aparejada con un reconocimiento creciente de la diversidad cultural y de los derechos de sectores sociales antes marginados o tratados como minorías; es el caso de las mujeres, de los miembros de las comunidades de lesbianas, gays, bisexuales y personas transgénero (lgbt), de los indígenas y otras minorías, por ejemplo las religiosas.

Salvo en casos muy aislados y específicos, estos valores han sido adoptados en el resto del mundo, no sin dificultades y complicaciones, pero sin que produzcan necesariamente un fenómeno de rechazo generalizado. Solo en algunos lugares, particularmente entre algunos grupos resistentes a los cambios provocados por la secularización social, la reacción ha sido notoria. El islamismo o fundamentalismo islámico ha sido muy exitoso mediáticamente para proponer una alternativa religiosa/civilizacional a esos valores de Occidente, aunque con victorias políticas limitadas. Sin embargo, su estrategia mediático/terrorista ha opacado a otros fundamentalismos que se oponen a lo que Occidente significa, haciendo creer a muchos que se trata de una conflicto exclusivo entre el mundo islámico y el mundo occidental. De hecho, esta manera de ver las cosas oculta en qué medida amplios sectores sociales del propio mundo islámico han aceptado los valores de Occidente, y hasta qué punto dentro del propio mundo occidental hay sectores reducidos y marginales que los niegan. No es entonces el mundo islámico versus el mundo occidental: son sectores minoritarios que en varias partes del mundo, incluido Occidente, se niegan a aceptar los valores que emanan de una sociedad culturalmente diversa y secularizada, así como una escena pública laicizada.

Por tanto, no existe una antítesis entre Occidente y el resto del mundo. Hay grupos minoritarios que desde el fundamentalismo religioso, adentro y afuera de Occidente, se oponen a los valores centrales de este. Hay países árabes, como Túnez, Argelia, Egipto o Jordania, que han abrazado esos valores y quieren incorporarlos y adaptarlos a su propia cultura. Existen otros países musulmanes no árabes, por ejemplo Indonesia, Malasia o Afganistán, que tienen su propia historia en relación con los valores occidentales, sin que la consigna sea el rechazo; y hay otras sociedades asiáticas, como Japón, China, Filipinas o Singapur, que no se plantean una relación de competencia sino de integración con el mundo occidental. No existe, en suma, una oposición absoluta e irreparable entre culturas. Hay culturas diversas que conviven y casi todas han incorporado, de una u otra manera, a Occidente y sus valores centrales.

La segunda razón por la cual considero que no existe incompatibilidad entre Occidente y el resto del mundo es que los procesos de secularización social y laicización de las instituciones –característicos del primero– no son necesariamente incompatibles con otras culturas. Aun si manifestamos la peculiaridad del judeocristianismo y las fuentes religiosas de los procesos de racionalización en el mundo occidental que habrían conducido a una separación de esferas entre la religión y la política, entre las Iglesias y el Estado, y entre lo privado y lo público, en realidad, en términos del régimen político existen maneras de reconocer los avances de la secularización y alcanzar regímenes laicos. La clave está en la forma de concebir la laicidad. Durante mucho tiempo, debido al predominio intelectual y la casi exclusividad que sobre el tema de la laicidad ha tenido Francia –al grado que en algunos casos se llegó a hablar de la “excepción francesa”– su definición se ligó a la comprensión que en ese país había del fenómeno. Así, la laicidad giraba en torno a la específica experiencia francesa y, por tanto, a las nociones de República y de separación. Sin embargo, como ya hemos sostenido, ninguna de estas nociones es intrínseca a la laicidad.8 Así, por ejemplo, hay monarquías –como la belga o la noruega– que han demostrado ser más laicas que muchas repúblicas; como es el caso de las repúblicas latinoamericanas, las cuales siguen ancladas en el pasado en esta materia, dependiendo de formas de legitimación sagrada para las instituciones políticas. También la noción de separación en términos de régimen ha sido ya superada por concepciones más abarcadoras y comprensivas de la laicidad. Desde esa perspectiva, si bien es cierto que la separación de esferas es un elemento central de la secularización social, en materia de régimen político algunos especialistas hemos preferido proponer el de la “autonomía de lo político frente a lo religioso”. Esta definición permite entender que la separación formal es un elemento coadyuvante, pero no suficiente y en ese sentido no indispensable, para el establecimiento de un régimen laico. De hecho, como muchas realidades en el mundo lo demuestran, hay países que no conocen la separación, como Dinamarca o Inglaterra, y sin embargo aplican políticas públicas laicas o, en todo caso, más laicas que algunos países que dicen regirse por regímenes de separación.

Lo anterior me conduce al punto de la posible compatibilidad de la laicidad con otras culturas y formas de gobierno, incluso en el mundo islámico. Si concebimos a la laicidad como un régimen donde existe la autonomía de lo político frente a lo religioso, nada nos impide hablar de una posible laicidad islámica, donde el criterio no es tanto la separación de esferas, sino la autonomía de las instituciones políticas respecto a las religiosas. De hecho, el caso de Turquía es ejemplo de esta posibilidad, y con mayor razón en otras latitudes donde existen históricamente formas de autonomía política y clara distinción de esferas. Por tanto, ni siquiera en materia de secularización o de laicización de las instituciones públicas existe una incompatibilidad esencial entre Occidente y el resto de las culturas mundiales.

Conclusiones: crítica y elogio de Occidente

Me gustaría concluir con un ejercicio dual de crítica (autocrítica) y elogio de Occidente porque, más que regodearse en su supuesta dominación, triunfo y superioridad, es necesario llevar a cabo una crítica de aquella manera de concebirse y presentarse, como si fuese una civilización superior y cuyo desarrollo la hubiera conducido inevitablemente a la dominación sobre el planeta. Es curioso, en ese sentido, cómo en debates recientes tiende a presentarse en forma de superioridad cultural, basándose en el tratamiento de temas como el de la mujer o los homosexuales. Desde esa perspectiva, Occidente sería superior por su particular manera de entender los derechos humanos. Esta postura es completamente ahistórica, ya que no toma en cuenta que, en realidad, las mujeres, los indígenas y los homosexuales, por dar solo algunos ejemplos notorios, eran maltratados y lo siguen siendo en buena parte del mundo occidental, y no ha sido sino hasta épocas muy recientes (los últimos 50 años o menos) cuando las mujeres y los homosexuales han comenzado a emanciparse. La superioridad de Occidente, si fuera bajo esos criterios, sería muy limitada y reciente. Sin embargo, son los argumentos que suelen adelantarse para demostrar el “atraso” de otras culturas tradicionales, presentes en diversas regiones del mundo.

En realidad, Occidente no es única ni principalmente una noción geográfica. Es una concepción cultural del mundo –acompañada de instituciones clave– compartida, defendida y pretendida en varias regiones y culturas del mundo. Al mismo tiempo, Occidente es rechazado por muchos y no solo por los defensores a ultranza de otras culturas y civilizaciones que se sienten amenazadas por los fenómenos uniformizantes, pero también igualadores, de la globalización. Occidente, es decir los valores e instituciones centrales que hemos mencionado: autonomía del pensamiento científico, democracia política y pluralismo cultural, también es rechazado dentro de sus límites geográficos por integristas religiosos que se oponen a estos desarrollos desde el inicio de la era moderna, al tiempo que siguen oponiéndose a lo que esto significa en términos de la secularización de la sociedad y laicidad de las instituciones del Estado.

Los recientes acontecimientos en Túnez, con el ataque del Estado Islámico al parlamento y a los turistas occidentales, es un ejemplo claro de hacia dónde se dirigen las animadversiones del fundamentalismo islámico. La tunecina es precisamente una sociedad que, preservando su cultura islámica, pretende introducir un régimen democrático y respetuoso de los derechos de todos. En un reciente texto sobre la Primavera Árabe y la constitucionalización de los derechos de las mujeres, Lilia Labidi (2014) reconstituye claramente el papel de las tunecinas en dicha revolución y las luchas para alcanzar la igualdad entre los sexos (por ejemplo, en debates constitucionales recientes entre quienes todavía quieren establecer la complementariedad de los sexos, frente a diversos grupos feministas que desean instituir no la complementariedad, sino la igualdad). No es extraño, por tanto, que la reacción social a los atentados haya sido tan masiva como firme.

Por último, Occidente es Túnez, como lo son también muchos países donde las mujeres y los hombres reivindican la autonomía de las esferas de la vida económica, cultural, política y científica, donde se pugna por regímenes realmente democráticos y se lucha por la protección de los derechos humanos, de los derechos de todos bajo un Estado que denominamos laico, o bajo una República como la nuestra, que se define como representativa, democrática, laica y federal; porque también México es Occidente, aunque algunos quisieran seguir violando derechos humanos con el pretexto de usos y costumbres, o el de la preservación de nuestras tradiciones o de nuestra identidad religiosa.

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Profesor investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México (México). Licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Maestro y doctor en Historia y civilizaciones por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, en París, Francia. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel iii. Sus líneas de investigación son: religiones y creencias en el mundo moderno, laicidad y secularización, relaciones Iglesia-Estado. Ha publicado nueve libros como autor único y una docena como coordinador, al igual que más de 70 capítulos en libros y una veintena de artículos en las revistas especializadas de mayor prestigio en su campo. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “El papel del Estado Laico en el desarrollo de los derechos sexuales y derechos reproductivos en América Latina” (2015); “Los debates por venir; definiciones actuales y discusiones futuras sobre las libertades en México” (2015) y “La objeción de conciencia en un Estado laico: lo público de lo privado” (2014).

Véase: Berger (1967).

Véase: Taylor (2007).

“Secularism (…) is an enactment by which a political medium (representation of citizenship) redefines and transcends particular and differentiating practices of the self that are articulated through class, gender, and religion” (Assad, 2003: 5).

En más de una ocasión he sostenido la tesis de que es la transición de formas de legitimidad basadas en lo sagrado hacia formas democráticas (basadas en la soberaníar) lo que define la laicidad de las instituciones públicas. Véase: Blancarte (2009).

Hago aquí referencia a la obra de Émile Poulat, quien al reflexionar sobre el modernismo católico delineó claramente lo que definió como la “integral intransigencia católica”. Para una comprensión de esta perspectiva, véase: Poulat (1977).

Clausewitz señaló que “la guerra no es sino la continuación de las transacciones políticas llevando consigo la mezcla de otros medios”. La frase, obviamente, puede invertirse.

Una línea interesante sobre esta discusión es la que aporta Michael Burleigh en sus textos. Véase: Burleigh (2005 y 2006).

Véase: Blancarte (2008).

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