Luis Vázquez ha escrito un libro peculiar. Quiero decir que se trata de una reflexión muy propia y personal en varios sentidos: recupera experiencias personales y gremiales vividas en el marco de la antropología en México, a lo cual suma un esfuerzo de reflexión en torno a algunos antropólogos prominentes, así como una propuesta narrativa en torno al devenir histórico de la antropología en México.
En primer lugar, vale la pena advertir que este libro es una réplica intencional tanto de la fórmula editorial como del método expositivo implícitos en la ahora clásica trilogía escrita por Ángel Palerm sobe la historia de la etnología y es también un homenaje al propio Palerm (cfr. Palerm, 1974, 1976, 1977). En consecuencia, este libro consiste en una selección de fragmentos de la obra de 11 personajes de la antropología —antecedidos por un comentario por parte de Luis Vázquez— a los que se dedican sendos capítulos. Así, el libro inicia en el siglo xviii con el naturalista José Mariano Mociño y un fragmento de su obra Noticias de Nutka. Manuscrito de 1793 y con Francisco Xavier Clavigero y el texto Sexta disertación. La cultura de los mexicanos. Sigue el libro en el siglo xix con Francisco Pimentel y su Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarla. Después el libro avanza en el siglo xx prácticamente con cada década: Andrés Molina Enríquez y el texto Datos de nuestra historia lejana. Los derechos territoriales de las tribus indígenas proveniente de su reconocida obra de 1909 Los grandes problemas nacionales; Manuel Gamio y un fragmento de Hacia un México Nuevo. Problemas sociales, de 1935; Moisés Sáenz, esta vez con un texto inédito: El indio, ciudadano de América, que al parecer sería el último texto escrito por Sáenz. Según relata Luis Vázquez, este texto escrito en inglés era el único del que se tenía noticia hasta que se descubrió en España la versión original en español (p. 15). Siguen Ricardo Pozas y Los indios en las clases sociales de México, Gonzalo Aguirre Beltrán y un fragmento de El proceso de aculturación, el aquí homenajeado Ángel Palerm con un texto también inédito de 1979 titulado Aspectos socioculturales de la población afectada por la presa La Angostura, Chiapas. Reporte técnico; Guillermo Bonfil Batalla y una selección de su México profundo y, finalmente, Arturo Warman, de quien Luis Vázquez nos ofrece otro texto inédito: Políticas y tareas indigenistas, 1989-1994, escrito durante la gestión de Warman como director del Instituto Nacional Indigenista.
Debe decirse desde ahora que un aporte fundamental de este libro consiste precisamente en la publicación de fuentes primarias inéditas que a los historiadores de la antropología en México les ha ahorrado algunas horas de archivo. Estos textos hasta ahora inéditos, sumados a la serie «pioneros del indigenismo en México» editada y publicada recientemente por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) cuyo propósito consiste en dar a conocer documentos de archivo nunca antes publicados, están generando un nuevo caudal de fuentes primarias inexploradas para investigar la historia de la antropología en México.
Ahora bien, detrás de ese conjunto de autores y sus obras hay un criterio explícito de selección: una idea de nación. Cada autor, nos dice Luis Vázquez, «aportó su propia creatividad de pensamiento a la idea de nación y en su pluralidad o mera discordancia reside mucho de su valor histórico […] Entonces, la selección y los textos buscan destacar esa actividad» (p. 13). Para organizar su reflexión, Luis Vázquez buscó entre sus autores «problemas unificadores y esfuerzos teóricos» para desarrollar un argumento, siguiendo a George Stocking, en el sentido de que la antropología mexicana es una antropología constructora de nación en contraste con las antropologías imperiales (p. 12). En este sentido, quizás un título latente —aunque ciertamente menos atractivo— capaz de expresar con mayor claridad el tema del libro de Luis sería «La idea de nación en 11 personajes, algunos de los cuales son antropólogos en el sentido moderno del término». En este sentido, Luis Vázquez explica que «el acto de selección [de autores] implica una idea explícita de la antropología» (p. 9). Tiene razón Luis Vázquez: los historiadores de la antropología irremediablemente poseen una noción más o menos explícita de la antropología que guía la reflexión histórica. No obstante, en este caso me parece que dicha idea permanece latente a lo largo del libro: se trata, desde mi punto de vista, de una concepción instrumental de la antropología en la medida en que el autor explora su contribución a la construcción de la nación mexicana y solo secundariamente la antropología emerge en este texto como una actividad generadora de conocimiento y de técnicas concretas para producir dicho conocimiento.
De este modo, Luis Vázquez nos presenta una lectura decididamente política de la antropología en México y, más concretamente, en torno a la imbricación de la práctica profesional de la antropología con la sociedad amplia y con el Estado (p. 15). Para el autor, esta lectura renovada de lo político en el sentido estricto del término se justifica plenamente porque a partir de las décadas de 1970 y 1980 «tiende a olvidarse la idea de nación —los más metropolitanos hablan de una “condición posnacional” ajustada a sus intereses personales de ciudadanía múltiple—, sea aduciendo que es irrelevante en un orbe globalizado o bien haciéndola a un lado en sus nuevos intereses de conocimiento» (p. 13). Este es el segundo aporte fundamental de este libro: una reflexión en este sentido debería ser hoy ineludible para los antropólogos porque, en efecto, el debate en torno a la idea de nación se ha desdibujado. El periodo de gloria oficial que vivió la antropología en México desde que logró colarse en el organigrama gubernamental con la Dirección de Antropología de Manuel Gamio, y hasta por lo menos esa época que la historiografía ha llamado muy elocuentemente «quiebra política», contrasta fuertemente con la antropología contemporánea, que parece haber perdido su brújula primordial cuando dejó de ocupar un sitio importante en el proyecto de nación. Y el tiro de gracia en este sentido fue, aparentemente, el desmantelamiento del Instituto Nacional Indigenista (INI) en el año 2003 y la creación de la CDI. Vale la pena hacer un contraste en este punto. Cuando fue creado en 1948, el objetivo institucional del INI era el de «inducir el cambio cultural de las comunidades y promover el desarrollo e integración en las regiones interculturales a la vida económica, social y política de la nación» (CDI, 2012: 7). Es evidente en esa definición institucional la presencia de la antropología a través de las ideas teórico-programáticas de Gonzalo Aguirre Beltrán. En contraste, para el año 2003, la CDI tenía como propósito institucional «orientar, coordinar, promover, apoyar, fomentar, dar seguimiento y evaluar los programas, proyectos, estrategias y acciones públicas para el desarrollo integral y sustentable de los pueblos y comunidades indígenas, de conformidad con el artículo 2.° Constitucional» (ibid: 39). Es decir, se trata de una visión asistencialista no distintivamente antropológica en donde la idea de nación se ha desdibujado —tema aparte es el tipo de idea de nación del INI. Y me parece que ello no se explica tanto por una sed de cosmopolitismo como por la necesidad de algunos países dominantes de explotar —o francamente saquear— recursos pertenecientes a los países «subordinados», en donde las configuraciones y las concepciones de Estado-nación han sido intencionalmente debilitadas con el fin de allanar el camino a diversos tipos de intervención extranjera.
De este modo, como puede ya intuirse por el contenido de sus capítulos y por la trama que los une, este libro es rico en consideraciones y autores. Y sus capítulos, que bien pueden leerse de manera independiente y siguiendo un orden no lineal, merecen un comentario detallado. No obstante, en esta reseña —que será incompleta— dejaré de lado ese interesante argumento vinculado con la antropología y la nación, y me concentraré en una serie de reflexiones situadas en el plano historiográfico, pues considero que en torno a ese tema giran aspectos cruciales y valiosos para una controversia constructiva y colectiva en torno a la escritura de la historia de la antropología en México, aspectos que el propio Luis Vázquez sugiere a todo lo largo de sus reflexiones. En particular, este tema permite abrir paso a un debate en torno a las concepciones de la historia de la antropología —como devenir y como disciplina académica—, así como a las estrategias de periodización.
El modo de exposición que utiliza el autor presupone una concepción de los rasgos constitutivos de la antropología, como él mismo lo reconoce, pero también supone una noción de su devenir histórico. Y en este punto es donde puede ya comenzar una posible controversia. Para ello, vale la pena recuperar estos aspectos desde la obra misma de Ángel Palerm. En su obra Introducción a la teoría etnológica, Palerm diserta en torno al papel fundamentalmente pedagógico de la historia de la etnología en la enseñanza de la teoría etnológica: «la única forma de estudiar la teoría consiste en examinar la historia de las teóricas etnológicas» (Palerm, 1997: 33). Sin embargo, Palerm sostiene que lejos de contar con «un sistema ya hecho […] un cuerpo organizado de hipótesis […] lo que tenemos que manejar es una serie de teorías, que con frecuencia están en conflicto; un conjunto de interpretaciones, las más veces basadas en algunas monografías descriptivas, y un puñado de hipótesis más o menos generalizantes» (idem). De este modo, en términos prácticos y para fines de la investigación y la escritura de la historia, Palerm concluye que «el estudio de la teoría se traduce así, en última instancia, en el estudio de los autores y las obras que tienen un papel importante en la historia de la etnología» (idem). En breve: la historia de la etnología/antropología es una historia intelectual, de ideas teóricas en particular.
Esta forma de ver las cosas explica totalmente el proyecto de Palerm tanto como explica el libro de Luis Vázquez. Me parece que este tipo de narrativa organizada en torno a una selección justificada de autores a partir de un criterio explícito —la contribución a la idea de nación en Luis Vázquez o el interés por la evolución sociocultural en Ángel Palerm— constituye un esfuerzo intelectual por sí mismo relevante. No obstante, este modo de proceder deja de lado una discusión en torno a la noción misma de la historia de la antropología; desde el momento en que dichos autores se seleccionan y distribuyen en una secuencia temporal se está asumiendo una idea implícita, no cuestionada, del devenir de la antropología. Mi punto aquí es que en el libro de Luis Vázquez no se justifica la decisión de hacer una historia de la antropología desde el punto de vista de los «antropólogos más destacados» —salvo como un homenaje a Palerm. Y me parece que esa justificación habría sido bastante ilustrativa. Sugiero, pues, que toda narrativa histórica en torno a la antropología amerita una justificación si se pretende hacer una historia crítica de la antropología en México. Debemos tener en mente que el libro de Luis Vázquez pretende ser una historia de la antropología.
¿Qué concepción, pues, del devenir histórico de la antropología subyace a las narrativas organizadas en torno a «grandes hombres» y sus obras? Podemos caracterizar tentativamente como «spenceriana» —por referencia a Herbert Spencer y su idea seminal de «la sobrevivencia del más apto»— a esta modalidad de historia de la antropología que busca «autores culminantes» (Palerm) o «antropólogos más destacados» (Vázquez). Se trata de una historia decididamente intelectual que identifica, y a veces también reduce, la ciencia a sus productos más caros, a saber, las elaboraciones teóricas. Lo que queda para la posteridad es el legado de quien pudo dejar algo, así como el grupo de personas dispuestas a mantener vivo dicho legado —los homenajes son precisamente el mecanismo más común para ello. Pero la modalidad de historia que se desprende de esa concepción de la ciencia antropológica suele dejar de lado a otros hombres y mujeres que no resisten el criterio de «culminante» y/o «destacado», y que, sin embargo, como dice la canción, alguna vez apretaron una tuerca con acierto y dijeron de pronto una palabra.
Esta idea que identifica casi puntualmente ciencia con teoría permanece fuertemente arraigada en los niveles formativos de la antropología, donde la enseñanza se organiza en términos de las teorías —funcionalismo, estructuralismo, evolucionismo…— y los autores canónicos, y deja de lado una noción más robusta del devenir de la antropología entendida como una empresa investigativa1, epistémica y políticamente orientada, una empresa, desde luego, humana y colectiva, coyuntural y culturalmente situada. En este sentido, vale la pena contrastar este tipo de narrativa en el marco de la propia antropología en México con una obra de referencia obligada: La antropología en México, coordinada por García Mora (1987), que se rige por el interés de hacer una historia de la antropología en términos de sucesos y eventos, humanos y colectivos; de hecho, los primeros volúmenes se subtitulan «Los hechos y los dichos», «Las cuestiones medulares», y en donde, en consecuencia, el sujeto central de la narrativa no son los grandes hombres2.
Por otro lado, el texto de Luis Vázquez nos propone, en esa narrativa histórica subyacente, una concepción del devenir histórico de la antropología que inicia con los «precursores» y con ello no solo se inscribe en la tradición historiográfica palermiana, sino en una tradición historiográfica más amplia de la que ambos, Luis Vázquez —por lo menos en este libro— y Ángel Palerm, forman parte. En efecto, en el corpus disponible de historias de la antropología es posible identificar cinco grandes vertientes en la periodización que constituyen verdaderas tesis históricas, concretamente sobre el origen de la antropología en México, y que pueden ser resumidas del siguiente modo: a) los inicios de antropología se remontan al siglo XVI y a las crónicas de misioneros y naturalistas; b) los inicios de la antropología como ciencia se pueden documentar a partir de las crónicas y relatos de viajeros naturalistas, sobre todo extranjeros, del siglo xix; c) la antropología comienza a tomar forma en los inicios del siglo xx, particularmente en el contexto del Museo Nacional, y d) la antropología habría de comenzar más tardíamente, hacia las décadas de 1930 y 1940, periodo en el que las instituciones antropológicas lograron consolidarse. Una quinta tendencia historiográfica —al mismo tiempo hegemónica y mítica— afirma que el surgimiento de la antropología moderna ha de reconocerse en la investigación de Malinowski en las islas Trobriand en la segunda década de siglo xx.
La primera tesis relativa a los «precursores» constituye de hecho la tesis ubicua en las narrativas históricas de la antropología en México. Se trata de una narrativa que ya ha sido criticada como un «mito de origen» del cual sería necesario deslindarse (Medina, 2000: 29), sobre todo si se busca investigar y escribir la historia de la antropología en tanto disciplina científica institucionalizada. Una variante menos extendida de ese «mito de origen» ubica a «los piratas del siglo dieciséis [quienes] realmente fueron los primeros etnógrafos de la historia de la antropología, tal y como apuntó el extinto Ángel Palerm» (Valdivia, 1994). En particular, el trabajo de Luis Vázquez inicia el recorrido histórico en el siglo xviii, a partir de un asumido «enfoque continuista» (p. 21), con el naturalista novohispano, «etnógrafo y lingüista» José Mariano Mociño y Losada (p. 23), y con Francisco Xavier Clavigero y su utilización del término «culturas» «en un sentido etnológico, pero ya comparativo» (p. 45). La riqueza de esas fascinantes fuentes vinculadas con los «precursores» y el asombro que pueden generar no deben hacernos perder de vista que en las historias de la antropología como ciencia institucionalizada —en realidad en toda narrativa histórica— está en juego un aspecto crucial: la historicidad, es decir, la cualidad de pertenecer a lo histórico, a lo contingente.
De este modo, surge la cuestión de cómo justificar el surgimiento o el origen o los inicios de la antropología. Independientemente de mi propia postura al respecto, es importante tener en mente que la antropología es un fenómeno histórico, es el resultado de una contingencia temporal y espacial, y por ello forma parte del devenir histórico. Si se pretende hacer historia de la antropología como ciencia moderna e institucionalizada, entonces resulta polémico trasladar sus orígenes a un momento de la historia en el que no existen todos esos elementos que le darían densidad cultural a la empresa científica, es decir, las redes de científicos, la cultura material, las instituciones, las categorías epistémicas normativas que orientan la investigación, etc. Si no se problematiza la historicidad de la antropología, entonces, por decirlo con una analogía, se corre el riesgo de cometer un doble homicidio de la historicidad: por un lado, las andanzas y las obras de Mociño —o de Clavigero— pierden especificidad histórica y cultural cuando se les etiqueta como hazañas proto-antropológicas. Por otro lado, al situárseles dentro de una línea narrativa que los une con misioneros de un régimen colonial que ya no existe más bajo esa forma, las andanzas y las obras de Gamio, Pozas, Aguirre Beltrán, etc., también pierden especificidad histórica y cultural. En breve, en un extremo de la línea narrativa acecha el anacronismo mientras que en el otro extremo acecha el presentismo.
Esta modalidad narrativa en donde se desdibuja la historicidad de los fenómenos humanos —-en este caso de la antropología— tiene un efecto adicional: la universalización de las condiciones de emergencia de la antropología. Este es un efecto, desde luego, que también es posible encontrar en la obra de Palerm. En efecto, Palerm propone la historia universal de una etérea etnología que en realidad resulta ser una historia de la etnología hegemónica, centroeuropea primero y anglosajona después. Ese es el tipo de narrativa que Palerm nos ha legado y que Luis Vázquez hace suya en el libro que reseño, puesto que Luis Vázquez estira su narrativa hasta abarcar desde el siglo xvi hasta la década de 1970, si bien mantiene sus límites narrativos en la Nueva España y en el México moderno.
Considero que ahora estamos ya en condiciones de hacer una historia de la antropología que busque historizar y que, por lo tanto, no universalice. Más concretamente, para la escritura de la historia de la antropología podemos hacer la distinción de dos posibilidades narrativas: una historia mundial de la antropología, es decir, una historia hegemónica y universalizante, y una historia de las antropologías, es decir, de las diversas tradiciones antropológicas nacionales, lo cual es por cierto un objetivo que Luis Vázquez persigue. La primera implicaría una estrategia narrativa que liga candorosamente griegos, precursores novohispanos, europeos modernos y mexicanos; se trata de una narrativa que plantea un traslape trasatlántico y transecular de autores y sus obras, por no decir también un traslape entre identidades ocupacionales. ¿Qué si no una estrategia narrativa específica es capaz de vincular a un naturalista criollo del siglo xvi nacido en la Nueva España con un antropólogo mestizo profesional e investigador del INI que viaja a los Altos de Chiapas en 1950, es decir, a José Mariano Mociño con Ricardo Pozas? La segunda posibilidad narrativa una historia de la antropología desarrollada en México, la cual es más respetuosa de la historicidad de la antropología —sus temas, sus tensiones, sus personajes, sus investigaciones, sus quehaceres—, es decir, ubicaría en su propia especificidad espaciotemporal las posibilidades de su comprensión (cfr. por ejemplo Krotz, 2005). Por ello, en la actualidad podemos hacer una historia de las antropologías buscando las conexiones concretas entre cada una de ellas a través, por ejemplo, de la interconexión de comunidades científicas y de sus concepciones teóricas y sus prácticas indagatorias, tema por cierto que ya ha sido explorado por Rutsch (2007). Este tipo de historia —no hegemónica y no etnocéntrica— puede generar una nueva buena costumbre entre los estudiantes e historiadores de la antropología, a saber, la de referirnos a la antropología —así, sin apellido— cuando hagamos referencia a la antropología desarrollada en México con todo su cosmopolitismo inherente, y dejar para las otras tradiciones nacionales sus apellidos respectivos: alemana, estadounidense, brasileña. En ese sentido, encuentro totalmente adecuada la afirmación de Luis Vázquez cuando dice: «es un hecho palmario que la historiografía fundada en el estudio de tradiciones nacionales […] sigue arrojando frutos considerables» (p. 11). Se trata de una distinción, por lo demás, que Palerm desdeñó en su búsqueda por una historia universal de la etnología.
De este modo, historizar constituye también una estrategia de investigación consistente en situar los fenómenos, en este caso la antropología, en su tiempo y en su espacio para determinar sus rasgos distintivos. Y esta historización estará siempre en una tensión constante con las concepciones continuistas de la historia. En este sentido, me parece que resultaría conveniente sustituir las estrategias tradicionales de «contextualización» utilizadas por los historiadores por la «historización». No se trata solo de un cambio nominal, sino que está involucrada una cuestión decisiva que involucra la definición misma de lo que es y lo que ha sido la antropología en México como una empresa investigativa política y epistémicamente orientada. Me parece que la historización en esos términos puede ofrecer una imagen más robusta de la antropología porque nos permite entenderla en toda su complejidad. En este sentido, puede parecer paradójico pero es posible afirmar que la «contextualización» un resabio del positivismo en las concepciones de la ciencia; paradójico porque justamente explicitar «el contexto histórico y social» ha sido por muchos años el arma que las tendencias sociológicas, historicistas y constructivistas de la filosofía y la historia de la ciencia han utilizado para contrarrestar las imágenes de la ciencia sugeridas por el positivismo. En efecto, en las narrativas históricas, como la que nos presenta Luis Vázquez en su libro, «contextualizar» quiere decir hacer explícito el escenario político, económico y social que enmarca y da sentido a la ciencia o, en palabras de Luis Vázquez, ello significa «atisbar alguna situación social de fondo» (p. 14). ¿En dónde está el resabio positivista? En el hecho de que se asume, al «brindar el contexto histórico y social» (idem), que la ciencia —la antropología— forma parte de un orden ontológico distinto de lo político, lo social, lo económico... y con ello se mantiene viva la idea de que la ciencia es fundamentalmente método y teoría, y no práctica humana y colectiva, inherente y constitutivamente política y epistémica.
Con el ánimo de condensar lo que he comentado, sugiero que el libro de Luis Vázquez puede ser caracterizado como una «historia tradicional» de la antropología con base en la lectura de Rüsen (2005), sin que se tome el adjetivo de «tradicional» peyorativamente. Rüsen presenta una sugerente tipología de las narrativas históricas en términos de tres elementos y de su relación sistemática. Estos elementos son: la memoria, la continuidad y la identidad. Toda narrativa, nos dice Rüsen, está vinculada con el medio de la memoria: la memoria «moviliza la experiencia del tiempo pasado que está inscrito en los archivos de la memoria, de modo que la experiencia del tiempo presente se hace comprensible y la expectativa del tiempo futuro se hace posible». Asimismo, las narrativas históricas «organizan la unidad interna de esas tres dimensiones —presente, pasado, futuro— por medio de un concepto de continuidad. Este concepto ajusta la experiencia real del tiempo a las intenciones y expectativas humanas. Al hacerlo, hace que la experiencia del pasado se vuelva relevante para el presente y condiciona la conformación del futuro». Finalmente, «una narrativa histórica sirve para establecer la identidad entre los autores y la audiencia; de esta función dependerá si un concepto de continuidad es plausible o no. Este concepto de continuidad debe ser capaz de convencer a la audiencia de la propia permanencia y la estabilidad en el cambio temporal tanto de su mundo como de sí mismos» (p. 11). Ahora bien, a partir de estos criterios, Rüsen propone una tipología de narrativas y justamente el primer tipo es una ‘«narrativa tradicional» cuya función consiste en: a) estimular la memoria de los orígenes que constituyen formas presentes de vida; b) concebir la continuidad como la permanencia de formas de vida originarias; c) definir la identidad —de la antropología, por ejemplo— mediante la afirmación de patrones culturales previos de auto-entendimiento, y d) afianzar una concepción del tiempo que adquiere el sentido de eternidad (p. 12).
Este tipo de narración, nos dice Rüsen, es necesaria en tanto que cumple con una función específica que otro tipo de narraciones dejan de lado, por ejemplo, una «narrativa crítica» que tiene la función de detectar no los orígenes, sino los quiebres que permiten problematizar formas presentes de vida (p. 12). La cuestión, entonces, consiste no en privilegiar un tipo de narrativa sobre otra, sino en argumentar explícitamente a favor de las elecciones narrativas que se realizan para historial la antropología. ¿Por qué y para qué es importante conocer los supuestos orígenes de la antropología? ¿Qué se obtiene académicamente o políticamente de un enfoque continuista? Las respuestas a estas preguntas están presentes en el texto de Luis Vázquez, pero solo de manera subrepticia.
Dos comentarios para terminar. Por un lado, debe subrayarse que en el argumento de Luis Vázquez están ausentes las historias e historiografías de la antropología en México que ya han circulan entre los antropólogos desde hace más de una década. Digamos que la tradición historiográfica nacional ha sido excluida en detrimento no de un eriduto «estado del arte», sino de un diálogo entre pares capaz de construir tradiciones temáticas dentro de la antropología. El trabajo de Medina (2000), por ejemplo, habría sido un punto de discusión central en el interés por plantear una definición, con énfasis en «lo nacional», de la antropología mexicana como una antropología «excéntrica […] cuyo eje de reflexión se ha trasladado de la perspectiva mundial, propia de las concepciones coloniales, a la de los grandes problemas nacionales, en particular los referentes a la construcción de una historia y de una cultura nacionales en el contexto de una situación pluriétnica […]» (p. 85). En este sentido, pienso que los restos vivos del colonialismo también se pueden expresar en la manera en la que se recuperan autores y temas para hacer la historia de la antropología. Y algo de colonial quedará en la antropología hecha en México siempre que nuestros marcos normativos sean George W. Stocking & Co. o que los criterios del avance de la historia y la historiografía sean, como lo sugiere Luis Vázquez, las obras de Thomas C. Patterson A Social History of Anthropology in the United States y de J. A. Fernández de Rota Una etnografía de los antropólogos en Estados Unidos, de las cuales, según el propio Luis, «todavía estamos muy lejos» (p. 14). No dudo de que, efectivamente, estemos lejos de esas obras ejemplares o que dichas obras ofrezcan intuiciones teóricas relevantes, pero la apuesta de los historiadores de la antropología en México podría beneficiarse mucho más de un confortamiento crítico y creativo de la propia tradición intelectual con otras tradiciones que de la adopción de esas concepciones teóricas creadas en otras geografías académicas. No hay que olvidar en este sentido que la historiografía, tanto como la teoría de la historia de la ciencia en general, también es creación de culturas específicas.
Por otro lado, quiero mencionar que la primera parte de la introducción del libro que ahora reseño puede resultar un poco oscura para los no iniciados, pues muchas cosas que Luis Vázquez menciona resultan incomprensibles para quienes no pueden leer entre líneas; especialmente las jóvenes generaciones de antropólogos tendrán alguna dificultad para decodificar de esos textos subyacentes. Me parece que si algún interés tienen esos textos subyacentes, ya sea para una historia social de la antropología, para completar semblanzas y biografías, para la historia de las comunidades científicas o para una historia de la dimensión política de la antropología; valdría la pena traerlos a la superficie y así contribuir al proceso de endoculturación de los antropólogos contemporáneos.
En fin, más que sugerir una crítica, con esta reseña quiero participar del inicio de la «vida cultural» de este libro, como lo sugiere Chartier (1997), porque los libros empiezan a vivir no cuando el autor pone el punto final, sino cuando comienzan a circular por el espacio social y ahí son objeto de lecturas, discusiones, reseñas, críticas, presentaciones, fotocopias…
Utilizo el término «empresa» en el sentido de su primera acepción: «acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo» y en el sentido de su cuarta acepción: «intento o designio de hacer algo» (cfr. RAE, 2001).
La versión preliminar de este comentario fue presentada de manera oral el día 27 de junio de 2014 en la sesión del Seminario de historia, filosofía y sociología de la antropología mexicana (DEAS-INAH).
Dicha obra monumental, por cierto, dedica 3 volúmenes a 162 semblanzas sobre «los protagonistas» en riguroso y equitativo orden alfabético.
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.