El interesante trabajo de Tomás Dols y sus colaboradores1incide en una de las cuestiones menos investigadas en el abordaje de los trastornos adictivos: las dificultades que encuentran los usuarios de los servicios para acceder al tratamiento. Lo hace, además, desde la perspectiva, no siempre escuchada, de los propios usuarios, y desde la consideración de que esas barreras pueden ser internas (creencias, actitudes o atribuciones) o externas (condiciones de los servicios de tratamiento, factores espacio temporales o adecuación a las necesidades). Todo lo cual debe proporcionar interesantes informaciones que faciliten la mejora en la oferta asistencial.
Tres cuestiones nos parecen relevantes a la vista de los datos obtenidos en el presente estudio. La primera de ellas hace referencia al hecho de que los obstáculos referidos al tratamiento, tanto los denominados factores intrínsecos como los extrínsecos, son los que obtienen puntuaciones más bajas. Lo que viene a significar que tanto el diseño de la red de recursos como la imagen que de ella tienen sus destinatarios son adecuados. Así parece cuando se observa que los ítems menos puntuados son los relativos a la creencia de no ser atendido en la red pública, los costes del tratamiento, los transportes para el acceso, la edad necesaria para ser atendido, los horarios como barrera, etc. La existencia de una red de atención a las conductas adictivas dentro de un sistema de salud público y gratuito se revela como la modalidad idónea para acceder a todos los segmentos de la población.
Estos datos, sin embargo, se refieren a una Comunidad Autónoma y sería conveniente su replicación en otras con barreras geográficas más apreciables, con mayores zonas rurales, con redes menos extensas de dispositivos específicos o con sistemas mixtos de recursos públicos y asociaciones colaboradoras.
La segunda cuestión tiene que ver con las diferencias de género. Los autores admiten1, cuando analizan los resultados, que: «en ninguno de los ejes se observaron diferencias estadísticamente significativas (p > 0,05) entre hombres y mujeres independientemente de la sustancia consumida» y, sin embargo, dedican un largo párrafo en la discusión desde la idea de que «las barreras con que se encuentran los hombres con dependencia de la heroína o la cocaína para acceder a programas específicos de tratamiento son menos numerosas y más homogéneas que las que encuentran las mujeres». En realidad, esta afirmación no se sostiene en los datos del estudio. Si observamos los resultados expuestos en la tabla 21, comprobaremos que sólo se aprecian diferencias significativas en 6 ítems: a) «Las drogas no le habían causado, realmente, muchos problemas en su vida»; b) «Creía que no sabría vivir sin consumir drogas»; c) «No podía conseguir permiso en el trabajo para ir al tratamiento»; d) «Solicitó tratamiento en otros servicios»; e) «Tenía miedo a que le ingresaran en un hospital» y f) «Consideraba que su trabajo podría peligrar si solicitaba tratamiento». El ítem a se refiere a una evaluación de la situación: si no le han causado problemas es lógico que no solicite ayuda. El b hace referencia a una creencia o a una autoatribución de baja eficacia para abandonar el consumo; es conocido que la población adicta en tratamiento declara niveles significativamente más bajos en autoeficacia general que la población general, y que las mujeres puntúan incluso por debajo de los varones en la población tratada2,3; se trata, pues, de diferencias de personalidad y no de barreras reales para el acceso a tratamiento. El ítem d es difícil de interpretar: si desde otros servicios no se produce la derivación a dispositivos específicos puede deberse a que la mujer acude más frecuentemente que el varón a servicios de salud, pero formula la consulta en base a síntomas inespecíficos, lo que no permite al clínico establecer la causa real del problema; cuesta creer que los médicos de Atención Primaria o de salud mental discriminen a un sector de la población si cuentan con todos los elementos para emitir el juicio clínico y la consecuente derivación.
En realidad, la única barrera en la que varones y mujeres puntúan significativamente diferente es en el obstáculo que la actividad laboral supone para iniciar un tratamiento. Los ítems c y f se refieren a la dificultad para compaginar trabajo y tratamiento y a la posible pérdida del trabajo si se iniciaba un proceso rehabilitador. Y en ambos casos, los varones puntúan más que las mujeres. La conclusión, a la vista de los datos, es que los varones tienen más barreras objetivas para acceder a un tratamiento, posiblemente en la medida en que están más insertos en el mercado laboral y, posiblemente también, debido a la precariedad laboral que muchos de ellos soportan. Esta conclusión no puede ser omitida, por más que pueda estimarse como «políticamente incorrecta» o contraria a un zeitgeist o espíritu de nuestro tiempo, que casi nos obliga a constatar permanentemente la desventaja de la mujer. Es posible que esta desventaja se de, en un momento anterior, a través de la dificultad de acceso de la mujer al mundo del trabajo. Pero en lo referente al acceso al tratamiento no es eso lo que indican estos datos: los resultados del presente estudio no informan de una mayor estigmatización de la mujer, ni de mayores cargas familiares, ni de obstáculos reales para recibir el mismo tratamiento que los varones. Por tanto, no procede la afirmación de los autores según la cual «en la Comunidad Valenciana, tal y como ocurre en otras áreas geográficas, las mujeres hacen frente a una mayor cantidad y variedad de barreras que los hombres».
La tercera, y acaso más importante, cuestión se refiere a la decisión de los autores de denominar al primer grupo de ítems con el nombre genérico de «No conciencia de enfermedad ni problemas asociados». El concepto de «enfermedad» no aparece ni en el National Survey on Drug Use and Health4(la palabra disease sólo forma parte de un ítem que pregunta por la participación durante el último año en algún programa de prevención de enfermedades de transmisión sexual), ni en el Barriers Questionnaire5(el ítem que los autores españoles incluyen como «No pensaba que fuera una enfermedad» sólo se correspondería con el que en este cuestionario se formula como «I didn't think I had a serious problem with drugs»), ni en los estudios que revisan todas las publicaciones sobre el tema6. Es decir, los autores españoles asimilan el «tener serios problemas con la droga» a «padecer una enfermedad». Sin duda, esto concuerda con una insistente intención de asimilar los conceptos de adicción y enfermedad, tan de moda en nuestro país.
Podemos observar este hecho desde dos perspectivas: la de los profesionales y la de los pacientes. Desde el ámbito profesional, en nuestro país casi parece blasfemo, a día de hoy, cuestionar el modelo médico de enfermedad como la mejor explicación para las conductas adictivas. Se diría que existe una certeza compartida de que la adicción es una enfermedad. Y que tal certeza es universal. En nuestra opinión, tal situación es efecto directo de la preeminencia de la literatura científica norteamericana y el desprecio permanente que los investigadores españoles muestran, por regla general, hacia fuentes más próximas, cultural y geográficamente, y que tiene que ver con lo que Comas denomina el «problema del conocimiento estancado»7, sustentado en la tendencia de no citar a los colegas nacionales si se dedican a tareas similares; un hecho que, a su vez, deriva de la falta de conocimiento acumulado de cada país y que, finalmente, acaba suponiendo que se base el conocimiento en el país foráneo, aun partiendo este de realidades ajenas en lo geográfico, lo cultural, lo económico y lo social. De este modo, el conocimiento científico sobre adicciones en nuestro país corre el riesgo de seguir constituyéndose artificiosamente a partir de la bibliografía norteamericana, sin reparar en las diferencias sociológicas y culturales, y sin reparar en que la norteamericana no es la única manera de observar las cosas.
Schaler es un autor norteamericano que publicó en 1999 el libro Addiction is a choice8, en el cual cargaba decididamente contra el concepto de adicción como enfermedad dominante en su país, Estados Unidos, argumentando que, en último término, el consumo de drogas es una decisión personal, como lo es el abandono del consumo. Davidson9, en una recensión del libro, afirma lo siguiente: «Sospecho, de todas formas, que, al menos en el Reino Unido, la mayoría de los profesionales y las personas interesadas lo verán (el libro de Schaler) como alguien que está tratando de abrir a empujones una puerta que lleva abierta décadas. En la actualidad, muy pocos de nosotros nos tomamos en serio el modelo tradicional y literal de la adicción como enfermedad». La respuesta de Schaler10 fue: «Estoy encantado de escuchar que los especialistas en adicciones británicos lo tienen tan claro y de que no haya necesidad de que defienda mis ideas allí. En los Estados Unidos, no hemos progresado tanto. ¿Por qué algunos insisten, ante todo tipo de razón y evidencia, en defender el modelo de enfermedad como la mejor explicación para la adicción?». Posiblemente, las diferencias se deban a las distintas políticas dominantes en cada uno de los países: mientras en Estados Unidos persiste la «cruzada contra las drogas», en Gran Bretaña predomina la «filosofía de reducción de daños». ¿A cuál de ellas se aproximaría más la concepción española de los trastornos adictivos?
Si nos centramos en los usuarios de los servicios de atención a las adicciones, o en la opinión pública en general, debemos cuestionarnos seriamente que el concepto de la adicción como enfermedad haya prendido sólidamente en las imágenes sociales del problema. En agosto de 2006 la empresa Gallup publicó los resultados de una encuesta realizada a los norteamericanos, ofreciendo dos resultados principales: a) que la mayoría cree que la adicción es una enfermedad, y b) que si se da en el seno de la familia, entonces es un problema de falta de voluntad o de estrés. La conclusión (Highlights) es: «La gente dice que la adicción es una enfermedad, pero no lo cree. Dicen que es una enfermedad porque lo ven en los periódicos y lo oyen en los programas de televisión. Es políticamente correcto identificar a la adicción con la enfermedad»11.
El debate sobre la adicción como enfermedad es viejo y tiene implícitos componentes sociales, culturales, religiosos y fuertes intereses económicos y corporativos. Ya en 1988 Fingarette12hacía un recorrido histórico sobre cómo el alcoholismo había evolucionado desde el concepto de «pérdida de control» hacia el de «enfermedad» y los condicionantes de tal transformación. Pero, acaso por viejo y cansino, los profesionales hemos llegado a admitirlo de forma acrítica y nos hemos alejado de lo que piensan las personas a las que atendemos. Nuestra práctica cotidiana nos enseña que muy pocas, si acaso alguna, de las personas que solicitan tratamiento por problemas relacionados con el consumo de cocaína se tienen a sí mismas por enfermas. Tal discurso interesa en la medida en que protege y desresponsabiliza, pero, en último término, su utilidad es meramente funcional.
Los autores del presente trabajo indican que «la identificación de los factores que limitan el acceso en nuestro medio, de los pacientes dependientes de heroína o cocaína, a los recursos específicos de tratamiento puede facilitar el desarrollo de estrategias que reduzcan el período existente entre el inicio del consumo y la demanda de tratamiento mejorando de este modo el pronóstico de la enfermedad». Es preciso considerar que entre el inicio del consumo y el establecimiento de una dependencia se producen necesariamente una serie de pasos: experimentación, consumo puntual, consumo habitual, abuso y dependencia. El paso por el primer estadio no implica necesariamente dar el salto al próximo o finalizar en los dos últimos. De hecho, parece claro que la población va siendo cada vez menor en cantidad según se pasa de un estadio a otro: según los datos del último estudio del Plan Nacional sobre Drogas (PNSD)13la proporción de personas que han experimentado con respecto a las que mantienen un consumo habitual se establece en torno al 14,3 a 1 en el caso del cannabis, 7,3 a 1 en el caso del éxtasis y 4,3 a 1 en el caso de la cocaína. La transición más rápida desde la experimentación hasta el consumo habitual se da en los opiáceos, seguidos, en este orden, por la cocaína, el cannabis, el tabaco y el alcohol14; y sólo entre el 6 y el 11% de quienes abusan acaban desarrollando una dependencia15. Y, sin embargo, escuchamos habitualmente en alocuciones políticas o profesionales cuestiones como que «hay que conseguir que los consumidores de cannabis acudan a los centros de tratamiento». ¿Qué sucedería, si esto se consiguiera? Considerando que el 11,2% de la población española consume cannabis (en el último mes11) ¿asumirían los centros de tratamiento que cerca de 5 millones de españoles solicitaran ayuda profesional?
Los profesionales, acostumbrados a tratar exclusivamente con personas que presentan problemas relacionados con el consumo de sustancias, corremos el riesgo de caer en el sesgo perceptivo de asimilar consumo y problemas, consumo y enfermedad o consumo y necesidad de recibir tratamiento especializado. Nos cuesta recordar que el consumo de cannabis no parece suponer daños psicosociales mayores que el de tabaco o el alcohol16, por lo que es muy probable que los consumidores habituales no lleguen a percibir la necesidad de ponerse en tratamiento y no acceden a este tipo de recursos, o que la asunción de responsabilidades familiares y laborales facilita el abandono espontáneo del consumo de drogas ilegales, en una clave evolutiva relacionada con el proceso de socialización en el paso de la juventud a la edad adulta, con lo que muchos experimentadores e incluso consumidores habituales dejan de consumir de forma autónoma17; que este hecho ha sido observado en consumidores adolescentes de drogas de síntesis, estimándose, en estudios longitudinales, una probabilidad del 1,6% de desarrollar patrones de abuso o dependencia18; y que ello sucede incluso con las drogas más adictivas: el 75% de una muestra de soldados norteamericanos que volvieron de Vietnam consideraban que habían padecido allí una grave adicción, pero sólo el 6% persistía en el consumo 3 años después, mientras el resto abandonó de forma autónoma el hábito19.
En el presente trabajo, y aunque no se hace constar, es de suponer que se preguntara a los sujetos de la muestra las razones por las cuales no habían solicitado tratamiento específico en una unidad de conductas adictivas anteriormente. Los ítems más puntuados se incluyen en lo que los autores han denominado «No conciencia de enfermedad ni problemas asociados». Desde la perspectiva del modelo de enfermedad, asumido por los autores, se diría que estos sujetos eran «enfermos inconscientes». Sin embargo, los ítems nos informan de otras posibilidades más plausibles. El que más puntuación recibe es «Pensó que podía superarlo personalmente, con sus propios medios»; la formulación de este ítem ya lleva implícita la consideración de que había «algo» (algún problema) que superar. Pero los que le siguen en puntuación son: «Creía que los tratamientos eran para personas que estaban peor que usted», «Las drogas no le habían causado, realmente, muchos problemas en su vida», «No pensó que tuviera un problema serio con las drogas», «No pensaba que necesitara ayuda» y «A su juicio, las drogas no eran su problema principal». Es decir, los sujetos evaluaron que el consumo de drogas no comportaba problemas o que estos estaban bajo su control, algo que es común a todos los estudios similares al presente20-22. El factor 1, pues, debería denominarse «Control sobre el consumo e inexistencia de problemas asociados». Sin embargo, se ha optado por una definición bajo la presunción de que tales problemas existen, aunque no sean percibidos, y que se está desarrollando una enfermedad. Se presupone que el consumo habitual de una sustancia necesariamente ha de ser problemático, derivando en abuso y/o dependencia.
Hay explicaciones alternativas. La teoría de la conservación de los recursos de Hobfoll nos permite comprender la dinámica asociada al consumo y la petición de tratamiento23. Mientras el consumo de sustancias, combinado con el resto de las estrategias de afrontamiento disponibles en el repertorio del individuo, sea eficaz para conservar o incrementar sus recursos, el consumo no supondrá una amenaza para el sujeto. Cuando el coste de esta conducta exceda a los beneficios que se obtienen con ella, el paciente experimentará malestar. En un primer momento, utilizará los recursos personales para hacer frente a la amenaza de pérdidas; si tal inversión resulta eficaz, persistirá la conducta. Si, por el contrario, no consigue restablecer el equilibrio, puede comenzar una espiral de pérdidas y el individuo verá incrementado su malestar. Es en este momento cuando puede plantearse la utilización del apoyo social (petición de ayuda a familiares, demanda de tratamiento) con el objeto de reducir las pérdidas y, en consecuencia, su malestar. Tal demanda de ayuda no tiene por qué ir orientada al abandono del consumo, que es en sí misma una pérdida de recursos: en muchas ocasiones, la demanda está encaminada a incrementar el control sobre el consumo, sin un planteamiento claro de abandono. Objetivamente (desde la posición de un observador externo), un sujeto puede estar dilapidando sus recursos como consecuencia de su consumo de drogas, pero si esta conducta proporciona resultados consistentes con las expectativas del individuo, se mantendrá. La determinación del coste y del beneficio de la conducta adictiva es un proceso de valoración cognitiva individual24. Los móviles principales para iniciar un tratamiento son el deterioro funcional y, más concretamente, la disfunción psicosocial; nada que tenga que ver con «conciencia de enfermedad», sino otros problemas, sobre todo psicosociales25. Dicho de otro modo, las variables que facilitan la petición de ayuda son problemas sociales y otros problemas funcionales asociados al consumo; las que no facilitan son, por ejemplo, la presión del entorno para solicitar ayuda26.
Entonces, quizá sea el concepto de enfermedad la principal barrera que se encuentran los consumidores de drogas para acceder a los centros de tratamiento. Si los dispositivos se diseñan según el modelo de «Centros médicos para el tratamiento de enfermos adictos», tendremos que esperar a que el consumidor «se sienta enfermo», algo difícil, como hemos observado. Si, por el contrario, los dispositivos se diseñan desde la perspectiva de «Centros especializados en problemas relacionados con el consumo de drogas», será más probable que ante la aparición temprana de tales problemas el individuo solicite una cita para informarse, para retomar el control, para valorar los riesgos que asume frente al consumo o para cuantificar los daños que deben ser ya atribuidos al consumo de la sustancia. Esa es nuestra experiencia en el CAD 4 San Blas, donde durante varios años se ha desarrollado el Servicio de Orientación Familiar e Información sobre Adicciones (SOFÍA), al que podía acudir cualquier ciudadano solicitando información para sí o para algún familiar, sobre posibles consumos, consumos ciertos o adicciones establecidas. La alarma desencadenada por el descubrimiento del consumo de sustancias en un familiar, o la experimentación de problemas inesperados con el propio consumo, o la aparición de incipientes señales de adicción son abordados desde el conocimiento profesional, bien en la dirección de desdramatizar la situación, bien en el sentido de favorecer la adecuada gestión de los recursos. Muchas de las personas que fueron atendidas requirieron pocas sesiones para retomar el control de la situación, otras favorecieron el acceso al tratamiento de la persona implicada y otras evolucionaron hasta una dependencia clara que, sin embargo, pudo abordarse desde etapas más tempranas.
Otro de los elementos que, sin duda, eliminaría barreras de acceso al tratamiento sería el desarrollar en mayor medida un componente comunitario en esos «Centros especializados en problemas relacionados con el consumo de drogas»: dentro del presente trabajo, parece haber diferencias significativas entre consumidores de cocaína y heroína, manifestando más frecuentemente estos últimos que ellos o algún conocido han tenido malas experiencias con los tratamientos, han tenido que soportar listas de espera, no fueron atendidas sus solicitudes anteriores u otras personas les desaconsejaron iniciarlo. Esto podría deberse a que los consumidores de heroína, por lo general, tienen un historial de tratamientos más largo en el tiempo y han experimentado prácticas de tratamiento que afortunadamente ya no son habituales; y es también probable que la información sobre la caída en desuso de estas prácticas no llegue a los consumidores, que sigan pensando que en el centro de tratamiento van a «empastillarlos» o les van a derivar a una Unidad de deshabituación residencial «a hacer manualidades».
Por ello, en la misma medida en que los centros han de facilitar el acceso a los drogodependientes que no lo tienen (la «población cautiva» a la que a veces se alude), también es necesario que existan profesionales dentro del equipo que salgan a dar a conocer qué se hace, para qué y en qué condiciones, además de facilitar información sobre formas de reducir los riesgos psicosociales asociados al consumo, en los entornos donde el mismo se produce. A veces, los profesionales, desde su centro, se quejan de que no entran los consumidores, pero ¿salen ellos alguna vez a dar a conocer a los consumidores y sus referentes lo que hay dentro, lo que se ofrece? ¿Reduciría esta estrategia el rechazo de algunos consumidores hacia estos centros? ¿Facilitaría un proceso paulatino de acercamiento a los dispositivos? Desde la perspectiva en la que se enmarca toda la propuesta, entendemos que sí.
El presente trabajo representa un esfuerzo pionero en nuestro país para comprender las verdaderas dimensiones de ese terreno de nadie que existe entre los consumidores problemáticos de drogas y los dispositivos que están preparados para proveer atención profesional. En nuestra opinión, deberían efectuarse en la mayor brevedad estudios en otras áreas geográficas para poder efectuar comparativas y obtener conclusiones sólidas. Pero acaso esos trabajos debieran efectuarse desde el rechazo a cualquier tipo de prejuicio que, además de alterar los resultados, podría impedir la exacta comprensión de lo que los destinatarios de nuestro trabajo quieren realmente decirnos. La búsqueda de la excelencia de los programas obliga a escuchar una voz, la de los usuarios, rara vez tenida en cuenta. El presente trabajo enlaza con una corriente que empieza a considerar constructos como la calidad de vida autopercibida por los pacientes o la satisfacción de los usuarios como elementos de participación inexcusable. Es obvio que desde la consideración de enfermos mentales (a veces, dobles) esta participación debe ser necesariamente relativizada. Pero desde la consideración de «ciudadanos con problemas relacionados con consumo de sustancias» esta participación se hace ineludible, como en cualquier otro ámbito de la salud o los servicios sociales. Quizá un excesivo proteccionismo nos ha llevado en épocas pasadas a utilizar conceptos que, como el de enfermedad, se revelan protectores de cara a la sociedad, pero ajenos al conocimiento científico27. Conviene recordar lo que plantea Blume28: «También he trabajado con muchos otros pacientes que no encontraban sentido a creer que tenían una enfermedad, ni en pensar que estaban indefensos, y mejoraron, también. De hecho, dado que la investigación sugiere que muchas personas mejoran sin aceptar la indefensión o el modelo de enfermedad, probablemente es más importante trabajar con el entendimiento del propio paciente sobre su adicción que intentar utilizar (por parte del profesional) su propio punto de vista y, además, forzar al paciente a que lo comparta».