Entre la obcecación de unos por introducir recortes y la de otros por evitarlos van pasando los días de la crisis. Seguramente, no somos los únicos en pensar que estamos desaprovechando otra gran oportunidad para mejorar nuestro sistema sanitario. Se trata de un modelo que no ha variado sustancialmente desde los años ochenta y que hoy no atiende adecuadamente las nuevas necesidades y expectativas de los ciudadanos. No solo hemos envejecido y padecemos más enfermedades crónicas, sino que también estamos mejor informados. Deseamos ser más autónomos. Las nuevas tecnologías nos ayudan a conectarnos y a participar de forma más directa en las decisiones políticas que nos afectan. El movimiento 15M es la parte más activa de un sector amplio de la población que aspira a vivir en una sociedad mejor.
Estamos desperdiciando un período excepcional en el que tanto la población como los profesionales están dispuestos a aceptar sacrificios que nos transporten a un modelo más adaptado a la nueva realidad. La crisis ha de ser el facilitador del cambio y no debe ser la excusa para introducir reformas que no aportan nada al interés general. Algunos sectores vinculados al negocio sanitario desean aprovecharla para proponer copagos por los servicios. Saben que es ahora o nunca. No quieren dejar escapar la oportunidad de conseguir una vía adicional de financiación que les evite una dolorosa reestructuración. Es significativo que algunos políticos apoyen estas iniciativas cuando la evidencia ha demostrado la incapacidad del copago para promover el uso racional de los recursos sanitarios1,2. A base de insistencia, el mensaje de sus defensores está cuajando en la opinión pública. Incluso un amplio sector de médicos de familia opina que la medida es necesaria3. En todo caso, la reforma que precisamos no puede limitarse a la aplicación de una medida que no reporta ningún beneficio al ciudadano.
En el entorno sanitario necesitamos una nueva política sanitaria que nos ayude a mejorar la salud y no una fuente adicional de financiación que permita seguir haciendo lo mismo. El gran cambio que precisa nuestro sistema de salud supone un verdadero reto adaptativo y no supone un mero problema técnico que podamos resolver (o no) con una simple decisión directiva. Nadie piensa que las ideas innovadoras puedan venir de los políticos. Según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), los españoles no solo no esperan nada de ellos, sino que los consideran el tercer gran problema del país4. Como señala Heifeltz5, la solución a los retos adaptativos suele surgir de la inteligencia colectiva de los afectados, en este caso, de los ciudadanos y de los profesionales. De la misma forma que ya no fumamos en locales cerrados, reciclamos la basura o conducimos de forma responsable, haremos un buen uso del sistema de salud. La mera concienciación pública de la crisis ya ha inducido, por ejemplo, a una reducción de las visitas a urgencias hospitalarias.
Por este motivo, deseamos aportar al debate colectivo la propuesta de que exista una libre elección de especialista y de hospital. La medida no es caprichosa ni obedece a que defendamos posiciones ideológicas neoliberales. Al contrario, creemos que es una decisión imprescindible para avanzar en seguridad clínica y en la eficiencia del sistema.
La articulación del sistema sanitario alrededor de los hospitales es una medida clásica y muy arraigada en nuestro país. Se contemplaba ya en los mapas sanitarios catalanes de hace un par de siglos6, así como en la estructura pública, rígida y autoritaria del Instituto de Previsión Social (INP), del Instituto Nacional de la Salud (INSALUD), y permanece en nuestros días en los ulteriores servicios autonómicos. Incluso el modelo de provisión diversificada catalán, gran defensor de la gestión empresarial de los centros sanitarios, también vela para que cada hospital tenga su territorio de influencia. Es sorprendente que en el siglo xxi todos estos centros, incluso los que mantienen un discurso moderno y liberal de la gestión de los servicios públicos, se encuentren cómodos en este entorno de clientes cautivos.
La comodidad de la situación monopolística, reforzada por las políticas de gerencia única, ha llevado a una escasa autocrítica en los hospitales. Atribuyen muchas de sus deficiencias a factores externos, como la derivación inadecuada de los equipos de atención primaria o el abuso de los servicios por parte de los usuarios. Exigen capacidad resolutiva a los centros de salud atribuyéndoles las hospitalizaciones evitables por procesos crónicos. Como si los hospitales no tuvieran ninguna responsabilidad sobre este tema en su territorio.
Curiosamente, la reciente publicación del informe de la Central de Resultados catalana7 muestra, por ejemplo, que la tasa de hospitalización por enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) es tres veces superior en unos hospitales que en otros. Seguramente, alguna responsabilidad tendrá el servicio de neumología del territorio. También es probable que los incentivos perversos que vinculan actividad con plantilla y presupuesto ayuden a explicarlo. Este informe también pone de relieve la conocida variabilidad de la práctica clínica8. Observamos que los centros que hacen menos partos realizan una proporción de cesáreas muy superior a los que atienden a un mayor número de gestantes. Como es habitual, el volumen de actividad clínica se asocia a seguridad, y sabemos que la variabilidad se vincula a falta de calidad.
Es loable la iniciativa de la Generalitat de publicar estos resultados. El primer paso para resolver un problema es aceptarlo. Pero todavía le falta ser un poco más valiente. Se identifica el pecado pero no el pecador. Es significativo que esta política de enmascarar los indicadores específicos de cada hospital no se aplique también a la atención primaria. La misma Generalitat publica las tasas de hospitalizaciones evitables atribuida a cada uno de los equipos de atención primaria catalanes9.
Animamos a que esta política de transparencia de los resultados de los equipos de atención primaria se aplique también a los hospitales. Nuestra sociedad no aceptará la opacidad. No entenderá que exista libre elección de centro de atención primaria y a la vez que la población se vea cautiva del centro hospitalario de su territorio. ¿Es aceptable que los gestores decidan por los pacientes? ¿Cómo saben si prefieren rápido a seguro, o si por el contario prefieren esperar un poco más para someterse a una intervención con mayores garantías de éxito? ¿Es comprensible que se mantengan situaciones de monopolio en un momento en el que todos buscamos mayor eficiencia en el sistema?
Existen experiencias europeas que nos ilustran sobre los efectos que pudiera tener para el sistema una política de libre elección de centro hospitalario10–12. Empiezan a publicarse algunos resultados de estas iniciativas en Dinamarca, Reino Unido, Noruega, Alemania o Suecia, países donde ya se facilita a la población la posibilidad de elegir el hospital donde quiere ser atendida. Si bien son experiencias diferentes si se acaban apuntando un par conclusiones interesantes. En primer lugar, se muestra que la variable que influye más en el paciente y en su elección del centro hospitalario es la opinión de su médico de cabecera. Eso no implica que no se consideren otros aspectos como la distancia al centro o su reputación, pero estos factores tienen un peso significativamente menor en la decisión. ¿Quiere eso decir que la información sobre la calidad de los servicios del hospital y sus resultados no se toman en consideración y, por tanto, no deben hacerse públicos? No, al contrario. Esa información sigue siendo de utilidad, especialmente para el médico de familia a la hora de aconsejar a su paciente. No debe entenderse como una información que el paciente analice, procese y sepa interpretar fácilmente11. Simplemente es una información necesaria.
Otra de las conclusiones que señalan estos estudios, y principalmente el informe del Kings Fund12,13 es que los prejuicios no siempre se confirman. Efectivamente, el 75% de la población del país valora positivamente la política de libre elección de centro hospitalario, aunque nunca llegue a ejercer la decisión, y eso es especialmente importante y relevante entre grupos más vulnerables en el sistema, las personas mayores, los individuos menos formados y determinadas minorías étnicas. Por tanto, al contrario de lo que se pueda pensar, la libre elección de hospital no tiene por qué implicar que la población en su conjunto cambie de hospital, ni es esperable que tenga un impacto negativo sobre la equidad en el acceso al sistema.
Si no reaccionamos rápidamente aumentando la información y la transparencia sobre la calidad de los servicios y no dejamos que los pacientes escojan hospital, será la misma población la que nos lo exigirá. Es poco comprensible que una ciudadanía que reclama una democracia más directa siga permitiendo que su atención sanitaria venga marcada por criterios administrativos y burocráticos que comprometen su seguridad.