El artículo busca realizar una contribución a la sociología de los intelectuales antiimperialistas con base en la consideración del itinerario y la obra de Carlos Pereyra Gómez (Saltillo, México, 1871 - Madrid, España, 1942). Concretamente, se abordan tres conjuntos de cuestiones: 1) aspectos relativos a la localización de Carlos Pereyra en el panorama ideológico-cultural mexicano e iberoamericano, llamando la atención sobre su trágico descentramiento político, así como también sobre los contextos de elaboración y circulación de sus obras; 2) el modo en que se fue conformando la sensibilidad anti-estadounidense y antiimperialista de Pereyra, y 3) dimensiones de los ensayos doctrinarios de Pereyra, trabajándolas mayormente sobre su libro El mito de Monroe (1916) y desde la óptica insinuada en la cláusula que le da el título al asedio –los laberintos del desprecio–, o, en otras palabras, desde una mirada sociológica atenta a las marcas que dejan en los textos las percepciones acerca del lugar que se ocupa o se cree ocupar en el espacio social. La hipótesis principal es que los modos por los cuales Pereyra conceptuó la esfera de las relaciones internacionales pueden pensarse como homólogos a la manera en que experimentó las relaciones entre las clases sociales.
The article seeks to make a contribution to the sociology of anti-imperialist intellec- tuals through the study of the itinerary and work of Carlos Pereyra Gómez (Saltillo, Mexico, 1871 - Madrid, Spain, 1942). Specifically, three sets of issues are addressed: 1) aspects related to the location of Carlos Pereyra in the Mexican and Ibero Ameri- can ideological and cultural scene, drawing attention to his tragic political runout, as well as to the contexts of development and circulation of his works; 2) the way in which Pereyra's anti-American and anti-imperialist sensitivity was conformed, and 3) dimensions of the Pereyra essays –considering mostly his book El mito de Monroe– from the perspective implied in the clause that titles this article –the labyrinths of contempt– or, in other words, from a sociological perspective attentive to the marks left in the texts by the perceptions about the place occupied, or believed to occupy, in the social space. The main hypothesis is that the manners in which Pereyra conceptualized the field of international relations can be thought of as counterparts to how he experienced the relations and differences between social classes.
O artigo procura fazer uma contribuição para a sociologia dos intelectuais anti- imperialistas com base na consideração do itinerário e da obra de Carlos Gómez Pereyra (Saltillo, México, 1871 - Madrid, Espanha, 1942). Especificamente, são abordados três conjuntos de questões: 1) considerações para a localização de Carlos Pereyra na cena ideológica-cultural mexicana e ibero-americana, chamando a atenção sobre o seu trágico viés político, bem como sobre os contextos de produção e circulação dos seus trabalhos; 2) a maneira pela qual foi se conformando a sensibilidade anti-americana e anti-imperialista de Pereyra, e 3) as dimensões dos ensaios doutrinários de Pereyra a partir da análise principalmente sobre o seu livro El Mito de Monroe (1916) e desde o ponto de vista da cláusula dos labirintos de desprezo, ou em outras palavras, a partir de uma perspectiva sociológica atenta das marcas textuais das percepções sobre o lugar que é ocupado ou acredita-se ser ocupado no espaço social. A hipótese principal é que as formas em que Pereyra estudeu a esfera das relações internacionais podem ser pensadas como homólogas às maneiras em que experimentou as relações entre as classes sociais.
El artículo se propone realizar una contribución a la sociología de los intelectuales antiimperialistas. Busca hacerlo por medio de una aproximación al itinerario y la obra de Carlos Pereyra Gómez (México, 1871 - Madrid, 1942).1 En concreto, se abordan tres conjuntos de cuestiones: 1) aspectos relativos a la localización de Carlos Pereyra en el panorama ideológico- cultural mexicano e iberoamericano, llamando la atención sobre su trágico descentramiento político –sobrevenido en dos tiempos: a fines de 1911 y a mediados de 1914–, así como también sobre los distintos ámbitos y contextos en los cuales se elaboraron y circularon sus obras;2 2) el modo en que se fue conformando la sensibilidad antiestadounidense y antiimperialista de Pereyra, poniendo de relieve un desplazamiento significativo que, pese a su importancia, no fue adecuadamente registrado por la literatura especializada,3 y 3) dimensiones de lo quisiera denominar la poética de Pereyra –lenguaje, imágenes, concepción del mundo–, trabajándolas mayormente sobre su libro El mito de Monroe (1916) y desde la óptica insinuada en la cláusula que le da el título al asedio –los laberintos del desprecio–, o, para ponerlo en otras palabras, desde una mirada sociológica atenta a la problemática de las marcas que dejan en los textos las percepciones acerca del lugar que se ocupa o se cree ocupar en el espacio social.
La hipótesis principal del artículo consigna que los sucesivos modos por los cuales Pereyra conceptuó la realidad geopolítica y las relaciones entre los países guardan una relación de homología estructural con su experiencia de las relaciones y de las diferencias de clase.4 Ello puede apreciarse en el lenguaje y en las imágenes a los que acude en zonas cruciales de sus elaboraciones discursivas. Este énfasis de ninguna manera busca desplazar otros posibles abordajes centrados en, por ejemplo, las estrategias de posicionamiento en el campo ideológico, los soportes materiales que sostienen unas determinadas prácticas discursivas, las redes intelectuales implicadas, los procesos de recepción. Lo que se busca es aportar elementos que complementen y enriquezcan estas miradas, llamando la atención sobre las marcas dejadas en los textos por las experiencias sociales primordiales.
Itinerario y contextosEl advenimiento de la Revolución Mexicana partió literalmente en dos la vida de Carlos Pereyra. Nacido en Saltillo en el seno de una familia acomodada, graduado de abogado en 1895 y muy próximo a Justo Sierra en los primeros años del siglo XX, Pereyra ingresó en el servicio diplomá- tico en las postrimerías del Porfiriato. Leal al régimen de Díaz hasta su disolución, en los albores del proceso revolucionario Pereyra escribió en contra de Francisco I. Madero. Debido a ello, apenas iniciada su presidencia, Madero lo cesó en su puesto en la legación mexicana en Washington. Pereyra no se quedó cruzado de brazos, sino que participó de la trama conspirativa contraria a Madero, secundando el golpe de Estado de Victoriano Huerta, el cual se fraguó –como es sabido– con la abierta participación del embajador estadounidense Henry Lane Wilson. Seguidamente, Pereyra pasó a integrar el gabinete de Huerta en calidad de subsecretario de Relaciones Exteriores. Duró poco en ese cargo: a mediados de 1913 partió a Europa, para desempeñarse como embajador ante Bélgica y los Países Bajos. Su salida de la escena mexicana parece haber estado relacionada a crecientes tensiones con Huerta, a quien había visto con buenos ojos al comienzo, pero no después.5 Pereyra no regresaría jamás a México. Caído el tirano, renunció a su cargo diplomático y, luego de pasar un tiempo en Suiza, se instaló en Madrid junto a su esposa, la poetisa María Enriqueta Camarillo.6 En la capital española daría a conocer la parte más importante de su obra.
La Revolución Mexicana fue para Pereyra una tragedia, que segó sus perspectivas diplomáticas y políticas, eventualmente inmejorables antes de noviembre de 1910. Haciendo un ejercicio contrafáctico, en “otros años diez” – esto es, los años diez de un México que hubiese podido resolver “de otro modo” la sucesión de Porfirio Díaz–, no es difícil imaginar a Pereyra como embajador en los Estados Unidos e, incluso, como canciller de México. Pero la Revolución lo trastocó todo, alejando en definitiva a Pereyra del país, y forzando de ese modo su consagración exclusiva a los estudios históricos. En rigor, y aun cuando Pereyra había publicado algunos estudios de calidad en los primeros años del siglo, su renombre como historiador proviene mayormente de los escritos dados a conocer en sus años españoles, es decir, desde 1916 en adelante.
La historia puede contarse así: apenas arribado a Madrid, Pereyra se puso a disposición del polígrafo venezolano Rufino Blanco Fombona, quien acababa de poner en marcha un ambicioso proyecto, la editorial América.7 Durante el lustro siguiente, Pereyra aportó a dicho sello editorial numerosos libros, entre ellos, ensayos sobre Hernán Cortés y Francisco Pizarro; un trabajo sobre Humboldt; una biografía de Sucre; tres estudios de tema histórico rioplatense –El pensamiento político de Juan B. Alberdi; Rosas y Thiers,y Francisco Solano López y la guerra del Paraguay–,8 y una miríada de libros críticos de la política exterior estadounidense y del desempeño histórico de sus élites: El mito de Monroe; El crimen de Woodrow Wilson; Tejas. La primera desmembración de Méjico; La Constitución de los Estados Unidos como instrumento de dominación plutocrática y, también, Bolívar y Washington, un paralelo imposible, primera aproximación de Pereyra a la figura del Libertador.9 En torno a 1920 tuvo lugar lo que se ha denominado la conversión de Pereyra. Alejado tanto de Blanco Fombona y de su círculo, como de los “grupos de extrema izquierda” y de su personal aproximación al marxismo, el autor de El mito de Monroe comenzó a aparecer a partir de esa fecha como un defensor de la acción peninsular en América y como un adalid del orbe hispano-católico. De alguna manera comparable a las experiencias de otras figuras intelectuales de la época, como Leopoldo Lugones y José Vasconcelos, la estremecedora metamorfosis de Pereyra supuso un reacomodamiento doctrinario inte- gral, que lo dejó situado en posiciones sensiblemente alejadas de las que había cultivado previamente. Durante los años de la guerra de España, en circunstancias que valdría la pena examinar rigurosamente, Pereyra simpatizaría con el franquismo. En la década del veinte vieron la luz La obra de España en América, La conquista de las rutas oceánicas y Las huellas de los conquistadores, así como también su Historia de la América Española.
Para un observador situado en 1930, Carlos Pereyra era uno de los intelectuales latinoamericanos de mayor prestigio. Muy pocas obras hubieran podido rivalizar, en ambición y calidad, con su Historia de América Española, publicada durante la década del veinte en ocho elegantes tomos, pletóricos de grabados, por la editorial Saturnino Calleja de Madrid. Pereyra era célebre no sólo por su monumental Historia; lo era, también, por la frondosa serie de libros, prólogos y traducciones publicados por la editorialAmérica entre 1916 y 1919. La metamorfosis aludida –muy difícil de prever si se considera el ambiente positivista en el que se formó y las orientaciones doctrinarias de los libros que vieron la luz en el segundo lustro de la década del diez–, no parece haber mermado su prestigio. No obstante ser Pereyra un hito capital de la tradición ideológico-cultural hispano, latino e iberoamericanista, no es una figura demasiado visitada. El estudio de su obra plantea importantes desafíos documentales, hermenéuticos y también políticos. Como toda ecuación intelectual, la que corresponde a Carlos Pereyra es un microcos- mos inestable y minado por tensiones y desgarramientos. A esto hay que sumarle el carácter heterogéneo, desparejo y tendencialmente fragmentario y sesgado de las recuperaciones de su legado, cuestión ésta que hay que vincular, entre otras cosas pero de manera decisiva, a cuestiones de orden político. Releer a Pereyra desde un mirador actual constituye una tarea desafiante a la vez que estimulante, dada la caleidoscópica problematicidad de la ecuación intelectual que su nombre propio simboliza. Para una perspectiva latinoamericanista, uno de los aspectos más atractivos de dicha ecuación es su crítica –documentada y penetrante como pocas– a la política exterior y al desempeño histórico de los Estados Unidos. Un examen atento de las percepciones puestas en juego en dicha crítica cabe extraer elemen- tos de interés para una sociología de los intelectuales antiimperialistas sen- sible a los modos por los cuales las experiencias y las relaciones sociales dejan marcas en las elaboraciones discursivas.
Hiperrealismo, admiración y gratitudHito mayor del ensayo antiimperialista, El mito de Monroe (Madrid, 1916) no fue el primer escrito que Pereyra dedicó a la política exterior de los Estados Unidos. He identificado tres antecedentes de significación, publicados en México en 1905, 1907 y 1908.10 Examinar ese olvidado tríptico textual–elaborado en pleno Porfiriato, y con anterioridad al ingreso de Pereyra al servicio diplomático mexicano– puede permitir no sólo historizar mejor el derrotero intelectual de Pereyra y dar lugar a una mejor comprensión del libro de 1916, sino además asomarse a un entendimiento más ajustado tanto de la naturaleza de la cultura política de las élites del México porfiriano–pragmática y ambivalente en relación con los Estados Unidos–,11 como de los efectos, mediados, complejos y en ocasiones diferidos, de la guerra hispano-estadounidense de 1898 sobre la cultura intelectual latino- americana.12
“La doctrina de Roosevelt” apareció en la sección “Revista de Ideas” de El Mundo Ilustrado, semanario dirigido por Luis G. Urbina, el 27 de agosto de 1905. En esa temprana página, Pereyra no articula al nombre del presidente Theodore Roosevelt apreciaciones críticas o negativas de ningún tipo. Lejos de ello, “el hombre del Imperialismo” aparece parangonado a George Washington –”el hombre de la Independencia”– y a Abraham Lin- coln –”el hombre de la Unión”–, suscitando encarecidas alabanzas. El joven Pereyra está al tanto de que el imperialismo rooseveltiano venía generando protestas “desde el Bravo hasta el Plata”. Sin embargo, él no se suma a la diatriba. Asus ojos, las doctrinas de Monroe y de Roosevelt –a la que visualiza como reformulación de la primera en un escenario nuevo– de ninguna manera son producto de una vocación de “apostolado internacional” por parte de los Estados Unidos, sino que son, por el contrario, expresión de la ambición nacional de ese país y, en el caso específico de la segunda, “fórmula en que se traduce el enorme poder industrial” del coloso, esto sin dejar de aludir al decisivo respaldo que le prestan a la doctrina “el alcance de los cañones y la fuerza de la marina yankee.” Contundente, redondea: No es racional –vuelvo a decirlo– esta indignación contra el hecho natural en que descansa la fuerza norteamericana. Vivir bajo el amparo de la doctrina Monroe, no es una desgracia para quien recuerda cómo la bendecíamos y suspirábamos por ella en 1861, cuánto lamentamos su desaparición durante la guerra separatista, y el júbilo con que saludamos después su nueva aurora. La Prensa, de Buenos Aires, toma por amenaza lo único que nos levanta de nuestra condición de pueblos débiles. Supongamos muerta, olvidada, la doctrina. ¿Por eso seríamos fuertes y respetados? Para creerlo así, fuera preciso que a la vez supusiésemos que el único pueblo conquistador y poderoso es el norteamericano. Suprimida la doctrina de Roosevelt, quedaríamos más débiles, más amenazados (…) No hay duda en que son grandes los peligros del pueblo que no tiene la alta fuerza militar de las naciones imperialistas: pero si no se aleja del capitolio la sombra de Washington, llegará la América Española a una definitiva consolidación, bajo la doctrina reguladora del pueblo que, llamándose imperialista en la plenitud de su grandeza, rechaza el militarismo, ha fundado la libertad de Cuba, prepara la autonomía de las Filipinas, sostiene la integridad de China y destruye la coalición plutocrática, para elevar con una votación plebiscitaria al hombre íntegro, sabio y fuerte que encarna el ideal americano.13
El Pereyra de mediados de 1905 parece creerle a Roosevelt todo lo que dice, interpretando en clave solícito-admirativa el desempeño de los Estados Unidos en Cuba, en el episodio venezolano de 1902-1903, en Panamá, y recibiendo con aprobación el “corolario” con el que Roosevelt rectificó el eventual sentido original de la declaración de Monroe. Tenemos entonces a un joven Pereyra que panamericanizaba abiertamente y, según parece, con menos temor y más fe que los retrospectivamente admitidos por Rubén Darío. Lo hacía tributando sin cortapisas a los postulados de lo que cabe denominar hiperrealismo político –disposición probablemente ligada a cierta apropiación por su parte del repertorio temático asociado al darwinismo social–. Su posición de entonces podría parafrasearse del modo siguiente: hay en el mundo varios poderosos que luchan entre sí; la lucha es inevi- table; los pueblos débiles no cuentan en ella más que como tablero; los pueblos hispanoamericanos deben sentirse afortunados por estar bajo la égida, no sólo del menos peor, sino del más preferible entre los poderosos en pugna.
De 1907 es el “Prólogo” de Pereyra a La defensa nacional de México, del escritor alemán Othón Peust.14 Por entonces Peust, tras residir varios años en la Argentina, acababa de llegar a México.15 Es interesante revisar aspectos del opúsculo de Peust. En el capítulo primero de La defensa…, y luego de introducir el tema del desprecio de los latinoamericanos por parte de los estadounidenses, Peust refiere un diálogo interesante. Saboreando “la buena cerveza nacional” en el cuarto de fumar del vagón pulman de un tren que iba de Querétaro a Guadalajara, Peust, el vice-cónsul don Carlos Basave, un ex diputado cubano y dos norteamericanos, mantienen una larga conversación sobre el progreso mexicano y su porvenir. En su evocación del diálogo, Peust expone primeramente su posición personal, indicando que el problema del continente latinoamericano no era otro que el de las razas. A su juicio, los Estados que, a diferencia de los Estados Unidos y de la Argentina, no habían resuelto esa cuestión por la violencia, continuaban luchando con grandes dificultades para desenvolverse, siendo considerados en el concierto internacional como quantité négligeable y como presa segura del más fuerte. Ésa y no otra era para Peust la “causa psíquica” de la doctrina de Monroe. Retomando la cuestión del desprecio, señala Peust que la opinión verdadera de los norteamericanos sobre América Latina distaba enormemente de los saludos protocolares, agregando que el ex diputado cubano estaba “bien informado” al respecto. Seguidamente, Peust detalla los puntos de vista del caballero de la isla, los cuales se basaban en El ideal americano, de Theodore Roosevelt, su “lectura de viaje” en la ocasión. Del contrapunteo conversacional evocado por Peust emerge la comprobación de que la tesis del desprecio hacia los pueblos latinoamericanos había sido planteada por el propio Roosevelt en su libro, en cuyas páginas se reconocía además que la doctrina de Monroe no era tanto una ley internacional como un principio activo que respondía a las necesidades actuales de la nación. En el capítulo segundo de su opúsculo, Peust aborda el tema de la doctrina de Monroe, de su oquedad. La conclusión es que los países latinoamericanos seguían expuestos a los ataques europeos; en consecuencia, debían confiar en sí mismos, perfeccionar sus medios de defensa y jugar con inteligencia su papel de “socio débil”. Con el objeto de “ser útil”, México tenía que estar preparado para ayudar eventualmente a sus “amigos” los Estados Unidos con unos cientos de miles de soldados en caso de suscitarse algún conflicto.
Pereyra no había estado presente en el diálogo que tuvo lugar en el cuarto de fumar del vagón pulman del tren que iba de Querétaro a Guadalajara. Sin embargo, es indudable que participó de muchas conversaciones como ésa. Más importante que eso: leyó el opúsculo de Peust y lo prologó. Sostuvo allí, en ese Prólogo, Pereyra: Lo que dice el señor Peust sobre la doctrina Monroe, no es efecto de prejuicios de europeo reforzados por veinte años de permanencia en la Argentina. La doctrina Monroe tiene un aspecto muy diverso en los discursos, brindis o notas diplomáticas efectistas y en la realidad histórica de ochenta años de fracasos. Vivir sobre la doctrina Monroe sería vivir precariamente. Sin em- bargo, éste no es un argumento a favor de los que nos invitan a enemistarnos con los Estados Unidos, nación amiga y aliada natural de México (…) Muchos mexicanos, que no olvidan que esta ha sido antigua tierra de conquista, llaman a la expansión económica, mañosa conquista pacífica, creyendo adivinar las arterías de Houston en cada prospector o capitalista norteamericano. Para que suba el nivel de la confianza recíproca, es preciso, pues, que México se presente con otra fisonomía menos acentuada de país nuevo, de país en expansión solicitante de redentores con capital para impulsar sus riquezas naturales (…) El señor Peust propone abiertamente la nacionalización del capital que se importe para el desarrollo de la riqueza nacional (…) Así no saldrán del país las gruesas sumas de los provechos, sino sólo las tenues corrientes de los intereses (…) No aguardemos a que el magnate de otra tierra se haga dueño de la nuestra. Entonces será tarde para todo intento de conservación, pues ya no habrá patria mexicana.16
Habían pasado sólo dos años, pero 1905 parecía haber quedado atrás: vivir sobre la doctrina Monroe sería vivir precariamente. Y sin embargo…, lo que sigue al “sin embargo” en el pasaje recién trascrito, permite apreciar también hasta qué punto la nueva posición de Pereyra seguía siendo tributaria de una sensibilidad pragmática, realista, disposición ésta ante la cual el propio Peust parecía también rendirse. Ligado a esto, conviene retener aquí la inquietud del Pereyra de 1907 acerca de la forma en que México debía presentarse ante el mundo. Para reducir las consecuencias negativas del desprecio, se recomendaba evitar dar la imagen de “país nuevo”, notoriamente solícito y ansioso. Tal es la derivación parenética del planteamiento del Pereyra de 1907, visiblemente obsedido por el juego de las percepciones mutuas entre las naciones, cuya lógica tiende a concebir, según cabe apreciar, como análoga a la que eventualmente rige las relaciones entre individuos pertenecientes a distintas clases sociales.
Poco después de que apareciera el volumen de Peust con su “Prologo”, Pereyra dio a conocer dos estudios en el diario El Norte de Chihuahua. En 1908, dichos estudios fueron publicados en forma de libro, bajo el título de La doctrina de Monroe, el destino manifiesto y el imperialismo.17 El primero se titula “La doctrina de Monroe y sus aplicaciones”; el segundo, más breve y presentado como complemento del anterior, se centra exclusivamente en el tema de la anexión de Texas. En este opúsculo compuesto se han esfumado tanto el encomio abierto a Roosevelt como la referencia a la “fortuna” de estar bajo la égida del monroísmo y de la potencia más preferible en última instancia. Recíprocamente, se ha enriquecido –complicándose–la mirada sobre el debatido tema del alcance y la significación del apoyo estadounidense en el siglo XIX mexicano, en particular, en el tiempo de la intervención francesa, difuminándose en consecuencia la cándida gratitud de 1904-1905. El Pereyra de 1908 denuncia hipocresías y desenmascara leyendas sentimentales; recurre en ocasiones al sarcasmo para abonar sus puntos de vista; dispara, incluso, dardos mortales contra algunos de los protagonistas de la historia estadounidense –señaladamente, contra Andrew Jackson y James Polk–. En todo esto la distancia con la página de 1905 es notoria. Sin embargo, sería apresurado y hasta excesivo identificar en el libro de 1908 una crítica áspera, frontal y completa a la política exterior estadounidense y a los Estados Unidos. Pereyra sigue tributando a la disposición que venimos llamando hiperrealismo político; sigue mos- trándose, además, como un franco admirador de los Estados Unidos. No obstante, la admiración es menos unilateral, y aparece complicada con algunos elementos nuevos. Uno de esos elementos, a mi modo de ver crucial, se encuentra en el siguiente pasaje: Yo no creo que las grandes ondas de expansión nacional de un pueblo admitan la pauta de una dirección ética, como no creo que haya posibilidad de sujetar a una medida moral las erupciones volcánicas o la erosión de los continentes. Pero como en medio de una vida natural implacable y ajena a nuestras ideas sobre lo bueno y lo justo, hemos inventado los valores morales para entendernos cuando por excepción impera la voluntad humana y no somos partículas arrastradas por el torbellino universal; como lo único que no se nos puede pedir es que no condenemos la fuerza irrefrenable de las cosas, tenemos derecho a que no se nos exija algo más que la sumisión pasiva, sin consentimiento, a la tiranía de esa fuerza. Ir hasta la justificación moral de la violencia, es indigno por absurdo. El tartufismo de Jackson es repugnante.18
Más allá de que se refiere a una figura y a un proceso bien particulares de la política exterior estadounidense, sin pretensiones de tener, todavía, alcances generales, este pasaje –en particular, lo que sigue al “Pero como en medio de…”– posee una significación enorme, en virtud de que abre una fisura de proporciones en el hasta entonces galvanizado hiperrealismo de Pereyra: dado el caso, la fuerza de las cosas, aun si irrefrenable, puede, y en última instancia debe, ser condenada en nombre de valores morales. En la profundización de esta línea de reflexión parece residir parte importante de la originalidad y de la radicalidad de El mito de Monroe y de la ulterior prédica de Pereyra. Vale la pena reparar en el hecho de que la publicación de La doctrina de Monroe parece haberle dado un espaldarazo importante a Pereyra: fue entonces que pasó a integrar las filas del servicio exterior mexicano.
Un espejo para ¿…Próspero?Las evidencias disponibles conducen a pensar que Pereyra elaboró El mito de Monroe durante la temporada que pasó en Bruselas y que, al llegar a Madrid, le entregó el manuscrito a Rufino Blanco Fombona con vistas a su publicación en la editorial América, no sin antes incorporarle un par de notas actualizadoras. Cabe, así, datar la aparición del libro en 1916.19
En cierta medida, El mito de Monroe constituye una reescritura de La doctrina…, su antecedente de 1908. Sin embargo, es evidente que se trata de una obra distinta, elaborada por un autor que en parte era “el mismo” y en parte no. Pereyra no podía ser el mismo después de todo lo que había experimentado durante ese lustro, uno de los más tempestuosos de la historia mexicana. Para Pereyra esa etapa incluyó temporadas viviendo en los Estados Unidos, en las que pudo compulsar nuevas fuentes, asistir a la campaña que llevaría a la presidencia a Woodrow Wilson, atender innu- merables reclamaciones y altercados,20 y seguir paso a paso las vicisitudes de la cambiante y turbulenta relación entre ambos países. Por otra parte, si en 1909 se le abrían anchas perspectivas de ascenso profesional, en 1914- 1916 todo se había derrumbado. En parte por eso, El mito… es un libro más amargo que sus antecesores. No obstante, es también un libro mejor compuesto y en varios sentidos más libre. La previsible nota de amargura halló compensación en el hecho de contar con más tiempo para darle forma a una escritura que además se revelaba ahora como potencialmente libre de compromisos oficiosos. Pero no hay que confundirse: libre de compromisos oficiosos, Pereyra no quedó libre de condicionamientos. En un nivel, pasó a ser un escritor “en disponibilidad”, a la busca de una causa a la que adherirse: su fugaz aproximación al marxismo y su más duradera tributación a la tradición hispano-católica debieran leerse desde este prisma. En otro nivel, según veremos enseguida con mayor detalle, su lectura de las relaciones internacionales no se despegó nunca, ni entonces ni después, de una matriz de clase.
Comparado con La doctrina…, El mito… es un trabajo más exhaustivo y extenso, donde se verifica un tratamiento más pormenorizado de casos ya estudiados, así como una incorporación de casos nuevos.21 Más importante que eso, en sus páginas se aprecia un viraje crucial en lo que respecta a la valoración de la política exterior estadounidense y del desempeño histórico de los Estados Unidos. Las facetas de esta alteración cubren varios registros, y se dejan apreciar a lo largo de toda la obra. El punto toral es que, en El mito…, la antigua admiración por los estadistas estadounidenses –cándida en 1905, más resignada y amarga, pero aun así claramente visible, en 1908– deja paso ahora a una crítica integral.
En 1914-1916, la famosa “tesis del desprecio” que, una década atrás, era comentada por Peust y sus amigos, aludiendo al libro El ideal americano del presidente Roosevelt y, más en general, al modo en que las potencias juzgan a los países hispanoamericanos, es revertida por Pereyra sobre los Estados Unidos. Quien desprecia en 1916 es Pereyra, un hispano- americano, siendo el objeto de su desprecio los poderosos Estados Unidos. ¿En qué lugar se coloca Pereyra para desplegar este gesto?, ¿qué es exactamente lo que está despreciando?, ¿por qué y para qué desprecia?
El primer elemento a destacar aquí es que Pereyra piensa el problema desde una matriz incuestionablemente clasista, de raíz aristocrático- señorial. Sin demasiados ajustes ni mediaciones, la escritura Pereyra proyecta dicha matriz al análisis de la dinámica política y de lo que sucede en la arena de las relaciones internacionales. No parece tratarse tanto de un ejercicio analógico controlado como de una homología situada a niveles más profundos, y por lo mismo no necesariamente vinculada a sus intenciones –declaradas o no–. Lo medular del asunto es que las disposiciones aristocrático-señoriales de Pereyra dejan marcas muy claras a nivel semántico y argumental. Cabe apreciarlas, por ejemplo, en el empleo, crucial desde un punto de vista simbólico, de las siguientes nociones contrapuestas, todas portadoras de densas connotaciones y derivaciones parenéticas. De un lado: epopeya, grandeza, sublimidad, aristocracia, patriciado, clases selectas, grandes señores, dignidad, heroísmo, guerreros, conquistadores, actos varoniles. Del otro: vileza, cloaca política, plutocracia, políticos torpes, advenedizos, parientes pobres, mercenarios, piratas, actos cobardes. A este listado de nociones confrontadas cabe agregar, en un lugar no menor, las vigorosas imágenes que laten en el epígrafe de Randall, por cuyo intermedio tomamos contacto, justo antes de adentrarnos en la lectura de El mito…, con el lamento del “innoble” Casio de Shakespeare, quien nos habla de la (pérdida de su) reputación, y de las partes inmortal y bestial de la persona humana.22
No es necesario insistir sobre el hecho de que la mayor parte de las nociones e imágenes referidas se dejan apresar, casi automáticamente, en un esquema de contraposiciones simple, donde la columna apreciada con signo positivo será la que se puebla de imágenes y valores asociados a lo aristocrático-señorial, en tanto que la columna juzgada con signo negativo será la invadida por imágenes y (anti)valores ligados a la bastedad elemental de quienes están más condicionados por las necesidades impuestas por la rústica materia y por tal razón más alejados de la esfera del espíritu y de las altas virtudes que le son anejas.
En cuanto al modo por el cual Pereyra proyecta esta matriz al terreno de las relaciones internacionales, hay que decir, antes que nada, que no todos los Estados Unidos son vistos como un ámbito rústico, innoble y corrompido. En El mito…, Pereyra concede que, hasta 1828, los Estados Unidos habían sido regidos por clases directoras “casi” aristocráticas y que, después, continuaron y continúan latiendo en el pueblo sentimientos más dignos que los que dejan apreciar sus políticos torpes y la plutocracia vil, de aristas criminales, al servicio de la cual dichos políticos operan. No sólo hay una indicación de las tensiones y matices que caracterizan a la política interna estadounidense; hay, también, una suerte de historización de la vileza.23 Más allá de ello, lo que importa destacar es que, en el Pereyra de 1914-1916, los Estados Unidos siguen siendo poderosos, pero ya no son admirados: develada su rusticidad, han perdido su reputación.
Simétricamente, de ninguna manera sería adecuado afirmar que Pereyra hace de toda Hispanoamérica la morada de exquisitas virtudes señoriales. La crítica al desempeño histórico de los países que integran la región es también dura. Según Pereyra, ante unos Estados Unidos bestiales e impostores, los hispanoamericanos hemos sido mayormente crédulos, supersticiosos y haraganes, y nos hemos dejado engañar, por ejemplo, por mistificaciones como la doctrina de Monroe. En El mito…, la buena política, en la cual se ponen en práctica las virtudes señoriales, no hay que buscarla en el desempeño histórico de los Estados Unidos ni en el de Hispanoamérica, sino en el de las potencias europeas, muy especialmente Gran Bretaña –también en el Japón que, a comienzos de siglo, había tenido su gloriosa gesta en Port Arthur–. Esa buena política no fue ni es precisamente inofensiva, ni fraternal, ni caritativa. Es fuerte. Estamos hablando –diría Pereyra– del dominio del mundo. Sin embargo, la buena política se guía por nociones emparentadas a la moral señorial: sacrificio, prueba, heroísmo, dignidad, sublimidad, epopeya, cuidado de la repu- tación.24
La aplicación de la matriz aristocrático-señorial a los planos de la política y las relaciones internacionales parece tener la siguiente derivación parenética, válida para todos los registros. En un mundo dominado por fuerzas irrefrenables que escapan a nuestro control, corresponde a) no perder la noción del lugar que cada uno ocupa en el concierto general; b) actuar conforme a ello, y c) procurar resguardar todo lo posible, y no sin cierta dosis de altivez, la dignidad y la reputación –se trata, en suma, de parecerse lo menos posible a Casio–. No parece excesivo sostener que, para el Pereyra de El mito…, una buena política exterior equivale a comportarse de manera análoga a como se supone que se comporta un “señor aristocrático” en la esfera interpersonal. No siguieron ese camino los políticos estadounidenses, que enajenaron la reputación del país para que emerja la faz rústica y bestial, ni, tampoco, los hispanoamerica- nos, que no estuvieron a la altura de las exigencias. Si antes, cuando admiraba a los Estados Unidos, visualizándolos como “señores del mundo”, Pereyra recomendaba no revelar las ansiedades ligadas a la figura del “pariente pobre”, ahora, cuando los desprecia, parece desplegar una triple estrategia, consistente en no perder la compostura y la distinción, en buscar otros modelos y, en términos más personales, vinculados a su singular sino, en refugiarse en el estudio y en la labor escritural. Desde el ostracismo al que su tragedia política lo confinó, Pereyra buscó conjurar el oprobio a través del ejercicio de una escritura que se alimentaba del gesto de ofrecerle a los Estados Unidos un espejo donde mirarse y donde apreciar su actuación histórica. No se trata, por cierto, exactamente del mismo espejo que, décadas más tarde, les ofrecería a los Estados Unidos Richard Morse. Entre los materiales de los que estaría hecho el espejo forjado por Pereyra figura la reversión del desprecio, a modo de desquite. Para un hombre como Pereyra, algo, seguramente bastante, de catártico debe haber habido en explorar la posibilidad de poner por escrito, en letra de molde, la expresión “Roosevelt, un patán que escupe sobre la alfombra”.
Reflexiones finalesLa condición de “hombre de frontera” de Pereyra ha sido aducida para explicar su acusada sensibilidad a la cuestión de las miradas cruzadas entre mexicanos y estadounidenses, habitualmente atravesadas por varia- bles y angustiosas dosis de admiración, desprecio y temor recíprocos.25 Sin duda que puede haber una pista valiosa en esa anotación. No obstante, parece más ajustado considerar que la dimensión virulenta de un texto como El mito de Monroe es, más que el fruto de una animadversión inveterada, de la que no había habido demasiadas muestras hasta 1908, el resultado concreto de una experiencia no menos concreta. No cabe, en el caso de Pereyra, hablar de animadversión inveterada en este específico sentido. Pero sí cabe hablar de una matriz interpretativa que subyace al modo por el cual Pereyra fue conceptuando sucesivamente las relaciones internacionales. Los términos básicos de dicha matriz operaron más allá de las alteraciones identificables en el plano de los signos valorativos asignados a cada parte. Se trata, a mi modo de ver, de una matriz interpretativa característica de las élites mexicanas de la época, en cuyo seno se combinaban bien arraigadas disposiciones de naturaleza aristocrático-señorial con marcadas ambivalencias en lo que concierne a la valoración del papel histórico de los Estados Unidos. En el caso particu- lar de Pereyra, el pasaje de una disposición pragmático-hiperrealista a la vez que solícito-admirativa (1905-1908) a otra disposición crítica en clave moral (de 1914-1916 en adelante) no dejó de tributar nunca a un sistema de adjetivaciones, metáforas e imágenes asociado a esa matriz. Tanto como, o quizá más que, su condición de hombre de frontera, pesó sobre Pereyra su condición –objetiva y pretendida– de “señor”, enraizado en una constelación valorativa tradicional, que contempla entre azorado, solícito y receloso el avance del mundo burgués y de los procesos de modernización. Una hipótesis derivada, estimulante aunque de difícil comprobación empírica, tiene que ver con postular que este tipo de despliegue involucra dimensiones ligadas al desacomodamiento de toda una cultura, la iberoamericana, en el panorama de la modernidad.26 Como sea, la naturaleza específica del antiimperialismo de Pereyra se comprende con mayor justeza si se centra la atención en sus experiencias y percepciones del espacio social y en los modos particulares por los cuales ellas fueron hallando plasmación simbólica en sus elaboraciones textuales. Finalmente, también puede ser interesante reflexionar sobre la presencia y la significación de este tipo de marcas en importantes zonas de la tradición antiimperialista latinoamericana. En ocasiones, ello puede deberse, como en Pereyra, a que operan “correspondencias organizadas” entre una determinada experiencia social, unas percepciones y unos textos. Otras veces, ello puede deberse a la tributación, por parte de intelectuales acaso menos vinculados al orbe aristocrático-señorial, a un repertorio semántico, a una imaginería y a unos procedimientos formales derivados de experiencias como la de Pereyra, aunque ya relativamente “autónomos”, en tanto sedimentados en distintos cauces de la tradición ideológico-cultural.
En México hubo al menos dos Carlos Pereyra gravitantes para el pensamiento social. Se trata de figuras distintas y sin relación entre sí, por lo que es imperativo no confundirlas. Carlos Pereyra Boldrini fue un pensador marxista que vivió entre 1940 y 1988, alcanzando renombre a raíz del libro El sujeto de la historia y de la compilación Historia, ¿para qué?. Carlos Pereyra Gómez fue un abogado, diplomático e historiador que vivió de 1871 a 1942, a cuya pluma debemos incontables obras de historia mexicana y americana, entre ellas El mito de Monroe.
Hay varias aproximaciones a la figura y a la obra de Carlos Pereyra Gómez. De consulta imprescindible es Acevedo, Edberto (1986), Carlos Pereyra, historiador de América, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, el cual refiere, integra y asimila asedios precedentes.
Abordé aspectos de esta cuestión en Kozel, Andrés (con la colaboración de Sandra Montiel) (2012), “Carlos Pereyra y El mito de Monroe”, en Pita, Alexandra y Carlos Marichal (coords.), Pensar el antiimperialismo. Ensayos de historia intelectual latinoamericana, 1900-1930, El Colegio de México/Universidad de Colima, México.
Sobre la noción de homología, véase Ansart, Pierre (1973), El nacimiento del anarquismo, Amorrortu, Buenos Aires. En la Introducción a su obra, Ansart remite al modo en que la noción fue elaborada en el ámbito de la Historia del Arte –en especial, por Erwin Panofsky–, así como a unas consideraciones vertidas por Pierre Bourdieu en un posfacio a Panofsky. En la propuesta de Ansart, la noción es presentada como una herramienta capaz de orientar la búsqueda de afinidades y de “correspondencias organizadas” entre sistemas intelectuales particulares y elementos de la realidad social. El presente ejercicio es menos una aplicación acabada de la propuesta de Ansart que una invitación a pensar aspectos del antiimperialismo latinoamericano desde esa clave. Véase también Ansart, Pierre (1983), Ideología, conflictos y poder, Premiá, Puebla.
Véase Garciadiego, Javier (2010), “Aproximación sociológica a la historia de la Revolución Mexicana”, en Textos de la Revolución Mexicana, Ayacucho, Caracas. Para más datos acerca de los vínculos entre Pereyra, Huerta y el embajador de los Estados Unidos, véase Flores D., Jorge (1958), “Carlos Pereyra y el embajador Wilson”, en Historia Mexicana, vol. VIII, núm. 1, julio-septiembre. Lustros después, en su Breve historia de América, Pereyra escribiría duras líneas retrospectivas sobre Huerta.
En ese tiempo, Pereyra no era el único mexicano radicado en Europa por razones políticas. Numeroso, el grupo estaba compuesto por personalidades de distinta filiación: científicos, reyistas, felicistas, huertistas. Véase Garciadiego, Javier (2006), “Rodolfo Reyes, el hermano antípoda”, en Cultura y política en el México posrevolucionario, INEHRM, México.
Véase Segnini, Yolanda (2000) La editorial América de Rufino Blanco Fombona: Madrid, 1915-1933, Libris, Madrid.
Estos estudios fueron muy importantes por lo que significaron tanto para la conformación del revisionismo histórico rioplatense como para la proyección internacional de la revisión, entonces en ciernes, de la guerra del Paraguay.
Véase Kozel, Andrés (2013), “El Bolívar de Carlos Pereyra, Marx y el antiimperialismo latinoamericano”, en Revista Brasileira de Estudos Latino-Americanos, vol. 3, núm. 1, octubre. Pereyra volvería a escribir sobre Bolívar y su tiempo al menos en otras dos ocasiones: en los años veinte, en los tomos VI y VII de la Historia de América Española; más tarde, en 1932, en su libro titulado La juventud legendaria de Bolívar.
De acuerdo con Jaime del Arenal Fenochio, los tres Monroe de Pereyra son el de La doctrina de Monroe (México, 1908), el de El mito de Monroe (América, Madrid, 1916), y el que corresponde a una nueva edición de El mito de Monroe, fechada en 1931 (Aguilar, Madrid), con numerosas variantes con respecto a la de 1916. Como se verá enseguida, mi argumentación se orienta a mostrar que hay “otros Monroe” de Pereyra, previos a 1908. También, que entre esa etapa y 1916 hay no solamente adición de motivos, sino deslizamientos y un viraje capital. No analizo aquí, por razones de espacio, las novedades que introduce la versión de 1931. Consigno apenas que se trata, más que de una reedición de la de 1916, de un libro nuevo, muy extenso (581 pp.), y que, a diferencia de su antecesor, cubre sólo hasta 1860, prometiendo un segundo tomo. El mito… de 1931 se abre con una larga sección inicial, consagrada al estudio de la expansión territorial estadounidense anterior a 1823, y contiene varios mapas. Su tono es sensiblemente más neutro que el del antecedente de 1916, lo cual es indicativo de otro contexto y, concomitantemente, de otro pathos autoral. Cfr. Arenal Fenochio, Jaime del, “Los tres Monroe de Carlos Pereyra”. Disponible en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/4/1855/ 8.pdf (Última consulta 16/07/2014).
Sobre los discursos disponibles en el México de ese tiempo, Pérez Vejo, Tomás (2000), “La guerra hispano-estadounidense del 98 en la prensa mexicana”, en Historia Mexicana, El Colegio de México, L: 2. Para un panorama de los debates entre hispanófobos e hispanófilos en el México porfiriano, Granados, Aimer (2005), Debates sobre España. El hispanoamericanismo en México a fines del siglo XIX, El Colegio de México/UAM-X, México.
Véase Terán, Óscar (1986), “El primer antiimperialismo latinoamericano”, En busca de la ideología argentina, Catálogos, Buenos Aires. También, Real de Azúa, Carlos (1986), “Ante el imperialismo, colonialismo y neocolonialismo”, en Leopoldo Zea (coord.), América Latina en sus ideas, Siglo XXI / UNESCO, México.
Pereyra, Carlos (1907), “Prólogo” a Othón Peust, La defensa nacional de México, Impr. Central, México.
Es interesante reparar en el hecho de que el opúsculo de Peust está dedicado al vice-cónsul argentino en México, don Carlos Basave y del Castillo Negrete.
Pereyra, Carlos (1907), “Prólogo” a Peust, Othón, La defensa nacional de México, Impr. Central, México, pp. IV-V.
Pereyra, Carlos (1908), La doctrina de Monroe, el destino manifiesto y el imperialismo, J. Ballescá y Ca., México.
Pereyra, Carlos (1908), La doctrina de Monroe, el destino manifiesto y el imperialismo, J. Ballescá y Ca., México, pp. 159-160.
Las precisiones son necesarias porque en la mayor parte de los volúmenes dados a conocer por la editorial América no figura el año exacto de edición. Fechadas en “marzo de 1916”, las notas actualizadoras se refieren, una, a la adquisición por los Estados Unidos de una estación naval y de una zona destinada al canal interoceánico en Nicara- gua; la otra, a las críticas al presidente Wilson formuladas por “el insigne hipócrita” Root y el Partido Republicano, las cuales reiteraban más o menos los mismos términos de las acusaciones vertidas por Pereyra en “El crimen de Woodrow Wilson”, texto aparecido en octubre y noviembre de 1915 en las páginas de Nuestro Tiempo de Madrid. Entre paréntesis, “El crimen…” es importante por muchas razones. Entre otras, porque en sus páginas cabe apreciar, además de lo que venimos señalando, las razones de la distancia entre Pereyra y los nuevos líderes Madero, Villa y Carranza. También, porque se introduce allí la voz de M. Jules Leclercq, “noble amigo de México”, que en 1885 se dirigía a los mexicanos, pueblo sordo y ciego, para advertirles acerca del peligro protestante yanqui. Según Pereyra, Leclercq había comprendido bien que en una sociedad dividida en lo étnico y desarticulada en lo económico, sólo el sentimiento tradicional podía fundar algo. Da toda la impresión de que en ese tiempo –segundo lustro de la década del diez– Pereyra había iniciado un proceso de revisión histórica que incluía una crítica del orbe protestante y un acercamiento al orbe tradicional, sin haberse adentrado, todavía, en la recuperación abierta del legado hispano-católico.
Además de lo consignado por Pereyra en los escritos publicados en los años subsecuentes a su estancia en los Estados Unidos, los expedientes disponibles en el Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores permiten rastrear–en relación con casos bien concretos– episodios que pudieron funcionar como catalizadores de la animosidad de Pereyra ante los empresarios y políticos estadounidenses. Agradezco a Mercedes de Vega haberme facilitado el acceso a ese valioso conjunto de materiales.
Entre los primeros, destacan el tema del origen de la doctrina de Monroe –ahora es la diplomacia británica la que ocupa el primer plano en la argumentación– y las historias de las disputas por Cuba y por el canal interoceánico. Entre los segundos sobresalen, de manera previsible, los referidos a situaciones más próximas al momento de elaboración del texto, como por ejemplo el desplazamiento del presidente nicaragüense José Santos Zelaya.
El pasaje de A. E. Randall que Pereyra escogió como epígrafe de El mito… es el siguiente: “When Marx invented the economic interpretation of history he forged a weapon which, skillfully used, can destroy most historical reputations, and reduce most historical heroes to the extremity of ignoble Casio crying, ‘O, I have lost my reputation. I have lost the inmortal part, sir, of myself and what remains is bestial.”’
Hay en El mito… un pasaje que condensa parte importante de lo que venimos analizando, y que deja ver hasta qué punto mucho de todo esto empalma con las experiencias que Pereyra viviera durante su lustro diplomático y, tal vez, y sobre todo, con las expectativas que pudo haber depositado sobre la figura del embajador Henry Lane Wilson y la evidente decepción que advinó luego. El pasaje, que refiere una afirmación de Mr. Hannis Taylor, contiene también una anotación penetrante en términos sociológicos. Sostiene Pereyra que, por estar aislados de Europa y en contacto constante con pueblos débiles, los Estados Unidos no cuentan con una diplomacia acorde a su grado de desenvolvimiento; por tal razón, su diplomacia se ha prostituido, las embajadas y plenipotencias no son más que botines electorales, y los representantes destinados a los países próximos, habituales portavoces de una irreflexiva política de intimidación.
Como anticipé en una nota anterior, en 1916 dicho contraste todavía no se articula con la recuperación de alguna zona del pasado hispanoamericano o ibérico identificable con precisión: hasta donde alcanzo a ver, sería recién en la década siguiente que Pereyra llegaría a ser uno de los más reconocidos vindicadores del papel de España en la historia universal.
Por ejemplo, Acevedo, Edberto (1986), Carlos Pereyra, historiador de América, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, p. 5.
Para avanzar en esta línea sería de la mayor importancia repensar una serie de consideraciones vertidas por José Gaos, así como también las observaciones –emi- nentemente críticas– de Edmundo O’Gorman sobre el latinoamericanismo clásico. Véase Kozel, Andrés (2013), La idea de América en el historicismo mexicano. José Gaos, Edmundo O’Gorman, Leopoldo Zea, El Colegio de México, México, capítulos I y II.