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Vol. 60. Núm. 225.
Páginas 21-43 (septiembre - diciembre 2015)
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Páginas 21-43 (septiembre - diciembre 2015)
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Modernidad y drogas desde una perspectiva histórica
Modernity and Drugs from an Historical Perspective
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Adriana Luna-Fabritius
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Resumen

Muchas de las drogas que hoy consideramos ilícitas fueron fundamentales en la consolidación de las élites colonialistas de finales del siglo xviii y principios del xix, así como parte de un proceso de modernidad camaleónico. Este texto reconstruye el vínculo entre modernidad y consumo de sustancias estimulantes, mostrando cómo esta relación fue explorada por sociólogos del siglo xix, quienes las percibieron como detonantes de una crisis de la modernidad al acabar con las capacidades de autogobierno del individuo kantiano. En este artículo se analiza la forma en que el proceso de criminalización de estas sustancias ha obedecido a fenómenos poco relacionados con políticas de salud pública y se sostiene que la prohibición de la comercialización y del consumo está vinculada con fenómenos sociales de otra índole. Se analizan algunos puntos del establecimiento del comercio global y consumo de sustancias psicoactivas en Europa y Estados Unidos, donde se muestra que estos productos sirvieron para consolidar a las élites coloniales mediante su comercialización, la compra, y venta de esclavos. Finalmente, se propone un nuevo enfoque para discutir la modernidad y el consumo de sustancias psicoactivas, descartando así aquel enfoque decimonónico que ha dificultado el debate actual en la materia.

Palabras clave:
sustancias psicoactivas
criminalización
sustancias ilícitas
cannabis
modernidad
colonialismo
capitalismo
Abstract

Many of the drugs that are currently considered as illegal were crucial for the consolidation of late 18th and early 19th century colonial elites, and were also part of a chameleonic modernity process. This text recreates the link between modernity and the use of stimulating substances, showing how this relationship was explored by 19th century sociologists, according to which it triggered the crisis of modernity as it brought to an end the self-government capacities of the kantian individual. The author analyzes how the criminalization process of these substances has responded to phenomena rather unrelated with public health policies, and claims that the prohibition of its commercialization and use is linked to other type of social facts. Some aspects of the establishment of the global market and the use of psychoactive substances in Europe and the United States are analyzed, showing how these products contributed to the consolidation of colonial elites, by means of drugs commercialization and the purchase and sale of slaves. Finally, the author advances a new approach to discuss modernity and the use of psychoactive substances, thus discarding the 19th century approach that has hindered a debate on this issue.

Keywords:
psychoactive substances
criminalization
illegal substances
cannabis
modernity
colonialism
capitalism.
Texto completo
Introducción

A pesar de que el consumo de numerosas sustancias psicoactivas es ilegal, su uso se ha extendido a casi todo el mundo. Actualmente, en cada país existen diversas políticas que regulan o prohíben su comercialización y consumo, basadas en las diversas formas en las cuales se entiende esta problemática (Reuter y Trautmann, 2009). No obstante, la heterogeneidad de políticas nacionales ha sido combatida por las convenciones universalistas de la Organización de las Naciones Unidas (onu) en 1961, 1971 y 1988. Al respecto, no hay estudios específicos sobre las motivaciones que promovieron −en primera instancia−las políticas en el ámbito nacional y el posterior viraje al énfasis universalista; menos aún, que comparen las políticas existentes en esta materia (Zobel y Götz, 2011: 195-211).

El objetivo de este ensayo no es ofrecer un estudio comparativo de las distintas políticas nacionales diseñadas e implementadas, sino identificar los vacíos en la materia e iniciar una serie de estudios que profundicen en las causas del origen de la criminalización del consumo y la comercialización de las drogas desde una perspectiva histórica. La principal motivación es documentar la forma en que esto fue ocurriendo paralelamente a un proceso de modernidad camaleónico que, si bien en un inicio acompañó la consolidación de las élites europeas por medio del comercio de drogas (Courtwright y Hickman, 2011: 213-224), más tarde −cuando tuvo lugar la masificación de su consumo−se le vinculó con la puesta en entredicho de las capacidades de autogobierno del individuo kantiano. También se busca exponer cómo el pro ceso de criminalización de estas sustancias ha obedecido a fenómenos poco relacionados con políticas de salud pública, a partir de lo cual se evidencia que la prohibición de la comercialización y del consumo se vincula con fenómenos sociales de otra índole. Por ello, creemos que el conocimiento de las motivaciones del proceso que culminó con la criminalización de las drogas nos puede proporcionar un mejor entendimiento del proceso en sí mismo; sobre todo, nos puede ayudar a desarrollar una opinión informada para discutir temas centrales sobre el consumo y la comercialización, y nos permitirá elaborar oportunas políticas dirigidas prioritariamente a cuestiones de salud pública.2

Este artículo reconstruye algunos puntos generales del establecimiento del comercio global y consumo de sustancias psicoactivas en Europa y Estados Unidos, donde se muestra cómo estos productos sirvieron para consolidar a las élites coloniales mediante su comercialización, y la compra y venta de esclavos, quienes transmitieron el consumo de sustancias como el cannabis en América. Esta sección concluye que mientras las sustancias psicoactivas fueron de uso exclusivo de las élites y las clases “minoritarias”, no representaron un problema social para los Estados, a la vez que el surgimiento e implementación de políticas para su regulación y posterior criminalización no tuvieron su origen en cuestiones de salud pública.

El texto reconstruye, posteriormente, el vínculo entre la modernidad y el consumo de sustancias, y muestra cómo esta relación fue explorada por sociólogos del siglo xix que vieron a estas sustancias estimulantes y psicoactivas como detonantes de una crisis de la modernidad. Para estos sociólogos, la crisis de la modernidad era un ejemplo de cómo los seres humanos se habían hecho esclavos de sus propias invenciones, a partir de lo cual se justificaba la necesidad de intervención del Estado ante los peligros del capitalismo moderno. Este artículo también reconstruye los debates ocurridos alrededor de la regulación −tanto en Estados Unidos como en Europa–, que concluyen con la criminalización del consumo de sustancias; asimismo, muestra cómo estos procesos no fueron resultado del diseño e implementación de políticas de salud pública como en Suecia −donde se inició un debate paradigmático en este sentido−, sino fruto de acciones de reformistas religiosos con intereses distintos.

Por último, se propone un nuevo enfoque para discutir la modernidad y el consumo de sustancias psicoactivas, descartando así, de una buena vez, aquel enfoque decimonónico que, además de equiparar erróneamente la modernidad con capitalismo y democracia, ha frenado el debate actual en la materia y poco nos ayuda a entender las vías para la descriminalización de las drogas en la sociedad contemporánea.

El establecimiento del comercio global

El comercio global de sustancias psicoactivas como el tabaco, el café, el opio y el alcohol, comenzó a desarrollarse en el mundo occidental a finales del siglo xviii y principios del xix; sin embargo, su importancia en el proceso de globalización del comercio ha sido ignorada por los estudios de la época (Diamond, 1999). Hoy sabemos que los colonizadores desarrollaron y se beneficiaron del comercio de sustancias estimulantes y que estas impulsaron sus economías, especialmente cuando dejaron de ser un artículo de lujo y se convirtieron en un producto al alcance de grupos cada vez más amplios en las sociedades europeas.

Desde una perspectiva económica, la comercialización sistemática de opio, tabaco y alcohol a finales del siglo xviii fomentó diversas áreas mercantiles. Los comerciantes coloniales negociaban con nativos de países africanos, donde se producía la mayor parte de estas sustancias, quienes a su vez aprovechaban la presencia de los europeos para venderles sus productos; de esta forma, el comercio de esclavos floreció paralelamente al tráfico de sustancias estimulantes. Es precisamente de aquella época la frase que dice: Drugs bought slaves, and slaves made drugs, which were used to buy more slaves to make still more drugs3 (Courtwright y Hickman, 2011: 213-217). Más allá de los lugares comunes, este triángulo comercial fue el que hizo posible la consolidación de las élites europeas, cuya existencia quedó condicionada a los ingresos producidos por las drogas y los esclavos en el mercado colonial.

Desde el punto de vista social, el consumo de aquellas sustancias se popularizó a lo largo de los siglos xviii y xix debido a su doble uso: por una parte, eran utilizadas para estimular y tranquilizar a sus nuevos consumidores, quienes venían de las áreas menos favorecidas de la sociedad; por otra, habían establecido una relación de dependencia entre estos consumidores y los distinguidos miembros de la élite colonial, encargados de adquirirlas en sus lugares de origen, transportarlas y comercializarlas. De esta forma, tanto las élites europeas como sus contrapartes americanas y africanas aseguraron la existencia de este mercado. Sumado a ello, los que comercializaban esas sustancias en Europa buscaron aumentar sus ingresos evadiendo el pago de impuestos.

En efecto, actualmente se sabe que las ganancias más sustanciosas del contrabando de drogas de los siglos xviii y xix no provenían de restricciones por ser consideradas un producto nocivo, sino del éxito de sus proveedores para evadir los impuestos al consumo. Ha sido precisamente a causa del carácter clandestino de esta actividad que no existen fuentes suficientes para realizar investigaciones sobre el tema; también es esta la causa por la cual ha sido imposible desarrollar una historiografía sobre la comercialización y el consumo de drogas durante ese período. En este sentido, podríamos decir que la evasión de impuestos fue tan exitosa que muchos autores señalan la imposibilidad de calcular el volumen real del uso de estas sustancias en los siglos xviii y xix.

Una vez consolidado el triángulo comercial, comenzó a incrementarse el consumo de drogas, lo que llevó rápidamente a su cristalización y su primera “época dorada”. Este boom estuvo relacionado con diversos factores. Por un lado, estas sustancias ofrecieron nuevas oportunidades de socialización que las hicieron extremadamente atractivas para sus nuevos y sofisticados consumidores europeos del siglo xix; por otro, el consumo fue tolerado durante un largo período por los Estados europeos, que no mostraron mayor oposición a que las élites se divirtieran experimentando con sustancias psicoactivas. Inicialmente, el uso de estimulantes no fue restringido por las autoridades gubernamentales; ello ocurrió cuando el consumo se incrementó considerablemente, alcanzando a las capas medias de la sociedad durante las primeras décadas del siglo xx. Asimismo, entre los factores que intervinieron en la aceleración del mercado de sustancias hay que contar las mejoras en la producción, transportación y la elaboración de drogas químicas. Durante este último período también es posible observar que, paralelamente al incremento del comercio y consumo, surgieron problemas sociales relacionados con estas sustancias, los cuales se complicaron hasta el punto de convertirse en un factor de riesgo para el orden social. De este tiempo datan los primeros estudios que documentan los riesgos a la salud causados por el uso de sustancias psicoactivas, especialmente los vinculados al alcohol y los narcóticos.

El bajo mundo del ganja y las banana republics

Light up and be somebody!

(John Sinclair, 2011)

La historia del cultivo del cannabis en América data del siglo xvi −tiempo en que los españoles lo cultivaron en sus colonias−, hasta principios del siglo xix, cuando el cultivo del cáñamo tuvo un breve florecimiento. El principal interés en el cannabis estaba relacionado con la extracción de la fibra utilizada para elaborar jarcia naval. Curiosamente, no fue un producto importante por sus efectos médicos o psicoactivos; el consumo del cannabis con estos fines era exclusivo de esclavos angoleños, quienes habían llevado consigo las semillas de esta hierba cuando fueron vendidos a plantaciones azucareras en el norte de Brasil desde finales del siglo xvi. Para ellos, la marihuana era popular como energizante, medicina, facilitador de la sociabilidad y por su efecto eufórico entre los grupos de convivencia masculinos. Desde su llegada a América, el cannabis era consumido por las clases sociales más bajas; de hecho, era visto como “el opio de los pobres” (Rubin, 1975 y 1995). Su cultivo tuvo más éxito en Norteamérica que en Brasil, donde fue introducido por los esclavos procedentes de África. La dispersión al resto de los Estados Unidos se llevó a cabo hacia finales del siglo xix y principios del xx, cuando se dio una gran demanda de mano de obra barata en las plantaciones azucareras de las Islas Británicas Occidentales (1838). Hacia mediados del siglo pasado, el consumo del ganja en Jamaica llegó a ser de 60% entre el total de la población masculina adulta (Rubin, 1995).

Así, los consumidores pasaron de las Islas Británicas Occidentales a otros países americanos en busca de trabajo −especialmente en plantaciones bananeras de Costa Rica y azucareras de Cuba, entre 1900 y 1924−. También, se registran migraciones a Panamá a mediados del siglo xix para llevar a cabo la construcción de un tren. La empresa que realizó este proyecto era una compañía de Nueva Orleáns, que comenzó la obra en 1949. La estructura del tren debía pasar sobre pantanos y los nativos de la zona no estaban en condiciones de realizar trabajos extenuantes, por lo cual recurrieron a contratistas de esclavos del Caribe. Las obras del tren de Panamá se extendieron hasta finales de la década de 1890, y se calcula que durante esos años se ocuparon alrededor de 200 mil esclavos. Una vez concluido este proyecto, muchos de los trabajadores permanecieron en la zona, y hay información que evidencia que cultivaban cannabis para su propio consumo. A principios del siglo xx la situación cambió debido al establecimiento de tropas estadounidenses. Reportes de soldados indican que la “gente de color” hacía té con las hojas de cannabis como un estimulante que brindaba sensación de bienestar y que, además, prevenía la malaria (Conniff, 1985: 4; Chomsky, 1995: 45).

La población de color no fue la única responsable de la difusión de la marihuana en Estados Unidos. Durante las primeras décadas del siglo xx se estima que más de un millón de mexicanos cruzaron la frontera para trabajar en el campo y en la construcción del ferrocarril. Habían sido solicitados a México por el gobierno de Estados Unidos, con la firma del primero de varios acuerdos diplomáticos para contratar trabajadores en California. En poco tiempo, el programa se extendió al resto del país, con excepción de Texas, que optó por no participar. Con esta población llegó también la marihuana para fumar, uso que se expandió con el paso de estos trabajadores mexicanos hacia el resto de los Estados Unidos. Por la costa este, la marihuana entró vía Nueva Orleáns, adonde había llegado con los marineros provenientes del Caribe.

Su cultivo tenía fines comerciales y era consumida principalmente por los miembros de la clase social más baja. Se dice que muchos trabajadores usaban la hierba o weed −como se le conoce desde entonces en Estados Unidos−que crecía alrededor de fábricas de cáñamo abandonadas en varias partes del país. El fácil acceso a esta hierba propició el desarrollo de una subcultura que se abrió camino paralelamente a la cultura del jazz.4 A diferencia de otras drogas, el consumo de marihuana solo se extendió al Ejército con la incorporación de la gente de color durante la Segunda Guerra Mundial.

Ahora bien, una de las grandes diferencias entre el consumo de marihuana en el Caribe y en Estados Unidos fue que mientras en el primero se argumentaba un uso atávico −además de un uso medicinal o como remedio popular−, en Estados Unidos se relacionaba exclusivamente con el placer de fumar (Freedman y Rockmore, 1946: 221-236).

La popularidad del cannabis alcanzó su punto máximo en la década de 1950 cuando, siguiendo los pasos de la Generación Beat, los hippies se concentraron en descubrir los placeres de la marihuana. Fue su remedio contra el desencanto provocado por la segregación racial y la guerra de Vietnam. Para estos jóvenes la marihuana se convirtió en un símbolo de rebelión popular. Los consumidores se extendieron rápidamente y las cifras indican que, en 1979, 55 millones de estadounidenses la habían fumado. Durante las décadas de 1960 y 1970, la moda se extendió urbi et orbi, y se estima que los jóvenes consumidores de cannabis ampliaron sus intereses y se prepararon para experimentar con otras drogas como la dietilamida de ácido lisérgico (lsd), las anfetaminas, la cocaína y la heroína. Estos son los años en que el famoso magnate norteamericano Timothy Leary se convirtió en uno de los principales promotores de la experimentación (Leary, 1965).

La revolución farmacéutica

The high was gooooood. It was brain-popping and groin-grabbing.

It was just as good as a pharmaceutical-upper high.

The high lasted eight solid hours and left me dingy and schizzy.

T-bird took the Edge off and eased me into a fresh euphoria.

(James Ellroy, 1996)

Durante las primeras décadas del siglo xx comenzó la masificación del consumo de drogas en Europa, a partir de la industrialización de sustancias medicinales. La revolución industrial en el ámbito de las drogas arrojó al mercado productos capaces de combatir la tos, tratar los bronquios, mitigar el cansancio, aguzar los sentidos, perder peso o combatir la disfunción eréctil. Fue precisamente debido a su eficacia para tratar estos problemas que drogas como las anfetaminas o speed encantaron al mundo entero.

La revolución de los narcóticos había comenzado a finales del siglo xix y los factores que influyeron en la aceleración de este proceso fueron el aislamiento y producción comercial de alcaloides psicoactivos como la morfina y la cocaína, el desarrollo de la medicación hipodérmica, el descubrimiento y manufactura de drogas sintéticas como el hidrato cloral,5 y el descubrimiento de derivados semisintéticos como la heroína. Esta fue considerada una categoría en sí misma porque algunos experimentos demostraron que pequeños cambios en la estructura molecular de la droga podrían producir cambios sustanciales en sus efectos. A esto se le conoce como la revolución de la farmacología, y gracias a ella se abrió la puerta a un sinnúmero de nuevas drogas con propiedades psicoactivas.

Este fenómeno tuvo su punto de partida en Alemania, a causa del surgimiento de nuevos centros de investigación a finales del siglo xix y principios del xx. Entre los químicos precursores de esta revolución estuvieron Rudolf Buchheim (1820-1879), Oswald Schmiedeberg (1838-1921) y Felix Hoffmann; este último, por ejemplo, fue el responsable de la producción por técnicas de laboratorio de los principios químicos activos de productos naturales, así como de sustancias químicas no existentes en la naturaleza, a la vez que fue el productor del medicamento síntesis que sirvió de prototipo a la quimioterapia fisiopatológica, esto es, el famoso ácido salicílico, sintetizado en 1874 y empleado posteriormente para el tratamiento del reumatismo, y cuya difusión se incrementó en 1893 a través de la creación de la aspirina o ácido acetilsalicílico. Otros experimentos importantes de síntesis cloral fueron realizados por Justus von Liebig (1803-1873) en 1832 y Oscar Liebreich (1939-1908) en 1869; sus trabajos arrojaron al mercado nuevos hipnóticos y anestésicos que transformaron su tiempo. Esta revolución farmacéutica culminó con el surgimiento de la firma alemana Friedrich Bayer & Co., que algunos años más tarde controlaría la licencia para producir anestésicos e hipnóticos, deleite de muchos en aquel entonces (Porter, 1997: 675).

Sin embargo, fue hasta principios del siglo xx, y precisamente en el contexto de esta revolución farmacológica, cuando la palabra “droga” se asoció por primera vez con “adicción”, a la vez que ambos términos fueron mencionados en referencia con sustancias químicas. Al parecer, dicha asociación había tenido su origen en la necesidad médica de encontrar un término que vinculase los distintos problemas aunados a la proliferación del uso de sustancias.

Llama la atención que, a pesar de que la revolución farmacéutica comenzara en Alemania, quienes proveyeron los suministros y la tecnología necesarios al mundo de los fármacos fueron las industrias británicas y estadounidenses, las cuales experimentaron un crecimiento sin precedente durante la Primera Guerra Mundial. Esta situación cambió en la Segunda Guerra Mundial, cuando los americanos se hicieron con el primer puesto y se consolidaron como líderes mundiales en la producción, procesando 61% de las drogas químicas que se consumían en todo el mundo, en comparación con 8% que producía Suiza, 6% de Alemania, 5% del Reino Unido, o 3.5% de Francia (Courtwright, 2001: 77).

Esta disparidad en las cifras ha sido explicada como el inicio de un proceso de experimentación masivo, al igual que la extensión del consumo de nuevas drogas experimentales en Estados Unidos durante la posguerra. Entre las sustancias preferidas por sus efectos placenteros o estimulantes de la libido estaban la heroína, los barbitúricos, esteroides anabólicos, tranquilizantes, alucinógenos, narcóticos sintéticos como la meperidina,6 el viagra −que pasó de ser un tratamiento para la disfunción eréctil a un afrodisíaco−y, por supuesto, las anfetaminas. Sin embargo, en el terreno de la experimentación química, fue en ese momento cuando se llegó al exceso con la inhalación de gasolina y el uso de los pegamentos. Es a raíz del uso de estos que hoy se habla de “abuso de sustancias” y “dependencia química” (Courtwright, 2001: 234). Aunque se desconocen los detalles y alcances de esta fase, sabemos que a causa de la “popularización del consumo de drogas experimentales” se inició la controversia y el subsecuente control por parte del gobierno estadounidense.

Por lo que respecta a las anfetaminas, son un derivado de la efedrina, sintetizada por vez primera en 1887 para ser usada como broncodilatador. No obstante, no fue sino hasta 1919 en Japón cuando se sintetizó la metanfetamina como tal, y en la década de 1920 comenzó su uso experimental, sobre todo entre militares de varios países, para combatir la fatiga durante la guerra. Originalmente salió a la venta el inhalador Benzedrina, y poco después la dexanfetamina o dexedrina. En 1938 salió al mercado la metanfetamina o Methedrina, y en 1954 el metilfenidato o Ritalin. En este primer período, las anfetaminas fueron usadas con diversos fines curativos, principalmente contra padecimientos como la narcolepsia, la obesidad, la depresión, los tratamientos por sobredosis con sedantes y en la rehabilitación del alcoholismo y otras drogas. Al tener un efecto parecido a la cocaína, es decir, al aumentar la disponibilidad de la dopamina -neurotransmisor importante del cerebro-, las anfetaminas se han usado para mejorar el rendimiento físico e intelectual de militares y deportistas. Las metanfetaminas son relativamente fáciles de sintetizar y es por ello que han sido muy populares entre los fabricantes de drogas ilícitas, al tiempo que su ingestión se realiza por medio de pastillas, inyecciones o fumando los cristales puros. Ahora bien, estudios recientes sobre las anfetaminas han comprobado que su uso regular lleva a la psicosis.7 Sin embargo, esta información no se popularizó sino hasta mucho tiempo después. En la ignorancia de los efectos colaterales, la edad de oro de las anfetaminas tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su consumo llegó al punto que no es comprensible la inexistencia de estudios que consideren su efecto en el curso de la guerra. En ese período las anfetaminas y metanfetaminas eran buscadas con el propósito de afinar la mente y el cuerpo “más allá de las capacidades humanas” (Rasmussen, 2008: 3). El gobierno estadounidense estima que el Ejército usó alrededor de 180 millones de píldoras para sus bombarderos y combatientes durante la guerra, mientras que los japoneses veían estas sustancias como la “fuente de fuerza de guerra” o senryoku.8

El consumo de las anfetaminas siguió su curso ascendente hasta la presentación de un paradigmático caso ocurrido en Suecia que cambió el rumbo de los acontecimientos, mostrando los efectos secundarios y provocando una primera intervención del Estado en los hábitos del consumo del que hasta entonces había sido considerado un producto beneficioso. El consumo de las anfetaminas en Suecia data de 1938, cuando se estima que los médicos las prescribían al menos a 3% de la población para combatir el cansancio y la depresión. Estas cifras cambiaron notablemente en la década de los 40, cuando se estima que había alrededor de 3 000 usuarios. Asimismo, se ha mostrado que algunos combinaban anfetaminas con morfina. En los años 50, la literatura de la época plasmó a los visitantes asiduos de los círculos bohemios inyectándose regularmente anfetaminas. Entrados estos años, la moda de las anfetaminas pasó de los artistas a las calles, aumentando su uso. Las cifras muestran que de 1949 a 1965 el número de consumidores se duplicaba cada treinta meses hasta que, en el período de 1965 a 1967, el Estado sueco estimó, basado en prescripciones médicas, que el consumo se duplicaba cada doce meses. Esta información provocó la intervención del Estado en las prácticas de sus ciudadanos. Fue el reconocimiento del aumento exorbitante del consumo, aunado al registro de los efectos secundarios −principalmente la adicción−, lo que llevó al Estado sueco a regular por primera vez las anfetaminas en 1968. Fue en ese año cuando el gobierno decidió iniciar una política restrictiva y aprobó la expedición exclusiva de 343 prescripciones médicas para todo el país.9 Para algunos especialistas, los médicos suecos habían iniciado o provocado algo que ellos consideraban “una epidemia de consumo de anfetaminas”, en tanto que otros se preguntaban si únicamente aceleraron la marcha de un proceso imparable. Con estas declaraciones inició el escándalo médico más grande de la historia sueca con impacto mundial, al ser precisamente el que abrió la discusión sobre el consumo de anfetaminas.10

La falta de articulación del debate sueco llevó a que, a pesar de esta experiencia, las anfetaminas se siguieran consumiendo sin medida en el resto del mundo. Desde la década de 1950, los Estados Unidos y algunos países europeos experimentaron un período conocido en la literatura como la “democracia de la anfetamina”, donde su consumo se diseminó entre los sectores medios de la sociedad. En esa década, se rindieron a los efectos de las anfetaminas los conductores de camiones, los veteranos, los prisioneros y los estudiantes, además de celebridades como Charlie Parker, la actriz Judy Garland, los cantantes Lenny Bruce, Johnny Cash o Elvis Presley; fue en esos años cuando John F. Kennedy hizo que le inyectaran dexedrina antes de su histórico debate con Richard Nixon.

La producción de anfetaminas llegó a los 8 billones de tabletas por año a mediados de los años 60. Al boom de la floreciente cultura de la anfetamina en Estados Unidos contribuyeron en gran parte la falsificación masiva de prescripciones médicas y la diversificación de tácticas para acceder al producto.11 Un número importante de personas pensaba que las anfetaminas solucionarían sus depresiones, resacas, fatigas, problemas de sobrepeso e incluso su vida sexual. Según los expertos, fue la masificación del consumo lo que permitió observar con claridad sus efectos colaterales. Así, hacia finales de la década de 1950 muchos investigadores llegaron a la conclusión de que las anfetaminas y las drogas relacionadas eran adictivas, y que su uso constante conducía a la psicosis. Consecuentemente, muchos psiquiatras sustituyeron las anfetaminas con nuevos fármacos. No obstante, a pesar de estos esfuerzos, el consumo de la ya imprescindible sustancia no se redujo. De hecho, en la década de 1960 era la droga más popular. En Estados Unidos se estima que uno de cada veinte adultos era consumidor activo de anfetaminas, y durante ese período se reconoce también que el uso de anfetaminas era el principal problema del país (Rasmussen, 2008: 3-5).

El gig de la anfetamina se mantuvo constante hasta 1971, cuando algunos gobiernos se percataron de las exorbitantes cifras que alcanzaron tanto la producción como su consumo. El gobierno de Estados Unidos estimó que se producían alrededor de 12 billones de tabletas anuales, por lo cual estipuló cuotas estrictas de producción. Esta acción del gobierno estadounidense solo provocó el surgimiento de laboratorios clandestinos, para llenar el vacío dejado por los productores doc.12 Políticas similares fueron tomadas en otros países como Suecia, donde se controló de forma radical el número de prescripciones médicas en 1986. En Francia, en 1971 se retiró del mercado la Corydrane, estimulante favorito de intelectuales como Jean-Paul Sartre y Marguerite Duras, popularizado durante los años 50. Según los relatos, este estimulante −de sabor amargo, a base de aspirina y anfetaminas−daba el coup de fouet necesario para vivir la Francia de la época.13

Entre 1980 y 1994 el uso de las anfetaminas se dispersó rápidamente entre la juventud alrededor del mundo. Junto a su popularidad, creció el número de laboratorios clandestinos (onu, 1997). Durante esos años se hicieron comunes todo tipo de nuevas sustancias experimentales: plantas alcaloides, drogas semisintéticas y sintéticas. De cualquier forma, desde que las anfetaminas dejaron de ser “administradas” por los médicos, su principal finalidad era volver a tener el control sobre su consumo. Este objetivo no dejó de ser un motivo de preocupación para todas las sociedades occidentales.

A pesar de los múltiples esfuerzos realizados por muchos países, el consumo de anfetaminas no terminó ni experimentó una reducción importante; por el contrario, se abrió paso al consumo de la metanfetamina cristalina o ice, así como a otro derivado de las anfetaminas: el éxtasis. Actualmente, se afirma que estamos en medio de otra “epidemia” −si queremos verlo en relación con el paradigmático caso sueco−o en una nueva “edad de oro” de las anfetaminas en la que estas y sus nuevos derivados se han vuelto muy populares para asistir en trastornos de atención y como auxiliares en tratamientos de sobrepeso. Se asegura también que el número de consumidores de esta droga se ha duplicado desde 1970.

Como era de esperarse, millones de usuarios buscaban desesperadamente −y lo siguen haciendo−las píldoras que satisficieran sus diversas necesidades. De esta forma, las calles de las ciudades donde su consumo era masivo se convirtieron en focos de violencia. Algunas de las escenas de ese tiempo han sido capturadas por Hubert Selby Jr. en su conocido libro publicado por primera vez en 1978: Requiem for a Dream.

Drogas y modernidad

Muchos se preguntarán cuál es la relación entre el consumo de sustancias estimulantes, los problemas económicos y sociales que producen estos productos, y la “modernidad”. En el siglo xix muchos expertos incluyeron el aumento de los problemas relacionados con estas sustancias en una discusión más amplia sobre una crisis cultural. En ese contexto, las adicciones a los narcóticos eran percibidas como símbolo de la desaparición del individuo kantiano, independiente y capaz de auto-gobernarse, ideal y objetivo último de la burguesía.

Visto desde este ángulo, para la reluciente nueva burocracia y sus corporaciones −los dos actores sociales más importantes de finales del siglo xix−, los consumidores de sustancias psicoactivas, cualesquiera que estas fueran, eran considerados “carentes de independencia”. Su pérdida de autonomía como actores sociales era vista como el resultado de la tensión y la competencia económica de la vida moderna, que los había dejado a expensas de las sustancias psicoactivas. Algunos de los casos más dramáticos declaraban haber sacrificado lo que les quedaba de agencia como individuos en el altar de los narcóticos (Courtwright y Hickman, 2011: 213-224).

Como hemos mencionado, en el período que va de 1945 a 1974 se introdujo el uso de nuevas sustancias de la mano de médicos europeos y estadounidenses, seguido por un rápido desarrollo del tráfico ilícito y abuso generalizado de fármacos (Ball, Chien y Graff, 1975: 109-113). Es por ello que en ese período las sustancias psicoactivas comenzaron a ser identificadas como el peor escenario de la modernidad. Los usuarios se convirtieron en ejemplo tangible de la forma en que los seres humanos se hacían esclavos de sus propias invenciones y, aún más, en ejemplo de la necesidad apremiante de una respuesta normativa al peligro creciente del capitalismo moderno.14

Por otra parte, además de ser una categoría, la modernidad es un proceso sociohistórico de carácter global y acumulativo que ha sido equiparado con procesos de progreso y con una actitud concerniente a la especificidad del presente. De esta forma, a pesar de las críticas que esta visión ha suscitado, la distinción entre sociedades modernas y atrasadas, o entre sociedades menos modernas, ha sido abandonada en el presupuesto de que “todos somos modernos” (Wagner, 2009). Sin embargo, lo que ha definido a la modernidad desde el inicio es sin duda alguna la condición de autonomía de los individuos. Para el sociólogo alemán Peter Wagner, la modernidad tiene lugar cuando los individuos se ven a sí mismos como autónomos y proyectan su autonomía en áreas más amplias de la vida social. La modernidad no es una condición específica a un período en particular, exclusivo de las sociedades occidentales. Este modo de comprender la modernidad es uno de los más novedosos. Nos propone un análisis histórico por medio de tres tipos de experiencias de autonomía colectiva, las cuales a su vez dan forma a diferentes clases de modernidad que requieren de una interpretación o, dicho de otro modo, que deben ser contextualizadas. La primera experiencia se relaciona con las reglas para la vida en común; la segunda, con la satisfacción de necesidades; la tercera, con la búsqueda de un conocimiento válido, es decir, con formas políticas, económicas y epistémicas de la modernidad. El hecho de que los problemas que estas tres dimensiones presentan no puedan ser respondidos de una sola forma es lo que convierte a la propuesta de Wagner en novedosa. Lo que este enfoque resalta es que las experiencias de modernidad son muy diferentes entre ellas, pero también sus interpretaciones. Así vista, la modernidad es, entonces, una condición principalmente de incertidumbre y contingencia.15

Este nuevo acercamiento a la modernidad sostiene que no hay una sola narrativa de la misma, sino cuatro: la versión liberal, la historia del Estado moderno, el surgimiento de la política democrática y la revolucionaria. Lo que es más importante es la argumentación de que ninguna de ellas lleva a una forma institucional específica por sí misma, sino que son complementarias. Es precisamente la interrelación de estas narrativas, más los tres problemas centrales de la modernidad relacionados con la política, la economía y la epistemología, lo que puede llevarnos a una modernidad más plural. Como ejemplo, Wagner pone sobre la mesa al capitalismo, entendido como una interpretación de la modernidad económica (aquí entraría el caso de la relación entre las sustancias estimulantes y la modernidad). Por otra parte, este nuevo enfoque subraya la existencia de diversas formas de capitalismo y de democracia.

Analizando la modernidad europea, Wagner concluye que esta no se ha formado de una sola narrativa que se desarrolla progresivamente, sino a partir de un patrón que cambia constantemente de interpretaciones. Para el caso europeo su sugerencia es que en lugar de buscar estructuras comunes culturales o políticas, la modernidad europea debería centrarse en la interpretación de experiencias. Así, la contribución del enfoque de la modernidad por parte de este autor es que conjetura la proliferación de interpretaciones que no derivan de una filosofía dominante, sino que surgen de una pluralidad de interpretaciones formuladas por personas a partir de sus experiencias en contextos específicos. De esta forma, la filosofía política y una teoría social con fundamento histórico podrían tener un propósito común.

La paradoja de la modernidad y la respuesta regulatoria

Como puede verse, la relación entre las drogas y la modernidad ha sido estigmatizada desde el inicio, a causa de su carácter paradójico. Por un lado, el comercio de drogas legales ha sido analizado como base del sistema moderno, fungiendo como piedra angular en la fundación de los Estados nacionales, como fundamento de los imperios comerciales de Europa y como medio para financiar la expansión occidental. Por otra parte, la comercialización de las drogas ha sido señalada como causante de un daño creciente. En este caso en particular, la salud de los individuos y las relaciones sociales han sido las más perjudicadas debido a la intoxicación y adicción. Incluso, desde un punto de vista más abstracto, porque se estigmatizaba a las drogas como productos de la modernidad que habían quebrantado la agencia de los sujetos independientes sobre los que está construida la sociedad moderna. La primera respuesta para atacar este problema, después de la sueca, fue la acción de reformadores religiosos en Estados Unidos, que condenaron los daños causados por las drogas. Dicha acción se articuló en términos de defensa de la capacidad del sujeto moderno a su “libre albedrío”, para la “regulación de los productos malignos de la modernidad”. A ellos se unieron otros reformadores seculares, que agregaron otras dimensiones al problema: la utilitarista, la socialista, la científica y la nacionalista.

Un punto importante es que los reformadores religiosos −sobre todo los estadounidensesintentaron responder a la paradoja de la modernidad con un movimiento internacional que promovía la prohibición “selectiva” y la restricción de los narcóticos. Este proponía un mecanismo autorregulatorio mediante el cual el comercio de fármacos volvería de alguna manera a entrar en línea con “las necesidades sociales” del “mundo moderno”.

Estas regulaciones dieron paso a nuevas leyes y tratados que tenían el objetivo de minimizar el daño entre la juventud y, por ello, atendieron principalmente los siguientes puntos: prescripciones, cuotas de manufactura, límites de consumo para uso médico bajo supervisión y restricciones de venta al menudeo (que incluían la prohibición de su venta a menores de edad o imponían límites horarios para tolerar el consumo).

Ahora bien, estas primeras regulaciones variaron significativamente entre los distintos Estados occidentales, y es por ello que se habla de una doble medida estándar internacional. Ejemplo de esto es que, debido a factores culturales, económicos y políticos, sustancias como el alcohol y el tabaco han sido reguladas de forma menos estricta que otras. Este ha sido un privilegio común a todas las naciones occidentales.16 En la actualidad, las diferencias sustanciales han comenzado a disminuir a partir de la revolución de la metadona entre los años 60 y 70, cuando fueron difundidos los resultados científicos sobre los daños causados por el alcohol y el tabaco. Se acabó con el doble estándar existente para el último tercio del siglo xx y esto ayudó a generar un nuevo enfoque científico que consideraba: los mecanismos comunes de las adicciones, el crecimiento de conciencia sobre los daños causados por el tabaco y el alcohol, y un nuevo enfoque de salud pública.

No está de más notar aquí que, curiosamente, el caso paradigmático sueco, basado en hechos médicos, no influyó significativamente en esta primera etapa de diseño de políticas para regular las sustancias psicoactivas, como sí lo hizo la presión de los reformadores religiosos estadounidenses.

Políticas de convergencia internacional y la Unión Europea

En línea con la primera estandarización iniciada en Estados Unidos, la tendencia vigente durante todo el siglo xx ha sido denominada como “la convergencia internacional en materia de drogas”. Su punto de partida fue la conferencia seminal sobre el opio en Shanghái, en 1909, y ha sido canalizada en tratados como la Convención sobre Substancias Psicotrópicas o la Convención sobre el Control del Tabaco del 2003.

La excepción a esta política de convergencia internacional ha sido aquella originada por los usuarios ocasionales y no adictos, y la propagación del virus de inmunodeficiencia humana (vihsida) en la década de 1980-1990, que animó a la mayoría de las naciones europeas a avanzar hacia políticas de “reducción de daños” (Bergeron, 2005: 174-187). Aunque no hay una política común en la Unión Europea para unificar las políticas de drogas de los Estados miembros, la fundación de la Comisión Europea para el Combate de las Drogas, exhortada por la delegación francesa, declaró que el uso de drogas ilícitas y sus consiguientes problemas sociales y de salud podrían ser abordados de mejor forma mediante una estrategia a escala continental.

En este sentido, en 1993, cuando el Tratado de Maastricht entró en vigor, no unificó las políticas de drogas, sino que solo lo hizo la fundación del Centro Europeo para el Monitoreo de Drogas y Adicciones (emcdda, por sus siglas en inglés). Creado en 1993, invocó el artículo 235 del Tratado, que permite a la Unión gran flexibilidad para actuar en una gran cantidad de materias no específicas relativas a este tema. Este centro fue fundado con la idea de vigilar los datos epidemiológicos de toda Europa, aunque en realidad se refiere exclusivamente a los países miembros. Este organismo se dedica a realizar análisis comparativos de las políticas y tratamientos para ayudar a generar programas de control de drogas más razonables y eficaces. Asimismo, difunde información crucial, organiza talleres, distribuye manuales sobre las mejores prácticas y construye modelos empíricos, cuyos métodos son difundidos ampliamente en todos los Estados miembros. Aunque estas prácticas tienden a unificar opiniones sobre el tema, en la actualidad no es posible hablar de una “política europea común” en materia de drogas.

Hacia la criminalización

De forma paralela a la masificación del consumo de sustancias durante las primeras décadas del siglo xx, comenzaron las primeras etapas de un conjunto de movilizaciones que constituyen el sistema institucional actual de la lucha contra las drogas. La primera etapa de movilización concluyó con debates importantes en ambos lados del Atlántico. Así, finalmente se ha discutido si este problema debía abordarse como un hecho social o médico. Estas consideraciones se deben a que a principios del siglo xx los usuarios eran vistos como enfermos y la adicción era considerada un problema de salud. En ese sentido, ambos podían ser tratados por psicólogos que rehabilitaran al paciente, y no por jueces que únicamente emitirían condenas contra los usuarios, como lo harían con otros infractores de la ley. Esta fue la postura del documento clínico publicado en las notas editoriales del número de American Medicine de 1915.

Los intereses médicos ganaron terreno y lograron proteger sus prácticas con la Harrison Act. Los siguientes esfuerzos fueron realizados por las agencias ejecutoras, que enfatizaron la criminalización de los usuarios, lo cual contribuyó a la criminalización de las sustancias psicoactivas y todo lo que las circundaba. La decisión de la Suprema Corte y del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos de cerrar las clínicas donde los pacientes eran tratados significó, para muchos, un avance en la conversión del usuario de enfermo a criminal. Así, los grupos minoritarios estadounidenses fueron considerados peligrosos por no acatar una ley que prohibía su cultura y su estilo de vida, iniciando con ello un problema que vinculaba el tráfico y uso de drogas con un tratamiento racial que en la actualidad continúa siendo inequitativo (Peyrot, 1984: 83-95).

Aunque la primera ley contra el consumo de sustancias psicoactivas en Estados Unidos fue dirigida al uso del opio en manifestaciones culturales, y a pesar de que la utilización de estas sustancias con fines médicos fue considerada un problema de salud pública, esta deliberación se focalizó en el uso de la cocaína, no del opio. Por otra parte, la prohibición de sustancias estuvo unida a cuestiones marginales en distintas zonas de los Estados Unidos. Esto es, la prohibición del opio apareció en el este del país cuando los migrantes chinos llegaron a esa región; lo mismo ocurrió en el sur, donde el avance económico de la comunidad afroamericana durante la posguerra dio como resultado la prohibición de la cocaína; en el norte, el crecimiento demográfico de los inmigrantes europeos, que rápidamente adquirían poder dentro de las zonas urbanas, resultó en la prohibición del alcohol en 1919, y en el sudeste, a causa de la presencia de los braceros mexicanos, se inició la criminalización de la marihuana en 1937.

Las reformas buscaban frenar el uso indiscriminado de drogas y alcanzaron un momento importante durante el segundo tercio del siglo xx, en el cual se observaron los resultados del modelo implementado con anterioridad, es decir, un análisis desde el punto de vista clínico y desde una justicia que criminalizaba al usuario de drogas. Esta etapa termina nuevamente con la Narcotic Addict Rehabilitation Act (1966), que promovía un incentivo económico para programas locales y estatales dedicados a la rehabilitación de los adictos. Curiosamente, y a pesar de su cometido, esta acta legitimaba el uso médico de la metadona.

Entre 1972 y 1997 Estados Unidos buscó una política basada en la prohibición de las drogas y en la aplicación de sanciones criminales a su uso y venta ilícita. Los resultados obtenidos con estas políticas han sido vistos como consecuencias de implementaciones que criminalizan y marginan a los usuarios de sustancias psicoactivas, y aumentan los riesgos a la vida y a la salud pública. El incremento en la tasa de mortalidad relacionada con los estupefacientes puede ser una poderosa consecuencia de las políticas de prohibición y de su inequitativa aplicación en la impartición de justicia dentro de la sociedad. En la actualidad, las políticas de drogas son entendidas como expresión de una parte de las comunidades que desean hacer que el daño causado por la producción, tráfico y consumo de sustancias ilícitas desaparezca legislando su prohibición (Drucker, 1999: 14-29).

Discutiendo la legalización

Durante la última década del siglo xx, las posturas en torno al problema de las drogas se dividieron nuevamente. Ya no se trataba de una división entre las posturas médica y jurídica, sino de dos puntos de vista: uno conservador y otro liberal. El primero quería enfrentar el problema con la aplicación severa de la ley, mientras que el segundo era partidario de la legalización. Las diversas perspectivas abarcaban cuestiones filosóficas y morales, así como de tipo económico. Este último fue el principal argumento para favorecer la legalización. En 2007 se estimaba que el total gastado por los gobiernos locales, estatales y federales ascendía a poco menos de 100 mil millones de dólares al año en las iniciativas contra el narcotráfico; a estas cifras hay que añadir las decenas de miles de millones que se obtienen anualmente de los ingresos fiscales por la venta de drogas legales. Al respecto, se ha argumentado que sería un avance significativo si se destinara solo un tercio de ese total a reducir las enfermedades causadas por las drogas y la adicción (Nadelmann, 2007: 24-26, 28, 30).

Durante los últimos años se ha observado un descenso en el uso de drogas duras como el crack o la cocaína. No obstante, la baja ha sido compensada por un incremento en el uso de marihuana y heroína. Asimismo, hay un mayor número de consecuencias letales en el consumo de sustancias ilícitas: infección de múltiples enfermedades como el vih-sida, tuberculosis y hepatitis B y C. Ello ha llevado a algunos especialistas a considerar que es momento de abandonar la infeliz historia de la prohibición de las drogas y, contrariamente, comenzar a pensar en políticas pragmáticas y humanas que protejan la salud pública y apoyen los valores democráticos (Drucker, 1999: 14-29).

Las opiniones sobre iniciar un proceso de descriminalización de sustancias son variadas. En 1989 Sharyn Rosenbaum afirmaba que el proceso de descriminalización solo ocasionaría una mayor dependencia, al tiempo que aseguraba que la lucha contra el narcotráfico se estaba ganando. Por otra parte, Ethan Nadelmann planteaba que sería más benéfico propiciar la reducción del uso de sustancias y de los males que implicaba el problema en general −la disminución del número de muertos, el tráfico ilegal y el crimen asociado con el uso indebido de las mismas−, en vez de incrementar el número de leyes que promovieran la prohibición. Por otra parte, para Charles Reasons los fenómenos que trae consigo el tráfico ilegal de sustancias −crimen, enfermedad y muerte−son consecuencia de las políticas implementadas en Estados Unidos, más que de los efectos farmacológicos de su uso. Dentro de las múltiples ventajas que podría traer la legalización se debe incluir que en algunas ocasiones las sustancias ilegales son menos dañinas que el alcohol, a lo cual puede añadirse también la consideración de factores económicos −por ejemplo, que los dealers, más que un pretexto o forma para continuar su adicción, obtienen un beneficio monetario de la venta de los estupefacientes−.17

Las discusiones anteriores concluyeron con la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1998, que acordó eliminar o reducir de manera significativa el cultivo ilícito de amapola, cannabis y opio para el año 2008, tiempo en el cual −según sus pretensiones−disminuiría también la demanda de estupefacientes. Contrariamente, el índice de producción y consumo de drogas continúa siendo el mismo que en décadas anteriores. Lo que ha cambiado es que los productores se han vuelto más eficientes, y la cocaína y heroína más populares y accesibles. Los plantíos de marihuana han incrementado su número en todo el planeta, mientras que los de amapola se han extendido en América Latina, aunado a que las metanfetaminas pueden producirse en todas partes.

Por último, para Douglas Husak aproximadamente de 80 a 90 millones de personas han usado una droga ilícita en algún momento de su vida, a partir de este dato, considera oportuno replantear la estrategia de los Estados para disminuir los problemas que esto representa en cuestión salud y estructuras sociales. Así, queda claro que el debate actual no está focalizado en si el uso de sustancias ilícitas es un asunto médico o de salud pública, como se expuso en un principio. Los políticos aún hablan de “eliminar las drogas” como si su uso fuese una plaga para la humanidad. Lo que es realmente preocupante en este momento es si resulta oportuno diferenciar entre los hechos individuales y los sociales. La guerra mundial contra las drogas persiste en gran parte porque hemos fracasado en distinguir entre los daños que trae consigo el uso de sustancias −como las enfermedades provocadas por contagio−y los daños que trae su prohibición −muerte y narcotráfico−. La cuestión no es si existe una buena razón para castigar a los adictos, sino si existe una buena razón para imponerles infracciones por el simple hecho de serlo. Una reinvención de las leyes contra el problema de las drogas debe incluir no solo el crimen de posesión ilícita, sino también otros delitos como la violencia doméstica, donde el uso de alcohol y drogas está frecuentemente implicados.18

La descriminalización a pequeña escala

Mientras en Estados Unidos se daba un conflicto entre distintas maneras de afrontar el trasiego de drogas, en Holanda se implementaban políticas distintas que algunos han denominado “normalizadoras y amorales” porque aceptaban el uso de drogas como un evento inevitable en la sociedad moderna. En esa tesitura de normalización, las sustancias ilegales eran consideradas un problema social tratable, más que una extraña amenaza sobre el común de la población. El argumento de base fue que era un problema inevitable en el mundo actual, y que la lucha por su erradicación mediante la represión resultaría más dañina para la sociedad que su prevención o su tratamiento. Una estrategia basada en la aplicación de una ley rigurosa estaría encaminada a producir una reacción violenta y el crecimiento de un mercado ilícito, al tiempo que crecerían los índices de marginación sobre los usuarios y narcomenudistas, como ha ocurrido en otros países.

La política de drogas de los Países Bajos fue resuelta con la efectiva legalización de las “drogas suaves”. Lo que ocurrió en estos Estados fue un proceso de descriminalización que se denomina de pequeña escala. Por otro lado, es importante subrayar que el problema de las “drogas duras” ha sido tratado como un hecho de salud pública y, en este sentido, se han concentrado en la rehabilitación de los usuarios. Las reacciones oficiales estaban dirigidas a la reducción de males sociales e individuales. Así, su política estaba en concordancia con la Opium Act de 1976, que favorecía la separación de las drogas suaves de las duras (Leuw, 1991).

A manera de conclusión

El análisis de los procesos de consolidación del mercado global de sustancias y de la criminalización de su consumo desde una perspectiva histórica nos permite identificar al menos dos aspectos clave para entablar un debate significativo y un posterior desarrollo de políticas adecuadas en esta materia. Por un lado, nos ha mostrado que el comercio de sustancias y su consumo ha sido visto desde el inicio como un proceso paralelo al desarrollo del capitalismo, esto es −como la base del sistema capitalista moderno−, piedra angular de los Estados modernos y sus aparatos legales a escala nacional o supranacional, pero también como base para los imperios comerciales europeos y elemento crucial en su expansión hacia occidente. Sobre todo, este análisis nos ha permitido ver que la masificación del comercio y del consumo de sustancias −la cual incrementó ciertos problemas sociales−ha sido interpretada a su vez como la crisis del capitalismo y, por ende, de la modernidad.

Por otra parte, a través de la reconstrucción de algunos debates clave que llevaron a la regulación y criminalización de sustancias, ha sido posible identificar que su consumo fue tolerado en gran medida por los distintos Estados hasta que alcanzaron a grupos más amplios de la sociedad, a los que paradójicamente siempre hemos llamado “minoritarios”. Por consiguiente, podemos concluir que las leyes que criminalizan a los comercializadores y consumidores han obedecido a un sistema normativo que tiene como punto de partida una paradoja insuperable y que, por tanto, difícilmente puede servir de base para el diseño de políticas de drogas ad hoc que consideren acciones de salud pública para ciudadanos autónomos, libres de tomar sus propias decisiones, en sociedades democráticas del siglo xxi. Por medio de este estudio hemos podido corroborar que estas políticas regulatorias no han sido la respuesta a cuestiones de salud pública, sino de otra índole.

Ahora bien, tomando la teoría de la modernidad de Wagner para explicar la relación entre esta y las sustancias psicoactivas, aun más, tomando en cuenta la crítica que se ha hecho desde el siglo xix al consumo de drogas como paradoja del sistema capitalista, podríamos decir que la primera no puede y no debe fusionarse con el segundo, ya que de hacerlo se bloquea y desvía el debate hacia senderos poco fructíferos, como ha ocurrido hasta ahora. Sin embargo, si se dejaran atrás las interpretaciones de la modernidad que enfatizan el papel central de la democracia y el capitalismo, el debate podría avanzar de la mano de un enfoque más sofisticado sobre la modernidad, que ampliara la concepción actual mediante la inclusión de experiencias comunes a los individuos del siglo xxi, así como de políticas basadas en estudios recientes de salud pública.

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Doctora en Historia y Civilización por el European University Institute, Florencia, Italia. Profesora investigadora del Centro de Investigación y Docencia Económicas (México) y Research Fellow University of Helsinki (Finlandia). Sus líneas de investigación son: historia del pensamiento político, tradiciones de derecho natural, republicanismo, economía política en la edad moderna en Italia, España y América. Entre sus últimas publicaciones destacan: “El proyecto y los conceptos de reforma y contrarreforma en el pensamiento político 1650-1850” (en prensa); “Cadiz Liberalism in European Context” (en prensa) y, en coedición con Rafael Rojas y Pablo Mijangos: De Cádiz al siglo xxi. Doscientos anos de tradición constitucional en México e Hispanoámerica (2012).

Este artículo fue elaborado en el contexto del Seminario de Política de Drogas del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide), cuyos trabajos fueron patrocinados parcialmente por la Open Society Foundation.

Las políticas de drogas deberían tener en cuenta un enfoque que involucre cabalmente una perspectiva de los derechos humanos, pero este estudio es distinto al planteado por este ensayo.

“Las drogas compraron esclavos y los esclavos hicieron drogas, que fueron utilizadas para comprar más esclavos para hacer aún más drogas”.

Véanse: Courtwright, Joseph, Jarlais y Brown (1989); Jones (1996).

Se trata de una droga hipnótica que se usa como sedante en niños menores de 4 años a los que se les efectúan electroencefalogramas, tomografías axiales computarizadas y resonancias magnéticas, entre otros estudios.

La meperidina es conocida en inglés como demerol o meperidine. Es un narcótico analgésico que actúa como depresor del sistema nervioso central. Pertenece al grupo de opioides sintéticos como la metadona.

Véanse: Grinspoon y Hedblom (1975); Jackson (1975: 308-323 y 1976: 47-58); Spotts y Spotts (1980); Rasmussen (2008).

Véanse: Grinspoon y Hedblom (1975); Dubro y Kaplan (1986).

Véase: Severo (1970).

Véase: Bejerot (1970).

Véanse: Grinspoon y Hedblom (1975); Jackson (1975 y 1976); Spoots y Spotts (1980); Rasmussen (2008).

Véase: Miller y Kozel (1995).

Véanse: Duras (1986); Rowley (2005).

Véase: Hickman (2007).

Véanse: Wagner (2009); Castoriadis (1990: 39-69).

Véase: Courtwright (2001).

Véanse: Rosenbaum (1989: 19-20); Nadelmann (2007: 24-26, 28, 30); Reasons (1974: 381-404).

Véanse: Husak (2003a: 21-29; 2003b: 503-513 y 2009: 105-115).

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