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Vol. 47. Núm. 1.
Páginas 9-29 (junio 2013)
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Vol. 47. Núm. 1.
Páginas 9-29 (junio 2013)
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El “corazón del monte” entre los zapotecos del posclásico
The “Heart of the Mountain” among the Postclassic Zapotec
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Bernd Fahmel Beyer
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas
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Resumen

El estudio de las deidades mesoamericanas se puede realizar desde la iconografía comparada, aunque la riqueza del material exige el empleo de una metodología de análisis más apegada a la semiótica de las religiones naturales. Desde esta perspectiva, las imágenes del Corazón del Monte van de lo abstracto hasta lo concreto, a pesar de que la relación de Tepeyollotli con las fuerzas naturales no podía ser representada de forma corporalizada. Esta paradoja se resuelve al vincular la concepción triádica de los signos de Charles Peirce con la antopomorfización del numen a través de sus distintas atribuciones.

Palabras clave:
Corazón del Monte
Tepeyollotli
Tezcatlipoca
zapotecos
dioses mesoamericanos
Abstract

The iconography of Mesoamerican deities is usually studied from a comparative point of view, even though the materials favour a methodology based on the semiotics of natural religions. Images referring to the “Heart of the Mountain”, for example, go from the abstract to the concrete, although the relationship of Tepeyollotli with the natural forces could not be represented in a corporalized way. This paradox is solved when the deity’s attributions are considered in terms of Charles Peirce’s triadic conception of a sign.

Keywords:
Heart of the Mountain
Tepeyollotli
Tezcatlipoca
Zapotec
Mesoamerican deities
Texto completo
Introducción

El estudio de la religión zapoteca ha sido, desde tiempo atrás, uno de los asuntos más dificiles de tratar debido a las particularidades del registro arqueológico y documental. A partir de las urnas recuperadas en Monte Albán y otros sitios de los valles centrales de Oaxaca, Alfonso Caso e Ignacio Bernal (1952) propusieron la existencia de una serie de dioses a los que dieron nombres nahuas, zapotecos y castellanos tomados de los textos coloniales, y en su defecto apelativos basados en los glifos que caracterizan los recipientes estudiados. Tiempo después se asignaron los mismos nombres u otros similares a los nuevos hallazgos, sin cuestionar a fondo las tipologías o las designaciones previas (Sellen 2002; Cruz 2007). Hoy en día la vaguedad de la terminología es motivo de una insatisfacción generalizada para la cual no se vislumbra una solución, ya que todos los investigadores trabajan con el mismo corpus epigráfico, documental e iconográfico (Valenzuela 2012).

Para encontrar la salida de tal situación es necesario plantear una nomenclatura que se sustente en conceptos claros, anclados en los principios que subyacen al pensamiento teológico y el sentir religioso humano. Una vez elaborado el instrumental adecuado, habrá que preguntar si tiene sentido usar la información contenida en las fuentes coloniales. De ser así, convendrá tener en mente que los frailes del siglo xvi enfrentaron circunstancias que eran difíciles de entender, por lo que no hay forma de responder a muchas de las interrogantes que dejaron plasmadas en sus papeles. Y si en los documentos no siempre se asentó la manera como resolvían los problemas cotidianos, será de utilidad acercarse a la práctica religiosa de los indígenas como si fuera un texto que relaciona las experiencias de los misioneros con una lectura informal de la emblemática cristiana (Hernández 2012).

Ahora bien, con base en dichos antecedentes se puede señalar que el pensamiento dualista que moldeó a la sociedad novohispana también ha justificado el estudio de las imágenes prehispánicas mediante análisis iconográficos del tipo propuesto por Erwin Panofsky, aunque tal método no permite abordar la enorme complejidad de la iconología mesoamericana. Por ello algunos autores han preferido emplear la concepción triádica de los signos de Charles Peirce y el concepto de representamen, cuyas implicaciones van mucho más allá de la simple representación.1

Para Peirce:

el ariete de toda su reflexión es la comprensión de la estructura triádica básica que conforma la relación lógica de nuestro conocimiento como un proceso de significación. La función representativa del signo no estriba en su conexión material con el objeto ni en que sea una imagen del objeto, sino en que sea considerado como tal signo por un pensamiento [...] El signo o representamen es «algo que está para alguien en lugar de algo bajo algún aspecto o capacidad. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente o quizá un signo más desarrollado. Ese signo creado es al que llamo interpretante del primer signo» (Peirce 2012).

De lo anterior se desprende que pensar

es el principal modo de representar, e interpretar un signo es desentrañar su significado. El representamen no es la mera imagen de la cosa, la reproducción sensorial del objeto, sino que toma el lugar de la cosa en nuestro pensamiento. El signo no es sólo algo que está en lugar de la cosa (que la sustituye, con la que está en relación de «equivalencia»), sino que es algo mediante cuyo conocimiento conocemos algo más. Al conocer el signo inferimos lo que significa. El representamen amplía nuestra comprensión, de forma que el proceso de significación o semiosis llega a convertirse en el tiempo en un proceso ilimitado de inferencias. Por ello los signos no se definen sólo porque sustituyan a las cosas, sino porque funcionan realmente como instrumentos que ponen el universo al alcance de los intérpretes, pues hacen posible que pensemos también lo que no vemos ni tocamos o ni siquiera nos imaginamos (ibidem).

La adopción del esquema peirciano implica que los actores sociales relacionados con un determinado corpus iconográfico sean “portadores de interpretantes, de interpretaciones. El signo crea algo en la mente del intérprete, y ese algo creado por el signo ha sido creado también de una manera indirecta y relativa por el objeto del signo” (ibidem). La dinámica de este proceso lleva, por consiguiente, a una situación en la cual los intérpretes se tornan en representámenes de la nuevas generaciones, en las cuales crean signos equivalentes o más desarrollados de los que heredaron de sus antecesores. De ahí que la atribución de significados realizada por los estudiosos de una materia, reducida generalmente a un ejercicio de gabinete, requiera de la participación del grupo social vinculado históricamente a la producción y consumo de los signos derivados de los objetos. Para elaborar este ensayo partimos, pues, del trabajo etnográfico y sociolingüístico realizado en San Dionisio Ocotepec, cuya población destaca en los valles centrales de Oaxaca por su conocimiento y manejo del idioma y la antigua tradición cultural zapoteca (Barabas 1999: 75-79).

El Corazón del Monte

Uno de los numina2 más enigmáticos del panteón mesoamericano tardío es Tepeyollotli, o “corazón del monte” en lengua nahua (figura 1). Según Eduard Seler, representa al tercer signo calli o “casa” en la serie de las deidades del calendario ritual. El nombre zapoteca de este signo es ela o gueela y el maya, akbal, cuyo significado es “noche”, y por lo tanto muy distinto al de la palabra nahua. El vocablo uotan con el cual designaban este símbolo los mayas de Chiapas se traduce como “corazón” o “entrañas” (Seler 1963-I: 73).

Figura 1.

Imagen del Corazón del Monte, tomada del Códice Borbónico.

(0.17MB).

Esta forma de visualizar la naturaleza no es ninguna extravagancia ya que hasta la fecha diversos pueblos indígenas consideran que los montes tienen cabeza, frente, dorso y pies. El problema surge cuando intentamos aprehender el significado de dichas partes dentro de un todo antropomorfo, que a manera de representamen tome el lugar de aquello que la mente prehispánica percibía como sagrado en un ecosistema determinado. Para los zapotecos de los valles centrales, por ejemplo, la palabra las significa “corazón”, entendido éste como el hueso o semilla de donde surge un nuevo ser, por lo que el monte quizá fuera el lugar que se nutría de la energía contenida en esa semilla. El Corazón del Monte, sin embargo, también se relaciona con Tezcatlipoca, cuya figura humana evoca innumerables nombres y capacidades que influían en la vida y el destino de los seres humanos.

Ahora bien, según Stewart Guthrie (1980) la antropomorfización es lo que distingue a la religión de la filosofía, haciendo de ella un sistema explicativo semejante al de las ciencias naturales. Sobre esta línea de pensamiento, se puede agregar que la antropomorfización facilita la toma de conciencia del poder oculto en las fuerzas naturales para medir sus efectos y lidiar con ellos. Mediante dicha conciencia los fenómenos exteriores se llevan al interior del individuo donde se comparten anímicamente. La identificación de dichos fenómenos con la naturaleza del ser humano conduce, a la postre, a la elaboración de imágenes que permiten enfrentarlos cara a cara, ya no como entes supraordinados sino como númenes de cuya naturaleza se forma parte. Esta relación entre el individuo, entendido ahora como representamen, los interpretantes que evoca y las imágenes que elabora implica que la iconología de un sistema religioso como el mesoamericano no sólo sea producto de la objetivación de las cosas mediante estrictas tipologías formales, sino de un largo proceso que parte de un alto grado de introspección y conocimiento del mundo físico y espiritual. Sobra señalar que la unidad entre individuo, representamen e interpretante forma parte del planteamiento general de Peirce, al que sólo se pone en función del fenómeno religioso.

Antes de analizar el corpus de imágenes relacionado con Tepeyollotli es necesario mencionar que la representación de la figura humana llegó a sus límites durante el Posclásico tardío, una época en la cual las antiguas tradiciones iconográficas emprendieron nuevos caminos. En este devenir, acaecido en muy distintos contextos sociales, se observa una tendencia a la homogeneización, a pesar de que la experiencia histórica y la lengua que se hablaba definieron las características y modalidades propias de cada región. De lo anterior se desprende que no haya grandes obstáculos para el estudio comparativo de las deidades o el establecimiento de relaciones iconográficas entre las imágenes de diferentes lugares, aunque en dicha tarea suelen surgir problemas conceptuales que ponen en entredicho los órdenes y niveles de vinculación entre los númenes, su representamen y los ídolos que eran adorados en los sitios sagrados.

Gosiu, el rayo y el trueno

Mediante la literatura etnográfica sobre los pueblos de Oaxaca es fácil percatarse de que la mente indígena percibe a los montes como entidades cuyos atributos se relacionaban con distintas deidades. Una de las más nombradas es Gosiu, el dios del relámpago y el trueno. En la sierra norte y la Mixería, por ejemplo, Elsie Parsons (1936: 213-215) halló varias referencias a los propietarios de las cuevas, destacando entre ellos el aire y los remolinos. Angélica Rivero (2012), por su parte, reporta que en la sierra mixe abundan las cuevas donde se ofrece culto al rayo y el trueno. En la sierra sur, en cambio, Damián González (comunicación personal, 2012) encuentra que el monte se asocia con el rayo, el trueno y los temblores. Más allá de este espacio geográfico, Guilhem Olivier (2004) y Víctor de la Cruz (2007) detectan concepciones semejantes que parecerían describir el relieve conocido como El Rey de Chalcatzingo, es decir, la acción de un ser antropomorfo sentado en una cueva representada por las fauces de un gran reptil. Pero el mensaje transmitido por esta imagen encierra una paradoja, ya que si bien la figura humana se podría identificar con Gosiu, es la cueva que representa al monstruo terrestre la que exhala la humedad y los vientos. En su análisis del calendrio ritual zapoteco, Joseph Whitecotton apunta que el primer día se conocía como chij-lla o chi-lla, lo que significa “cocodrilo, picos de las montañas, dragón reptiliano y frijoles divinatorios”. En el imaginario prehispánico dicho saurio flotaba en un gran lago, y cuando se movía “se sacudía la tierra” (Whitecotton 1990: 146). Por otro lado, Thelma Sullivan comenta que el nombre de Tláloc tiene poco que ver con el rayo y la lluvia, ya que en náhuatl significa “aquel que tiene la cualidad de la tierra” o “aquel que corporaliza a la tierra” (Sullivan 1974: 216). Entonces, ¿estamos en un error al buscar en las cuevas a una figura humana que fungía como representamen del relámpago y del trueno? Volveremos a este asunto más tarde, cuando abordemos la discusión sobre la iconografía de Tepeyollotli.

Pasando al corpus de la escritura zapoteca clásica, se ha dicho que el glifo E representa al decimoséptimo día del calendario mesoamericano xoo, o “temblor de tierra”. Sin embargo, para los habitantes de los valles centrales dicha palabra también se traduce como “sonido”. Con el fin de aclarar esta ambigüedad citaremos algunas partes del análisis iconográfico realizado a dicho glifo (Fahmel 2011), empezando por las ideas de Alfonso Caso (figuras 2a y 2b).

Figura 2a.

Variantes del yacaxihuitl, tomadas deCaso 1928.

(0.21MB).
Figura 2b.

Variantes del glifo E, tomadas deCaso 1928.

(0.15MB).

En la figura 22 de su trabajo sobre las estelas zapotecas, Caso ilustra numerosos glifos que sustentan la hipótesis de que en Monte Albán el año se representaba mediante un círculo con una cruz inscrita, al que nombra yacaxihuitl o “turquesa de la nariz”. En un sentido más amplio, dicho icono significaría “piedra preciosa, año y movimiento del tiempo” (Caso 1928: 45-51). Este último significado es el que parece relacionar el glifo del año con el glifo E, al que Caso identificó con una turquesa o piedra preciosa (ibidem: 31-33). El vínculo del movimiento con el sonido, por su parte, se descubre en las entradas del Vocabulario de Córdova (1987) donde el término xoo hace alusión a actos de fuerza como el estruendo provocado por las tormentas o el movimiento de la tierra durante un temblor. Así se tiene, por ejemplo, que:

Lluvia recia=quijexoo

Viento recio=tixoo pee

Viento recio con agua=quijepee xoo

Tronar=tinñij xoo cocijo

Tronido o trueno=xilinñij xoo cocijo

Tronar así o tronado ser=tiyoopija pijxoo

Sonar una cosa que hace estruendo=ticaapeexoo

Fuerza de hombre=xoo

Hacer ruido con ira=tonixooa

Ahora bien, si Caso (ibidem: 32) acomodó en su figura 8 dos supuestas variantes del glifo E, es decir, un círculo con una cruz y un círculo con cinco puntos inscritos, tendríamos que reconocer en ellas dos asuntos diferentes: el movimiento y el sonido de la tierra. Al comparar el signo que lleva cinco puntos con el diseño representado en algunos Danzantes y relieves del Edificio J de Monte Albán, nombrado “sonaja de la muerte” por Gordon Whittaker (1981: 12), podemos ver que estamos en lo correcto3 (figuras 3a y 3b). Aunque en términos clasificatorios no debieron ubicarse dos signos diferentes en un mismo rubro, fue un golpe de suerte el que quiso que los dos estuvieran vinculados semánticamente.

Figura 3a.

Relieve del Edificio de los Danzantes de Monte Albán, tomado deCaso 1947.

(0.17MB).
Figura 3b.

Relieve del Edificio J de Monte Albán, tomado deCaso 1947.

(0.1MB).

Un signo semejante al glifo E también aparece en las imágenes de Tláloc elaboradas en Teotihuacán. Con base en el estudio de los iconos asociados a este dios, Esther Pasztory (1974) ha propuesto una distinción entre el llamado Tláloc A, relacionado con la tierra, y el Tláloc B, asociado con la guerra. Con respecto al primero, señala que:

el saurio que dio origen al Tláloc-Cocodrilo no sólo es responsable de sus labios sonrientes, dentición y falta de lengua larga sino de su mismo significado. En la mitología mesoamericana el cocodrilo es el símbolo de la tierra por excelencia; el mundo es concebido como un gran cocodrilo que flota en un lago cubierto por lirios acuáticos. Con base en esta creencia, durante el Postclásico se representó a la tierra como un monstruo que comparte diversas características con Tláloc, destacando entre ellas el que ambos podían ser representados en la base de las esculturas ...En Teotihuacan no se ve el Monstruo de la Tierra debido a que el Tláloc-Cocodrilo, que lleva un lirio en su boca, era el dios del agua y de la tierra simultáneamente.

Debido a que en su tocado aparece con frecuencia el signo del año también se relaciona con el año solar y probablemente con los rituales del ciclo anual. El Tláloc-Jaguar, por su parte, está vinculado con el agua y la fertilidad, y asocia las armas y la guerra en un entorno caracterizado por jaguares reticulados (ibidem: 15-19).

La relevancia del trabajo de Pasztory para la comprensión del numen que da vida a la tierra es innegable: tras reconocer dos campos semánticos parecidos a los del glifo E, la autora define una unidad temática relacionada con el cocodrilo, el agua y la tierra, y otra asociada con el jaguar, la oscuridad y la guerra. Pero ¿qué tan cercano es el significado de los campos semánticos teotihuacanos al de los zapotecos? En el primer caso no habría gran diferencia, ya que la tierra, entendida como un saurio, estaba en contacto estrecho con el agua. Para entender los vínculos del Tláloc-Jaguar con la fertilidad y el sonido que producen los cerros, empero, es menester analizar lo que se ha dicho sobre el Corazón del Monte en su versión antropomorfa.

Tepeyollotli

Según Seler (op. cit.: 73), Tepeyollotli fue “dibujado junto al tercer signo de los días en figura de jaguar, océlotl, mientras que en su papel de Señor de la tercera sección del Tonalamatl aparece como un dios disfrazado de jaguar” (figura 4). En una de las dos imágenes del Códice Vaticano se le ve sentado dentro de una cueva, “y en la serie de los nueve Señores de la Noche, en que este numen ocupa el octavo lugar, encontramos junto a él el dibujo de la gruta” (ibidem). En el Borgia 63 “se encuentra además sobre una cueva en la montaña” (Seler 1963-2: 179). En otra parte señala que los

Figura 4.

Imagen de un jaguar sentado sobre un cerro con ojos nocturnos, tomada del Códice Borgia 63.

(0.24MB).

intérpretes denominaron a Tepeyollotli “Señor de los animales” y “el retumbo de la voz, cuando resuena en un valle, de un cerro al otro” y hacen notar que el nombre de jaguar se le pone a la tierra, porque el jaguar es la fiera más feroz y porque el eco en las montañas “quedó del diluvio”. Esto quiere decir que el dios jaguar se consideraba como uno de los dioses primordiales (Seler 1963-1: 74).

Como Señor de la Noche y de los Animales, el Códice Vaticano lo ilustra con el “yacaxihuitl, la nariguera de los guerreros muertos –y una orejera en forma de hacha, de la que cuelgan pendientes compuestos de un trapecio y un rayo– forma abreviada del signo del Sol” (Seler 1963-2: 179). El Códice Borbónico, por su parte, lo presenta con un atuendo de jaguar, el yacaxihuitl y un espejo humeante en el muñón de una pierna (figura 5). La pintura facial que porta en los códices Telleriano Remensis y Vaticano Ríos no deja duda sobre su relación con el dios supremo, Tezcatlipoca (figura 6).

Figura 5.

Imagen de Tepeyollotli con el yacaxihuitl, tomada del Códice Borbónico.

(0.19MB).
Figura 6.

Imagen de Tepeyollotli, tomada del Códice Telleriano Remensis.

(0.09MB).

Otras menciones de Tepeyollotli incluyen elementos que no son muy comunes en las imágenes de tradición nahua (figura 7). En este sentido,Seler (1963-1: 173) explica que, en su papel de octavo de los nueve Señores, el Códice Borgia lo presenta:

Figura 7.

Imagen de Tepeyollotli, tomada del Códice Borgia 14.

(0.1MB).

con extremidades negras y una extraña pintura facial; la parte posterior del rostro muestra las rayas alternativamente amarillas y negras, ixtlan tlatlaan – pintura facial de Tezcatlipoca; la parte anterior (la parte central del rostro) es del color normal de la piel humana, pero en torno a la boca hay un dibujo de piel de jaguar.

En el Códice Vaticano, en cambio, su color es fundamentalmente rojo. El rostro, dice Seler, “muestra a la altura del ojo una raya transversal de color amarillo; también la boca abierta como para gritar está rodeada de una raya amarilla [...] la raya amarilla en torno a la boca insinúa un dibujo de piel de jaguar, análoga al de la figura del Códice Borgia” (Seler 1963-1: 173).

Tales descripciones no sólo aclaran el vínculo entre el Corazón del Monte y el jaguar, sino el porqué los rugidos pasaron a formar parte de su representamen. Más aún, podría decirse que las figuras con boca abierta y barba felina aluden al dios supremo, quien estaría vociferando a la manera de dicho animal.4 Pero ¿cuál era la relación de Tepeyollotli con la tierra vista como un saurio que exhala viento y humedad? Al comentar la indumentaria que viste este dios en el Borgia 14 y compararla con la de otras figuras, Seler detectó características que la asemejan al atuendo de Tláloc, confirmando así que las dos deidades estaban emparentadas. Al respecto señala que la figura de Tepeyollotli

lleva en torno a la frente una venda de papel de corteza, de cuya delantera cuelga una borla; es la misma venda que vimos en la lámina 12 del Códice Borgia ciñendo la cabeza de Tlaloc, dios de la lluvia, regente del séptimo signo de los días. Recuerdan a Tlaloc también algunas otras piezas del atavío. La orejera es una placa rectangular, de la que cuelga una cinta pintada con los colores del jeroglífico chalchihuitl: tiene la forma típica de la orejera de Tlaloc. El taparrabo está pintado como el de este dios: alternativamente verde y olpiyáhuac, es decir, goteado de hule líquido. Y asimismo la manta que le cuelga de la nuca sobre la espalda es, en cuanto a su forma, su dibujo y sus colores, idéntica a la de Tlaloc (Seler 1963-1: 173).

Ahora bien, si el rugido del jaguar fue relacionado con el eco que producen los temblores en las montañas y con el estruendo de los relámpagos que surgen de las cuevas, ¿qué tenía que ver con ello la guerra? En su etnografía de Mitla, Parsons da una pista al señalar que el rayo era “el mensajero de Dios”, teniendo como atributo el ser dios del clima, de las cosechas, de la sal, del fuego, de la guerra y de la muerte. Con respecto a lo último añade que en el contexto de los cuentos mitleños “se creía que entre los muertos, los jefes guerreros distinguidos y las víctimas sacrificiales se unían a la familia de los hermanos del rayo” (Parsons 1936: 212-213). Pero entonces, ¿acaso ese Dios era el Corazón del Monte, o el mismo Tezcatlipoca en su versión antropomorfizada?

Dichas nociones traen a la mente otras imágenes elaboradas en Oaxaca, como las figuras de estuco de la tumba 1 de Zaachila, donde el personaje descarnado o “señor de los muertos” porta sobre el pecho un corazón sostenido del cuello mediante una cuerda (figura 8a). En los frescos de Mitla, la figura de Mictlantecuhtli lleva en su rostro la pintura facial característica de Tezcatlipoca (figura 8b). Dentro de este contexto de lo obscuro y subterráneo, donde la muerte se relaciona con el surgimiento de la vida, también se ubica el complejo iconográfico relacionado con el murciélago-vampiro. A veces indistinto a la figura del jaguar, dicho animal parece haber sido asociado con la resurrección y el culto a Xipe desde el Clásico tardío (Valenzuela 2012).

Figura 8a.

Imagen de Mictlantecuhtli, en la tumba 1 de Zaachila.

(0.17MB).
Figura 8b.

Imagen de Mictlantecuhtli, en el dintel norte del Grupo de la Iglesia de Mitla.

(0.12MB).

Por último cabría señalar que la imagen de Tepeyollotli en el Códice Borgia 14 incluye dos botones en las alas de la nariz (figura 7). Según Seler (1963-1: 173),

este es un adorno que parece haber sido general entre las tribus establecidas en el litoral del Pacífico, en la región de Tehuantepec, Soconusco y en la vertiente del Pacífico de Guatemala ...El cabello de la figura está recogido sobre la cabeza en dos matas separadas, y además cuelga largo al lado del cuerpo. Esas dos madejas enhiestas en la coronilla son un rasgo característico de la deidad, que vemos en forma aún más acusada en las cabezas de Tepeyollotli del Tonalámatl de la colección Aubin.

También se les distingue en la imagen del Códice Borgia 60 que alude al pronóstico para los matrimonios cuyos nombres suman el número 8, donde la cabeza del dios aparece ajustada a la parte posterior de la cabeza de la mujer. Luego dice Seler

parece que los botones que adornan la nariz figuran también en el dios del Códice Vaticano; pero se confunden, en cierto modo, con los discos azules sobrepuestos a la correa que ciñe la cabeza del dios. Por encima de esta correa sobresalen las matas separadas de pelo, entre las cuales se distinguen correas de chalchihuitl. Otra madeja, que posiblemente tengamos que imaginarnos atrás, cuelga de un lado de la cabeza; se distingue perfectamente que en su nacimiento pasa a través de un anillo o disco. Esto último es una peculiaridad del peinado, que veremos aún con mayor claridad en la figura del Códice Féjerváry-Mayer (Seler 1963-1: 174).

Sobre esta última señala que

el cuerpo, las extremidades y las puntas del taparrabo [...] están pintadas de blanco y azul; es decir, probablemente con los colores de Tláloc. Pero el rostro es de color rojo [...] y muestra una raya transversal amarilla a la altura de los ojos [...] es característica la mata de pelo que le cuelga por un lado de la cabeza hasta muy abajo y que tenemos que imaginarnos colgando atrás (figura 9); como en la figura del Códice Vaticano, pasa en su nacimiento a través de un anillo o un disco. Es tan larga esta madeja de pelo que el dios está obligado a sotenerla en la mano como si fuera cola de vestido (Seler 1963-1: 174).

Figura 9.

Imagen de Tepeyollotli, tomada del Códice Féjerváry-Mayer.

(0.15MB).

Finalmente apunta: “El intérprete del Códice Vaticano 3738, fol. 60 verso, informa que los zapotecos tenían ceñida la frente por una venda de papel de corteza y que llevaban el pelo largo y en forma de trenza” (Seler 1963-1: 175).

Conclusiones

La vinculación de los montes con un ser antropomorfo es uno de los temas más recurrentes en la narrativa de los pueblos mesoamericanos, tanto los de hoy como los de antaño. Sin embargo, quedan muchas dudas sobre el significado que se atribuye en dicho imaginario a cada una de las partes. Con respecto a los montes, se sabe que los indígenas compartían la noción del gran saurio como representamen de la tierra y las montañas, pero no está claro si se les entendía como una sola cosa o se manejaban por separado. De ahí que no esté resuelta la cuestión de si había un solo numen para la tierra como un todo o si cada elevación orográfica tenía el suyo, como se colige de las leyendas sobre los volcanes del Altiplano. ¿Acaso el Corazón del Monte garantizaba la fecundidad de la tierra, mientras que los señores del monte que figuran en los relatos pueblerinos externaban sus características particulares?

Para resolver este asunto es necesario subrayar que el problema no radica en el corazón per se o en las demás partes que configuran al monte, como las cuevas que expulsan el aire y los manantiales, sino en el representamen del todo y la posibilidad de identificarlo. Quizá esté fuera de nuestro alcance el reconocerlo en la iconografía o definirlo desde el punto de vista prehispánico, aunque al adoptar la figura humana parecería que se revestía con los atributos de distintas deidades. Entender las semejanzas y particularidades de éstas es el gran reto de la investigación, requiriéndose para ello un conocimiento profundo del ser humano y las distintas facetas que caracterizan su vida social e individual.

Cabe destacar, empero, que la antropomorfización de las fuerzas naturales como medio para aprehender el mundo nada tiene que ver con la fabricación de ídolos conforme a la figura humana. En este sentido, la corporización de las deidades fue un fenómeno tardío que se reforzó tras el arribo de los europeos. Se le reconoce por visualizar las imágenes a través de una epistemología que da cuerpo a los conceptos e ideas con los que se desea interactuar,5 trasladando los significados, tanto lingüísticos como conceptuales, al orden de lo material. Ello conduce a una ruptura, y a un error metodológico en la interpretación del mundo “conforme a la manera tradicional que tienen los indígenas de entenderlo”. Como ejemplo de dicha práctica se puede mencionar la concepción tan simplificada que se tiene del dios supremo, Tezcatlipoca. Al desconocer su calidad de representamen se busca su imagen en el registro material, donde en efecto aparece desde el Posclásico temprano. Más atrás, empero, no se admite su existencia ya que ésta se condiciona al hallazgo de objetos que lo representen tal y como se le ve en los documentos pictográficos (Olivier 2004: 157-228).

Para referirse a Tepeyollotli es común que los estudiosos consulten y citen los documentos que ilustran a jaguares o a personajes vestidos con la piel de ese animal. Sin embargo, el vínculo entre la figura humana y el felino como símbolo de lo nocturno y la fertilidad aún no está claro, por mucho que algunos autores deseen implicar a los olmecas en la formulación de este imaginario. El hallazgo de numerosas esculturas de barro en la cueva Rey Condoy de la sierra mixe (Ballensky 2012) relaciona de una manera muy estrecha la figura del felino con otras que aluden a la sexualidad humana, pero su contexto dista mucho de aquel que fue transmitido a los pueblos tardíos a través de las pinturas teotihuacanas.6En este sentido cabe recordar que el término Tepeyollotli sólo significa “corazón del monte”, haciendo referencia al hueso o semilla que da origen a la vida.

La manera de otorgar un significado a las imágenes tiene que ver, indudablemente, con las características del dato etnográfico y la comprensión de los términos tomados de las lenguas indígenas. Obviamente, la falta de un léxico adecuado limita la utilidad de la información recabada. Así, por ejemplo, en su estudio del Códice Borgia, Ferdinand Anders y asociados (1993: 102-103) se refieren a un texto de Weitlaner en el cual los chinantecos nombran “animal de rayo” al guajolote, viendo en su presencia la manifestación de un ser diabólico. Entre los mexicanos se le conocía como hueyxolotl, “gran esclavo”, y chalchiuhtotolin o “pájaro de jade” y podía entenderse como un nahual de Tezcatlipoca, es decir, un representamen del dios y no su manifestación corpórea. Si en Mitla el rayo fungía como “mensajero de Dios” (Parsons op. cit.), el guajolote habría evocado su poder en situaciones que transgredían el espacio asignado a los humanos.

En el caso de las imágenes de Tepeyollotli que Seler relacionó con la costa de Tehuantepec, parecería que indican el curso emprendido por los zapotecos en la antropomorfización de la deidad.7Lo mismo se puede decir sobre la representación de huesos y seres descarnados en los sitios tardíos de los valles centrales de Oaxaca, aunque en sentido estricto estarían simbolizando la semilla que da origen a la vida (cfr. Mikulska 2008). De ahí la pregunta de que si los términos Péa quelacozáana, nitocozáana pelalatini y pea quela huezóbatija, apuntados por Córdova a finales del siglo xvi, se refieren al Corazón del Monte y a la “potencia generativa que está en el alma”, y si Pitao Cozaana o Cozaana Tao y Pitao Huichana son los apelativos que desde tiempo inmemorial permitieron invocar al “engendrador” o “padre supremo” y “dios o diosa de la generación” (Cruz 2007: 141-142).

Ahora bien, la antropomorfización de las fuerzas naturales que caracterizó el pensamiento de los pueblos mesoamericanos también fue decisiva para su evangelización, ya que facilitó la aceptación de un “dios hijo” que adoptó la figura de hombre. En este trance, que condujo a la elaboración de iconos que resaltan la calidad humana de Cristo, desempeñó un papel importante el culto al Corazón del Monte. Su prohibición, sin embargo, fracturó la vinculación ancestral de los indígenas con lo sagrado, subordinándolos a una Trinidad que, no siendo menos misteriosa, ocupó los altares en forma corporalizada.8

La visión materialista de la segunda mitad del siglo xvi también quedó plasmada en las crónicas que denuncian a Tezcatlipoca como el mayor enemigo de la Iglesia novohispana. En los documentos sobre Oaxaca se dice que su figura se ligó a la del Diablo, y se borró sin clemencia del imaginario popular. No obstante, debió ser la falta de un nuevo representamen de lo sagrado, aprehensible a la mentalidad y sensibilidad de los indígenas, lo que acabó con la antigua deidad, quedando el pueblo bajo la tutela de los frailes y los santos. Si recordamos que en la leyenda mitleña eran los esforzados y los victimados quienes se unían a la familia de los “hermanos del rayo”, se entiende por qué el Señor de Tlacolula es venerado en un entorno marcado por cuantiosas imágenes de hombres virtuosos y apóstoles martirizados.

El antiguo dios de los relámpagos y truenos, Gosiu, sobrevivió los cambios y las prohibiciones para tornarse en benefactor de los trabajadores del campo. Desligado de las fuerzas inherentes a Tepeyollotli, fue identificado con la imagen adosada a las urnas nombradas de Cocijo (Caso y Bernal 1952), aunque tales urnas y las del “dios L” son indicio de que en Oaxaca el culto a la tierra y al Corazón del Monte se remonta a la época de fundación de Monte Albán.

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Frente a la concepción dualista “que tiene su origen moderno en el lingüista Ferdinand de Saussure, para Peirce las palabras, los signos, no son sólo lo que está en nuestro discurso en lugar de las cosas, sino que, sobre todo, signo es ‘lo que al conocerlo nos hace conocer algo más’ [...] Esto supone un contraste con los filósofos de la Edad Moderna, pues tanto racionalistas como empiristas sostuvieron que tenemos un conocimiento directo e infalible de nuestros propios pensamientos” (Peirce 2012).

Numen (plural numina) es un término latino que significa “la manifestación, voluntad o poder de una divinidad” (ER 1987).

Este signo podría tener sus antecedentes en el Monumento 43 de San Lorenzo Tenochtitlán, donde se ubica en lo que parece ser la cabeza de un insecto.

Al respecto cabe recordar que en Mesoamérica el jaguar fue un símbolo de fertilidad y que al igual que otros felinos emite fuertes rugidos cuando se aparean (Valverde 2004).

En un trabajo de Paz Aburto y Fanny Cavieres (2002) sobre la corporización del signo estético, se discute el concretismo brasileño fundado por Augusto de Campos, Haroldo de Campos y Décio Pignatari, en tanto que “ya en la década del cincuenta practicaban en Sao Paulo una poesía [que] se construía desde la experimentación visual y sonora, corporalizando el signo: diversas tipografías, espacialidad de la hoja, valoración de los espacios en blanco, dispersión del verso, incorporación del color, imágenes, ideogramas y la experimentación sonora. De esta manera, la forma adquiría primacía y lo corporal abandonaba, entonces, su función meramente decorativa en tanto deja de portar el carácter ornamental de los textos ilustrados, sino que captura y absorbe al plano del contenido. En este desplazamiento vacía al significado y lo instala como huésped de la zona material, condensada por esta nueva presencia y la función que ésta arrastra. La corporalización del signo, entonces, deviene en una paradojal densidad de la superficie”.

Véase la deidad teotihuacana con garras y rostro semejante al glifo E, figurado a semejanza de los jaguares reticulados.

Según Manuel Martínez Gracida (1883: 614), el altar de la divinidad predilecta se hallaba en una cueva ubicada en un islote en la laguna Superior, cerca de San Dionisio del Mar: “La Divinidad era llamada ‘Corazón o Alma del pueblo’. Los indios estaban persuadidos que era el Atlante que sustentaba sobre sus hombros el Orbe, de tal suerte, que cuando aquella se movía, el mundo era sacudido con extraños temblores”.

La pugna entre la Iglesia católica y las diversas denominaciones protestantes no afectó la elaboración de imágenes en Europa, excepto en algunas de las iglesias reformadas. Sin embargo, el carácter y papel de dichas imágenes no dejó de ser problemático. Una forma de resolver la cuestión se observa en numerosas pinturas de la Contrarreforma, donde a las figuras que aluden a lo sagrado se les adjudicó el carácter de representamen para sustraerlas del entorno material. En este sentido, la imagen del altar mayor de la iglesia de los frailes menores en Viena muestra a la Virgen con el niño en un recuadro sostenido por tres ángeles, quienes presentan al espectador terrenal el milagro de la encarnación (figura 10). Para el caso de la Nueva España habría que revisar la manera como evolucionó la representación de lo sagrado, y cómo fue aprehendido por la población indígena e hispana a partir del siglo xvii.

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