A diferencia de lo dictado por el Consenso de Washington, que sostiene que la intervención estatal para la ayuda a los pobres exacerba la pobreza, el presente trabajo examina si es el grado de debilidad institucional de los Estados en desarrollo lo que impide su alivio. El documento se divide en cinco secciones: en la primera, se presentan descriptivamente las reformas implementadas por el Consenso de Washington en América Latina y el consecuente desmantelamiento del Estado de bienestar; en la segunda, se expone la importancia de la intervención estatal en la coordinación de la economía para evitar la pobreza y la violencia social; en la tercera, se explora el papel del Estado bajo la lógica del actual paradigma fundamental de alivio a la pobreza; en la cuarta, se discute la relación entre las capacidades institucionales del Estado y la pobreza; finalmente, la última sección ofrece las conclusiones.
Differing from what has been stated by the Washington Consensus indicating that state intervention to help the poor only exacerbates poverty, this work examines if the degree of institutional weakness of the developing States is what prevents them from reaching a solution. The article is divided into five sections. In the first section, the reforms implemented by the Washington Consensus in Latin America are presented descriptively, as well as the subsequent dismantling of the Welfare State. In the second section, the importance of state intervention in the coordination of the economy to avoid poverty and social violence is exposed. In the third, we explore the role of the State under the current logic of the fundamental paradigm for poverty alleviation. In the fourth, the existing relationship between the institutional capacities of the State and poverty is discussed. Finally, the last section presents conclusions.
Desde fines de la década 1970, el marco político económico de México y, en general, de América Latina, experimentó una amplia transformación que transitó de un esquema de desarrollo encabezado por el Estado a uno neoliberal. Después de la Gran Depresión de fines de la década 1920 y de la Segunda Guerra Mundial, los Estados del mundo enfrentaron grandes presiones por controlar los excesos del capitalismo; en consecuencia, la época de la postguerra estuvo marcada por estrategias de desarrollo emprendidas por los Estados dando origen a los llamados Estados de bienestar en el que la prosperidad, la igualdad y el pleno empleo, guardaban equilibrio (Esping-Andersen, 1990: 18-33). Los países latinoamericanos no fueron la excepción. En términos amplios, la estrategia latinoamericana de desarrollo económico descansaba en la intervención estatal para alentar la industrialización de sus países y proteger a la industria interna de la competencia internacional por medio de los programas de industrialización por sustitución de importaciones (isi).
No obstante, los Estados latinoamericanos no sólo fueron incapaces de desarrollar algún sector productivo que les permitiera competir a nivel internacional, sino que mayoritariamente dependieron de préstamos internacionales y/o de las ganancias derivadas de la producción de petróleo para mantener su gasto social (Moreno-Brid, Pardinas y Ros, 2009: 156-158). En este contexto, la globalización de la economía y la caída del precio del petróleo a fines de los años 1970 tuvieron grandes efectos sobre las economías mexicana y latinoamericana que, a principios de los años 1980, sufrieron una gran crisis de deuda externa. Todo esto ocasionó considerables devaluaciones y altos niveles de inflación que, a su vez, contribuyeron a los crecientes niveles de desempleo, de desigualdad en el ingreso y de pobreza. En promedio, la deuda externa de los países de América Latina, como porcentaje del Producto Nacional Bruto (pnb) aumentó de 22.2% en 1975 a 62.1% en 1987; en el caso específico de México, pasó de 21.2% a 82% durante el mismo lapso. La tasa de inflación, por otro lado, aumentó de manera drástica, de 17.3% en 1972, a 1118.5% en 1990. Los casos más dramáticos fueron los de Argentina, Bolivia, Brasil y Perú. En México, la tasa de inflación llegó a su cima en 1985, con 63.7%. En cuanto a los índices de pobreza, utilizando una lógica de “un dólar al día” para medir la pobreza extrema, Londoño y Székely encontraron que la cantidad de personas en situación de pobreza extrema se duplicó a lo largo de los años 80, aumentando de 35.7 millones en 1980, a 73.1 en 1990 (Londoño y Székely, 1997: 16).
Tal como notaron Centeno y Cohen (2012), los académicos aún no llegan a un acuerdo respecto a las causas principales de la crisis. En aquel momento, no obstante, la interferencia estatal se señaló como la principal culpable, y se consideró que la mejor solución era el retiro de su intervención en la economía, permitiendo que los mercados siguieran sus dinámicas propias. Estos puntos de vista se cristalizaron en las reformas del Consenso de Washington, que traerían consigo estabilidad macroeconómica, aumentarían el empleo, y reducirían la desigualdad de ingresos y la pobreza. Estas reformas comenzaron a ponerse en práctica a principios de los años 80 del siglo pasado y constaban, en lo fundamental, de dos estrategias principales orientadas al mercado: la reducción del tamaño del Estado y la apertura de los sectores económicos, para permitir que los mercados se ajustaran de manera adecuada −por su propia dinámica−a las nuevas condiciones y retos planteados por el nuevo orden global. De manera paradójica, las reformas estructurales puestas en vigor a fines de los años 70 y principios de los 80 empeoraron aún más aquellas tendencias, exacerbando los niveles no sólo de desigualdad de ingresos, sino también de desempleo y pobreza.1 Así, una pregunta relevante sería, ¿qué impide que el Estado alivie la pobreza?
En décadas recientes ha habido un consenso general en torno a que, al interior de los países desarrollados y en desarrollo, una fuerte institucionalización del mercado de trabajo no sólo ha mejorado los impactos de la transformación global que comenzó en las décadas de 1970 y 1980, sino que también ha sido más importante para el alivio de la pobreza que los altos niveles educativos (Chang, 2010: 179; Evans y Sewell, 2013: 48). La finalidad de este artículo es examinar el grado en el que la debilidad institucional del Estado podría ser lo que impide el alivio a la pobreza. Sostenemos que, a diferencia de la ideología neoliberal de las reformas impuestas por el Consenso de Washington (que supone que la intervención estatal para ayudar a los pobres exacerba la pobreza) es la debilidad de las capacidades institucionales de los Estados en desarrollo lo que pudiera impedir dicho alivio.
Este documento se divide en cinco secciones: en la primera, explicaremos de manera breve la ideología neoliberal de las reformas del Consenso de Washington; en la segunda, consideraremos la importancia de la intervención estatal para el alivio de la pobreza; en la tercera sección exploraremos el papel del Estado bajo la lógica del actual paradigma fundamental de alivio a la pobreza; en la cuarta sección discutiremos la relación entre las capacidades institucionales del Estado y la pobreza, y, finalmente, en la quinta sección ofrece conclusiones.
La ideología neoliberalSegún Evans y Sewell (2013), los países en desarrollo se volvieron parte de un mercado mundial en veloz integración al abrir sus sectores económicos, reglamentados por normas globales y administrados por instituciones de gobierno económico tales como la Organización Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.2 Este nuevo marco regulatorio de la economía mundial se conoce comúnmente como “neoliberalismo” (o laissez-faire), el cual surgió como ideología y paradigma de las políticas económicas en los años 1970 y abrevó de las ideas del liberalismo clásico que buscaban ofrecer respuesta a la cuestión de los límites del poder del Estado, debido a la complejidad de los mecanismo económicos (Amable, 2011: 7; Evans y Sewell, 2013: 15-16).
A la luz de las ideas del liberalismo clásico, al Estado le interesa ser precavido respecto a cualquier acto que afecte a la economía para poder tener una sociedad próspera (Amable, 2011: 8); en cambio, los ideólogos neoliberales como Hayek (1944), Friedman (1962) y Murray (1984), denigraron la idea de que el Estado fuera coordinador y garantía del bienestar de la sociedad. Para estos últimos, es un error pensar que el Estado debiera tener precaución en cualquier acto que afecte a la economía. En lugar de esto, arguyeron que su papel debía ser de activa intervención en la economía para garantizar una competencia libre y justa, bajo el imperio de la ley (Hayek, 2006: 79; Friedman, 1982: 13). De manera más precisa, el deber principal del Estado neoliberal es mantener el orden en el mercado, evitar interferir en la producción y el intercambio, y sancionar los ataques a la competencia entre individuos, que siempre está bajo la amenaza de aquellos grupos que intentan protegerse de su rigor y consecuencias (Amable, 2011: 10).
Para principios de la década de 1990, la estabilidad macroeconómica se había alcanzado casi a nivel universal;3 el problema fue que las reformas del Consenso de Washington deshicieron las reglamentaciones y mecanismos de protección de la compensación socioeconómica que caracterizaba al Estado de bienestar, desarrollado entre los años 1930 y fines de los 1970. En consecuencia, la economía global se volvió más proclive a las crisis económicas, lo que ha limitado todavía más las medidas de compensación de las condiciones socioeconómicas de la población. Lo anterior ha afectado especialmente a los países de América Latina durante las últimas décadas, ya que la mayoría aún depende de las ganancias provenientes de mercancías para mantener su gasto social.4 Países como Argentina, Brasil, Chile, México y Perú −entre otros−mantienen una dependencia exagerada sobre exportaciones mercantiles petroleras, minerales y de concentrados de metales comunes, de frijol de soya y otras semillas, aleaciones de cobre, desperdicios y deshechos no ferrosos, residuos y pulpa de papel, comestibles y carne; sin embargo, tal y como señalan Centeno y Cohen (2012), sin menoscabo de cuál sea nuestro punto de vista respecto a sus costos y beneficios, debemos entender al neoliberalismo como el triunfo de las ideologías de mercado.
La primera gran victoria del mercado se dio en la arena de la academia. Los principios que subyacen al neoliberalismo instauraron sus monopolios primero en la economía, al poner énfasis en las consecuencias de maximización del bienestar del intercambio mercantil mediante el uso de modelos matemáticos (Evans y Sewell, 2013: 36). Una vez que conquistaron el medio académico, tanto los políticos en general como aquellos encargados de elaborar políticas públicas delinearon una guía económica para aplicar en el mundo en desarrollo y, después de 1989, en el mundo postsocialista. A ésta se le conoce como el Consenso de Washington (Centeno y Cohen, 2012). Como ideología política, el neoliberalismo exalta la superioridad de la distribución mercantil de bienes y servicios por sobre su provisión pública (Evans y Sewell, 2013: 36), y los sucesos más importantes que dispararon el establecimiento del neoliberalismo como ideología política a lo largo del mundo fueron las elecciones de Margaret Thatcher como primera ministra en Gran Bretaña (1979 a 1990) y de Ronald Reagan como presidente en Estados Unidos (1981 a 1989), dos potentes defensores del neoliberalismo en tanto que Estados Unidos era la potencia hegemónica mundial y Gran Bretaña su aliado más cercano en asuntos económicos y militares, aspectos con los que ejercieron presión sobre todos sus socios económicos para que incluyeran reformas neoliberales en sus agendas políticas (Sewell, 2009: 274).
Como paradigma de políticas públicas, el neoliberalismo habla de las llamadas reformas del Consenso de Washington, cuya intención es aumentar el papel de los mercados en la regulación de la vida económica mencionado más arriba, tales como la desregulación de los mercados financiero y laboral, la descentralización de los servicios públicos, la reducción de impuestos, el debilitamiento de los sindicatos de trabajadores, el recorte del gasto público, etcétera (Evans y Sewell, 2013: 36-38). En conjunto, como teoría económica, ideología política y como paradigma de políticas públicas, el neoliberalismo despliega narrativas constitutivas que dan forma al comportamiento individual, al mismo tiempo que hace que la ideología política neoliberal y sus paradigmas de políticas públicas parezcan naturales (Hall y Lamont, 2013: 4; Evans y Sewell, 2013: 38). Así, la narrativa constitutiva más poderosa y efectiva, que justificó el desmantelamiento del Estado de bienestar, es la noción de que los programas sociales de ayuda a la población pobre crean un peligroso problema moral (Hirschman, 1991: 27-28; Somers y Block, 2005: 271-274).
Tal como señalaron Somers y Block (2005: 271), se ha sostenido que la sociedad, tanto como la naturaleza, es un sistema autorregulatorio que, cuando se deja libre de intervención política, tenderá hacia el equilibrio y el orden Así, cualquier intento por controlar y mitigar incluso la más ruda de sus leyes naturales −tales como la escasez de alimentos−traería desequilibrio y desorden (Somers y Block, 2005: 273). En vista de lo anterior, los programas sociales para ayudar a los pobres crean incentivos perversos para que, quienes reciban servicios del Estado de bienestar, no salgan de la situación de pobreza mediante sus propios esfuerzos, lo que daría pie a una cultura de la dependencia del bienestar proveniente del Estado, con el que se agrava la pobreza (Hayek, 2006: 128-129; Friedman, 1982: 162-163). Según Hayek (2006: 52 y 214-215), la intervención estatal para ayudar a los pobres crea una cultura de dependencia porque evita la competencia, esto es, los individuos −con base en sus propias habilidades empresariales o al tenerlas que desarrollar−deben adaptarse constantemente a las dinámicas de oferta y demanda del mercado. Para él, un sistema competitivo es el único en el que nadie puede evitar que la gente logre sus metas económicas (Hayek, 2006: 107); entonces, ser pobre es un comportamiento elegido, ya que la ciudadanía es responsable de buscar oportunidades en el mercado laboral y de eludir, por sí mismos, los riesgos inevitables que implica ser emprendedor (Hayek, 2006: 104-127).
No obstante, tal como señalaron Evans y Sewell (2013, 39-40), aunque las agendas políticas de muchos países del mundo fueron influidas por las reformas del Consenso de Washington, su adopción, su puesta en práctica y su respectiva falla o éxito, varió de acuerdo con el contexto interno y externo de cada país en particular. Así, la evidencia sugiere que, en el mundo en desarrollo, la pobreza se ha aliviado de manera más efectiva en aquellos países en los que las iniciativas neoliberales se han acompañado de una sólida institucionalización del mercado laboral, como en Brasil, Taiwán y Corea del Sur (Chang, 2010: 179; Evans y Sewell, 2013: 48). Por ejemplo, el cuadro 1 muestra cómo ha disminuido la extrema pobreza en Brasil de manera drástica durante las últimas décadas, en tanto que en México se ha reducido a un ritmo más lento. A diferencia del caso mexicano, el factor central que dio forma a la respuesta del mercado laboral brasileño ante la liberalización de la economía fue el hecho de que el Estado aprovechó su tradición desarrollista para poder ajustar el marco institucional de los mercados laborales a las nuevas condiciones (Haagh y Cook, 2005: 179).5
La importancia de la intervención del Estado para el alivio de la pobrezaPara explicar por qué es importante que el Estado intervenga para aliviar la pobreza, primero tomaremos en consideración algunas ideas de la obra de Karl Polanyi (1944) y de T. H. Marshall (1950), quienes sucintamente expusieron la lógica del análisis de la economía política institucional para argumentar la importancia de la intervención estatal en la coordinación de la economía para evitar la aparición de la pobreza y la violencia social. En términos amplios, Polanyi arguyó que la importancia de la intervención estatal en la economía se apoya en el hecho de que existen mercados (laboral, de recursos naturales y de dinero) que no pueden abandonarse a su dinámica propia −tal y como pretenden los teóricos que promueven el libre mercado−porque, cuando sucede, es la ciudadanía la que carga con los costos de las fallas del mercado. Esto es, trabajadores, campesinos y empresas medianas y pequeñas se vuelven vulnerables ante las fallas de dichos mercados en tanto que se refuerzan unos a otros provocando el desempleo, o bien aumentando sus niveles y el de las desigualdades socioeconómicas entre la población, lo que detona males sociales tales como la pobreza y la violencia social (Polanyi, 2001: 90-140).
El problema de permitir que dichos mercados sigan su dinámica propia es que, por un lado, las reducciones súbitas de la oferta de dinero y de crédito pueden ocasionar una caída general de los precios, lo que podría provocar la destrucción de empresas debido a que los costos de producción −por lo general fijos mediante contratos−queden iguales, ya que se requiere de un lapso antes de que se logre un ajuste respecto al nuevo nivel de los precios (Polanyi, 2001: 201-205). Por otro lado, la desregulación de los mercados laboral y de recursos naturales hace vulnerables a obreros y trabajadores agrícolas −en especial a aquellos que ocupan los lugares inferiores de la estructura social−quienes son propensos a caer en situación de pobreza, ya que viven bajo la amenaza de ser despedidos en cualquier momento o de no ser competitivos a nivel internacional porque sus competidores ofrecen mejores precios, y sin apoyo financiero para hacer frente a sus gastos de vida cuando quedan desempleados. De este modo, es necesario que el Estado intervenga para hacer ajustes a la oferta de dinero y crédito y evitar así las deflaciones que pudieran hacer que las empresas corran el riesgo de ser liquidadas, implementar políticas para el mercado laboral, mantener la continuidad de la producción de recursos naturales al proteger al campesinado de las importaciones, eludir el desempleo, e impedir que aparezcan males sociales tales como la pobreza y la violencia social.
En este sentido, para Polanyi (2001: 3-4), un sistema capitalista de libre mercado como el que se estableció inicialmente en Inglaterra durante la Revolución industrial y que se expandió por toda Europa en el siglo xix, es una utopía que no puede alcanzarse sin destruir, al mismo tiempo, a la sociedad. La Gran Depresión de principios del siglo xx, sólo una década antes de la Primera Guerra Mundial fue, como planteó Polanyi, una de las secuelas del modelo de mercado autorregulado (Polanyi, 2001: 148-149). El principal problema con tal sistema, entonces, es que el Estado se aleja de la coordinación de la economía y pierde su fuerza para reaccionar a favor de la sociedad cuando fallan las instituciones del mercado, lo que acarrea un clima de inestabilidad económica que hace peligrar el orden social, ya que cada grupo social actuará por voluntad propia para proteger sus intereses (Polanyi, 2001: 258).
El establecimiento de un mercado autorregulado es, por tanto, un suceso tan violento que los distintos grupos de la estructura social responderán con un contramovimiento para protegerse. El contramovimiento más sobresaliente en Inglaterra fue protagonizado por el movimiento laboral (Marshall y Bottomore, 1992: 73), debido a que los obreros estaban en extremo insatisfechos con las magras condiciones de trabajo y el desempleo surgidos por la desregulación del mercado laboral que el Estado británico había impuesto a favor del sector privado con el objetivo de volverlo más competitivo. Conforme pasó el tiempo y aumentó el número de desempleados y de pobres, diversos grupos sociales iniciaron un proceso de democratización, en especial los obreros, quienes lucharon por derechos políticos como el sufragio universal y el derecho a competir por un puesto de autoridad, ser parte del proceso de toma de decisiones y mejorar sus condiciones socioeconómicas.
Tal como aseveran Marshall y Bottomore (1992), las luchas continuaron en el siglo xx y se extendieron para volverse campañas por los derechos sociales, instigadas por los sindicatos (1992: 73) que crearon, siguiendo la misma ruta, partidos políticos para organizar sus posturas y plantear sus demandas. El gran distanciamiento de los distintos grupos sociales respecto a los resultados del mercado autorregulador implicó que la era de la posguerra en el siglo xx estuviera marcada por estrategias de desarrollo dominadas por el Estado, con lo que su tamaño se expandió de manera considerable −en especial debido a la provisión de derechos sociales para los pobres y/o para los grupos vulnerables−lo que culminó con la creación del Estado de bienestar (Marshall y Bottomore, 1992: 8-49).
Marshall sostuvo que, al principio, los derechos sociales se mantuvieron en niveles mínimos ya que el propósito general era sólo abatir la pobreza sin alterar el patrón de desigualdad que las élites habían establecido, que involucraba la necesidad de garantizar un ingreso mínimo para toda la ciudadanía en la forma de un derecho social con el fin de reemplazar al mercado como único mecanismo redistributivo (Marshall y Bottomore, 1992: 27-28). Sin embargo, con el tiempo, las élites políticas y las del sector privado se dieron cuenta que lo derechos sociales en realidad no representaban una amenaza al capitalismo, ya que liberaban a la industria de la responsabilidad social más allá del contrato laboral.
Hasta ahora hemos sostenido que la intervención estatal es importante para reducir la desigualdad socioeconómica; procederemos ahora a exponer el papel que juega el Estado en el alivio de la pobreza, bajo la lógica del actual paradigma.
El papel del Estado en el alivio a la pobrezaAdam Smith argüía que, en un sistema capitalista de libre mercado, la desigualdad socioeconómica es inevitable, y que el Estado juega un papel relevante en la igualación de las condiciones socioeconómicas de la sociedad, ya que una sociedad más productiva e igualitaria promovería el crecimiento económico. Smith se oponía a cualquier intervención o regulación que interfiriera con los mecanismos del mercado, siempre y cuando éstos no dañaran a los pobres, exacerbando las desigualdades socioeconómicas. El teórico ponía énfasis en la importancia de la intervención estatal para limitar el poder de los capitalistas, ya que podrían institucionalizar la pobreza y la desigualdad al obstaculizar el acceso a los servicios básicos como la educación. Tal y como Smith sostenía, las diferencias educativas ocasionaban que los trabajadores fueran incapaces de comprender tanto el medio que les rodeaba como las maneras de mejorar sus condiciones, al tiempo que las élites entendían perfectamente los intereses de la sociedad y utilizaban dicho conocimiento para su beneficio personal (Smith, 1976: 128).
La distribución de servicios educativos y de capacitación colaboraría a igualar las oportunidades laborales entre los pobres, cuestión que, para Smith, marcaba la diferencia en cuanto al éxito que pudiera alcanzar la gente para vivir una vida que, para ellos, fuera digna de vivirse. Para logarlo, Smith también pensaba que era importante tener un sistema fiscal progresivo que pudiera ayudar a que el Estado redistribuyera el ingreso y gastara en programas sociales y servicios públicos, ya que no era “inaceptable que los ricos contribuyeran al gasto público, no sólo de manera proporcional a sus ingresos, sino con algo más” (Smith, 1976: 825), en vista de que las acciones del Estado beneficiarían a los distintos grupos de la estructura social, desde los más pobres hasta los más pudientes. Más aún, al redistribuir la riqueza y el ingreso, los propietarios de los medios de producción y de la riqueza se protegerían a sí mismos ya que, de otro modo, la privación de capacidades forzaría a que los pobres mendigaran o robaran.
Con base en las ideas de Adam Smith, y a partir de los decepcionantes resultados de la liberalización de la economía de los países en desarrollo durante las décadas 1970 y 1980, Amartya Sen (1993; 1999a y 1999b) criticó la lógica tras las reformas a favor del mercado que tomaban al desarrollo en términos de crecimiento económico. Según Sen, medidas tales como el aumento del producto nacional bruto (pnb) o la industrialización, no tomaban en cuenta los intereses de la gente por igualar sus oportunidades o contar con la libertad de buscar el modo de vida que deseaban. Por lo tanto, sugirió la idea de “capacidades” como aquella medida que posibilita tomar en cuenta los intereses de la gente por igualar sus oportunidades y disponer de la libertad de buscar el modo de vida que desea tener; así, la propone como la meta suprema del desarrollo tanto como el medio principal de lograr el crecimiento económico.
Esta concepción se centra en el individuo y está más “preocupada por deshacerse de las desventajas o elementos que impiden la libertad, y por la creación de oportunidades para llevar vidas dignas de vivirse” (Anand y Sen, 1997: 2). En este sentido, la pobreza es una consecuencia del subdesarrollo humano, al tiempo que el desarrollo humano se define como la “capacidad que cada una de las personas puede tener −las varias funciones que alguien puede desempeñar”−(Sen, 1993: 30). Por consiguiente, las funciones son distintas de las mercancías; una mercancía es un objeto que una persona puede utilizar, tales como una casa o alimento, en tanto que una función a desempeñar tiene que ver con el aspecto referente a vivir del modo deseado por la persona. Así, y a diferencia de definiciones y medidas previas de la pobreza, que tan sólo eran comparaciones entre niveles de ingreso o niveles de vida (consumo) (Lister, 2004: 1), desde la perspectiva del enfoque de las capacidades, el ingreso y el consumo son tan sólo instrumentos para alcanzar aquello que en realidad importa: el rango de opciones y oportunidades para vivir de la manera deseada por el individuo.
El logro de tal tipo de vida se determina por un conjunto de capacidades que representan las oportunidades que tiene una persona para alcanzar la vida deseada. Un aumento en las capacidades de cada persona mejorará su libertad de elegir el modo de vida que le es más valioso y que desea vivir. La percepción respecto al desarrollo humano, de este modo, consiste en el retiro de las fuentes principales de no libertad en lo social, lo político y lo económico, dispuestas en factores como la pobreza, la carencia de oportunidades económicas, el abandono de servicios básicos como la educación y la atención a la salud, la falta de oportunidades para participar en el proceso público de toma de decisiones, y la privación de la protección social. Eliminar estas fuentes, entonces, reforzaría y realzaría las capacidades de la gente para maximizar sus potencialidades (Sen, 1999b: 38-40).
En vista de lo anterior, la pobreza se considera “la peor forma de privación humana, ya que puede implicar no sólo la ausencia de elementos necesarios para el bienestar material, sino también la negación de las oportunidades para llevar una vida tolerable” (Anand y Sen, 1997: 4). El cambio de paradigma del ingreso o el consumo hacia la noción de capacidades “aumenta la comprensión de la naturaleza de la pobreza y sus causas, al alejar la atención de los medios (como el ingreso), para llevarla a los fines. Esto es, que la gente tienen motivos para buscar, y de manera correspondiente, para alcanzar, las libertades para poder conseguir dichos fines” (Sen, 1999b: 90). Dentro de este marco, la pobreza implica la imposibilidad de emprender proyectos de vida autónomos, ya que los pobres carecen de las mismas oportunidades para adquirir o tener acceso a los medios para llevar a cabo sus proyectos.
Como planteó Sen, la definición de las capacidades necesarias para eliminar las fuentes de no libertad −como la pobreza−debiera ser un asunto empírico, resultante de “una discusión y razonamiento públicos respecto a qué debiera incluirse y por qué, al interior de un medio democrático, que pudiera conducir a una mejor comprensión del papel, alcance e importancia de las capacidades particulares” (Sen, 2004: 77). Esta aseveración ha dado pie a distintos intentos de operacionalización, tanto empíricas como filosóficas; sin embargo, fue el Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) el que en la perspectiva de Sen alcanzó su mejor operacionalización, para convertirse en el principal paradigma de alivio a la pobreza desde 1990. En términos generales, una persona es pobre si él o ella carece de capacidades básicas en tres dimensiones: salud, educación e ingresos (esperanza de vida al nacimiento, años de escolaridad e ingreso nacional bruto per cápita); la consecuencia de estas carencias es que los pobres ven limitadas sus oportunidades de alcanzar sus metas sociales, políticas y económicas.
Esto ha conducido a que haya un renovado énfasis en la importancia del papel del Estado como actor crucial para el alivio a la pobreza mediante la cobertura de servicios básicos tales como la atención a la salud o la educación, de modo que las personas pobres puedan obtener un ingreso sostenido dentro del mercado de trabajo para salir de la pobreza, lo que se materializa −entre otras políticas−con las transferencias monetarias condicionadas. Sin embargo, a diferencia de Adam Smith, quien señaló que el sistema fiscal era una herramienta importante que permitiría que el Estado igualara para que hubiera oportunidades para los pobres en el reino de la ocupación, la perspectiva de Sen queda corta para explicar las causa o las consecuencias de una distribución o redistribución desigual de los servicios y recursos públicos que producen las desigualdades en cuanto a la posibilidad de obtener los medios para conseguir lo que se desea como proyecto de vida. Un ejemplo sería la desigualdad de ingresos para generar las capacidades y obtener un ingreso sostenido en el mercado de trabajo. De hecho, el Índice de Desarrollo Humano (idh) sólo compara entre la distribución real de los servicios de salud, la educación, los ingresos, y una distribución igualitaria ideal.6
Lo anterior hace que el paradigma del idh sea difícil de utilizar en contextos de gran desigualdad económica como en América Latina y algunos países de África donde, entre otros factores importantes, la debilidad institucional de los Estados es una de las causas clave que impiden la igual distribución de recursos y servicios así como la generación de algún impacto en el alivio a la pobreza. Por ejemplo, Saha (2008) encontró que, en los países de África subsahariana, la falta de participación de los pobres en el proceso político origina un enfoque mediocre en las políticas de reducción de la pobreza, así como malversación de las finanzas de aquellos proyectos orientados al combate a la misma, ya que se analizan de principio a fin por burócratas a quienes el fenómeno no les afecta de manera directa (Saha, 2008: 269). Ranis y Stewart (2012: 192), por otro lado, encontraron que un gasto social eficaz constituye una variable importante para la reducción de la pobreza en países de ingreso bajo o medio, como México o Túnez. Pero ¿qué es el Estado y cómo pueden contribuir o impedir sus capacidades institucionales al alivio a la pobreza?
Las capacidades del Estado para aliviar la pobrezaEl Estado y la regulación del mercadoLa idea del Estado moderno tal como la conocemos en la actualidad, nació en el siglo xvii en Europa, a partir de los Tratados de Westfalia de 1648, que reconocieron la autonomía y soberanía de los Estados que los suscribieron (Axtmann, 2004: 260). En los Estados premodernos, el control territorial estaba en manos de una autoridad tradicional o de una carismática. En el primero de los casos, la obediencia era un tema de lealtad personal dentro del área de las obligaciones habituales, ya se tratara de la ciudadanía o del personal administrativo; en el segundo caso, se obedecía a los líderes en virtud de la confianza personal que los ciudadanos o el personal administrativo tuvieran en sus cualidades (Weber, 1964: 328). Estos Estados se distinguían por la “ausencia de cualquier forma de infraestructura institucional para regir y gobernar, porque había una separación formal entre los gobernantes y los funcionarios que les resultaba útil tanto a ellos mismos como a la ciudadanía” (Leftwich, 2008: 216).
Weber argüía que la operación de un sistema capitalista sólo podría florecer en un Estado cuya base fuera una regla racional de derecho adscrito −para su puesta en vigor−a un cuerpo burocrático profesional de organizaciones “jurídicamente ubicadas en un territorio determinado, a cargo de la elaboración y aplicación de políticas públicas para llevar a la práctica ciertas funciones del Estado utilizando, si fuera necesario, la fuerza” (Weber, 1978: 54). Para garantizar tanto la imparcialidad como la impersonalidad en el cumplimiento de la ley y la efectividad de la implementación de las políticas públicas, se debería reclutar a los burócratas con base en calificaciones técnicas puestas a prueba por algún examen, o por diplomas que certificaran alguna capacitación. Los burócratas, entonces, pueden ser remunerados con salarios que vayan de acuerdo con sus responsabilidades. Además, el empleo debiera ser estable y a tiempo completo, permitiéndoles seguir una carrera dentro del servicio público, ser promovidos con base en los años trabajados o en los logros alcanzados −o en ambos−, y tener una cadena de comando jerárquica y un conjunto de procedimientos basados en normas; así, sólo el jefe supremo de la organización ocupa su cargo de autoridad por virtud de la apropiación, la elección, o asignación como sucesor (Weber, 1964: 333-334).
Para Weber, entonces, el Estado se conformaba por una organización de grupos de burócratas altamente calificados que reclamaban el control sobre algún territorio mediante su agregado institucional racional legal, investido con la autoridad para tomar decisiones vinculantes para el bien común de su ciudadanía, y utilizando la fuerza cuando fuese necesaria. El Estado ilustrado por Weber, sin embargo, era un tipo ideal cuyas características sólo se establecieron en los países desarrollados. En consecuencia, debido a las muchas diferencias en sus procesos formativos, una comparación con los países en desarrollo, carecería de sentido. Por lo tanto, debemos examinar con mayor detalle las características institucionales de los Estados en el mundo en desarrollo, para poder extraer algunas lecciones de otros Estados en condiciones semejantes.
Las capacidades de regulación del mercado y del Estado en el mundo en desarrolloSiguiendo el ideal weberiano, en la literatura se han clasificado tres tipos de Estado en el mundo en desarrollo: el Estado desarrollista, el predatorio y el intermedio (Evans, 1989: 561; Schneider, 1999: 276). Los Estados desarrollistas se caracterizan por un aparato burocrático altamente evolucionado, elegido mediante un proceso basado en méritos en el que los servidores públicos pueden seguir carreras laborales a largo plazo, lo que les permite alcanzar cierta experticia en el ejercicio de sus actividades y llegar a altos puestos con salarios competitivos en las organizaciones gubernamentales. Así, el aparato opera bajo reglas y normas duraderas y claras que ofrecen coherencia corporativa y aislamiento en sus relaciones con otros actores de la estructura social, cuestión que les permite trabajar de manera cercana entre ellos (creando instituciones informales al mismo tiempo), canalizando iniciativas locales e internacionales hacia área prioritarias, para que el Estado garantice sus objetivos de desarrollo y −cuando fuese necesario−juegue el papel de un empresario subrogado para apoyar el crecimiento de la industria nacional e internacional (Evans, 1995: 12). Pese a que estos Estados no son parangones de virtud y difícilmente son inmunes a la corrupción (Evans, 1989: 572), la arraigada autonomía de su burocracia ha tenido mayor importancia en la disminución de la pobreza y la desigualdad que los altos niveles educativos de sus ciudadanos en países como Corea y China (Chang, 2010: 179).
Los Estados predatorios, por otro lado, se caracterizan por frágiles estructuras institucionales/ legales, que limitan o abren el acceso a los recursos dependiendo por completo de la identidad individual y de la personalidad de la gente. En este sentido, hay una total ausencia de aparato burocrático institucionalizado que aborde los intereses de los diferentes actores de la estructura social y los traslade a las áreas de interés general; de este modo, enfrentan enormes problemas para poner en vigor la ley, lo que provoca altos niveles de corrupción, así como inestabilidad económica y política (Evans, 1989: 562). Zaire y algunos otros países de África subsahariana son considerados casos arquetípicos de este tipo de Estado.
Existe un caso intermedio de Estados que, en ocasiones, se aproxima a la autonomía arraigada, pero no lo suficiente como para darles la capacidad transformativa que tienen los Estados en desarrollo. Este caso intermedio se caracteriza por “una burocracia débilmente institucionalizada, fluida, en la que las designaciones estructuran el poder y la representación” (Schneider, 1999: 278). La imposibilidad de construir un aparato burocrático muy desarrollado en estos países tiene sus orígenes en el débil cumplimiento de la ley, debido a la ubicua influencia histórica de las élites tradicionales locales, y de algunos actores internacionales en el proceso de elaboración de políticas públicas (Vanden y Prevost, 2002: 146). Lo anterior ocasiona que exista una amplia brecha entre los sistemas de jure y de facto que las organizaciones gubernamentales utilizan para evitar la estructura legislativa del aparato burocrático mediante la contratación de personal temporal (Grindle, 2010: 5-7), lo que impide que se creen ciertos vínculos con el sector privado que canalicen sus iniciativas hacia áreas prioritarias para el Estado, a la vez que colaboren en su crecimiento. Al mismo tiempo, este fenómeno lanza la interacción público/privado hacia canales individualizados.
Los países latinoamericanos encajan a la perfección en este tipo de Estado. De hecho, como se explicó antes, después del nacimiento de los Estados nación latinoamericanos modernos a principios del siglo xx, el razonamiento era que la ruta al desarrollo yacía en la evolución de la capacidad económica interna, mientras que se seguía exportando productos primarios. Por eso, cuando se implementó el modelo de isi, se alentó a los grupos locales o empresariales a que establecieran nuevas industrias y expandieran las más viejas, al igual que se invitó a corporaciones multinacionales a que erigieran plantas para abastecer al mercado nacional (Vanden y Prevost, 2002: 161). Además, los sindicatos más poderosos se ubicaron en áreas clave como la educación, las industrias en torno a los recursos naturales y en la atención a la salud (Schneider, 2009: 556). No obstante, debido a su débil capacidad de regulación del mercado, las dictaduras militares que tomaron el poder después del nacimiento de los modernos Estados nación en América Latina manipularon a dichos grupos sociales mediante prácticas corporativas y clientelistas que perpetuaron, e incluso aumentaron, la desigualdad socioeconómica heredada del régimen colonial (Teichman, 2008: 448).
Las reformas del Consenso de Washington de los años 1980 agravaron dichas tendencias aún más, dando pie a un proyecto de desarrollo encabezado por las empresas en las que las relaciones sociales, económicas y políticas entre los distintos actores sociales fueron conducidas por quienes ostentaban mayor poder económico (Schneider, 2009: 560-562). Las corporaciones multinacionales que se hicieron del control de los sectores de alta tecnología −así como los grupos empresariales con el control de la baja tecnología y los sectores de servicios−, se volvieron tan poderosos que han influido sobre el ajuste de las normas y reglamentaciones laborales para su beneficio, ocasionando altos niveles de informalidad laboral y de inseguridad económica; más aún, presionaron para que las organizaciones de trabajadores se retrajeran, ya que se trataba de la única fuerza que podía hacerles contrapeso para disminuir sus costos en cuanto a mano de obra, trayendo consigo una menor protección al empleo y menos prestaciones, tales como capacitación o seguridad social. En palabras de Schneider y Karcher (2010: 627), la densidad sindical varió entre 20-25% en Brasil, Argentina y México, y 10-15% en Perú, Colombia y Chile. Junto con el nuevo ajuste producido por las nuevas normas y reglamentaciones laborales, lo anterior estimuló la inseguridad en cuanto al ingreso, ya que la media de antigüedad laboral en el continente es de 3 años, mientras que en los países desarrollados, oscila entre 5 y 7.4 años.
La capacidad fiscal del EstadoEl discípulo de Weber, Joseph Schumpeter, sostuvo que la definición weberiana era precisa, pero que estaba incompleta puesto que se había centrado en los medios o capacidades del Estado para el cumplimiento de sus funciones de desarrollo económico mientras ignoraba el resto de las funciones del Estado, tales como la igualación de las condiciones socioeconómicas. Así, señaló que no era sólo la burocracia y el cumplimiento de la ley aquello que caracterizaba y diferenciaba al Estado moderno de sus predecesores, sino también los sistemas impositivos o fiscales. A su vez, argüía que los Estados premodernos en Europa enfrentaron dos problemas principales que los llevaron a la firma de los Tratados de West falia: las dificultades financieras ocasionadas por la guerra, gastos que normalmente cubrían los ingresos del líder y no los del Estado; y la falta de confianza de la gente en los métodos del líder, tradicional o carismático, en cuanto a la recaudación y uso de dichos fondos (Schumpeter, 1991: 107).
Estos problemas llevaron al aumento del impuesto directo entre los monarcas europeos, negociando con las élites de sus sociedades, lo que produjo el surgimiento de los parlamentos así como el aumento de los sistemas estatales impositivos o fiscales, que penetraron a las economías privadas y se hicieron del dominio sobre éstas. La relevancia del sistema fiscal, por tanto, es doble: de un lado, es parte y complemento del necesario aglomerado institucional de cualquier Estado, y de otro, origina un contrato social inclusivo entre la ciudadanía y el Estado, mediante el cual se acuerda pagar impuestos para que el Estado pueda llevar a cabo sus funciones y, a su vez, se compromete a utilizar los ingresos recolectados para cumplir con los propósitos comunes de la sociedad que representa.
Siguiendo la línea de pensamiento de Schumpeter, Esping-Andersen (1990: 1) analizó la estructura institucional de la capacidad fiscal, así como la orientación política de distintos Estados europeos desarrollados para comprender no sólo qué tipo de derechos sociales otorgaba a la ciudadanía, sino también cómo operaban los sistemas de beneficencia. Planteó, además, que los Estados utilizaban dos tipos de sistema de beneficencia para cumplir con sus objetivos sociales: en primer lugar, existe una categoría estrecha y desigual para la que los pilares de la protección social se consideran procesos separados, cuya meta es la estabilidad social y política buscada principalmente mediante la puesta en práctica de políticas compensatorias para los pobres, y en contra de las fallas del mercado; en segundo lugar, existe una perspectiva holística centrada en el papel del Estado como proveedor de la seguridad económica, de modo que cada persona sea capaz de participar en la vida de la sociedad y desarrollar íntegramente sus capacidades.
Tal como afirmó Esping-Andersen (1990: 21-37), hay tres principios que definen los qué y los cómo respecto a seguir cualquiera de los sistemas mencionados: el grado en el que los derechos sociales desmercantilizan7 a los ciudadanos, esto es, el grado en el que los individuos o las familillas pueden sostener un estándar de vida socialmente aceptable independientemente de su participación en el mercado; la manera en que las actividades del Estado se articulan con los papeles del mercado y de la familia en el suministro a la sociedad; y el sistema de estratificación promovido por las políticas sociales que ofrecen derechos sociales. Con base en estos tres principios, al revisar las trayectorias dependientes de los sistemas de bienestar social de distintos Estados, Esping-Andersen identificó tres regímenes diferentes con patrones semejantes de movilización de recursos, ideologías políticas y estructuras institucionales: el liberal, el conservador y el socialdemócrata.
El tipo liberal presenta, por lo general, bajos niveles de desmercantilización y favorece una intervención estatal mínima, así como una fuerte participación del sector privado en el gasto de bienestar (Esping-Andersen, 1990: 26-27). En este modelo, los ciudadanos se constituyen como actores mercantiles individuales y deben buscar su bienestar en el mercado. De acuerdo con esto, los mercados laborales se desregulan, ya que se cree que de este modo, refuerzan el aumento del empleo, que normalmente ocasiona altos niveles de informalidad laboral e inseguridad económica. Normalmente sus planes de seguridad social se condicionan a demostrar la necesidad al tiempo que la provisión de seguros se basa en las leyes del mercado. En diferentes grados y niveles, los ejemplos convencionales de este tipo de régimen son los Estados Unidos, Canadá y Australia.
En el Estado de tipo conservador, el nivel de desmercantilización es modesto, la intervención del Estado se ve sólo cuando la capacidad de la familia para ayudar a sus integrantes se extingue y la intervención del sector privado es marginal, aunque la participación de la sociedad civil sea sólida respecto a la negociación sobre la vigencia de los derechos sociales, lo que ocasiona una regulación rígida del mercado laboral. Sus planes de seguridad, por lo general, se componen de transferencias de ingresos para satisfacer las necesidades básicas de los hogares. Los ejemplos de este tipo de Estado son Austria, Francia, Alemania e Italia (Esping-Andersen, 1990: 27).
El tercer tipo es el socialdemócrata, en el que la desmercantilización es muy alta. Este modelo de Estado es el de mayor éxito en términos de reducción de la pobreza y generación de condiciones de igualdad de oportunidades económicas para el desarrollo humano (Wilkinson y Pickett, 2009: 17; Haagh, 2011: 45). Los ejemplos de este tipo son los Estados escandinavos: Suecia, Dinamarca y Noruega. Emprender una revisión total del sistema escandinavo queda fuera de los alances de este trabajo; sin embargo, sus experiencias nos ofrecen dos importantes lecciones en cuanto al alivio a la pobreza. En primer lugar, no es posible alcanzar una reducción de la pobreza a gran escala sin un marco institucional que garantice una recaudación suficientemente alta de ingresos mediante un sistema fiscal progresivo y eficaz, para que el Estado pueda cumplir sus funciones a través de la asignación de recursos donde más se necesiten; en segundo, altos niveles de descentralización fiscal, blindados con fuertes protecciones constitucionales que garanticen la autonomía política de los gobiernos locales, son importantes para permitir la entrega efectiva de bienes y recursos públicos ahí donde se precisen más (Sellers y Lidström, 2007: 616-618). Estas características legitiman la distribución de los recursos por adversidades económicas, aunque algunas personas tengan mayores recursos que otras (Haagh, 2011: 45).
Hemos sostenido hasta ahora que en países socialdemócratas la coordinación y distribución de recursos mediante el marco institucional y organizativo del sistema fiscal representa la capacidad estatal que les permite maximizar el bienestar social al igualar las oportunidades para los pobres en relación con el mundo del empleo. Así, proveen de protección social universal (seguro social, ayuda directa, etc.) así como de bienes y servicios (educación y capacitación) que aumentan las capacidades de los pobres, lo que a su vez incrementa el impacto de las políticas de alivio a la pobreza, y legitima el apego a un sistema impositivo alto y progresivo. De este modo, si los Estados incluyentes son aquellos cuyas políticas se orientan a la satisfacción de las necesidades de toda la población y a la creación de oportunidades iguales para todos, ¿cuáles son los factores que contienen a los Estados en desarrollo, evitando que se vuelvan inclusivos y apartándolos del cumplimento de sus funciones de ofrecer bienestar?
Capacidad fiscal del Estado en los países en desarrolloWood y Gough (2006: 1696-1697) han argumentado que en los países en desarrollo no es sólo la relación entre el Estado, el mercado y la familia lo que determina la situación de bienestar de la población (pobreza, desigualdad y desempleo). Tal y como ambos sostienen, los arreglos institucionales informales dentro de los países en desarrollo, por lo general caracterizados por relaciones clientelares y la influencia de actores internacionales (como donantes, instituciones de desarrollo, corporaciones transnacionales, organizaciones no gubernamentales internacionales, multinacionales), podrían ser tanto o más fuertes que el Estado y también deben tomarse en cuenta ya que dan forma a la estructura institucional formal del Estado, así como a la movilización política de los distintos actores de la estructura social. Tomando estos aspectos en consideración, identificaron dos tipos de régimen de bienestar en el mundo en desarrollo: regímenes de inseguridad y regímenes de seguridad informal. La diferencia principal entre ambos es fundamentalmente el grado en el que el Estado interviene en la regulación del mercado, cuestión determinada por la fortaleza de sus capacidades institucionales. En los primeros, el débil marco institucional de los Estados les impide consolidar y hacer uso por completo de los intereses de los distintos actores de la estructura social para la búsqueda del interés general, lo que ocasiona conflicto e inestabilidad política lo que, a su vez, genera una crasa inseguridad económica −entre otros efectos perversos−y bloquea el surgimiento de mecanismos informales estables para mitigar sus efectos (Wood y Gough, 2006: 1699). En consecuencia, existe una gran dependencia de la ayuda internacional para financiar sus sistemas de bienestar social, ya que no pueden crear vínculos con los distintos actores de la estructura social para extraer recursos de ellos. En distintos grados y niveles, la mayor parte de los países de África subsahariana han desarrollado regímenes de inseguridad.
Por otro lado, los regímenes de seguridad informal son aquellos en los que existen arreglos institucionales mediante los cuales las personas dependen fuertemente de las relaciones sociales para hacer frente a sus necesidades de seguridad económica, lo que por lo general da por resultado la exclusión de quienes se encuentran en la parte inferior de la estructura social. Los Estados con este tipo de régimen se pueden dividir, a su vez, en dos: aquellos en los que hay una dinámica presencia del Estado en el mercado, como en los Estados de Asia Oriental, y aquellos en los que hay una leve intervención del Estado en el mercado, como en los países latinoamericanos. Como se sostuvo antes, el sólido marco institucional de los primeros, les permite hacer uso del interés del sector privado en la búsqueda del interés general; sin embargo, han subordinado la política social al mantenimiento de altas tasas de crecimiento económico como meta del desarrollo, concentrando el gasto social sólo en salud y educación, más que en protección social (Wood y Gough, 2006: 1706). De este modo, no han creado vínculos con la sociedad civil, formales ni informales, como para orientar la política y garantizar la entrega efectiva de bienes y servicios, cuestión que vulnera ante las sacudidas de la economía a quienes se encuentran en el fondo de la estructura social.
En América Latina, la idea de ciudadanía difiere de aquella de los países desarrollados, porque en éstos los primeros derechos que se concedieron fueron los derechos sociales −para mantener a los grupos sociales bajo control−junto con medidas económicas de protección en el contexto del modelo de isi (aunque éstas fueron más limitadas que en los países occidentales) y sólo más tarde se concedieron lo derechos políticos y civiles. En este contexto, se desarrolló un Estado de bienestar combinado, el conservador/informal, que descansó en el seguro social estratificado y en la protección al empleo como el núcleo de la producción de bienestar, que aplicaba tan sólo al sector formal (de los sectores tanto industrial como público), dejando al sector de trabajadores informales sin protección (Barrientos, 2004: 127); aunque se reconoce la existencia de cierta aspiración −jamás lograda−de contar con educación y servicios de salud universales para mejorar el capital humano de la fuerza de trabajo. Bajo este modelo, el empleo urbano creció alrededor de 4% anual entre las décadas 1940 y principios de 1970 y, para fines de esta última, la desigualdad de ingresos y la pobreza decrecían sin lugar a dudas (Altimir, 1998: 4-5).
No obstante, debido a sus bajos niveles de recaudación fiscal, la crisis petrolera de fines de los años 70 del siglo pasado tuvo un gran impacto sobre la mayor parte de los países latinoamericanos, que no podían seguir invirtiendo en gasto social al tiempo que continuaban con el pago de sus préstamos internacionales. En promedio, el nivel de imposición fiscal como porcentaje del pib durante la década 1980 fue de 15%. En el caso específico de México, descendió de 15.8% en 1980 a 11.5% en 1990, y volvió a disminuir a 9.2% durante la crisis económica de 1995.8 En este contexto, el fmi y el Banco Mundial acordaron financiar a los países latinoamericanos y otros países en desarrollo con la condición de que redefinieran su marco institucional y organizativo. En términos amplios, estas organizaciones internacionales sostuvieron que la crisis de la deuda latinoamericana había sido una secuela de la estructura obesa de los Estados de bienestar que ya no podían lidiar con las problemáticas que se proyectaban en el escenario global, tal como la expansión de la integración comercial y financiera internacional, por lo que el modelo de isi debía reemplazarse por estrategias orientadas al aumento de las exportaciones y recortes al gasto social. Por consiguiente, el Estado de bienestar resultante se ha clasificado como liberal/informal, ya que las políticas compensatorias se dirigen sólo a la población más pobre: “la protección al empleo se ha marchitado de cara al ajuste del mercado laboral, el seguro social fue reemplazado por el ahorro individual y la provisión del mercado, y se alentó el financiamiento y oferta privados de salud y educación” (Barrientos, 2004: 156).
Como resultado, el financiamiento privado de servicios básicos como la educación, se unió con los bajos niveles del gasto social (de alrededor de 0.04% del pib, comparado con el 0.23% a 0.52% en los países desarrollados), ocasionados por la debilidad institucional de las capacidades fiscales de dichos Estados, lo que ha aumentado la brecha de clasificación entre los ricos y los pobres. Además, pese al hecho de que se calcula que en la actualidad más de 50% de la población latinoamericana se compone de trabajadores autoempleados, o de trabajadores de microempresas con menos de cinco empleados (Schneider y Karcher, 2010: 629), con algunas excepciones como Brasil, los Estados latinoamericanos gastan muy poco en políticas activas orientadas al mercado laboral con el fin de promover el desarrollo del capital humano, la creación de empleos o la intermediación entre empleadores y empleados. Por otro lado, las políticas de mercado laboral pasivas, tales como el seguro de desempleo, sólo se han desarrollado en Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay y Venezuela, aunque en la mayoría de estos países la cobertura y las prestaciones son muy bajas (Bertranou y Maurizio, 2011: 17-23).
ConclusionesEl marco analítico que hemos presentado sugiere que el alivio a la pobreza es una función del Estado, porque el propio Estado puede crear o reproducir esta condición por medio del conjunto institucional y organizativo. En los Estados de Asia oriental, contar con un aparato burocrático fuertemente institucionalizado ha permitido intervenir en la economía y hacer uso de los intereses del sector privado en áreas de interés público, generando con ello, hasta cierto punto, la reducción de la pobreza. En los Estados escandinavos, por otro lado, el marco institucional ha apoyado complejas organizaciones que han sido capaces de trabajar con la sociedad civil y extraer ingresos de las élites y del resto de la sociedad para proteger los derechos sociales de los ciudadanos, siempre tomando en cuenta sus intereses. En cambio, en la mayoría de los países latinoamericanos, las debilidades institucionales de su mercado regulador y de las capacidades fiscales se han complementado y reforzado mutantemente, impidiendo el alivio a la pobreza.
Las experiencias desarrollista y escandinava sólo pueden fungir de ejemplo pero no de solución, ya que las tradiciones históricas y las configuraciones sociales de las que surgieron no pueden reproducirse de manera idéntica. Tal como señalaron North, Wallis y Weingast (2009: 257), los casos de América Latina representan un caso intermedio de Estados en desarrollo, porque en lugar de conceder derechos impersonales y definidos, desde su creación han adoptado instituciones de otras sociedades. Así, sólo han tocado temas como la pobreza, la violencia y otros semejantes de manera poco sustancial. Se hace necesaria entonces una revisión individual de los Estados de la región para poder develar el nivel en el que sus marcos institucionales impiden el alivio de problemáticas como la pobreza. Más aún, la instauración de un marco institucional imparcial e impersonal, por sí mismo, no garantizaría una mayor igualdad socioeconómica; también se necesita un cambio en la ideología tras la estrategia de desarrollo de los Estados latinoamericanos, para tomar en cuenta los intereses de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones −en especial de quienes se encuentran en la base de la estructura social, para lograr una mayor igualdad socioeconómica.
Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública, Universidad Autónoma del Estado de México; maestro en Estudios para el Desarrollo Político y Social, Universidad of East Anglia, Reino Unido; doctor en Ciencia Política, Universidad de York, Reino Unido. Actualmente es subdirector de área adscrito al Programa sobre Asuntos de la Niñez y la Familia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, (México). Sus líneas de investigación son: desarrollo y economía política, políticas públicas de empleo. Traducción del original en inglés de Lucía Rayas.
Tal y como Chang y Grabel (2004) informan, el término “Consenso de Washington” a menudo se usa como sinónimo de neoliberalismo porque tanto el gobierno de los Estados Unidos de América como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial tienen su base en Washington D.C. y son poderosos defensores de estas reformas (Chang y Grabel, 2004: 14).
A manera de ejemplo, la tasa de inflación en la región latinoamericana descendió de 1118.5% en 1990 a 26% en 1995. En el caso específico de México, la tasa de inflación bajó de 63.7% en 1985, a 29.9% en 1990, aunque volvió a elevarse a 52% en 1995, debido a la crisis económica de dicho año.
Por ejemplo, tal como se sostuvo, para poder ajustarse a la era global, el Estado mexicano reemplazó al sistema de isi y se embarcó en una estrategia de crecimiento apoyado en las exportaciones. El problema en este caso es que alrededor de 80% de las exportaciones mexicanas, principalmente mercancías, van a los Estados Unidos cada año, lo que deja a México en una posición muy vulnerable, ya que cualquier desaceleración significativa en la economía estadounidense, típicamente genera efectos adversos sobre la economía mexicana, como sucedió en 2008, cuando la recesión estadounidense afectó a la economía mexicana de manera negativa, así como a los niveles de pobreza alimentaria (Cárdenas, 2008: 276; Camp, 2011: 21). De hecho, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos sostiene que, a lo largo de todo América Latina, la volatilidad de las exportaciones es más alta que la de las remesas o de la inversión extranjera directa. Véase: oecd (2010).
De Andrade, Dos Santos, Krein, Leone, Proni, Moretto, Maia, y Salas, (2010: 8-31) sostienen que los principales cambios introducidos fueron: la expansión e introducción de contratos legales abiertos (contratos laborales temporales, a tiempo parcial, etcétera); el aumento en la recaudación fiscal del Estado para enfrentar la creciente deuda pública; la adecuación de las instituciones, de manera que pudiera haber una verdadera puesta en vigor de los contratos abiertos, así como la negociación de las condiciones de empleo; la formalización de micro y pequeñas empresas, para las que se permitiera tener acceso a crédito y a programas de incentivos fiscales, lo que ha contribuido a la formalización de aquellos empleados contratados por negocios de pequeña escala; y el aumento del salario mínimo.
El coeficiente Gini capta la idea de que una igualdad completa se manifestaría si cada persona ganara lo mismo, en tanto que una desigualdad total sería el resultado si una sola persona se hiciera de todo el ingreso nacional.
Para la mayor parte de los Estados latinoamericanos esta tendencia cambió de manera significativa durante el período postinflacionario, en especial para Argentina y Brasil que cuentan con el ingreso fiscal más alto respecto a la proporción del pib en la región (alrededor de 35%). México también ha mejorado en la última década; no obstante, el sistema fiscal aún está lejos de proveer a los Estados latinoamericanos con suficientes ingresos no provenientes de bienes como para cumplir con sus funciones. En la actualidad, el ingreso fiscal promedio en los países de América Latina es de 20% en proporción al pib. La diferencia entre el promedio fiscal en proporción al pib de la ocde y de los países de América Latina se encuentra en alrededor de 13% en comparación con 18% en 1990.