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Vol. 60. Núm. 225.
Páginas 341-368 (septiembre - diciembre 2015)
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Nacionalismo y antisemitismo Hannah Arendt sobre la cuestión judía y el Estado nación
Nationalism and Anti-Semitism Hannah Arendt on the Jewish Question and the Nation-State
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Miriam Jerade Dana
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Resumen

El propósito del presente artículo es mostrar que el antisemitismo como fenómeno social y político marcó la crítica que Hannah Arendt hizo al Estado nación. El antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo plantean la necesidad de encontrar un nuevo paradigma para pensar lo político. El análisis de estos elementos nos permite estar atentos a aquellos rasgos de las democracias que siempre pueden convertirse en violencias en nombre de la nación, particularmente contra las minorías y los extranjeros. Siguiendo los factores que estructuran el análisis de Arendt, el artículo ofrece tres aportaciones: en la primera parte se presenta un análisis sobre la emancipación y la asimilación de los judíos en los Estados nación seculares, en la segunda se estudia la creación de una cultura del antisemitismo a partir del caso Dreyfus y en la tercera se describen las paradojas del Estado nación a la luz del antisemitismo.

Palabras clave:
antisemitismo
Arendt
Estado nación
ciudadanía
caso Dreyfus
La cuestión judía
Abstract

The purpose of this article is to show that anti-Semitism as a social and political phenomenon has been central to the criticism made by Hannah Arendt to the nation state. Anti-Semitism, imperialism and totalitarianism present the need to find a new paradigm to conceptualize politics. The analysis of these elements allows us to pay special attention to the characteristics of democracies that could always become violent in the name of the nation, particularly against minorities and foreigners. Following the factors that structure Arendt's analysis, this article offers three contributions: in the first part, an analysis is presented on the Emancipation and assimilation of Jews in the secular nation-states; in the second part, the creation of a culture of anti-Semitism based on the Dreyfus case is studied; and in the third part, the paradoxes of the nation-state in light of anti-Semitism are described.

Keywords:
Anti-Semitism
Arendt
nation-state
citizenship
Dreyfus case
On the Jewish Question
Texto completo
Introducción

El propósito del presente ensayo es mostrar que el antisemitismo como fenómeno social y político marcó la crítica que Hannah Arendt hizo al Estado nación. Los orígenes del totalitarismo (1998) [1951], su obra más conocida se divide en tres partes: el antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo. Cada uno de estos fenómenos, más allá de su respectiva definición, plantea la necesidad de encontrar un nuevo paradigma para pensar lo político, según lo expresa Arendt en el prólogo a la primera edición norteamericana:

El antisemitismo (no simplemente el odio a los judíos), el imperialismo (no simplemente la conquista) y el totalitarismo (no simplemente la dictadura), uno tras otro, uno más brutalmente que otro, han demostrado que la dignidad humana precisa de una nueva salvaguardia que sólo puede ser hallada en un nuevo principio político, en una nueva ley en la Tierra, cuya validez debe alcanzar esta vez a toda la Humanidad y cuyo poder deberá estar estrictamente limitado, enraizado y controlado por entidades territoriales nuevamente definidas (Arendt, 1998: 5).

La mayoría de las lecturas sobre Los orígenes del totalitarismo se han centrado en la última parte del capítulo “El Imperialismo”, en torno a las paradojas del Estado nación y los derechos del ser humano. Se ha escrito menos sobre el antisemitismo1 como punto clave para entender esta crítica del Estado nación como eje del pensamiento político de Arendt. Sin embargo, nos parece que la principal aportación teórica de Los orígenes del totalitarismo,2 como lo expresa Bernstein, fue precisamente combinar la historia de los judíos europeos con la historia general de la Europa moderna (Bernstein, 1996: 69) y el análisis de la desintegración del Estado nación, lo cual permite entender de forma cabal por qué el antisemitismo se convirtió en el elemento catalizador de la ideología nacionalsocialista.

Es necesario subrayar que la obra de Arendt no trata realmente de los orígenes sino de los elementos que se cristalizan en una sociedad totalitaria, como ella misma explicó en su respuesta a la reseña que hizo Eric Voegelin a Los orígenes del totalitarismo en 1953.3 El análisis de estos elementos nos permite estar atentos a aquellos rasgos de las democracias que siempre pueden convertirse en violencias en nombre de la nación, particularmente contra las minorías y los extranjeros. Del examen de la situación de los apátridas y parias en Europa, Arendt concluye que ésta es resultado de la paradoja de la modernidad y que es necesario pensar de nuevo la política como el medio para garantizar “el derecho a tener derechos” (Arendt, 1998: 249).4

Siguiendo los factores que estructuran el análisis de Arendt, dividiremos el presente ensayo en tres partes: en la primera haremos un análisis sobre la emancipación y la asimilación de los judíos en los Estados nación seculares, en la segunda ahondaremos en cómo se creó una cultura del antisemitismo a partir del caso Dreyfus y en la tercera analizaremos las paradojas del Estado nación a la luz del antisemitismo.

Hannah Arendt y la cuestión judía

Arendt comenzó a estudiar el caso Dreyfus a su llegada a los Estados Unidos en 1941, impulsada por Salo Baron, quien ocupó la primera cátedra universitaria en historia judía establecida en América (Kristeva, 2001: 109). En 1942, Arendt publicó su primer artículo en inglés, en donde hacía una comparación entre Theodor Herzl y Bernard Lazare,5 dos testigos del caso Dreyfus que sacaron distintas conclusiones: el primero vio la necesidad de crear un Estado judío, mientras el segundo consideraba que la cuestión territorial era secundaria y creía que el pueblo judío debía movilizarse políticamente junto con los otros grupos oprimidos de Europa (Arendt, 2007: 339-340). Arendt mostró mayor simpatía por Lazare y su concepto del paria consciente como aquel que asume su condición de excluido y se rebela en contra de la opresión (Arendt, 2009). Lazare había hecho de la cuestión judía una cuestión política y, del mismo modo, Arendt decía al salir de Europa que el judaísmo se había convertido en su problema y que éste era un problema político.6 En 1929, después de terminar su tesis sobre el concepto del amor en San Agustín, Arendt comenzó a redactar una biografía de Rahel Varnhaguen para obtener la Habilitation (calificación que se otorga en algunos países después del doctorado y da derecho a la docencia). Este personaje de finales del siglo xviii representaba para Arendt el fracaso de la asimilación de los judíos a la sociedad alemana.7 En esos mismos años, antes de abandonar Alemania para emigrar a París en 1933, Arendt trabajó para una organización sionista reuniendo evidencias y publicaciones antisemitas en las organizaciones no gubernamentales nazis por encargo de Kurt Blumenfeld (Benhabib, 2009). Desde su llegada a los Estados Unidos en mayo de 1941, Arendt trabajó como columnista en Aufbau, un periódico neoyorkino en lengua alemana donde publicó una columna sobre temas judíos y expresó su apoyo a la creación de un ejército judío contra los nazis, pues ella siempre se manifestó a favor de una organización política del pueblo judío.

Arendt fue también directora ejecutiva de la Jewish Cultural Reconstruction desde su establecimiento en 1948 hasta 1952, en una tarea de rescate de libros, objetos ceremoniales y artísticos judíos en Europa y su distribución entre distintas instituciones judías.8 La colaboración de Arendt en Aufbau9 terminó en 1942 tras sus críticas al sionismo, después de la Conferencia de Biltmore en donde Ben Gurion hizo un llamamiento a favor de un Estado judío en Palestina. Arendt se sintió más bien atraída por la propuesta de Yehudah Magnes de un Estado binacional en el seno de una federación árabe.10 En artículos como “La crisis del sionismo” (Arendt, 2009: 421-430), “Salvar la patria judía” (Ibíd., 2009: 484-499) y “Paz y armisticio en Oriente Próximo” (Ibíd., 2009: 523-553), Arendt expresó sus críticas al sionismo y su preocupación por el destino de la población árabe en Palestina en un Estado judío soberano, a lo que agregó que, siendo que los árabes no son ni siquiera mencionados en la Declaración de Independencia de Israel, sus únicas salidas son la emigración voluntaria o convertirse en ciudadanos de segunda clase. Sin poder desarrollar aquí el tema de la compleja relación de Arendt con el sionismo (Bernstein, 1996: 101-122),11 cabe destacar que su crítica principal a la dirigencia sionista reside en la contradicción de querer resolver la cuestión judía a partir de la creación de un Estado nación en el sentido europeo, gobernado por una población hegemónica y cuya lógica sitúa a las minorías en un estatus siempre problemático.

Estas reflexiones sobre “la cuestión judía”, muchas de ellas publicadas en forma de artículos en revistas comunitarias como Aufbau o Menorah −y luego compilados en los Escritos judíos (2009)−, fueron integradas en Los orígenes del totalitarismo, donde se plantean problemas generales de política sobre los fundamentos de los Estados nación o la comunidad de naciones. La historia de los judíos europeos y del antisemitismo le ofrecieron a Arendt una plataforma para crear una teoría política12 y esto responde a la manera en que ella enfocó la cuestión judía, no leyendo la historia a partir del trágico final para culpar a la asimilación, sino para entender cómo se configuró el antisemitismo como un catalizador social y político.

Analizar la crítica al Estado nación y a los derechos del ser humano a la luz del antisemitismo moderno, implica ahondar en uno de los aspectos más novedosos de la obra de Arendt, que fue mostrar que el antisemitismo moderno no es una continuación del antijudaísmo clásico sino un fenómeno distinto, un fenómeno político. La aportación de este análisis consistió en evitar la explicación lineal de un odio inmemorial al pueblo judío que llevaría directamente de la Edad Media a Auschwitz, al establecer una diferencia entre el antijudaísmo como la larga historia de relaciones entre judíos y gentiles basadas en la diferencia de fe, y el antisemitismo moderno como una ideología secular decimonónica. Arendt ve en el argumento del eterno antisemitismo un dispositivo para eludir la responsabilidad, una idea que justifica el odio a los judíos y lo vuelve casi intrínseco a lo humano. Esta opinión también ha sido adoptada, dice Arendt, por las comunidades judías que, al sentir debilitados los antiguos valores religiosos y espirituales por la asimilación, han querido ver en él una eterna garantía de la existencia judía (Arendt, 1998: 31). No obstante, los prejuicios contra los judíos durante la Edad Media no son comparables con el antisemitismo de un anti-dréyfusard en el París de fines del siglo xix; para este último, el antisemitismo era algo más que un rechazo a la población de origen judío: era un código social que hacía del judío un catalizador negativo.13

La cita de Roger Martin du Gard que encabeza el capítulo intitulado “El antisemitismo como un insulto al sentido común” reza: “Este es un siglo notable que comenzó con la revolución y acabó con el ‘affaire’. Tal vez se le llame el siglo de los desperdicios” (Arendt, 1998: 28). El París en el que Arendt se refugió en 1933 ya estaba plagado de propaganda antisemita de organizaciones como Propagande Nationale, Rassemblement Anti-Juif de France, el Centre de Documentation et de Propagande y el Mouvement Anti-Juif-Continental, además de Action Française (Young-Bruehl, 1993: 212); desde 1936 se habían organizado grupos fascistas, si bien eran distintos entre ellos, algunos incluso eran anti-alemanes. En esta propaganda resonaba la experiencia de los años de la década de 1880, cuando se había capitalizado la cuestión judía como parte de una plataforma política −por ejemplo en el movimiento boulangista y más tarde del Partido Nacional que se oponía al parlamentarismo−que hizo del antisemitismo un elemento de unión nacional y una posibilidad de hacer un llamamiento electoral a las capas marginales de la población, e inauguró un discurso en el que los judíos eran definidos no como miembros de una religión o de una cultura, sino como un problema nacional.

El caso Dreyfus, como desarrollaremos más adelante, dio lugar a una confrontación entre quienes atacaban al general Dreyfus por traidor −por lo general la derecha antirrepublicana y los monárquicos católicos−y quienes estaban convencidos de su inocencia y a favor de su restitución. A pesar de que Francia tuvo la experiencia de la victoria de los segundos, el antisemitismo basado en la idea del judío como un cuerpo externo infiltrado en la nación, permaneció como un código cultural y social. No obstante, el quiasmo entre la revolución y sus ideales humanistas y el affaire radicaba, según Arendt, en un problema político intrínseco a la constitución del Estado nación, ya que el Estado había hecho “de la nacionalidad un prerrequisito de la ciudadanía y, de la homogeneidad de la población la relevante característica del cuerpo político” (Arendt, 1998: 34).

En Los orígenes del totalitarismo, Arendt subrayó un problema intrínseco al Estado moderno que se presenta bajo la forma de un conflicto entre el Estado y la nación. La Revolución francesa había combinado los derechos del hombre con la soberanía nacional, lo que implicaba una contradicción puesto que la nación estaría simultáneamente sujeta a leyes universales pero, al ser soberana, no se sometería a nada superior a sí misma. El resultado fatal de esta contradicción fue que los derechos humanos fueron reconocidos e implementados sólo como derechos nacionales, pues si bien eran “inalienables”, explica Arendt, “en el momento en que los seres humanos carecían de su propio gobierno y tenían que recurrir a sus mínimos derechos no quedaba ninguna autoridad para protegerles ni ninguna institución que deseara garantizarlos” (Ibíd., 1998: 243).

En una reseña del libro de J.T Delos La Nation, publicada en The Review of Politics en enero de 1946 (es decir, cinco años antes de la publicación de Los orígenes del totalitarismo), Arendt hizo hincapié en los conceptos de nación, ciudadanía y nacionalismo, fundamentales para entender su crítica del Estado nación. La nación −explica Arendt a partir del concepto que ofrece Delos−es el pueblo que toma consciencia de sí mismo de acuerdo con su historia; es el “milieu” en el que nace la persona (Arendt, 1946: 139). En cambio, el Estado es una sociedad abierta que gobierna sobre un territorio donde sus poderes protegen y dictan las leyes; el Estado sólo conoce ciudadanos, sin importar la nacionalidad a la que pertenecen. El nacionalismo, apunta Arendt en ese mismo texto, significa esencialmente la conquista del Estado por medio de la nación y, por ende, la identificación del ciudadano como nacional. El nacionalismo se basa, según Arendt, en la correlación que se estableció entre ciudadanía y nacionalidad: “El nacionalismo es esencialmente la expresión de esta perversión del Estado en un instrumento de la nación y de la identificación del ciudadano con el miembro de la nación” (Arendt, 1998: 197). Si la ciudadanía se identifica con la nacionalidad, es decir, con la construcción de una comunidad con base en elementos comunes −la lengua, los límites geográficos, la religión−el judío, que había representado una alteridad dentro del contexto europeo, estaba destinado a ser el blanco de la ira de los movimientos nacionalistas. El hecho de que a los judíos alemanes, durante el nacionalsocialismo, se les desposeyera de la ciudadanía y fueran desconocidos por el Estado señalados como un cuerpo externo e inclusive dañino para la nación, permite cuestionar cómo se concede la ciudadanía y qué garantías ofrecen los Estados para dar igualdad social y permitir las diferencias culturales. A este respecto Marc Crépon, refiriéndose a Hannah Arendt, escribe:

¿Qué es la ciudadanía desde el punto de vista de la historia? No un derecho imprescriptible que uno poseería de nacimiento, sino una gracia que es acordada y puede ser retirada. Tal es la naturaleza del chantaje que constituye el verdadero rostro de la soberanía del Estado nacional. Soberano, el Estado nunca lo es tanto –y nunca de manera tan cruel y brutal– que cuando decide quién es y quién puede volverse ciudadano, y para quién es algo imposible (Crépon, 2012: 48).

Si la ciudadanía es una especie de gracia que puede ser retirada por una decisión soberana, tratar el tema del nacionalismo y el antisemitismo permite ahondar en la naturaleza de la soberanía, que no se despliega sin cierta crueldad, como bien señala Crépon. La misma Arendt fue apátrida durante 18 años, hasta que adquirió la ciudadanía americana, y no dejó de exponer el problema de los numerosos apátridas y refugiados que pedían –y piden– asilo a Estados que no parecen garantizar sus derechos civiles ni prestar cobijo a su vulnerabilidad. La reflexión iniciada por Arendt en Los orígenes del totalitarismo ha dado lugar a trabajos sobre el Estado nación,14 el cosmopolitismo15 y el lugar de los extranjeros en las democracias.16

La asimilación es la entrada de los judíos en el mundo histórico europeo

El título de esta sección proviene de un texto intitulado “La asimilación original” con motivo del centenario de la muerte de Rahel Varnhagen, escrito entre 1937 y 1938, que inicia con el siguiente párrafo:

Parece que hoy en Alemania la asimilación judía debe declarar su bancarrota. El antisemitismo social general y su legitimación oficial afecta en primera instancia a los judíos asimilados, que ya no pueden protegerse mediante el bautismo ni enfatizando sus diferencias con el judaísmo [de la Europa] oriental (Arendt, 2009: 97).

El fracaso se produjo, según Arendt, por la correlación que se había efectuado entre la emancipación, es decir, el otorgamiento de derechos políticos que en términos generales se utilizó para hablar de la incorporación de los judíos al Estado, y una integración cívica que ya no exigía su conversión. En su artículo “Antisemitismo”, Arendt data el origen de este proceso en 1781, cuando el jurista e historiador ilustrado, amigo de Moses Mendelssohn, Christian Wilhem Dohm publica su libro: “Über die Bürgerliche Verbesserung der Juden” (“Sobre el mejoramiento de la condición civil de los judíos”) y diez años más tarde la Revolución francesa otorga a sus habitantes judíos la igualdad política, económica y jurídica. Esto no quiere decir que los judíos representaran un grupo homogéneo o que quisieran la emancipación en los mismos términos, −los sefaradíes de Burdeos, por ejemplo, eran mucho más favorables a la emancipación que los askenazíes de Alsacia y Lorena−. Más bien, el debate sobre la emancipación o “la cuestión judía” que refiere al concepto de igualdad que surge en la Revolución francesa, es una pregunta en torno a la concepción de la ciudadanía en la nación laica. La emancipación fue coetánea, según Arendt, de un cambio profundo en la estructura del Estado: por un lado, la conversión del Estado en un representante de la nación y, por otra, los cambios económicos que hicieron del Estado un complejo empresarial con fines administrativos (Arendt, 1998: 38).

La secularización provocó un cambio rotundo en la vida de los judíos europeos pues, una vez admitidos como ciudadanos, pasaron de la posición prepolítica del gueto a ser actores políticos y sociales.17 Arendt muestra que en este proceso de adquirir la igualdad ante la ley, las comunidades judías perdieron las protecciones especiales que les habían sido otorgadas por los monarcas del antiguo régimen: “la emancipación significó igualdad y privilegios, la destrucción de la autonomía de la antigua comunidad judía” (Arendt, 1998: 35). Arendt sostiene que antes de los edictos de emancipación, cada monarca de Europa contaba con un judío palaciego que manejaba los asuntos financieros, que eran individuos aislados y tenían créditos intereuropeos (Arendt, 1998: 38), privilegios que perdieron cuando el Estado nación ya no requirió de sus servicios financieros y la economía entró en una lógica imperialista. Se le ha criticado a Arendt generalizar este argumento −que podría sonar antisemita−a los distintos Estados. Según Birbaum y Katznelson, por un lado, no en todos los Estados los judíos prefirieron mantener sus privilegios como judíos de la corte, de menos en Francia los judíos podían acceder a las funciones del Estado desde el segundo imperio (Birnbaum y Katznelson, 1995: 99-100); por otro lado, el poderío de los banqueros judíos era más limitado de lo que se creía, por ejemplo, los Rothschild en el siglo xix tenían un papel limitado en el banco central y mucho menor que los banqueros católicos o protestantes, si bien eran comúnmente representados como el símbolo del capitalismo (Ibíd., 1995: 108).

Importa subrayar que la igualdad ante la ley y la ciudadanía se obtienen de manera individual y la emancipación se refiere a los individuos. El resultado de la emancipación −es decir, de la integración de los judíos a la sociedad−fue muy distinta para cada individuo y muy diferente en cada país, inclusive en distintas provincias. Por ejemplo, en Italia no sólo se emancipó sino que se nacionalizó a los judíos; en el siglo xix los judíos de Viena se habían integrado socialmente a tal grado que podían acceder a la educación superior, a la esfera de las profesiones y al ejército, mientras que los judíos de otras provincias de Austria como Galicia y la Bukovina no estaban integrados socialmente y estaban marginados económicamente. La emancipación de los judíos fue dependiendo de los cambios políticos en cada país; así, la Rusia zarista no concedió la emancipación ni legal ni política, mientras que los bolcheviques permitieron un alto nivel de integración de los judíos como ciudadanos soviéticos (Ibíd., 1995: 26).

Los conflictos derivados del nacionalismo iniciaron cuando se extendió el concepto de “identidad nacional” y cuando la ciudadanía sentó sus bases en la nacionalidad pues, como lo señala Enzo Traverso, más que el pasaje de judío a ciudadano, se trataba del pasaje de judío a francés. El célebre discurso del Conde Clermont-Tonnerre en la Asamblea Nacional Francesa, el 23 de diciembre de 1789, lo resume en una frase: “Il faut tout refuser aux Juifs comme nation : il faut tout leur accorder comme individus”.18 No es que la emancipación o la cuestión judía fuesen temas centrales en la Revolución francesa tanto como la emancipación lo fue para las comunidades judías. A los judíos se les confirió la ciudadanía siempre y cuando estuvieran dispuestos a limitar sus diferencias al ámbito de lo privado: “ser un hombre en la calle y un judío en casa” (Arendt, 1998: 74). Siguiendo al conde de Clermont-Tonerre, los judíos debían abandonar su “nación” para pertenecer a la nación francesa. De hecho, éste último concluye su discurso en la Asamblea diciendo que es repugnante tener dentro del Estado una asociación de no ciudadanos, una nación dentro de la nación.19 Esta idea de una nación dentro de la nación, que es completamente falsa según Arendt, va a caracterizar al antisemitismo moderno haciendo del “judío” el símbolo del desarraigo, de la deslealtad, de lo transnacional.

Para muchos judíos la emancipación significó asimilarse por la vía del alejamiento del judaísmo. Karl Marx participó en el debate sobre la emancipación en la respuesta que dio a Bruno Bauer, un joven hegeliano quien en 1843 publicó La cuestión judía (Bauer y Marx, 2009). En el ensayo sostenía que los judíos no podían pedir la emancipación en un Estado cristiano, sino que debían emanciparse del judaísmo tanto como el Estado de la religión. Bauer recurría a varios prejuicios clásicos en contra del judaísmo como la idea del particularismo o antiuniversalismo, y llegaba a afirmar que los judíos eran egoístas al pedir su emancipación y no la de todos los alemanes o la de todos los seres humanos.20 Marx criticó la postura de Bauer, pues consideraba que el nivel de su análisis estaba por debajo de las cuestiones que eran realmente cruciales: la emancipación de la humanidad de una sociedad basada en la propiedad privada.

En su respuesta a Bauer, Marx externa las paradojas que conlleva la emancipación al preguntarse a qué emancipación aspiran los judíos alemanes: ¿los judíos piden reconocimiento político y derechos como judíos o como personas? Si para Bauer la emancipación es de la religión y por ende el judío debe abandonar el judaísmo para adoptar la ciudadanía – “ir por ejemplo en sábado a la Cámara de Diputados” (Bauer y Marx, 2009: 130)−, para Marx la pregunta se invierte: ¿para conseguir la emancipación política se tiene el derecho a exigir del judío la abolición del judaísmo y del hombre en general la abolición de la religión?” (Ibíd., 2009: 132). Marx propondrá no sólo la emancipación de los judíos del judaísmo sino la emancipación de toda la sociedad de “lo judío”.

Si bien Arendt considera que el joven Marx es injustamente acusado de antisemita y su escrito forma parte de los discursos comunes de su época,21 Marx recurre a la vieja construcción antijudía que hace de “lo judío” algo independiente de los judíos, un elemento operativo o conceptual,22 y piensa en una liberación de la humanidad de “lo judío” como la esencia misma del egoísmo burgués y del capitalismo. Sin embargo, La cuestión judía da pie para pensar una amplia gama de cuestiones políticas, pues la emancipación formula una pregunta sobre la identidad y su reconocimiento por parte del Estado a partir de la concesión de derechos.23 La cuestión judía, dice Marx, no es teológica como lo es para Bauer, sino que es “una verdadera cuestión secular” (Bauer y Marx, 2009: 132). El antisemitismo moderno no se podría entender sin estas relaciones entre el Estado, la ley, la identidad política y la identidad religiosa, entre emancipación social y emancipación política. En este sentido, lo importante es entender de qué manera se plantea la emancipación y cómo de facto ocurre la integración, cómo se otorga el reconocimiento a una minoría a partir de conferirle derechos. Arendt, como muchos intelectuales judíos de la época, consideró esta disyuntiva falsa y se inclinó por el cosmopolitismo, en el que no había por qué elegir entre lo universal y lo particular sino una sociedad étnica y culturalmente plural. Es importante recordar que el cosmopolitismo había sido uno de los flancos de ataques de la ideología nazi, al que relacionaba con una conspiración judía internacional, mientras que los partidos nacionalistas lo oponían al arraigo patrio (Arendt, 1998: 26).

En muchos casos, la pertenencia a la nación venía acompañada de una ambigua exigencia de asimilación. Arendt la describe en el caso de los judíos europeos como la de ser un judío excepcional y no comportarse como judío (Arendt, 2007: 86), y recuerda que la asimilación existió sobre todo entre los judíos intelectuales –para ella, Moses Mendelssohn, el impulsor de la Haskalá o Ilustración judía era el prototipo de judío excepcional– al tiempo que se sabe que varios de estos judíos ilustrados se sintieron incómodos ante la inmigración de judíos polacos o judíos de Europa del Este.24 El problema fue que la asimilación, a pesar de las diferencias entre las distintas comunidades judías en relación con las naciones que habitaban, nunca se percibió como cumplida y Arendt −siguiendo a Bernard Lazare−concluye que el judío, de ser un paria, se convirtió en un advenedizo (parvenu) en aquel que a pesar de haber logrado asimilarse culturalmente, y a pesar de haber obtenido el éxito económico y profesional, seguía siendo visto por la sociedad como arribista. Lazare decía que el judío se debía convertir en un paria consciente, que resiste a la opresión y entra en la escena política como un rebelde. Arendt considera que Lazare inventa una categoría política a partir de la situación y de la existencia política del pueblo judío.25

No es casualidad que Arendt se haya interesado justo antes de su huida de Alemania y durante su refugio en París por el personaje de Rahel Varnhagen, una judía nacida en 1771 en Berlín que llegó a tener uno de los salones más célebres gracias a “su inteligencia original” (Arendt, 1998: 70) y que hizo el proceso de paria a advenediza para, al final de su vida, hacerse consciente de la exclusión. Arendt comenzó a escribir la biografía intelectual de Rahel Varnhagen en 1929, la concluyó en 1933 y sólo la publicó hasta 1957 (Arendt, 2000).26 El título de la versión alemana de 1959 es Lebensgeschichte einer Deutschen Juden aus der Romantik (“Vida de una judía alemana durante el Romanticismo”). Rahel Levi había nacido en una familia judía ortodoxa y sus primeras cartas habían sido escritas en yiddish. Entre 1790 y 1806, el salón de Rahel fue uno de los más célebres en la Alemania del romanticismo, al que asistieron grandes personalidades de las letras y de la política. En 1814, Rahel se convierte al cristianismo −si bien ya en 1808 el gobierno de Prusia había concedido a los judíos derechos cívicos27−y se casa con Karl August Varnhagen. Según el análisis de Arendt, Rahel vivió el proceso de la asimilación a la “gran sociedad” como una identificación activa: además de sacrificar cada impulso, tenía que incorporar con el bautizo el antijudaísmo como parte de la historia de la civilización occidental (Bernstein, 1996: 20). Los títulos que Arendt da a los dos últimos capítulos son bastante reveladores en cuanto a su propia posición y modo de comprender este conflicto: “Entre paria y advenediza” y “Uno no escapa a su judeidad”.

Hacia el final de su vida, Rahel padeció las contradicciones de la emancipación y el antisemitismo de algunos intelectuales románticos que la obligan a asumir su condición de paria después de todos sus esfuerzos para asimilarse a la elite de la sociedad alemana. Rahel, que fue reconocida en su época por su inteligencia y dominio de las letras, demostró en el rechazo a su propio judaísmo esa exigencia de excepcionalidad de la emancipación, del judío individual que quería liberarse de su judaísmo y ser parte de la sociedad alemana. Arendt analiza la contradicción psicológica que acecha a Rahel entre el deseo de escapar del judaísmo y la confrontación con un mundo hostil a sus orígenes. Sin embargo, si hubo un cambio entre la Rahel festejada por su salón y aquella percibida como advenediza, éste reside en el supuesto de igualdad de la ciudadanía. Arendt explica en el texto para el centenario de la muerte de Rahel, que el salón fue la oportunidad de aparecer como persona pública, pero esa forma de emancipación se termina con los ciudadanos que no representan ningún rango social ni tienen porque “presentarse” en sociedad (Arendt, 2007: 22-28). Por otra parte, como ya dejaba prever Rahel, los judíos se iban a enfrentar a un antisemitismo que nunca había sido eliminado, justo cuando se les había concedido la ciudadanía y la igualdad social. Por eso Arendt enfatiza: “los judíos se convirtieron en parias sociales allí donde dejaron de ser proscritos políticos y civiles” (Arendt, 1998: 72).

Si bien el antisemitismo al que se enfrentó Rahel era social y no político, lo que Arendt resume en ese doble paso de paria a advenedizo y de advenedizo a paria consciente es el nacimiento del antisemitismo moderno como una ideología secular en el contexto del Estado nación moderno y el destino del paria como aquel que no tiene derecho a la existencia política. Arendt asume que “los nazis comenzaron su exterminio de los judíos privándoles de todo status legal (el status de ciudadanía de segunda clase) […]” (Ibíd., 1998: 246-247). Pero es necesario entender de qué manera el antisemitismo, que parecía un fenómeno social marginal, se convirtió en el dispositivo político central del totalitarismo nazi, y cómo se formó una cultura del antisemitismo.

La cultura del antisemitismo

El antisemitismo moderno tiene un punto de inflexión en el caso Dreyfus,28 cuando a finales de 1894 el primer judío que había sido nombrado oficial del Estado Mayor francés fue acusado de espionaje a favor de Alemania, luego degradado militarmente en la plaza pública y finalmente condenado a la pena de cárcel en una dependencia de ultramar. Esto despertó en la sociedad francesa un fuerte sentimiento antisemita que designó a los judíos como “traidores”, aquellos que a pesar de haber sido emancipados e integrados en la nación, guardaban un secreto. Lo que Arendt subraya del caso Dreyfus es la manera en que una nación hizo de la cuestión judía un problema de política interior: “Éste fue el primer ejemplo del éxito del antisemitismo como agente catalítico de todas las demás cuestiones políticas” (Arendt, 1998: 60). Dos años después de la condena se descubrió que Dreyfus era inocente, sin que esto llevara a que se revisara la sentencia: el Tribunal de Casación sólo la anuló hasta 1898. Una semana más tarde del fallo, Dreyfus fue indultado por el presidente de la República, aunque no fue rehabilitado sino hasta 1906. El caso Dreyfus fue de enorme relevancia tanto nacional como internacional y marcó la cultura política francesa; como bien señala Arendt: “Todavía en nuestra época el término antidreyfusard puede servir como nombre reconocido para designar a todo lo que es antirrepublicano, antidemocrático y antisemita” (Ibíd., 1998: 94).

Entre las publicaciones que marcaron el tono de la opinión pública en la Francia de la época y crearon una cultura de antisemitismo, figura de forma prominente La France Juive (1886) de Édouard Drumont, que ganó una inmensa popularidad con tesis como las que sostenían que el antisemitismo nunca había sido una cuestión de orden religioso, sino que siempre había sido un problema económico y político (Volkov, 2006: 149). Este tema, como señala Volkov, sería tan efectivo en las calles de París como en las de Berlín o en la Westfalia rural.

Otro de los intelectuales antidréyfusistas fue Maurice Barrès, que durante la agitación por el caso Dreyfus concursó en 1898, aunque sin éxito, para diputado en la Asamblea Nacional Francesa por Nancy con una plataforma llamada “Nationalisme, protectionnisme, socialisme”, teniendo como una de sus metas impedir la coalición de lo que él consideraba las fuerzas del mal: los judíos, los extranjeros, los marxistas, los intelectuales kantianos desarraigados, los hombres de dinero relacionados con las finanzas internacionales, los grandes burgueses y los liberales de todo tipo (Sternhell, 1973).29 Según Zeev Sternhell, Barrès fue un autor célebre en su época, periodista, personaje político e intelectual, precursor del fascismo al crear la relación entre autoritarismo político y socialismo, ideología antiliberal y un discurso revolucionario antiburgués (Sternhell, 1973: 51). Barrès fue el primero en transformar la xenofobia y los prejuicios contra los judíos en un arma política. El boulangismo30 de Barrès, que contribuyó al nacionalismo fin de siecle como una combinación de anticapitalismo, antisemitismo y romanticismo revolucionario, dio al nacionalismo patriótico un halo de socialismo: la lucha de los desheredados a través del proteccionismo económico contra la mano de obra extranjera.

En Los orígenes del totalitarismo Arendt subraya: “No es el caso Dreyfus con sus procesos, sino el affaire Dreyfus en su totalidad, el que ofrece un primer destello del siglo xx” (Arendt, 1998: 95) Algunos rasgos del discurso de Barrès resultaron aportaciones novedosas para crear esa cultura del antisemitismo −por ejemplo−al hacer una contraposición entre la Francia profunda y rural, y el judío que no puede trabajar con el cuerpo (Ibíd., 1998: 63), una figura que se convirtió en una constante del antisemitismo de la izquierda contra el liberalismo económico y que personificó la pérdida de la soberanía en manos de las finanzas bajo la imagen de Rothschild.

En 1890, Barrès escribió en su diario que el eslogan “fuera los judíos” debía entenderse como “fin a las desigualdades sociales” (Sternhell, 1973: 61), lo que recuerda el célebre eslogan de Glagau de diez años antes: “Die soziale Frage ist die Judenfrage” (“la cuestión social es la cuestión judía”). En la “Lettre d’un Antisémite” (1889), Barrès propone legislar para crear ciudadanos de segunda, lo que parece incidir en la idea de que el antisemitismo se revela como un catalizador de las tensiones sociales. Arendt concluye que si Hitler pudo avanzar rápidamente en Francia fue porque su propaganda hablaba en un lenguaje familiar y nunca completamente olvidado. Ahora bien, surge la duda de por qué la Action Française31 no triunfó como lo hizo el nazismo, a lo que Arendt responde: “Carecían de una visión social y eran incapaces de traducir en términos populares aquellas fantasmagorías mentales que había engendrado su desprecio por el intelecto” (Arendt, 1998: 95).

No obstante, no sólo hubo un cambio entre intelectuales sino también una transformación de los valores morales dentro de la sociedad francesa. No es casualidad que en Los orígenes del totalitarismo Arendt recuerde a Swann, el personaje de la novela de Proust que frecuentaba el salón de Madame des Guermantes y que, al igual que Rahel Varnhaguen, había afrontado el antisemitismo y la soledad. Arendt recuerda que al salón de los Guermantes también asistía Charlus, un aristócrata homosexual que no sólo deja de ser excluido sino que se convierte en el atractivo para quienes frecuentaban el salón.32 Arendt considera que la historia de Proust revela las fallas de la tolerancia y de la perversión de la sociedad del Faubourg Saint Germain al convertir el delito en vicio, y con ello, escribe Arendt: “la sociedad niega toda responsabilidad y establece un mundo de fatalidades” (Arendt, 1998: 86). Arendt subraya la manera en la que Proust describe esa curiosa relación entre judaísmo y homosexualidad en la Francia de fin de siglo, las dos como identidades transgresoras relacionadas en el discurso médico de la época con la enfermedad y el vicio de una masculinidad hipertrofiada e histérica,33 más que tolerancia, una atracción mórbida por lo prohibido: “No dudaban de que los homosexuales fueran ‘delincuentes’ ni de que los judíos fueran ‘traidores’; sólo revisaban su actitud hacia el delito y la traición” (Arendt, 1998: 86). Esta falsa tolerancia −o mejor dicho, esa decadencia moral−se cifraba en un gusto por lo exótico que en cualquier momento podía transformarse en una abyección: “Proust describe extensamente cómo la sociedad, siempre en busca de lo extraño, lo exótico y lo peligroso, identifica lo refinado con lo monstruoso” (Ibíd., 1998: 87).

Si bien la demonización de los judíos se remonta a los inicios del cristianismo,34 esta excepcionalidad −que resultaba en cierta medida atractiva−fue condenada por el nacionalismo que encontraba en el elemento judío una ruptura con su ambición de uniformizar, con la idea de una unidad cultural e inclusive racial. El nacionalismo alemán hizo del judío el cuerpo extranjero al Volk. En los países germánicos, donde según Shulamith Volkov el nacionalismo precedió al Estado nación, se recurrió a la xenofobia para marcar la pertenencia nacional a través de la exclusión; sin embargo, el antisemitismo no fue el elemento unificador sino hasta 1870 del nacionalismo radical, que anteriormente utilizó a otros enemigos reales o imaginarios (por ejemplo, la campaña antifrancesa en la era napoleónica, los movimientos antirrusos, anticatólicos o en contra de los socialdemócratas). El ataque a la minoría judía se reveló más efectivo para la unificación que lo que hubiese sido una lucha contra la social democracia, y logró unificar a las clases proletarias y a las clases medias contra la ecuación liberalismo/capitalismo durante el crash de 1873, que más adelante hará del antisemitismo el sinónimo de antimodernidad, acompañado de la idea de un imperio germano y la elevación de la guerra, o el culto a la Alemania ancestral y aristocrática en oposición a la revolución socialista.35

Lo importante para entender la crítica de Arendt al Estado nación a partir de estas transformaciones culturales reside en que la ciudadanía o la pertenencia al Estado (Staatsangehörigkeit) se distinguen de la nacionalidad (Volkszugehörigkeit), de la pertenencia a una esencia cultural y espiritual.36 Ernst Renan, en su célebre conferencia “¿Qué es una nación?” (2007 y 2010) pronunciada en La Sorbona en 1882, se cuestionaba la visión etnográfica como base de la nación e inclusive que la lengua o la religión fueran el elemento común. Para Renan, la nación es un principio espiritual, una conciencia moral; y esto explica por qué en Francia el judío será más que una raza degenerada, el significante negativo de ese espíritu, su antítesis. Los judíos fueron percibidos como los extranjeros de la nación –o de la raza– justo cuando se les concedió la ciudadanía, lo cual dio lugar al mito del “complot judío”, de ese enemigo extranjero que supuestamente amenaza a la nación desde su interior (Traverso, 1997: 44).

Arendt recuerda que el caso Dreyfus justamente estuvo marcado por la idea de un complot:

(…) el mundo ya no recordaba fácilmente que no hacía mucho tiempo, en la época en que ‘Los Protocolos de los Sabios de Sión’ eran desconocidos, toda una nación se había devanado los sesos para tratar de determinar si era la ‘Roma secreta’ o la «secreta Judá» quienes sujetaban las riendas de la política mundial (Arendt, 1998: 96).

No obstante, Arendt hace aquí una diferencia, ya que para ella el antisemitismo de los Estados totalitarios no se puede explicar a partir del chauvinismo de Barrès: a pesar de toda la mistificación del espíritu que conformaba al sujeto nacional, no había en él nada que pudiese convertirse en el antisemitismo racial que tuvo lugar en el siglo xx. Arendt explica que el nacionalismo de Barrès o Maurras nunca hubiese asumido que alguien que tuviera un total desconocimiento de la cultura o de la lengua francesa pudiese ser francés por alguna cualidad del cuerpo o del alma. Arendt encuentra este giro en lo que ella llama el nacionalismo tribal que fue resultado de la expansión imperialista37 y la dominación de pueblos extranjeros a través de la invención de la raza así como de la burocracia:

Sólo con ‘la ensanchada conciencia tribal’ surgió esa peculiar identificación de la nacionalidad con el alma de cada uno, ese orgullo intimista que ya no se preocupa exclusivamente de los asuntos públicos, sino que penetra en cada fase de la vida privada hasta que, por ejemplo, ‘la vida privada de cada verdadero polaco... es una vida pública de polonidad’ (Arendt, 1998: 194).

Esta invasión de la nación en la vida privada hizo del antisemitismo no sólo una forma actualizada del odio a los judíos, sino una ideología. Arendt hace una diferencia fundamental entre el antisemitismo como fenómeno cultural en el que los judíos debían ser excluidos de la nación y el antisemitismo político que aspiraba a la purificación de la nación a través de la expulsión del elemento judío del alma nacional. Según Arendt, dos rasgos van a caracterizar este paso del antisemitismo cultural al político: 1) la fuerza que toma el “populacho”, y 2) la conversión del Estado en un representante de la nación. Arendt define al “populacho” en la introducción a su obra como “los déclassés de todas las clases” (Ibíd., 1998: 33), que no es simplemente un fenómeno social sino un fenómeno político de organización de las masas y para el cual los eslóganes antisemitas resultaron muy efectivos. La novedad del antisemitismo político ligado al nacionalismo fue la de hacer el descubrimiento de que “al promover slogans tales como ‘¡Mueran los judíos!’ o ‘Francia para los franceses’, se descubría una fórmula casi mágica para reconciliar a las masas con la situación existente en el Estado y en la sociedad” (Ibíd., 1998: 105). Este fortalecimiento del “populacho” se vio acompañado de ciertas políticas públicas como la del plebiscito. Arendt cita las frases de Clemenceau en donde éste critica la importancia que se le concedía al pueblo:

Con el claro consentimiento del pueblo −escribió Clemenceau−, han proclamado ante el mundo el fracaso de su ‘democracia’. (…) El pueblo no es Dios. (…) Un tirano colectivo, extendido a lo largo y a lo ancho del país, no es más aceptable que un solo tirano acomodado en su trono (Ibíd., 1998: 110).

De alguna manera, la fuerza que habían adquirido las masas iba en detrimento de la democracia. Por su parte, el segundo rasgo es el que develará una de las mayores paradojas que Arendt encuentra en el Estado nación: cuando el Estado se puso al servicio de la nación y la soberanía pasó a manos del “populacho”:

El Estado, cuya suprema tarea consistía en proteger y garantizar a cada hombre sus derechos como hombre, como ciudadano y como nacional, perdió su apariencia legal y racional y pudo ser interpretado como nebuloso representante de un «alma nacional» a la que, por el mismo hecho de su existencia, se la suponía situada más allá o por encima de la ley. La soberanía nacional, en consecuencia, perdió su connotación original de libertad del pueblo y se vio rodeada de un aura pseudomística de arbitrariedad ilegal (Ibíd., 1998: 197).

De alguna manera, el alza del antisemitismo en Europa responde, según Arendt, a una crisis de la soberanía: mientras que el monarca reinaba sobre un territorio, un presunto origen común −expresado sentimentalmente en el nacionalismo− fue el único nexo social que consiguió asociarse a la combinación de la soberanía popular y la lucha por el control de la maquinaria del Estado. El mayor problema fue que la ley también se puso al servicio del “alma nacional”, lo que propició actuaciones arbitrarias: “el Estado pasó en parte de ser instrumento de la ley a ser instrumento de la nación” (Arendt, 1998: 197). Arendt vio en el caso Dreyfus la posibilidad de analizar las paradojas del Estado nación y de este cambio en la soberanía. En la introducción de Los orígenes del totalitarismo escribe: el caso Dreyfus “(…) permite ver, en un breve momento histórico, las potencialidades de otro modo ocultas del antisemitismo como destacada arma política dentro del marco de la política del siglo xix y de su relativamente bien equilibrada cordura” (Ibíd., 1998: 33).

Las paradojas del Estado nación y el antisemitismo moderno

El drama de los judíos de Europa no se puede comprender cabalmente si no se toma en cuenta la historia que va de la emancipación a la pérdida de la ciudadanía, de la asimilación a la desnaturalización y a la forzada condición de apátrida; pero esto sólo puede entenderse en el contexto de los Estados nación y los acuerdos internacionales sobre el trato a minorías que se establecieron después de la Primera Guerra Mundial. La disolución del imperio Austrohúngaro (un imperio multinacional y multiétnico) y la aparición de Estados nación en configuraciones políticas que habían sido multinacionales, puso en relieve el problema de las minorías y de los refugiados que fueron desnacionalizados por los gobiernos victoriosos. El problema principal de los Estados nación es que estaban diseñados con base en la homogeneidad de la población y su enraizamiento en el solar patrio (Ibíd., 1998: 227). Sin embargo, eso nunca fue cierto en tanto que las regiones tenían distintos componentes étnicos y Arendt cita en una nota a pie de página: “Mussolini tenía toda la razón cuando escribió después de la crisis de Múnich: Si Checoslovaquia se encuentra ahora en lo que puede llamarse una ‘situación delicada’ es porque no es sencillamente Checoslovaquia, sino Checo-Germano- Polaco-Húngaro-Ruteno-Rumano-Eslovaquia” (Arendt, 1998: 227, nota 5). Algunos de los Estados que se crearon, sobre todo en Europa central, integraban distintos pueblos como los eslovacos en Checoslovaquia, o los croatas y eslovenos en Yugoslavia, o Polonia que se componía de rusos, lituanos, germanos y judíos. Sin embargo, dentro de estas configuraciones, los judíos eran una minoría interestatal pero difícilmente se podía pensar en ellos como una minoría nacional que lo único que podía pedir en común era la libertad de culto.

Arendt subraya un problema en cuanto a la soberanía territorial de los Estados nación, pues ejercían su derecho tanto de otorgar o negar la ciudadanía como de deportar a aquellas minorías que creían inconvenientes, y escribe a este respecto: “Teóricamente, en la esfera de la ley internacional había sido siempre cierto que la soberanía en ningún lugar resultaba más absoluta como en cuestiones de ‘emigración, nacionalización, nacionalidad y expulsión”’ (Ibíd., 1998: 233). Además, según Arendt, algunos gobiernos temían que las minorías colocaran sus intereses nacionales por encima de ellos mismos, y subraya que los discursos interpretativos de los tratados “daban por supuesto que la ley de un país no puede responsabilizarse de las personas que insisten en tener una nacionalidad diferente” (Ibíd., 1998: 231). La fatal consecuencia fue que el Estado se convirtió en un instrumento de la ley y ésta en un instrumento de la nación; así, “la nación había conquistado al Estado; el interés nacional tenía prioridad sobre la ley mucho tiempo antes de que Hitler pudiera declarar ‘justo es lo que resulta bueno para el pueblo alemán”’ (Ibíd., 1998: 231).

Las minorías estaban sujetas a los tratados sobre minorías garantizados por la Sociedad de Naciones pero, según Arendt, esto abre una primera paradoja, pues los tratados sobre minorías no confiaban a los gobiernos la protección de los ciudadanos, sino que la encargaban a la Sociedad de Naciones. Ahora bien: “Las minorías eran sólo medio apátridas; de jure pertenecían a un cuerpo político, aunque necesitaran una protección adicional en forma de tratados y de garantías especiales” (Ibíd., 1998: 231).

La retirada en masa de la ciudadanía fue un fenómeno inédito que comenzó con la Primera Guerra Mundial, primero en Francia en 1915 en donde se aplicaron medidas a “ciudadanos nacionalizados de origen enemigo” y luego Bélgica en 1922 “promulgó una ley que cancelaba la nacionalización de personas que habían cometido actos antinacionales durante la guerra” (Ibíd., 1998: 233, nota 25). Otras naciones promulgaron una legislación para poder desembarazarse de algunos grupos étnicos de su población o habitantes que consideraban indeseables. Esto último es para Arendt la mayor paradoja de la política contemporánea: los apátridas “habían perdido aquellos derechos que habían sido concebidos e incluso definidos como inalienables, es decir, los derechos humanos” (Ibíd., 1998: 226). Arendt subraya que el hecho de que millones de personas vivieran al margen de la protección legal normal y necesitaran una garantía adicional, hizo que las minorías estuvieran siempre en una delgada línea en la que podían perder sus derechos más elementales como el de residencia. Esta excepción se convirtió en norma y algunas poblaciones sin Estado nación que las cobijara dieron lugar a los “desplazados”, aquellos a quienes ninguna nación les daba el derecho de residencia. Se llegó a la situación aún más trágicamente paradójica de que a los apátridas se les reconocía la mayor de las veces el derecho a la repatriación en su país de origen, mientras que los “desplazados” no tenían un país que los reclamara. Es por ello que al final de la Segunda Guerra Mundial se llegó a crear un número mayor de “nacionalidades”, entre las que se incluye la propugnada por el sionismo, que responde a esta idea de que sólo un Estado nación con una población homogénea, una lengua y una historia nacional común podía resolver la cuestión judía (Arendt, 2009: 421-430).

Los tratados sobre minorías develaron dos fallos de base. En primer lugar, supusieron romper con el principio medieval quid est in territorio est de territorio, “porque en todos los demás casos los Estados modernos tendían a proteger a sus ciudadanos más allá de sus propias fronteras” (Ibíd., 1998: 235). Además dieron lugar a una nueva noción de nacionalidad:

Los tratados de minorías expresaban en un lenguaje claro lo que hasta entonces sólo habíase hallado implicado en el sistema de funcionamiento de los Estados nación, es decir, que sólo los nacionales podían ser ciudadanos, que sólo las personas del mismo origen nacional podían disfrutar de la completa protección de las instituciones legales, que las personas de nacionalidad diferente necesitaban de una ley de excepción hasta, o a menos que, fueran completamente asimiladas y divorciadas de su origen (Arendt, 1998: 231).

Sin embargo, aun aquellos que estaban asimilados a una cultura nacional −como los judíos−podían sufrir la reducción a la condición de apátridas que, como vemos en el párrafo antes citado, significaba el desamparo de las instituciones legales. Quienes habían perdido la protección de un gobierno nacional −como los judíos− solamente tuvieron la posibilidad de convertirse en criminales; los apátridas sin derecho a residencia y sin derecho a tener trabajo debían constantemente transgredir la ley. Arendt señala: “Su condición no es la de no ser iguales ante la ley, sino la de que no existe ley alguna para ellos” (Ibíd., 1998: 246). Esta identificación entre los apátridas (statelesness) y los sin ley (rightlessness) llevó también, según Arendt, al colapso de una de las leyes más sagradas de las comunidades políticas como es el derecho de asilo.38 Arendt señala otro aspecto que será fundamental para entender el surgimiento de los Estados totalitarios: “La Nación-Estado, incapaz de proporcionar una ley a aquellos que habían perdido la protección de un gobierno nacional, transfirió todo el problema a la policía” (Ibíd., 1998: 240). Es esta transferencia la que hará de los Estados totalitarios Estados policíacos; esta transferencia de poder se hizo en nombre de la “seguridad nacional”.

De nuevo, la paradoja más importante en esta situación fue la pérdida de los derechos humanos más elementales, esos derechos que la Revolución francesa había proclamado como inalienables. El problema, según Arendt, es que dichos derechos −que cada hombre en particular encarnaba desde su propia dignidad sin referencia a ningún orden exteriorse referían “a un ser humano ‘abstracto’ que parecía no existir en parte alguna” (Ibíd., 1998: 243). El colonialismo fue un ejemplo de cómo esa universalidad opera siempre de manera fragmentada: todos los seres humanos tienen derechos; sin embargo, para los colonos imperialistas, los negros o los nativos no entraban en la categoría de seres humanos y Arendt inaugura un campo de estudio, el de pensar cómo las colonias africanas o asiáticas fueron un espacio experimental en el que los derechos humanos podían suspenderse y en donde la ideología de la raza legitimaba matanzas administrativas. Lo que Arendt expone y, es quizás donde se cifra la agudeza de su análisis sobre las paradojas de los derechos humanos, es que, como lo expresa Seyla Benhabib, el “derecho a tener derechos” no presupone a un individuo prepolítico sino que se refiere a la condición civil del ciudadano concreto que pertenece a una polis (Benhabib, 2013: 271). No obstante, la soberanía popular puede negar a algunos el derecho a tener derechos. De ahí que Arendt concluya sobre la manera en que los derechos del ser humano pasaron a ser los derechos del pueblo: “Como la Humanidad, desde la Revolución francesa, era concebida a imagen de una familia de naciones, gradualmente se hizo evidente en sí mismo que el pueblo, y no el individuo, era la imagen del hombre”. (Ibíd., 1998: 243) Y esto se agudizaría a medida que el “populacho” se fuera convirtiendo en “el agente directo del nacionalismo” (Arendt, 1998: 109).

Esta confusión entre los derechos del ser humano y la soberanía popular mostraba también una fractura en la democracia, por eso Arendt dice que resulta completamente concebible “y se halla incluso dentro del terreno de las posibilidades políticas prácticas, que un buen día una Humanidad (…) llegue a la conclusión totalmente democrática −es decir, por una decisión mayoritaria− de que para la Humanidad en conjunto sería mejor proceder a la liquidación de algunas de sus partes” (Ibíd., 1998: 249). Justamente, esto último es lo que Arendt le reclamará a Eichmann cuando escribe sus conclusiones del juicio en Jerusalén: decidir que una parte de la humanidad no tenía derecho a existir. En la última parte de “El Imperialismo” intitulada “La decadencia de la Nación-Estado y el final de los derechos del hombre”, Arendt analiza de qué manera la exterminación de los judíos europeos fue resultado de un largo proceso que despojó a los judíos su estatus legal:

Sólo en la última fase de un proceso más bien largo queda amenazado su derecho a la vida; sólo si permanecen siendo perfectamente “superfluos”, si no hay nadie que los “reclame”, pueden hallarse sus vidas en peligro. Incluso los nazis comenzaron su exterminio de los judíos privándoles de todo estatus legal (el estatus de ciudadanía de segunda clase) y aislándoles del mundo de los vivos mediante su hacinamiento en ghettos y en campos de concentración; y antes de enviarles a las cámaras de gas habían tanteado cuidadosamente el terreno y descubierto a su satisfacción que ningún país reclamaría a estas personas. El hecho es que antes de que se amenazara el derecho a la vida se había creado una condición de completa ilegalidad (Ibíd., 1998: 246).

Quizás el mayor drama de esos judíos europeos convertidos en parias fue justamente esto que Arendt enuncia: que la vida sólo se mantiene si la persona es reclamada por una comunidad política. A partir del antisemitismo, Arendt muestra una fractura del Estado nación que desde la Revolución francesa identificó al pueblo con la nación e hizo de las minorías una anomalía, y seguirá insistiendo en la pregunta sobre qué significa que ciertos seres sean “superfluos” y que nadie los reclame. Si bien después de la Segunda Guerra Mundial se crearon algunas instituciones para resolver el problema de los refugiados, Arendt no resolvió −como bien lo señala Seyla Benhabib– cómo pensar comunidades democráticas que no sigan el modelo del Estado nación moderno (Benhabib, 2005: 55-56). Las violencias en las fronteras, las migraciones económicas y el acceso a la membresía política para algunas poblaciones sigue siendo un problema inminente.

Conclusión

En una reciente entrevista con el diario El País, Louis Alliot, el vicepresidente del Front National (el partido de extrema derecha francés), declaró:

Teníamos la rémora del antisemitismo, pero nos reunimos con las asociaciones de esa comunidad [judía] y les dejamos claro que reconocemos lo que pasó en la II Guerra Mundial y que no tenemos prejuicios hacia los judíos. Les explicamos que nos preocupa la islamización de Francia, la inmigración que quiere imponer su fe y no respeta la Constitución. Al parecer, el antisemitismo se ha convertido para el partido de extrema derecha francés y su ideólogo en una rémora, mientras que los musulmanes y los gitanos –según declaraciones de Marine Le Pen, la presidenta del mismo partido– son ahora el problema nacional (El País, 2013).

Con motivo del atentado terrorista a la redacción de la revista “Charlie Hebdo” llevado a cabo el 7 de enero de 2015, después de unos días de duelo nacional que solidarizó a buena parte de la población con el eslogan “Je suis Charlie” y reunió la manifestación más grande después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Francia ha vuelto a un debate sobre lo que significa ser francés y el lugar que ocupa la población musulmana dentro de la nación con un gran énfasis en la asimilación. Lo que se ha puesto al descubierto es también la marginalidad de los descendientes de inmigrantes de antiguas colonias francesas y poblaciones musulmanas, según declaraciones del ministro del interior Manuel Valls, de un apartheid territorial, social y étnico (Le Monde, 2015a) lo que conduce a una parte de los jóvenes de esa población de origen inmigrado a identificarse con la lucha de un Islam imaginado, que oponen a la república o a Occidente.39 El peligro de Francia −como escribió Didier Fassin (2015)− es no reconocer que la identidad nacional se construye a expensas de aquellos a quienes no se les otorga una total membresía política ya sea por su origen, su raza, su religión o su clase social; es también ignorar las desigualdades sociales y la marginación. Ese mismo 7 de enero, unas horas después, hubo un ataque a un supermercado kósher, que junto con otros atentados como el de Mohamed Mera en Toulouse contra una escuela judía en 2012 o el asesinato a Ilan Halimi en 2006, muestran una nueva judeofobia que Enzo Traverso define de la siguiente manera: “Su blanco es una minoría que tras haber encarnado históricamente una figura de la alteridad interna al mundo occidental, ha pasado a convertirse en la actualidad en símbolo de este mismo mundo occidental” (Traverso, 2014: 158).

Vemos que, pese al cambio de enemigo, persiste la misma retórica que Arendt describía como síntoma del fracaso del Estado nación, caracterizado por la producción de excluidos, refugiados, marginales. Edward Said y otros han señalado que en Europa la islamofobia40 ha tomado el lugar del antisemitismo, y a pesar de que cada uno de estos fenómenos tiene raíces históricas, teológicas y políticas muy distintas −ya que uno refiere a la pureza del Estado nación, mientras el otro se insertó en el contexto de la globalización y del problema de la migración−, es sobre todo la idea del peligro lo que permanece en el discurso político. Este escenario hace eco de las reflexiones de Arendt en Los orígenes del totalitarismo, pues la islamofobia y sus connotaciones racistas ven a ciertos individuos como culturalmente incapaces de formar parte de la nación, y piensan una ciudadanía más étnica o cultural que cívica. Justamente, hablar de islamofobia −como antes de antisemitismo−es referirse a algo que siempre se despliega en la retórica de la sospecha, es la formulación de un enemigo en el ámbito de una cultura del miedo y, en ese sentido, lo que interesa es comprender la permanencia simbólica de cierta retórica en la configuración del Estado nación.

Esta situación nos remite a la reflexión que Arendt hace del antisemitismo como un código cultural que políticamente era eficaz para lograr una cohesión nacional, pero que demostró la necesidad de concederle derechos políticos a las minorías y denunció el problema de postular los derechos humanos en nombre de un individuo abstracto. No obstante, sigue siendo necesario hacer una defensa de la diversidad tal como Arendt lo hizo en su reporte del juicio a Eichmann, al explicar que los crímenes nazis habían sido crímenes contra la humanidad, “un ataque a la diversidad humana como tal” (Arendt, 1999: 160). En la especie de juicio que Arendt dirige a Eichmann en el Epílogo a Eichmann en Jerusalén, ella habla de compartir la tierra y de habitar el mundo, como si hubiese una posibilidad de superar la lógica del Estado nación:

Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación −como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo−, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado (Ibíd., 1999: 166).

Habría que pensar las dos nociones de “compartir la tierra” y “habitar el mundo”, teniendo como fundamento que un deseo por cuidar la pluralidad y reconocer la singularidad que el nacimiento le confiere a cada individuo, debiese ser superior a cualquier ansiedad nacional por resguardar una identidad.

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Doctora en Filosofía por la Universidad París iv La Sorbona; maestra en Filosofía por la Universidad París x Nanterre y licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Realizó un postdoctorado sobre antisemitismo en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Cuajimalpa. Actualmente realiza una estancia de investigación en el Katz Center for Advanced Judaic Studies de la Universidad de Pennsylvania (Estados Unidos de América). Sus líneas de investigación son: deconstrucción, violencia, pensamiento judío, antisemitismo. Entre sus últimas publicaciones destacan: “Herir la lengua. Por una política de la singularidad. Derrida lector de Celan” (2015); “Antisemitismo en Vasconcelos: antiamericanismo, nacionalismo y misticismo estético” (2015); y “La guerra en Freud. Entre la hipersofisticación y una violencia arcaica” (2012).

Richard Bernstein (1996) dedica una reflexión política a los escritos judíos y al antisemitismo.

Los orígenes del totalitarismo se encuentra lastrado por dos problemas de base: la fiabilidad de los datos históricos (muy cuestionada por la investigación posterior) y el hecho de que Arendt no clarifica su metodología. Cuando Arendt escribió Los orígenes del totalitarismo, había mucho menos información que la que existe hoy sobre el nazismo y tampoco podía consultar los archivos de la hoy extinta Unión Soviética. En 2009, Bernard Wasserstein (2009) publicó un artículo, en la vena de quienes le imputan a Arendt la perversión de un auto-odio judío, en el que hizo una dura crítica a los datos históricos de Arendt, particularmente a algunas notas de Los orígenes del totalitarismo en las que Arendt cita a Walter Franck, un historiador nazi que había sido el encargado de “limpiar” las universidades y las bibliotecas de libros judíos. Sin embargo, como escribe Szneider (2010: 4-5), Arendt no era inconsciente de ese uso ni del nazismo de Franck y lo citaba de manera consciente y muchas veces irónica. Otra respuesta a las críticas de Wasserstein se puede encontrar en Horowitz (2010). Otras críticas a la metodología histórica de Arendt pueden verse en: Avineri (2010) y Staudenmaier (2012). Es importante señalar que, a partir de la publicación de Eichmann en Jerusalén, se despertaron muchas pasiones en contra de Arendt y, como lo señala Szneider, en los círculos más críticos del sionismo es una heroína, mientras que en el campo opuesto es una villana. Con la publicación del libro de Bettina Stangneth (Eichmann before Jerusalem. The Unexamined Life of a Mass Murder) basado en documentos de Eichmann en Argentina de los que Arendt no tenía conocimiento, y que desmienten la idea de Eichmann como un burócrata sin pasiones antisemitas, ha vuelto a abrir el debate sobre Arendt y la historiografía. También es capital subrayar que Arendt no era historiadora y que sus análisis no ayudan a entender la historia o los orígenes del totalitarismo, sino la manera en la que opera la ideología totalitaria.

La reseña de Eric Voegelin (1953) −así como la respuesta de Arendt−fue publicada en The Review of Politics. Sobre este intercambio, véase: Benhabib (2003: 64).

Seyla Benhabib ha dedicado una extensa obra para entender las paradojas de la modernidad en esta fórmula de Arendt y cómo garantizar derechos a las minorías, los migrantes y los extranjeros.

El artículo está publicado como “Herzl and Lazare” en Arendt (2007).

“But now, belonging to Judaism had become my own problem, and my problem was political. Purelypolitical!”. Citado por Bernstein (1996: 21).

Véase: “La asimilación original. Un epílogo con motivo del primer centenario de la muerte de Rahel Varnhagen” en Arendt (2009). Véase también la biografía de Varnhagen en: Arendt (2000).

Véase el capítulo en la biografía escrita por Young-Bruehl (1993) donde analiza la vida de la autora desde 1933 a 1951.

No sin cierta ironía, Young-Bruehl (1993: 253) cuenta que su columna fue sustituida por “Zionistische Tribune”.

Véase: “Sionismo reconsiderado” en Arendt (2009). Sobre las críticas de Arendt al sionismo y su relación con laorganización “Brit Shalom” que proponía el binacionalismo, véase el artículo de Amnon Raz-Krakotzkin (2011).

También véase: Butler (2012); y sobre las críticas a Ben Gurion y al Estado de Israel como Estado nación, véase: Idith Zertal (2007).

Sobre la tensión entre universalidad y particularismo en Hannah Arendt, sus discusiones con intelectuales sionistas como Scholem o con un intelectual alemán como Enzensberg, y la posibilidad de un cosmopolitismo judío, véase: Sznaider (2007).

Véase: Volkov (2006).

Véanse: Beiner (2005); Butler y Spivak, (2007).

Véase: Benhabib (2006).

Véanse: Honig (2003); Benhabib (2004); y Crépon (2008).

Sobre la emancipación de los judíos europeos, véase: Birnbaum y Katznelson (1995).

“Es necesario rechazar a los judíos como nación; es preciso acordarles todo en tanto que individuos”.

“Contre la discrimination a l’égard des bourreaux, des comédiens, des protestants et des juifs” (Furet y Halévi, 1989: 247).

Véase: Nirenberg (2013: 433-434).

“Que el judío Karl Marx pudiera escribir de la misma forma que aquellos radicales antijudíos sólo probaba cuán poco había en común entre este tipo de argumentación antijudía y el antisemitismo declarado” (Arendt, 1998: 51).

El argumento principal del libro de Nirenberg (2013) es mostrar cómo opera este elemento conceptual de “lo judío” en la historia de occidente.

Véase: Brown (1995).

Bernard Lazare escribió en un texto de 1890, del que después reniega: “Que m’importe a moi, Israélite de France, des usuriers russes, des cabaretiers galiciens preteurs du gage, des marchands de chevaux polonais, des revendeurs de Prague et des changeurs de Francfort?” Citado en: Traverso (1997: 29).

Véanse: Arendt (1944 y 2004).

Véase la introducción de Liliane Weissberg a la edición en inglés de Rahel Varnhagen: The Life of a Jewess (1997).

Los derechos políticos sólo se concedieron en 1812 después de la derrota de Napoleón, que sólo fueron suprimidos por las leyes de Nurenberg en 1933.

Para una revisión amplia sobre el caso Dreyfus, véase: Bredin (1993).

Sobre la derecha francesa, véase el trabajo del mismo autor (1978).

El boulangismo fue un movimiento político durante la Tercera República Francesa (1870-1940). Debe su nombre al general Georges Boulanger quien fuera ministro de guerra y se caracterizó por tener un discurso bélico y nacionalista. Su movimiento, que inquietó al gobierno, fue apoyado tanto por monarquistas que estaban en contra de la República como por los sectores populares.

La Action Française fue un movimiento promonárquico que surgió en 1898 en contra de Dreyfus. Se caracterizó por su retórica nacionalista, anti-republicana y antisemita.

Arendt se refiere principalmente al iv tomo de En búsqueda del tiempo perdido: “Sodoma y Gomorra”.

Sobre la relación entre homosexualidad y condición judía en la obra de Proust, véase: Freedman (2003) donde se analiza la utilización de categorías usadas para definir a los judíos en el discurso médico para hablar de la raza de los sodomitas, y cómo estas dos identidades se juegan en el caso Dreyfus.

Quizás hasta Egipto, como lo sugiere David Nirenberg (2013).

Véase en particular el capítulo “Antisemitism as a Cultural Code” en Volkov (2006).

Véase: Traverso (1997: 27).

Para una visión más general de los estudios sobre el imperialismo en Arendt, véase Mantena (2010).

Sobre las paradojas del Estado nación en Arendt, véase: Volk (2010).

Sobre este Islam imaginario, que además es una ruptura con el Islam de la primera generación de migrantes (es decir, sus padres) y que responde a prácticas de comunicación occidental, véase: Le Monde (2015b).

Véanse: Said (1978); Anidjar (2003).

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