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Vol. 59. Núm. 221.
Páginas 19-49 (mayo - agosto 2014)
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Vol. 59. Núm. 221.
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Más allá de la representación y del clientelismo: hacia un lenguaje de la intermediación política1
Beyond Representation and Patronage: Towards a Language of Political Intermediation
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Adrián Gurza Lavalle
,2
, Gisela Zaremberg**
* Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de São Paulo (Brasil). Investigador del Centro Brasileiro de Análise e Planejamento y del Centro de Estudos da Metrópole. Realizó el postdoctorado en el Institute of Development Studies (2005), el Doctorado en Ciencias Políticas en la usp y la Maestría en Sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México (1994). Es Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública por la unam (1991). Sus líneas de investigación son: sociedad civil, teoría democrática, teorías de la representación y espacio público. Entre sus últimas publicaciones destacan: La innovación democrática en América Latina. Participación, representación y control Social (2010) y O Horizonte da Política. Questões Emergentes e Agendas de Pesquisa (2012).
** Profesora-investigadora en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede México (México). Doctorado en Investigación en Ciencias Sociales, Maestría en Políticas Sociales y Licenciatura en Sociología por la Universidad de Buenos Aires. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel II. Sus líneas de investigación son: representación política, redes de políticas, gobernanza y género. Entre sus últimas publicaciones destacan: Votos, mujeres y asistencia social en el México priista y la Argentina peronista (1947–1964) premio Donna Lee Van Cott al “Mejor Libro sobre Instituciones Latinoamericanas” de lapis, lasa (2010); Redes y jerarquías: participación, representación y gobernanza local en América Latina. Volumen 1 y 2 (2012 y 2013).
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Este artículo propone repensar los alcances conceptuales del término intermediación política, para iluminar los horizontes del análisis de la política indirecta, cuya gama de posibilidades ha sido usualmente pensada como si estuviese confinada entre los extremos de la representación política electoral tradicional formal y el clientelismo como intermediación política informal. Se trata de ampliar el análisis de la representación política y de otras modalidades de intermediación política, desmarcando la reducción habitual de la primera a la pura representación electoral y de las segundas a mero clientelismo, sin prescindir, sin embargo, de ellos. Se realiza al final un breve ejercicio de análisis preliminar de casos de innovación democrática empíricos (consejos, foros, conferencias, interfaces gobierno-sociedad) para observar las capacidades analíticas de la nueva ampliación conceptual.

Palabras clave:
representación
clientelismo
intermediación política
innovación democrática
Abstract

This paper proposes rethinking conceptual scopes of the term “political mediation”, in order to illustrate the analytical scope of indirect politics, whose range of possibilities has usually been thought of as if contained between the extremes of political representation and patronage. An analytical exercise is offered as one possible and tentative path to specify not only a vocabulary which is more sensitive to the demands of the present but to –in the words of Bunge– allow the initial reinterpretation of old symbols of our political vocabulary. To this end, in addition to a linguistic and conceptual journey of the term “intermediation”, three analytical dimensions of indirect policy are developed; thus facilitating dialogue with theories of representation, and leading to an analytical model that we call “cube of indirect politics”. We conclude with a brief case classification exercise intended to show the displacements produced by this model in understanding certain indirect political experiences.

Keywords:
representation
clientelism
political intermediation
democratic innovation
Texto completo

Necesitamos las distinciones entre las ideas y sus expresiones lingüísticas (por ejemplo, entre teorías científicas y sus correspondientes lenguajes), porque tenemos que aceptar que todo cambio científico profundo supone no sólo la introducción de nuevos símbolos sino también la reinterpretación de símbolos viejos.

(Mario Bunge, 2000: 53).

Introducción

Este artículo propone repensar los alcances conceptuales del término intermediación política para iluminar los horizontes del análisis de la política indirecta, cuya gama de posibilidades ha sido usualmente pensada como si estuviese confinada entre los extremos de la representación política y el clientelismo. Se trata de ampliar el análisis de la representación política y de otras modalidades de intermediación política, desmarcando la reducción habitual de la primera a pura representación electoral y de las segundas a mero clientelismo, sin prescindir de ellos.

A lo largo de buena parte del siglo XX se construyó una doble sinonimia entre intermediación política legítima y representación política, por un lado, y entre la representación y el gobierno representativo. En el plano de la teoría política, esta sinonimia operó como un doble obstáculo epistemológico en el sentido de Bacherlad (1974), es decir, obstáculos hechos de ideas que impiden pensar u operan contra el pensamiento. En primer lugar, la sinonimia inhibió el desarrollo de teorías de la representación política no centradas en la representación electoral y sus dispositivos de autorización, mandato y sanción (Castiglione y Warren, 2006; Gurza Lavalle e Isunza, 2011; Gurza Lavalle, Houtzager y Castello, 2006).3 Sin embargo, el mundo de la representación política siempre fue más amplio y diverso que el de la representación electoral, aunque ésta se haya vuelto la modalidad de representación política por antonomasia en el gobierno representativo. Las representaciones ex oficium (embajadores, cónsules) en el escenario de las relaciones internacionales, o el ministerio público en el plano no subnacional, constituyen ejemplos estatales. En el terreno societal, la excepción más notable en el siglo XX fue la representación funcional por la vía de los sindicatos, pero intereses de grupos sociales han sido representados ante el Estado por diversos intermediarios y en canales distintos, no sólo mediante partidos y en el circuito electoral (Schmitter, 1992; Zaremberg, 2012).

En segundo lugar, dicha sinonimia también generó efectos restrictivos sobre la teorización de la intermediación política no electoral, induciendo una asociación analítica persistente entre intermediación (no electoral) y modalidades informales de mediación, a menudo y no sorprendentemente depositarias de valoraciones negativas. En este contexto, “clientelismo” fue el término que corrió con más fortuna en la condensación de esas características negativas, aunado de las personificaciones sociológicas locales: padrinos políticos, caciques, cabos electorales, caudillos, gamonales, punteros (Auyero, 1999). En el mejor de los casos, la intermediación fue estudiada empíricamente en el plano micro y en el análisis relacional como brokerage (Marsden, 1982; McAdam; Tarrow y Tilly, 2001),4 pero sin desarrollos teóricos equivalentes en la teoría política o para planos meso e macro sociológicos políticamente relevantes (regímenes de brokerage, por ejemplo). También en este caso, la diversidad de experiencias de intermediación política desborda las fronteras de un concepto como “clientelismo”, definido comúnmente por su carga negativa cristalizada en alguna modalidad de asimetría ilegítima y con frecuencia en oposición a formas “modernas” de hacer política.

Así, el vocabulario de la teoría política tendió a demarcar el rico universo empírico de la intermediación política en conjuntos excluyentes de fenómenos polarizados: representación/participación y representación/clientelismo. Por un lado, en el plano de las experiencias directas e indirectas legítimas y, por lo mismo, con valencia positiva, la representación electoral constituía el recurso para instituir la política indirecta, garantizando que ella estuviera sujeta a algún grado de control (autorización y rendición de cuentas) por parte de los representados. Su complemento, de naturaleza distinta y opuesta, era la participación: manifestación por excelencia de política directa y expresión de preferencias en primera persona del singular. En principio, ambas legítimas: una debido a la autorización y la rendición de cuentas, y la otra porque se encuentra amparada por derechos fundamentales y porque en ella el individuo actúa de modo no mediado, es decir, habla en nombre propio. Obviamente se trata de una dicotomía analíticamente defectuosa (varios lo han notado, por ejemplo Plotke, 1997), pues en el plano lógico lo opuesto de la participación es la abstención, aunque la participación haya sido construida históricamente como una oposición a la representación en el campo de la teoría democrática y de la crítica a la democracia (Gurza e Isunza, 2011). Además, si bien representación y participación pueden ser excluyentes bajo ciertas interpretaciones, la oposición está lejos de ser exhaustiva, en los términos de Bobbio (1987), es decir, entre ambas hay un universo de experiencias que escapa de esa clasificación binaria.

Por otro lado, cuando se introduce la dimensión legitimidad o ilegitimidad de las prácticas de intermediación, la representación política emerge como opuesta al clientelismo, por definición resistente cuando no exento de control y con componentes de subyugación gracias al intercambio de beneficios que aquel que ocupa la posición de patronazgo le ofrece a la clientela (Auyero, 1999).5 No obstante, la diferenciación entre clientelismo y elecciones es menos nítida de lo que el alto contraste normativo de los términos permitiría suponer, y no es de extrañarse que el clientelismo sea usado como un epíteto para denunciar la política del otro (D'Avila Filho, 2008). También en este caso, la dualidad es defectuosa: sugiere que toda mala representación deviene en clientelismo y, viceversa, que todo buen clientelismo se transmuta en representación, pero el concepto de representación se encuentra restringido previamente a aquella ejercida en el gobierno representativo. En otras palabras, los términos no son exhaustivos ni simétricos en su relación de significación recíproca.

El repertorio de posibilidades iluminadas por este vocabulario es sorprendentemente limitado y sesgado. El concepto “participación” puede remitir a prácticas “exitosas” o “malograrse” y devenir algo distinto que demanda otro término (frecuentemente, “cooptación”), pero en ningún caso es una distinción analítica acuñada para pensar la intermediación política. A esta última corresponden la representación política y el clientelismo, con valencia normativa invertida. No obstante, suponer que todo lo que rodea el “continente” de la representación (electoral) es un “océano” de clientelismos, de formas irregulares y precarias de ejercicio de la política indirecta, o un mundo diferente de política no mediada (participación), es una opción analíticamente infecunda delante de las demandas de conocimiento que plantea el escenario de las democracias contemporáneas y, en especial, de las transformaciones políticas en América Latina.

Por supuesto, los lenguajes y la diferenciación de vocabulario que le son inherentes no son limitados en sí, sino en función de la diversidad y relevancia contextual de los referentes empíricos que se pretende significar. Algo cambió en el mundo en relación con la legitimidad de las democracias y a la pluralización de instituciones que hoy las integran con funciones correctivas, suplementarias e inclusive antagónicas (Gurza Lavalle; Houtzager y Castello, 2006; Scarrow, 2006; Gurza Lavalle e Isunza, 2011; Zaremberg, 2012), evidenciando la pobreza de nuestro lenguaje teórico para aprehenderlo. Si se intentase describir algunas de las experiencias de innovación democrática y de radicalización política de América Latina con ese vocabulario que define modalidades informales y perjudiciales o indeseables de intermediación (”clientelismo”), modalidades autorizadas, sometidas a rendición de cuentas, e institucionalizadas de intermediación (“representación”) y modalidades de agencia directa no mediada (“participación”), probablemente tendríamos que permanecer mudos o conformarnos a usar palabras que no corresponden a las “cosas”.

Permanecer mudo o denominar imprecisamente el mundo no son las únicas alternativas. También es posible explorar otro vocabulario. Argumentamos que un vocabulario centrado en la intermediación política permite observar diversas modalidades de política indirecta, descentrando la representación electoral como polo superior y parámetro normativo. La representación electoral es una y sólo una modalidad de intermediación política que, dependiendo de la dimensión analizada, no ocupa a priori posiciones superiores. Desarrollamos un modelo teórico tridimensional para alinear en un continuum toda la política indirecta. Ello supone suspender la polaridad con la participación, es decir, enfocar tan sólo modalidades de política mediada. Ofrecemos un ejercicio analítico como un camino posible y tentativo no sólo para especificar un vocabulario más sensible a las demandas del presente, sino para, en las palabras de Bunge, permitir la reinterpretación de los símbolos viejos de nuestro vocabulario político.

En los próximos dos apartados se presentan, primero, un análisis lingüístico de la intermediación política, así como la definición de intermediación aquí utilizada y, luego, las ventajas de pensar la intermediación política como un continuum. Además, tres secciones sucesivas en la segunda parte desarrollan cada una de las tres dimensiones analíticas de la política indirecta, privilegiando el diálogo con las teorías de la representación. Esta opción obedece no sólo al hecho de que se trata de un campo teórico con acumulación sistemática de reflexiones teóricas sobre intermediación política, sino más al propósito de hacer evidente para el lector en dónde reside la especificidad de las distinciones analíticas desarrolladas. Por último, el artículo termina, a guisa de conclusión, con la presentación integrada de las tres dimensiones en el cubo de la política indirecta y con un breve ejercicio de clasificación de casos, con la intención de mostrar los desplazamientos producidos por el modelo en la comprensión de ciertas experiencias de política indirecta.

El lenguaje de la intermediación

Para analizar la intermediación y su especificidad en relación con la representación es posible comenzar por un lugar diferente. No se parte del análisis de las diferentes perspectivas conceptuales existentes sobre los dos conceptos, sino de un rodeo lingüístico para entender el vocablo “intermediación”, y desde allí aportar un concepto útil (en la próxima sección) para pensar la intermediación política como un continuum. Este ejercicio de esclarecimiento analítico permite explorar qué puede haber de diferente entre el concepto de representación y el de intermediación, y cuáles son las especificidades del segundo término desde una perspectiva pre-teórica, antes de que los conceptos y su relación con las teorías deslicen sus presupuestos analíticos (Zemelman, 1993 y 1997). Así, al mostrar la utilidad de incorporar la intermediación al vocabulario de la teoría, el recorrido prepara el terreno para arribar a la propuesta del continuum de la intermediación política. El recorrido nos permite mostrar que el término intermediación presenta varios significados. Especialmente significa, a la vez, “ser medio de” (ser vehículo o matriz) y “estar en el medio de” (estar entre, en la medida justa). Tal como expondremos, diversos significados superpuestos también implican, por un lado, una acepción normativa de intermediación como tercera parte que actúa imparcialmente en pos del bien común (enfatizando especialmente la resolución de conflictos). Por otra parte, y por el contrario, la intermediación se erige como intervención particular para hacer posible una gestión específica. Esta constatación primigenia en torno a las contradicciones propias del término intermediación nos será útil para que, en una segunda parte, podamos abandonar concepciones normativas que identifican la “buena intermediación” con una modalidad específica de representación política (electoral), tratando diferentes dimensiones de la intermediación política de modo más descriptivo y tipológico.

Para desarrollar este primer momento del argumento, en principio utilizaremos algunas de las guías lógicas de Mario Bunge (2000) para construir conceptos, así como la estrategia de genealogía de la filosofía de Oxford seguida por Pitkin (1967), aunque aquí, es claro, sin ninguna pretensión de exhaustividad. También en este caso, los usos lingüísticos y la metáfora sirven como brújula al propósito de la construcción de teoría, aunque no alcancen a completarla.

Aunque parezca pedestre, es útil comenzar con una definición de los posibles significados corrientes de la palabra “intermediar” para luego observar sus usos y su etimología. Resulta interesante observar que la palabra “intermediar” en su acepción moderna tiene significados principalmente asociados, por un lado, a la resolución de conflictos (con toda una gama de derivaciones en el ámbito jurídico) y por otro, a la acción de facilitar, lograr, conectar intercambios económicos (con toda una derivación de términos relacionados especialmente con la intermediación financiera) (Diccionario de la Real Academia Española).6 Un conjunto de significados secundarios son de índole posicional, es decir, remiten a la ubicación en el medio de partes o agentes.

En los diccionarios, “intermediación” admite dos acepciones principales. En primer lugar, significa “actuar poniendo en relación a dos o más personas o entidades para que lleguen a un acuerdo” (drae, 2010: 403). En segundo lugar se alude a “mediar entre dos o más personas, y especialmente entre el productor y el consumidor de géneros o mercancías” (Ibíd., 2010: 403). Lo interesante de estas dos acepciones es que en una se concibe que quien intermedia tiene que ser neutral o imparcial, desprovisto de intereses particulares y adversos a decisiones parciales para poder favorecer un acuerdo. En ese sentido, el que está intermediando no debe ganar ni perder con los resultados de su gestión, aunque sea posible pensar que ejerza funciones asalariadas por terceras partes o por las dos partes en conflicto.7 La otra, por el contrario, abre espacio a la ganancia y al interés particular.

Aparentemente, el primer significado ha resultado más recurrente, de manera no necesariamente explícita, en la literatura propia de la intermediación jurídica y especialmente en los discursos sobre intermediación de derechos laborales. Allí se observa que mientras la idea de representación alude a si las organizaciones representan adecuadamente los intereses (y derechos) substantivos de los trabajadores, la idea de intermediación parece aludir en cambio, a la intervención imparcial de un tercero (típicamente el Estado, pero también las organizaciones de la sociedad civil) que interceden en el conflicto laboral para lograr un acuerdo. En este caso, el tercero adoptaría una posición de mediación universal/pública/ imparcial entre dos opuestos que luchan por intereses particulares.

En el segundo significado se concibe generalmente que quien intermedia extrae particularmente ganancias cuantiosas por ubicarse, precisamente, en el lugar que conecta a dos que, de no existir dicha intermediación, no podrían realizar el intercambio económico (por ejemplo, la intermediación financiera que conecta el capital con la producción). Esta parece ser la connotación más recurrente en la literatura sobre brokerage e intermediación clientelar (Auyero, 1999) y, por supuesto, en la comprensión de los políticos como maximizadores de rentas (Downs, 1991), aunque también está presente en aquellos que intermedian la relación entre corporaciones privadas (Burt, 1992). En esta conceptuación, por el contrario, la connotación es que quien intermedia sirve a intereses particulares (no públicos/imparciales/universales), lo que puede ser interpretado en términos negativos –como ocurre en la clave del clientelismo–, o positivos, como sucede en la literatura de movimientos sociales que piensa el brokerage como un mecanismo relacional de difusión de la movilización social y de la política contenciosa (McAdam, Tarrow y Tilly, 2001; Vasi, 2011). En realidad, la parcialidad puede ejercerse no sólo a favor de los intereses del mismo broker, o en la conexión de partes previamente desvinculadas, sino también para beneficiar algunas de las dos partes relacionadas por la intermediación, como sucede en los casos de brokerage denominados por Gould y Fernández (1989) de tipo representativo, o en los que la intermediación es institucionalizada por conjuntos de actores para coordinar su acción y relacionarse con actores de otros campos (von Büllow, 2011 y Gurza Lavalle, en prensa).

Es relevante destacar que, en los diccionarios, en ningún caso se define a la intermediación constituida por medio de elecciones formales/públicas simplemente como intermediación. Siempre se significa a este tipo de intermediación como representación política, aunque comparte implícitamente cualidades con la intermediación. La diferenciación del lenguaje parece correr paralela a la importancia histórica adquirida por la representación electoral en el gobierno representativo. De hecho, la presencia de connotaciones universalistas y particularistas al mismo tiempo resultan significativas a la luz de la literatura de la representación política, la cual ha insistido en que la existencia de esta tensión es inherente y constitutiva del acto mismo de representar. En otras palabras, están íntimamente ligadas a la discusión normativa sobre el quehacer de la representación, desarrollado por Pitkin (1967; véase también Sartori, 1962) ¿El representante debe actuar en pro de la nación, resguardando una posición distanciada de los particularismos para actuar en nombre del todo, o debe defender los intereses de sus bases electorales y actuar como parte interesada?8

Más allá de esta contradicción, existe una tercera definición usual en los diccionarios que designa el término de intermedio, en tanto adjetivo, como aquello que se ubica entre dos extremos de tiempo, tamaño, calidad o lugar. Como sustantivo también se alude al medio y a las medidas, definiendo como intermedio o como aquello que se ubica en el medio de un espacio, tiempo, etc. En estos casos, intermediar hace alusión a un delicado ejercicio geométrico que requiere de habilidad, ingenio y, como veremos, creatividad. Ello se vuelve interesante aun cuando se descubre que este tercer conjunto de acepciones fue preponderante en el origen latino de la palabra. Las connotaciones imparciales o “elevadas” de la intermediación y sus connotaciones parciales, particularistas o “mundanas” no están presentes claramente desde sus orígenes filológicos. Cuando se consultan los orígenes antiguos del término “intermediar” e “intermediación”, es posible delinear lógicas que no necesariamente están atadas a un sentido normativo de la “buena” o “mala” intermediación.

Al rastrear la etimología se observa que en su acepción latina (en el latín vulgar tardío), el término intermediar hace alusión a “el que está en el medio” (Diccionario Latín Español).9 Este término, a su vez, hace alusión a medial: “el del medio”. De estas palabras, se derivan a su vez las palabras medialia: medalla, que significaba también dividir en partes iguales, y se refería al tiempo en que se dividían los juegos deportivos y en el que se premiaba a los ganadores (también relacionado con el término medal o metal). De esta palabra, a la vez, se deriva el término mérito y meritocracia. Sin embargo, de esta palabra también se deriva la palabra mediocre, relacionada con una posición intermedia, de justo medio o tibia.

Escudriñando las raíces del vocablo puede observarse que el término “medio” –de la palabra latina medius– tiene dos orígenes etimológicos. Por un lado se refiere a la palabra griega medeia: astuto, ingenioso, pícaro. Vocablo relacionado a su vez con la palabra medos: consejo, plan, aparato, artefacto; referida, al mismo tiempo, a la palabra medein: “proteger, generar reglas sobre” y a la palabra med (de la que deriva la palabra medicina y meditar): mensurar, limitar, considerar, aconsejar, saber tomar medidas adecuadas (Diccionario Griego Español).10 Por otra parte, la palabra “medio”, está relacionada con la acción de medir, implicada en la palabra meter, que significa porción, medida (generalmente asociada a una porción de tierra). Esta palabra está relacionada también con la palabra griega medium que significa “lugar donde algo se desarrolla o se gesta” y que se asocia también a la palabra matricis: animal preñado y matrias (luego matriz o matrix) que significa: “origen o fuente”.11

Por medio de este recorrido es posible ubicar líneas de desarrollo en el lenguaje natural que no se agotan en la contradicción entre intermediación universalista y particularista. Desde este último conjunto etimológico, la intermediación alude a una actividad que requiere del ingenio, la capacidad de medir con precisión (estar en el medio), al tiempo que poder llevar a cabo esta tarea en terreno fértil para ser vehículo en la gestación de algo nuevo (ser medio). Esta potencia creativa asociada a la idea de intermediación es particularmente relevante para la representación (Urbinati, 2006; Vieira y Rucinman, 2008) y la intermediación políticas, visto que ellas no son una actividad meramente destinada a reponer el mundo, a reflejar las preferencias objetivas de los intermediados, sino que transforman, construyen seleccionando y retraduciendo estas preferencias. Por otro lado, la capacidad creativa de la intermediación política no es un camino de salida para los dilemas de la universalidad y parcialidad, sino un camino que permite lidiar con ellos.

Desde este punto de vista, la discusión sobre lo universal o “elevado” y lo particular o “mundano” de la representación pierde protagonismo. En el centro se ubica, en cambio, una visión positiva sobre las cualidades y tipos de intermediación como ingrediente siempre dinámico que no pretende resolver sino convivir con la contradicción universal/particular que ha obsesionado tanto a la literatura sobre representación política. Este es el giro de mirada que proponemos aquí. En estas páginas, tomaremos en serio la connotación de intermediación como aquello que se refiere tanto a “estar en el medio” como a “ser medio”, como punto de partida para una noción de intermediación y, como veremos, por ende, de representación que no identifica normativamente la “buena intermediación” con una única opción: la representación electoral asumida a priori como superior.

Intermediación: continuum y concepto

Toda representación incluye intermediación, pero no toda intermediación incluye representación. Se trata de términos que guardan entre sí una relación de conjunto y subconjunto. En otras palabras, todas las modalidades de la representación, no sólo la de carácter electoral, están contenidas dentro de un conjunto mayor de prácticas de intermediación. Obviamente, de ello se deriva que debe existir un conjunto de instancias empíricas en el mundo definibles como intermediación política, pero no como representación. Por lo mismo, las diferencias entre los casos que pertenecen a uno y otro subconjuntos no son absolutas o de especie, sino relativas, en función de la intensidad de algún atributo o de la presencia o ausencia de una característica secundaria para la definición del conjunto mayor. Si se define que las diferencias son de intensidad, la idea de continuum adquiere sentido.

Así, una vez asumido que toda representación es intermediación, pero no lo contrario, se asume también que intermediación y representación no son dos fenómenos de naturaleza irreconciliable. Sin duda sería posible adoptar otra premisa y definir representación e intermediación como dos fenómenos que “corren en pistas paralelas y distintas”, que no se cruzan o, sin recurrir a licencias metafóricas, que son constituidos por índoles sustantivamente diferentes y, por ello, guardan diferencias de especie entre sí. La primera premisa nos parece correcta y el análisis lingüístico mostró las semejanzas entre los términos.

Aun así, también hay más de un camino posible para pensar las diversas modalidades de intermediación, incluyendo a la representación. La opción que parece cognitivamente más enriquecedora y con mayor potencial teórico es pensar las diferencias entre modalidades de intermediación como un continuum. Al pensar la variación como un continuum pierde sentido oponer clientelismo a representación. Antes sería preciso elaborar a qué momento del continuum pertenece el “clientelismo” y cuáles son las figuras extremas de tal continuum. Mejor aún, se abre espacio analítico para pensar una amplia gama de posibilidades de intermediación política para las cuales resulta pobre el vocabulario de la “participación”, la “representación” y el “clientelismo”.

Si la representación es una modalidad posible de intermediación política en un continuum que incluye otras posibilidades, es menester definir el adjetivo “política” común a todas las manifestaciones de intermediación de tal continuum. Si se opta por concepciones laxas de “político”, el cuerpo social (la polity) es por excelencia político y todas las modalidades de intermediación en él ejercidas también lo serían. Por consiguiente, cualquier tipología de brokerage sería, también, una tipología política, al igual que cualquier relación de intermediación entre individuos. Por este camino se disuelve la especificidad de la intermediación política, de la misma forma que las formulaciones más críticas de las teorías de la representación acabaron por disolver la representación misma al considerarla nada más que una pretensión en mayor o menor medida verosímil (Saward, 2010; Medina, 1996; para un buen balance véase Almeida, 2011).

Parece más pertinente, entonces, adoptar una definición más restrictiva de “político”, entendiendo la intermediación política como la mediación ejercida en sentido vertical por un actor con ventajas posicionales que establece relaciones entre ciudadanos e/o individuos, actores colectivos, organizacionales e institucionales, por un lado, e instancias de autoridad pública localizadas en niveles superiores. La intermediación política asume así una connotación ascendente, por lo que el concepto de intermediación política recién formulado no es aplicable a relaciones simétricas o que no operan en sentido vertical ascendente. La lógica descendente existe y, por ejemplo, forma parte de la dinámica de la representación política (”regreso a la bases”, “proximidad con el elector”), pero la representación sólo existe porque supone la posibilidad de escalar demandas, necesidades o preocupaciones. La mediación de conflictos entre actores en la misma posición –con las nociones de imparcialidad y acuerdo mutuo a ella asociadas– escapan de la concepción restrictiva del adjetivo “político” aquí adoptada. Obviamente, casos de arbitraje de conflicto, con consecuencias de observancia obligatoria para las partes, constituyen modalidades de intermediación política en los términos aquí definidos. A su vez, cuando la intermediación trabaja en sentido descendente, como cuando el acceso directo a alguien en posición de mando permite obtener algún favor o ventaja realizado por los subordinados del último, parece pertinente emplear otros conceptos del campo semántico de la influencia o de la autoridad.

El intermediador es un actor con ventajas posicionales, es decir, ejerce la intermediación porque puede hacerlo gracias a las asimetrías de poder vigentes. Quizá la literatura que más contribuyó para entender las ventajas posicionales de los actores que ejercen intermediación sea la del campo del análisis de redes y sus subcampos teóricos, preocupados por las implicaciones generales de aquellos actores/lazos que están “en el medio” de diferentes mundos de actores/lazos. Especialmente, Freeman (1977) en su recopilación de los aportes en torno a la idea de “punto central” (point centrality) e incorporando las contribuciones de Bavelas (1958), Shimbel (1954) y Cohn y Marriot (1958) concluyó que:

La importancia de la concepción de punto central se refiere al potencial de ese punto de controlar información que fluye en la red. Las posiciones son vistas como estructuralmente centrales en la medida en que se mantienen entre otras y pueden por lo tanto, facilitar, impedir o desviar la transmisión de mensajes (Freeman, 1977:36).

Con base en esta conclusión, Freeman desarrolló la noción de análisis de redes de “intermediación” (betweenness), que contempla la capacidad de controlar recursos materiales e inmateriales, inclusive de naturaleza afectiva, gracias a la posición que un actor ocupa en la red.12 Completando esta perspectiva, asumimos que las características de la intermediación política no se derivan únicamente de posiciones estructurales ventajosas en una red de relaciones, sino más bien, que esta posición está asociada también a atributos de los actores como riqueza, estatus social, género, nivel educativo, etc., los cuales nutren las asimetrías de la intermediación política (Zaremberg, 2010; Von Büllow, 2011).

Las dimensiones analíticas de la intermediación política

Antes de explorar las dimensiones analíticas que definen el continuum de la intermediación política, es pertinente descartar una dimensión tentadora: la efectividad/eficacia. Aunque esta dimensión suele traer sosiego a las buenas conciencias, vuelve estéril la reflexión y la investigación. No existe una modalidad de intermediación política capaz de garantizar a priori la efectividad o eficacia de sus resultados, vistos desde la perspectiva de los intereses del intermediado. Esto implica asumir que la representación electoral no constituye a priori una forma de intermediación con mayor efectividad. Lo que hace o no efectiva a la intermediación política es una cuestión que remite a un conjunto de factores contingentes que parece conveniente separar de la definición. Como será visto más adelante, desechar esta dimensión no significa abandonar las cuestiones substantivas sobre los intereses y preferencias de los intermediados, clásicamente planteadas por la idea de la “buena representación” o de actuar en el “mejor interés del representado”. Aún más, mantener esas cuestiones substantivas no equivale a restaurar las respuestas formuladas en la clave de la representación electoral, sino definirlas en un nivel de abstracción que permita disociar una modalidad institucional específica de intermediación (representación electoral) de las respuestas sobre las características de las formas de intermediación más favorables al intermediado.

Las dimensiones analíticas tienen que ser definidas de tal modo que permitan equiparar las propiedades formales y substantivas de diversas modalidades de intermediación política sin pre-ordenar normativamente los atributos de la representación electoral como superiores en todas las dimensiones. Ello preservando la interlocución con la acumulación de reflexiones sistemáticas propiciadas por las teorías contemporáneas de la representación. Todo lo cual implica, como se ha dicho, especificar categorías suficientemente abstractas para permitir que más de una instancia empírica sea capaz de ocupar posiciones próximas, independientemente de su morfología. Adicionalmente, la selección de las opciones debe proceder con parsimonia, pues cada dimensión adicional trae consigo una carga de complejidad que hay que integrar y mantener a lo largo del análisis y del desarrollo de argumentos.

Por el momento, apenas prestamos atención a las dimensiones analíticas en el plano teórico, a sabiendas de que su eventual operacionalización en variables exigiría un grado de especificación mayor, cuyos desarrollos podrían revelar ambigüedades. En todo caso, partimos de la premisa de que las dimensiones analíticas deben encontrar correspondencia con instancias empíricas observables en el mundo, cuya variación permita ordenarlas en un continuo, en vez de clasificarlas en categorías. Tal correspondencia, obviamente, exigiría mediaciones analíticas y la construcción de variables orientadas por tales mediaciones, –no derivadas directamente de la aplicación inmediata del modelo teórico–. Por el momento, se trata de iniciar la exploración de las ventajas heurísticas de un modelo como el que aquí se propone. Si las ventajas resultan persuasivas y consistentes, los desafíos de la investigación empírica deberán ser atendidos. Por último, las dimensiones analíticas guardan independencia entre sí, es decir, si fueran operacionalizadas no co-variarían necesariamente o no lo harían en la misma magnitud.

Las dimensiones analíticas obedecen al valor de la inclusión política y a su estrecha conexión con la autodeterminación. La exposición de las dimensiones y del modelo aclararán el papel de ambas, pero es conveniente reforzar que debido a su grado de abstracción e independencia, las dimensiones analíticas evitan la identificación directa de “buenas” y “malas” modalidades de intermediación, aunque expresan una preocupación normativa de examinar la intermediación política por sus consecuencias para la inclusión política y, consecuentemente, para la autodeterminación.

Comenzamos por una dimensión crucial, para la cual la representación electoral tiende fácilmente a imponerse como parámetro: la autorización (Pitkin 1967: 28). Obviamente, una de las mayores dificultades para pensar las diversas formas de intermediación política sin oponerlas a la representación electoral es su déficit de autorización, lo que suscita, no sin buenos motivos, suspicacias sobre la legitimidad de las mismas (Przeworski, 2002). Sin embargo, la autorización expresa, universal e institucionalizada no es fácilmente aplicable a otras modalidades de intermediación, ni siquiera cuando vocalizan públicamente su relación de defensa de un determinado grupo (advocacy), mucho menos cuando las causas defendidas son difusas o no asociadas a grupos sociales constituidos (por ejemplo, las actividades de advocacy de organizaciones de la sociedad civil (osc) de defensa de los derechos de las futuras generaciones, de los animales o de la naturaleza). Aún más, la autorización quizás ni siquiera sea deseable en ciertos casos de vocalización pública, como queda evidenciado por las osc que trabajan por la defensa de los derechos humanos y específicamente con causas a toda luz contra-mayoritarias en los contextos de su inserción cotidiana (por ejemplo, igualdad de género en países islámicos).

Optamos por pensar la autorización como expresión de una dimensión más general: reconocimiento interno, ascendente o por parte de aquellos que son intermediados. Las elecciones son un mecanismo formal, altamente institucionalizado de autorización que garantiza el reconocimiento de las funciones de representación ejercidas por los representantes, aunque siempre sea posible discordar de las decisiones específicas que toman. Figuras de autoridad tradicionales también cuentan con modalidades de producción de reconocimiento, por parte de la población, de las funciones ejercidas y también pueden ser institucionalizadas.

Reconocer las funciones ejercidas no significa, en principio, expresar consentimiento por el contenido de las decisiones en sí (como tampoco lo significa en el caso de la autorización electoral), sino por la legitimidad de las funciones ejercidas. Existen otras dos posibilidades: saber del ejercicio de la intermediación pero no concordar con ella; es decir, saber, conocer, pero no reconocer (por ejemplo, sólo una parte de lo que la literatura suele llamar como “clientelismo”, pues es posible que una parte de esas prácticas sea reconocida). La tercera posibilidad es no estar enterado de la intermediación, como ocurre en el caso de una parte de las osc de advocacy. Algo parecido a las prácticas que Burke (1792) agudamente concibió como representación virtual, aunque en este caso no existe la perspectiva de un observador externo capaz de reconocer el interés representado.

El orden de esta dimensión analítica es pensado como reconocimiento interno de la intermediación política o ex parte populi, si se prefiere. Los representados o aquellos que tienen sus intereses y opiniones mediados políticamente por otros sólo pueden orientar sus conductas en relación con la intermediación ejercida si saben de su existencia.

La segunda dimensión remite a la accountability o rendición de cuentas, normalmente pensada como el control del representante por el representado. Este es el modelo por excelencia y, como no podía dejar de ser, también está informado por la representación electoral. En este modelo hay por lo menos una presuposición que nos interesa revisar, a saber, la idea de que la relación entre representante y representado responde al modelo del principal (elector/representado) y su agente (elector/representante).13 Este es el modelo preponderante en la literatura empírica y teórica sobre la relación entre accountability y representación, plausiblemente porque es conveniente al principio democrático según el cual compete a los individuos decidir sobre sí mismos (autodeterminación o autogobierno), bajo la premisa de que todos somos iguales. Así, en el modelo liberal lo que se representa por excelencia son intereses, en el sentido de Young (2002), pero no siempre fue este el modelo consensual, como ha sido demostrado elocuentemente por la doctrina de Burke (Burke, 1774 y Pitkin, 1967) sobre la naturaleza objetiva y no individual de los intereses. En todo caso, la relación uno a uno supuesta en el modelo agente-principal es poco fiel a la dinámica real de la representación electoral, comenzando por el hecho de que los motivos que llevan al elector a votar son diversos y en muchos casos no definen nada que se parezca a un contrato o acuerdo imaginario (Campilongo, 1988).

No se trata, es claro, de desechar de un plumazo las preocupaciones substantivas o el espíritu democrático que subyace a la idea de accountability, sino de pensarla en los términos más amplios del control social y las prácticas de intermediación. Por supuesto, existen diversas concepciones de accountability, minimalistas y laxas, que aceptan como tal cualquier forma de responsabilización, información o sanción de las autoridades públicas (Schedler, 1999 y Fox, 2006), o más exigentes y restrictivas, que la definen por la presencia simultánea de la obligación de informar y de mecanismos de sanción (Gurza Lavalle e Isunza, 2010).

Optamos por pensar el control social en términos de los constreñimientos que ciñen el comportamiento y las decisiones de aquellos que ejercen intermediación política con respecto a las perspectivas, opiniones e intereses, nuevamente en los términos de Young (2002), de aquellos que son mediados. Es conocido que el voto es un mecanismo muy débil de constreñimiento o con poca capacidad de inducción (Przeworski; Stokes y Manin, 1999b). Por otro lado, costos económicos o de prestigio, sistemas de usos y costumbres, la interdependencia de pares, la dependencia de recursos y de diversas instituciones de base organizacional o cultural restringen el universo de lo que el intermediario puede hacer y decidir. Inclusive el “clientelismo”, bajo el sentido común negativo que a él se atribuye en la literatura, es una práctica de intermediación política ceñida a la consideración de ciertos intereses de la “clientela”, visto que sólo tiene sentido dentro de una economía de cambio, aún y cuando sea desigual.

Los polos de esta dimensión analítica están ordenados por formas de intermediación casi discrecionales de un lado y sujetas a constreñimientos fuertes, del otro. El primer polo es casi discrecional porque, a rigor, el ejercicio de intermediación política exento de cualquier consideración de la parte mediada parece una imposibilidad lógica. La secuencia supone que ceñir la conducta y decisiones de aquellos que ejercen la intermediación política a la consideración de los intereses, opiniones, valores y perspectivas de aquellos que son mediados es preferible para los segundos. No es necesario entrar en la controversia del mandato imperativo o de la autonomía del representante; los términos de este debate son bastante conocidos (Pitkin, 1967; Manin 1997; Vieira y Rucinman, 2008) y se aplican a otras formas de intermediación política. Basta mencionar que “ceñir” supone una acción de aproximación que, por definición, no anula las diferencias o las asimetrías constitutivas entre las partes en juego en toda intermediación política.

Por último, la tercera dimensión analítica procura introducir una cuestión normativa de difícil tratamiento, normalmente puesta por la teoría como núcleo sustantivo de la representación. La representación democrática supone que actuar en nombre de alguien, equivale no sólo a considerar sus preferencias manifiestas o sus valores codificados, sino a decidir pensando en su verdadero o mejor interés (“acting in the best interest of”) (Pitkin, 1967; Przeworski, Stokes y Manin, 1999a). Esto supone que es posible diferenciar entre el “interés” y el “verdadero interés”. Las teorías de la representación resuelven esto mediante la independencia del representante (Burke, 1774; Manin, 1997). Gracias a tal independencia, a él cabe determinar cuál es la mejor decisión y prestar cuentas por los resultados. Ello le permite a Przeworski; Stokes y Manin (1999a) afirmar contra-intuitivamente que realizar promesas de campaña milagrosas (como crear millones de empleos) con dinero público puede ser muy responsivo, pero que realizarlas puede ser poco representativo, pues el gobernante no piensa en el mejor o verdadero interés del representado (mantener la estabilidad económica, la inflación bajo control y el ajuste fiscal, buscando crear empleos sobre bases firmes, por ejemplo). Después de todo, los electores juzgan a los representantes por las consecuencias de sus decisiones y no por seguir a pie juntillas algún mandato electoral. En todo caso, la separación entre intereses verdaderos e intereses manifiestos nos parece insatisfactoria por varios motivos y la salida por la vía de la autonomía del representante supone demasiadas cosas, pues no sólo los efectos del ciclo electoral sobre las decisiones de gasto del representante pueden producir también decisiones irresponsables, sino que le otorga a los representantes cualidades superiores que los diferencian de los representados y los hace capaces de diferenciar los intereses “verdaderos” de los “falsos”.

Introducir la dimensión substantiva de la intermediación es crucial, visto que prácticas reconocidas y sujetas a constreñimientos fuertes no necesariamente producen resultados deseables para aquellos que son mediados y para la sociedad en su conjunto. En vez de echar mano de la división entre intereses “verdaderos” y manifiestos, o atribuirle efectos a cualidades supuestas en los intermediarios, o a los cálculos que ellos hacen para preservar sus posiciones y los beneficios a ellas asociados, optamos por traducir la cuestión en términos del juego de intermediación y del grado de agonismo que permite a los intermediados. La convergencia de intereses entre intermediarios e intermediados es parcial, en mayor o menor medida inestable e impulsada por el conflicto. Al enfocar el grado de agonismo no asumimos la existencia de sustancias inmanentes (verdaderas o falsas), propias de alguna esencia externa a las experiencias políticas concretas. Por el contrario, concebimos el proceso mismo de construcción del contenido histórico específico a representar como un contenido dinámico y en constante formación política.

La autodeterminación supone que algún protagonismo es posible y cuando las voluntades de los protagonistas se encuentran se produce un ajuste por el agonismo de los intereses. Centrarnos en el proceso de construcción del contenido de la representación implica concebir cómo son los mecanismos y las reglas del encuentro/desencuentro entre los actores de la intermediación. No existen garantías de que los intereses y valores de los intermediarios serán contemplados, y menos aún de cuál será su “verdadero” interés o inclusive de que éste sea accesible, pero el agonismo permite que los intereses se expresen y transformen. Tampoco existe garantía de que los intermediarios escuchen a sus representados o que hablen –escuchando también– oportunamente con las instancias de acceso, control o decisión para el logro del asunto representado. Tampoco de que estas instancias estarán dispuestas a la palabra o tenderán a hacer pesar más el juego de la fuerza. Finalmente, a priori no es posible saber los tiempos que llevará hablar, escuchar o por el contrario, imponer el silencio y la fuerza. Como en todo juego, ello dependerá de los acuerdos en torno al tipo de reglas que operan, establecidas inicialmente por los jugadores en cuestión. El juego y sus reglas inducen, toleran o inhiben el agonismo de los grupos intermediados.

Esta idea constructivista de los contenidos de la representación tiene fundamentos teóricos e históricos que han sido abundantemente analizados por autores clásicos de la literatura sobre conflicto político y su relación con la representación. Siguiendo el recorrido que nos proponen Zaremberg y Muñoz (2013),14 podemos decir que la modernidad se inauguró con una producción importante de símbolos que derrumbaron los pilares centrales sobre los que se organizaba la sociedad tradicional. Los fundamentos últimos como Dios o la Naturaleza fueron corroídos por las referencias Soberanía, Pueblo, Libertad o los Derechos Humanos como recursos imaginarios (y no por ello menos efectivos para la estructuración de las relaciones sociales) para romper con las jerarquías y las relaciones asimétricas (y establecer formas modernas, jerarquización y asimetría). Así, según Lefort, la mutación simbólica a la que se asiste con la Declaración Universal de los Derechos Humanos o la construcción de la noción de Pueblo derivó en la legitimación del conflicto como expresión de las divisiones sociales. El paso de una sociedad organizada alrededor de fundamentos heterónomos (es decir, externos a la comunidad, “extramundanos”) a otra donde los fundamentos sólo pueden ser parciales transformó la concepción del poder político. Éste ya no puede ser ocupado permanentemente por un grupo social ni por una persona. En este sentido: “el poder está vacío” (Lefort, 1992 y 2004). Esto no se traduce en que nadie puede ocupar cargos públicos, sino que ello es el resultado de una confrontación entre grupos sociales diversos.

De hecho, el sistema político y el de representación, en particular el democrático, es el resultado de la aceptación y consecuente institucionalización del conflicto (que se orienta a definir quién va a participar del “lugar vacío del poder” y cómo se va a rotar en él). Dicho esto, se comprende cómo la representación se vuelve un tema central. Lo social, atravesado por divisiones y posiciones confrontadas, puede reflejarse en las instituciones que colaboran con la doble función de expresar y procesar los conflictos.

En otras palabras, centrarnos en el contenido de la intermediación como proceso de transformación de demandas e intereses en conflicto implica observar en qué tipo de juego los actores políticos han decidido moldear, decidir, sintetizar, dar voz o acallar dicho conflicto. Desde este punto de vista, la literatura sobre conflicto político nos aporta los conceptos de agonismo y antagonismo.

El agonismo se define por la existencia de cierto terreno común de reglas entre los contendientes. Mouffe (2000 y 2005), en sintonía con Gray (2001), parte de la noción de que el pluralismo de ideas y de proyectos hegemónicos son irreductibles en la sociedad moderna. Pero si los contendientes aceptan esto, entonces se legitima el conflicto y, por tanto, se puede reducir el uso de la violencia porque se reconoce al otro como adversario y no como antagonista, con lo que hay posibilidades de negociar el resultado final del conflicto. Aquí, el caso de la representación electoral es paradigmático. En el debate parlamentario o en la contienda electoral, las diferencias sociales se expresan, lo que tiene como consecuencia el procesamiento simbólico de la división social, lo que implica una puesta en escena de la guerra de posiciones, sin llegar a ella.

El antagonismo, en cambio, se define por el “choque” entre dos fuerzas que se enfrentan sin compartir un terreno común de reglas porque los proyectos (ideas, identidades, plataformas y expectativas, etc.) no pueden contenerse uno en el otro. El único espacio compartido entre los antagonistas es el propio conflicto y el tercer sujeto (el público, los que no están aún involucrados en la lucha), al cual se intenta interpelar para que se avoque a la causa de alguna de las partes. El enemigo se vuelve un elemento central en la constitución de los límites de las identidades ya que, a través de la denominación o descripción de éste, es que los colectivos pueden autorreferenciarse y construir sus estrategias. Según Laclau, una situación social donde existe una pluralidad de demandas no resueltas permite que las y los sujetos que son soporte de éstas busquen un enemigo común que se identifique como el causante de esa situación. Aquí surge una paradoja interesante: cada una de las identidades se ve amenazada por la otra (“la existencia de un ‘otro’ es la expresión de mi propia imposibilidad”). Pero, a la vez, es el “otro” quien permite que las identidades sean definidas. En otras palabras, la identidad antagonista se define por la oposición al otro, sin posibilidad de encontrar puntos comunes para alcanzar una negociación reglada (Laclau, 2000a y 2000b; Žižek, 2000; Rancière, 1996).

Así formulada, la cuestión substantiva permanece, pero depurada de algunos de sus aspectos más intratables. Esta propuesta incluye en qué medida los intereses se “amplían y elevan”, tal como lo expresaron en la formulación clásica los Federalistas (Hamilton, Madison y Jay), no como producto de las características del intermediario, sino por la presencia del agonismo. El agonismo pregunta por la medida en que los “jugadores” de la intermediación/representación política pueden dar espacio a la expresión del conflicto, a su manifestación pública, escenificación y elaboración por medio de la palabra, en lugar de buscar la imposición por la fuerza; a la persuasión que echa mano de repertorios de acción contenciosa asumiendo que ellos no substituyen sino preceden a la deliberación razonada, en lugar de a la imposición y el silenciamiento (Urbinati, 2006). Desde el punto de vista conceptual, esta dimensión de la intermediación se centra en la tensión agonismo/antagonismo sin reducirla a un sólo tipo de fenómeno de expresión del agonismo. Lo que interesa aquí es el grado de agonismo permitido por las características de las modalidades de intermediación en cuestión. Los polos de esta dimensión analítica son ordenados partiendo de la anulación del otro o antagonismo, donde la asimetría y las circunstancias permiten la anulación de la agencia de los intermediados y su reducción a un polo silenciado o pasivo, pasando por agonismo restricto, cuando este es tolerado bajo ciertas limitaciones, y culminando en el agonismo abierto o casi irrestricto (obviamente, reglas del juego y repertorios consolidados limitan de alguna forma lo que es posible hacer, aún sin llegar al uso de la fuerza).

Con las dimensiones expuestas, pasaremos entonces a proponer un modelo analítico para el que esbozaremos una aplicación muy preliminar a casos empíricos.

El cubo de la política indirecta

Las tres dimensiones integradas en un modelo analítico definen un espacio tridimensional que permite localizar a lo largo de sus ejes las modalidades de política indirecta, es decir, de intermediación política. Los casos bajo análisis son experiencias específicas de intermediación política, pues corresponde a cada una de estas experiencias la posibilidad de que sean o no reconocidas, admitan decisiones discrecionales por parte de los intermediadores o estén sujetas a diversos constreñimientos, y toleren e inclusive promuevan en diversos grados el agonismo o lo eliminen. En otras palabras, el cubo de la política indirecta, presentado más abajo, permite posicionar diferentes experiencias de intermediación y compararlas en función de su localización tridimensional.

La especificación de las dimensiones es demasiado abstracta para acoger adecuadamente y representar la variación entre experiencias con formas de funcionamiento o diseños institucionales idénticos o muy parecidos (por ejemplo, entre dos o más consejos gestores de política en Brasil, o entre dos o más comités del agua en México). Sin duda, permite iluminar diferencias cuando el funcionamiento de las mismas instituciones es muy discrepante, como podría ser el caso de las elecciones en contextos autoritarios o democráticos. Su utilidad es despejar el terreno para pensar comparativamente las características, posibilidades y derroteros históricos que ha tomado la intermediación política, desvencijándonos de las limitaciones del vocabulario centrado en la representación electoral, el clientelismo y la participación. En otras palabras, ofrece otros parámetros analíticos para describir y entender la política indirecta.

Es pertinente reiterar que los casos son modalidades específicas de intermediación, es decir, se comparan elecciones, pero no democracias; consejos, comités u otras instancias específicas de incidencia social sobre la política y las políticas, pero no regímenes de controles democráticos. Visiones de conjunto, en esta lógica, podrían ser derivadas del análisis de conjuntos amplios de experiencias de intermediación política relevantes en determinado contexto, pero no debe olvidarse que el orden interno en cada dimensión asume el punto de vista del intermediado (ex parte populis), por lo que visiones externas de conjunto sobre algo como el interés común demandarían otras distinciones analíticas. La conexión entre las diferentes modalidades de intermediación es, obviamente, crucial para elaborar diagnósticos de conjunto, pero por el momento escapa de los alcances de este modelo. En otros trabajos hemos enfocado la interconexión de las experiencias de intermediación mediante las ideas de circuitos (Zaremberg, 2012) y arquitectura y régimen de rendición de cuentas (Gurza Lavalle e Isunza, 2012).

En el cubo no hay participación, a no ser la que pueda estar asociada a cada modalidad de intermediación. Por definición, la participación suspende la política indirecta para alimentarla (de modo antagónico o no) o, en las versiones radicales del ideario participativo, para negarla, pues conlleva la utopía de abolir la intermediación y fundir en una unidad las partes que la política indirecta separa.

Representamos ese espacio tridimensional como sigue: a cada dimensión analítica corresponde uno de los ejes o dimensiones del cubo. Sólo son representadas las categorías de los extremos (I.a., I.c., II.a., II.c., III.a., III.c.). Si se piensan los ejes como vectores de fuerza, las posiciones próximas de los polos como reconocimiento (I.a), constreñimiento fuerte (II.a) y agonismo irrestricto (III.a) se desplazan hacia el vértice superior, derecho y posterior del cubo, mientras que modalidades de intermediación política con posiciones próximas de los polos sin conocimiento (I.c), discrecional (II.c) y antagonismo (III.c), se desplazan hacia el vértice inferior frontal izquierdo.

Así tenemos un eje de tensión básica que atraviesa el cubo diagonalmente de un vértice al otro en la forma de un continuum.

Por ejemplo, la representación electoral ocuparía una posición definida por tres valores: próxima al reconocimiento (con constreñimiento de moderado a bajo y agonismo de amplio a restringido). En la medida en que las decisiones políticas tomadas por representantes electos se basen exclusivamente en el principio de la regla de mayoría, estaremos ante un sistema de representación más próximo a estas características; pero además de mecanismos proporcionales, la presencia de elecciones internas en los partidos o el control administrativo de los procesos electorales, por ejemplo, pueden alterar relativamente la posición de la representación electoral en diferentes contextos.

Los consejos de políticas de Brasil, especialmente aquellos más institucionalizados como los que se han constituido en el área de las políticas de salud y de educación, podrían ubicarse en una posición que oscila entre “ausencia de conocimiento” y “conocimiento”, con altos constreñimientos y agonismo de alto a restringido. Los consejeros de la sociedad civil representan grupos sociales por las normas estatutarias, pero no son electos por ellos, sino por redes de organizaciones civiles y populares conectadas por trayectorias históricas y afinidades temáticas. Se trata de una modalidad de representación virtual que permite introducir en medidas variables las preocupaciones e intereses de grupos sociales eventualmente afectados por la política sectorial correspondiente. La representación virtual viene acompañada de constreñimientos altos, pues a los consejeros les son permitidas un conjunto de facultades en número y alcances limitados. En este rango podríamos ubicar también algunas de las experiencias de consejos de políticas y de presupuestos participativos en Uruguay. Por otra parte, algunos movimientos sociales en auge con demandas postmateriales ejercen modalidades de intermediación políticas que los ubican muy próximos del reconocimiento, con fuertes constreñimientos y un horizonte de construcción de agonismo amplio.

Casos como los consejos comunales en Venezuela, por ejemplo en la zona de Zulia, podrían ubicarse de manera más comprensiva dentro de este cubo, evitando caer en dicotomías tan rígidas que no permiten entender los matices de la experiencia. En este sentido, por un lado estos casos se ubicarían en los niveles más cercanos al antagonismo, con constreñimientos bajos, pero con altos niveles de reconocimiento de las figuras de las y los voceros de dichos consejos, al menos por parte de la población chavista. Lo interesante es que desde el punto de vista de esta población y considerando seriamente las dimensiones de la política indirecta, estas experiencias de intermediación participativa y aquellos que juegan el papel de intermediarios (como los consejeros locales), juegan un papel más reconocido que los intermediarios elegidos electoralmente antes del chavismo (como los representantes locales electos para la cámara legislativa por el partido Acción Democrática). Lo dicho podría graficarse como sigue:

Este breve ejercicio obedece a la tentativa de mostrar los cambios producidos por el modelo en las percepciones comunes de ciertas experiencias de intermediación. Reiteramos que si las ventajas heurísticas se muestran persuasivas, la aplicación del modelo demandaría la operacionalización cuidadosa de las variables implicadas en cada una de las dimensiones incluidas en el cubo de la política indirecta. Ese paso, sin duda, revelará ambigüedades en el modelo que exigirán especificaciones analíticas más precisas.

Sin embargo, a partir de este breve ejercicio de aplicación a casos empíricos podemos observar que la mirada hacia los aspectos de intermediación política amplía las consideraciones sobre la naturaleza de la representación, desmarcándola de la simple clasificación dicotómica del tipo “democrática” (electoral)/ “no democrática”.

Por un lado, la representación reducida a su expresión electoral no aparece como la modalidad que amplía necesariamente la calidad de la intermediación en las tres dimensiones aquí exploradas. Por otra parte, pueden observarse mejor las ambigüedades presentes en casos como el venezolano, comúnmente calificados por la literatura de la ciencia política dentro del impreciso y generalmente despectivo término de “populista”. La forma en que el antagonismo reduce el cubo a lo ancho y cómo el reconocimiento lo extiende a lo alto muestra que la adhesión política chavista (y en general los casos de “populismo”) requieren más sofisticación en la comprensión de sus clivajes y la relación construida entre los intermediados y los intermediadores.

Finalmente, el caso brasileño aporta una interesante ampliación de las formas de intermediación política, excepto en la dimensión del reconocimiento, misma que se ve reducida en comparación con la presencia de procesos electorales claros (en los casos en los que este se dé), por un lado, y por la cercanía (geográfica, socio-económica y cultural) entre los intermediadores y las bases populares de ciudadanos de “a pie” chavistas, en el nivel local, por el otro. El caso brasileño presenta una menor extensión de los mecanismos de reconocimiento de los intermediadores en el espacio de los consejos (aunque como se explicitó, ello no anula las cualidades de la representación virtual). Los mismos intermediarios pertenecen generalmente a organizaciones de la sociedad civil y/o sociales (incluyendo movimientos y sindicatos) que no necesariamente establecen una relación de cercanía con los intermediados (Lüchman, 2011).

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Este artículo es producto del diálogo dentro del grupo de trabajo dedicado a pensar la participación en el marco del proyecto “Tras los hilos de Teseo: comparando circuitos de representación para el acceso a derechos ciudadanos en América Latina”. (Proyecto especial Ford-LASA / séptimo ciclo). Los autores agradecen el apoyo de este proyecto.

El autor agradece al Institute for European Studies y al Centre for the Study of Democratic Institutions de la University of British Columbia por el apoyo institucional recibido durante la redacción de este artículo así como el financiamiento de investigación en el exterior (Processo n° 2012/18439–6) concedido por la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo (FAPESP).

A lo largo el siglo XX, la representación política fue el objeto teórico predilecto de juristas (ver las críticas de Sartori) (1962); pero fuera del ámbito de la teoría del derecho y a pesar de trabajos de porte como los Schmitt (2009) o Voegelin (1952), no se puede hablar propiamente de un campo de la teoría política dedicado a la representación. El primer trabajo de unificación y referencia obligatoria para todo el debate posterior tuvo que esperar hasta fines de los años sesenta. El libro fundante de Pitkin (1967) permaneció como referencia señera hasta los años noventa, cuando el debate sobre la crisis de la representación animó nuevos desarrollos teóricos, el más sofisticado de los cuales es el de Manin (1997). Véase: Gurza Lavalle y Araújo (2008).

Bajo implicaciones analíticas diversas, el brokerage ha sido explorado como una posición estructural por la literatura de análisis de redes (Burt, 1992; Gould, 1989) y más recientemente fue incorporado al estudio de los movimientos sociales y de la política contenciosa como un mecanismo causal (McAdam; Tarrow y Tilly, 2001; Vasi, 2011). Las formulaciones iniciales han dado lugar a diversas tentativas de establecer tipologias de brokers o de mediación (Mische, 2008; Gould y Fernández, 1989; Von Büllow, 2011; Von Büllow y Gurza Lavalle, en prensa).

No toda la literatura asimila la figura del intermediaro a la del patrón, es decir, los conceptos patronazgo y clientelismo. Véase: Stovel y Shaw (2012).

Otro diccionario consultado sobre el significado actual del término, es el Oxford English Dictionary: <http://www.oed.com/>.

Una de las diferencias características de los brokers en el ámbito económico y político es que los primeros suelen recibir remuneraciones explícitas por el ejercicio de sus funciones, mientras que los segundos no sólo no cobran públicamente por sus servicios, sino que suelen omitir las ventajas de su posición, aun cuando los beneficios recibidos no sean escasos. Ver: Stovel y Shaw, 2012.

En Pitkin (1967) claramente esta tensión es analizada tanto teórica como históricamente en términos de lo que se espera de la representación política como una modalidad de representación substantiva que supone el actuar por alguien. En este sentido, volver a hacer presente al representado (y a sus demandas, intereses particulares, etc.) no se aviene fácilmente con la misión de representar el bien general o el “bien superior de la nación”, más allá de intereses facciosos. Sin embargo, la dualidad entre representante y representado, como una dualidad constitutiva de la representación recibe tratamiento marcadamente ambiguo en Pitkin (véase Gurza Lavalle, Houtzager y Castello, 2006; Gurza Lavalle, en prensa).

La etimología del vocablo “intermediación” y sus raíces fueron consultadas en los siguientes diccionarios: Online Etymology Dictionary, Diccionario Latín Español, Diccionario Griego Español, Diccionario de Mitología Griega y Romana, Pierre Grimal y The Oxford Classical Dictionary.

Es interesante observar que en la mitología griega esta palabra tenía que ver con Medea, quien era a su vez la diosa de la hechicería, quien sabía preparar los “medios” en su medida adecuada, esto es, las pócimas para sus hechizos.

Estos significados en la mitología griega y romana están relacionados con la diosa Demeter: diosa de la agricultura, cuyo origen se puede dividir en las palabras Da: transformación dórica del término pre indo-europeo Ge, y que significa Gaia: tierra; y meter que significa madre (y a la vez medida, porción, fuente, origen, matriz). Véase: Diccionario de Mitología Griega y Romana Pierre Grimal, (dmgr).

Betweenness formaliza la capacidad de control como la probabilidad de un punto en la red a ser utilizado por otros para alcanzar un tercer punto o actor, lo que permite concentrar en mayor o en menor medida el flujo de información (o recursos) que circulan por dicha red. Técnicamente, la definición de betweenness, es la siguiente: “la probabilidad de que pk caiga en una selección geodésica al azar conectando pi y pj” (Freeman, 1977: 37).

Véase: Przeworski, Stokes y Manin, (1999a).

Lo referente a la dimensión agonismo-antagonismo en adelante sigue lo expuesto ampliamente por Zaremberg y Muñoz (2013: 9–15). Para ampliar, ver también Arditi (2005) y Chalmers, Martin y Pister (1997).

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