La demencia es una prioridad de salud pública a nivel global en función de su alta prevalencia, del efecto devastador que ocasiona en los pacientes y su entorno familiar, de su impacto sobre los sistemas asistenciales sanitarios y sociales, con el costo económico que origina, y de la necesidad de establecer planes de actuación integrales que la aborden1. El envejecimiento en términos absolutos, especialmente el crecimiento acelerado de las personas mayores de 80 años, junto al pobre control de los factores de riesgo vascular en los países en desarrollo, está en la base de las proyecciones que estiman que el número de afectados por demencia se duplicará, a nivel mundial, cada 20 años, y alcanzará los 115 millones en 2050 (35 millones en 2010). Las tasas de prevalencia e incidencia se doblan, aproximadamente, cada 5 años a partir de los 60 años de edad, llegando a una prevalencia del 43% en los mayores de 90 años2. La enfermedad de Alzheimer (EA) se considera la principal causa de demencia1, aunque los estudios neuropatológicos y de neuroimagen de base poblacional evidencian que las enfermedades cerebrales mixtas (neurodegenerativas y vasculares) son las responsables de la mayor parte de las demencias, especialmente en el anciano3.
La multimorbilidad es una característica reconocida de las personas mayores que suele condicionar su pronóstico (en términos de mortalidad, dependencia, institucionalización, consumo de recursos sociosanitarios, calidad de vida) y que requiere de abordajes integrales especializados4. En el paciente mayor con demencia, la concurrencia de otras enfermedades crónicas es lo habitual5. Un campo de interés creciente es el de las relaciones comórbidas entre la enfermedad concomitante y la demencia. Es un problema complejo, que abarca aspectos epidemiológicos (factores de riesgo de deterioro cognitivo), relaciones etiopatogénicas, condicionamientos clínicos y asistenciales bidireccionales y posibilidades de intervención6. En síndromes como los demenciales, como en la EA, crónica, progresiva, fatal, sin tratamiento curativo o modificador del curso de la enfermedad, el manejo de la comorbilidad aparece como una necesidad de intervención6,7.
Los pacientes mayores con demencia padecen más habitualmente otras enfermedades crónicas5, circunstancia que va a tener repercusiones tanto en el proceso demencial como en el de la enfermedad comórbida6. Con frecuencia, las comorbilidades del paciente con demencia están infradiagnosticadas o reciben un manejo condicionado por el diagnóstico de demencia, y no por la realidad del paciente en cuestión6,8, lo que condicionará un peor pronóstico. En general, los pacientes con demencia presentan mayor comorbilidad que los no dementes, mayor carga de enfermedad, peor pronóstico, realizan un mayor uso de los recursos sanitarios y sociales y generan más gasto económico9. Por otro lado, la comorbilidad condiciona un mayor deterioro cognitivo y funcional, y se relaciona con la severidad de la demencia10. Esto es aún más acentuado en los pacientes mayores de 84 años y de género masculino11. Con relación a las enfermedades que con mayor frecuencia concurren en el paciente con demencia, diferentes estudios5,8,10–12 muestran resultados dispares, hecho justificado por los diferentes objetivos perseguidos, por las características de las muestras analizadas, por la metodología empleada, etc. Las enfermedades comórbidas que se presentan con mayor frecuencia en los pacientes con demencia, con relación a los no dementes, se podrían agrupar de forma operativa12 en enfermedades que tienen relación con los mecanismos patogénicos de la demencia (enfermedad cardiovascular, enfermedad cerebrovascular, hipertensión arterial, diabetes mellitus, enfermedad de Parkinson, depresión), las que se pueden considerar secuelas del proceso demencial, síndromes geriátricos en su mayoría (malnutrición, deshidratación, incontinencia urinaria, caídas, fracturas, neumonía por aspiración) y enfermedades con una relación inversa, esto es, menos referenciadas con relación a los pacientes sin deterioro cognitivo (deterioro sensorial, enfermedades musculoesqueléticas), generalmente por falta de comunicación verbal del paciente con demencia. Es importante llamar la atención sobre el infradiagnóstico, en las fases avanzadas de la demencia, de síndromes y enfermedades por falta de reconocimiento del paciente o de comunicación verbal (dolor, epilepsia, delirium, sintomatología neuropsiquiátrica)13. La polifarmacia y la prescripción potencialmente inapropiada son frecuentes en el paciente con demencia y pueden condicionar su pronóstico14. Un abordaje integral del paciente con demencia y comorbilidades, centrado en la persona y su cuidador, ofrece oportunidades de incidir en el curso de la enfermedad, mitigar el exceso de discapacidad que con frecuencia acontece en estas situaciones y mejorar la calidad de vida6,8.
En los últimos años se han publicado varios estudios epidemiológicos, de diferentes países desarrollados, referidos a cohortes poblacionales compuestas por individuos nacidos en la segunda mitad del siglo xx15,16, en los que las prevalencias de demencia son significativamente inferiores a las referidas en cohortes más antiguas, especialmente en el grupo de edad de las personas más mayores. La mejora de la reserva cognitiva (referida específicamente al mayor número de años de escolarización) y el mejor control de los factores de riesgo vascular son los factores propuestos por los autores para explicar este esperanzador nuevo escenario. Son numerosas las evidencias epidemiológicas que identifican factores protectores (años de escolaridad, estatus socioeconómico, ejercicio físico, activación mental y social, dieta mediterránea, etc.) y de riesgo (hipertensión arterial, diabetes, hipercolesterolemia, obesidad, tabaquismo, abuso de alcohol, depresión, enfermedad cardiovascular y cerebrovascular, etc.) en el desarrollo de deterioro cognitivo y demencia en el transcurso de la vida17. Los factores de riesgo vascular influyen sobre la salud cognitiva de forma variable, dependiendo del momento de presentación y duración de su impacto17. Parecen contribuir a la patogenia de la demencia en general, y de la EA en particular, a través de mecanismos vasculares y neurodegenerativos18,19. Tienen un efecto sinérgico y acumulativo que puede ser condicionado por factores genéticos (Apoe 4) y ambientales17. Los estudios de intervención que han intentado reproducir los hallazgos epidemiológicos sobre algunos de los factores de protección y riesgo han arrojado resultados inconsistentes, cuando no negativos20, probablemente debido a problemas conceptuales y metodológicos. Se considera que la tercera parte de los casos de EA podrían ser atribuibles a factores potencialmente modificables y, por tanto, potencialmente prevenibles mediante estrategias combinadas que incluyeran la mejora de la educación infantil y la reducción de factores de riesgo como la inactividad física, tabaquismo, diabetes, hipertensión arterial y obesidad en edades medias de la vida, así como de la depresión21. En la actualidad están en marcha diferentes ensayos clínicos que pretenden confirmar las evidencias epidemiológicas, promoviendo intervenciones preventivas combinadas22, alguno con resultados preliminares alentadores23.
En la última década hemos asistido a un cambio paradigmático en el concepto de la EA. Así, de ser considerada una entidad clínico-patológica caracterizada por demencia progresiva (afectación de memoria y otros dominios cognitivos, menoscabo funcional) y un sustrato anatomopatológico típico (placas amiloides, ovillos neurofibrilares, pérdida neuronal) identificado «post mortem»24, ha pasado a ser definida como una entidad clínico-biológica con un fenotipo clínico típico (afectación de la memoria episódica) y una base biológica identificable «in vivo» mediante biomarcadores de amiloidosis cerebral (disminución de betaamiloide de 42 aminoácidos en líquido cefalorraquídeo, depósitos amiloides cerebrales identificados por tomografía por emisón de positrones) y neurodegeneración (elevación de tau total y fosforilada en líquido cefalorraquídeo, hipometabolismo en córtex temporoparietal en tomografía por emisón de positrones de fluordeoxiglucosa, atrofia temporal medial en resonancia magnética nuclear)25.
El espectro de la EA incluiría fases asintomáticas, de hasta 20 años de duración (estadio 1: amiloidosis cerebral; estadio 2: amiloidosis más disfunción sináptica o neurodegeneración; estadio 3: amiloidosis más neurodegeneración más deterioro cognitivo sutil) seguidas por las fases sintomáticas (deterioro cognitivo leve o EA prodrómica y demencia por EA)26. Recientemente se han definido nuevos fenotipos clínicos de EA (atípicos y mixto) y se ha diferenciado entre biomarcadores diagnósticos específicos de la enfermedad (los de amiloidosis cerebral) y de neurodegeneración, no específicos y que se relacionarían con la severidad clínica y progresión de la enfermedad, pero no con el diagnóstico27. Existen, sin embargo, serias dudas sobre si este es un modelo reproducible en las personas mayores con demencia, especialmente en los mayores de 80 años, así como en su posible traslación a la práctica clínica26,28. La cuestión es importante, ya que la denominada EA de inicio tardío (a partir de los 65 años) representa prácticamente el 90% de los casos de la enfermedad29, y el 38% de los pacientes con EA en Estados Unidos de América tiene más de 85 años (el 82% más de 75 años)29. La EA de inicio precoz (de alto condicionamiento genético, en la que encuentra sustento el modelo propuesto) y la EA de inicio tardío parecen tener diferencias patogénicas reseñables30. Esta última se caracteriza por fallos preponderantes de los mecanismos de aclaramiento cerebral de amiloide cerebral, el papel incierto de la proteína tau23 y la prácticamente constante presencia de comorbilidad cerebral (enfermedad cerebrovascular, esclerosis hipocampal, etc.)31 y por el hecho de que los biomarcadores de neurodegenación pueden anteceder a la amiloidosis cerebral30. La escasa relación entre amiloidosis cerebral y expresión clínica de demencia32, junto a lo anteriormente expuesto, haría pensar que la amiloidosis cerebral es una condición necesaria, pero no suficiente, para la expresión clínica de la demencia en las personas más mayores26. La reserva neurocognitiva y la enfermedad vasculocerebral, en la línea de lo que ya avanzaban estudios de correlación clínico-patológicos clásicos33, junto a procesos neurodegenerativos de diversa índole, tendrían un papel relevante en la aparición de los síntomas de demencia30 en los sujetos más mayores con amiloidosis cerebral. La comorbilidad vascular posibilitaría estrategias de intervención dirigidas a retrasar el inicio de la fase demencial de la EA tardía34.
Retrasar el inicio de la demencia en los sujetos ancianos susceptibles de desarrollarla e incidir en su curso en los que la han desarrollado puede que sean los objetivos más realistas en el momento actual. Es en este campo, el del deterioro cognitivo, la demencia y sus comorbilidades, donde los geriatras deben demostrar su cualificación y experiencia, no solo como ya ocurre en la práctica clínica, sino también en el campo de la investigación, aportando nueva evidencia clínica donde aún no la hay.