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Vol. 18.
Páginas 156-183 (enero - junio 2015)
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La participación ciudadana: un proceso
Citizen Participation: a Process
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Sergio Tamayo Flores-Alatorre1,2
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Resumen

El presente trabajo muestra la participación política de los sectores populares que se desarrollan en las ciudades, principalmente la Ciudad de México, en el periodo de 1968 a 1995, desde la perspectiva de la ciudadanía y los movimientos sociales. La argumentación se fundamenta en dos premisas teóricas: la primera revalora la dimensión política de los movimientos sociales en la visión de Charles Tilly, que combina la diferenciación estructural con los cambios en la naturaleza de la acción colectiva. Con ello se entiende que los movimientos sociales no son únicamente agrupaciones específicas, sino procesos y desafíos públicos y culturales, que representan una acumulación dialéctica de acontecimientos políticos capaces de alterar y afectar estructura e instituciones. La segunda premisa es entender, como Francesco Alberoni, a los movimientos sociales como transiciones, cuyo verdadero origen parte de una institucionalidad que es transgredida, con lo cual se da origen a un estado naciente, creativo, lleno de efervescencia y energías colectivas.

Abstract

This study explores working class political participation in the cities, primarily in Mexico City, during the period from 1968 to 1995 from the point of viwe of citizenry and social movements using Charles Tilly’s approach which combines structural differentionation with changes in the natureof group action. This serves toshow that social movements are not only specific groups but public an cultural processes and challenges with a dialectic accumulation of political events capable of altering and affecting structure an institutions. The second premise is to understand social movements as transsitions, as Francesco Alberoni does, whose true origin lies in the transgression of institutionality, which is then replaced by an emerging, creative state, full of effervescence and collective energies.

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Introducción

Es bastante común que la gran mayoría de los estudios sobre los movimientos sociales en México se orienten en dos enfoques metodológicos: uno destaca el análisis inductivo, a través del cual la detallada descripción de un caso en estudio puede darnos explicación del conjunto del fenómeno; el otro da prioridad al aspecto estructural, las condiciones objetivas por las cuales los movimientos tienen necesariamente que surgir o comportarse de acuerdo con determinadas modalidades preestablecidas, y privilegia el estudio desde las instituciones y el Estado. Ambas perspectivas han tratado de precisar los cambios que la acción de los movimientos ha conseguido en el nivel de la estructura o las instituciones. Y es aquí donde ubico una persistente limitación en tales visiones, primero porque conciben a los movimientos como hechos sociales, aislados históricamente y, segundo, porque los caracterizan como resultado de situaciones concretas inmediatas; y los cambios que probablemente produjeran son analizados como si fueran efectos concretos inmediatos. Dentro de estos enfoques es más difícil percibir las consecuencias verdaderamente históricas y estructurales que estos u otros movimientos en otros momentos, a veces ya no visibles en la actualidad del estudio, pudieran haber tenido, porque los cambios que se producen en la estructura, según tales versiones, no provienen directamente de la acción social sino del sistema institucional. Los movimientos sociales son concebidos como actores, esto es, protagonistas en un escenario ya diseñado, cumpliendo roles y estatus prefijados socialmente.

Una interesante alternativa para estudiar la acción de los movimientos sociales parte de ubicarla en el seguimiento de su desarrollo, y no tanto en su génesis. Considero que un aporte en el conocimiento de los movimientos no está en el hecho mismo de su gestación, sino en explicar la dinámica que adquieren al convertirse verdaderamente en sujetos sociales, conscientes de la realidad a la que pretenden transformar, y que establecen con cierta precisión su ámbito de influencia.

Relacionadas con lo anterior, parto en este caso de dos premisas teóricas, la primera proviene de los trabajos de Charles Tilly,3 cuyo enfoque combina los análisis micro y macro, explicando cómo la diferenciación estructural —por ejemplo, las rápidas urbanizaciones o la reestructuración industrial— sumada a la dimensión política modifica la naturaleza de la acción colectiva. Pero repetiríamos el error al quedarnos en este nivel; lo útil es desprender de aquí el sentido inverso, precisando cómo las transformaciones en la naturaleza de la acción colectiva pueden explicar la diferenciación estructural y los cambios en la dimensión política. Para llegar a esta elaboración, es importante entender a los movimientos no como grupos, sino como procesos de tal manera en que la acumulación dialéctica de acontecimientos políticos, y no necesariamente uno solo, es capaz de alterar la estructura y las instituciones.

La segunda premisa de este estudio proviene de Alberoni,4 que entiende los movimientos sociales como transiciones que surgen al transgredir la institucionalidad, entendida esta como la verdadera esencia de la organización de la vida cotidiana. El movimiento naciente que irrumpe en la cotidianidad va manteniendo un desarrollo dialéctico que tiende a la transformación, reforma o readaptación institucionales. Este desarrollo creativo, eufórico, en constante efervescencia social y detonante de energías, alguna vez contenidas, es la transición hacia un nuevo tipo de institucionalidad. Los cambios, aclaro, pueden entonces sugerirse desde los mandos institucionales, pero serán siempre resultado de fricciones sociales no controladas sistémicamente.

Me importa, pues, en esta perspectiva, exponer al movimiento como proceso, y en el contexto de una transición, que se forma y se revalora en la lucha social.5 Para hacer esto, analizo los cambios en la participación ciudadana y en la acción de los movimientos sociales que se dieron en el espacio urbano mexicano durante el periodo de transición entre los años setenta y ochenta, y los comparo con la situación más reciente del primer lustro de los noventa.

La pregunta que trato de responder aquí es: ¿cómo la práctica ciudadana, a través de la acción de movimientos sociales, en un país semiperiférico como México, que ha entrado acelerada y violentamente en un nuevo modelo de desarrollo, transforma e influye, históricamente, concepciones culturales y formas de organización social? En sentido estricto, los términos participación y prácticas ciudadanas son fundamentales para el desarrollo de este trabajo, ya que es una forma original de explicar los cambios que ocurren en ciertos momentos de la organización social. Dada la importancia que le atribuyo, defino la idea de ciudadanía como aquella que se vincula con una práctica, y que rebasa la concepción que la entiende como una serie de atributos y derechos rígidos e inamovibles, otorgados desde las instituciones y adquiridos pasivamente por los individuos. Ciudadanía es en efecto derechos y atributos, pero redefinidos en un proceso continuo, además conflictivo y contradictorio, y que se precisan históricamente por la fuerza de la confrontación entre intereses, materiales y culturales, de distintas fuerzas sociales.6 Cuando los individuos luchan por transformar o ampliar la ciudadanía están realizando un cuestionamiento simbólico, para usar la idea de Melucci,7 de los códigos dominantes. Y esta es, para precisar, la concepción que uso en este trabajo.

Otra noción que me ha sido útil para explicarme la ciudadanía es la de transición. Puede la transición entenderse como cualquier proceso dinámico. Un movimiento social es una transición, y todo aquello que implique movilidad, mutación o metamorfosis. La dinámica del movimiento social ocurrida en México entre 1968 y 1988 puede analizarse como una transición, porque muestra nítidamente el paso de una situación objetiva y de una expresión cultural, esto es, el cambio de un modo de ser a otro distinto. Cuando Touraine define al movimiento social como una acción colectiva resultado inmediato de una situación objetiva, pero que pasa a tener una diferente condición porque se convierte en sujeto, está hablando de la misma transición a la que se refere Alberoni con su definición de movimiento naciente, al que diferencia explícitamente del concepto de institución. La institución significa permanencia, mantenimiento y conservación de roles y reglas. Movimiento significa transgredir esos roles y esas reglas.

La transición que me ha servido de contexto en este trabajo se expresó durante veinte años, se caracterizó por resentir profundos cambios en la economía política, que modificaron viejas relaciones entre todos los países del orbe, y crearon nuevos circuitos internacionales en las grandes ciudades. Fue este el tiempo en que se profundizó la globalización de la economía y se generó una nueva división internacional del trabajo que afectó indiscriminadamente a países altamente desarrollados, a los llamados de nueva industrialización, así como a los países periféricos.8 Es razonable suponer que estos cambios a nivel estructural tuvieron manifestaciones políticas y culturales específicas en cada país, dependiendo de su ubicación en el sistema mundial, por lo que no debe extrañar que durante la década de los noventa, cuando la globalización ha entrado ya en su proceso de consolidación, las diferencias entre países y aun entre regiones en un solo país sean notables.9

Dado que la década de los noventa, en esta óptica, es resultado de una etapa de transición, el objetivo de este trabajo es mostrar las características de dicho proceso, relativas a la participación política de los sectores populares que se desarrolló en las ciudades y principalmente en la Ciudad de México.10

Un último elemento por definir es el de movimiento popular, cuya heterogeneidad hace difícil conceptualizar en un término que lo englobe todo, ya que ha venido formándose por distintas expresiones sociales: cristianos (disidentes de la Iglesia), ecuménicos, mujeres (tanto feministas de clase media como de sectores populares), residentes, trabajadores de sindicatos oficiales, trabajadores de sindicatos independientes, estudiantes y grupos de izquierda. No obstante lo anterior, y para el propósito de este artículo, defino este movimiento como el conjunto de acciones colectivas realizadas por las clases populares, población de bajos recursos, trabajadores y asalariados —que incluye a un importante sector de clase media—, abarcando en esta categoría a los partidos de izquierda,11 y que se han opuesto a aquellas otras acciones también colectivas de clases sociales distintas, por ejemplo, de sectores empresariales y clases medias altas así como del Estado mismo. Aclaro que uso los términos movimiento popular y movimiento social de izquierda como sinónimos.12 Es útil insistir, para entender mejor el proceso de construcción del proyecto ciudadano popular, que el movimiento social fue influido por dos amplias corrientes ideológicas: el nacionalismo revolucionario y el socialismo, y que durante esta transición tales formas de identidad se tocaron en muchos momentos, aunque no sin complicaciones. Este proceso sinuoso determino la elaboración de un proyecto político alternativo, y por supuesto contradictorio, que se enfrentó a las estrategias derivadas del Estado y los empresarios.

Como referente empírico, planteo la hipótesis que establece que tanto la reforma política de 1977 a nivel nacional, como la contundente exigencia por democracia de la sociedad civil en la Ciudad de México en el último lustro de los ochenta, fueron los verdaderos detonadores de la creciente participación social. Para ilustrar lo anterior he dividido este artículo en tres partes. En la primera, me aproximo al momento en que las acciones colectivas locales se fundieron en un movimiento social, durante las décadas de los setenta y ochenta, y analizo la participación ciudadana a raíz de las causas y efectos de la reforma política alrededor de la cual el movimiento popular fue modificando y definiendo su práctica política. En la segunda, argumento la fuerza política alcanzada de la demanda por democracia en la Ciudad de México, las diferentes formas de concebirla (unas como derechos políticos), y las formas de participación concomitantes, que llegaron a tal nivel de ebullición que fueron capaces de modificar estructuras institucionales, así como transformar los códigos simbólicos de la propia acción colectiva. En la tercera parte describo la participación ciudadana más reciente, efectuada en los primeros cinco años de la década de los noventa, y realizo una comparación con la de los años previos, con el objeto de mostrar la nueva índole de la acción colectiva.

Las fuentes usadas para la elaboración de este trabajo son, principalmente, varios archivos privados, periódicos, documentos elaborados por organizaciones sociales y entrevistas a profundidad realizadas con políticos y activistas sociales, que fueron actores y sujetos en esta historia.13

1El movimiento empezó a buscar su destino imaginario

El movimiento estudiantil de 1968 fue el catalizador que precipitó la lucha social en esta transición.14 Fue un movimiento social por su composición, pero no por la esencia de sus principales demandas, ya que reivindicó sobre todo la expansión de los derechos civiles y políticos, y la generación de mayores espacios de participación. Su importancia, subrayo, ha sido el impacto causado sobre las transformaciones de la práctica ciudadana en el ámbito de lo político y que se distinguen a dos niveles, uno directo y otro indirecto. En un nivel inmediato, influyó en la modificación de las legislaciones referidas a los ámbitos de los derechos civiles, sociales y políticos. En la dimensión civil, provocó cambios constitucionales en la definición de los delitos de disolución social que permitieron ampliar una conciencia ciudadana por los derechos humanos a través de la lucha por el reconocimiento de los presos políticos, la cual fue de las principales fuentes generadoras del movimiento social en las décadas de los setenta y ochenta. En lo social, influyó indirectamente en importantes sectores de trabajadores que demandaron ampliar los derechos laborales, concretados algunos en las reformas a la Ley Federal del Trabajo de 1970 y después de 1972 y 1976, tales como reducir la semana laboral y ampliar la cobertura de la seguridad social y la vivienda. Además, el movimiento estudiantil se extendió a nivel nacional por la democratización universitaria y contra las aun incipientes pero claras tendencias a la privatización de algunas universidades como las de Sonora y Nuevo León. La neblina del 68 cubrió también las luchas por la sindicalización de los empleados universitarios y la formación de experiencias educativas de vanguardia en aquel entonces, como el autogobierno y los Colegios de Ciencias y Humanidades de la unam. En la dimensión política, tuvo efectos más bien de largo plazo, pero decisivos, en la creación de la reforma política, resultado también del desarrollo de movimientos sociales y grupos guerrilleros a principios de los setenta, alimentados por muchos estudiantes que experimentaron la fuerte dinámica de los sucesos del 68.15

De esta manera, a partir de los años setenta, importantes sectores de la población comenzaron a expresarse colectivamente construyendo inifnidad de mundos sociales a pequeña escala, que les permitían controlar desde abajo las múltiples dinámicas de las organizaciones civiles que hacían surgir. No hubo signos de levantamientos revolucionarios, como hubieran querido los izquierdistas, pero al menos muchos ciudadanos empezaron a reflexionar sobre la necesidad de participar agrupadamente y construir imaginarios colectivos que después se empalmarían con las grandes utopías existentes. Esto tuvo consecuencias profundas en la práctica de la ciudadanía, sobre todo por el significado de la reforma política que aceleró la conciencia y exigencia de transitar hacia la democracia.

Del abstencionismo electoral a la reforma política

Durante las presidencias de Luis Echeverría y José López Portillo, el movimiento se desarrolló en tres etapas que mostraron distintas formas de entender la participación ciudadana. En la primera prevaleció en el movimiento una política abstencionista; en la segunda etapa se multiplicaron las experiencias y confictos electorales, principalmente en los niveles local y regional, y en la tercera se entró de lleno a la reforma política que se puso en marcha y que fue así institucionalizada.

La etapa abstencionista. El abstencionismo fue, en un principio, la principal bandera política de la izquierda radical naciente, con la cual cuestionó la legitimidad del gobierno heredero de las políticas represivas contra los estudiantes.16 Esta estrategia, que permitió acrecentar su base juvenil de apoyo, reflejaba de alguna manera la renovada desconfianza de la población en los procesos electorales existentes.17

Tanto para la izquierda como para el movimiento popular, el sistema electoral bloqueaba la participación de la oposición. Las elecciones, pensaban, no eran la plataforma adecuada para plantearse una alternativa revolucionaria. El contexto además estaba fuertemente influido por la represión del 68 y la acción de la guerrilla urbana, que no dejaban resquicio alguno para participar institucionalmente.18

Los grupos guerrilleros surgieron en algunas ciudades durante el primer lustro de los años setenta.19 Sus primeros proyectos ideológicos planteaban la necesidad de orientar un trabajo político en sindicatos y universidades, que combinara la acción de las masas con la lucha armada, por lo que no sostuvieron en sus inicios, contra lo que algunos han pensado, el foquismo como orientación de la insurrección revolucionaria. La Liga Comunista-23 de Septiembre (LC-23), por ejemplo, llamaba a la guerra popular en las ciudades con tales preceptos. Sin embargo, el lento desarrollo de la lucha social fue aislando a estos guerrilleros de una deseada e inexistente base social, y convirtiéndolos cada vez más en grupúsculos marginales.20 La clandestinidad y el aislamiento del movimiento de masas hicieron que estas organizaciones fueran extremadamente vulnerables a la infiltración de la policía, a la represión y a su gradual extinción. Fue así la forma en que el gobierno eliminó su fuerza relativa. Para 1977, en su mayoría, los guerrilleros estaban ya encarcelados o desaparecidos. Por consiguiente, tal grado de marginación subordinó el análisis político y la elaboración teórica que sobre la revolución tenían estos grupos a constantes justificaciones de los desesperados actos terroristas en que se convirtieron sus acciones armadas: creaban argumentos para legitimar su práctica y su existencia. Tal fue el proceso de descomposición y desaparición de muchos de ellos que la reforma política posterior sólo confrimaría su plena desintegración.

La segunda etapa fue la lucha electoral municipal. Destaca sobremanera, sin embargo, que no todos los movimientos apoyaron el llamado a la abstención electoral. En el ámbito municipal, varios grupos y organizaciones participaron en campañas políticas electorales, en las que promovían amplias movilizaciones que generalmente se orientaban a rechazar a las autoridades impuestas y a denunciar la corrupción de funcionarios locales, su mala administración y el abuso del poder, lo que les significaba la posibilidad de avanzar hacia lograr un cierto control popular de los municipios en pugna.21

La conciencia ciudadana se fue constituyendo como resultado de reivindicar necesidades sociales no cubiertas e irresponsablemente negadas por gobiernos regionales autoritarios. A través de la gestión social, estos grupos populares se enfrentaban a otros también de carácter local que buscaban reconocer (e imponer) a su vez sus propios intereses y demandas, excluyendo en la práctica las necesidades de los otros.22 Resulta, pues, sintomático que la dimensión local de lo político los hiciera confrontarse entre sí durante los procesos electorales apoyando diferentes opciones, aquellas que cada grupo consideraba cercanas a sus intereses, y buscando así el control de los recursos municipales. No debe sorprender entonces que los municipios se convirtieran en el lugar común de la lucha popular, en la medida en que la demanda social arribaba naturalmente a la arena política; el derecho al sufragio se convirtió en parte fundamental de la movilización.

La tercera etapa fue la reforma política. La participación del movimiento social en la política formal, dentro del espacio institucional, empezó con la reforma política. El proyecto gubernamental quería abrir resquicios electorales para la izquierda con la finalidad de canalizar el descontento de los movimientos sociales influidos por ella y abatir el proceso de deslegitimación del gobierno iniciado desde 1968.23 Una parte de la izquierda consideró oportuna la apertura democrática, por lo que después de las elecciones presidenciales de 1976, su estrategia política cambió: el pcm (Partido Comunista Mexicano), el prt (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y el (Partido Mexicano de los Trabajadores) argumentaron la necesidad de elaborar una autentica reforma política,24 que no se restringiera al ámbito electoral, sino que permitiera poner un alto al paternalismo y despotismo del gobierno, que se respetaran los derechos sociales y políticos de los ciudadanos y se les dieran capacidad de organizarse por sí mismos en partidos políticos independientes.25

La reforma política se aprobó en 1977, lo cual permitió a ciertas organizaciones, antes relegadas al margen de la ley, participar legalmente. Es fácil imaginar que la participación se haya incrementado notablemente a partir de esta fecha, pero sería un error suponer que con semejante acontecimiento la transición a la democracia se había resuelto. Un aspecto esencial, preocupante para muchos, era que la reforma política se restringía hasta asfixiarse por ser, en los hechos, una simple ley de procesos electorales, que si bien mostraba un importante avance en la materia, era aún insuficiente. Para la oposición, el tránsito hacia la consecución de plenos derechos ciudadanos tendría que haber contemplado la libertad de autoorganización, la libre afiliación política en forma individual y la reforma del Estado, reduciendo el centralismo y el presidencialismo al otorgar un mayor peso político al Congreso de la Unión.26 Limitaciones estas que habían sido conscientemente entendidas y aplicadas por el Estado, ya que la reforma había sido diseñada, en realidad, como una forma de control social.

Al buscar la colaboración de la izquierda a través de su legalización,27 el gobierno apostaba a dos situaciones ya señaladas más arriba pero que es útil subrayar: una, la legitimación del régimen; la otra, canalizar una parte del descontento social y de la participación ciudadana a través de la izquierda; aunque el Estado sabía bien que se arriesgaba con ello a que la oposición alcanzara simpatías que cuestionaran la hegemonía política del partido oficial. La evidencia disponible indica que prevaleció esto último durante la siguiente década.28

El principal problema que el régimen no pudo controlar, como si hubiera abierto la caja de Pandora, fue el hecho de que al ampliar el espectro electoral, pero sin abrir un proceso verdaderamente democrático en otros ámbitos, el sistema se fue ahogando en una multitud de cuellos de botella que lo precipitaban cada vez más en una crisis política prolongada. En efecto, el conficto social que abrió el movimiento estudiantil de 1968, y la acción de grupos guerrilleros a principios de los setenta, fue resuelto relativamente con la reforma política al aceptar en 1979 a los primeros diputados comunistas (pcm) al Congreso; pero a pesar de ello, el movimiento continuó con el Partido Acción Nacional (pan), aumentó su influencia entre las clases medias, y aún así siguieron los fraudes electorales en los municipios y en los estados de la República. El marco legal que el mismo régimen había conformado para canalizar la oposición no estaba teniendo la efectividad deseada.

Sin embargo, sería también un error pensar que la reforma política destruyo el control que el sistema político ha estado teniendo sobre el conjunto de la sociedad civil. El resultado inmediato fue contradictorio. La izquierda tuvo que ajustarse y aceptar las nuevas condiciones institucionales, al mismo tiempo que criticaba las limitaciones de la reforma. En cierta medida se hizo reformista, desdibujó su perfil clasista y dejó de pensar en la revolución como resultado inminente de la crisis estructural y de la acción de unos cuantos iluminados organizados en un partido de cuadros. Importa, en esta perspectiva, el que algunos analistas coincidan en la visión de que los partidos políticos en esta etapa pusieron demasiado énfasis en los procedimientos técnicos electorales y se olvidaron del trabajo cotidiano de organizar y gestionar demandas en los movimientos sociales. Sin embargo, no soy partidario de esta idea totalmente, porque lo que la información disponible muestra es que las organizaciones de oposición evolucionaron aceleradamente, dejaron de ser espontáneas, influyeron políticamente a las organizaciones del movimiento social, se gestaron diferentes y ricas experiencias de participación, y aun distintos grados de vinculación con respecto a la misma reforma, y todo esto influyó para que la crisis interna del aparato político se profundizara. En otras palabras, la naturaleza del conficto de clase empezó a cambiar a partir de ese momento.

Este proceso muestra que, en efecto, la acumulación de experiencias y acontecimientos producidos en el ámbito de la acción social tiene impactos perdurables en el nivel de las instituciones, en el mediano o largo plazo.

Ganar el derecho a gobernar

La reforma política fue finalmente aceptada y adoptada por el movimiento social de izquierda, aunque no sin fuertes roces en su interior. Lo que vino después fue la cuestión de profundizar y extender la participación ciudadana a todos los niveles de la vida política. Las experiencias electorales en las ciudades y municipios, así como aquellas a nivel nacional, habían sido enriquecidas por la legalidad de la disidencia, y tal actividad fue prioritaria hasta en la izquierda radical.29

El hecho de demandar elecciones libres y generar acciones contra supuestos fraudes electorales no sólo enfrentaba al movimiento contra la tradición autoritaria del gobierno, sino que permitía una amplia discusión y comprensión en el interior de los grupos de los diferentes proyectos políticos e ideológicos que entraban a concurso. Fue surgiendo cada vez y con mayor fuerza la reivindicación de los derechos ciudadanos con una fuerte connotación colectiva, y a través de ellos se fue construyendo una identidad popular. Para decirlo de alguna manera, votar por un determinado candidato, en medio de un alto grado de ebullición social, significaba defender intereses específicos, oponerse a otros y crear un campo abierto de disputa política a través de acciones colectivas, antes, durante y después de las elecciones.30

Defender el derecho al sufragio fue una característica del espíritu ciudadano durante toda la década de los ochenta. Fueron los municipios, de nueva cuenta, el territorio privilegiado de la lucha política, debido esencialmente a que la protesta electoral creció y se delineó así con mayor nitidez. Los confictos políticos paradójicamente surgieron desde lo profundo del Revolucionario Institucional, que no sólo buscaban romper el control oficial tradicional, sino que reflejaban las fuertes pasiones que rebotaban entre sí, aceleradamente, contra los cimientos del partido a nivel de sus propios grupos de presión. Fue así, pienso, que se edificó una identidad en muchos ciudadanos que se recreaba por el simple hecho de oponerse al pri; no importaba siquiera que alternativa política se escogiera, fuera de derecha o de izquierda; lo fundamental era demostrarle al partido del gobierno la frustración y decepción del ciudadano por su incapacidad de asumir las verdaderas banderas populares.31 Ahí empezó a manifestarse el creciente y precipitante deterioro de la hegemonía del pri, ahí comenzaron a hacerse visibles y creíbles otros proyectos, cuya principal tarea fue evidenciar el abandono del proyecto nacionalista gubernamental, y ofrecer otras alternativas que, vistas en conjunto, seguían representando en realidad los proyectos de clase de la sociedad mexicana.32

Del desarrollo de esta práctica ciudadana distinta y de la crisis interna de la elite política, emergió la figura disidente de Cuauhtémoc Cárdenas, quien logró articular al creciente y heterogéneo movimiento social, al representar a campesinos, obreros y clases medias en torno a un discurso constitucionalista, democrático y nacionalista,33 y que obligó por su arrastre popular a una alianza entre socialistas y neonacionalistas, que convergieron al identificar como su enemigo común al neoliberalismo. Se había abierto una puerta ancha por la cual el movimiento social de izquierda podía ligar la lucha por los derechos sociales y la participación electoral, tal como lo había hecho antes, pero sin mucho éxito, a pesar del incremento relativo obtenido en las votaciones federales de 1982 y 1985. Para entonces, en las elecciones presidenciales de 1988, la posibilidad de cambiar de régimen se hacia mayúscula.34

Las elecciones se llevaron a cabo en un ambiente conflictivo, pero con amplia participación. Testimonios diversos aseguraron que Cárdenas había sido el ganador; sin embargo, la elección fue otorgada a Carlos Salinas. A la luz de lo acaecido, la protesta contra el fraude electoral alcanzó un nivel tal que el triunfo del priista sería considerado como el más dudoso y cuestionado de la historia moderna de México. Miles de ciudadanos independientes, sin pertenecer a algún partido político u organización social, se adherían a las movilizaciones contra el fraude en mítines y marchas multitudinarias que se acercaban peligrosamente a una rebelión ciudadana. Clamaban a Cárdenas como presidente. La Ciudad de México fue escenario de impresionantes movilizaciones, en momentos de verdadera pasión, mientras que en otros lugares tomaba tintes particularmente radicales, como en los estados de Morelos, Michoacán y Guerrero.

No obstante la enorme efervescencia social e intensidad de la movilización, no se produjeron alteraciones en los resultados oficiales, y en diciembre de 1988, Salinas de Gortari fue designado presidente. Después de ello, el movimiento empezó a perder brillantez y fue fragmentado. Al parecer, al final hubo demasiado interés por parte de los dirigentes en cuidar que las acciones colectivas se condujeran siempre dentro de canales legales, tácticas de no-violencia que buscaban también contrarrestar la presencia de grupos radicalizados que con las armas estaban dispuestos a defender lo que consideraban su victoria electoral. Pero la prioridad de los líderes era otra: conducir el movimiento y consolidarlo a través de la construcción de un partido político de centro-izquierda, por lo que fundaron el Partido de la Revolución Democrática, y eso enfrió las expectativas inmediatas populares, como veremos más adelante.

De enorme importancia fue lo que se vivió en México en aquel tiempo, resultado de una acumulación de experiencias de sectores de la ciudadanía que se iban sumando unos, restando otros y multiplicándose otros más, en un proceso dialéctico y formativo, entrelazándose con dirigentes y militantes que realizaban esfuerzos por abrirse paso hacia la democracia. Sería un error suponer que 1988 fue sólo el resultado de acontecimientos inmediatos, efecto inminente de una crisis estructural o producto de mentes ambiciosas. Smelser,35 desde el estructuralismo, siempre buscó conocer las determinaciones del comportamiento colectivo y pensó en la acumulación de factores que podrían producirlo. Pues bien, si la participación ciudadana en 1988 reflejó en mucho tales aspectos, también es cierto que expresó una historia de vaivenes de infinidad de experiencias organizativas, transformaciones en el pensamiento y en la ideología de los grupos de presión, y cambios en las características de los liderazgos en momentos específicos del ciclo de vida del movimiento. Quiero insistir en que éste era aquel mismo que tenía una postura abstencionista a principios de los setenta y que pasó a adoptar moderadamente la reforma política de 1977, que devino en una disputa abierta a través de la amplia participación electoral a nivel local entre 1982 y 1987 y concluyó compartiendo un espíritu de defensa del derecho constitucional por un sufragio efectivo, hundiendo solidas raíces en la participación social de 1987 y 1988.

Las ideas sobre democracia en el movimiento

La exigencia por democracia fue el síntoma agudo por el cual la lucha por los derechos sociales de la población adquirió una verdadera connotación política. La disputa abierta contra el Estado por demandas materiales, y en conficto con otros grupos sociales, implicó un cierto nivel de enfrentamiento político. Así, por ejemplo, las demandas políticas del movimiento social de izquierda en la década de los setenta, aquellas basadas en la independencia y autonomía de las organizaciones sociales, se relacionaron estrechamente con la reivindicación de los derechos sociales —educación ingresos, vivienda, salud— ya que para obtener éstos los ciudadanos tenían primero que romper el corporativismo de los liderazgos tradicionales vinculados al pri y al gobierno.36 Recuérdese tan sólo que los trabajadores urbanos insistentemente demandaron democracia sindical, libertad de asociación y acciones contra el charrismo en sus sindicatos.

Hasta aquí es posible observar que el concepto de democracia para los sectores organizados de la sociedad tenía dos implicaciones: la primera se refería a la ampliación de derechos ciudadanos para el conjunto de la población, y la otra tenía que ver con la práctica autoritaria en el interior de sus propias organizaciones, en donde se rendía culto a los líderes y se aceptaba el trato déspota e intolerante. No debemos incurrir, sin embargo, en el error de establecer en la democracia un parámetro absoluto y rígido con el cual puedan clasificarse los movimientos democráticos y los que no lo son, o los gobiernos que son más o menos democráticos que otros. La democracia es, como la ciudadanía, una construcción social que se edifica en la historia y en la lucha de clases; en esta perspectiva, coincido con Tilly37 al resaltar que no existe la democracia plena, sino el imaginario de democracia a la que pretenden llegar ciertos grupos. Habría que sustituir este término, quizá, por el de democratización, que la percibe como un proceso que tiende a alcanzar un grado cada vez más significativo de participación ciudadana.38

Entiendo mejor así por qué la exigencia de libertades políticas no era una abstracción para la mayoría de la población; por eso importa en esta perspectiva insistir en que para el movimiento obrero, libertad política significaba la plena libertad sindical, el derecho a asociarse libremente, sin ninguna restricción de tipo corporativo, y no es improbable que esto se haya dado en parte por la situación de los trabajadores, campesinos y clases medias, que por muchas décadas se habían visto privados de sus derechos constitucionales a organizarse y defender por sí mismos sus intereses, la cual había llegado a su límite ante la crisis y la pobreza creciente en esta transición.39

En muchos casos, como las fuentes disponibles lo demuestran, fue la lucha por la democracia la que encabezó al movimiento social. Así que no debe sorprender que fuera la Confederación de Trabajadores de Mexico (ctm), desde 1976 y en cada Consejo Nacional, la que hiciera importantes llamados a la necesidad de democracia interna en el sindicalismo oficial, aunque esta demanda se volvió contundente en la medida en que crecía el sindicalismo independiente. Por eso, para la izquierda, el periodo de la década de los setenta fue considerado de reorganización de la clase obrera.

Desde otra perspectiva, democracia sindical significaba autogestión, reconocible sólo a través de la participación directa de los trabajadores en la toma de decisiones sobre la organización laboral y productiva en empresas e instituciones. No sólo se buscaba reivindicar derechos sociales, sino vincularlos con el derecho a la participación.40

La autogestión no sólo fue considerada un derecho de los trabajadores, sino además el derecho del conjunto de la sociedad civil. Nótese, si no, el énfasis de la declaración de principios del Partido Comunista Mexicano (pcm), donde consignaba en 1979 que los comunistas luchaban por un régimen democrático en que todos los ciudadanos, independientemente de su posición social, de su ideología, de sus creencias religiosas y de sus concepciones políticas, tuvieran el derecho de organizarse por sí mismos.41

De esta forma, democracia significaba participación. Pero sería un error suponer que la participación era entendida a través del sistema formal electoral, como muchos intelectuales inscritos en la tradición neofuncionalista la entienden, al separar participación ciudadana de participación política. Por el contrario, además del derecho al sufragio, el movimiento social definió como participación directa tanto la gestión de la vida cotidiana de los individuos como la gestión en la cuestión pública, al estilo de las grandes experiencias de Cataluña, durante la guerra civil española, y de Yugoslavia y Hungría en la década de los cincuenta. Para el caso más circunscrito del movimiento popular mexicano, cuando este reivindicaba el derecho a la ciudad, por ejemplo, quería en realidad extender las normas de coexistencia democrática en sus comunidades urbanas.42 La tendencia que se mostraba en ese momento no era la misma que oponía la democracia participativa a la democracia representativa, sino la que combinaba ambas.

Un ejemplo que muestra la construcción de una visión más integrada de la ciudadanía es el hecho de que, en la década de los ochenta, los movimientos sociales de izquierda avanzaron en el diseño de un proyecto más claro e integrado, cambiando aquella interminable lista de necesidades locales que se iban sumando día con día y que funcionaban como su “programa de lucha”, y sustituyéndola por demandas más estructuradas entre sí y con una propuesta política más coherente. Los movimientos urbanos fueron los primeros que hicieron importantes esfuerzos por centrar sus reivindicaciones bajo programas globales de reforma urbana. Mientras tanto, el movimiento obrero, incluyendo tanto al sector independiente como al oficial, iba a agrupando sus demandas en un proyecto de nación contra la estrategia de modernización gubernamental, que ante las fuertes tendencias estructurales del neoliberalismo, por un lado, y la amplia participación ciudadana, por el otro, permitió que los trabajadores cuestionaran como nunca antes al corporativismo, a través de la denuncia de la conducta servil de sus líderes y el burocratismo sindical. La dirigencia obrera oficial tuvo que realizar enormes esfuerzos por contener el descontento de sus bases y mantener así el pacto social establecido con el gobierno.

Los movimientos sociales fueron cambiando su perfil; de ser expresiones de resistencia popular pasaron a ser fuente de creatividad social. Fue lo que Carlos Monsiváis y Adolfo Gilly coincidieron en calificar como el pasaje de un “identidad regocijante y combativa” a una nueva cultura vital y creativa: “En otras palabras, como transformar temperamento en destino”.43 Si los setenta mostraron a un movimiento naciente, en esta etapa se hizo notar uno en franca maduración, en el cual los participantes fueron definiendo sus ideas, arriesgándose a tomar decisiones, a pensar y a cortar el tutelaje histórico del Estado. Se dio lo que Alberoni44 denomina la transgresión de la institucionalidad anterior, la ruptura con la cotidianidad, el surgimiento del Estado naciente. Recuérdese tan sólo la efusividad característica de los movimientos de damnificados y de las costureras a partir del terremoto de 1985, así como del movimiento estudiantil de 1986.

Por su parte, la clase obrera se volvió más activa, lo cual se expresa a través del incremento en el número de huelgas y emplazamientos a huelga, que fue el mayor en 20 años. Sin embargo, si el número de acciones mostró la capacidad de movilización, sus resultados reflejaron el impacto real cualitativo que tuvo hacia la expansión o incluso reducción de los derechos laborales, y es precisamente esto último lo que ilustra las derrotas en cada una de las luchas obreras, cediendo su lugar central en el movimiento social. Poco a poco fueron perdiendo las herramientas básicas de resistencia: los contratos colectivos fueron destruidos uno a uno y la organización de los trabajadores se redujo al mínimo. El movimiento obrero pasó a una etapa de desesperada defensa de su sobrevivencia, mientras que los movimientos sociales empezaron a convertirse en los principales protagonistas del conficto de clase.

Las transformaciones ocurridas en el ámbito de la lucha de clases abrió otra posibilidad en la que la participación electoral se fue convirtiendo en el principal mecanismo de lucha contra un gobierno que, a pesar de todos sus esfuerzos, estaba perdiendo apoyó social. Las enormes expresiones de insatisfacción, percibidas en las elecciones de 1988, mostraron una profunda fisura en el sistema de dominación del régimen, producto en esencia de la participación ciudadana que se desarrollaba ampliamente en proporción inversa al grado en que el movimiento de trabajadores perdía direccionalidad. Obsérvese, por ejemplo, que el movimiento obrero no participó en el proceso electoral como clase social unificada, sino en forma atomizada, individualmente, debido a que no pudo constituirse en cabeza del movimiento por sus derrotas previas; estaba, digámoslo así, debilitado. Pero tampoco podríamos afirmar que algún otro sector social fue capaz de tomar el liderazgo. Los grupos sociales que sí participaron colectivamente no tuvieron la fuerza suficiente para movilizar y centralizar a la población y así defender el voto popular.

La cabeza del movimiento fue más bien el carisma de un líder, quien había formado parte de la misma elite perteneciente al sistema político. Intelectuales inscritos en la tradición socialista argumentaron que el hecho relevante de la ruptura de Cuauhtémoc Cárdenas con el pri no representaba necesariamente una definición explícita de clase, que pudiera arrastrar en su momento al conjunto del movimiento, representando una dirección tanto colectiva como clasista. De la otra manera, entonces sí, los resultados supuestamente habrían hecho estragos en los cimientos del régimen. Es una paradoja, porque en la otra cara de la moneda, este periodo representó la respuesta unificada del movimiento social, ciudadano, que se fue haciendo nacional, que se opuso a la propuesta de globalización de las corporaciones transnacionales asociadas con el Estado, quien fungió como una bisagra de intermediación para impulsar las políticas del libre mercado en el interior de la nación.45

2Los derechos políticos en la Ciudad de México

Otra característica de impacto institucional de este proceso de mayor participación fue la emergencia de la demanda por la democratización del Distrito Federal (D.F.), cuyos antecedentes se ubican en el dilema de cómo hacer compatibles los poderes federal y local de manera que coexistieran en un mismo territorio sin obstaculizar sus respectivas funciones.46 El hecho relevante es que la insatisfacción social debida a la crisis económica de 1982 y la necesidad de adecuar los canales de participación política a los cambios económicos inminentes, empujaron al gobierno a pensar en democratizar la estructura política del D.F.

Destaca sobremanera la formación de la Asamblea de Representantes en una primera representación de tipo legislativo en la ciudad. Pero quede claro que ésta fue resultado, por un lado, de la movilización de fuerzas sociales en la Ciudad de México después de los terremotos de 1985 y, por otro, de un conficto escenificado en el interior de la elite política, en el cual diversos intereses, a diferentes niveles, se confrontaban entre sí.47 Davis muestra que hubo, dentro del gobierno, tres actores principales que protagonizaron distintos roles y presionaban en distintas direcciones. El primero de ellos fue el gobierno local, representado en aquel momento por el regente Ramón Aguirre, ligado estrechamente con intereses de la industria de la construcción, de los contratistas del transporte y servicios públicos, y con caciques locales. Este amplio sector no quería realizar cambio alguno en la forma en que el gobierno se conducía. Todo hace suponer que tenía fuertes reservas ante tales cambios, pues podrían afectar sus intereses, agitando más aún la efervescente situación política que prevalecía. Un segundo protagonista lo conformaba la mancuerna que hacían el presidente De la Madrid y el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, quienes estudiaron la necesidad de transformar la estructura política y administrativa de la Ciudad de México en convergencia con el programa nacional para la reestructuración industrial, la descentralización administrativa y el proceso de privatización. Finalmente, el tercer sector era el pri; los líderes del partido tenían una propuesta más moderada: coincidían con el ejecutivo en la necesidad de hacer algunos cambios, pero sin que la ciudadanía tuviera aun influencia directa en la toma de decisiones importantes sobre la ciudad —esto es, elegir al regente, a los delegados, decidir el presupuesto y reglamentar aspectos relacionados con el desarrollo urbano.

Extraordinariamente ilustrativos fueron los resultados de las elecciones federales de 1982, que hicieron pensar seriamente en impulsar la democracia política en la Ciudad de México. En esa ocasión el pri triunfó, pero con un mínimo de diferencia con respecto a los otros partidos contendientes y en medio de grandes denuncias que abominaron los hechos por considerarlos fraudulentos. Para 1985, el pri obtuvo en la ciudad 42.75% de los votos, 6% menos que en 1979. El pan alcanzó 27.95% y los partidos de izquierda, juntos, poco menos de 11%. El cúmulo de tensiones e impresiones después del terremoto de 1985 acicateó a miles de personas que verdaderamente clamaron por democracia, un aspecto que para ellos era tan importante como lo podía ser la urgente necesidad social de vivienda. A partir de entonces fue posible notar el cambio en los códigos de la elite local, que modificó sustancialmente su actitud inicial. Resulta sin embargo sintomático que la reforma del D.F se haya dado en forma bastante moderada, tal como el pri insistentemente proponía.48

No nos debe extrañar que con las limitaciones de la Asamblea de Representantes (ardf) después de formada, el movimiento popular le haya prestado escasa atención. Grupos progresistas, movimientos sociales, partidos de izquierda y derecha, sindicatos independientes, etcétera, argumentaron que la ardf no era un verdadero cuerpo legislativo autónomo, ya que dependía demasiado del ejecutivo, así que se aprestaron a reivindicar una asamblea independiente con poder suficiente para elegir y reubicar tanto a delegados políticos como al regente y aprobar el presupuesto de la ciudad. A pesar de esto, ninguna de estas funciones fueron aprobada. Para el ejecutivo nacional, la ardf se constituía por un cuerpo de representantes elegidos por la ciudadanía, que debatiría sobre los problemas urbanos de la ciudad y sugeriría en su caso algunas posibles soluciones a la representación del gobierno local. Pero tal cuerpo no podría tener la facultad de tomar las decisiones. Sería más bien una válvula de escape a las tensiones políticas y sociales de la ciudad capital: era nuevamente un canal para institucionalizar el descontento popular; recuérdese tan sólo la experiencia de la reforma política de años previos.49

Durante la regencia de Manuel Camacho Solís, las fuerzas de oposición insistieron en transformar la estructura política de la ciudad y convertir el Distrito Federal en otro estado soberano. Para sondear la disposición de los capitalinos se organizó, el 21 de marzo de 1993, un plebiscito cuyos resultados permitieran conocer el deseo de los ciudadanos de formar o no el llamado “estado 32 de la Federación”. Habría que preguntarse si el objetivo del plebiscito fue alcanzado, sin lo cual perdería el impacto deseado. El hecho fue que la cantidad de votos obtenidos no fue de ninguna manera abultada, pero sería útil imaginar que, aunque el evento no fue masivo, su impacto cualitativo hizo tensar más el debate público sobre la democracia en la ciudadanía porque, en última instancia, funcionó como una encuesta que midió el termómetro político o, y en la cual se observó que 85% de los votantes dijeron Sí para elegir a la figura del regente, a los delegados y diputados locales, y dos terceras partes querían convertir la capital en el estado 32 de la federación.50

El 16 de abril de ese mismo año, Camacho Solís proponía a la ardf una nueva reforma política para la ciudad, que se definió rápidamente, al grado de que en menos de tres meses, para el 5 de julio, el presidente Carlos Salinas estaba firmando ya la iniciativa que decretaba modificar diez artículos constitucionales relacionados con el estatuto jurídico del D.F., y referidos a la organización política, la estructura gubernamental y la administración pública. La propuesta crearía por vez primera, desde 1928, mecanismos de representatividad para el D.F. Fue éste un cambio, según la propuesta presidencial, enfocado a conciliar el carácter particular de una ciudad donde se asientan los poderes federales, con el ejercicio de los derechos políticos de sus habitantes.51 Y Camacho Solís pidió a todos los diputados del Congreso de la Unión aceptar la propuesta del gobierno, que era la del pri, y para ello se entrevistó con una comisión pluripartidista. Arguyó que la ardf, desde su óptica, tenía que operar en el sentido de un laboratorio de pruebas de prácticas políticas de la ciudad, en la medida en que la ciudadanía había logrado alcanzar un consenso político sobre tan difícil temática y entre un sinnúmero de diferencias ideológicas, aspecto sustancial que mostraba el alto grado de madurez alcanzado por la sociedad civil. En tal caso, la ardf tenía que ser un verdadero ejemplo de corresponsabilidad con las tareas del gobierno.52

Es posible afirmar que, después de lo anterior, la estructura política empezaría a mostrar señales de una mayor democratización. Pero si la reforma política reflejaba una apertura democrática, su resultado expresaba también el conficto social y la creciente participación de la ciudadanía que se dieron durante todo ese proceso. Esto prueba, efectivamente, que la dinámica de la acción colectiva tiene su impacto en la estructura institucional, resultado de un cúmulo de experiencias, de procesos de maduración en las prácticas ciudadanas y de confrontaciones dialécticas entre distintas y muy activas fuerzas sociales.

Buscando nuevas formas de participación

Después de julio de 1988, y al margen de la institucionalidad de la ardf, la Ciudad de México se vio atrapada en una serie de acontecimientos políticos de carácter nacional que se iban sumando en un nuevo tejido de participación. Entonces, los líderes del movimiento neocardenista decidieron construir un nuevo partido. Esa era, decían, la tarea más importante, ya que la efervescencia de la campaña electoral, los resultados las demostraciones contra el fraude y la gran diferenciación entre las fuerzas sociales participantes tenían que canalizarse de un modo coherente. La formación de un partido político venía a ser la mejor forma de garantizar la conducción del movimiento.53

Uno de los acuerdos entre aquellos que fundarían al nuevo Partido de la Revolución Democrática (prd) fue reconocer la diversidad y la pluralidad de las fuerzas sociales participantes. Con tal heterogeneidad, no había otra salida que la de tomar en cuenta la iniciativa y creciente conciencia social de amplios grupos de ciudadanos: pluralismo, por lo tanto, tenía que ser una de las características de la nueva organización y el eje de trabajo debería establecerse a partir de permitir la existencia de tendencias políticas en su interior.54

Hubo, como contraparte, algunos políticos experimentados inscritos en la corriente de izquierda que insistieron en que las agrupaciones socialistas debían conservarse como fuerza política independiente. Ampliaron su crítica hacia aquellos que se estaban incorporando al prd y abandonaban la opción de conducir el proceso desde la perspectiva socialista. Pensaban que la formación de un nuevo partido “democrático, nacionalista y antiimperialista”, para retomar las ideas originales de la Revolución de 1910, era una propuesta plausible, pero no a costa de abandonar el socialismo como alternativa, de mantener su propio programa, su perfil, sus tradiciones y su cultura política. Admitir, decían, la liquidación del socialismo como una fuerza política autónoma y organizada, era un histórico y lamentable error. Los socialistas podrían aceptar y contribuir a una alianza con nacionalistas y demócratas radicales, pero sobre bases firmes, respetando su autonomía y su existencia independiente. Con verdadera pasión señalaron que el socialismo no era extraño a la democracia, sino que iba más allá rebasando los límites de la formalidad burguesa para llegar a obtener igualdad y justicia social para todos. La unidad con otras fuerzas políticas debería darse, pero en otros términos; basarse más bien en la unidad de la diversidad y en el respeto a la autonomía política. Cualquier proyecto organizativo independiente tendría que ser respetado y la pluralidad política resultante, tomarse en cuenta en cualquier tipo de decisión.55

Tal fue el debate que se dio inmediatamente después de las elecciones y en vísperas de la formación del prd entre las principales fuerzas políticas de izquierda. Poco después, y debido precisamente a los confictos derivados de la diversidad dentro del prd, pero principalmente porque cada fuerza social existente trataba de ganar mejores posiciones dentro del partido, el movimiento social influido por éste fue perdiendo su impacto.56 Es posible explicar que el proceso de construcción de un partido político que pretende organizar la espontaneidad y la efervescencia electoral de una parte de la sociedad civil no haya sido una idea tan buena, en el corto plazo, como sus líderes pensaron, ya que después de 1988, los ciudadanos estuvieron buscando otras formas de participación al margen de esta tendencia.

Si bien hay estudios sobre los movimientos sociales en general que muestran una declinación en la participación durante el primer lustro de los noventa, existen importantes salvedades. Una de ellas es el movimiento urbano popular que pudo mantener un cierto grado de fuerza, unidad y participación independiente, principalmente en al Ciudad de México. A nivel nacional hubo varias iniciativas de organización, entre ellas la Convención de Anáhuac, la Asamblea Nacional del Movimiento Urbano Popular (anamup) y la Convención Nacional del mup.

Obsérvese en esta óptica que cuando las movilizaciones contra el fraude fueron declinando, la parte mas radical del prd, principalmente la Asamblea de Barrios, promovió la organización de lo que llamaron la Convención de Anáhuac, que se constituyó entre diciembre de 1988 y enero de 1989. En ella, ciudadanos en lo individual y organizaciones sociales en lo colectivo manifestaron su protesta contra el fraude electoral y exigieron ampliar los espacios de democracia en la Ciudad de México. La convención trató de ser, en un principio, una iniciativa plural, edificada con una estructura flexible que tenía por objeto debatir los grandes problemas de la gran ciudad.

En el marco de la Convención de Anáhuac se realizaron varias movilizaciones que mostraron un tipo de participación que ya no era estrictamente de carácter local, sino que iba proporcionando una visión global de ciudad. El esfuerzo de la iniciativa era oponerse al “gobierno impuesto” con otra idea y concepción de ciudad; incluso se planteó la posibilidad de formar una especie de gobierno paralelo, que sustituyera en la práctica a la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, al fin y al cabo las votaciones federales en el D.F. le habían dado una victoria a Cuauhtémoc Cárdenas en una proporción de tres a uno.

La gran expectativa por esta campaña se presentó rápidamente con la elección de los representantes vecinales y el Consejo Consultivo de la ciudad en marzo de 1989. La Convención de Anáhuac estaba convencida de que el resultado de las elecciones presidenciales de 1988 se reflejaría en los comicios para elegir las representaciones locales de la ciudad. Los convencionistas pensaron que la estructura comprendida por el Consejo Consultivo, los jefes de manzana, los presidentes de colonia y las juntas de vecinos delegacionales iba a ser ganada por la Convención, por eso no sorprende que en esta perspectiva se planteara construir un parlamento paralelo. Sin embargo, la evidencia de la elección fue contundente, los convencionistas no ganaron nada. Dijeron después que el pri había construido un enorme edificio fraudulento para reconquistar y retomar su presencia en la ciudad. Cualquier cosa que haya sido la causa, el hecho relevante es que con ello la Convención se vino abajo estrepitosamente, lo que vino a constituir la segunda derrota electoral para el movimiento popular en la ciudad desde 1988. Los comités de la Convención, organizados para tal acontecimiento, empezaron a desaparecer o a ser canalizados para formar parte del pri.57

Por otro lado, en diciembre de 1989, dos organizaciones de tipo frentista surgieron en sendos actos masivos, realizados paralelamente y mostrando que existía en su seno una fuerte división entre las organizaciones independientes y el prd. La anamup se formo en Xalapa, Veracruz, con una parte importante del movimiento urbano (cud, Conamup, Ugocp y Ucai). Al mismo tiempo, la Convención Nacional del Movimiento Urbano Popular (Conmup) se formaba en la Ciudad de México con organizaciones afiliadas al prd.

No obstante la división, es indudable la importancia que adquirió el movimiento urbano, pues después de todo, mostró una gran capacidad para convertirse en un movimiento social que impactaba políticamente, que pudo constituirse en una fuerza permanente, mostrando una firme continuidad en la lucha social y ganándose la interlocución y gestión ante el Estado y otros sectores, como un verdadero grupo de presión. A pesar de las dos derrotas electorales, sus acciones, sumadas a las de otros grupos, afectarían la aparentemente estable estructura política del D.F., hacia 1993 y después en la reforma política de 1996. Es razonable imaginar lo anterior si subrayamos que la anamup y muchas otras organizaciones sociales ligadas al prd fueron la verdadera herencia del movimiento iniciado en 1968, y el de los primeros años de la década de los setenta. Con esta visión podemos explicar que el movimiento, como lo sugiere Touraine58 para movimientos en países occidentalizados, fue en efecto una acción colectiva producto de una determinación objetiva, que se convirtió, y esto es lo verdaderamente importante, en un sujeto social, que llenó y afectó el ámbito de su influencia, esto es, su propia historicidad, su ámbito cultural y político; pasó de ser una en sí y llegó a ser un movimiento para sí.

3La situación actual

Lo que la sociedad mexicana experimentó en el periodo de transición 1968-1988, como espero haber demostrado más arriba, fue un proceso acumulativo de acciones ciudadanas que llegaron a un nivel, durante los primeros cinco anos de la década de los noventa, de amplia participación, utilizando todo tipo de recursos, tanto legales y formales como informales y violentos. El movimiento ciudadano se ha expresado intensamente en distintos ámbitos y regiones, en ciudades tan importantes como Guadalajara y Monterrey, así como en ciudades medias como Veracruz, Mérida, San Luis Potosí y Tijuana. En lo que corresponde a la Ciudad de México, la ciudadanía se ha mostrado con una mayor fuerza, producto seguramente de la particularidad de la ciudad, corno capital de la República y centro urbano por excelencia donde se concentra el debate político nacional, independientemente de su origen. Dada la importancia de la relación ciudadanía y territorio, una fascinante línea de investigación podría intentar explicar las características que le movimiento ciudadano va presentando en distintas ciudades y subrayar las similitudes y diferencias que éste presenta en su ciclo vital. Es en este sentido que la ciudad, como escribí en otro momento, es objeto y contexto de estudio, y en esta óptica es tanto objeto de reinvindicación —el derecho a la ciudad— como contexto de la acción social. Es en esta perspectiva que puede entenderse con mayor claridad la forma en que le espacio modifica el comportamiento humano, tanto como el comportamiento influye en dar forma y contenido al espacio mismo. Por lo pronto, en las siguientes líneas quiero sólo puntualizar el contexto en el que el movimiento ciudadano de la Ciudad de México ha transformado la naturaleza de la acción en los últimos años, considerando que ha sido fuertemente afectada en fechas recientes por acontecimientos políticos muy complejos. Cuatro son los sucesos que destaco a continuación, haciendo un corte histórico en 1995:

  • 1)

    Con el levantamiento armado del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (ezln) en enero de 1994, la sociedad civil se sumergió en una dinámica de participación alrededor del conficto ezln-gobierno. Una parte de la ciudadanía se manifestó contra la guerra, reivindicó la paz y se solidarizó con las demandas indígenas, buscando una salida política a la confrontación. Durante este año se observaron intensas manifestaciones conducidas por organizaciones sociales, organismos no gubernamentales, grupos que formaron la Convención Nacional Democrática, asociaciones culturales, participaciones individuales, intelectuales, etcétera. Cabe mencionar que entre los más activos han estado aquellos protagonistas del movimiento urbano popular, de grupos de mujeres y de partidos de oposición que habían escenificado aquellas luchas cruentas desde el memorable movimiento del 68. Fue en 1994 cuando, en forma similar al proceso que siguieron los damnificados de 1985, se combinó una transparente simpatía por la rebelión indígena que devino en una idea ampliada de la democracia. La demanda que se extendió por las calles de la ciudad se fue repitiendo con mayor resonancia en todas las manifestaciones y sobre todo en torno a las elecciones presidenciales del 21 de agosto de ese año.

  • 2)

    Los primeros años de la década de los noventa mostraron una gran pluralidad en la participación social, cuando la ciudad se convirtió en escenario de manifestaciones de todo tipo: burócratas, campesinos, estudiantes, colonos, choferes, peregrinaciones religiosas multitudinarias, mítines políticos, plantones de maestros, huelgas de hambre, carpas de apoyo al ezln, grupos mexicanistas y hasta huelgas de ganaderos y finqueros de Chiapas contra el propio ezln.

  • 3)

    Las elecciones presidenciales de 1994, como las de 1988, fueron la síntesis de la efervescencia social. La población y el movimiento protagonizaron una campaña electoral llena de obstáculos y agudos antagonismos políticos: los asesinatos del candidato del pri, Luis Donaldo Colosio, y después de Francisco Ruiz Massieu, abrieron la tapa que escondía tras de sí la fuerte descomposición del régimen; no extrañaron por eso las expresiones derivadas de descontento entre diferentes grupos del partido oficial. Durante este tiempo, se incrementó la violencia y la inseguridad pública; destacaron los secuestros de empresarios y el incremento de la criminalidad; y al final del proceso se contó con la presencia de observadores externos en los comicios, y aun así se repitieron las protestas de inconformidad por los fraudes en que se había incurrido. En medio de todo este ambiente se observó un gran dinamismo de las organizaciones sociales, se les vio en forma masiva, lo que repercutió en las cifras electorales por su alto nivel de participación, que aun cuando los resultados a nivel nacional dieron la victoria al candidato del pri, Ernesto Zedillo, con el 48.77%, y las votaciones para diputados, senadores y representantes en la Ciudad de México expresaron la misma tendencia que la nacional, las diferencias de voto entre los partidos se redujeron notablemente.

  • 4)

    Los movimientos ciudadanos se expresan, ahora, dentro de un escenario muy distinto al de hace 25 años, cuando las primeras inercias del cambio estructural experimentadas en la economía apenas se estaban presentando. La sociedad civil adquiere mayor fuerza, exige más sus derechos, está más diversificada y se organiza mejor, pero, en cambio, está más fragmentada y por ello le cuesta trabajo imponer desde abajo estrategias políticas propias.

    Vemos que las antiguas formas de participación van desapareciendo para dar paso a nuevas vías de acción. La población está cada vez más informada y más interesada en la política, en las formas que va adoptando el régimen, en la gestión cotidiana del gobierno, y todavía más, en la participación electoral; esto a pesar de que el abstencionismo se incrementó en algunas regiones. Como se observa, la ciudadanía es menos pasiva, no obstante menos pasividad no ha sido el catalizador que genere mayor organización, o mayor capacidad de las organizaciones para incorporar a más ciudadanos.

    De enorme importancia puede resultar la comparación entre las experiencias colectivas del periodo de transición y las vividas recientemente. Podría acotar diciendo que dos parteaguas en este proceso fueron los comicios de 1988 y el levantamiento en Chiapas en 1994, porque cualquiera que haya sido el resultado final del primero o vaya a ser la conclusión del segundo, lograron afectar profundamente la conciencia ciudadana de todos los mexicanos. Habría que añadir que precisamente debido a la forma en que se resolvió el primero, pudo cerrarse un ciclo de participación y desarrollo de los movimientos sociales en México, y que con el movimiento zapatista se abrió uno nuevo. Ahora bien, entrando en comparaciones, se diría que

    • a)

      1968 mostró una participación más reducida en número, pero más radical en términos cualitativos, que cuestionó políticamente al régimen y creó una enorme crisis política. En 1988, aunque menos radical que en 1968, la participación fue más nacional y más activa, contaba con un proyecto neonacionalista bastante definido, el cual fue presentado como una alternativa realista y de unidad. Para las elecciones presidenciales de 1994, el movimiento ciudadano se expresó mucho más ampliamente y fue más participativo, pero en contraste, se presentó mucho menos centralizado. La sociedad civil se había venido canalizando por diversas vías y las fuerzas más conservadoras comenzaron a ganar mayores espacios políticos.

    • b)

      La presidencia de Miguel de la Madrid se caracterizó por la búsqueda desesperada de respuestas a la crisis económica. Durante su sexenio muchas luchas de los trabajadores fueron derrotadas y esto causó que el conjunto del movimiento perdiera su centralidad. 1985 marcó un repunte sustancial a raíz de las acciones que se precipitaron por las secuelas sociales del terremoto, que abrió una amplia brecha hacia 1988, cuando el movimiento encontró finalmente la dirección bajo la bandera del nacionalismo. Sin embargo, con la derrota electoral, el movimiento perdió nuevamente su centralidad y sufrió una fuerte recaída.59

    • c)

      El fracaso del movimiento popular en 1988 se dio, además, en un momento en que el socialismo, a escala mundial, dejó de ser una alternativa creíble y deseable para las masas, y el neonacionalismo resurgió tambaleante, más bien como una forma de resistencia contra la tendencia neoliberal, aunque no creo que por mucho tiempo. El corolario de todo esto ha sido sobre todo la fragmentación de la identidad nacional, el surgimiento de movimientos de carácter étnico y el fortalecimiento de valores reaccionarios, cercanos al fundamentalismo. En efecto, la globalización y el enraizamiento de las políticas neoliberales han provocado la fragmentación tanto de la unidad nacional como de clase60 y ha estado recorriendo el mundo entero, encajándose en todos los países y teniendo un efecto diferenciado por las características propias de orden histórico y cultural. Una de esas formas particulares en México ha sido, paradójica y contradictoriamente, la apertura de mayores canales de participación, pero que en esencia son conflictivos y producto de la lucha social.

    • d)

      Una de las diferencias fundamentales entre 1968, 1988 y 1994 se ha dado en términos del tipo de proyecto político. En el periodo posterior a 1968, los activistas pensaron que el socialismo y la revolución serían el resultado lógico de su esfuerzo militante, porque las condiciones objetivas estaban dadas para ello. Las masas debían pensar, así crean, de la misma forma que lo hacían sus dirigentes. A este respecto, recuerdo que un militante de una facción maoísta deseaba con ferviente impaciencia y envuelto en la honesta fantasía de la revolución, que la población participara en su justa cruzada por el cambio, y me decía en 1983: “Realmente no entiendo por qué la gente no puede llegar a la misma conclusión que yo: si hay injusticia, desigualdad y antidemocracia, la solución es por lo tanto el socialismo, una alternativa verdaderamente justa, democrática y buena. ¿Por qué no pueden entenderlo?” Probablemente, ahora estemos pensando en posibles respuestas a tan fundamental pregunta, pero lo cierto es que a pesar de su importancia, aun contamos con muy escasos estudios en México que aborden este dilema.

    • e)

      Después de 1988, muchos socialistas pensaron de la misma forma que mi amigo maoísta, pero en dirección opuesta. Pensaron que debido a que el socialismo se había derrumbado en el mundo, la población habría de volverse, en consecuencia y necesariamente, más pasiva. La evidencia disponible —resultados electorales, incremento en el número de asociaciones y movilizaciones cotidianas— muestra que lo que ha pasado es lo contrario. En los noventa, la ciudadanía no sólo sigue participando, sino que lo hace con mayor intensidad, aunque de una forma diferente a la manifestada durante la transición. El socialismo, lo sabemos, no ha podido levantarse como utopía, y el neonacionalismo, aunque se mantiene en pie, va perdiendo su capacidad unificadora. En cambio en la derecha, la visión del espacio reducido, privado, combinada con los valores conservadores, reaccionarios y el individualismo, están sustituyendo a aquellas ampliamente. En este sentido, el hecho mismo de que la población no se identifique con la izquierda no quiere decir que la participación ciudadana en términos individuales, plurales y electorales no esté siendo una posible opción.

Comentario final

¿Cuál podría ser un futuro alternativo? Seguramente coincidimos en el punto de que es difícil hacer predicciones sobre el comportamiento humano y más aún si nos acogemos bajo la visión cualitativa y accionalista de la historia; por ello, asúmase lo que sigue con todas las reservas del caso. A la luz de lo acaecido, es posible suponer que las contradicciones en el futuro puedan expresarse en la constitución de un nuevo movimiento social, dentro tanto del movimiento obrero como del movimiento propiamente ciudadano. Con la modernización del Estado se ha acelerado un rompimiento entre la vieja burocracia sindical y las nuevas elites políticas. Probablemente se reestructuren los viejos sindicatos y surjan otros nuevos y con nuevos líderes que se desenvuelvan en el contexto de la reestructuración económica a escala mundial. Los efectos de la nueva división internacional del trabajo que se observan con la desindustrialización en los países centrales y las nuevas inversiones transnacionales en países semiperiféricos estarán generando a su vez nuevos procesos de industrialización y proletarización.61 Ya en México se está formando un nuevo proletariado, sobre todo en las ciudades medias, que definirá una nueva capa de dirigentes obreros y por lo tanto nuevas formas de acción y participación; un proceso en el cual las mujeres están siendo ya de fundamental importancia. La cuestión, sin embargo, no debe reducirse a las formas de organización de los nuevos o viejos trabajadores, de cuello blanco o cuello azul, sino ampliarse al entendimiento de las prácticas culturales de los trabajadores, tanto del sector secundario como del terciario, en su vida cotidiana y en los lugares de residencia. Si es cierto que la cultura obrera hoy, como dice Monsiváis,62 es la cultura del rechazo a serlo; si es cierto que en los setenta la conciencia proletaria forjaba las raíces de los movimiento sociales; es cierto, sin embargo, que hoy los fundamentos ideológicos y culturales de la mayoría se basan en la conciencia de no querer ser obrero aunque lo sean. Ese orgullo de los grandes dirigentes obreros automotrices, petroleros o electricistas, por dar un ejemplo, se ha quedado en el pasado, y en su lugar emerge la conciencia de ser ciudadano, y el ámbito de participación donde se expresa mayor conflictividad, y se reflejan las nuevas presiones de la lucha de clases, es el de la contienda electoral.

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Doctor en filosofía por la Universidad de Texas, en Austin. Es jefe del Área de Teoría y Análisis de la Política, del Departamento de Sociología, en la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco.

Agradecemos a la Revista Mexicana de Sociología (RMS) por permitir la publicación de este artículo. La selección estuvo a cargo de Rosa María Mirón Lince y la transcripción fue realizada por Eva Alejandra Mota Coyotecatl, vol. 59, núm. 4, octubre-diciembre, 1990, pp.155-185.

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Alain Touraine afirma que durante este lapso de veinte años se dio la transición hacia el modelo capitalista neoliberal, que ya vivimos en toda su plenitud, y que el tema central en la actualidad ya no debe ser el asunto de la modernidad en abstracto, o de la radicalidad de los confictos, sino el problema de cómo analizar y explicar la fragmentación de las identidades. Cfr. Conferencia de Alain Touraine, Coloquio “Los efectos perversos de la modernidad”, Instituto de Investigaciones Sociales de la unam, 5 de septiembre de 1995.

El enfoque de este estudio destaca la ciudadanía política y la participación colectiva, dejando únicamente como referente el ejercicio de otros derechos ciudadanos (sociales y civiles) y las concepciones que el movimiento fue expresando sobre el carácter del Estado, y que desarrollo en otros trabajos (véase Sergio Tamayo, “The Twenty Mexican Octobers, a Study of Citizenship and Social Movements”, tesis doctoral, University of Texas at Austin, 1994). En consecuencia, analizo aquí el significado de la participación y el concepto de democracia que estos actores reformularon para construir su propio proyecto de ciudadanía. Es importante hacer mención de que por participación ciudadana entiendo una forma de hacer política y que puede ser expresada por canales institucionales o por medios ilegítimos. Ambas alternativas van constituyéndose como resultado de la pugna entre grupos sociales. No creo, en cambio, que la participación ciudadana no deba confundirse con la participación política, pensando que esta última es la práctica exclusiva de partidos e instituciones. Una visión así supone la validez de la separación entre sociedad política y sociedad civil, y cierra la posibilidad de que la emancipación política se dé por otros medios como la movilización, gestión o incluso “revolución de la sociedad civil”. Cfr Marx, La cuestión judía, varias ediciones y Tamayo, “La teoría de la ciudadanía en los estudios urbanos: Estado y sociedad civil, derechos ciudadanos y movimientos sociales”, Anuario de Estudios Urbanos, núm. 3, 1996, uam Azcapotzalco, México, 1996.

A los partidos de izquierda los considero, siguiendo a Offe (“New Social Movements: Challenging the Boundaries of Institutional Politics”, Social Research, vol. 52, núm. 4, 1985), aliados del movimiento, pero además, como parte integrante de éste, representantes desde dentro de un importante polo socialista.

Importa hacer la aclaración de que tampoco limito la participación ciudadana a la producida únicamente desde la izquierda, o por otros movimientos sociales de base popular. Si la participación es sobre todo práctica y concepción de ciudadanía, siendo así uno solo de sus componentes, y si expresa en consecuencia la materialización de la lucha social, entonces refleja efectivamente distintos significados y prácticas de otros actores. Para profundizar en las transformaciones de la práctica de la ciudadanía por el Estado y los empresarios, en un estudio comparativo con los movimientos sociales de izquierda, véase Tamayo, The Twenty Mexican Octobers, A Study of Citizenship and Social Movements, tesis doctoral, Universidad de Texas, en Austin, 1994.

Entre estos materiales, destaco los periódicos Oposición, Así Es, Bandera Roja, Bandera Socialista, Punto Crítico, El Pueblo y Boletín delprd. Para ciertas épocas fue consultado además el archivo presidentes de la Colección Benson de la University of Texas at Austin.

Deseo insistir en que el corte histórico de 1968 obedece al inicio de un periodo específico, de nueva transición en la práctica de la ciudadanía desde la perspectiva del movimiento popular. Además, este periodo coincide con el cambio estructural de la economía política hacia el modelo neoliberal. Sería muy conveniente ampliar esta visión y realizar estudios comparativos entre este periodo y el que se dio después del proceso revolucionario de 1910, para entender el tipo de transformaciones ocurridas y las diferencias participativas que el movimiento ciudadano tuvo, dentro y fuera del aparato oficial. En esta línea habrá que tomar en cuenta fenómenos de gran envergadura como el cardenismo, el almazanismo, el henriquismo, el neocardenismo y el camachismo. Véase sobre este enfoque el estudio de Ariel Rodríguez sobre la historia política de Zacatecas de 1940 a 1991, en Laura del Alizal (coord.) (1995), Perfil histórico de Zacatecas. Interpretación temática 1940-1991, tomo v, en prensa.

Sobre el movimiento estudiantil, se puede consultar Guevara Niebla (“Breve crónica del 68”, Combate, núm. 33, órgano de la sección sueca de la iv Internacional, Bandera Socialista, núm. 72, México, 22 de julio de 1978, y La democracia en la calle. Crónica el movimiento estudiantil mexicano, Instituto de Investigaciones Sociales, unam y Siglo xxi Editores, México, 1988); Zermeño (México: una democracia utópica. El movimiento estudiantil del 68, Siglo xxi Editores, México, 1978); Aguilar Mora (El bonapartismo mexicano, Juan Pablos Ed., México, 1982 y “Ponencia presentada sobre el movimiento estudiantil. Facultad de Filosofía, unam, 19 de diciembre, 1968”, Bandera Roja, núm. 10, octubre de 1973), y Gerardo Unzueta, “Presente y futuro del despotismo como método de gobernar”, Oposición, núm. 6, 15-30, junio de 1970. Es conveniente explicar que Unzueta, miembro del Partido Comunista, escribió este artículo en la cárcel de Lecumberri y lo firmó en mayo de ese año. Además, consultar: PRT, “Nada más, pero tampoco nada menos”, artículo del 10o aniversario del movimiento estudiantil por el Comité Político del Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt), en Bandera Socialista 72, 22 de julio de 1978, y Manlio Tirado, “Pero ¿realmente murió el delito de disolución social?”, Oposición, núm. 8, julio 15-30, 1970.

En abril de 1970, por ejemplo, el Partido Comunista organizó una campaña política contra las elecciones, a través de la cual se dieron importantes movilizaciones en Chihuahua, Durango, Coahuila, Monterrey y Sinaloa, promoviendo el abstencionismo electoral. Cabe decir que el movimiento antielectoral en 1970 se manifestó, en algunos casos, violentamente, como en Monterrey y Chihuahua, durante la campaña de Echeverría, en donde los mítines electorales terminaban con las tarimas quemadas. Los estudiantes fueron los principales actores sociales de este proceso, buscando responsabilizar a Echeverría de lo sucedido en 1968. En otros actos de campaña se presentaban abruptamente exigiendo “libertad de presos políticos”. El fin último de las movilizaciones durante ese tiempo era boicotear los actos oficiales y persuadir a la población con el lema: “No votes, presos políticos libertad”. Edgard Sánchez, entrevista, julio de 1992; véase además Oposición, números de marzo y abril, 1970.

De hecho, Luis Echeverría, candidato del pri, ganó las elecciones de 1970 con 85.09% de los votos, pero con el porcentaje más alto de abstencionismo de la historia moderna electoral. A esto habría que añadir que 25% fueron votos anulados, y 20% fueron votos de otros partidos. El resultado final fue que sólo 21% del padrón electoral votó por el pri (véase López Monjardín, La lucha por los ayuntamientos, una utopía viable, Siglo xxi Editores/ unam-Instituto de Investigaciones Sociales, México, 1986, p. 68). Con el presidente López Portillo, electo en 1976, se dio también un elevado índice de abstencionismo. En conjunto, esto evidenciaba únicamente la creciente deslegitimación del régimen.

El periódico Bandera Roja señalaba: “Las conclusiones son obvias: ante la imposibilidad de apoyar a algún partido, a candidatos independientes, o lanzar nuestros propios candidatos, nuestra política será de denuncia y oposición a las elecciones burguesas”, Bandera Roja 4, abril de 1973.

Fue la primera vez que la población supo de la existencia de la Liga Comunista 23 de Septiembre (lc-23) o de otros grupos, como el Frente Urbano Zapatista, el Movimiento Armado Revolucionario, los Comandos Armados del Pueblo, el Movimiento Guerrillero de Chihuahua, los Lacandones y las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

La mayoría de estos se formaron con intelectuales y estudiantes de clase media, muchos provenientes de escisiones del Partido Comunista y de su sector juvenil. Las principales operaciones tácticas de la guerrilla fueron robos a bancos y secuestros a empresarios y altos funcionarios, a través de los cuales obtenían dinero para sucesivas operaciones y para su lucha propiamente política. El caso de la guerrilla rural fue diferente; tuvo una base social distinta a la urbana. Empezó en 1967 con la formación de grupos armados en el estado de Guerrero, como reacción a la excesiva e innecesaria represión de los gobiernos locales. En respuesta, los campesinos se unieron a la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y al Partido de los Pobres, con la finalidad de obtener un pedazo de tierra y recursos económicos para subsistir. La guerrilla rural mantuvo así una táctica diferente porque tenía ancladas sus raíces en la tierra. Por lo tanto, pudo llegar a la sensibilidad de los campesinos y movilizar a más simpatizantes. Su influencia fue más social que publicitaria. La experiencia de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en el estado de Guerrero, y el Güero Medrano en el estado de Morelos, se orientó a la construcción de poderosos movimientos sociales. El Güero Medrano, por ejemplo, fue el líder indiscutible del histórico movimiento de la colonia popular Rubén Jaramillo.

En 1979, por ejemplo, nueve candidatos municipales del pri en el Estado de México fueron rechazados por sus respectivas poblaciones.

A. López Monjardín, La lucha por los ayuntamientos, una utopía viable, Siglo xxi Editores/ unam-Instituto de Investigaciones Sociales, México, 1986, pp. 36-71.

Es posible afirmar que el proyecto de la reforma política fue estimulado, al menos, por tres situaciones en extremo conflictivas: 1) la acción del Frente Nacional de Acción Popular y la experiencia de lucha de la Tendencia Democrática del Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (suterm) durante 1975-1977, que pudo obtener de un sector de la población un amplio respaldo, al grado que el fnap fue en esa época el centro de operación del conjunto del movimiento social de izquierda; 2) la lucha armada de la guerrilla urbana, y 3) la existencia de un mayor número de grupos de izquierda que actuaban e influían al creciente movimiento independiente.

El periódico Oposición señalaba que la requerida reforma política debería modificar el régimen político antidemocrático que prevenía a los ciudadanos de participar en la resolución de los grandes problemas nacionales: “Lo más importante es la lucha por la libertad política, por la creación de un clima que permita la organización libre de todos los ciudadanos, que propicie la actuación abierta de todas las fuerzas políticas. Se trata de una solución democrática que abra relaciones políticas civilizadas en correspondencia con la moderna sociedad”. Véase Gilberto Rincón Gallardo, 1976, “Prolongar la crisis, dañino para México, urge la reforma política democrática”, Oposición, 164, 27 de noviembre de 1976.

Periódico Oposición, 120, 17 de enero de 1976.

Pablo González Casanova, El Estado y los partidos políticos en México, Ed. Era, México, 1981. Un ejemplo de esto se destaca en el discurso del leído en las audiencias sobre la reforma política con el secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, en donde se subrayaban los limites de la reforma política de 1977, los que a su juicio eran los siguientes: 1) Era una reforma política que coexistía con la imposición de los sindicatos a afiliarse al pri. La descentralización y la dispersión limitaba la acción democrática del movimiento obrero. 2) Había un control judicial sobre los sindicatos a través de las Juntas de Conciliación y Arbitraje; los juzgados que atendían los confictos trabajo-capital eran controlados por el Estado. 3) Una reforma política requería de democracia sindical. 4) Había varias formas de represión a los movimientos sociales a través del ejército, la policía y corporaciones policiacas anticonstitucionales. 5) No había respeto al derecho de huelga, la contratación colectiva y la independencia sindical (Aguilar Mora, El bonapartismo mexicano, vol. ii, Juan Pablos Ed., México, 1982, pp. 25-44). El discurso del prt, contextualizo, se dio un día después de que el ejército interviniera en la Universidad Nacional para romper la huelga sindical. Los líderes del sindicato habían sido detenidos, hubo trabajadores heridos y la autonomía de la universidad había sido violada. En esta circunstancia, la reforma democrática aparecía como caricatura.

Ver prt, Declaración del Comité Político del prt, Bandera Socialista, 72, 22 de julio de 1978.

La reforma política fue una acción riesgosa del Estado, enfocada específicamente a evitar el resurgimiento de tendencias democráticas en los sindicatos, como la del suterm, y la proliferación de grupos guerrilleros en el país. Tal fue su verdadero objetivo, con el cual pretendió controlar el descontento social y canalizarlo a través del parlamentarismo; según algunos: “después de 15 años de reforma política, el gobierno lo logró”. Sergio Rodríguez, entrevista, julio de 1992.

La experiencia del Comité de Defensa Popular de Durango (cdp) ilustra este patrón. Tradicionalmente una organización abstencionista, el cdp decidió participar por vez primera en las elecciones locales y ganó un diputado estatal y cuatro regidores en tres municipios. El cdp había crecido antes como organización barrial, pero se encontraba aislado del resto de la población. Algunos activistas empezaron a reconocer que el cdp era como una pequeña isla, satanizada por amplios sectores de la clase media. Los medios de comunicación desinformaban sistemáticamente a la opinión pública acerca de su organización, mientras el pan había estado ganando votos electorales en el estado. El cdp pensó entonces que para romper el cerco que el Estado había construido contra ellos y frenar el crecimiento del pan había que participar en elecciones. Véase la entrevista de Luis Hernández a Marcos Cruz, regidor del cdp, titulada: “Durango: de la lucha reivindicativa a la democracia social, cdp “, Pueblo, 135, mayo de 1988.

López Monjardín (1989:14) muestra los principales tipos de lucha en las movilizaciones municipales. Los primeros cinco tipos, de acuerdo a su importancia, son: 1. Mítines y marchas, 2. Tomas de presidencias municipales, 3. Denuncias, 4. Protestas masivas, y 5. Bloqueo de carreteras.

López Monjardín,”Las mil y una micro-rebeliones”, Ciudades, 2, México, 10-18, abril-junio 1989.

Véase el análisis de Eduardo Montes de la situación política en ese momento: «Cambios de la situación política», Memoria, 22, septiembre-octubre de 1988.

Véase el articulo de Jorge Tamayo Rodríguez, «Los movimientos sociales y el proceso electoral de 1988», Memoria, 29, enero-febrero de 1990.

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Alejandra Massolo muestra en un estudio comparable cómo las mujeres en los barrios, durante los setenta, tuvieron que romper la cultura de la necesidad (que se muestra como exclusión) y la cultura del miedo (por el autoritarismo y la impunidad de la estructura estatal) a través de la transgresión de su vida cotidiana y la participación colectiva. Esto mismo puede verse en la lucha por la ciudadanía. Massolo, “Las políticas del barrio”, Revista Mexicana de Sociología, núm. 4/94, octubre-diciembre, 1994, pp. 165-185.

Charles Tilly, “Los movimientos sociales como agrupaciones históricamente específicas de actuaciones politicas”, Sociológica, año 10, núm. 28, Actores, clases y movimientos sociales ii, mayo-agosto de 1995.

Tilly establece cuatro puntos significativos que tienen que ver con la democracia, a saber: 1) que la ciudadanía abarque a una gran población, 2) que se distribuyan los derechos con igualdad, 3) que se establezcan consultas directas con la sociedad civil, y 4) la existencia de protecciones contra las acciones arbitrarias del Estado. La manera de acercarse a la democracia es por el avance significativo, cualitativo, de cada punto constitutivo. Un aspecto es fundamental: el hecho de que proliferen los movimientos sociales tiene una correlación positiva con el avance democrático, aunque se aclara que no todos son democratizadores en sus efectos (p. e., el fascismo).

Arnaldo Martínez Verdugo, 1988, “¿Democracia con Estado corporativo?”, Memoria, 19, marzo-abril de 1988.

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Dilema no poco complejo, si tomamos en cuenta que éste se ha venido dando desde principios del siglo xix sin poder ser resuelto. Véase Rodríguez Kuri (1996).

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Ibid.

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Hubo 2 840 casillas electorales ubicadas en parques y centros comerciales, afuera de las iglesias y en las estaciones del metro. El número de votantes fue de sólo 330 mil, menos del 7% del padrón electoral, por lo cual el pri califcó al plebiscito como un juego.

Se dieron cuatro principales cambios: 1) el otorgamiento de derechos políticos a los ciudadanos del D.F, 2) el fortalecimiento de la autonomía de la Suprema Corte del D.F., 3) el otorgamiento a la ardf de facultades legislativas en las cuestiones más importantes de la ciudad, como era la capacidad de aprobar el presupuesto y dictaminar las leyes sobre impuestos, usos del suelo, equilibrio ecológico y protección ambiental, 4) la ciudad tendría un jefe del Distrito Federal surgido de un proceso democrático y representativo. La Jornada, martes 6 de julio de 1993.

Véase La Jornada, martes 22 de julio de 1993. Por su parte, el prd criticó la propuesta porque 1) La ardf estaba limitada para legislar sobre aspectos penales y civiles, relacionados con la vida diaria de los ciudadanos, y 2) El presidente de México designaría aún al procurador de Justicia y al jefe de la policía. Ante tales limitaciones, la propuesta del prd planteaba una descentralización política total. La Jornada, 24 de junio de 1993.

Véase la “Resolución del vi Pleno del Consejo Nacional del Partido Mexicano Socialista”, Memoria, 22, septiembre-octubre de 1988. Del 5 al 7 de mayo de 1989, el Partido de la Revolución Democrática (prd) fue formalmente constituido.

“Resolución del vi Pleno del Consejo Nacional del Partido Mexicano Socialista”, op. cit.

Véase Eduardo Montes, 1988, «Cambios de la situación política», Memoria, 22, septiembre-octubre de 1988.

Al final, el prd se constituyó por: el pms, las Fuerzas Progresistas, El Consejo Nacional Obrero y Campesino de México, la Organización Revolucionaria Punto Crítico, el Partido Liberal, el Movimiento al Socialismo, el Grupo Polifórum, la Asamblea de Barrios, la Asociación Nacional Cívica Revolucionaria, el Consejo Nacional Cardenista, Convergencia Democrática, y Organización de Izquierda Revolucionaria-Línea de Masas. El parm, el pps y el pfcrn decidieron no participar. Ver el discurso de Cuauhtémoc Cárdenas en el acto masivo que llamaba a la formación del prd, s/f.

La Convención de Anáhuac formó comités por toda la ciudad. Sin embargo, bajo la crítica de algunos participantes independientes, muchos de ellos se usaron como comités pro-prd. Sus críticos señalaron que hacerlo significaba corporativizar la convención y romper su espíritu plural y ciudadano. Algunos promotores reconocieron el hecho, pero al final concluyeron que lo más importante, para ellos, en ese momento, era construir el nuevo partido. Entrevista a Marco Antonio Velázquez, julio de 1992.

A. Touraine, Return of the Actor: Social Theory in Postindustrial Society, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1988.

Para algunos activistas, el problema fue que el aspecto fundamental de la dominación sobre los mexicanos, esto es, la dominación sindical no pudo romperse. Entrevista a Sergio Rodríguez, julio de 1992.

Néstor García Canclini, Consumidores y ciudadanos, conflictos multiculturales de la globalización, Editorial Grijalbo, México, 1995; Esteban Krotz (comp.), La cultura adjetivada, uam Iztapalapa, México, 1993.

M. Smith y J. Feagin, The Capitalist City, Basil Blackwell, Cambridge, 1987.

Carlos Monsiváis, Los rituales del caos, Editorial Era, México, 1995. Cf. Esteban Krotz (comp.), La cultura adjetivada, uam Iztapalapa, México, 1993.

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