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Vol. 61. Núm. 228.
Páginas 191-210 (septiembre - diciembre 2016)
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Trauma cultural, moralidad y solidaridad La construcción social del Holocausto y otros asesinatos en masa1
Cultural Trauma, Morality and Solidarity The Social Construction of the Holocaust and Other Mass Murders
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Jeffrey C. Alexander
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Resumen

Un trauma cultural se produce cuando los miembros de una colectividad sienten que han sido sometidos a un acontecimiento horrendo que deja marcas indelebles sobre su conciencia colectiva, marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad futura de manera fundamental e irrevocable. Si bien este concepto científico sugiere relaciones empírico/causales entre sucesos, estructuras, percepciones y acciones previamente no relacionadas entre sí, también ilumina, de nueva cuenta, un dominio significativo de responsabilidad moral y acción política. Mediante la elaboración de traumas culturales, los grupos sociales, las sociedades nacionales, y a veces incluso civilizaciones enteras, no solo identifican cognitivamente la existencia y las fuentes del sufrimiento humano, sino que también pueden asumir cierta responsabilidad moral por ello. En la medida en que los grupos identifican las causas del trauma y asumen esa responsabilidad moral, los miembros de las colectividades definen sus relaciones solidarias para que les permitan, e incluso obliguen, a compartir el sufrimiento de los demás. ¿Es el sufrimiento de los otros también el nuestro? Al pensar que así podría ser, las sociedades amplían el círculo del “nosotros” y crean la posibilidad de que la reparación de las sociedades evite que el trauma vuelva a suceder. Empíricamente, este artículo considera la elaboración del trauma en el caso del Holocausto –el asesinato en masa de los judíos por los nazis así como su lugar fundacional en la elaboración del trauma y su resignificación–, y refiere a las experiencias de los afroamericanos, los indígenas, las víctimas coloniales del imperialismo Occidental y japonés, la Masacre Nanking y las víctimas de los regímenes comunistas de la Unión Soviética y de la china maoísta.

Palabras clave:
trauma cultural
maldad radical
solidaridad
Holocausto
Abstract

A cultural trauma is produced when the members of a community feel they have gone through a dreadful event that has left indelible scars on their collective consciousness, branding forever their memories and changing their future identity in an essential and irrevocable way. Although this scientific concept suggests there are empiric/causal links among occurrences, structures, perceptions, and actions that were not previously connected, it also illuminates anew a significant domain of moral responsibility and political action. By elaborating cultural traumas, social groups, national societies and sometimes even entire civilizations may not only cognitively identify the existence and sources of human suffering, but also take certain moral responsibility for it. As groups identify the roots of trauma and assume a moral responsibility, the members of communities establish supportive relationships that may allow them –and even force them– to partake of the suffering of the others. Is the others’ suffering also our suffering? Insofar as it is deemed plausible, societies broaden the circle of the “us” and will endeavor to prevent the trauma from happening again by means of their healing process. This article considers empirically the working-through of a trauma in the case of the Holocaust –the massive extermination of Jews by the Nazis and its foundational status in the elaboration and re/signifying of the trauma–, and discusses the experiences of the Afro-Americans, the indigenous peoples, the colonial victims of Western and Japanese imperialism, the Nanking Massacre, and the victims of communist regimes of the Soviet Union and the Maoist China.

Keywords:
cultural trauma
radical evil
solidarity
Holocaust
Texto completo

No podemos olvidar el pasado, pero cuando encontramos el valor de enfrentarlo y el valor para cambiarlo, construimos un futuro mejor.

(Barack Obama en Herschfelt, 2016)

Un trauma cultural se produce cuando los miembros de una colectividad sienten que han sido sometidos a un acontecimiento horrendo que deja marcas indelebles en la conciencia colectiva, marcando sus memorias para siempre y cambiando su identidad futura de manera fundamental e irrevocable.

Conforme he desarrollado este nuevo enfoque sociológico con colegas y estudiantes, el trauma cultural es, en primer lugar, un concepto teórico2 que sugiere relaciones empírico/ causales entre sucesos, estructuras, percepciones y acciones previamente no relacionadas entre sí. Sin embargo, este concepto científico también ilumina, de nueva cuenta, un dominio significativo de responsabilidad moral y acción política.

Mediante la elaboración de traumas culturales, los grupos sociales, las sociedades nacionales, y en ocasiones incluso civilizaciones enteras, no solo identifican cognitivamente la existencia y las fuentes del sufrimiento humano, sino que también pueden asumir la responsabilidad moral por ello. En la medida en que los grupos identifican las causas del trauma y asumen su propia responsabilidad moral, los miembros de las colectividades definen sus relaciones de solidaridad para que les permitan, e incluso obliguen, a compartir el sufrimiento de otros. ¿Es el sufrimiento de los otros también el nuestro? Al pensar que así podría ser, las sociedades amplían el círculo del “nosotros”. Cuando se expande este círculo, se pueden lograr reparaciones extraordinarias en las redes institucionales y legales de la sociedad.

Algunos de los acontecimientos sociales más importantes en el mundo de la posguerra han sido producidos por un proceso de trauma. Debido a que últimamente algunos actores sociales se han identificado como agentes causales, la solidaridad moral se ha expandido, el universalismo moral y la crítica social se han ampliado, y se han efectuado cambios institucionales y legales fundamentales.

El más extraordinario de estos desarrollos ha sido la identificación gradual, vacilante –aún incompleta y controvertida–, pero finalmente intensamente poderosa, de los pueblos cristianos de Occidente con los millones de personas judías asesinadas por los nazis en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Durante milenios, la civilización cristiana había mancillado a los judíos tildándolos de ruines y subhumanos, excluyéndolos de la sociedad civil, castigándolos en lo económico, persiguiéndolos cultural y políticamente y, en ocasiones, con medidas mucho peores.

Cuando la Ilustración abrió las puertas de los guetos europeos a principios del siglo xix, la exudación de la herida antisemita que infectó la modernidad parecía estar en vías de recuperación. Sin embargo, el contragolpe ante la incorporación judía a las sociedades fue feroz: los pogromos en el Este, el escándalo Dreyfus en la Francia republicana, las nuevas cuotas y las viejas restricciones en los Estados Unidos, el incremento de los sentimientos y políticas antijudíos en Europa central. El monstruo nazi emergió de este cieno primordial. Si bien la estrategia nazi antisemita era más ambiciosa y extrema de lo que se hubiera considerado, su sentimiento antisemita no lo era. Su Estado totalitario antidemocrático permitió a los nazis poner en práctica su Solución Final a la cuestión judía, y fue la derrota militar de dicho Estado lo que evitó su éxito definitivo. No obstante, pese al derrumbe del Estado nazi, permanecieron los amplios sentimientos antisemitas, y no solamente en la Alemania de la posguerra.

En las décadas subsecuentes, sin embargo, el odio generalizado contra los judíos –que había legitimado el asesinato en masa perpetrado por los nazis y permitido que pasara desapercibido– fue sensiblemente atenuado. La red generalizada de restricciones legales e institucionales antisemitas que existía en todo Occidente quedó, como resultado, finalmente destruida.

El origen de este revés en la historia mundial –weltgesichte– se ubica en la elaboración del trauma. Los pueblos cristianos que no tuvieron directamente nada que ver con el Holocausto –estadounidenses, británicos, franceses, escandinavos y austriacos entre ellos– llegaron a sentirse indirectamente responsables del mismo. De este modo, se distanciaron de los sentimientos y las prácticas antisemitas en las que alguna vez estuvieron profundamente implicados. Los ciudadanos de naciones cristianas habían restringido y perseguido judíos en sus propios países; se habían mantenido al margen cuando Alemania instituyó las Leyes de Núremberg en 1933 y organizó la Noche de los Cristales Rotos –Kristallnacht– en 1938. Después de enterarse de la existencia de los campos de la muerte en 1943, los líderes aliados se rehusaron a desviar la campaña de bombardeos para detener la vertiginosa masacre siquiera por un día. Ciertamente, fue el temor al generalizado antisemitismo interno lo que motivó la decisión de los líderes.

Por supuesto, en la primavera de 1945, millones de ciudadanos de países occidentales quedaron horrorizados ante las noticias e imágenes de Buchenwald. Empero, los efectivos estadounidenses que tomaron los campos a menudo mostraban mayor simpatía por los oficiales alemanes bajo arresto que por los judíos iracundos, raquíticos, y de apariencia extranjera a los que liberaban. Y en los años inmediatamente posteriores a la guerra, fue a los bárbaros nazis –no al pueblo alemán, y mucho menos a la civilización occidental antisemita considerada de manera amplia– a quienes se responsabilizó por el Holocausto.

Después del trauma, en efecto se delineó de manera muy estricta el “círculo del nosotros”. Tal como Bernhard Giesen3 ha demostrado, tomó tres generaciones antes de que el pueblo alemán –y, aun así, solo aquellos en la nación occidental reconstruida democráticamente– se hiciera cargo de un sentido más amplio de responsabilidad, para separarse decididamente de las exculpaciones autojustificatorias de los primeros participantes, y de la identidad colectiva colmada de odio propia de la versión anterior de la nación alemana.

En una de las transformaciones culturales más radicales en la historia moderna, con el paso del tiempo Alemania se convirtió en amiga leal de Israel, la tierra que las víctimas judías del nazismo ocuparon para escapar. La nación previamente nazi alberga hoy a la población judía más grande de Europa central; los judíos alemanes continuamente reportan altos niveles de aceptación y seguridad. En la Polonia poscomunista el deseo de reconciliación también es palpable, por lo menos en los centros cosmopolitas. Hay un pronunciado filosemitismo, revivió la música klezmer, se organizan anualmente festivales para celebrar las memorias perdidas de la cultura judía. En los Estados Unidos han sido incorporados escritores, científicos, médicos y empresarios judíos a los núcleos de los grupos de élite que durante siglos los habían rechazado.

Esta transformación de la identidad cultural y del estatus social de uno de los grupos más ferozmente denigrados del mundo fue consecuencia del proceso de elaboración del trauma. El Holocausto vino a ocupar una posición central en la identidad colectiva de las sociedades occidentales y, en el curso de esta creciente centralidad, la comprensión del asesinato masivo de judíos cambió, de manera sutil pero decisiva.

Una hebra vital del proceso de elaboración del trauma transformó la imagen de la víctima. Más que ver a las víctimas judías del nazismo como una masa y un desastre despersonalizado, la cultura popular comenzó a personalizarlos y diferenciarlos. Representar a los judíos como seres humanos reconocibles permitió que los no judíos, por vez primera, experimentaran una profunda identificación emocional con los seis millones de judíos que fueron víctimas de los nazis.

Un poderoso canal para esta nueva forma de expresión cultural fue la memoria en tanto género literario –mémoire. En la década de 1950 se desplegaron una serie de dramatiza– ciones en torno al sufrimiento y la valentía de la niña holandesa “común y corriente” Anne Frank, cuyo Diario finalmente se convirtió en lectura obligada en millones de escuelas primarias estadounidenses. En la siguiente década, La noche, de Elie Wiesel, también alcanzó gran popularidad, penetrando hondamente en el fuero interno y en la conciencia misma de los ciudadanos cristianos y seculares en Occidente. Otro género cultural popular que impulsó esta línea de elaboración del trauma fueron los melodramas televisivos. En 1978 cien millones de estadounidenses vieron la miniserie Holocausto, que también batió récords de audiencia en Alemania. Fue tras la aparición de esta miniserie que el Reichstag alemán eliminó la ley de prescripción respecto a los agentes nazis, cuyas acciones ahora se describían –nótese la generalización– como crímenes contra la “humanidad”.

Tal personalización dramatúrgica de las víctimas judías inició la transformación del Holocausto de un evento histórico a un trauma/drama profundamente conmovedor, que cada vez involucraba más a audiencias no judías en experiencias patéticas de tragedia y catarsis. Esta transformación cultural fue llevada más allá con una nueva comprensión de los perpetradores del Holocausto. La personalización había alterado tanto la identidad de la víctima del trauma que le permitió convertirse en un protagonista dramático. Ahora, la otra figura central de la narrativa del Holocausto –el antagonista nazi– también se modificó sutilmente. El “perpetrador” fue retirado de su particularidad históricamente específica, y su estatus se transformó hacia un papel más arquetípico del mal, el cual se volvería un sustituto para todo el género humano.

El suceso crítico que dio inicio a esta reconstrucción del perpetrador fue el juicio de Adolf Eichmann en 1961, en Jerusalén. Tal y como lo orquestó el primer ministro israelí David Ben-Gurion, la captura y el juicio de Eichmann tenían la intención de reconectar a la ciudadanía de la nueva nación con las personas y los lugares del crimen original, con Alemania, los nazis y los judíos victimizados –en palabras de Ben-Gurion, con “las dimensiones de la tragedia que experimentó nuestro pueblo”–. Por sus conclusiones, sin embargo, el juicio a Eichmann había iniciado algo muy diferente –una universalización masiva de la maldad nazi-. La remoción del Holocausto respecto a las particularidades de tiempo, lugar y persona se cristalizó en la insistencia de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”. Este encuadramiento de la culpa nazi devino muy influyente, aun cuando fue aguda y vehementemente disputado. Como persona banalmente mala, Eichmann podía ser “un hombre común y corriente”. Los antagonistas del trauma/drama del Holocausto comenzaron a parecer no tanto monstruos desbordados, sino seres humanos normales que no eran tan diferentes de todos los demás. Quizá eran simplemente, como dijo Nietzsche, humanos, demasiado humanos.

Esta mentalidad de nuevo cuño fue expresada elocuentemente por el poeta británico estadounidense Wystan Hugh Auden en su poema de 1965, “La caverna de la creación” –The Cave of Making:

More than ever Life-out-there is goodly, miraculous, loveable, But we shan’t, not since Stalin and Hitler, Trust ourselves ever again: we Know that, subjectively, All is possible.

Más que nunca La vida fuera de allí es considerable, milagrosa, querible, Pero no vamos, nunca más desde Stalin y Hitler, A confiar los unos en los otros: nosotros Sabemos que, subjetivamente, Todo es posible.

Otros acontecimientos culturales ampliaron también el círculo de los perpetradores. De manera más llamativa tenemos el experimento del psicólogo de Yale, Stanley Milgram, quien demostró que hombres adultos ordinarios, instruidos, “simplemente seguirían órdenes” de autoridades imperiosas, incluso al punto de poner en grave riesgo las vidas de gente inocente, cuyos destinos imaginaban tener bajo su control. Al plantear cuestiones profundamente inquietantes, los hallazgos de Milgram generalizaron la capacidad de actuar con maldad radical, trasladándola de la desviación nazi a la cotidianidad estadounidense –y quizá a la humanidad como tal–. Décadas más tarde Christopher Browning proporcionó documentación histórica para esta comprensión ampliada en su obra de 1992 Ordinary Men: Reserve Pólice Battalion 101 and the Final Solution in Poland. Cuando Daniel Goldhagen desafió a Browning en Hitler's Willing Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust (1996), donde insistía en la singularidad del antisemitismo alemán, Browning respondió de manera reveladora al referirse a Milgram, aseverando que el carácter de los perpetradores no debía particularizarse, sino universalizarse:

¿Qué permitió a los nazis movilizar y emplear al resto de la sociedad en aras del asesinato masivo de los judíos europeos? En este punto creo que los historiadores debemos acogernos a los análisis de la psicología social. Debemos preguntamos, ¿qué es en verdad un ser humano? Debemos dejar de lado las cómodas y distanciadas nociones de que los perpetradores del Holocausto eran, en lo fundamental, un tipo diferente de persona (Browning, 1996: A72).

Conforme el trauma/drama del Holocausto ampliaba la identificación cultural de y con perpetrador y víctima, el gobierno estadounidense comenzó a perder el control político sobre el relato de la historia del Holocausto. Cuando las fuerzas aliadas derrotaron a la Alemania nazi en 1945, tomaron el control del proceso de representación, garantizando que el asesinato masivo de judíos sería en adelante presentado bajo una modalidad antinazi. En su relato, los aliados de la época –los estadounidenses de manera destacada, pero también Gran Bretaña y Francia– se representaban a sí mismos como protagonistas morales, de corazón puro, heroicos portadores del bien. Sin embargo dos décadas más tarde, durante las guerras políticas de los años 1960, las democracias occidentales se vieron obligadas a ceder esta posición narrativa dominante. En esta ocasión –en comparación con 1945– el control sobre los medios de producción simbólica cambió de manos, más a causa de razones culturales que por la fuerza de las armas.

En los “años críticos” que van de mediados de la década 1960 a finales de los años 1970, los Estados Unidos experimentaron un agudo declive en su prestigio político, militar y moral. La oposición nacional e internacional a la continuación de la Guerra de Vietnam por parte de los Estados Unidos, transformó a la nación en símbolo –para muchos– no del bien de la salvación, sino de una maldad apocalíptica, antidemocrática. Esta transmutación se intensificó debido a los movimientos revolucionarios de los estudiantes y del “Poder negro” en el interior del país, así como a los movimientos guerrilleros anticapitalistas fuera del mismo.

Los Estados Unidos llegaron a ser identificados, en algunos círculos relevantes, con términos que habían sido reservados exclusivamente para los perpetradores nazis del Holocausto. Según la narrativa victoriosa de la posguerra, solo los enemigos de los aliados de la Segunda Guerra Mundial podían ser representados como el mal. Empero, cuando los Estados Unidos se convirtieron en “Amerika”, las bombas de napalm fueron comparadas con las latas que contenían el gas letal, y las llameantes selvas vietnamitas con las cámaras de exterminio de Auschwitz. El ejército estadounidense, que había sido aclamado como el liberador de los campos de la muerte y prometido no repetir el apaciguamiento nazi previo a la guerra, sostuvo en los años 1960 que proseguía una guerra justificada contra los vietnamitas comunistas. No obstante, para muchos intelectuales de Occidente y una amplia multitud de la población occidental instruida, el ejército estadounidense pasó a ser incriminado por estar perpetrando un genocidio contra víctimas indefensas en Vietnam. Bertrand Russell y Jean Paul Sartre instituyeron un tribunal para crímenes de guerra que aplicó la lógica de Núremberg a los Estados Unidos. Incidentes de asesinatos de civiles, como la masacre de My Lai en 1968, fueron representados no como anomalías, sino como una política estadounidense de asesinato masivo. La analogía entre los líderes nazis y los estadounidenses también se planteó de maneras más académicas. Historiadores revisionistas revelaron que los líderes estadounidenses y británicos sabían sobre los campos de la muerte desde 1943 y se habían rehusado a bombardearlos. También surgió un nuevo interés histórico en el bombardeo incendiario de ciudades alemanas y japonesas, al igual que en el bombardeo atómico emprendido por los Estados Unidos contra Hiroshima y Nagasaki.

Con el tiempo, esta expansión de la figura del perpetrador se amplió para incluir a otras potencias aliadas de la Segunda Guerra Mundial y a los que habían permanecido abiertamente neutrales. Charles de Gaulle había tejido una narrativa que purificaba a la nación francesa, primero como víctima y más tarde como valiente opositora, tanto de la dominación nazi como del colaboracionismo “extranjero” en Vichy. A finales de los años 70 y 80, jóvenes historiadores franceses desafiaban esta narrativa. Al contaminar gravemente al gobierno de la Tercera República previo a la guerra –y por implicación, a sus sucesores de la posguerra– estos revisionistas documentaron un patrón de colaboración francesa masiva con las actividades antijudías de los nazis.

A medida que el poder simbólico del trauma/drama del Holocausto se intensificaba, era solo cuestión de tiempo que otras naciones que habían sido derrotadas y ocupadas –e incluso aquellas que habían permanecido neutrales– también se vieran forzadas a renunciar al control simbólico sobre el modo como se narraban sus propias historias. Austria, por ejemplo, desde hacía mucho tiempo se representaba a sí misma como la primera víctima indefensa de la agresión nazi. Cuando Kurt Waldheim ascendió al cargo de secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, su asociación oculta con el régimen de Hitler fue ampliamente revelada y, como resultado, el estatus simbólico de la nación austriaca –que parecía congregarse tras su ex presidente– sufrió la contaminación moral. Mientras que la carrera política de Waldheim sobrevivió a corto plazo –fue reelecto presidente de Austria–, su reputación moral no lo hizo, y la autocrítica nacional provocada por el “affair Waldheim” terminó con la aceptación de Austria de la “corresponsabilidad” por el Holocausto y la guerra. Suiza también se convirtió en objeto de una inversión de su destino simbólico. La pequeña república se enorgullecía de su larga historia de democracia en sus cantones y de la benevolente neutralidad de su Cruz Roja. A mediados de los años noventa, sin embargo, periodistas e historiadores documentaron que el gobierno suizo de los tiempos de la guerra había lavado oro nazi. A cambio de los valiosos minerales saqueados de los cuerpos de los judíos condenados y asesinados, los banqueros suizos dieron a las autoridades nazis billetes sin marcar que podían ser usados para financiar el Holocausto y la guerra.

Estos procesos de desconstrucción política e inversión simbólica universalizaron el Holocausto; permitieron que las llamadas “lecciones del Holocausto” –a menudo referidas como “moralidad post-Holocausto”– se aplicaran de manera menos específica en lo nacional, de modos menos particularistas. El símbolo del Holocausto se volvió una representación del empleo sistemático de la violencia masiva contra los miembros de cualquier colectividad estigmatizada, ya sea que esta sea definida de manera primordial o ideológica, en cualquier lugar y en cualquier momento.

Como símbolo del mal radical, el “Holocausto” se dilató, rebosante de maldad. Ahora dramatizado como la tragedia insigne de los tiempos modernos, este mal extendido se volvió un drama que obligaba a su eterno retorno, en el sentido de Nietzsche. Al igual que los griegos y sus tragedias, la inmersión de los ciudadanos de Occidente en el drama del Holocausto proveía de catarsis, clarificación moral y quizá incluso cierto estado de gracia. La leyenda del Holocausto se narró y se volvió a narrar, se dramatizó, filmó, novelizó en cientos y –con el tiempo– miles de maneras estéticamente cautivadoras, en respuesta no solo a la necesidad emocional, sino a la ambición moral. Sus personajes, su trama y su deplorable desenlace daban pie a una sensibilidad aguzada ante el mal social moderno. El mensaje del trauma/drama reflejaba una versión modernizada –más reflexiva– de la tragedia griega.

El mal está dentro de todos nosotros y en cada sociedad. Si nosotros mismos tenemos la capacidad de ser víctimas y también perpetradores, entonces ninguno de nosotros puede distanciarse legítimamente del sufrimiento de las víctimas o de la responsabilidad de los perpetradores. No obstante, esta experiencia catártica y sus lecciones morales nos permiten cambiar, para que podamos prevenir que nunca más se lleven a cabo genocidios.

La aptitud para escribir, organizar un reparto y producir un trauma/drama sobre homicidios masivos se difundió hacia otras naciones, a otros grupos marginados y oprimidos, incluso hacia enemigos contemporáneos del pueblo judío israelí, tales como los palestinos. El “Holocausto” se volvió una metáfora conectora desplegada por los desvalidos, quienes se representan en el papel de víctimas sufrientes, y sus oponentes en el de perpetradores.

El trauma/drama del Holocausto –los recursos estéticos vueltos morales que ofrecía para las denuncias del sufrimiento étnico, racial e ideológico– impulsó otra serie de transformaciones de la historia mundial a lo largo de la segunda mitad del siglo xx.

La lucha contra el imperialismo occidental llegó a ser experimentada a través de este prisma. El imperialismo alguna vez había sido visto como un obsequio de la civilización. A la sombra del Holocausto y su crítica corrosiva de las pretensiones de la modernidad, el imperialismo occidental se convirtió en genocidio –como la objetivación y la otredad, como la destrucción física y cultural de civilizaciones estigmatizadas y pueblos que no eran blancos, cristianos ni occidentales–. Los africanos, argelinos, vietnamitas, los indios, los chinos, estas civilizaciones fueron construidas como víctimas indefensas, en tanto que los ejércitos y administradores franceses y británicos son considerados atroces perpetradores. Antes de la publicación en 1961 de Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, ningún pensador había traducido las luchas contra el colonialismo que estallaron durante la posguerra hacia una teoría social convincente. Fanon conceptualizó una lucha revolucionaria que no fue desencadenada por la clase sino por la dominación cultural, emocional, física y, quizá de manera más singular, por los procesos globales de estigmatización racial. Escribiendo a la sombra de la explosión del trauma/drama del Holocausto, Fanon declaró al colonialismo como el peor de los “crímenes de Europa” y, citando “la escala inmensa” de la herida, acusó a “los odios raciales, la esclavitud, la explotación y, sobre todo, el genocidio exangüe que representa la exclusión de mil quinientos millones de hombres” (Fanon, 2004 [1961]: 238). La obra de Fanon fue excepcionalmente influyente. En la era post-Holocausto, las audiencias occidentales influyentes comprendieron el imperialismo de acuerdo con la lógica del trauma/drama del Holocausto. Al considerar a los gobiernos coloniales perpetradores de genocidio y a los colonizados como víctimas abyectas, la ciudadanía no solo brindaba conmiseración y apoyo material a los movimientos antiimperialistas –fueran o no violentos–, sino que luchaba por purgar a sus propios gobiernos de la contaminación moral, y por frenar las guerras coloniales.

Esta inversión moral y revisión narrativa ayudaron a liberar a las naciones no occidentales del yugo imperialista, eliminando siglos de dominio occidental sobre regiones de oriente y del sur del globo. Al hacerlo, el proceso de la elaboración del trauma dio un vuelco radical al panorama mundial de la posguerra, creando nuevas legalidades y soberanías, y colocando los cimientos para las vías infraestructurales de la globalización económica. La historia de liberación del post-Holocausto también dificultó, paradójicamente, la identificación de la represión nacional poscolonial, así como la de los nuevos patrones de las guerras étnicas y regionales.

Otras transformaciones sociales extraordinariamente significativas también se desarrollaron dentro del marco del post-Holocausto. Consideremos, por ejemplo, el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos. Los líderes negros vieron cómo, tras el Holocausto, los ataques contra los sentimientos y las instituciones antisemitas comenzaban a tocar fibras intensamente sensibles, despertando simpatías e identificación entre los grupos nucleares de blancos cristianos de los Estados Unidos. Los africano-estadounidenses se proyectaron a sí mismos en el papel general que antes ocuparon las víctimas judías. Al participar en representaciones dramáticas que generaban violencia traumática contra manifestantes inocentes y pacíficos, el movimiento por los derechos civiles describía a los oficiales sureños blancos como nazis hechos en los Estados Unidos, fuera de control, parecidos a la Gestapo, motivados por un radical odio racial. La recuperación contemporánea de narrativas de esclavos sobre “la travesía del Atlántico” de las víctimas capturadas en África para ser llevadas al Nuevo Mundo, funcionaron como analogía de los “vagones de ganado” que transportaban a los judíos cautivos, en condiciones inhumanas, hacia los campos de la muerte, reforzando la equiparación del sistema de castas racial estadounidense con el genocidio nazi. Los estadounidenses blancos del norte se identificaban cada vez más con las víctimas negras estigmatizadas por la segregación racial expresada en las leyes de Jim Crow, retirando de los perpetradores blancos del sur un siglo de apoyo sentimental. Lo que manó de este trauma/drama racial fueron enmiendas legales e institucionales en la estructura social de los Estados Unidos.

Una historia similar puede ser contada sobre la construcción de relatos análogos y el cambio institucional a partir de las luchas de los pueblos indígenas en el hemisferio occidental. Desde los años 60 surgió una creciente conciencia de que los primeros ejercicios imperiales no tuvieron lugar contra civilizaciones desarrolladas, sino contra los pueblos que estaban allí antes que ellos. Sin embargo no fueron evidencias empíricas de alguna realidad objetiva las que colocaron la aniquilación de los primeros residentes de América en el mapa de la imaginación occidental. En 1962, en El pensamiento salvaje, Claude Levi-Strauss afirmó que el genocidio más dramático de todos, y el más completo, fue el exterminio de los primeros residentes humanos de la tierra. Los conquistadores españoles y portugueses destruyeron culturas e instituciones originarias a lo largo del norte y del sur de América, desatando procesos de destrucción que con el tiempo también ocasionaron la muerte física de la mayoría de sus pueblos. Sin importar que sean identificados como indios, nativos americanos, aborígenes o pueblos originarios, en el mundo post-Holocausto las poblaciones que se enfrentaron a la expansión europea, y más tarde a la estadounidense y australiana, han sido categorizadas como víctimas, sus oponentes como perpetradores, y el crimen como genocidio. Solo en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se humanizó a las víctimas de esta destrucción masiva en cámara lenta, de manera que pudieran provocar identificación cultural y empatía. Sus estilos de vestir, sus cuerpos tatuados y perforados, sus pinturas, esculturas, música y danza han entrado recientemente a la médula de la imaginación moderna contemporánea. Sus luchas por recibir alguna compensación han generado fuerte apoyo político y, a veces, han provocado significativas transformaciones institucionales.

El calificativo “a veces” ofrece una transición suave al otro lado, oscuro, del trauma cultural, sobre el cual reflexionaré en la sección de conclusiones de este artículo, pero que no exploraré a profundidad.

Como todos sabemos muy bien, los grupos sociales a menudo se niegan a reconocer el sufrimiento de otros y, aun cuando lo hacen, frecuentemente ubican la responsabilidad causal de infligir ese sufrimiento en eventos y actores ajenos a ellos mismos. Lo que se desprende de dicha negación es una falta de identificación y empatía. Excluirse del proceso de creación del trauma evita la posibilidad de adquirir una postura moral. Restringe la solidaridad, dejando que los otros sufran solos. Las leyes no son modificadas ni las instituciones reparadas. Los estragos que desencadenaron traumas anteriores quedan en su sitio, situación que puede permitir que los eventos traumáticos originales se repitan.

Continuemos con el proceso del trauma de la posguerra que se centra en los pueblos originarios. Las sociedades del “Viejo Oeste” justificaron y con frecuencia ennoblecieron su expansión dominante, narrándola como un progreso evolutivo, evocando relatos civilizato– rios sobre salvación religiosa y el cultivo secular de “tierras vírgenes”. Hace cuatro décadas, escarmentados por el creciente poderío de la leyenda del Holocausto, algunos grupos nucleares de Occidente comenzaron a desplazar los aspectos más racistas de sus narrativas de fundación tejiendo nuevos mitos originales –en películas, televisión, canciones, novelas y pinturas– que reconocían el sufrimiento de los pueblos nativos. Los líderes australianos se disculparon y ofrecieron indemnizaciones a los indígenas radicalmente marginalizados, y los intelectuales de la nación y empresarios culturales transfiguraron los dibujos totémicos indígenas –que alguna vez se pensaron sin valor– en arte sumamente valioso. Los líderes políticos y culturales estadounidenses tuvieron gestos similares con el resto de los nativos americanos diezmados, y algunas demandas legales dieron por resultado la restauración de tierras robadas, aseguradas por antiguos tratados. En Canadá, la iglesia anglicana pidió a los pueblos originarios del país que la perdonaran por haber creado internados dedicados a la conversión religiosa, la disciplina implacable y la asimilación cultural forzosa.

En décadas recientes, sin embargo, estos esfuerzos generalizados por emprender una revisión cultural se han atenuado, y las enmiendas institucionales se han detenido. El gobierno de Ottawa ha devuelto a las tribus nativas el control efectivo sobre grandes extensiones del territorio nacional, pero se trata de tierras en gran medida distantes de los grandes centros poblacionales, que permanecen como tundra congelada gran parte del año. El gobierno estadounidense ha restaurado una significativa soberanía a las reservas indias, pero el nuevo control, distribuido inequitativamente, se ha utilizado para construir casinos de apuestas para estadounidenses blancos, permitiendo que solo pueda prosperar una pequeña minoría sobreviviente de los pobladores originales del continente. Cuando el conservador australiano John Howard llegó al poder hace 18 años, se retractó públicamente de la disculpa ofrecida por el gobierno laborista, y aconsejó a los aborígenes que se integraran y se volvieran ricos. Es imposible imaginar a los pueblos cristianos de occidente exhibir tal ambivalencia respecto al Holocausto, mucho menos a los alemanes contemporáneos. Ciertamente, la negación del Holocausto es un delito en la mayor parte de los estados europeos.

La misma ambivalencia y polarización ha enturbiado los esfuerzos occidentales para lidiar con sus historias imperiales.

  • Desde que los conservadores ingleses volvieron al poder hace cinco años, ordenaron que se revisaran los libros de texto, de modo que se pudieran volver a resaltar las contribuciones civilizatorias del imperio. Cuando el primer ministro David Cameron visitó India el año pasado, habló de las sorprendentes oportunidades ofrecidas por sus mercados capitalistas contemporáneos, pero no mencionó que la industria algodonera inglesa hundió en la bancarrota a las empresas textiles de la India dos siglos antes. La mera sugerencia de que los anglo/británicos deberían sentir vergüenza por su feroz destrucción de la estructura social de Irlanda hace cuatro siglos –ni se diga ofrecer disculpas y enmiendas– seguiría siendo rechazada con vehemencia en el Reino Unido de hoy.

  • Los franceses siguen ofreciendo el Bachillerato a les sécondaires en sus antiguas colonias, muchas de las cuales proveen románticas escapadas de la civilización “seria” a su opulenta burguesía. Los libros de texto franceses solo cuestionan tímidamente las sangrientas guerras de terror que su nación llevó a cabo contra Argelia y Vietnam.

  • La Unión Soviética perdió su imperio hace apenas una generación, pero los líderes y las masas de su remanente ruso se sienten sobre todo desprovistos, no culpables. Reservan su simpatía y solidaridad no para las culturas locales y los pueblos que dominaron y buscaron socavar, sino para sus cófrades étnicos rusos, olvidados cuando la Unión Soviética perdió la Guerra Fría. Los efectos de tal proceso de trauma restringido se desarrollan ante nuestra mirada, conforme Rusia vuelve a ocupar Crimea y amenaza a Ucrania oriental en la actualidad.

  • Y ¿qué hay del victorioso rival de Rusia en la Guerra Fría, los Estados Unidos? En tanto que la historia revisionista continúa prosperando y persisten las narrativas trágicas sobre Vietnam, los historiadores neoimperialistas se han convertido en celebridades por instar a los estadounidenses a no renunciar a su yugo neocolonial, y sus excesivos esfuerzos militares por hacer del mundo un sitio seguro para la democracia casi han llevado a la nación a la bancarrota. Mientras tanto, la mayoría de los estadounidenses, tanto los intelectuales como las personas comunes, parecen realmente incapaces de reconocer que su nación, en efecto, a menudo se comporta de manera intimidatoria y hegemónica.

Quizá el cortocircuito con mayores consecuencias de un proceso de trauma imperial se ha desarrollado al otro lado del mundo, en el Lejano Oriente. Las autoridades japonesas se han rehusado categóricamente a reconocer la brutal ocupación, durante décadas, de China y Corea, que precedió a la derrota militar de su nación en 1945. Si se niega la existencia misma de una ocupación traumática, difícilmente se puede considerar el sufrimiento de sus víctimas, mucho menos hacerlas objeto de empatia; se rechaza el estatus de perpetrador y la solidaridad queda restringida. En tanto que el Partido Socialista de Japón y su poderoso sindicato magisterial persistentemente desafiaron tales negaciones chovinistas, su profundamente perjudicial realidad ha permanecido.

¿Qué hay de las decenas de miles –posiblemente lleguen a 200 000– de “mujeres de confort” coreanas, jóvenes esclavizadas y utilizadas como prostitutas por el ejército imperial japonés? A finales de 2014, el gobierno conservador del primer ministro Shinzo Abe envió al embajador japonés de los derechos humanos a Nueva York, para pedirle a la relatora especial sobre violencia contra las mujeres, Radhika Coomaraswamy, “que revisara su informe de 1996 sobre las mujeres de confort –un relato acreditado de cómo el Japón imperial forzó a mujeres y niñas a participar en esclavitud sexual”, según el diario New York Times.4 Abe esperaba anular la emblemática disculpa presentada ante las víctimas coreanas que Japón había ofrecido 20 años atrás. Tal medida, predijo entonces el New York Times:

Muy posiblemente arrancaría una reacción explosiva de Corea del Sur, donde se considera a las mujeres un símbolo emocionalmente potente de la brutal colonización de su nación, a principios del siglo xx, a manos de Japón. [...] Para muchos coreanos, el impulso de los derechistas japoneses es visto como prueba de la ausencia de remordimiento por el trato dado a las trabajadoras sexuales de la época de la guerra, así como a otras víctimas de la colonización japonesa en la península coreana. El presidente de Corea del Sur, Park Geun-hye, ha rehusado reunirse con el señor Abe hasta que Japón se muestre más arrepentido (Fackler, 2014).

Dieciocho meses más tarde, después de que la Organización de las Naciones Unidas se negara a reconsiderar, los ministros de relaciones exteriores japonés y coreano anunciaron una “resolución final e irrevocable” que otorgaba $8.3 millones de dólares de ayuda humanitaria a las 46 mujeres de confort sobrevivientes, así como el reconocimiento, cuidadosamente circunscrito, del ministro de relaciones exteriores japonés, señalando que “la problemática de las ‘mujeres de confort’ fue un asunto que, con la participación de las autoridades militares de la época, dañó gravemente el honor y la dignidad de muchas mujeres” y que, “en ese sentido, el gobierno de Japón reconoce penosamente su responsabilidad” (San-Hun, 2015). El acuerdo ocasionó una severa reacción negativa dentro y fuera de Corea, y la última abrevó de las lecciones generadas por el Holocausto. “Las víctimas de violación sistemática y generalizada o, en la jerga actual, de un crimen de lesa humanidad, merecen mucho más que eso”, comentó Lee Sung-yoon, profesor de estudios coreanos en la Fletcher School of Law and Diplomacy de la Universidad Tufts.5

¿Y qué hay de la Masacre de Nanking, donde soldados japoneses machetearon y mataron a tiros, a lo largo de solo seis semanas, a entre cien y doscientos mil chinos a partir de diciembre de 1937? El Santuario Yasukuni, en Tokio –en el que el primer ministro Abe ha reanudado las visitas-, muestra a los chinos como agresores en Nanking y a Japón respondiendo renuentemente, sobre la base de la autodefensa.6 Al sugerir una guerra entre iguales –más que un asesinato en masa-, la narrativa desplegada en la Sala de Exhibiciones 10 (Alexander y Rui, 2012: 17) sostiene que “se derrotó a los chinos rotundamente” y que “dentro de la ciudad, los residentes pudieron volver a sus vidas cotidianas en paz”. Tal proceso de trauma bloqueado permite que Japón niegue su papel anterior de perpetrador. Su Esfera de Co-prosperidad de Asia Oriental se enmarca no como expansión imperial, sino como un esfuerzo para hacer frente a la hegemonía estadounidense; su guerra contra los Estados Unidos –como su accionar militar en Nanking– se plantea como autodefensa nacional. Esta limitada construcción del trauma sugiere que es el Japón de los tiempos de guerra, y no aquellos a quienes subyugó y asesinó, quien merece el papel de víctima. Después de todo, ciudades japonesas fueron atacadas con bombas incendiarias, e Hiroshima y Nagasaki experimentaron el Holocausto nuclear.

Una vez más, la manera en que evoluciona el proceso de trauma tiene efectos institucionales. Con las rutas culturales necesarias para experimentar una mayor solidaridad bloqueada, el Japón contemporáneo no puede tender lazos con China ni Corea. Los destinos económicos de China están entretejidos con los de Japón, sin embargo la República Popular China está fortaleciendo su fuerza naval y declarando propias algunas islas en disputa. El primer ministro Abe recientemente comparó la actividad militar china con el robustecimiento naval alemán previo a la Primera Guerra Mundial, aun cuando se esfuerza por remodelar el perfil militar de Japón, y corregir su Constitución de la Paz.7

Este modelo de trauma abolido también se aplica a los asesinatos en masa cometidos por los estados comunistas totalitarios. La República Popular China de Mao y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de Stalin instauraron programas que directa e indirectamente diezmaron a decenas de millones de ciudadanos. Durante la Gran Hambruna que siguió al Gran Salto Adelante de Mao a finales de los años 50, millones perecieron en silencio.8 En la década siguiente, la Revolución Cultural ocasionó muchos millones de muertes más. Han pasado décadas y el régimen revolucionario maoísta ha desaparecido, pero en la República Popular China contemporánea sin duda sigue siendo difícil discutir públicamente, y aún mucho más procesar estos eventos traumáticos y llorar la muerte masiva de sus víctimas. A pesar de que su ideología se ha transformado de manera fundamental, el partido político que perpetró estos horrores continúa, no solo para controlar los medios simbólicos de producción, sino para proyectar una narrativa optimista que hace relativamente invisible el lado oscuro de la modernización de China. Las responsabilidades morales no han sido asumidas y, en consecuencia, no se han llevado a término las enmiendas civiles en la estructura social china.

A primera vista el caso ruso parece diferente –ha habido un cambio radical de régimen–, pero el efecto sobre el proceso de trauma ha sido menos de tipo que de grado. El auge nacionalista en la Rusia post Yeltsin, así como la insistencia de Vladimir Putin en que los rusos vuelvan a enorgullecerse de su grandeza, hacen extremadamente difícil reexaminar la situación de los cientos de miles de presos y muertos en el Gulag, de los millones que murieron durante la hambruna ucraniana y de las innumerables víctimas de los otros crímenes masivos de Stalin.9 El líder de guerra sigue configurándose como protagonista principal de la narrativa modernizante de Rusia, e incluso los registros que guardan la memoria de sus millones de víctimas son difíciles de encontrar. El gobierno de Putin, junto con algunas organizaciones no gubernamentales rusas, acosan a Memorial –la organización de derechos humanos con base en Moscú, dedicada a la preservación de artefactos y memorias del Gulag–. Una vez más van de la mano el autoritarismo político, la impunidad oficial y el bloqueo al proceso de trauma.

El gobierno de Putin es capaz de capitalizar el legado de Stalin porque Rusia no se ha reconciliado del todo con el lado oscuro de esta herencia. La administración de la ciudad de Moscú abrió un museo sobre el Gulag el año pasado, pero no han sido conmemorados la mayoría de los campos de trabajo forzado ni las fosas comunes existentes alrededor del país. El único campo Gulag y museo que aún se conserva, Perm 36, recientemente quedó a cargo del gobierno, que cambió el enfoque del sitio hacia su contribución a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Memorial, una organización no gubernamental, ha pedido que se prohíban los monumentos dedicados a Stalin [pero] el Ministerio de Justicia ha tildado de “agentes extranjeros” a diversas filiales de Memorial [...] Rusia no será capaz de reformar su gobierno, cada vez más autoritario y corrupto –que rechaza los valores “occidentales” como los derechos humanos y la democracia, al tiempo que participa de su modelo económico capitalista–, en tanto se rehúse a reconocer los excesos del gobierno más tiránico en su pasado (Luhn, 2016).

Las fuerzas materiales están profundamente implicadas en el sufrimiento social, y los cálculos estratégicos y consideraciones prácticas que detonan los eventos traumáticos requieren de una significativa organización social. Las fuerzas organizativas, materiales y estructurales a menudo se encuentran a la cabeza y son tema central de los estudios sobre el Holocausto, por ejemplo en la obra de Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto. Sin embargo, mi preocupación aquí ha sido rastrear la manera en que tales causas y efectos son crucialmente mediados por las representaciones simbólicas del sufrimiento social, con la comprensión del modo en que un proceso sociocultural canaliza los efectos emocionales del sufrimiento, y con qué repercusiones. Estas fuerzas discursivas y emocionales –lo he mostrado– transforman los mundos de la moralidad, la materialidad y la organización.

Intelectuales, artistas, políticos y líderes de movimientos sociales crean narrativas sobre el sufrimiento social no solo mientras sucede, sino también después de los hechos. Al crear nuevos intereses ideales, las narrativas sobre el trauma pueden detonar reparaciones significativas en el tejido social. También pueden instigar, a su vez, nuevas rondas de sufrimiento social.

La construcción cultural del trauma colectivo se alimenta de experiencias individuales de dolor y sufrimiento, pero es la amenaza a la identidad colectiva, más que a la individual, lo que define qué sufrimiento está en juego. El sufrimiento individual tiene una extraordinaria trascendencia humana, moral e intelectual; no obstante, por sí mismo es un asunto de ética y de psicología. Mi preocupación es por aquellos traumas que se vuelven colectivos, con la forma en que pueden ser concebidos como heridas para la identidad social compartida.

Se trata de un asunto de intensa labor cultural. Las colectividades que sufren –ya se trate de diadas, grupos, sociedades o civilizaciones– no existen solo como redes materiales. Deben ser imaginadas para convertirlas en realidad. La pregunta crucial que surge no es ¿quién me hizo esto?, sino ¿qué grupo nos hizo esto? Los intelectuales, los líderes políticos y los creadores de símbolos de todo tipo plantean demandas en contienda. Identifican protagonistas y antagonistas, y los entretejen en narrativas proyectadas ante públicos de terceras personas.

Las víctimas individuales reaccionan a las heridas traumáticas con represión y negación, y obtienen alivio cuando estas defensas psicológicas son superadas y hacen consciente el dolor, de modo que permitan guardar duelo. Para las colectividades es distinto. Más que negar, reprimir y elaborar, se trata de una construcción y encuadre simbólicos, de la creación de relatos y personajes, y de avanzar a partir de eso. Se erige un “nosotros” a través de la narración y la codificación, y es esta identidad colectiva la que experimenta y hace frente al peligro. Millones de personas pueden haber perdido sus vidas, y muchas más podrían haber experimentado un grave dolor; aun así, sin embargo, la construcción de un trauma cultural compartido no está automáticamente garantizada. Las vidas perdidas y las penas experimentadas son hechos individuales, y el trauma compartido depende de procesos colectivos de interpretación cultural.

Las guerras perdidas, las depresiones económicas y los asesinatos en masa pueden ser entendidos a partir de relatos radicalmente diversos que implican prescripciones sociales pronunciadamente antitéticas. Si se puede re/imaginar y re/presentar a los traumas, la identidad colectiva cambiará; se dará la búsqueda de un re/recuerdo del pasado colectivo, se puede ampliar la solidaridad y pueden llevarse a cabo unas muy necesarias indemnizaciones civiles. Solo tal articulación completa del proceso del trauma puede evitar que los mismos horrores vuelvan a suceder.

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Una versión previa de este ensayo fue presentada como conferencia ante el Vienna Wiesenthal Institute for Holocaust Studies en marzo de 2014. Se publicaron después versiones escritas en Theoretical Studies in Literature and Art y en Thesis Eleven. Fue revisado una vez más para esta publicación. Traducción de su original en inglés por Lucía Rayas. Cuidado de la edición Judit Bokser Liwerant y Eva Capece Woronowicz.

Es doctor por la Universidad de California, Berkeley. Actualmente es Lillian Chavenson Saden Professor of Sociology en la Yale University y Profesor Emérito en la University of California, Los Ángeles (Estados Unidos). Académico visitante en Cambridge, Gokdsmiths College en la University of London, The London School of Economics, Stanford, Konstanz University, entre otras instituciones. Sus líneas de investigación son: teoría, cultura y política. Exponente del “programa fuerte” en sociología cultural; ha investigado los códigos culturales y las narrativas que informan diversas áreas de la vida social. Entre sus libros recientes destacan: The Crisis of Journalism Reconsidered: Cultural Power (editado con Elizabeth Butler Breese y Maria Luengo) (2015); Obama Power (con Bernadette Jaworsky) (2014); The Dark Side of Modernity (2013); The Oxford Handbook of Cultural Sociology (editado con Philip Smith y Ronald Jacobs) (2012); y Trauma: A Social Theory (2012).

Mi compañero más notable en esta travesía teórica ha sido Ron Eyerman, quien ha trabajado el trauma cultural en una serie de monografías de investigación dedicadas a la esclavitud (2001), los asesinatos políticos (2008 y 2011) y los desastres naturales (2015). Eyerman y yo formamos parte del equipo de científicos sociales que desarrolló la teoría del trauma cultural a finales de los años noventa. Véanse: Alexander, Eyerman, Giesen, Smelser y Sztompka (2004); Giesen (2004); Eyerman, Alexander y Breese (2011). Para un compendio de mis ensayos sobre trauma, véase: Alexander (2012). Para la perspectiva cultural sociológica más general dentro de la que encaja este proyecto en torno al trauma véanse: Alexander (2004) y Alexander, Jacobs y Smith (2012).

Véase: Alexander, Eyerman, Giesen, Smelser y Sztompka (2004).

Véase: Kotler (2014).

Véase: Sable y Sang-Hun (2015).

Véase: Alexander y Rui (2012).

Artículo 9 de la Constitución de Japón que prohíbe la guerra como medio de resolución de conflictos internacionales (N. de la T.).

Véase: Jisheng (2012).

Véase: Applebaum (2004).

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