Junto a las bases materiales de la pobreza, es necesario comprender las dimensiones simbólicas y relacionales que contribuyen a crear, mantener y reproducir la privación. A partir del trabajo etnográfico realizado en un área de alta concentración de pobreza en la periferia de la Ciudad de México, el artículo se orienta a desmantelar los mitos, estereotipos y estigmas sobre los pobres y sus lugares que sustenta el discurso público de la pobreza. Desde una perspectiva sociológica, se indaga de qué manera quienes pertenecen a los sectores más desfavorecidos conviven, resisten y se adaptan a un discurso dominante que los denigra y estigmatiza, cotidiana y sistemáticamente. Se exploran los procesos y mecanismos sociales a través de los cuales los pobres son construidos como los otros, y sus implicaciones para la experiencia de la pobreza, las políticas sociales y la convivencia social. Se examina cómo el discurso dominante de la pobreza, que culpabiliza y demoniza a los pobres por su situación, contribuye a legitimar, consolidar y reproducir las distancias sociales, oscureciendo la naturaleza política y económica de la desigualdad, en un contexto en el que esta última es ampliamente tolerada socialmente.
Besides the material sources of poverty, it is necessary to understand the symbolic and relational dimensions that contribute to create, maintain, and reproduce deprivation. Based on the ethnographic work carried out in an area of high concentration of poverty in Mexico City’s suburbs, this article aims at dismantling the myths, stereotypes and stigmas of the poor and their locations uttered by the official discourse on poverty. This work examines from a sociological perspective how the most disadvantaged segments coexist, resist and adapt to a dominant discourse that stigmatizes them in a daily and systematic way. Te processes and social mechanisms through which the poor are constructed as the others (the otherness) are explored, as well as their implications for the experience of poverty, social policies and social coexistence. It is also examined how the dominant discourse on poverty, which blames and demonizes the poor, contributes to legitimize, consolidate and reproduce social distances, thus hiding the political and economic nature of inequality, in a context were the latter is basically tolerated.
El concepto de pobreza emerge en contextos socioeconómicos, históricos y culturales particulares que molden la experiencia, las representaciones y los discursos públicos sobre la privación. Involucra no sólo a los pobres, sino a los diversos grupos sociales (privilegiados y desfavorecidos) y sus relaciones, así como a las políticas e instituciones que surgen en relación con ésta. La distribución de recursos y oportunidades, la desigualdad, la riqueza y el privilegio son componentes inescindibles de una explicación sociológica del problema.
En el escenario contemporáneo, el discurso público de la pobreza emergente del fundamentalismo de mercado, forma parte de una poderosa narrativa que equipara al Estado de bienestar y la protección social, con la decadencia moral y al imperio del mercado, con lo justo y adecuado. Se trata de un discurso fuertemente normativo, basado en ciertos supuestos teóricos –con pretensiones de universalidad- sobre el comportamiento (racional) de los actores (pobres), evidencias anecdóticas e interpretaciones ad hoc, aunque carentes de evidencias empíricas sistemáticas y confiables (Van Oorschot, 2006; Harkness, Gregg y MacMillan, 2012). La culpabilización y criminalización de la pobreza ha ido a la par de procesos de densificación espacial de las desventajas en ciertas áreas de las ciudades y de una fuerte estigmatización de las periferias más desfavorecidas y sus residentes.
En este contexto, no es suficiente describir las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos y medir sus carencias; necesitamos comprender los modos particulares en que estas condiciones son problematizadas, lo que nos remite a las dimensiones culturales del problema. Estas dimensiones se relacionan con los diversos significados que personas y grupos construyen para interpretar sus experiencias de vida o crear fronteras simbólicas o morales entre categorías de personas o cosas, mediante las cuales se atribuye identidades a “otros” y a sí mismos.
Tradicionalmente, en los estudios sobre la pobreza ha predominado una visión parsoniana de la cultura, entendida como un conjunto unitario y coherente de normas y valores o patrones de comportamiento imputables a un grupo social particular, y por tanto, propensa a ignorar las diferencias intragrupales. Esta visión inspiró y popularizó el concepto de “cultura de la pobreza” acuñado por Oscar Lewis en 1970, que, más allá de la intencionalidad original de su creador (Harvey y Reed, 1996), alimentó estereotipos y estigmas sobre “los pobres” y “su” cultura que se extendieron en el sentido común, sustentando el diseño de numerosas políticas sociales y no pocos trabajos académicos.1 Las tesis sobre la “cultura de la pobreza” fueron absorbidas por el pensamiento conservador y se constituyeron en una herramienta para “culpar a la víctima” y atribuir a los pobres una “cultura de la desviación” (O’ Connor, 2001).
Recientemente, diversas investigaciones sociológicas han contribuido a un resurgimiento de las dimensiones culturales en la agenda de investigación sobre la pobreza, brindando un panorama más sutil, heterogéneo y complejo sobre cómo los factores culturales moldean y son moldeados por la pobreza y la desigualdad (Harding, 2007; Lamont y Small, 2008; Reutter, Stewart, Veenstra, Love, Raphael, Makwarimba, 2009; Small, Harding, Lamont, 2010; Young, 2010). En lugar de “tener” una cultura, los individuos existen en el contexto de, responden a, usan y crean símbolos culturales, a través de los cuales dan sentido a sus vidas. Además de facilitar la comprensión de los significados que adquiere la pobreza en diversas dimensiones y espacios, el esfuerzo de articulación entre los niveles micro (relaciones entre significados, experiencias y toma de decisiones entre los pobres) y macro (supuestos culturales de políticas e instituciones), permite indagar en qué medida y de qué manera estos significados contribuyen a la reproducción de la desigualdad.
Es preciso entonces, desnormalizar y desmoralizar la pobreza y el discurso en torno a ésta; transformarla en objeto de reflexión sociológica.2 Puesto que las fronteras sociales son a la vez culturales y morales, el análisis de las dimensiones materiales de la pobreza difícilmente puede ignorar las dimensiones simbólicas y relacionales que contribuyen a crearla, mantenerla y reproducirla.
A partir del trabajo etnográfico realizado en un área de concentración de pobreza en la periferia de la ciudad de México, el análisis que aquí presento se orienta a desmantelar los mitos, estigmas y estereotipos sobre los pobres y sus lugares que subyacen en el discurso público de la pobreza. Mediante entrevistas en profundidad con sus residentes, se exploraron sus trayectorias biográficas, percepciones y experiencias en torno al lugar de residencia, la ciudad, la pobreza y la desigualdad.3 El objetivo de este artículo es comprender, desde las narrativas y experiencias de los propios pobres, cómo éstos conviven, responden, resisten y se adaptan a un discurso dominante que los estigmatiza y denigra, cotidiana y sistemáticamente. Se indagan los procesos y mecanismos sociales a través de los cuales los pobres son construidos como los otros y sus implicaciones para la experiencia de la pobreza y la convivencia social. Se destaca que las representaciones dominantes sobre la privación contribuyen a legitimar, consolidar y reproducir las distancias sociales, obscureciendo la naturaleza política y económica de la desigualdad y la alta precariedad que caracteriza la inserción laboral de los sectores más desfavorecidos. No se trata sólo de entender qué tan extendida está la pobreza, sino qué tan tolerada socialmente es la desigualdad. Como señala Castel (1997), cuando los umbrales de tolerancia de una sociedad a la invalidación social son muy altos –como es el caso de México- la pertenencia a un mismo conjunto social está en duda.
Construyendo al otro: estigmatización, pobreza y desigualdad en la ciudadLos cambios sociales y económicos experimentados durante los últimos treinta años han hecho del espacio urbano un contexto cada vez más hostil para los grupos más desfavorecidos. Junto a su carácter más excluyente, la pobreza se institucionalizó en servicios de muy baja calidad -escuelas, hospitales, transporte público, infraestructura urbana, vivienda, centros de cuidado infantil destinados sólo a los pobres-. Paralelamente, las brechas sociales se transformaron en abismos y los sectores privilegiados se recluyeron en sus burbujas de privilegio (áreas residenciales, escuelas, universidades, hospitales y centros comerciales), diseñados sólo para ellos.
Si bien en el área metropolitana de la ciudad de México, con una población cercana a los 20 millones de personas, las marcadas desigualdades socioeconómicas entre clases son un fenómeno persistente y de larga data, las brechas sociales se han agudizado y se han hecho cada vez más evidentes, dando lugar a nuevos patrones de urbanización que se expresan en una ciudad de profundos contrastes. Junto a la gentrificación de las zonas centrales y a la emergencia de nuevas áreas residenciales de alta exclusividad, centros comerciales, restaurantes y tiendas de lujo, se produjo un proceso de expansión de la periferia urbana. Las áreas de concentración de pobreza crecieron y se densificaron, mientras que los grandes complejos de vivienda social, ahora a cargo de desarrolladores privados, se localizaron en áreas cada vez más alejadas (Bayón y Saraví, 2013). Al mismo tiempo, otros procesos, menos visibles, contribuyeron a la fragmentación urbana. La interacción social entre las clases privilegiadas y los sectores populares se hizo cada vez más inusual, débil y controlada, evitando –e incluso negando- el encuentro con el otro en los espacios públicos. Se trata de una sociabilidad urbana dominada por la desconfianza, la estigmatización y el miedo, por un uso y significación diferenciados del espacio urbano y por un creciente encierro de los sectores privilegiados paralelo al aislamiento de los más pobres (Ibíd., 2013). Como señala Harvey (2006), la separación entre las clases sociales existe tanto en entornos espaciales como en segregaciones verticales; todo modelo espacial lleva anclado un orden moral; las calles, los vecindarios y las viviendas están cargados de significado social.
Según la encuesta “Lo que dicen los pobres”,4 seis de cada diez entrevistados considera que en el país hay mexicanos de primera y de segunda, ocho de cada diez se considera tratado como ciudadano de segunda, y nueve de cada diez afirma que en este país se discrimina a los pobres, entre otros motivos, por la falta de dinero, educación y por su forma de vestir; seis de cada diez han sentido personalmente vulnerados sus derechos por su situación económica, su nivel educativo y el barrio en el que vive. Más de la mitad de los entrevistados considera que en el país el que nace pobre, muere pobre, lo que revela que la discriminación y el estigma van acompañados de escasas expectativas de mejoramiento a futuro (Bayón, 2009). Entre la población general, la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México realizada en 2005 revela que uno de cada tres entrevistados considera que “los pobres son pobres porque no se esfuerzan lo sufciente”; dos de cada tres sienten desconfianza cuando una persona de aspecto pobre se acerca a ellos y para la mitad de los entrevistados el rechazo es la reacción más común si alguien de aspecto pobre se acerca. Estas actitudes y percepciones son pinceladas que nos permiten tener una primera aproximación sobre cómo la sociedad mexicana se relaciona con la pobreza y sus pobres, a la vez que contribuyen a contextualizar las representaciones que aquí se exploran.
Las percepciones públicas de la pobreza tienen un papel clave en la legitimación de la desigualdad y en la delimitación de las fronteras de la intervención del Estado en la provisión de bienestar, en general, y de las políticas destinadas a los pobres, en particular.
La estigmatización de los pobres es más evidente en contextos donde predomina una visión de la pobreza atribuida a causas individuales, generadora de un discurso moralizador. Desde esta visión, los pobres son considerados “culpables” de su propia situación, de no hacer lo “necesario” por y para sí mismos, producto de una “cultura de la pobreza” y de situaciones anómicas que se transmiten intergeneracionalmente. La explicación por la “pereza” –“si no trabaja es porque no quiere, porque es un flojo”- remite a una idea moral basada en el deber y en la ética del trabajo. Los pobres son acusados de no hacer lo suficiente por ellos mismos, y el gobierno, por tanto, no tiene la obligación de ocuparse de ellos. En contraste, una explicación que enfatiza la dimensión social o las causas estructurales de la pobreza, remite a una idea más global de la sociedad, destacando la posición desfavorable de los pobres en la estructura social, por lo que los poderes públicos tienen el deber de ayudarlos para lograr una mayor justicia social (Van Oorschot y Halman, 2000; Paugam, 2007; Reidpath, Chan, Gifford, Allotey, 2005).
Quienes padecen privaciones suelen estar excluidos tanto de la discusión como del diseño de las políticas orientadas a “combatir” la pobreza. Los pobres pueden ser considerados desviados y peligrosos, apáticos y pasivos, o visualizados como luchadores heroicos que enfrentan cotidianamente carencias y privaciones; en todos los casos somos nosotros lo que deberíamos hacer algo por ellos. Sean como víctimas o villanos, los pobres tienden a ser construidos como el otro, responsables de su situación u objetos pasivos generadores de “preocupación” y carentes de agencia; son quienes deben ser ayudados o castigados, ignorados o estudiados, pero raramente tratados como ciudadanos iguales y con derechos. Se trata de una estrategia de exclusión simbólica y moral que contribuye a culpar al otro de sus propios problemas y de los problemas de la sociedad, a la par que legitima nuestros privilegios y las desigualdades económicas que subyacen a la pobreza (Beresford y Croft, 1995; Pickering, 2001; Lister, 2004).
La construcción del pobre como el otro, así como la estigmatización de que es objeto, es relacional y dependiente del contexto. En efecto, el estigma, como señala Goffman (1970) supone una identidad social devaluada en un contexto social particular; el sujeto estigmatizado lo es a los ojos de otros. Es una construcción social y una representación colectiva que involucra el etiquetamiento, los estereotipos negativos y límites simbólicos entre nosotros y ellos, la pérdida de estatus y la discriminación, en el marco de una relación de poder (Link y Phelan, 2001). Es precisamente el acceso a recursos de poder (social, económico y político) lo que permite que la desaprobación, el rechazo, la exclusión y la discriminación de los sujetos estigmatizados se lleven a cabo, limitando su acceso a diversas oportunidades. Así, el estigma que pesa sobre los pobres y sus lugares está indisolublemente ligado a la desigualdad y contribuye a la aceptación y legitimación de la misma, con efectos fuertemente negativos sobre los sujetos estigmatizados. Como señala Sayer (2005), mientras que el estigma moral de clase afecta precisamente a los grupos más débiles, el privilegio moral se relaciona con las clases acomodadas. Uno de Polanco,5 simplemente de entrada va a decir: puros rateros o mal vivientes o lo que tú quieras. [Pensaría eso] por las formas de… que no tienen sus casas igual, nadie, no tienen limpio aquí, digamos, todavía hay basureros o… las calles mal (…) pensaría que somos rateros… pues sí, la forma de vestir o de caminar, ya sabes, que el rico siempre está más pulido, más vestido y todo eso… o sea que hay muchas cosas que cambian entre un rico y un pobre (Javier, 52 años, entrevista 10). [En las colonias de más dinero] yo creo que tienen la peor imagen (…) Porque pues que dicen, ahí vive la peor gente, ahí vive la gente que no tiene dinero, de bajos recursos, no tienen posibilidades de salir adelante. O sea, hay mucha diferencia entre allá y acá. (…) como yo vivo aquí, yo la veo de otra forma, ¿verdad? Yo digo que mi colonia pues es este… pues está bien, tiene todos los servicios, para mí no hay tanto… como ellos dicen, tanto ratero aquí. O sea, yo veo mucho mejor la colonia que ellos (Ana, 45 años, entrevista 19).
En un contexto en el que predominan los estereotipos negativos, no sorprende que pocos estén dispuestos a reconocerse como pobres. A diferencia de la definición de Townsend (1979), según la cual los pobres son quienes carecen de los recursos necesarios para lograr una participación plena en una sociedad particular, en las narrativas aquí analizadas, los pobres son quienes “no tienen nada”. La pobreza remite a la indigencia, al abandono y al aislamiento, a carencias absolutas y extremas (de alimento, vestido, calzado, vivienda, etcétera), lo que permite, a quienes padecen múltiples privaciones, distanciarse del pobre, ubicarlo en un estatus más bajo que el propio; el pobre es el otro, vive en otro lugar (otra colonia, otra calle, la parte alta o la parte baja del municipio; en suma, carece de lo que yo tengo.
Lo anterior, es congruente con otras investigaciones sobre el tema, cuyos hallazgos cuestionan la existencia de una identidad homogénea de los pobres, como sostiene la cultura de la pobreza (Newman, 1999; Márquez, 2003; Moctezuma, 2012). A fin de distanciarse de quienes se encuentran en situaciones similares de desventaja se construyen límites morales, resaltando como propias ciertas virtudes de las que los otros carecen. Este distanciamiento, ciertamente, está atravesado por ambigüedades y contradicciones. Pus… pobreza es no tener que llevarse de comer a la boca, cómo vestirse, ni cómo calzarse, o sea… bueno… ni tener casa, tener nomás algo provisional, eso es lo que siento que es la gente más, la gente más pobre. (…) De este lado, en esta colonia… no hay mucha pobreza, tengo entendido que por allá arriba sí… o sea, exactamente no sé por dónde, pero sí dicen que es más… En la parte alta sí hay más pobreza, pero aquí yo siento que no son ricos, tampoco tan… estables, son… ¿cómo dicen? media baja, algo así, ¿no? (Virginia, 40 años, entrevista 3). Es como yo le dije ese día a mi hijo, cuando me dijo: “mamá, no me trajeron nada los Reyes Magos”. Hijo, dale gracias a Dios que tienes un techo donde vivir, tienes a tus papás juntos… debes echarle ganas. Cuántos niños no tienen ni qué comer, ni un techo, no tienen donde vivir. O sea, sufren de todo, carecen de todo, no tienen a su mamá… andan en las calles, no tienen que comer. Yo digo que la pobreza es eso. (…) Vaya allá arriba, y hay harto niño bien pobrecito, sus casitas de cartón, los niños descalzos… no tienen de comer. Entonces, por allá arriba sí hay. Sí, pues también pertenece aquí, a Chimalhuacán… por allá, en las partes de allá abajo también hay. No, pero pus aquí no. Yo aquí veo a muchos niños que sí tienen… o sea, sí tienen siquiera zapatos, tienen ropa (Lupita, 41 años, entrevista 5). Una persona que tú digas que es pobre, es porque realmente no tienen para comer… digamos… ahora sí que una… una gente que no pueda hacer nada. Esa sí que es una persona pobre, porque no puede a lo mejor salir adelante, tiene niños y… pues ya no, no puede hacer nada realmente (Pedro, 25 años, entrevista 7).
Paradójicamente, los residentes de estas periferias desfavorecidas no sólo son conscientes del estigma que pesa sobre ellos, sino que suelen compartir las representaciones colectivas de la pobreza en las que dicho estigma se sustenta. Los relatos no sólo incorporan el reconocimiento de la devaluación de que son objeto a la vista de los otros y de su vulnerabilidad a la discriminación (Crocker y Linden, 1998), sino que involucran los estereotipos negativos y el desprecio hacia los (otros) pobres. La criminalización simbólica de los grupos más desfavorecidos es un proceso social dominante y tan difundido que hasta las propias víctimas de los estereotipos acaban por reproducirlos, aunque de manera ambigua (Caldeira, 2007). Así, los prejuicios y estereotipos de las clases medias y altas respecto a los pobres son internalizados por los mismos pobres: la pobreza es una cuestión de actitud, de falta de voluntad. El pobre es el tramposo, el que no se esfuerza, el que “no le echa suficientes ganas”, el otro. Así, los componentes estructurales de la pobreza y la desigualdad se diluyen y ambas se legitiman, enmascaradas por el efecto de naturalización (Bourdieu, 1999). En Chimalhuacán no, no tanto… no, este… no, pobres no. O sea, si hay gente que… es muy humilde, muy… pero pobre no, yo digo que no hay mucha… Si hay… hay poca pobreza. Depende, es como yo le digo, depende de cómo uno quiera vivir, porque como le vuelvo a decir, vea a los niños que están… que en el metro andan descalzos y todo, ¿qué tal si pueden llegar a su casa, y ahí viven bien? O sea, ¿uno cómo se da cuenta de la pobreza, cómo sabe uno que ellos son pobres? ¿Qué tal si al rato si están ellos mismos engañando a uno? (Graciela, 28 años, entrevista 8). Pues yo siento que la (causa de la) pobreza es mucho lo que es la dejadez de la persona. Mucho, mucho la dejadez (…) una cosa es ser pobre y otra cosa es ser sucio. Entonces… o sea, tú puedes ver a las personas que se dicen pobres, o sea que… que ves una pobreza así de casa de cartón y todo eso, o puedes ver a las personas, sucias, su casa sucia, el niño sucio, encuerado, sin peinar, yo siento que eso… esa actitud de las personas… de dejadez, dejadez que eso es lo que hace que la persona sea pobre. (…) Entonces, un gran defecto de aquí es la dejadez de la gente, de la gente, la… que pues digan, ay, pus ya así, ¿no? que no tengan ese hábito de progresar (Carlos, 24 años, entrevista 30).
El establecimiento de fronteras respecto a ellos, los pobres, a la par que permite distanciarse del estigma, contribuye a legitimar la desigualdad, culpabilizando a los propios individuos de su situación. El trabajo, el modo de vestirse, la higiene personal, la limpieza, el aspecto exterior de la vivienda e incluso el modo de adquirirla, son marcadores que operan como límites simbólicos entre los pobres y los que no lo son tanto. Así, se construyen tipologías de pobres: los pobres de afecto y los pobres de dinero, pobres buenos y pobres malos; los que trabajan y los que mendigan. O sea, eso sí se ve, creo que eso sí se ve, la diferencia de una persona que sea muy muy humilde, a una persona que no lo sea tanto (…) Creo que no debería tener relación una cosa con otra. La limpieza con la pobreza…Pero sí, por ejemplo, me he dado cuenta que personas que tienen menos, como que hasta les da más flojera el quehacer, porque “¡ay, mi casa está bien feíta!” o que “mi patio mejor ni lo barro, porque no tengo piso, entonces ahí que se quede la basura” (…) También hay excepciones. Hay gente que… tiene… que está muy pobre, muy humilde, y a nuestra casa tratamos de arreglarla un poquito… o en la ropa, que nos guste andar un poquito más limpios, cosas de ese tipo. Yo creo que ahí se ve más la diferencia (Marcela, 37 años, entrevista 26). Hay veces que si son pobres de dinero es porque a la gente no le gusta trabajar, porque no le gusta buscar trabajo… salen a la calle rogándole a Dios no encontrar, ¿se puede decir así? (…) hay otros pobres, digamos, los niños pobres, porque les faltó amor de la familia, porque les faltó atención o… mucho anciano solo, quien no tiene quién lo vea, se me hace pobre de amor, pobre de afecto. Pero en cuestión de dinero, depende también de la gente, la gente foja se queja de que no tiene dinero, pero tampoco buscan qué hacer, o que… digamos en el metro, pidiendo limosna, señoras jóvenes pidiendo dinero con su niño, cuando hay veces que hay aunque sea de lavaplatos, aunque sea barriendo las casas, no sé, pero el chiste es sacar el dinero para darle de comer a los hijos, que es lo principal. (…) Y esas personas en lugar de causarme dolor, me causan, la verdad, a mí me causan vergüenza, para mí es una vergüenza estar pidiendo (…) que este… que los mandan (a los hijos) a hacer todo eso, pedir dinero, o… hasta robar, obtener dinero de cualquier manera. Creo que eso sí es una vergüenza (Marina, 35 años, entrevista 4).
La vergüenza que siente Marina por quienes llama “pobres de dinero” –a los que considera “gente foja que no les gusta trabajar”- es una emoción socialmente construida que constituye un componente central de la experiencia de la pobreza en contextos socioeconómicos y culturales diversos, particularmente donde predomina una visión individual de la misma (Walker, Bantebya Kyomuhendo, Chase, Choudhry, Gubrium, Jo Yongmie, Lødemel, Leemamol, Mwiine, Pellissery y Ming, 2013). Estrechamente ligada a la experiencia de clase, la vergüenza resulta clave para el ejercicio de la dominación simbólica, puesto que, como señala Sayer (2005) produce conformidad y orden social. Es el resultado de la internalización de expectativas, normas e ideales sociales, que al constituirse en aspiraciones individuales, operan como mecanismos de autodisciplina y autocastigo. Expresa el fracaso de un individuo o grupo para vivir de acuerdo a los modos valorados por otros; es una respuesta al desprecio, la burla o el rechazo de otros reales o imaginados, en especial de aquellos cuyos valores y modos de vida son respetados y admirados. Nos remite a la dimensión subjetiva de la exclusión social, la cual se expresa en insatisfacción y malestar frente a situaciones en las que no se puede realizar aquello que se desea y aspira (Estivil, 2003). Pues aquí no hay mucha pobreza, porque a pesar de todo… los pocos trabajos que hay por aquí te dan para vivir. Muchos básicos. Muchos buenos, muchos no. Yo siento que la misma pobreza se va viendo conforme a las personas de que no quieren trabajar. (…) Es lo que te digo, trabajos hay. Trabajos pa’todo, de albañilería, con el bicitaxi, en los colados, de barrendero, si quieres quedarte a lavar los trastes o lo que tú quieras, te dan trabajo. De una u otra forma puedes generar dinero (Martín, 28 años, entrevista 14).
El trabajo es concebido de manera instrumental, como cualquier actividad generadora de ingresos, como una fuente de sobrevivencia que no se asocia con una vida digna ni con la protección social característica de la sociedad salarial. La explicación de la pobreza por la pereza, choca con una realidad ampliamente extendida, la del trabajador pobre, que aunque “le eche muchas ganas”, no deja de sufrir privaciones. En otros términos, el pobre no es tal por no trabajar lo suficiente, sino precisamente porque trabaja durante largas jornadas en empleos inestables y condiciones inseguras, con escasas oportunidades de mejoramiento y a cambio de muy bajos salarios. Esta realidad pareciera ser “ignorada” por los programas de “combate” a la pobreza aplicados durante los últimos veinte años, que “suponen” que los pobres no están incorporados al mercado de trabajo, opacando las condiciones estructurales de funcionamiento del mismo, que, lejos de permitir escapar de la pobreza es uno de los principales factores que contribuyen a perpetuarla.
Aunque poco extendida, la atribución de la pobreza a causas estructurales no está ausente entre los entrevistados. Entre los principales factores estructurales destaca, precisamente, el escaso potencial integrador del empleo para los trabajadores más desfavorecidos; la precariedad del trabajo, los bajos salarios y las escasas oportunidades de mejoramiento son los aspectos más relevantes en esta explicación de la pobreza. Yo creo que la principal causa de la pobreza es el desempleo, y los que tienen empleo están muy mal pagados, esa es la principal causa, que los sueldos están muy bajos. Por eso es que… cada quien agarra sus negocios por su propia cuenta… negocios propios, prefieren agarrar, este… trabajar en su casa, o ser albañiles… como mi esposo con la tablaroca, que irse a una empresa, porque están muy bajos, es el mínimo, el mínimo, es… empiezan con el mínimo. Y… dos, tres años y no hay aumento, cuatro o cinco años y no hay aumento, se desesperan y se salen del trabajo, y prefieren buscarle por su propio… aunque sea chicles a vender o al tianguis, pero… prefieren. Esa es mi opinión (Silvia, 38 años, entrevista 9). [Hay pobreza] porque la gente se ha dedicado a explotar al mismo ser humano. (…)Porque el cuate que tiene dinero siempre quiere tener más, o sea, no se conforma con un… con lo que ya tiene, sino que quiere más y quiere más y quiere más. Entonces, está explotando a las demás personas, las está explotando, nunca ganan más ellos, él si tiene más, y tiene más y tiene más, y el que trabaja, el que hace el trabajo, ese pues se le deteriora su vida en ese trabajo y nunca tiene nada similar al que nada más explota (Santiago, 33 años, entrevista 11).
Las representaciones de los sectores más desfavorecidos son casi siempre espacializadas y su valoración negativa suele traducirse en una patologización de sus espacios (barrios, escuelas, calles, etcétera). Los estigmas territoriales constituyen un elemento fundamental de la experiencia subjetiva de quienes residen en estos lugares, evidenciando la conjunción de desventajas asociadas al espacio social y al espacio físico. Así, la descalificación espacial emerge como la expresión territorializada de la descalificación social, ya que a los estigmas tradicionalmente adjudicados a la pobreza se superponen los estigmas territoriales (Wacquant, 2001; Paugam, 2007).
Estos estigmas son construidos mediática y políticamente por medio de “imágenes de lugar”, que asocian “tipos de lugares” habitados por “tipos de gente”, criminalizados y demonizados como la encarnación de todos los males y peligros sociales (Reay, 2004; Silbey, 1995; Watt, 2006). El modo en el que el problema de la pobreza es enmarcado afecta no sólo el modo en que la historia es contada, sino cómo el problema es percibido. En su análisis sobre cómo la televisión norteamericana contribuye a crear y consolidar estereotipos negativos sobre la pobreza y los beneficiarios de programas sociales, Bullock, Fraser y Williams (2001) destacan que la privación es presentada mediáticamente de dos modos básicos: como un conjunto de comportamientos que amenazan el bienestar y la seguridad de la comunidad (relacionados con delitos, drogas y pandillas) o como los sufrimientos, padecimientos y carencias de los pobres. La imagen de los receptores de programas sociales responde a estereotipos clasistas, sexistas y racistas, que tiende a culpabilizar a los pobres por su situación, y las referencias a dimensiones estructurales (mercado de trabajo, desigualdad, provisión de servicios, etcétera) son casi inexistentes; el eje no suele ser la eliminación de la pobreza ni sus causas, sino la dependencia de los programas sociales.
En su análisis sobre un conjunto habitacional de interés social en la periferia de la ciudad de Buenos Aires, Kessler (2012) señala que si bien la estigmatización mediática no crea las desventajas del lugar, agrava los procesos de deterioro de las condiciones de vida y obstaculiza la acción colectiva para obtener mejoras. A su vez, dicha estigmatización refuerza internamente prejuicios preexistentes hacia otros subgrupos -permeados por el racismo y la xenofobia hacia los residentes de países limítrofes- lo cual, si bien constituye una estrategia para distanciarse de los estereotipos negativos, debilita las redes comunitarias a nivel local (Ibíd., 2012).
En nuestra localidad de estudio, el análisis de la construcción mediática de imágenes de lugar y estigmas territoriales, se realizó a través de la revisión de las notas aparecidas sobre Chimalhuacán en dos periódicos de cobertura nacional entre 1999 y 2011, período en el que se contabilizaron 265 notas (166 en El Universal y 99 en La Jornada). Se encontró que casi la mitad de los artículos (47.5%) hacían referencia a carencias, deficiencias o rezagos en la provisión de servicios e infraestructura urbana (provisión de agua, recolección de basura, drenaje, inundaciones y transporte); 24% se referían a problemas de inseguridad y violencia (feminicidios, violencia intrafamiliar, pandillas y corrupción policial) y 19% a confictos entre grupos caciquiles y prácticas clientelares (denuncias de fraude electoral, enfrentamientos armados, fraccionamientos irregulares, disputas por la provisión de servicios). En varios de estos artículos, las propias autoridades municipales (y en ocasiones los mismos periodistas) se refieren a Chimalhuacán como el municipio urbano más marginado del país (a pesar de que estas afirmaciones no se sostienen en las evidencias empíricas disponibles, tales como los diversos índices de marginación y niveles de pobreza), enfatizando los rezagos, el caos urbano, la descomposición social, y la violencia. Es decir, los políticos locales -con frecuencia los propios presidentes municipales- contribuyen a construir, difundir y consolidar estereotipos negativos sobre el lugar. Dicha estrategia, básicamente orientada a obtener fondos públicos adicionales para el municipio, alimenta y consolida los estigmas y temores sociales. Aunque la concentración espacial de desventajas, ciertamente, no es un “invento” de la prensa o de los caciques locales, el tratamiento que se hace de éstas, y la asociación de la pobreza con “todos” y los “peores” males sociales, hacen del lugar una zona prohibida, un área a evitar, o en términos de Bauman (2009) un espacio vacío en el mapa mental de los sectores medios y altos, e incluso de los residentes de colonias populares cercanas. Así, los estigmas agudizan el temor de los de afuera hacia el lugar, denigra a sus habitantes y profundizan su aislamiento. Violencia, drogadicción, narcomenudeo, desintegración familiar y marginación social, son los jinetes del apocalipsis de Chimalhuacán. (…) En el municipio se concentran todos los males de la pobreza: desempleo, inseguridad, analfabetismo, violencia extrema y problemas de salud.6
Estas representaciones sobre los modos de vida de los sectores más desfavorecidos y los lugares donde viven con frecuencia oscurecen o ignoran las causas de sus desventajas. Las características “culturales” de los sectores pobres tienden a ser causalmente fusionadas con las características económicas de la pobreza (Haylett, 2003). La escasa o nula referencia a los determinantes estructurales de los problemas sociales que se concentran en estas áreas, remiten a un discurso que asocia las privaciones materiales con carencias morales. Los recursos educativos, el empleo y los niveles de ingreso, suelen discutirse junto a -y sin ser distinguidos de- la estructura y dinámica familiar, la crianza de los hijos y las actitudes de los jóvenes hacia la educación, el trabajo y el delito.
La estigmatización criminalizante de la pobreza en las áreas periféricas suele recaer en un grupo particularmente demonizado: los jóvenes. Ser joven y residente en los barrios periféricos (en nuestro caso en el oriente de la ciudad de México) se traduce en ser “peligroso”, “violento”, “vago”, “ladrón”, “drogadicto”, “malviviente” y “asesino” en potencia (Reguillo, 2000; Saraví, 2009). “Los jóvenes del oriente” son presentados como una masa homogénea e indiferenciada, cargada de atributos negativos y la “desintegración familiar” como principal “culpable” de sus problemas, sin referencia alguna a constreñimientos estructurales. Cerca de 100 de cada mil estudiantes de niveles primaria y secundaria, que habitan en municipios de gran marginación de la zona oriente, están en riesgo de presentar problemas de alcoholismo, drogadicción y vandalismo, a causa de la desintegración familiar. (…) En centros educativos, ubicados en zonas marginadas de Nezahualcóyotl y Ecatepec, de cada mil alumnos 50 de ellos padecen adicciones como alcoholismo y drogadicción, mientras que en localidades como Chimalhuacán la cifra se triplica (Dirigente del grupo magisterial Nezahualcóyotl-Chimaluacán).7 A cambio de 500 pesos o una porción de droga sintética como las piedras o las grapas, bandas organizadas del Estado de México y Distrito Federal reclutan a jóvenes cuyas edades fluctúan entre los 14 y 20 años de edad, para robar automóviles que se venden a comercializadoras de autopartes. (…) Los jóvenes, principalmente menores de edad, son resultado de familias desintegradas que ante la falta de oportunidades de estudiar y de trabajo, son presa fácil de la drogadicción y de la criminalidad (El Universal, 26/3/2006). Para los pandilleros de Chimalhuacán y de municipios de la zona oriente del Estado de México quedó atrás asesinar a sus víctimas con una roca sobre la cabeza. Ahora, los ejecutan hasta con armas de alto calibre. (…) En la década de los 90 y aún en los primeros años de este siglo, las pandillas desfiguraban el rostro de sus oponentes con piedras, rocas y tubos hasta que no los reconocieran ni sus familiares, pero desde hace tres años, estiman las autoridades de Chimalhuacán, el municipio urbano más pobre del país, las bandas aniquilan a rivales con armas. (…) En la parte baja de Chimalhuacán ya hay niños de ocho años que se han incorporado a las gangas (El Universal, 4/10/2008).
El exagerado énfasis en la delincuencia y la violencia con que los medios presentan a estos barrios construye una imagen universalmente negativa y estigmatizante que los asocia con todos los “horrores” de la vida urbana, exacerbando los temores de los sectores privilegiados (Gilbert, 2007). El estigma se construye fusionando y confundiendo las condiciones de la vivienda y el lugar con la gente que vive en ellos. Sus habitantes no son sólo visualizados como gente viviendo en condiciones precarias, sino como portadores de defectos personales y carencias morales (Ibíd., 2007). En congruencia con otros estudios, los relatos evidencian la profunda violencia simbólica que se ejerce a través de los estigmas territoriales, puesto que sus residentes tienen un claro conocimiento de los mismos (Lupton, 2003; Deay, 2004, Warr, 2005; Saraví, 2009; Kessler, 2012). Pues por lo que dicen en la noticias, han de pensar que la gente de Chimalhuacán es de lo peor, y tantito la apariencia que tiene la colonia, y tantito las noticias que le ponen su toque… se acaba de completar el cuadro (Francisco, 33 años, entrevista 16). [Los de afuera] piensan que Chimalhuacán es un caos. Piensan que es una zona conflictiva, de drogadicción. Lo tienen de lo peor (…) [Donde yo vivo] si les digo “vamos a Chimalhuacán” me dicen: “No, no, las colonias… por allá, donde estás, matan a la gente” (…) “No, mira nomás, no sé por qué estás allá trabajando, si es una zona violenta”. Y no es cierto, la gente es… si uno sabe encontrarle sus situaciones, es gente noble, muy participativa (director de escuela primaria). Pues yo siento que en las colonias de más dinero ellos han de pensar que la gente de Chimalhuacán es de lo peor; que hay mucha delincuencia, que hay mucha drogadicción; que hay mucho vandalismo, precisamente porque es gente de… más bajo nivel (Armando, 47 años, entrevista 13).
La internalización de actitudes y creencias negativas sobre uno mismo, contribuyen a erosionar la autoestima y a debilitar las aspiraciones, operando como una barrera para desarrollar y mantener diversas conexiones sociales fuera del barrio y en una variedad de circunstancias. Paralelamente, los estereotipos negativos acerca del lugar desalientan a quienes no residen allí a visitarlo, o a relacionarse con sus residentes, profundizando la homogeneidad de las redes sociales y el aislamiento de quienes residen en el lugar.
Una de las estrategias desarrolladas por los residentes de estos espacios para responder o contrarrestar los procesos de homogeneización y demonización consiste en construir una imbricación de buenos y malos aspectos del lugar (Reay, 2004). Los estigmas generan percepciones contradictorias que oscilan entre las propias percepciones negativas sobre el lugar y la negación de los estereotipos, por considerarlos una representación injusta y desvalorizante. Las narrativas evidencian las dificultades para desafiar estas imágenes de lugar y ubicarse fuera de las representaciones dominantes. Desafortunadamente, por fuera sí se tiene una imagen un poco deteriorada de Chimalhuacán. Y es triste, porque yo vivo aquí (…) Está exagerado ¿por qué? Por los medios de comunicación, por la gente que va y habla otras cosas, por las condiciones de vida que hay, por los caminos, por muchas cosas. Por ejemplo, la situación de los chimecos que atropellaron a (una mamá con su niño)… sí es algo muy delicado, pero generalmente la gente que vivimos aquí, lo exageramos. (…) Son muchas cosas que, cuando tú las vives aquí y de repente lo escuchas afuera, pues dices con la pena, pero sí es cierto (Marta, 26 años, entrevista 31). La imagen que dan los medios…pienso que… pues… que… que mucho es cierto. No es malo, parece que es malo, pero también siento que sí es verdad. O sea, que sí hay mucha carencia aquí, muchas necesidades, y yo creo que también por eso se da la delincuencia. El pandillerismo (…) no me gusta mucho que se vea así, lo que es Chimalhuacán, pero pues no tenemos otra alternativa (Marcela, 37 años, entrevista 26). Cuando me… cuando estaba en Estados Unidos y compré mi terreno aquí en Chimalhuacán, pasó lo de la Loba. No sé si tú viste que hubo muertos. Y ya todos los que sabían que ya había comprado el terreno, decían: “Híjole! allá compraste tu terreno, no, ese no vale nada, ¡adónde te fuiste a vivir!” Y la realidad es que hay una tranquilidad aquí, no hemos visto que maten a nadie por aquí (…) O sea, hay que vivir para darse cuenta realmente cómo es la colonia (Santiago, 33años, entrevista 11). 8
El análisis previo evidencia que la representación dominante de la pobreza, que tiende a culpabilizar a los pobres de su situación, no sólo es internalizada por los más desfavorecidos, sino que va acompañada de una marcada estigmatización y demonización de sus lugares, lo que supone un proceso de persistente y cotidiana degradación simbólica. Los residentes de estos espacios son plenamente conscientes de los estereotipos negativos que se construyen sobre ellos y sus lugares: “bajo mundo”, “donde vive la peor gente”, “vivir en el basurero”. Los pobres son los que “no quieren trabajar”, los que “no tienen el hábito de progresar”, “los que no pueden salir adelante”. A la par del malestar emergente de una marcada concentración de desventajas objetivas, la estigmatización debilita la vida y la pertenencia comunitaria. En una zona de pobreza homogénea, pensar en el pobre como el otro ciertamente no contribuye a establecer lazos comunitarios y solidaridad entre los más desfavorecidos. Desafiar los estigmas supone no ser como ellos; la cotidianidad de la pobreza convive así con la descalificación y la marginación social.
Las experiencias, imágenes y representaciones del lugar difícilmente pueden ser entendidas fuera de una estructura de oportunidades marcadamente restringida y restrictiva, donde lo relevante no es sólo el acceso, sino la baja calidad de las mismas. En otros términos, la desconfianza entre los vecinos, la inseguridad y la violencia en los barrios periféricos no puede comprenderse fuera de un contexto que relega a los pobres a los espacios más alejados y peor equipados de la ciudad, los peores trabajos, salarios miserables y escuelas y hospitales de dudosos estándares y calidades.
Como de manera clara y directa señalan Wilkinson y Pickett (2009), la mejor manera de reducir los perjuicios causados por los altos niveles de desigualdad es, precisamente, reducir la desigualdad. Ya no puede seguir desviándose la mirada en tanto que está en juego la convivencia social misma. Sólo a través de la redistribución de la insultante concentración de la riqueza y la opulencia, del achicamiento de las brechas generadoras de mundos aislados, podrá “combatirse” de manera efectiva la pobreza. Es preciso evidenciar y desenmascarar el cinismo de un discurso dominante que responsabiliza a los propios pobres de sus carencias y reemplazarlo por un discurso (y una realidad) de derechos; sobre todo, el derecho a una vida digna y a ser tratados como semejantes.
Doctora en Sociología por la Universidad de Texas, Austin. Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, (México). Sus líneas de investigación son: sociología de la pobreza y la desigualdad; segregación espacial urbana; políticas sociales y ciudadanía. Entre sus publicaciones recientes destacan: “Hacia una sociología de la pobreza: la relevancia de las dimensiones culturales” (2013); “Te Cultural Dimensions of Urban Fragmentation: Segregation, Sociability and Inequality in Mexico City” (en coautoría con Gonzalo Saraví) (2013); “El lugar de los pobres: espacio, representaciones sociales y estigmas en la ciudad de México” (2012).
Como resultado de sus investigaciones en México y Puerto Rico, Lewis desarrolló el concepto de cultura de la pobreza, según el cual, las poblaciones marginadas desarrollan patrones de comportamiento particulares para enfrentar su situación (bajas aspiraciones, apatía política, indefensión, provincialismo y distanciamiento de los valores de la clase media, etcétera). Desde esta perspectiva, los pobres se orientan hacia el presente y la gratificación instantánea, prefieren la felicidad al trabajo, valoran más las redes familiares que las consideraciones morales sobre lo correcto e incorrecto, tienen relaciones sexuales con múltiples parejas durante el curso de vida, etcétera. Esta “cultura”, o más bien “subcultura” tiende a perpetuarse, más allá del cambio en las condiciones estructurales, e impide a los pobres escapar de su situación de desventaja (Lewis, 1970).
Como ya lo señalara Simmel ([1908] 1986), hace más de un siglo lo sociológicamente pertinente no es la pobreza como tal, sino la relación de interdependencia entre la población que se designa como pobre y la sociedad de la que forma parte.
Realicé el trabajo de campo en Chimalhuacán, municipio ubicado en el oriente de la ciudad de México que conforma una amplia periferia que concentra la población más desfavorecida del área metropolitana. La localidad estudiada pertenece al Estado de México, se ubica a 30 km del centro del Distrito Federal y es una de las que presenta mayores niveles de rezago social y concentración de desventajas del área metropolitana. Ha experimentado un rápido crecimiento poblacional en los últimos años (especialmente durante la década de los noventa): en sólo tres décadas su población se multiplicó por diez. Más de 60% de sus 620,000 habitantes viven en condiciones de pobreza (coneval, 2010). El principal factor de atracción poblacional ha sido la disponibilidad de terrenos baratos, situados en asentamientos informa les donde predomina la autoconstrucción de vivienda en suelos salitrosos, de escasa permeabilidad y susceptibles de inundaciones. Se realizaron 36 entrevistas, 31 con residentes y 5 con actores locales (funcionarios municipales, directores de escuelas y centros comunitarios). El trabajo de campo se realizó durante 8 meses en el transcurso del 2008.
Realizada en 2003 por la Secretaría de Desarrollo Social a la población en condición de pobreza a nivel nacional.
Una de las áreas en la zona poniente de la ciudad donde residen los grupos privilegiados ubicada en la delegación Miguel Hidalgo.
Se refiere al conficto generado por los resultados de la elección del gobierno local de Chimalhuacán, ocurrido en 2000, en el cual, con armas de fuego, piedras y palos, se enfrentaron dos grupos caciquiles pertenecientes al Partido Revolucionario Institucional. Murieron 10 personas y más de 30 resultaron heridas. “La Loba”, apodo de la lideresa de una de esas organizaciones, fue culpada por el enfrentamiento y sentenciada a 50 años de prisión.