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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales Trabajar con la historia del Holocausto1
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Vol. 61. Núm. 228.
Páginas 235-246 (septiembre - diciembre 2016)
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Trabajar con la historia del Holocausto1
To Work with the History of the Holocaust
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Debórah Dwork
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Resumen

Este artículo desarrolla una estructura narrativa caleidoscópica para dar cuenta de la historia del Holocausto. ¿En qué medida los historiadores del Holocausto y del genocidio se identifican con las personas sobre quienes escriben? ¿Acaso la historia de aquellas personas se vuelve suya para poder comprenderla? La autora reflexiona en torno al estudio de la historia del Holocausto desde una nueva perspectiva: compartiendo desde el sustrato del rigor y el compromiso intelectual la experiencia de los efectos que el trabajo de campo llevado a cabo a partir de entrevistas con víctimas y sobrevivientes tiene sobre su vida cotidiana. En él se conjugan la especificad de la temática con los nexos siempre complejos entre acontecimiento histórico, subjetividad y la mirada del investigador.

Palabras clave:
historia del Holocausto
genocidio
historia oral
Abstract

This article displays a kaleidoscopic narrative to shed light on the history of the Holocaust. How strongly do historians of the Holocaust and the genocide relate themselves with the individuals they are writing about? Do they assume those individuals’ histories as their own in order to understand them? This paper revolves around the history of the Holocaust viewed from a new standpoint, as the author shares with utter intellectual rigor and commitment how her field-work interviewing Holocaust victims and survivors has had a direct impact on her daily life. Here, the specificity of the issue and the always complex bonds among the historical episode, subjectivity, and the researcher view are intertwined.

Keywords:
history of the Holocaust
genocide
oral history
Texto completo

La fiesta de Pésaj o Pascua judía conmemora la salida de los antiguos israelitas de la esclavitud en Egipto, y como parte de la práctica ritual de la festividad se narra la historia de esa salida a la libertad. En un momento del relato, el lector es conminado: “Ese día ustedes les dirán a sus hijos: ‘Esto lo hacemos por lo que hizo el Señor por nosotros cuando salimos de Egipto”’ (Éxodo 13: 8). En otras palabras, no hay diferencia entre el pasado y el presente. La Haggadah –el relato del éxodo– es el guión de un drama viviente, no el registro de un acontecimiento muerto. Más aún, el texto asume una conexión personal: “Lo hizo por Mí”. Todo Israel escapó de Mitzrayim, todo Israel se detuvo frente al Sinaí y todo Israel nos incluye a nosotros, quienes narramos la historia. Narrar no es un acto de remembranza, sino una identificación personal.

Este mandato me impactó de nuevo cuando reflexionaba sobre mi separación personal del tema que investigo. Por lo tanto, el mandato del Pésaj de vivir la experiencia de un hecho ocurrido hace miles de años como si sucediera hoy, como si fuéramos parte de él, me llevó a preguntarme: ¿En qué medida nosotros los historiadores del Holocausto y del genocidio nos identificamos con las personas sobre quienes escribimos? ¿Acaso su historia se vuelve nuestra para poder comprenderla?

Mi amigo y colega Tanek Akçam, historiador del genocidio armenio, se reunió con mi familia para celebrar la festividad de la Pascua judía y para él esto era muy claro; cuando él investigaba el desarrollo de la política y prácticas del perpetrador turco, él –como turco– inequívocamente se identificaba. Yo trabajo con la historia del Holocausto y he enfocado mi estudio en las víctimas judías, en los gentiles y judíos de toda Europa que los rescataron y en los perpetradores alemanes. Pero nunca me he identificado de la manera como lo describe Tanek. Hago todo lo posible por rehacer los hilos de sus vidas –sus decisiones, elecciones y acciones– para entretejerlos en una narrativa histórica, pero ni yo soy ellos ni ellos son yo. Por el contrario, yo debo recurrir a mi imaginación histórica. Lo que sé es que nunca llegaré realmente a saber. Y es por ello que siempre me he identificado con las palabras del historiador de la Primera Guerra Mundial, John Keegan, en el párrafo inicial de su libro The Face of Battle: “Nunca he estado en una batalla; ni he estado cerca ni he escuchado alguna desde lejos, ni tampoco he visto sus consecuencias”. Y prosigue:

He cuestionado a personas que estuvieron en batalla –mi padre y mi suegro, entre otros; he caminado sobre campos de batalla– [...] Por supuesto, he leído sobre batallas, he hablado sobre batallas, he recibido lecciones sobre batallas y, en los últimos cuatro o cinco años, he visto batallas en curso, o aparentemente en curso, en la pantalla del televisor. He visto mucho de otras batallas, anteriores, en los noticieros [...] así como muchas escenas dramatizadas en películas e innumerables imágenes estáticas de batallas: fotografías, pinturas y esculturas con diversos grados de realismo. Pero nunca he estado en una batalla y cada día me convenzo más de que apenas tengo una vaga idea de lo que puede ser una batalla (Keegan, 1988: 13).

Keegan lo entendió muy bien. Su observación me pareció muy atinada cuando la leí hace más de un cuarto de siglo y sigo sintiéndome validada por ella hoy en día. Keegan expresó precisamente lo que siento sobre mi propia comprensión de las experiencias personales de victimización y asesinato durante la era nazi.

A lo largo del desarrollo de mi trabajo, he registrado la historia oral de cientos de sobrevivientes adultos, entonces niños. “Usted entiende tanto como cualquiera que no haya estado ahí”, me han dicho no pocos de ellos. “No”, respondo, tanto a ellos como a mí misma. “Yo no sé siquiera cómo olía.” Y, me alegra decirlo, nunca lo sabré.

El reconocimiento de ese abismo me ha protegido de lo que otros han identificado como estrés traumático secundario, o más ampliamente, el costo emocional de conectarse con este tema. Francamente, el fuerte sentido que tengo de mi buena fortuna por haber nacido con una distancia temporal segura con respeto al Holocausto, ha hecho que reaccione con cierto rechazo a la idea misma del trauma secundario en relación con hechos históricos. Puedo muy bien imaginar que la gente que trata temas de violencia, actual o reciente, generada por motivos políticos pueda experimentar un trauma secundario, de la misma forma que quienes enfrentan casos de violencia cotidiana –abuso doméstico, crímenes en las calles– no son ajenos al estrés traumático secundario. Pero, sinceramente, ¿ocurre lo mismo con quienes trabajamos con hechos que ocurrieron hace más de medio siglo? ¿Acaso no es eso algo presuntuoso?

Siendo honesta, debo reconocer que existe una inquietante disyunción entre escuchar, absorta, una historia oral y, enseguida, ajustar mi tono y tema a una conversación ordinaria. Cuando documento una historia oral estoy ahí, medio siglo atrás, siguiendo el relato de vida de mi interlocutor por medio de sus ojos. Y, luego, me encuentro de nuevo aquí. Esto resulta particularmente perturbador cuando viajo, trabajando en archivos o rehaciendo historias a través de la historia oral. Lejos de casa, estoy rodeada de gente que no conozco bien y, por tanto, abandonada en una especie de aislamiento. La historia en la que he estado inmersa durante el día no constituye un tema típico de un discurso socialmente aceptable. La experiencia de investigación que provoca el anhelo de un cálido contacto humano es, precisamente, la que ha creado ese abismo: más de setenta años me separan de quienes me rodean. Esto no es estrés traumático secundario, pero sí es –como lo decía el personaje de El Padrino en la célebre película de Francis Ford Coppola que lleva el mismo nombre– “el precio que pagamos por la vida que elegimos”.

Si bien estudiar la historia del Holocausto me afecta en el trabajo de campo, tiene un efecto mucho más profundo en mi vida cotidiana. De manera específica y concreta, la historia que estudio ha determinado mi perspectiva de vida, mis prácticas como madre, mi filosofía docente y mi activismo social. Determina, también, cómo interpreto las noticias cotidianas y cómo voto. Asombrado por mi admisión abierta del ateísmo, un amigo rabino me cuestionó: “¿Cómo puedes no creer en Dios? ¡Dios es mi norte y mi sur, es mi brújula!”. “¿De veras?”, le pregunté con verdadera sorpresa. “Pues, el Holocausto es mi brújula”, le respondí y lo dije en serio. Aún lo pienso.

Permítanme profundizar en esto. Mi primer libro sobre el Holocausto, Children with a Star (1993),2 es una historia de la juventud judía en la Europa nazi. Trata básicamente sobre pérdidas, pero también sobre resiliencia y sobre la vida hasta el momento de la muerte, escape o liberación. Pero lo principal son las pérdidas: pérdida de la infancia, de la comunidad, de los amigos, de la familia. Di a luz a mis dos hijas, Miriam y Hannah, durante los años en que escribía ese libro y las llevé conmigo por toda Europa, mientras llevaba a cabo mi investigación. Seguramente hice esto porque no era una madre muy joven, pero también porque me negaba a aceptar la separación. Al trabajar ese tema, no toleraba dejar a mis hijas en casa mientras yo viajaba, lejos de ellas. Y esos sentimientos no disminuyeron con el paso de los años. Miriam y Hannah fueron a una guardería, pero yo las llevaba y las recogía, y cuando empezaron la escuela primaria, el servicio de transporte materno continuó. Unos años después, cuando tenían entre seis y ocho años, quisieron ir a un campamento de verano organizado por el centro comunitario de la comunidad judía, que tendría lugar en su arbolado terreno, en las afueras de la ciudad. Era el lugar más seguro del mundo y las llevarían en un autobús escolar. Pero yo sentí que moría. La perspectiva, la idea de dejarlas ir solas, en un autobús, era demasiado próxima a las imágenes de deportación, del transporte de niños desde los campos de tránsito de Francia o de los niños llevados de Bialystok a Terezín.

Comprendí que mi reacción no era normal. Y comprendí también que el viaje en autobús formaba parte de la experiencia del campamento; que los niños gozaban de la plática y la camaradería. Y, por lo tanto, acepté con una condición: Miriam y Hannah tomarían el autobús, pero, se sentarían una pegada a la otra; tushe junto a tushe. Lo hicieron, aunque en sus propios términos. Un día, escuchando una conversación entre ellas, me di cuenta de que no habían estado sentadas una junto a la otra: “No entiendo. ¿Cómo estaban jugando a las cartas con Raquel si Hannah estaba sentada junto a ti?”, pregunté a Miriam. Las hermanas cruzaron una mirada. “No te preocupes, mamá”, me aseguraron enfáticamente. “Estábamos sentadas mejilla con mejilla; solo había aire entre nosotras [...] Yo tomé el lugar del pasillo del asiento [de dos plazas]”, explicó Hannah. “Y yo tomé el asiento del pasillo, completó Miriam. “Así, en realidad estábamos tushe junto a tushe”.

Es posible que Miriam y Hannah desearan ir al campamento del centro comunitario porque, a pesar de que todos en mi familia somos fervientes ateos, ellas asistían a una escuela judía tradicionalista perteneciente al movimiento conservador.3 Existen muchas razones excelentes para elegir una institución educativa de tipo religioso, pero ninguna de ellas fue primordial para mí al momento de tomar mi decisión al respecto, la cual más bien estuvo basada en la historia de Mariella Milano-Piperno. Al aprobarse la ley racista en Italia, en noviembre de 1938, Mariella se vio impedida de seguir sus estudios en una escuela pública, lo que la hizo sentir marginada. Esto fue, como comentó años después, lo que más le había afectado. “El día que no pude regresar a la escuela, recuerdo la vergüenza que sentí frente a mis compañeros al tener que decirles: ‘No puedo regresar porque soy una niña judía’. Y entonces empezaron las preguntas: ‘¿Por qué? ¿Qué hice para que me prohibieran asistir a la escuela?”’

Al igual que otras familias judeo-italianas, los Piperno tenían dos opciones: mandar a sus hijos a una escuela católica, con sus propios rituales, o bien a una escuela privada no confesional, diseñada para estudiantes especiales que debían repetir el año por haber reprobado en una escuela pública. Roma, como muchas otras ciudades italianas, tenía una escuela primaria judía –que cubría del primero al quinto grado–, pero había muy pocas opciones en cuanto a escuelas secundarias judías. A fin de cubrir esa carencia, varias comunidades judías abrieron colegios para sus jóvenes, en los que enseñaban los maestros y profesores que habían sido expulsados por esas mismas leyes racistas.

Sin lugar a dudas, La Scuola Ebraica di Roma, como sus homólogas en otras partes del mundo, era una institución extraordinaria. Cuando fuimos a la escuela judía, explicaba Mariela, “nos preguntamos: ‘¿Quiénes somos? ¿Qué significa ser judío?”’ Ellos, que antes habían estado totalmente asimilados y habían vivido siempre entre católicos, ahora se hallaban fuera de la sociedad. ¿Cómo entender eso?

Ese fue el gran descubrimiento de la escuela judía: cuando empezamos a comprender que ser judío no consistía tan solo en seguir la religión judía. Existía una cultura judía, una civilización judía; existía, en otras palabras, todo eso que quiere decir judaísmo. Y eso era muy importante. En mi opinión, la escuela judía fue como si hubieran abierto un libro ante nosotros y empezamos a leer en ese libro lo que hasta entonces nos había estado totalmente velado (Milano-Piperno, 1985).

Como dije, existen muchas razones muy buenas y racionales para mandar a nuestros hijos a una escuela judía en Estados Unidos. Pero yo no decidí con base en ninguna de ellas. Sabía perfectamente que New Haven, Connecticut, no era Roma, Italia, y que no vivía en un Estado fascista ni padecía una legislación racista. Y, sin embargo, lo que estudiaba me hizo imposible tomar otra decisión, con la cual, me apresuro a decirlo, me siento muy contenta. Mis hijas gozaron de una excelente educación. Pero mi camino no fue el normal: los otros padres no habían enviado a sus hijos a esta escuela por las experiencias positivas de los jóvenes en una escuela judía recién establecida en la Europa fascista y nazi.

Si estos ejemplos ilustran cómo fue que mi dedicación al estudio de la historia del Holocausto determinó la forma en que manejaba las tareas del todo ordinarias del transporte escolar y la elección de una escuela, lo que sigue mostrará como el Holocausto ha sido mi brújula moral para tomar decisiones sobre la educación de mis hijas. Cada año, en Estados Unidos, los grupos de preparatoria que se gradúan lo festejan con un baile. Quién irá y con quién constituye un asunto social de la mayor importancia. Mi hija Miriam aceptó la invitación de su amigo Kit para ser su pareja. Pero ella tenía en la mira a otro chico: Dave Rose. ¡Y he aquí que Dave la invitó al baile! Jubilosa, corrió a contarme la noticia maravillosa. “¡Fantástico! Pero, ¿qué pasará con Kit?”, le pregunté. “No puedes dejarlo plantado.” Miriam no veía el problema; era una práctica social aceptada; todo el mundo lo hace. “¿Qué acaso eres alemana? ¿Todo el mundo lo hace? ¡El hecho de que todo el mundo lo haga no lo hace correcto!”, espeté. “¡Mamá, no todo tiene que ver con el Holocausto!”, lloró. Y tenía razón, por supuesto.

En ninguno de estos incidentes se trata de algo trascendente; en efecto, todos ellos pertenecen al ámbito habitual de la educación de los hijos. Los menciono precisamente porque ilustran la forma en la que trabajar con la historia del Holocausto ha definido la urdimbre y trama de mi vida cotidiana. Mi perspectiva de los hechos ordinarios está refractada a través del prisma de mi trabajo. No es un estrés traumático secundario, pero sí es algo.

Las decisiones en torno al bat mitzvah –ritual para mujeres judías que celebran el cambio de la juventud a la adultez, así como su madurez espiritual– son otro ejemplo de peso. A pesar de sus creencias ateas, mis dos hijas hicieron bat mitzvahs. ¿Por qué? Trabajar el tema del Holocausto significa –para mí– aceptar cierta responsabilidad y obligación, que se transmite por medio de la responsabilidad de convertirse en bat mitzvah. Dios no forma parte de este contrato social; lo esencial aquí es la comunidad. Ya no recuerdo lo que pasó cuando mi hija mayor, Miriam, se reunió con el rabino para hablar sobre su bat mitzvah, pero sí tengo muy vívida la imagen del encuentro de Hannah, por lo que sucedió después. Sabiendo que no creía en Dios, el rabino Rick le preguntó por qué había decidido convertirse en bat mitzvah y conducir ella misma todo el servicio. “Porque si fuera la única judía que sobreviviera en Auschwitz, sería necesario que supiera recrear toda la liturgia del Shabbat”, explicó. Poco después, el rabino Rick me buscó: “¿No estará poniendo una carga muy pesada sobre las niñas?”, preguntó con delicadeza. Tal vez. Pero también era un privilegio; así lo veía yo y, por fortuna, también ellas.

La otra cara de trabajar con la historia del Holocausto es un sentimiento abrumador de privilegio. Aclaro, inmediatamente, que no se trata de una situación en la que se diga “por una parte, esto, pero por la otra, aquello”. No hay dos partes ni hay una objeción. Hablo de dos experiencias simultáneas y, por mucho, el sentimiento que predomina es el del privilegio. Investigar y escribir sobre el Holocausto enriquece la totalidad de mi vida diaria. Me baso en los conocimientos adquiridos para interpretar los acontecimientos actuales, entender los problemas sociales y decodificar las posturas políticas. De nuevo, un ejemplo podría ayudar. Hace algunos años surgieron en el debate público diversas cuestiones relativas al tema de la adopción. ¿Se le debía permitir recuperar la custodia del hijo a una mujer que dio a su bebé en adopción? Y, de ser así, ¿había un límite de tiempo? ¿Las cortes actuaban pensando en el bienestar del niño o de la madre? ¿Debía autorizarse que una pareja blanca adoptara a un bebé negro? Yo había estudiado sobre la devolución a sus padres de niños judíos que permanecieron ocultos durante la guerra a otros miembros de la familia o a la comunidad judía al término del conflicto bélico. La perspectiva histórica que pude entonces aplicar me ayudó a lidiar con los eventos presentes y, al conocerse esto, aportó a algunos sectores de la comunidad de abogados una visión que les resultó útil.

De igual forma, cuando publicamos Flight from the Reich (2009),4 una historia sobre los refugiados judíos durante e inmediatamente después de la era nazi, estaba teniendo lugar la huida de los congoleños a los estados vecinos y la guerra de Irak, que produjo millones de refugiados y desplazó a miles de personas. Se calculaba que cerca de 40% de la clase media iraquí huyó en esa época. Y Estados Unidos, por su parte, estaba viviendo uno de los movimientos de refugiados económicos más grande desde la década de 1930: como consecuencia del cierre de fuentes de empleo en estados como Ohio, Michigan e incluso la pequeña Rhode Island, los desempleados reunieron a sus familias y se fueron a estados como Texas, Oklahoma y North Dakota, donde el paro no ascendía siquiera a un tercio de lo que ocurría en los lugares de los que provenían.

El horror de gente desesperada en búsqueda de asilo se ha vuelto aún más agudo en los últimos años. La pregunta que sigo haciéndome es: “¿Qué me enseña la experiencia de los refugiados que he estudiado sobre las políticas y prácticas actuales hacia los refugiados?” En mi opinión, si bien el pasado no constituye una guía para el presente, sí arroja luz sobre problemas que enfrentamos actualmente. Y, en el caso de los refugiados, entonces como ahora, las preocupaciones económicas impiden que se tomen acciones decisivas. Entonces como ahora, los casos individuales requieren de soluciones individuales, mientras que los movimientos de masas exigen imaginación y flexibilidad burocrática. Entonces como ahora, a la persecución auspiciada por un Estado se debe responder con acción política, en tanto que los obstáculos que enfrentan los refugiados y la ayuda que necesitan, una vez que llegan a un puerto seguro, requieren de la acción humanitaria. Y, entonces como ahora, aquellos que corren más peligro son precisamente quienes casi seguramente no cuentan con documentos, permisos, pasaportes y visas, y quienes muy probablemente sufrirán enfermedad, depresión y privación de derechos en sus nuevos lugares de residencia. En breve, estudiar el pasado me sirve como brújula para comprender situaciones que estaban ocurriendo en todo el mundo y para desarrollar ideas claras sobre las políticas y prácticas que deseo que mi gobierno implemente.

Y, de manera circular, trabajar con la historia del Holocausto nutre la manera en que enseño la historia del Holocausto. Lo primero y más obvio es que exhorto a mis estudiantes a que ubiquen la historia de su propia familia en el contexto de la época en que fue vivida. Los estudiantes que tuvieron abuelos gays, por ejemplo, o antecedentes birraciales, desarrollan una nueva apreciación sobre las formas en la que el mundo político y público determina el ámbito doméstico y privado.

Y, como corolario de esto, inspirada por las historias de muchos sobrevivientes, insto a los estudiantes a que escuchen o lean las noticias varias veces a la semana. Como explicaba Elly Stein, quien escapó a Suiza: “No soporto escuchar las noticias.” Al hablar de su esposo, que había logrado llegar junto con su familia a Estados Unidos luego de que Alemania desatara la Segunda Guerra Mundial, pero antes de que este país entrara en el conflicto, ella observaba:

Creo que es la mayor cicatriz que la guerra le dejó a Elly. Apenas llega a casa, pega la cabeza a la bocina [del radio]. Cuando veo eso, sabes, se me sube la presión. ¡Me vuelve loca, sabes! Es como si estuviera esperando el siguiente boletín, entiendes, ¿quién viene ahí? ¿En dónde es la invasión?

Al preguntarle si a ella no le gustaba escuchar las noticias, Elly aclaraba:

Me gustan mucho las noticias, pero no me gusta la sensación de ansiedad con respecto a ellas [...] Si no escuchas el noticiario es como si hubieras perdido una guerra. Cada hora ahí es una crisis, literalmente. Ya sabes, ¡cállate, ya empezó el noticiario! Y así es, siempre [...] Ese tipo de comportamiento me recuerda la guerra. Tú sabes, aunque dejara de escuchar el noticiario un par de horas, ahí seguiría [...] Si no llegas a escuchar el noticiario, no estás seguro de que sigas existiendo. Quiero decir, es cierto (Stein, 1992 y 1994).

Y en efecto, era verdad: de manera fundamental, su vida –y la vida de los europeos judíos de su generación– estaba determinada por las noticias. Y el tema es que la nuestra también. Pero, como nuestra vida no está en peligro inmediato como estaba la de ellos, no les prestamos la misma atención.

Asimismo, he aprendido a ser sensible al amplio espectro de formas en las que las personas miden expectativas y sienten agradecimiento. Lo que ellas codifican puede superar mis conocimientos, por lo que mi trabajo consiste en preguntar para cerciorarme de que comprenda su mundo. Esto me ha resultado especialmente útil en la comunicación con mis alumnos. Y por esto debo agradecer a la familia Kobylanski. Moishe Kobylanski creció en la aldea de Gruszwica, cerca de 14 kilómetros con respecto a Rovno, en Ucrania. Cuando vivía ahí, era un pueblo con aproximadamente 6 000 habitantes, sin electricidad, sin radio, sin pavimento y sin agua potable. “Tan solo un pequeño camino de terracería.” La familia sobrevivió permaneciendo escondida en los campos de los alrededores; desde finales de 1942 hasta mayo o junio del año siguiente, vivieron escondidos en el pajar de un chiquero. Décadas más tarde, Moishe (ya entonces Martin) recordaba una conversación con su padre, después de la guerra y luego de que hubieran emigrado a Detroit, Michigan:

Un día estaba sentado con mi padre en la terraza de la nueva casa y durante la conversación, me dijo: “Sabes, este es un maravilloso país, este lugar” Y agregó: “Usé unos zapatos así.” (Siempre se cercioraba de que sus zapatos estuvieran bien pulidos) [...] Y continuó: “Sabes, hoy fui al trabajo, caminé como quince millas. ¿Cuántos kilómetros es eso?” “Oh, como veinticinco kilómetros”, le respondí. “Ah, eso es más lejos que ir y venir de Rovno.” Catorce kilómetros de ida y catorce kilómetros de regreso. Esto hace veinticinco millas, así que eso da cuarenta kilómetros. Y luego dijo: “Sabes, fui hasta la Avenida Michigan y regresé, sin una mancha de lodo en los zapatos.” Por un momento, como que no [le entendí]. “Es cierto”, le dije. Y él insistió: “sin lodo en los zapatos, aunque fui hasta allá y regresé”. Entonces pude relacionarlo todo. Porque allá, sabes, no podías ir a ningún lado sin que te llenaras de lodo. Las suelas de los zapatos se quedaban pegadas por el lodo. Aquella tierra era marga, muy pesada. Entonces exclamó: “¡Qué país más maravilloso! Basta con que gires el grifo y ¡ahí tienes el agua!” (Koby, 1987 y 1991).

En un plano más inmediato e íntimo, trabajar con la historia del Holocausto me aporta ideas que aplico a mi universo emocional. Aprendo de las observaciones y análisis de aquellos cuyas historias estudio. Empezando con lo cotidiano, fue gracias a la sobreviviente Iza Erlich Sznejerson como aprendí que algunas discusiones con tu esposo no dejan de ser temas álgidos aunque pase medio siglo. Iza Sznejerson y Viktor Erlick eran jóvenes y estaban muy enamorados cuando Alemania invadió Polonia, en 1939. El padre de Viktor, Henryk Erlich, era líder del Partido Laborista Judío, el Bund. Por tanto, como recordaba Iza décadas después, “toda la familia decidió salir. Viktor me llamó y me dijo: ‘Ven con nosotros”’, pero Iza no quiso abandonar a su padre. “Le dije a Viktor: ‘Es más probable que vuelva a verte si me quedo en Varsovia, a que vuelva a ver a mi padre si me voy. Mi padre tiene cincuenta y dos años, y tú tienes veinticinco”’

Cuatro meses más tarde, Iza decidió huir. Viktor le envió un mensaje por medio del coyote. Con la bendición de su padre, entonces, Iza viajó de manera clandestina hasta Lituania. Fue una experiencia aterradora y, al final, un bundista lituano le ayudó a pasar el último tramo. Al mismo tiempo, el bund le había hecho saber a Viktor que Iza iba en camino a Vilna y que debía encontrarse con ella en una casa particular. Cuando ella llegó, él no estaba, por lo que tomó una droshka –o drozhki, que proviene de doroga, un camino, es un vehículo local conducido a caballo– para llegar a donde se encontraba su familia.

Estaba furiosa de que no me hubiera esperado. Debía haberlo hecho. Ahora, él les dirá que se siente mal por ello, cincuenta años después. Pero lo cierto es que no estuvo ahí. Le pregunté: ‘¿Y por qué no esperaste?, a lo que respondió que les habían dicho que yo no llegaría esa noche y su madre estaba muy cansada y no podía regresar sola, lo que es cierto porque estaba casi ciega. Estaba muy miope y por eso él tuvo que llevarla a casa.

Bueno, nunca lo perdoné por eso, nunca. Ni siquiera ahora que estoy hablando, porque pensé que él debía haber regresado o haberla mandado con alguien más o subirla a una droshka.5 Pues, si yo pude dejar Varsovia y hacer todo ese recorrido, él bien podría haber esperado. Así que, bueno, sigo enojada por eso. Porque prefirió a su madre por encima de mí. No debió haber hecho eso. Dejé Varsovia y dejé a mi padre, a quien quizá no volvería a ver, para estar con él, y él no pudo dejar a su madre ni por un rato. Bueno, ¡pues pagó por ello, de muchas formas, durante muchos años!

Solo fue esa única vez. Aprendió su lección. Y es cierto, su madre estaba miope y todo lo que dijo era cierto, pero yo sentí que debía haber encontrado alguna solución, porque yo había abandonado a mi padre. Él le dirá que es cierto, que debió haber actuado de otra manera, que eso fue muy tonto. Pero, no debió haberlo hecho (Erlich-Sznejerson, 1993/1994).

Inicié este artículo con un párrafo de la Haggadah de Pésaj que aborda el tema del pasado y el presente e insiste en nuestra identificación personal con los actores históricos. Concluyo ahora con dos observaciones que complican más el proyecto. La sobreviviente del gueto –y campo– de Lodz, Sara Grossman-Weil, reflexionaba sobre el poder de las palabras para transportar al narrador al pasado y sobre el abismo entre pasado y presente. “Cuando hablo, estoy allá. Pero usted está aquí”, comentó al final de una de nuestras sesiones. “¿Qué significan mis palabras para usted, si usted no puede ver lo que yo estoy viendo, si usted no puede escuchar lo que yo estoy escuchando?” (Grossman-Weil, 1987).

Cuando regresó para continuar con la grabación de su relato, luego de una pausa para ir al baño, Iza comentó: “Me sorprendí ahora que fui al tocador y vi mi rostro en el espejo. Ésa no soy yo, sabe; la mujer que ahora tengo en mi mente es la mujer de aquellos años.” Y prosiguió: “Pero la persona que sintió aquel dolor, ésa no soy yo ahora. Cualesquiera sean los problemas que tenga ahora o los que vaya a tener, aquel dolor ya no lo siento.”

¿Qué significa trabajar con la historia del Holocausto? Implica, por supuesto, que el sueño se perturbe y mucho llanto. Eso es evidente, pero quizá sea necesario decirlo. Al mismo tiempo, es trabajar con, no vivir a través de –y aquí regresamos a John Keegan–. Tal vez lo más justo sea decir que trabajar con la historia del Holocausto me ha formado –mis hijas dirían “deformado”–. Y, al mismo tiempo, lo que he aprendido al trabajar esa historia me guía en mi recorrido por la vida.

Referencias bibliográficas
[Dwork, 1993]
Debórah Dwork.
Chidren with a Star.
Yale University Press, (1993),
[Dwork, 2014]
Debórah Dwork.
en Engaging Violence: Trauma, Memory and Representation.
To Work with the History of the Holocaust, Ivana Macek, (2014),
[Dwork, 2009]
Debórah Dwork.
Robert Jan Van Pelt Flight from the Reich. Refugee Jews 19331946.
Norton & Company, (2009),
[Erlich-Sznejerson, 1994]
Erlich-Sznejerson, Iza, (1993/1994) Relato oral recabado en Hamden, Connecticut, el 20 de octubre, 2 y 18 de noviembre y 16 de diciembre de 1993, y el 11 de enero de 1994.
[Grossman-Weil, 1987]
Grossman-Weil, Sara, (1987) Relato oral recabado en Malverne, Nueva York, el 29 y 30 de abril de 1987.
[Keegan, 1988]
John Keegan.
The Face of Battle.
Penguin Books, (1988),
[Koby, 1991]
Koby, Martin, (1987/1991) Relato oral recabado en Ann Arbor, Michigan, el 11 y 12 de noviembre de 1987, y el 12 de enero de 1991.
[Milano-Piperno, 1985]
Milano-Piperno, Mariella, (1985) Relato oral recabado en Roma, Italia, 6 de junio.
[Stein, 1994]
Stein, Elly, (1992/1994) Relato oral recabado en Princeton, Nueva Jersey, 21 de septiembre y 23 de octubre de 1992, y en Wellfleet, Massachusetts, 1 de agosto de 1994.

Una versión previa fue publicada en Engaging Violence: Trauma, Memory, and Representation (2014). Traducción de la versión original en inglés por Lorena Murillo. Cuidado de edición Judit Bokser Liwerant y Eva Capece Woronowicz.

Profesora de historia del Holocausto y directora fundadora del Centro Strassler para el Estudio del Holocausto y del Genocidio en Clark University (Estados Unidos). Fellow Guggenheim, así como fellow del Woodrow Wilson International Center for Scholars y del American Center for Learned Societies. Miembro de la delegación estadounidense del International Holocaust Remembrance Alliance. Participa en distintos consejos y comités, además de apoyar el trabajo de organizaciones y fundaciones comprometidas con la educación del Holocausto. Uno de los proyectos académicos pioneros en los que participa actualmente es “Santos y Mentirosos”, una investigación sobre los cuáqueros, unitarios, seculares y judíos americanos que viaj aron a Europa para ayudar y rescatar a las víctimas del nazismo. Entre sus publicaciones destacan: Niños con la Estrella (1993); Auschwitz, 1270 al presente (1996); Huida del Reich: refugiados Judíos, 1933-1946 (2009), en coautoría con Robert Jan van Pelt; Álbum de Terezínpor Mariánka Zadikow (2008); Un niño en Terezín: el diario privado de Pavel Weiner (2012).

El título de esta publicación alude a la estrella amarilla que miles de niños judíos fueron obligados a portar en su vestimenta como resultado de las leyes raciales antijudías durante el Holocausto. Dwork relata las experiencias de niños judíos en la Europa ocupada por los nazis, y la historia de los adultos que los ayudaron. Un millón y medio de niños judíos murieron en el Holocausto mientras que cientos de miles fueron brutalmente separados de sus padres. Muchos de estos sobrevivieron escondidos, huyendo o transportados a lugares seguros.

El Judaísmo Masortí o conservador surge en Alemania a mediados del siglo xix y se institucionalizó en los Estados Unidos alrededor de 1900; constituye junto a la ortodoxia y al Movimiento Reformista una de las tres grandes corrientes religiosas del judaísmo. El conservadurismo postula el cuidado de la tradición y ley judía (masorety halajá), con un acercamiento abierto y positivo al mundo moderno.

En esta obra, Dwork y Van Pelt muestran cómo la historia del Holocausto y la experiencia de los refugiados judíos están profundamente interconectadas. Las trayectorias y el destino de estos refugiados trasladan la historia del Holocausto a regiones distantes geográficamente de la Alemania nazi y sus territorios ocupados, incluida América Latina.

Es un carruaje con una banca sostenida sobre muelles apoyados en cuatro pequeñas ruedas. La banca de quien la conduce es baja, por lo cual el caballo que tira el carruaje obstruye la visión del conductor.

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