A propósito del artículo publicado en su revista sobre adicciones1, tenemos algunas reflexiones en lo referente a sus conclusiones, especialmente sobre esta entidad conocida como «chemical coping» y nuestro papel en su detección y manejo. Parece claro que los factores de riesgo de adicción, descritos clásicamente para la población general, están también presentes en nuestros pacientes. Y esto les hace susceptibles de un potencial uso irregular de sustancias químicas2, aunque clásicamente se considerara poco frecuente3. Todo esto, junto con la creciente y legítima preocupación sobre el inadecuado tratamiento del dolor oncológico, podría haber desviado nuestra atención respecto de la realidad de la «compensación química»4.
Revisando la literatura, vemos que este es un término joven (Bruera et al., 1995)4. Hasta 2015 no llega una propuesta de definición de consenso, consistente en «el uso de opioides para compensar o adaptarse a un distrés emocional, que se caracteriza por un uso inapropiado y/o excesivo de los mismos»5.
Varios autores sugieren que esta entidad puede tener fundamentación biológica. Por ejemplo, es conocido el efecto «recompensa» de los opioides por la vía de la estimulación de los receptores «mu» sobre el sistema límbico4,6, o el solapamiento en zonas cerebrales de ciertas aferencias de estímulos dolorosos físicos y de índole psico-social7. Esto nos hace pensar que, por ello, el «compensador» puede «aprender» que una misma sustancia alivia el sufrimiento en distintas esferas. Mecanismos similares están descritos también en los patrones de adicción, y es legítima la pregunta acerca de la diferencia entre ambas entidades. Algunos autores afirman que «todo adicto compensa químicamente, pero no todo compensador traspasa los límites de la adicción»6, poniendo como frontera los llamados «comportamientos aberrantes» (pérdida de control respecto al consumo, desestructuración personal y/o social o perpetuación del consumo a pesar del daño)8.
Al ser un concepto relativamente reciente, es compleja su evaluación, por lo que pocos trabajos arrojan luz sobre su prevalencia. Kwon et al.9 afirman que uno de cada 5 de sus pacientes encajaban con la definición de «compensadores químicos», hallándose como predictores independientes un cribado positivo de abuso de alcohol mediante el CAGE; la edad (jóvenes); el buen estatus funcional (ECOG≤2); la mayor intensidad de dolor mediante el ESAS; y la menor puntuación en la sensación de bienestar (ESAS). Estos datos sugieren que esta sub-población de riesgo probablemente se beneficiaría de algún abordaje más específico para la detección/riesgo de un uso irregular de opioides, como por ejemplo la Screener and Opioid Assessment for Patients with Pain (SOAPP), en su versión íntegra o abreviada (SOAPP-SF)10.
Creemos legítima la pregunta acerca de qué es lo mejor que podemos ofrecer a nuestros pacientes en esta situación. Parece claro que la compensación a través de sustancias químicas, del tipo que sean, es una herramienta incorporada en el estilo de afrontamiento de determinadas personas ante las adversidades de la vida, y más aún cuando se trata de la confrontación con el final de la misma. Y parece evidente que las modificaciones de estos mecanismos de adaptación no son fáciles a la velocidad que nuestros pacientes requerirían, a la luz de sus estimaciones pronósticas habituales. A su vez, esta población habitualmente está considerada de riesgo de dolor difícil, y de toxicidad por opioides o sobredosificación. Teniendo todo esto en cuenta, el abordaje multidisciplinar en estos casos se hace quizá más esencial aún, especialmente en el refuerzo de las esferas psíquica, social y espiritual. La toma de conciencia por nuestra parte de esta entidad puede ayudar a un mejor entendimiento de nuestros pacientes, y a una mejor respuesta a sus necesidades.