La falta de consenso existente en torno a la desigualdad contrasta con el aparente consenso construido alrededor de la necesidad de eliminar la pobreza. Se estudia la desigualdad por una diversidad de razones: para identificar sus fuentes, sus consecuencias, el grado en el que la desigualdad es deseable, los vínculos dinámicos entre desigualdad y pobreza, o tratando de discernir las grandes fuerzas estructurales que la impulsan. Sin embargo, se presta poca atención a la objeción principal ante la desigualdad. La mayoría de las explicaciones económicas son opacas, y con frecuencia comparten supuestos muy distintos a los que plantean los sociólogos. En este artículo se sostiene que debemos considerar la amplia gama de diferencias existente entre las explicaciones, pero es importante identificar los distintos fundamentos que tratan la problemática de manera más directa. El trabajo explora cuatro categorías: los argumentos económicos, las explicaciones sobre la pobreza dinámica y el desarrollo humano, las teorías sobre el contrato social y la justicia social y, por último, aquellas que tratan sobre integridad social. Entre ellas, se sostiene que resultan más satisfactorias aquellas explicaciones con base en la integridad social ya que éstas tienden a demostrar, con mayor lógica elemental, cómo la desigualdad grave puede socavar la agencia social integral, así como a un cuerpo político coherente tan necesario para el progreso social y la plena vigencia de los derechos de las y los ciudadanos.
The lack of consensus over inequality contrasts with the obvious agreement regarding the need to eradicate poverty. Inequality is studied for a number of reasons: to identify its sources, its consequences, to what extent it may be desirable, the dynamic links between inequality and poverty, or to try to discern the major structural forces underlying it. Little attention has been given though to the main objection as regards inequality. Economic accounts are for the most part obscure and their assumptions are often very different from those of sociologists. This paper argues that while the many differences among different accounts must be considered, it is also important to identify the various approaches tackling this issue in a more direct way. This work explores four categories: the economic arguments, the accounts on dynamic poverty and human development, the theories on social contract and social justice, and finally, those focused on social integrity. It is argued that approaches based on social integrity are more conclusive as they tend to demonstrate, with a more basic logic, in what way serious inequality may undermine both the whole social agenda and a coherent political body which is so necessary for social progress and a thorough enforcement of citizens’ rights.
Los sociólogos tienden a suponer que la desigualdad importa, mientras que los economistas a menudo suponen que no, aduciendo que la desigualdad genera incentivos dinámicos en mercados competitivos. De manera alternativa, otros economistas opinan que la desigualdad sí importa; lo juzgan así principalmente porque afecta el crecimiento económico que, sostienen, es el cimiento del progreso social. Entre tanto, los sociólogos discrepan, debido a que suponen que ésa viola los principios de justicia social, la idea hipotética del contrato social, o porque en efecto socava los fundamentos de una sociedad humana, coherente y funcional. Este trabajo sugiere que entre las posturas disponibles, la última es la que ofrece las explicaciones más coherentes.
La falta de consenso en torno a la desigualdad contrasta con otro consenso aparente (como meta, si no es que también de método) alrededor de la necesidad de eliminar la pobreza, el cual ha llevado a esfuerzos sostenidos por mapear la pobreza aun cuando los datos globales sean inciertos. Quienes abogan por la globalización corporativa (Norberg, 2005), afirman simplemente que los mercados abiertos realzan el crecimiento y reducen la pobreza. La evidencia no afirma dicha aseveración. Los datos del Banco Mundial sugieren un fuerte descenso en la pobreza por ingresos a nivel mundial entre 1984 y 2004 (de 64% a 48%), aunque gran parte de esta medida se debió a la contribución de China. Cuando se elimina a ese país, los datos muestran un descenso global de 59% a 52%, con la extrema pobreza en descenso, de 30% a 21%. Con todo, en algunas regiones la pobreza había aumentado o había descendido poco (Ferreira y Ravallion, 2008). El impresionante crecimiento económico chino, por supuesto, difícilmente ha sido ejemplo de la filosofía de mercados abiertos. Además, la medición de la reducción de la pobreza china ha estado sujeta a algunos supuestos alarmantemente precarios. Esto se mostró en una revisión que hizo el Banco Mundial en 2008 de la inflación china, y de la paridad del poder de compra, que sugería “que la economía china era 40% menor en términos del ppp (Public-Private Partnership/Colaboración Público-Privada) de lo que previamente se había pensado” (Banco Mundial, 2008). Esas drásticas correcciones de datos difícilmente generan confianza en los números. Las cifras de pobreza nacional en ocasiones son más confiables, pero también pueden estar sujetas a supuestos débiles, estáticos (Jaque, 2007: 3).
La dimensión de la desigualdad económica se documenta de manera aún más ineficiente. En tanto que algunos economistas piden repensar la manera en la que se concibe y calcula aquélla, señalando que “no hay ningún consenso [entre economistas] respecto a la dirección del cambio en la desigualdad global durante los últimos veinte a treinta años” (Atkinson y Brandolini, 20010: 31; Anand y Segal, 2008), otros señalan “un aumento espectacular de la desigualdad” desde la década de 1980 (Piketty, 2014: 24-25). El que estos cálculos representen algún tipo confiable de perfil de la sociedad, sin duda merece un mayor escrutinio.
Podemos mostrar escepticismo ante estos datos estrechos y cambiantes, así como ante los supuestos sobre los que descansan. No obstante, hay elementos a considerar respecto al argumento económico sobre la funcionalidad de cierto grado de desigualdad, ligada a incentivos. Sin embargo, una desigualdad severa puede resultar corrosiva para los cimientos sociales. Así, ¿qué valores y qué lógica debieran conformar la piedra de toque de las políticas públicas? Un problema inicial es que muchas de las explicaciones de por qué importa la desigualdad descansan sobre supuestos y preocupaciones priorizadas de antemano, tales como las demandas de los economistas respecto a la centralidad del crecimiento económico como política pública. Dichos argumentos tienden a carecer de relevancia e interés para quienes no comparten estos supuestos.
Obviamente se estudia la desigualdad por una diversidad de razones. Murray Milner, al observar que “una de las preocupaciones clásicas de la sociología ha sido identificar las fuentes de la desigualdad social”, habla de un “largo debate entre las teorías funcionales y del conflicto en torno [a ella]” que, opina, resulta una dicotomía infructífera (Milner, 1987: 1053). Los científicos sociales han discutido las consecuencias, las variedades de la desigualdad, y el grado al que ésta es deseable (Therborn, 2013:41-43), junto con los vínculos dinámicos entre desigualdad y pobreza (Wedderburn, 1974; Townsend, 1974), así como las grandes fuerzas estructurales que impulsan la desigualdad contemporánea (Piketty, 2014). Amartya Sen elabora un análisis individual de la desigualdad, con base en sus ideas sobre capacidades, pero se suma a las ideas de Rawls en cuanto a la crítica social (Sen, 1995: 144-148). Muy a menudo se presta poca atención a la objeción principal ante la desigualdad. La mayoría de las explicaciones económicas son incluso más opacas, y con frecuencia comparten supuestos muy distintos de los que plantean los sociólogos. Por ejemplo Piketty, después de su impresionante recuento empírico sobre cómo y por qué la desigualdad contemporánea ha “explotado” en épocas recientes, simplemente afirma que la desigualdad extrema debe, en algún punto, volverse “insostenible [y] una amenaza potencial a las sociedades democráticas” (Piketty, 2014: 571), pero sin explicar realmente las razones de ello. Sin embargo, las sociedades esclavistas en un pasado no demasiado distante, duraron siglos, de modo que, ¿qué podría ser aquello que haga “insostenibles” a las sociedades altamente desiguales? Una simple aseveración no basta. Con esto en mente, este trabajo arguye que la pregunta de por qué la desigualdad debe ser una preocupación importante para la política pública, sigue siendo una interrogante inicial relevante.
Este ensayo comienza con las siguientes proposiciones: debemos considerar la amplia gama de diferencias entre las explicaciones existentes, pero es importante identificar los distintos fundamentos vigentes respecto a la preocupación por las políticas públicas. Debe subrayarse la lógica primaria de dichas preocupaciones, así como prestar mayor atención a aquellas que tratan la problemática de manera más directa. Las explicaciones que refieren a por qué la “desigualdad severa” es una problemática que merece políticas públicas, tienden a ser más convincentes cuando comienzan por detallar su naturaleza socialmente corrosiva; sin embargo, la mayor parte de los esclarecimientos no comienzan ahí. Así, parece que se justifica una breve revisión del tema. El trabajo explora cuatro categorías: los argumentos económicos, las explicaciones sobre la pobreza dinámica y el desarrollo humano, las teorías sobre el contrato social y la justicia social y, por último, aquellas que tratan sobre integridad social. Este documento sugiere que las últimas resultan, por lo general, más satisfactorias como explicaciones primordiales, así como porque respaldan la autodeterminación práctica, individual y colectiva.
Argumentos económicosNo hace mucho, varios influyentes economistas occidentales postularon que “la pobreza importa, pero la desigualdad no” (Banco Mundial, 1990) sosteniendo que, mientras que la pobreza es un problema social que inhabilita, la desigualdad resulta funcional respecto a crear incentivos para participar en la “sociedad mercantil”. La revisión de este argumento postuló que la desigualdad importa porque daña el crecimiento económico y desestabiliza la inversión. Una tercera versión vinculó el argumento a ideas de justicia social, y señaló que las desigualdades graves en riqueza e ingresos crean problemas sociales mayores, incluyendo una sociedad “insostenible”. Revisemos estos planteamientos uno por uno.
La aceptación de larga data por parte del Banco Mundial sobre la “pobreza” como problema social mantuvo su atención sobre “la pobreza absoluta”, a diferencia de la “pobreza relativa” o la desigualdad. Esta agencia internacional de punta, dedicada a generar inversión privada, llamó a la pobreza absoluta una condición “por debajo de cualquier definición razonable de [vivir con] decoro humano”, definiéndola como “la incapacidad de lograr un estándar de vida mínimo”. Es algo “vergonzoso”, y su eliminación debe ser “el objetivo fundamental del desarrollo económico” (Banco Mundial, 1990: 26-32-1-24). Hubo algún reconocimiento de que la pobreza es más que el ingreso pero, a la vez, una consistente afirmación de que impulsar el crecimiento económico (por lo general medido como el producto interno bruto per cápita promedio) era el medio principal de reducción de la pobreza. Además, “invertir más en el capital humano de los pobres” contribuye al crecimiento económico (Banco Mundial, 1990: 32-33). Se argumentaba lo anterior como si se tratara de un tipo de círculo virtuoso. Sin embargo, se distinguía entre pobreza y desigualdad: “la pobreza no es lo mismo que la desigualdad; se debe subrayar la distinción” (Banco Mundial, 1990:26), ya que la desigualdad era un incentivo importante para participar en los mercados y (según la doctrina neoclásica), se decía que la distribución se determinaba de mejor manera en los mercados competitivos. Entre muchos economistas permanece la perspectiva de que “la pobreza es problemática, pero la desigualdad, no” (Atkinson y Brandolini, 2010: 20). Otras personas, desde centros de estudio (think tanks) corporativos, sostienen la vieja idea liberal de que la libertad es más importante que la igualdad (Norberg, 2005), abrevando de la idea de que los intentos por regular la economía hacia una mayor igualdad son “tiránicos” (Friedman y Friedman, 1980).
Éste es un enfoque que busca aislar la pobreza de la desigualdad. A menudo vinculadas con el proyecto “neoliberal” de los intereses corporativos, que usan el pensamiento liberal de manera selectiva, tales ideas han recibido una crítica rotunda por ignorar las implicaciones, tanto sociales como económicas, de la desigualdad grave. Robert Wade, por ejemplo, señaló la débil evidencia tras la reivindicación neoliberal de que la globalización corporativa es el mejor instrumento para promover el crecimiento y, por tanto, también para reducir la desigualdad (Wade, 2005: 17-20). Sostiene que ésta en efecto, importa, pero no explica con claridad por qué. En lugar de aclararlo, acude al argumento macro-económico de que la desigualdad “impulsa la ineficiencia” (Wade, 2005: 33). Lo anterior se refería a una línea de pensamiento económico corregida que sostiene la aceptación, entre una serie de macroeconomistas y de asesores corporativos, de que la desigualdad sí importa, porque daña el crecimiento económico y/o debido “al riesgo de inestabilidad, tanto financiera como política” (Boeck, 2014).
La actualización de esta línea de pensamiento sostiene que los bajos ingresos minan la sólida demanda del consumidor, tan necesaria para impulsar los mercados. Esto a su vez se vincula con políticas económicas que, notan los macroeconomistas, debían estimular el consumo masivo. Paul Krugman, por tanto, sostiene que “el papel verdaderamente crucial de la desigualdad en las calamidades económicas, ha sido político”, porque ha desviado la atención de la necesidad del estímulo gubernamental. (Krugman, 2013). Esto es, el impacto político en los debates sobre la desigualdad, dominados por ideas neoliberales, ha sido el socavamiento de una política económica orientada al crecimiento. En una vena semejante, Joseph Stiglitz critica los altos niveles de desigualdad en los Estados Unidos de América, sosteniendo que en lugar de los incentivos para los ricos (como los recortes fiscales), “se necesita la demanda para impulsar la economía” y crear empleos y oportunidades. Añade una advertencia más amplia, pero muy general, de que existe un “alto precio [a pagar] por esta desigualdad en términos de democracia y de la naturaleza de nuestra sociedad [ya que] la desigualdad económica se traduce de manera inevitable en desigualdad política” (Stiglitz, 2014).
Existen múltiples problemas con los argumentos económicos en sus versiones tanto original como corregida. Su dependencia compartida en el crecimiento coloca en lugar secundario la cuestión de la desigualdad respecto al compromiso central -y lo hace dependiente de éste- en relación con algo que es, en efecto, la expansión indiscriminada de las economías formales. Sin embargo, la medición de éstas difícilmente toma en cuenta al desplazamiento y destrucción social, medioambiental y de medios de subsistencia informales asociados; y estos modos de subsistencia ligados con estos procesos -o afectados por ellos-, bien pueden superar cualquier beneficio producido por la expansión del sector formal. En cualquier caso, si el crecimiento general del sector informal reduce o no la desigualdad es otra cuestión sobre la que los propios economistas se muestran indecisos (Atkinson y Brandolini, 2010: 33-34).
Una segunda debilidad relevante de los argumentos económicos puede encontrarse en las estrechas definiciones de pobreza y desigualdad, a la par de la separación artificial de ambas dimensiones. Las medidas con base en el ingreso frecuentemente dicen poco acerca del acceso a agua potable, educación, infraestructura elemental y un medio ambiente limpio y sustentable. Tales cuestiones son obvias y notables, en especial en los debates sobre el desarrollo, y en general se abordan de mejor manera entre los analistas sociales con perspectivas más amplias.
La tercera variación del enfoque económico es una que alude a las supuestas consecuencias sociales y políticas de los extremos en la desigualdad económica, pero sin elaborar mayormente sobre las mismas. Lo vemos en Stiglitz (2014) y en Piketty (2014) más como una línea evocativa al final de su preocupación económica fundamental. Stiglitz, enfocado en la demanda agregada y los presupuestos, alude de manera breve y ominosa al “alto precio” de la desigualdad en nuestros sistemas sociales. Piketty, después de explicar las razones estructurales tras un “espectacular aumento en la desigualdad” en décadas recientes (debido a que el rendimiento del capital ha permanecido en niveles más altos que la tasa de crecimiento), sugiere brevemente que esto debe ser “insostenible”, así como “una amenaza potencial a las sociedades democráticas y a los valores de justicia social sobre las que se fundan” (Piketty, 2014: 571). Sin embargo, no explica las razones. Sin lugar a dudas, no era el propósito central de su obra. No obstante, en estos casos como en otros en torno a argumentos económicos, es difícil encontrar una explicación primordial satisfactoria de las razones por las que la desigualdad importa.
Pobreza dinámica y las explicaciones en torno al desarrollo humanoAlgunas investigaciones económicas se centran en el análisis de la pobreza dinámica y en torno al desarrollo humano -Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud)-. Las primeras desarrollaron la relación existente entre las medidas económicas definidas de manera más estrecha y las dinámicas sociales más amplias, en tanto que la segunda perspectiva amplió la vieja idea de desarrollo económico, para incluir una noción más acorde con las habilidades o capacidades humanas particulares.
En las nociones dinámicas de la pobreza, la desigualdad persistente y grave podría ser vista como parte constitutiva de, o vista en relación dinámica con la pobreza. Estas ideas no son nuevas. Ya en los años 1970, Wedderburn cuestionó si la pobreza podía “discutirse de manera aislada respecto a la problemática más general de la desigualdad”. ¿Cuáles eran “los aspectos relacionales significativos de la desigualdad”? (Wedderburn, 1974: 2). Town-send sugirió que la pobreza podría ser “objetivamente definida y aplicada consistentemente sólo en términos de concepto de privación relativa”. Esto era así porque debía verse a la pobreza de manera más amplia, y porque “había muchas fuentes de desigualdad que tienden a ser [proscritas] del discurso público e incluso del académico” (Townsend, 1974: 15-36). Es decir, las múltiples formas de exclusión social jamás se calcularon de manera adecuada, con medidas simples de medición de la pobreza del tipo por ingresos.
Las definiciones estáticas de la pobreza son inadecuadas. En sociedades en extremo desiguales, como las latinoamericanas, puede haber gran movilidad entre la pobreza y la “no pobreza”. Grandes grupos de gente vulnerable pueden permanecer en el delicado punto previo de caída a la pobreza (Bravo, 2001). Un estudio chileno, cuya base son medidas de pobreza por ingresos, mostró que “54% de los pobres de 1996 no lo eran en 2001, mientras que 48% de los pobres en 2001 no lo eran en 1996”. Esto implicaba que había 24% de “componente transitorio” de gente pobre a lo largo de esos años. Ninguna “instantánea” podría capturar el rango de personas expuestas a la pobreza por ingresos, incluso a lo largo de un período relativamente corto. Muchas unidades domésticas experimentaron pobreza transitoria; los investigadores observaron que “el camino para salir de la pobreza [era] frágil”. Aquellos que tenían problemas de salud, quienes persistían en trabajos precarios, quienes tenían muchos hijos, y aquellos con bajos niveles educativos, eran los más vulnerables (Neilson, Contreras, Cooper y Hermann, 2008: 270). Un ministro chileno confirmó que la cantidad de familias que habían vivido en el nivel de pobreza a lo largo de varios años, era sustancialmente superior que aquellos capturados en cualquier marco temporal (Jaque, 2007: 3). Tales estimaciones ilustran algunos de los problemas que presentan las medidas simples para calcular la pobreza, y sugieren la necesidad de buscar vínculos con la exclusión social y la vulnerabilidad. No obstante, en general, no ofrecen explicaciones primarias sobre la importancia de la desigualdad.
Un reporte reciente, adoptado por las Naciones Unidas, reconoció que la pobreza considerada de manera amplia se liga íntimamente con la desigualdad. En su “Informe sobre la situación social mundial, 2005”, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (onu) consideró “los aspectos tradicionales de la pobreza” en términos de ingresos, pero también las “desigualdades en cuanto a salud, educación y oportunidades de participación social y política”. Al referirse a la naturaleza dinámica de la pobreza, este informe señaló que un enfoque simple sobre “el crecimiento económico y la generación de ingreso, no reconoce la transmisión intergeneracional de la pobreza”. También sugiere la necesidad de “incluir las dimensiones social, económica y política, integrando las mejoras en salud, educación, desarrollo económico y representación”, para romper los ciclos de la pobreza (agnu, 2005:12). Así, siguiendo el argumento, los vínculos entre exclusión social, desigualdad y pobreza, son evidentes.
En un proceso paralelo, las estrechas ideas en torno al “desarrollo económico” fueron impugnadas en el seno del pnud por parte del proyecto de “desarrollo humano” (pnud, 1990). Estas ideas, incluyendo las teorías sobre las “capacidades” de Amartya Sen, han sido muy relevantes en los debates sobre el desarrollo, pero menos originales en aquellos sobre la desigualdad. Sen aplicó su teoría de las capacidades a la desigualdad, centrándose en desigualdades de “libertad efectiva” o de “libertad efectiva de esa persona para alcanzar estados valiosos de ser y hacer” (Sen, 1995: 5-6). No obstante, su punto de atención quedó en el individuo, lo que ofrece un sentido más humano y más amplio de “logro”, que el simple placer o el concepto “utilitario” manejado por los economistas neoclásicos. Sen en verdad esculpió una postura ubicada entre la vieja polémica de “igualdad de resultados” versus “igualdad de oportunidades”. De este modo, se distinguió de los liberales más conservadores (Friedman y Friedman, 1980), al tiempo que utilizaba una lógica paralela. Al igual que Keynes, quien distinguía entre “demanda efectiva” y demanda teórica, Sen distinguió las libertades teóricas de las “efectivas”. A esto llamó “libertad con verdadera oportunidad” (Sen, 1995: 31, 64-66). A la vez que creó un marco para “juzgar la ventaja individual” (Sen, 1995:143), Sen concedió que la desigualdad (como privación relativa) a menudo tenía una relación dinámica con la pobreza (como privación absoluta). “La privación relativa en el espacio de los ingresos puede producir privación absoluta en el espacio de las capacidades”, conforme se eleva el nivel con que se mida “el funcionamiento social” (Sen, 1995:115). Fue intrínseco a este enfoque sobre “capacidades” el hecho de que la “privación comparativa (…) no se puede juzgar de manera adecuada considerando el ingreso de la persona”, ya que este no puede ser convertido fácilmente “en el logro que la persona valoraría” (Sen, 1995:31,28). Pese a tratarse de un método individualista (Stewart y Deneulin, 2002), la perspectiva de Sen trata los temas económicos de la “agregación”. Sin embargo, al tratar la desigualdad social, Sen retoma los debates en torno a la justicia social bajo la influencia de Rawls (Sen, 1995: 144-148).
Así como ocurre con las explicaciones de la pobreza dinámica, las ideas sobre el desarrollo humano comienzan a demostrar que el carácter social de la pobreza y la desigualdad están entretejidos, sin embargo, caen en el análisis del individuo. Pueden involucrar el contexto social de la privación relativa, pero su método a menudo sigue siendo individualista. Tales explicaciones pueden pasar de largo la trascendencia más amplia de la desigualdad a través de la erosión de las instituciones públicas (un subproducto necesario de la hipercomercialización) y mediante las desigualdades ambientales. Por ejemplo, el análisis individualizado de la privación relativa no toca la dinámica social del acceso desigual a la infraestructura, tales como el acceso al agua potable.
Teorías sobre el contrato social y la justicia socialLas ideas sobre la función y la disfunción sociales han contribuido a las teorías normativas del contrato social y la justicia social, que tienden a tratar la desigualdad de manera más directa que las previamente planteadas. Mientras que algún nivel de desigualdad podría considerarse funcional, por ejemplo, en la provisión de incentivos o recompensas, los niveles más graves a menudo se consideran ilegítimos. Pero, ¿en qué sentido y estándares? Un acuerdo implícito o “contrato social” a menudo ha sugerido que, como apuntó Weber, la legitimidad se define según “un mínimo de sometimiento voluntario [y, así también,] la obediencia”, cuestión que constituye un requisito (Weber, 1922:2014-116). Las desigualdades existentes más allá de los límites implícitos pueden entonces considerarse “ilegítimas”, fomentando, a su vez, conflictos disfuncionales y delincuencia.
La literatura sociológica y de criminología incluye grandes elementos sobre esta “percepción de privación relativa ilegítima”. En combinación con la inestabilidad del mercado laboral, se dice que ésta genera criminalidad, violencia e inseguridad social (Vanneman y Pettigrew, 1972; Braithwaite, 1979; Blau y Blau, 1982). Mientras que el resentimiento “legítimo” genera delincuencia e inseguridad, la desventaja derivada de la condición de clase puede incrementarse en áreas clave como la educación y la salud, y luego, a su vez, socavar la cohesión social. La desigualdad puede ser vista como generadora de tensiones sociales ahí donde quienes menos tienen se sientan desposeídos, “lo que los conduce a buscar compensación y satisfacción por cualquier miedo” (Fajnzylber, Lederman y Loayza, 2002: 2; Stack, 1984:229). En un estudio que analizó el robo y el homicidio como indicadores clave de la delincuencia, los índices de criminalidad y desigualdad mantuvieron una correlación positiva al interior de los países, así como entre ellos. Sin identificar los mecanismos de este proceso, el análisis encontró que “esta correlación refleja causalidad entre desigualdad y tasas de criminalidad, incluso cuando se controlan otros determinantes de la criminalidad” (Fajnzylber, Lederman y Loayza, 2002: 26). Otro amplio estudio llegó a conclusiones semejantes respecto a los crímenes violentos. La “desigualdad [tiene] un sólido y robusto impacto sobre los crímenes violentos”. Respecto a las tasas de los crímenes violentos, el impacto de la desigualdad era considerable, “incluso cuando se controlaron los efectos de la pobreza, la raza, y la composición familiar” (Kelly, 2000: 530, 537). Nótese, no obstante, que el enfoque hasta aquí desarrollado ha recurrido a los efectos disfuncionales de la desigualdad, más que a su carácter fundacional.
Los problemas con la inclusión de la funcionalidad al interior de un supuesto contrato social son que este enfoque puede no colaborar a identificar los límites tras los cuales una grave desigualdad se convierte en antisocial. El conflicto social también puede surgir de la “percepción de privación relativa ilegítima”, aunque la ideología social puede “flexibilizar” las nociones de legitimidad, mediante una tolerancia inducida. Tal puede ser el caso en las culturas fatalistas. En otras palabras, puede haber “consentimiento” y “sumisión” (en términos weberianos) ante una gran cantidad de regímenes sociales profundamente desiguales. Más aún, el consentimiento o sumisión ante las explicaciones basadas en el contrato social pueden debilitar importantes vínculos sociales, así como instituciones sociales.
A partir de la idea del “contrato social”, Rawls propuso una teoría de justicia alternativa a la del utilitarismo, pensamiento que había abogado por “el mayor bienestar para la mayor cantidad de personas”. Rawls nombró a su perspectiva “justicia como equidad”. Los principios de la justicia debían determinarse mediante la elección racional, pero en circunstancias de imparcialidad. En esta línea de razonamiento, las desigualdades eran permisibles sólo si protegían o mejoraban a los integrantes menos privilegiados de la sociedad (Rawls, 1971: 11-15). Esta idea exigía una distribución equitativa de bienes y responsabilidades, que podría implicar la “completa e igual participación de todos los grupos en una sociedad conformada para satisfacer las necesidades de unos y otros”, y que también pudiera apoyar la antigua idea de derechos alienables. También se ha sugerido que esta perspectiva de justicia social significa “equidad o imparcialidad (…) un concepto ético fundamentado en los principios de la justicia distributiva” (Levy y Sidel, 2006: 8-9). Este es un punto de vista difundido, cuyas implicaciones para la desigualdad han sido adoptadas por Sen (1995) yTherborn (2013), así como por algunos economistas como Stiglitz (2014) y Piketty. Este último afirma que una desigualdad grave implica que “el pasado devora al futuro”, y esto es “una amenaza potencial para las sociedades democráticas y los valores de justicia social sobre los que se basan” (Piketty, 2014: 571). Con todo, las explicaciones en torno a una justicia social idealizada, con frecuencia dejan de lado la función social integral y la agencia. Es por esto que sugiero que debemos avanzar un paso más.
Explicaciones en torno a la integridad socialCuando hablo de las explicaciones sobre “la integridad social” me refiero a aquellas perspectivas que colocan el énfasis sobre la integridad de los sistemas sociales, otorgando prioridad a la inclusión social y, de este modo, haciendo de la exclusión y de la desigualdad grave, temas de preocupación fundamental. Para estas perspectivas, la desigualdad grave socava la dinámica central de la autodeterminación popular, a la par del desarrollo individual y social. Se considera que la desigualdad degrada la integridad social, y que quebranta los “círculos virtuosos” de construcción social, además de los sistemas social, de salud y educativos universales. Tales aproximaciones empatan bien con las nociones más amplias de ciudadanía social y democracia social (Marshall, 1950), así como con el reconocimiento más contemporáneo de que los derechos de ciudadanía individual requieren del respaldo de un cuerpo político integral, que rinda cuentas y sea independiente (hrc/Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la onu, 1984). Las explicaciones en torno a la integridad social son más efectivas para demostrar que la desigualdad grave niega la identidad social, la cohesión y la agencia necesarias para llevar a la práctica el derecho a la auto-determinación, impide los derechos de participación de las personas en lo individual, excluye a los menores como seres sociales, es constitutiva de la pobreza y, asimismo, inhabilita y excluye.
Muchos autores han hablado de la desigualdad grave como algo que corroe socialmente (Polanyi, 1944; Myrdal, 1957, Wilkinson y Pickett, 2010). Polanyi señaló que, en sociedades tradicionales que dependen de la reciprocidad, el individualismo extremo no era posible y que “el mantenimiento de los vínculos sociales [resultaba] crucial” tanto para los individuos como para la sociedad (Polanyi, 1944:48). En cambio, el individualismo de los sistemas hipotéticos del “mercado autorregulador”, ampliamente promovidos en Europa, destruiría “la sustancia humana y natural de la sociedad” (Polanyi, 1944: 3). Myrdal (1957) aludió a una idea similar cuando habló de los círculos vicioso y virtuoso del desarrollo y la decadencia sociales. Ante esta manera de pensar, ni los progresos ni las regresiones sociales podrían entenderse simplemente mediante iniciativas individuales, ni con base en la atomizada dinámica de los mercados; se debían tomar en cuenta los complejos vínculos cruzados entre comunidades, gobierno e industria. La exclusión de grandes grupos de personas debido a grandes desigualdades, necesariamente resultaba dañina para el núcleo de la funcionalidad social.
Wilkinson y Pickett, a partir de una serie de observaciones llevadas a cabo en los sistemas de salud pública y privada, arguyen a favor de los beneficios más amplios, presentes en las sociedades más igualitarias o “colaborativas”. La igualdad social, sostienen, beneficia a la sociedad por entero, no sólo a los grupos más pobres. Tomando en cuenta principalmente a países ricos, le restan importancia a las exageradas ventajas de contar con ingresos más altos y, en lugar de esto, muestran las correlaciones existentes entre la desigualdad y una gama de problemas sociales y de salud: la falta de confianza, la enfermedad mental, la esperanza de vida, la mortalidad infantil, la obesidad, el desempeño educativo, el embarazo adolescente, el homicidio, las tasas de encarcelamiento, la movilidad social, y una práctica medioambiental incluso más precaria (Wilkinson y Pickett, 2010: 19-21, 82-83, 232). Después de repasar sobre otras posibles causas de estos problemas, concluyen que “la desigualdad es el denominador común, así como una fuerza en extremo nociva” (Wilkinson y Pickett, 2010:190-195). En tanto que otros estudios señalan correlaciones similares usando el concepto más amplio de “estatus socioeconómico”, refuerzan lo dicho por Wilkinson y Pickett, mediante vínculos con las disparidades de ingresos (Daly, Duncan, Kaplan y Lynch, 1998: 315; Duleep, 1986).
Utilizando una concepción más amplia de ciudadanía, así como nociones de reciprocidad o imparcialidad condicional, los socialistas fabianos Horton y Gregory presentan otra explicación con base en la integridad social. Señalando un aumento en la pobreza relativa desde principios de los años ochenta y los problemas que esto plantea para el bienestar social, sostienen que los principios de participación y los programas sociales universales son más propensos a mantener el apoyo que los regímenes contributivos u obligatorios (Horton y Gregory, 2009: 5-91-212). Por supuesto, esto tiene importantes implicaciones para la cuestión de contar con programas sociales universales versus programas sociales para poblaciones meta.
Con un sólido enfoque social, Wilkinson y Pickett afirman que tratar la desigualdad requiere de una “transformación del equilibrio entre un consumismo auto-interesado, divisivo, impulsado por la competencia por estatus, y una sociedad más integrada en lo social, así como incluyente [para] desarrollar el ethos público y el compromiso de trabajar en conjunto [necesarios] para resolver los problemas que nos amenazan por igual” (Wilkinson y Pickett, 2010: 233). Una mayor igualdad, sostienen, beneficia no sólo a quienes tienen menos, sino a los ricos y al organismo social entero. Dicen que la evidencia demuestra que “la gente en cada categoría [de ingreso] es más saludable [o más alfabetizada] si se encuentran en una sociedad más igualitaria, que la gente en la misma categoría de ingresos, educación o clase, en una sociedad menos igualitaria”. Esto los lleva a concluir que “cuando la gente de la misma clase social, con el mismo nivel de ingresos o educación se compara entre países, quienes viven en sociedades más iguales, tienen una mejor vida” (Wilkinson y Pickett, 2010: 275-276). Esta aproximación a los beneficios más extendidos de las sociedades más igualitarias, con base en la evidencia, constituye una poderosa posibilidad de intervención en las políticas públicas de las sociedades en extremo liberales o privatizadas, y representa un ejemplo importante de la perspectiva de la integridad social ante la desigualdad. Tal desarrollo social cohesivo también se encuentra en la raíz de un importante informe sobre el derecho a la educación (Tomasevski, 2006).
El cuadro 1 resume los cuatro tipos de explicación que he planteado. Sugiero que la perspectiva de la integridad social es la más satisfactoria, ya que identifica de manera más directa, con una lógica más elemental, las bases que podría utilizar la política pública para tratar la desigualdad grave. Las explicaciones centradas en argumentos más sociales establecen vínculos más sólidos con los procesos orgánicos de la autodeterminación práctica individual, tanto como social, tan necesaria para la supervivencia y reproducción de las sociedades.
Cuadro 1
Explicaciones de la desigualdad | Factores limitantes | Lógica fundamental |
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Argumentos económicos | Desigualdad definida por el ingreso, y limitada a éste | El aumento en el ingreso importa |
Explicaciones en torno a la pobreza dinámica y el desarrollo humano | Los problemas de desigualdad se definen por derechos efectivos y/o por la justicia social | La desigualdad se vincula a la pobreza; los derechos individuales efectivos, importan |
Teorías sobre el contrato social y la justicia social | El conflicto define al problema, el “consentimiento” lo puede mitigar, las relaciones idealizadas, lo evitan | Los acuerdos sociales hipotéticos y/o la justicia social idealizada, importan |
Explicaciones con base en la integridad social | Involucramiento directo; la participación equitativa es socialmente necesaria | La desigualdad es un problema básico; la exclusión social obstruye la autodeterminación individual y social |
Pese a que existen grandes discusiones sobre la desigualdad, existe poco consenso real sobre las bases por las que deben existir políticas públicas específicamente orientadas a ésta. Puede que ello no cambie en el corto plazo, pero hay razones por las que el asunto debe ser discutido, así como los criterios en torno a tal problemática. La influencia de los argumentos económicos no es menor en cuanto a la ausencia de dicho consenso; éstos tienden a hacer de la desigualdad una problemática que deriva del crecimiento en las economías formales agregadas. Como se sostuvo antes, esta es una lógica débil y supeditada, que asume que el crecimiento económico ocupa un lugar común y privilegiado en la política pública, a la vez que trata a la desigualdad grave, ya sea como algo funcional para la “sociedad del mercado”, o como algo que tiene poca lógica disfuncional de amplias repercusiones por sí misma. Entre las explicaciones de corte más social, a menudo también encontramos una lógica secundaria, en ocasiones abstracta o idealizada, que muchas veces sólo se involucra parcialmente con la cuestión.
Sugiero que resultan más satisfactorias aquellas explicaciones que vinculan la desigualdad grave, incluyendo la pobreza relativa y la exclusión social, de manera más directa tanto con la plenitud individual, como con la autodeterminación social. Las explicaciones con base en la integridad social pueden explicar de mejor manera que la desigualdad grave no sólo es constitutiva de la pobreza, injusta y percibida como ilegítima, sino que también niega una identidad social, así como la cohesión y agencia necesarias. Las explicaciones cimentadas en la “integridad social” tienden a demostrar, con mayor lógica elemental, cómo la desigualdad grave puede socavar la agencia social integral, así como a un cuerpo político coherente, tan necesario para el progreso social y para los derechos de ciudadanía.
Licenciado en Economía y Política Internacional. Doctor en Economía Política y Liberalización Económica. Profesor titular del Departamento de Economía Política de la Universidad de Sydney (Australia). Sus líneas de investigación son: derechos humanos y estrategias de desarrollo; tierra y medios de vida en Melanesia; integración económica en América Latina. Entre sus publicaciones destacan: “Chavez and American Integration” (2014); In Defence of Melanesian Customary Land (2010); Defend Yourself: Facing a Charge in Court (2008). Traducción del original en inglés: Lucía Rayas.