“Rápido a ninguna parte” es la paradoja que parece derivarse de nuestras trayectorias temporales en la modernidad tardía, de acuerdo con algunas de las teorías de la aceleración social, y de modo distintivo en la de Hartmut Rosa. Sus análisis nos enfrentan a un doble diagnóstico de la modernidad, que muestra su rostro bifronte como el de Jano: por una parte, la aceleración del tiempo parece una constante histórica desde mediados del siglo XVIII, mientras que por otra, este mismo aumento de la velocidad nos ha conducido a una especie de inmovilidad en la que nos encontramos atrapados entre la urgencia y la falta de horizontes de nuestro presente, desvinculado tanto de la autoridad del pasado (premoderno) como de la confianza en el futuro (propia de la primera modernidad). ¿Estamos ante las dos caras del mismo fenómeno? ¿Conduce la aceleración descontrolada a una pérdida de la jerarquía que imposibilita el proyecto emancipatorio de la modernidad?
‘Going nowhere fast’ is the paradox that seems to arise from our temporal trajectories in late modernity, according to some theories of social acceleration and specially the analysis of Hartmut Rosa. This thesis confront us with a dual diagnosis of modernity, showing two-faced Janus: on the one hand, the acceleration of time seems a historical constant since the mid eighteenth century, while on the other, this same increase speed has led to a kind of ‘immobility’ in which we find ourselves caught between urgency and lack of horizons of our present, detached from both the authority of the past (pre-modern) and confidence in the future (of the first modernity). Are we seeing the two faces of the same phenomenon? Could the uncontrolled acceleration drive us to a loss of hierarchy which prevents the emancipatory project of modernity?
“Indo rápido para lugar nenhum” é o paradoxo que parece derivar de nossas trajetórias temporais na modernidade tardia, de acordo com algumas das teorias da aceleração social e particularmente na teoria de Hartmut Rosa. As teses deste autor confrontamnos com um duplo diagnóstico da modernidade, mostrando o seu rosto de duas caras de Janus: por um lado, a aceleração do tempo parece uma constante histórica desde meados do século XVIII, enquanto por outro lado, esse mesmo aumento de velocidade tem conduzido a uma espécie de imobilidade na qual estamos presos entre a urgência e falta de horizontes do nosso presente, rompendo o vínculo tanto da autoridade independente do passado (pré-moderno) quando da confiança no futuro (típico da primeira modernidade). Estamos vendo as duas faces de um mesmo fenômeno? Poderia a aceleração descontrolada nos levar a uma perda de hierarquia que impediria o projeto emancipatório da modernidade?
La velocidad, a mi parecer, proporciona el único placer genuinamente moderno. ¿Qué es pues el tedio? Es donde hay demasiado y, al mismo tiempo, no hay suficiente. Insuficiencia porque hay demasiado, demasiado porque no hay suficiente. – (Entrevistador) ¿Piensa usted también que la novela clásica está muerta? – Por supuesto que no… Pero el mundo actual ya no tiene tiempo para leer. Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describo lo que viene, lo que no puede ya venir de otra manera: la ascensión del nihilismo.
El síndrome temporal de la prisa, con sus requisitos de flexibilidad, movilidad y provisionalidad, condiciona la construcción de una sociedad en crisis de configuración. La teoría de la aceleración significa una considerable contribución a la comprensión de las evoluciones sociales contemporáneas y de las problemáticas relativas a los procesos de modernización. Situada en el debate modernidad-postmodernidad, la propuesta de Rosa se relaciona con la de autores como Virilio,1 si bien sus análisis de la lógica de la aceleración dotan de mayor profundidad, como veremos, a los factores existenciales sobre los tecnológicos.
Una de las principales críticas de Rosa a la sociedad acelerada parte de la constatación de que vivimos en un mundo de deberes que ya no son religiosos, sino temporales.2 Nuestras vidas están sujetas a horarios y normas impuestas que no son cuestionadas, están despolitizadas. Sin embargo, como señala Duffy,3 la experiencia de la velocidad –único placer nuevo inventado por la modernidad, a decir de Huxley– debe ser pensada políticamente. El tiempo habla un lenguaje silencioso, tiene una semántica propia a la que debemos prestar atención:4 expresiones como “perder el tiempo”, “matar el tiempo”, “pasar el tiempo”, “no tener tiempo”… vienen a ser la traducción de una experiencia de “indigencia temporal”5 característica de nuestra época.
Entre los pensadores que con más radicalidad han afrontado el problema del (nuestro) tiempo, se encuentran Nietzsche y Heidegger. Rosa recupera la palabra visionaria del primero, que intuyó en el desarrollo de la modernidad el germen de la decadencia, caracterizando la cultura como un hacer añicos y un desintegrar de forma irreflexiva todos los fundamentos, su disolución en un devenir permanente que recuerda a una araña deshilando el entramado del mundo.6 Heidegger, por su parte, es un traductor eminente de la quiebra temporal contemporánea de la emergencia del hombre moderno y de la pérdida de referentes tradicionales por una incertidumbre radical sobre el sentido del tiempo.7 “Ser moderno” significa habitar en un tiempo doblemente carencial, “el tiempo de los dioses que han huido y del dios que vendrá”;8 en un mundo en el que, como escribió Marx, todo lo estable se desvanece en el aire. Bajo la influencia de ambos, Rosa introduce una sospecha en el par modernidadaceleración para pensar los tiempos de crisis y las crisis del tiempo.
Heidegger escribió que la filosofía, por su propia esencia, no puede progresar, sino que más bien consiste en pensar siempre lo mismo, en señalar su paso por un lugar para volver a él, retomándolo. Hay que evitar los peligros de creer que podremos ir más allá de este lugar, superándolo, dejándolo atrás. Éste es un error que persigue al pensamiento como su propia sombra. De ahí que en las siguientes páginas no se pretenderá un estudio exhaustivo sino más bien un rodeo, deteniéndose en el lugar que ocupa la reflexión en la historia del pensamiento, y recogiendo algunas de las principales aportaciones al tema que desde la teoría sociológica puedan resultar sugerentes para abrir alguna puerta (o puente) en su comprensión.
Tiempos modernosEs bastante grave que ahora ya no se puede aprender para toda la vida. Nuestros antepasados se atuvieron a la instrucción que recibieron en su juventud; pero nosotros tenemos que aprender todo de nuevo si no queremos quedarnos totalmente obsoletos.
¿Qué significa la expresión “tiempos modernos”? Como venimos anunciando, la dimensión temporal es un factor clave para pensar el proceso de formación de la modernidad, y su definición y transformación se encuentra íntimamente entrelazada con las dimensiones materiales de la sociedad, a saber: estructura, cultura, identidad y posición ante la naturaleza.9 El tiempo, en palabras de Luhmann, se puede definir como “la interpretación de la realidad con respecto a la diferencia entre el pasado y el futuro”.10 Ésta no tiene la misma forma en todas las sociedades, por lo que nos parece interesante recuperar la noción de “regímenes de historicidad” que François Hartog11 propone a partir de comparar la articulación social del pasado, el presente y el futuro en la historia del pensamiento europeo como herramienta heurística que nos ayude a traducir las diferentes experiencias del tiempo.
Sin perder de vista que las transiciones son lentas, las fronteras no están firmemente delimitadas, y que por tanto se producen interferencias –a menudo trágicas– entre unos y otros regímenes de historicidad, Hartog nos propone distinguir fundamentalmente entre un régimen antiguo y uno moderno, atravesados por el régimen cristiano que sirve de bisagra entre ambos. En sentido estricto, los regímenes antiguo y moderno no se suceden exactamente en el tiempo, sino que ambos coexisten: el primero como “lo otro de sí” de lo moderno, que existe desde su imaginario. La noción de régimen de historicidad expresa una manera dominante de ordenar el tiempo, la tendencia de una época, pero no pretende ser una entidad metafísica ni universal.
El régimen antiguo se define por la autoridad del pasado, que se percibe como sustrato de tradición y recurso para una historia basada en el ejemplo y la imitación, obedece al modelo de la historia magistra vitae. Aeste respecto, es ilustrativo Séneca en De brevitate vitae: “En tres tiempos se divide la vida: en presente, pasado y futuro. De estos, el presente es brevísimo, el futuro dudoso, el pasado cierto”. El régimen antiguo de historicidad reposaba sobre la idea de que el futuro, si no era exactamente una repetición del pasado, tampoco lo excedía jamás, puesto que se movía en el interior de un mismo círculo.
Aun preservando la imagen cíclica del mundo, el judeo-cristianismo introduce una noción adicional: el génesis y el apocalipsis, el comienzo y el fin como marcas que configuran los límites de la flecha del tiempo. La historia del mundo se despliega como una interpretación de la caída del hombre y su posterior redención, es decir, aparece como una historia de salvación. El régimen cristiano ha podido combinarse con el de la historia magistra en la medida en que tanto uno como otro tenían la mirada puesta en el pasado.12
La edad moderna, basada en el dominio racional del mundo, se fundamenta en otro patrón de experiencia del tiempo que, si bien hunde sus raíces en la tradición judeo-cristiana, se expresa en términos de progreso.13 Pasar de la autoridad del pasado (con la operación estratégica de la restitutio, preceptora del vínculo entre pasado y presente), a la autoridad del futuro, propia del régimen moderno de historicidad, equivale, en la tradición occidental, a abandonar el “ya no” y entronizar el “todavía no”. Se trata de un giro conceptual que produce verdaderos vértigos, pues vino acompañado de una voluntad de ruptura con el tiempo anterior: si la antigüedad mira hacia los modelos intemporales del pasado, la modernidad, que supone la hipótesis de un mundo progresivamente mejor, es, básicamente, una teoría sobre el futuro.
Hartog utiliza el concepto de “brecha”, introducido por Arendt en Entre el pasado y el futuro, para nombrar las crisis o fisuras entre pasado y futuro que nos hacen sentirnos extraños en nuestro propio tiempo histórico. Las memorias de Chateaubriand son para él testimonio de la experiencia de una doble imposibilidad, de vivir en el “entre-dos”: en la distancia, demasiado grande, que separa a los antiguos de los modernos.14 Hermano lejano de Ulises, se lamenta del naufragio del mundo entre dos regímenes de historicidad. Pero, junto a este testimonio, nos ofrece la mirada de Tocqueville: una mirada a partir del futuro, que expresa una clara voluntad de ruptura con la autoridad del pasado por la autoridad del porvenir. La modernidad, como movimiento de secularización, transfiere al futuro el crecimiento hasta entonces asociado al pasado. La Revolución de 1789 significa una temporalización de la utopía: no ya otro lugar, el retorno al origen o la naturaleza, sino otro tiempo, el futuro, significará el fin del absolutismo, el fanatismo y la intolerancia. Esta idea se ejemplifica en la obra de Mercier, El año 2440 (publicada en 1771), en la que el protagonista se ve proyectado desde finales del reinado de Luis XV a mediados del siglo XXV para comprobar que la Bastilla había desaparecido y realizar una visita a las ruinas de Versalles. La brecha más reciente en la historia de la modernidad es, para Hartog, 1989, año que marca la conformación de un nuevo régimen de historicidad denominado “presentismo”, que explicitaremos más adelante.
La teoría de los regímenes de historicidad de Hartog se puede relacionar con la reflexión de Blumenberg acerca de que la modernidad fue la primera edad que se comprendió a sí misma como época y, al hacerlo, creó las otras épocas. Subyace a esta voluntad de ruptura o discontinuidad –ficticia o real– con la tradición el problema de la legitimación, así como “la desproporción de esta pretensión respecto a la realidad de la historia, que nunca puede comenzar de nuevo desde cero”.15 La sociedad moderna se define a sí misma por oposición a la antigua: “moderno” es un concepto temporal ya en su etimología, pues deriva de modo, que significa “ahora”, “hace un momento”, o “lo nuevo”.16 El sentido del presente como novedad se comprende en relación con la Querella de los Antiguos y los Modernos, tópico de la cultura europea que se puede rastrear desde la antigüedad o la Edad Media pero alcanza su apogeo en el siglo XVII y se caracteriza por la sustitución del ideal de imitación por la doctrina del progreso. La querella supone un giro conceptual subversivo, pues frente a la mímesis clásica el futuro se abre como un campo de posibilidades ilimitadas. Pero no será hasta el surgimiento de la sociedad burguesa cuando la estructura temporal se transforme drásticamente hacia una mayor complejidad temporal,17 debido a la ruptura económica y política.
Una de las más influyentes lecturas de la modernidad, la de Reinhart Koselleck, considera que las mutaciones culturales que se producen entre 1750 y 1850 (período que denomina Sattelzeit)18 contienen los fundamentos para comprender su origen y sentido.19 La noción ilustrada de “progreso” conduce a la concepción de un tiempo dotado de direccionalidad, lo que hace imposible su repetición: el futuro ya no se puede leer en las experiencias del pasado, es incierto e impredecible. Se instala entonces una fisura entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativas” de los sujetos. Pero el hecho que, según Koselleck, precipitó la quiebra definitiva del concepto de historia magistra vitae fue el estallido de la Revolución de 1789, ideada en Alemania y ejecutada en Francia, que determinó la emergencia de una nueva perspectiva histórica: la idea de que el tiempo se puede construir, que los sujetos pueden “hacer historia” con su propia acción. Esta concepción de la temporalidad, su devenir una dimensión inmanente, se fragua según Luhmann un siglo antes: “Ya al principio del siglo XVII se quebró la unidad de existencia y preservación y se concibió el presente como discontinuo, dependiente, para su mantenimiento, de otras causas secundarias”.20 La actualidad debe pensarse, a partir de ahora, como un “cambio instantáneo”.
El tiempo histórico deviene relativo: el pasado está sujeto a interpretaciones, el futuro abierto a posibilidades.21 Nos encontramos ante un proceso creativo en el que los actores sociales tienen capacidad de acción; el tiempo es temporalizado, lo que nos sitúa ante la contemporaneidad de lo no contemporáneo. La modernidad significa, por tanto, la introducción de la contingencia en la historia. Debemos afrontar que los acontecimientos no siempre se ajustarán a las expectativas, debemos construir nuestro propio tiempo, pensar desde el accidente. “Mientras que para la filosofía clásica […] la sustancia era esencial y el accidente relativo y contingente, hoy observamos una inversión de este supuesto, ya que el accidente se ha convertido en absoluto y la sustancia […] en relativa”.22 Se produce entonces una poderosa desacralización de la idea de sustancia, así como un cuestionamiento de las bases de la concepción aristotélica de la negación como privación: el futuro se convierte en un almacén de posibilidades entre las que se puede escoger –al menos, en teoría– por medio de la negación que nos permite distinguir unas de otras.23
Sobre la contingencia, Baudelaire escribió en El pintor de la vida moderna que “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”.24 En este breve fragmento se condensa la problemática de la crisis de la legitimidad, su afirmación como distinción de “lo antiguo”, que no deja de ser su reverso, “la otra mitad”. O, en un tono quizá más pesimista, parafraseando a Sartre, estamos “condenados a elegir”, pues somos libres y por esencia siempre inacabados. La falta, la ausencia, nos constituyen. En palabras de Ehrenberg, se impone “la fatiga de ser uno mismo”.25
Ante la progresiva complejidad del mundo, y el carácter contingente del tiempo, Luhmann26 analiza dos estrategias de normalización propias de la sociedad moderna altamente racionalizada: la técnica y la utopía como formas de “controlar” el futuro abierto que emerge bajo el signo ambivalente de la promesa (de un mundo mejor) y la incertidumbre (ante la falta de garantías de su cumplimiento). Sobre la utopía nos hemos referido brevemente a la transformación de la semántica temporal que implica dejar de ser pensada como un mismo tiempo, pero otro espacio, para pensarse como un mismo espacio, pero otro tiempo (por venir). Los avances técnicos parecen acercar al presente este tiempo futuro, acortando la distancia que nos separa de su realización. De esta forma, bajo una concepción utilitarista del tiempo, se procede a una creciente abstracción de su significado hasta la completa estandarización y vaciamiento del concepto. Se trata de “ganar tiempo”, de medirlo y calcularlo con precisión para acercar el futuro a una mayor velocidad, y cada instante vale exactamente lo mismo que cualquier otro. El tiempo se concibe como un preciado recurso, lo que nos obliga a optimizar su uso mediante la planificación y ordenación de las agendas.27
Rosa recupera en su análisis28 la crítica de Heidegger al “tiempo inauténtico”, en el que cotidianamente nos encontramos, olvidando el sentido de la temporalidad como horizonte para caer en el uso del reloj y perder el tiempo gracias a él. El ser-ahí está ahí con el reloj, aunque tan solo sea con el reloj más cotidiano, el del día y la noche. El ser-ahí calcula y pregunta por el “cuánto” del tiempo, de modo que nunca está en medio del tiempo en sentido propio. Preguntando así por el “cuándo” y el “cuánto”, el ser-ahí pierde su tiempo. […] El mundo cotidiano vive pendiente del reloj; es decir: de ahora hasta entonces, hasta el siguiente ahora.29
Sin embargo, los relojes establecen un orden duradero pero no simbolizan la aceleración del tiempo.30 Ésta debe explicarse por factores complejos, desde el aumento de velocidad relativo a la extensión del ferrocarril o el telégrafo, que condujeron al establecimiento de un huso horario estándar a nivel global, hasta los factores existenciales que se encuentran en la raíz de tales motores tecnológicos.
Una modernidad acelerada y paradójicaEl viejo París ya no existe (la forma de una ciudad cambia más rápido, ¡ay!, que el corazón de un mortal)
En el distanciamiento progresivo entre pasado y futuro se encuentra, siguiendo a Koselleck,31 la clave para comprender el desarrollo de los procesos causantes de la aceleración social, categoría que define la experiencia contemporánea del tiempo. Si bien “la aceleración como categoría de expectativa histórica es vieja”,32 podemos encontrar formulaciones tempranas en los textos apocalípticos judeo-cristianos, a partir del siglo XVI la noción de expectativa sufre una serie de trasmutaciones fundamentales para la comprensión de la aceleración moderna, hasta llegar a la saturación empírica del concepto con la Revolución Industrial. El acortamiento temporal introducido por las profecías apocalípticas obtenía su evidencia de la existencia de un Dios eterno, fuera del tiempo; sin embargo, esta noción se vacía de contenido con la temporalización de la historia en la modernidad. “Moderno” es cualquier cambio que provoca una experiencia nueva del tiempo. Se articulan ritmos de tiempo y transcursos de tiempo que ya no pueden deducirse de ningún tiempo natural ni de ninguna secuencia de generaciones, pues se produce una desnaturalización de la experiencia temporal por los factores de aceleración técnicos.
Para Rosa la aceleración es un rasgo de la modernidad que se hace todavía más vivo en su fase actual,33 ya que en la modernidad avanzada, como consecuencia de la aceleración del tiempo, el cambio social ha pasado de un ritmo intergeneracional a un ritmo intrageneracional.34 Siguiendo su análisis, podríamos distinguir tres categorías de aceleración, diferentes tanto analítica como empíricamente: la aceleración técnica (del transporte, las comunicaciones, etc.), que parece la más sencilla de medir y verificar; la aceleración del cambio social (tasas de innovación cultural y social), que se traduce en la experiencia de la compresión del presente; y la aceleración del ritmo de vida, definida como el aumento del número de episodios de acción por unidad de tiempo, que tiene consecuencias directas en la percepción individual del tiempo (sentimiento de urgencia, presión temporal). Parece como si la aceleración aumentase el ritmo de la vida misma, atravesando distintos ámbitos, no sólo el mundo industrial tecnificado sino igualmente la vida cotidiana, la política, la economía y el crecimiento poblacional.35 Rosa ofrece numerosos ejemplos de la aceleración en arquitectura, pintura, escultura, literatura, música, incluso los hábitos de lectura se aceleraron en el siglo pasado.36 El economista Steffan Linder lamenta el decline del disfrute de los placeres relativos a la comida o la sexualidad,37 y en el famoso libro de James Gleick, Faster: The Acceleration of Just About Everything38 podemos encontrar numerosas constataciones de la aceleración en prácticamente todos los niveles de la vida cotidiana: información, trabajo, televisión, entretenimiento, etc.
El análisis de los motores que impulsan a la aceleración social en la teoría de Rosa ofrece una aportación interesante respecto a los citados estudios sobre la aceleración: esta experiencia no es sólo consecuencia de los motores técnicos o económicos, sino que responde a una demanda existencial previa que refleja un cambio en el sentir y la conciencia temporal. En la modernidad, donde el futuro se abre a nuestra acción como un elenco de posibilidades entre las que elegir, la vida buena se define por la riqueza de experiencias que podemos tener. Multiplicar la velocidad podría permitir multiplicar por dos el número de experiencias, y lo que buscamos en el placer que nos produce multiplicar nuestras actividades es “vivir al doble de velocidad”.39
Ésta es la promesa de la velocidad, el equivalente funcional de la promesa religiosa de la vida eterna,40 simbolizada por el automóvil como objeto de sublimación que traslada a un nuevo nivel de intensidad la experiencia de una modernidad acelerada. El Futurismo, movimiento artístico de vanguardia que surgió a comienzos del siglo XX, defendió la belleza de la velocidad, el poder de la aceleración técnica y la guerra contra el passatismo entendido como la visión tradicional del mundo que rechazaban. En su texto fundacional, el Manifiesto de Marinetti, publicado en París en 1909 por el diario Le Figaro, se anuncia, entre otras cosas, la muerte del tiempo. Los futuristas abrazan la velocidad como una nueva religión moral, declarando que la belleza de un automóvil –que posibilita la circulación de este nuevo placer en la sociedad de masas– es mayor que la de la Victoria de Samotracia.
La aceleración, que nos atrae y nos seduce, nos divierte, nos estimula, acaba conduciendo a la alienación en la modernidad avanzada: en lugar de acercarnos a un futuro que se presenta como promesa, desarrollo racional de la idea de progreso, se convierte “en el movimiento incesante de la rueda de un hámster”.41 La velocidad deja de servir al proyecto moderno de emancipación, perdiendo su potencial como fuerza de liberación y de autonomía, situándonos en una versión actualizada del mito de Sísifo.42 El hombre, afirma Heidegger,43 desearía que cosas constantemente nuevas le salieran al paso en su presente, porque prevalece la idea de que “lo más reciente es lo mejor”: las novedades son vistas como avances, signos de distinción, independientemente de cualquier análisis cualitativo. En esta idea subyace, para Rosa, una crítica al capitalismo, que produce un tiempo sin vida en el que no hay instante que no sea intercambiable por otro. Es el esquema que Benjamin denunció por imposibilitar la experiencia del tiempo, pues ésta tiene que ver con algo verdaderamente nuevo que escape a la coacción de la repetición de “lo nuevo, siempre igual” que ofrece el capitalismo como religión.44 Antes nos hemos referido a la aceleración como “resto desacralizado”, sin embargo, Rosa incide en una diferencia importante: nuestra sociedad de la aceleración produce culpables sin posibilidad de redención. Esta lógica se condensa en el doble sentido del término alemán Schuld, culpa (religiosa) y deuda (económica). Ya que la aceleración tecnológica implica que un menor tiempo es necesario, el tiempo debiera volverse abundante. Si, por el contrario, el tiempo se vuelve más y más escaso, este será un efecto paradójico que requiere una explicación sociológica.45
Hoy se hacen más evidentes los efectos de aceleración, e igualmente sus paradojas. Y es que, como afirma Thomas Eriksen –parafraseando a Oscar Wilde– “sólo hay una cosa peor que andar escaso de tiempo. Y es no andar escaso de tiempo”.46 La expresión “hambre de tiempo” fue acuñada por Linder para designar una tendencia emergente en los años setenta. La indigencia temporal, que caracterizó la condición de las sociedades industriales avanzadas, se produce debido a los deseos de aumentar el “rendimiento” del tiempo de ocio de forma paralela al aumento del rendimiento en el tiempo de trabajo. Se ha producido un desajuste; hoy tenemos la posibilidad de disfrutar de un mayor tiempo libre que en siglos anteriores, pero también mayores niveles de estrés y presión temporal, al multiplicarse las tareas a realizar de forma exponencial, lo que nos lleva a querer realizar varias cosas a la vez. En la llamada “sociedad del riesgo” lo que debemos justificar no es el movimiento sino la permanencia:47 no moverse es sinónimo de fracaso, y la estabilidad parece casi una muerte en vida. Para la concepción utilitarista del tiempo vinculada a la economía capitalista, una agenda vacía es sinónimo de fracaso. El tiempo de la espera, el “tiempo muerto”, se considera tiempo perdido.
En La corrosión del carácter, Sennett48 relaciona la creciente exigencia de flexibilidad laboral con la debilidad moral que hace del sujeto un ser manipulable. Establece una distinción de tiempos como distinción social que recuerda al ya clásico análisis de Platón en Teeteto, donde Sócrates contrapone dos clases de tiempo en relación con dos clases de hombres: los libres y los esclavos. Es un cierto uso del tiempo lo que hace que un hombre pierda su libertad, con el consecuente “envilecimiento del alma”.49 Platón piensa, sobre todo, en la figura del sofista, cuando dice que la filosofía sólo está al alcance de los hombres libres, aquellos que son dueños de su tiempo, que pueden ser autores de su biografía y que tienen la capacidad de hacer promesas. En la vida del esclavo no hay tiempo para la búsqueda de la verdad, por lo que estos hombres, débiles de carácter, se vuelven falsos y seductores. Estas reflexiones tienen su eco en las de Robinson y Godbey: “el hambre de tiempo no provoca la muerte pero, como observaron los filósofos antiguos, impide comenzar a vivir”.50 Nos enfrentamos a la dicotomía del tiempo libre frente a la tiranía del instante.
La tecnología no nos ayuda a resolver el problema del tiempo, más bien al contrario, cuanto más tiempo ganamos gracias a ella, paradójicamente, menos tiempo tenemos. El hombre de manera cotidiana repite con frecuencia no tener tiempo para nada.51 Para comprender esta situación, Rosa nos explica que esta lógica exponencial no se debe a la tecnología, sino a una lógica de la competición que nos es propia, tendencia que denomina “lógica del incremento”: se nos presenta la opción de hacer cada vez más cosas y, por consiguiente, cada vez tenemos menos tiempo para interesarnos en cada una de ellas. Disponemos de más tiempo libre que en siglos anteriores, pero debido al aumento de las opciones disponibles también sufrimos mayores niveles de estrés y presión temporal. Se trata entonces de aprender a lidiar con el ritmo frenético de la vida moderna52 que, en su demanda de cada vez más flexibilidad y movilidad, donde no parecen tener cabida ni la restitutio ni la ruptura como dos maneras simétricas de articular el pasado y el futuro, nos sitúa ante la efímera autoridad del presente. Un presente que se vuelve fugaz, difícil de habitar, resultado de la conjunción de esta paradójica escasez temporal que, unida a la aceleración, produce una sensación de velocidad imparable. La continuidad temporal moderna se ha quebrado, se abre una nueva “brecha” que acorta la perspectiva del tiempo como horizonte de acción, haciendo irrelevantes tanto el pasado como el futuro.
Continuidad, discontinuidad y presentismoSuprimir el alejamiento mata.
A modo de hipótesis, Hartog inscribe el régimen moderno de historicidad entre dos fechas simbólicas, 1789 y 1989, que podrían pensarse como la entrada y la salida en el gran relato de la historia. Al menos, ambas marcan dos fisuras en el orden del tiempo histórico. La pregunta que surge, y a la que hace frente su análisis, es: ¿nos encontramos ante la conformación de un nuevo régimen de historicidad, o ante una versión acelerada de la sociedad moderna?53
Los procesos de aceleración nos sitúan en un escenario donde los horizontes temporales han sido desarticulados. Si en la primera modernidad la lección no podía aprenderse del pasado, en la modernidad tardía la promesa del futuro tampoco resulta operativa. En el proceso moderno de apertura del futuro, la idea de quiebra, de brecha, implica una distancia fundamental entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas. El presente servía de puente entre ambas, uniendo y separando sus límites. El problema del tiempo actual, para Rosa, es que esa distancia se ha perdido, porque el presente se ha cerrado sobre sí mismo. ¿Cómo es posible recuperar esa distancia, necesaria para el pensamiento y para la experiencia del tiempo?
El siglo XX, que comenzó siendo futurista, ha terminado siendo “presentista”. El presente tiene el significado etimológico de “aquello que está delante de mí”, es decir, “inminente, urgente”, según la preposición54 latina prae (praesens).55 Si bien en la historia del pensamiento podemos encontrar diferentes teorías del presente, como en las sabidurías antiguas estoica y epicúrea –que inspiran a Goethe cuando pone en boca de Fausto las palabras: “tan sólo el presente es nuestra felicidad”–56 o en las religiones reveladas, al menos como tránsito o espera del éschaton, en la época actual el instante no ofrece profundidad ni tiene duración, es un presente sin espesor que no mueve a la acción, mero punto geométrico. A decir de Heidegger, el tiempo que un reloj hace accesible es visto como presente. […] De esta manera, el tiempo ya es interpretado como ya-no-más-presente y el futuro como un indeterminado todavía-no-presente: el pasado es irreversible, el futuro indeterminado.57
Hartog lo define como un “presente monstruo”, que es a la vez todo (no hay nada más que presente) y casi nada (la tiranía de lo inmediato).58 Rosa habla de un “presente situacional”, consecuencia de la temporalización del tiempo que equivale a la destemporalización de la vida: ya no puede ser planeada a lo largo de una línea que se alarga desde el pasado hacia el futuro. La aceleración nos sitúa ante una doble problemática temporal, relativa a la formación de la identidad y la deconstrucción del proyecto político en este presente discontinuo: los diagnósticos del “fin del sujeto” y el “fin de la política”.59
Cuando los moldes sociales que forman al individuo dejan de ser fuertes, permanentes y constrictivos, y las grandes formaciones simbólicas que organizan el mundo dejan de ser compartidas, aparece la experiencia de la “inhospitalidad” y de la “ausencia de suelo”, metáforas clásicas del pensamiento del siglo XX, que no sólo dan expresión a una realidad social e individualmente vivida, sino que se transforman en estructura ontológica de la existencia humana e incluso proponen una interpretación metafísica de nuestra época. Dotarse de una identidad aparece así como una necesidad moderna, fiel reflejo de la “falta de hogar”. En este presente sin experiencia ni expectativas, la formación de la identidad deviene especialmente problemática, se convierte en algo transitorio, y esto se refleja en la sustitución de predicados identitarios por marcadores temporales.60 “La gente habla de trabajar (por el momento) como un panadero más que ser un panadero, votar socialista o conservador más que ser socialista o conservador, etc.”61 Este uso lingüístico nos muestra que la conciencia de la contingencia se ha incrementado; el tiempo se ha vuelto problemático, difícil de narrar. Diversas voces relacionan el proceso de fragmentación biográfica con la desorientación, la depresión o el estrés presentes en la sociedad contemporánea. Sin embargo, nos situamos ante una modernidad ambivalente: el mismo proceso puede ser experimentado como una promesa de liberación, como la apertura de nuevos horizontes y posibilidades de vida.62 Las prácticas temporales de la modernidad tardía se describen en términos de “vagabundeo” o “juego”, y las identidades transitorias admiten adjetivos como “pastiche” o “collage”. Actuamos condicionados [...] por ese imaginario de la aceleración que, por una parte, nos empuja a actuar, impulsados por la angustia de adquirir posiciones, pero, sobre todo de no perderlas ante la insoportable presión de la velocidad social y de la flexibilidad de las demandas del mundo económico y social que, por otra parte, nos invita, nos seduce.63
También en el ámbito de la política se deja sentir la presencia de la aceleración del tiempo, que va acompañada de un cierto agotamiento de las energías utópicas (cada vez más a corto plazo) y de la crisis de la noción ilustrada de emancipación. Rosa analiza cómo el Estado-nación, factor de aceleración en la modernidad clásica, se ha convertido en un freno de la aceleración en la modernidad tardía, lo que conduce en el neoliberalismo a la dispersión de la política que conlleva la des-reglamentación y la des-burocratización.64 Hoy, los “progresistas” tienden a defender los discursos de la desaceleración, mientras que los “conservadores” se han convertido en los mayores promotores de la aceleración. Esta ironía ejemplifica “cómo las fuerzas de la aceleración han sobrepasado a los mismos agentes e instituciones que las pusieron en marcha”.65
El neologismo “presentismo” parece inducir una cierta nostalgia de los meta-relatos. La nostalgia ha sido vista como el opuesto conceptual del progreso, frente al que resulta sentimental y reaccionaria, la evidencia de una derrota del presente y la pérdida de fe en el futuro. Vivimos en un mundo sin ritos y sin héroes, en el que la inercia corre el peligro de constituirse en auto-satisfacción. Nuestro tiempo histórico podría caracterizarse, en este sentido, por una melancolía que dirige sus anhelos de seguridad hacia un pasado idealizado. La moda, el diseño y el retro-marketing recuperan la década de los treinta sin la depresión, la siguiente, sin la guerra, y así sucesivamente, ofreciéndonos un pasado manipulado para el consumo y la reactualización del deseo por “aquello que una vez fue nuestro”. Fred Davis estudia estos fenómenos a finales de los años setenta como un intento de restablecer la estabilidad identitaria perdida o cuestionada en la década anterior.66 Pero el significado de la reflexión sobre los “tiempos pasados” es complejo, se presenta bajo numerosas manifestaciones: no sólo es un intento por restablecer la ilusión de continuidad, sino que también puede pretender una recuperación crítica del pasado para crear el futuro a partir de ella. Lejos de la nostalgia de afirmaciones perentorias, la inquietud que subyace a nuestra reflexión tiene que ver con atrapar la coyuntura del tiempo presente para conferirle una forma, para, según la bella expresión de Michel de Certeau citada por Hartog, pasar de “la extrañeza de aquello que sucede hoy día” a “la discursividad de la comprensión”.67
A modo de conclusión: el tiempo y la muerteNo es el tiempo lo que se os da, sino el instante. Con un instante dado, a nosotros nos corresponde hacer el tiempo.
La quiebra temporal de la modernidad es experimentada de forma compleja: la promesa de una “vida verdadera” que nos ofrece el progreso amenaza con el vértigo de la fugacidad del instante, abismo sin fondo que lo engulle todo, acompañado de la nostalgia de lo eterno e inmutable. Debemos hacernos cargo de la aparente paradoja de un régimen temporal que, en su aceleración por alcanzar la dirección del porvenir, nos sitúa hoy al borde de la inmovilidad o la inercia, sin rumbo, aprendiendo a vivir en la discontinuidad que posibilita las definiciones plurales del tiempo social.
¿Cómo recuperar una relación diferente con el tiempo? Eriksen sostiene que no es necesario realizar una apología romántica de la lentitud. La modernidad, por definición, es crisis, cambio, velocidad… En este momento, sin embargo, corre el peligro de estar yendo demasiado rápido –ésta es una de las connotaciones del término “hipermodernidad”, acuñado por Umberto Eco. ¿Cómo des-acelerar, para apropiarnos del tiempo? Junto a las necesarias reformas políticas y económicas, Rosa sugiere que podemos inventar de forma individual estrategias de adaptación para salir del tiempo abstracto, calculado, y recuperar el tiempo vivido centrándonos en lo que llama “momentos de resonancia”, idea cuya centralidad radica en la propuesta de que no todo el tiempo está acelerado.
De la crisis del pasado a la crisis del futuro y del presente, ¿estamos ante el “fin de la historia”? Nuestro análisis no pretende defender la muerte del tiempo, sino que coincidimos con Ramos cuando afirma que “el mundo en que vivimos, por mucha ruina que acumule, no está vacío sino lleno, rebosante. Es un prejuicio poco productivo identificar lo que cambia y se muestra contingente con la pura destrucción y el vacío”.68 Frente al presente desaparecido, propone la idea de presentes múltiples y cambiantes,69 que podríamos relacionar con los regímenes de historicidad de Hartog.
La propuesta de Rosa no concluye con la identificación del tiempo y la muerte, sino con la reflexión acerca del incremento del ritmo de vida mediante la aceleración como respuesta moderna a la muerte.70 Desde la perspectiva heideggeriana, los fenómenos de la aceleración (urgencia, precipitación y falta de tiempo) y sus experiencias correspondientes (el vacío, el ennui o el tedio) son consecuencia de la fijación moderna sobre el “tiempo inauténtico” del presente como huida ante la certeza de un porvenir temporalmente incierto, es decir, la certeza de la propia muerte.71 Occidente ha generado multitud de fantasmas que mueven a la acción ocultando el miedo y la angustia existenciales, en una huida hacia delante (el progreso) –o hacia atrás (la melancolía). De esta forma, situándonos ante la crítica del olvido del ser, que coincide con el olvido del tiempo, Heidegger propone reorientar la búsqueda. Si seguimos indagando qué es el tiempo, hemos de evitar quedar prendidos prematuramente de una respuesta (al estilo: “el tiempo es esto o aquello”), porque el tiempo es el “cómo” y no el “qué”. La aceptación de la contingencia y la finitud del mundo y, en última instancia, de nuestras propias vidas, es lo que hace surgir el proyecto. No miremos la respuesta, sino repitamos la pregunta. ¿Qué sucedió con la pregunta? Se ha transformado. La cuestión de ¿qué es el tiempo?, se ha convertido en la pregunta: ¿Quién es el tiempo? Más en concreto: ¿Somos nosotros mismos el tiempo? Y con mayor precisión todavía: ¿Soy yo mi tiempo? Esta formulación es la que más se acerca a él. Y si comprendo debidamente la pregunta, con ello todo adquiere un tono de seriedad.72
Master en Dinámicas de Cambio en las Sociedades Modernas Avanzadas por la Universidad Pública de Navarra, España. Investigadora del Grupo Cambios Sociales en la misma institución. Líneas de investigación: teoría sociológica, sociología del tiempo, filosofía moderna y contemporánea.
Rosa hace referencia a los estudios clásicos de Giddens y Luhmann en la historia de la Sociología, pero destaca sin duda – pese a no compartir todas sus tesis – la teoría dromológica de Paul Virilio como notable excepción a la ausencia de sistematización del significado de la aceleración en los procesos de modernización.
Aunque se trate de una revista de divulgación, es interesante leer al respecto la entrevista a Rosa en el dossier “L’homme débordé”, en Philosophie Magazine, núm. 57, pp. 43-44.
Duffy, Enda (2009), The Speed Handbook. Velocity, Pleasure, Modernism, Duke University Press Books, Durham, p. 17.
Para profundizar en esta idea, remitimos a Hall, Edward (1989), El lenguaje silencioso, Alianza, Madrid; así como a Zerubavel, Eviatar (1987), “The Language of Time: Toward a Semiotics of Temporality”, en The Sociological Quarterly, vol. 28, núm. 3, pp. 343-356.
Ver Dubar, Claude (2001), “Une critique sociale du temps au coeur des préoccupations de Temporalités”, en Temporalités, núm. 13 (dossier dedicado a la obra de Hartmut Rosa). Otra reciente e interesante publicación sobre el tema es el número de la revista franco-alemana coordinado por Escudier, Alexandre, Ingrid Holtey (2011), “Vitesse et existente. La multiplicité des temps historiques”, Trivium, núm. 9.
Cita extraída de Heidegger, Martin (1992), “Hölderlin y la esencia de la poesía”, en Arte y Poesía, F.C.E., Buenos Aires. Contrastar con la reflexión crítica de Celso Sánchez (1996), “Recursividad, ambivalencia y creatividad social”, en Las consecuencias perversas de la modernidad, Anthropos, Barcelona, p. 278, sobre el tiempo en la modernidad: “La clausura identitaria del tiempo lineal niega la posibilidad de crear nuevos e inesperados fines, coarta la opción a la llegada de nuevos dioses”.
Rosa, Hartmut (2011), “Aceleración social: consecuencias éticas y políticas de una sociedad de alta velocidad desincronizada”, en Persona y Sociedad, vol. XXV, núm. 1, p.12.
Luhmann, Niklas (1992), “El futuro no puede empezar: estructuras temporales en la sociedad moderna”, en Tiempo y sociedad, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, p. 166.
Hartog, François (2003), Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps, Seuil, Paris.
Modernus, en el sentido de “reciente” o “actual”, está presente ya en textos del siglo V tardío. Sobre la etimología del término “moderno”, que aparece por primera vez en la Divina Comedia de Dante en el siglo XIV, es interesante la reflexión de Osborne, Peter (2005), The Politics of Time. Modernity and Avant-Garde, Verso, Nueva York, pp. 9 y ss.
Término que podría traducirse como “tiempo a caballo”, cuyo significado etimológico hace referencia al ámbito ecuestre (Sattel) y “a la situación que se produce cuando usted asciende a la cumbre de una montaña y desde allí se le ofrece la posibilidad de contemplar un amplio paisaje”. Koselleck, Reinhart (2006), en Revista de Libros, núm. 112.
Koselleck, Reinhart (2001), Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Paidós, Barcelona, pp. 19-20.
Sobre la introducción de la contingencia en la historia y la transformación de la experiencia del tiempo que dicho cambio conlleva, recomendamos la magnífica introducción de Elías Palti a Koselleck, Reinhart (2001), Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Paidós, Barcelona.
Beriain, Josetxo (2008), “Voluntad de poder y aceleración social”, en Fragmentos del caos: filosofía, sujeto y sociedad en Cornelius Castoriadis, Biblos, Buenos Aires, p. 256. Para profundizar en este giro semántico de tipo post-metafísico, Beriain nos remite a Virilio, Paul (2007), The Original Accident, Polity, Cambridge. Rosa describe igualmente cómo lo efímero deviene necesario, mientras que la sustancia deviene un epifenómeno (2010: 296-7).
Marramao, Giacomo (2009), Minima Temporalia, Gedisa, Barcelona, incluye un interesante capítulo titulado “«¿Por qué existe algo en vez de nada?» Leibniz y Heidegger” donde el autor presenta un resumen sobre la problemática ontológica de lo contingente.
Baudelaire, Charles (1995), El pintor de la vida moderna, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia, Murcia.
Nos referimos a la obra de Ehrenberg, Alain (2000), La fatiga de ser uno mismo. Depresión y sociedad, Nueva Visión, Buenos Aires.
Zerubavel, Eviatar (1982), “The Standardization of Time: A Sociohistorical Perspective”, en American Journal of Sociology, vol. 88, núm. 1, pp. 1-23.
Koselleck, Reinhart (2007), “¿Existe una aceleración en la historia?”, en Las contradicciones culturales de la modernidad, Anthropos, Barcelona, p. 325.
Koselleck tematiza cuatro tipos de combinaciones entre espacio de experiencia y horizonte de expectativas: progreso, decadencia, deceleración y aceleración. Las narrativas del ascenso y el descenso, así como la linealidad frente a la circularidad, son estudiadas por Zerubavel, Eviatar (2003), Time Maps: Collective Memory and the Social Shape of the Past, University of Chicago Press, Chicago. No son distinciones excluyentes, sino que se suceden, se alternan y se confunden en nuestra vida cotidiana.
No obstante, tampoco hay que perder de vista que ni todo está acelerado, ni lo está en el mismo grado o de la misma manera (existen “islas de desaceleración” intencionales, así como límites de la velocidad). El análisis de Rosa muestra los procesos de desaceleración vinculados a la privación y la exclusión social.
Véase al respecto el magnífico trabajo de Sennett, Richard (2000)La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, donde describe las transformaciones en las trayectorias vitales de un padre y un hijo en la modernidad avanzada comparando sus ritmos de cambio.
Linder, Stefan (1970), The Harried Leisure Class, Columbia University Press, Nueva York, p. 83: la velocidad se opone a la seducción.
Gleick, James (1999), Faster: The Acceleration of Just About Everything, Random House, EEUU. Citado por Rosa, Hartmut (2011), op. cit., p. 11.
Expresión que Wallerstein, Inmanuel recoge del economista John Kenneth Galbraith (véase Wallerstein, Inmanuel (2012) El capitalismo histórico, Siglo XXI, Madrid).
Idea que tomamos del sociólogo Joaquín Rodríguez en su blog “Los futuros del libro” en una entrada del 16 de noviembre de 2010, que inspiró el título de nuestro artículo.
Zamora, José Antonio (2008), “Dialéctica mesiánica: tiempo e interrupción en Walter Benjamin”, en Ruptura de la tradición. Estudios sobre Walter Benjamin y Martin Heidegger, Trotta, Madrid, p. 107.
Eriksen, Thomas (2001), Tyranny of the Moment: Fast and Slow Time in the Information Age, Pluto Press, Londres, p. 147.
Rosa, Hartmut (2010), op. cit., p. 31 (la traducción es nuestra). De forma paralela, José Luis Pardo resalta que “la intimidad está ligada al arte de contar la vida, que, dicho sea de paso, es, sin más, el arte. [...] Porque el arte de contar la vida (de darse cuenta de la vida, de tenerla en cuenta) no es más que el arte de vivir. Vivir con arte es vivir contando la vida, cantándola, paladeando sus gustos (sapere) y sinsabores. Y, desde luego, se puede vivir sin arte, sin contar nada, sin contar para nada ni para nadie, sin contar con nada ni con nadie. Se puede vivir sin intimidad, porque la intimidad no es imprescindible para vivir. La intimidad sólo es necesaria para disfrutar de la vida”. Pardo, José Luis (1996), La intimidad, Pre-Textos, Valencia, pp. 29-30.
Aunque Rosa observa que no es algo reciente: hace más de 150 años, Tocqueville ya observó que los americanos andaban siempre apresurados.
Esta cuestión se inserta en el debate modernidad-postmodernidad, que Rosa analiza siguiendo, entre otros, los estudios de Harvey, David (1998), La condición de la postmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Amorrortu, Buenos Aires, sobre el giro en la experiencia espacio-temporal expuestos en la tercera parte de la obra.
Recogemos la definición del lingüista Émile Benveniste, Émile (1966), Problèmes de linguistique générale, Gallimard, París, p. 135.
Ver la preciosa aportación de Hadot, Pierre (2009), No te olvides de vivir, Siruela, Madrid, quien relaciona la cuestión del tiempo en Goethe con los ejercicios espirituales antiguos.
Sobre el vínculo tiempo e identidad, recomendamos la lectura de Rodríguez, Ramón (2000), “La dimensión temporal de la identidad”, en El buscador de oro. Identidad personal en la nueva sociedad, Lengua de Trapo, Madrid, pp. 177-199.
Rosa contrapone los estudios de Sennett a los de Gergen (ver Rosa, Hartmut (2010), op. cit., pp. 298 y ss). En la sociología española reciente, cabe destacar la investigación de Enrique Gil Calvo acerca del modo como se hilvanan los nuevos relatos vitales a lo largo de las diferentes etapas de nuestra vida, desde la juventud a la vejez, considerando que estas narraciones, más discontinuas y sincopadas que las tradicionales, pueden ser a su vez más libres, abiertas y plurales (Gil Calvo, Enrique (2001), Nacidos para cambiar. Cómo construimos nuestras biografías, Taurus, Madrid).
Rosa, Hartmut (2010), op. cit., p. 255. En otra línea de pensamiento, Claude Dubar nos remite a la obra de Jean Chesneaux para estudiar, a partir del concepto de “tiempo democrático”, la posibilidad de vincular tiempo y política desde una perspectiva ciudadana (véase Dubar, Claude (2008), “Temporalité, temporalités: philosophie et sciences sociales”, en Temporalités, núm. 8).
Davis, Fred (1979), Yearning for Yesterday: a Sociology of Nostalgia, Free Press, Nueva York, p. 105.
Hartog cita estas palabras en una entrevista con Dosse, François, Christian Delacroix y Patrick Garcia (2009), Historicités, La Découverte, París.
Ramos, Ramón (2007), “Presentes terminales: un rasgo de nuestro tiempo”, en Espacios y tiempos inciertos de la cultura, Anthropos, Barcelona, p. 177.