En las últimas décadas han sido numerosos los esfuerzos realizados, tanto desde la clínica como desde el mundo científico, para disponer de un tratamiento efectivo y de fácil aplicación en el campo de las adicciones. En este marco de búsqueda de soluciones para las drogodependencias hemos asistido y participado, durante estos años, en la puesta en marcha de procesos, cuya meta principal es aportar al drogodependiente un medio de abandonar la sustancia de la cual depende, de un modo que le resulte soportable y sin riesgos. Todo ello con el ánimo de aumentar su efectividad y eficacia, ya que, como es bien conocido, en contraposición con el del alcohol o de los barbitúricos, el síndrome de abstinencia a opiáceos no representa, por lo general, una amenaza vital.
El modelo de abordaje de las drogodependencias, y en particular de la dependencia de opiáceos, ha experimentado oscilaciones radicales a lo largo del tiempo, entre dos extremos caracterizados por orientarse a conseguir: la «abstinencia a ultranza», o la simple «limitación de riesgos».
Desde una perspectiva de bienestar social, los objetivos principales de cualquier tipo de abordaje son: la reducción de la demanda de drogas ilícitas y la delincuencia, la prevención de enfermedades transmisibles como el SIDA o la hepatitis; además, este planteamiento colectivo pasa también por mejorar la salud de los usuarios, su situación de empleo y sus relaciones personales.
Es en este contexto donde se reconoce que el estado libre de drogas representa el objetivo óptimo, pero dado que gran parte de los pacientes son incapaces de alcanzarlo o de mantenerse en él, cabe plantearse otros objetivos como la integración laboral y la reducción del consumo ilícito o la delincuencia, que resultarían más accesibles a muchos pacientes mediante los programas de mantenimiento con agonistas.
Ante este reconocimiento de una realidad del fenómeno, que en muchos casos refleja un sentimiento de impotencia, y mientras se mantiene un debate que suscita no pocas controversias, un observador externo puede extraer otra conclusión, cual es: el reconocimiento tácito de las limitaciones de los programas de mantenimiento y, en consecuencia, el derecho del paciente a explorar nuevas alternativas orientadas a conseguir el estado de abstinencia que hoy tiene a su alcance debido a los importantes avances que se han experimentado, tanto en lo relativo a la consideración clínica y social de la dependencia, como en los recursos científicos disponibles, tal y como estamos viendo a lo largo de la jornada.
Sobre el papel de los programas de desintoxicación pesa una dilatada polémica a la que no son extraños otros criterios sociales que, con frecuencia, inspiran diferentes interpretaciones de la evidencia científica, y que vienen a condicionar los diversos enfoques globales de asistencia al toxicómano.
En el tratamiento farmacológico de la dependencia de heroína se puede reducir hoy en día básicamente a dos tipos de abordaje: la desintoxicación seguida por un programa de abstinencia total (libre de drogas) o el tratamiento de mantenimiento con agonistas (metadona) o antagonistas (naltrexona). Puesto que los mantenimientos con agonistas también pueden tener una limitación temporal, está claro que tanto la desintoxicación de heroína como de metadona constituyen una estrategia clínicamente relevante.
En cualquier caso, el drogodependiente que aspire al estado de abstinencia de drogas y a la abstinencia continuada, habrá de pasar por el proceso de desintoxicación, seguido de la rehabilitación correspondiente.
Es proverbial que la desintoxicación no es un proceso suficiente, o por sí mismo, para que un paciente suspenda sus hábitos de abuso, sino que debe considerarse como una fase inicial de un tratamiento de duración prolongada, en el que se integran: los cuidados médicos, la asistencia psicoterapéutica y el apoyo para la rehabilitación familiar y sociolaboral; y a la que el paciente se puede incorporar. Pues mediante la desintoxicación puede reflexionar y dispone de una «tregua» en la que se ve libre de la presión que la dependencia ejerce sobre él.
En este sentido se reconoce que aunque en sí mismo no constituye el fin último del tratamiento, los servicios de desintoxicación, en las diferentes modalidades en que se plantean, constituyen un elemento importante del modelo de los servicios asistenciales. Aquí cabe el planteamiento de su papel en la red.
Además, la desintoxicación se debe lograr haciendo de la abstinencia una experiencia tolerable. De este modo, se alcanzarán mayores tasas de retención en esta fase de tratamiento, entrarán más drogodependientes en los siguientes procesos terapéuticos, y los períodos de abstinencia serán más prolongados.
Actualmente y por razones estructurales y económicas parece interesante desarrollar protocolos eficaces, rápidos y seguros, que permitan desintoxicar adecuadamente a un mayor número de pacientes dependientes de opiáceos para evitar la dilación en la asistencia, responsable de la mayor parte de las recaídas, tan frecuentes en esta patología.
El acortamiento del tiempo empleado en la desintoxicación ha sido objeto de múltiples publicaciones, como se ha señalado anteriormente, y se han desarrollado técnicas específicas que combinan fármacos como clonidina-naloxona-naltrexona y otras que incluyen anestesia general y/o sedación que requiere monitorización del paciente en medio hospitalario, que estamos estudiando.
Esto nos permitiría reflexionar, desde la realidad, sobre el replanteamiento de las unidades de desintoxicación. Llegados a este punto cabe plantearse dos cuestiones:
* ¿Resulta realmente necesario el mantenimiento de unidades hospitalarias específicas o deberíamos reconvertir nuestros recursos y proponer procesos de desintoxicación residenciales y ambulatorios con el fin de adecuar el término desintoxicación al de «abstinencia supervisada», teniendo en cuenta que la desintoxicación, aun siendo imprescindible para la continuidad del tratamiento de la dependencia, en sí misma no implica sino una fase del tratamiento y que los resultados posteriores no dependen tanto de la técnica de desintoxicación sino de la selección de los pacientes y de factores de tratamiento posteriores?
* O más bien, ¿debemos potenciar elementos estructurales que avancen en la instauración de procesos científicos, éticamente irreprochables, que faciliten el acceso confortable a la abstinencia de aquellos usuarios que lo desean?
La respuesta es sí en ambos casos. El problema no radica en el método sino en los procesos, en el rigor en su aplicación. Sin embargo, dadas las características de la actual red asistencial parece obligado reivindicar la abstinencia y avanzar aún más en los procesos reconsiderando la posición que los recursos ocupan en la actualidad.
Actualmente nos encontramos en puertas de un profundo proceso de reevaluación de las redes asistenciales para drogodependientes. El rol que van a jugar los diferentes recursos va a cambiar sin duda en los próximos años. Las carteras de servicios de estos mismos recursos habrán de ajustarse a la realidad de un fenómeno que, los datos disponibles permiten afirmar, consolidarán el cambio. Los recursos financieros sufrirán un ajuste que, no lo duden ustedes, supondrá un cierto grado de crisis en el sistema. La población drogodependiente, privilegiada en medios asistenciales en comparación con otros colectivos desfavorecidos, habrá de incorporarse a redes normalizadas de servicios generales en mayor medida. La sociedad por su parte, conforme sigue disminuyendo su alarma social ante el fenómeno, cuestiona cada día más el esfuerzo presupuestario ante una situación que «entienden» de menor riesgo.
En nuestra elección de modelo o de recurso que debe prestar este servicio, debemos tener presente que, hoy en día, en el ámbito sociosanitario se aprecia una espiral inflacionaria en los servicios de forma tal que la oferta genera la demanda, demanda que por otra parte no es elástica con los costes tratándose de una demanda de consumo. La planificación debe ayudarnos a eliminar un error de base muy frecuente: considerar la demanda como infinita y que por tanto podemos ofertar lo que sea. La planificación debe, pues, ayudarnos a comprender que sólo tiene sentido hacer funcionar los servicios que tienen razón de ser, es decir, aquellos en que existe necesidad y demanda de los mismos.
Ante este panorama los recursos asistenciales deberán redefinir, sin duda, su papel, especialmente aquellos como las unidades de desintoxicación de mayor coste. La crisis de las C.T. supone un evidente ejemplo. Es necesario, por tanto, avanzar en los planteamientos innovadores desde el rigor ético y científico.
Hoy en día no es posible limitarse a gestionar el pasado. Las terapias farmacológicas sin duda constituyen una parte solamente del proceso de tratamiento. Sin embargo nos encontramos ante opciones que están siendo claramente inexploradas, quizá porque determinados planteamientos que, aun cuando técnicamente no se sostienen, están generando una dinámica de confrontación y limitando el avance en la investigación y la aplicación de nuevas opciones.
Las Unidades de Desintoxicación deberán, en mi opinión, avanzar en este terreno concretando un rol más activo en las redes asistenciales y colaborando en la reivindicación de la abstinencia y especialmente en aumentar la oferta a aquellos usuarios de drogas que desean conseguirla y que en el momento actual con el importante desarrollo de programas con agonistas en muchos lugares de nuestro país encuentran dificultades cada vez mayores para acceder a ella con soporte asistencial.
En definitiva, las Unidades de Desintoxicación tienen un papel en las redes asistenciales pero deberán hacer un esfuerzo en adecuar su cartera de servicios ante la realidad de los diferentes consumos. La relación coste-beneficios es necesario ajustarla en torno a consideraciones que superen la imputación de costes indirectos y diferidos. En su favor suponen un marco para la consolidación de técnicas efectivas, para la innovación y para aportar el valor añadido del soporte diagnóstico y terapéutico del hospital.