Un importante número de enfermos diagnosticados de cáncer avanzado ingresan en nuestras unidades de cuidados paliativos en los últimos meses de vida, y son tratados con lo que habitualmente se denomina quimioterapia «paliativa». A raíz del artículo de Nuñez-Olarte et al. publicado en su revista, en referencia a los beneficios de una intervención precoz1, creemos que, a la luz de lo que vemos en nuestros pacientes, quizá sería más apropiado hablar de «quimioterapia al final de la vida».
La quimioterapia paliativa es un tratamiento no curativo que se suministra con el objetivo de optimizar el control de síntomas, mejorar la calidad de vida, y/o idealmente aumentar la supervivencia. Hay datos suficientes que demuestran que la quimioterapia por sí misma tiene un poder paliativo como intervención si se usa apropiadamente. A modo de ejemplo, en pacientes con cáncer de páncreas avanzado, la gemcitabina puede mejorar el dolor, el estado funcional, e incluso la supervivencia en casos bien seleccionados2.
Es necesario separar este concepto de lo que es «quimioterapia al final de la vida», que se podría definir como la suministrada dentro de los 90 días previos al fallecimiento3. Cuando se trata de esta «modalidad», encontramos que la bibliografía sugiere que los beneficios y la evidencia a favor, así como el equilibrio coste/beneficio, no están tan claros4. Por ejemplo, tal como describen Wright et al., estos tratamientos generan no pocas veces riesgos de morir en cuidados intensivos, de recibir asistencia respiratoria mecánica, o de ser privado de una atención de calidad al final de la vida1,2,5. Los últimos estudios publicados sobre «quimioterapia al final de la vida» sugieren un perjuicio sobre la calidad de vida de los pacientes que la reciben, con independencia del estado funcional al inicio del tratamiento6,7. A todo esto, hay que añadir que, a pesar de los esfuerzos por la mejora de la transmisión de la información, el hecho de mantener estos tratamientos hasta estadios avanzados de enfermedad, puede provocar confusión en los mismos pacientes, que ven cómo dedicamos más tiempo a explicarles los posibles beneficios de una quimioterapia que al hecho mismo de la «incurabilidad»8.
Esta idea de intervención precoz paliativa en servicios de oncología1,6 sugiere beneficios, tanto por el trabajo conjunto per se, como porque los pacientes se involucran más en la toma de decisiones. Las «conversaciones de final de vida», más habituales en nuestro entorno, pueden provocar el una mejor transición a la atención paliativa cuando hay resistencia a ello, permitiendo así superar ese mal llamado «abandono terapéutico» asociado al acto de suspender el tratamiento oncológico activo.
El rol de los paliativistas, como dicen Roeland y LeBlanc9, no puede ser el de «policías anti-quimio», sino el de construir puentes inter-disciplinares que permitan una mayor asertividad a la hora de la prescripción y la deprescripción de tratamientos, con un doble objetivo común: que nuestros enfermos vivan mejor, y si es posible más.
Para ello, es necesario disponer de una evidencia científica de la que todavía adolecen muchas quimioterapias, fundamentalmente para establecer criterios de selección en estadios más avanzados4,5, en orden a construir modelos predictivos que nos orienten en la toma de decisiones, cada vez más individualizadas, para el paciente que sufre una enfermedad incurable y avanzada9,10.
Philippe Pinel (1745-1826), médico y humanista, escribía que «es un arte de no poca importancia saber administrar bien los medicamentos, pero es un arte mucho mayor y de más dificultosa adquisición saber cuándo suspender o siquiera omitirlos».