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Vol. 49. Núm. 1.
Páginas 295-303 (enero 2015)
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Reseña del libro
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Leonardo López Luján
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Los arqueólogos vivimos una época fascinante en lo que respecta al avance de la tecnología. Nuestras actividades experimentan hoy una evolución vertiginosa en la que tanto el instrumental de observación como el de representación del mundo objetivo hacen que nuestra mirada alcance horizontes cada vez más lejanos y, al mismo tiempo, cada vez más cercanos. Las más recientes imágenes satelitales, por ejemplo, nos permiten amplísimas visiones de conjunto; en este rubro, los sensores remotos y de teledetección nos develan inclusive lo que existe por debajo de las tupidas vegetaciones tropicales. Y, en sentido inverso, los más potentes microscopios electrónicos y de fuerza atómica nos dejan adentrarnos en mundos de dimensiones nanométricas.

Obviamente, tales adelantos nos ayudan a plantear un tipo muy diferente de preguntas sobre una realidad que se nos revela más y más compleja, así como a responderlas con procedimientos que nunca imaginaron nuestros predecesores. En efecto, hace apenas unas décadas, nuestros maestros y los maestros de nuestros maestros se aproximaban a las sociedades del pasado con medios técnicos que consumían buena parte de su tiempo y les brindaban resultados que, desde nuestra perspectiva actual, resultan bastante desalentadores. Y si bien algunos estarían hoy tentados a tachar dichas tecnologías de rudimentarias, debemos tomar en cuenta que nuestros logros actuales son, en buena medida, consecuencia de las colectividades que nos antecedieron. Resulta claro, en este sentido, que nosotros seremos vistos de igual forma por los arqueólogos del futuro. Las técnicas que hoy nos deslumbran, mañana se convertirán en norma común y pasado mañana quedarán obsoletas...

Hago esta brevísima reflexión porque el libro que aquí se reseña se erige como el más novedoso y sofisticado eslabón de una larga cadena de estudios multi- e interdisciplinarios sobre el mundo mesoamericano, en los cuales se ha conjugado el saber de muy diversos campos científicos y se ha apelado en su momento a los principales adelantos técnicos. En el caso específico de Teotihuacan, no está por demás apuntar que el libro coordinado por Manzanilla tiene como su más insigne ancestro a La Población del Valle de Teotihuacan, publicación seminal aparecida en el ya remoto año de 1922, la cual, pese a lo que muchos piensan, no es obra de un solo individuo, sino de la adición de los máximos talentos del México de hace cien años: arqueólogos, antropólogos, historiadores, lingüistas, antropólogos físicos, geólogos y biólogos, entre otros. Todos ellos fueron sabiamente dirigidos por la mente preclara de don Manuel Gamio.

El libro sobre arqueometría de Teopancazco reúne las investigaciones de 33 académicos de alto nivel, adscritos a seis instituciones, cuatro de ellas mexicanas y dos europeas. Su lectura pone de manifiesto que Linda Rosa Manzanilla ha sabido crear una ejemplar atmósfera de cooperación entre especialistas de las ciencias exactas, las naturales, las sociales y las humanísticas. Esto, obviamente, no es empresa fácil, pues en cada ámbito del conocimiento se suele hablar un lenguaje propio y, por lo general, se evita trascender las fronteras disciplinarias para permanecer en las llamadas zonas de confort. En este libro, por el contrario, los autores suman sus disímbolas competencias para desentrañar conjuntamente secretos relativos a los tiempos y los espacios de la antigua ciudad de Teotihuacan; a la procedencia de sus habitantes; a sus hábitos alimenticios, y a los materiales y las tecnologías que definieron los quehaceres productivos y artísticos.

El escenario de las investigaciones coordinadas por Manzanilla fue bautizado hace muchas décadas como “Teopancazco”, sitio clave en la historia de la arqueología teotihuacana que ha sido interpretado sucesivamente como un grupo de cuartos, como un conjunto departamental y, recientemente, como un centro de barrio. Como es bien sabido, su descubrimiento se remonta a fines del siglo XIX y se debe a José María Barrios, jefe de una familia de alfareros de San Sebastián Xolalpan, cuyas actividades fraudulentas fueron exhibidas por Leopoldo Batres en su célebre libro Falsificación y falsificadores. Recordemos aquí que, de manera fortuita, Barrios exhumó en los terrenos de su propiedad una serie de pinturas murales de enorme interés. Pese a no tratarse del primer hallazgo de este tipo, los murales de Teopancazco pronto impulsaron a Batres a explorar varios cuartos y, con el paso del tiempo, atrajeron la atención de estudiosos de la talla de Adela Breton, Antonio Peñafiel, Frederick Starr, Eduard Seler, Manuel Gamio, Alfonso Caso y Rubén Cabrera. Sin embargo, las primeras excavaciones controladas, aunque limitadas a unos cuantos pozos estratigráficos, tuvieron que esperar la llegada del equipo de René Millon en los años sesenta del siglo pasado.

En 1997, Manzanilla arriba por primera vez a Teopancazco. Con base en una experiencia adquirida durante décadas en Cuanalan, Oztoyahualco y la zona de túneles y cuevas que se encuentra atrás de la Pirámide del Sol, Manzanilla concibió entonces un original proyecto interdisciplinario que tenía por objetivo principal revelar cómo vivían las elites, qué actividades realizaban en sus residencias, cuál era su dieta, a qué recursos tenían acceso y a cuál grupo o grupos étnicos pertenecían. Como si se tratara de un complejo organismo vivo, Manzanilla se propuso comprender más que la estructura anatómica de Teopancazco, su compleja fisiología. Así, durante trece temporadas de campo que concluyeron en 2005, se pusieron en práctica excavaciones extensivas donde se privilegió el registro riguroso de las áreas de actividad y la toma sistemática de toda suerte de muestras.

Esta obra cuenta con una larga introducción, 13 capítulos agrupados en tres secciones temáticas y un útil banco de datos de los hallazgos, ordenados éstos por unidad arquitectónica. En términos generales, podemos destacar que dichos textos no integran una miscelánea de contribuciones inconexas. Todo lo contrario: fueron concebidos por la coordinadora como partes de un estudio integral y bien estructurado, como engranes interactuantes de una bien engrasada maquinaria. En efecto, los diversos estudios arqueométricos sobre Teopancazco son modélicos en muchos sentidos: están bien problematizados, exponen los protocolos científicos elegidos, presentan la información y su procesamiento de manera sistemática, y llegan a conclusiones que permiten ser evaluadas. Casi todos los capítulos explican con detalle los fundamentos teóricos y metodológicos de las técnicas aplicadas. Algunos de ellos son tan claros y están tan actualizados que servirán como medio didáctico para que los estudiantes aprendan los principios de las técnicas arqueométricas y para que aprecien su aplicación en atractivos estudios de caso. Igualmente loable es que todos los capítulos del libro estén magníficamente ilustrados, con abundantes fotografías y gráficas a color, gasto que se justifica plenamente.

Hagamos ahora un rápido recorrido por las páginas de este volumen, con el objeto de presentar un panorama más detallado. Las trece contribuciones están precedidas por una larga introducción. Manzanilla nos ofrece allí, como marco general de la obra, su propia visión sobre la antigua ciudad de Teotihuacan. Se trata de un modelo que ella comenzó a esbozar desde su publicación sobre Cuanalan de 1985 y que, con el paso de los años, ha ido construyendo y decantando paso a paso. El argumento central es que Teotihuacan se erige como un verdadero experimento de vida, como una excepción en el contexto histórico mesoamericano o, si se quiere usar las palabras de Manzanilla, como una anomalía. Esta naturaleza singular, nos dice, se observa en su inusual extensión y planificación urbanas, en su composición pluriétnica, en su organización corporativa, en su gobierno compartido por cuatro señores, en su megacefalia a nivel regional y en su expansión hegemónica “tipo pulpo”. En la introducción, Manzanilla explica también los procesos de cambio en Teotihuacan, desde su primera conformación demográfica en el siglo I de nuestra era, hasta su destrucción hacia el 550 dC.

En el caso específico de Teopancazco, Manzanilla lo concibe como un centro de barrio multiétnico, donde vivían elites intermedias que atraían especialistas de otras regiones y auspiciaban caravanas comerciales hacia enclaves conectados por los corredores del sistema teotihuacano. A nivel productivo, Teopancazco habría estado enfocado en la pintura de la cerámica, la elaboración de cestos y redes, y la confección de atavíos suntuarios. Manzanilla sugiere igualmente la función de los principales espacios arquitectónicos de este centro de barrio, el cual estaría dotado de un área ritual, una residencial, otra de índole militar donde se concentraba la guardia, una administrativa, una de sastrería, una clínica de barrio, además de instalaciones para la preparación de alimentos y el almacenamiento.

Finalmente, al conjuntar los datos de excavación y laboratorio, Manzanilla nos da instantáneas de la vida en Teopancazco. Reconstruye, por ejemplo, la realización de ritos semejantes a los que se aprecian en las pinturas murales; propone el uso de tejos como medio de cambio para obtener tortillas como retribución a servicios prestados, y evoca la presencia de un embajador con tocado de borlas que posiblemente provenía del área de origen de la cerámica anaranjada delgado.

El capítulo I, escrito por Ortiz, Barba y Blancas, es una interesante y útil aplicación combinada de la fotografía panorámica y la geofísica. Siguiendo un plan preestablecido, obtienen imágenes cenitales y a diversas escalas del área de excavación y sus colindancias, esto con ayuda de un poste hidráulico, un globo cautivo inflado con helio y el programa Google Earth. Sobre dichas imágenes empalman los resultados de sus estudios de gradiente magnético, resistividad eléctrica y geo-radar. En esta forma se hacen evidentes anomalías lineales que sirven a los autores para predecir la existencia de cuartos, sobre todo los más superficiales de la ocupación Metepec. Fuera del predio, en las calles adyacentes y en los jardines de la iglesia de San Sebastián, detectan muros y estructuras masivas. Un hecho crucial es que los autores logran corroborar sus predicciones a través de la excavación, tanto en el interior del predio por parte del equipo de Manzanilla, como fuera de él por sucesivos equipos del inah.

Las dos siguientes contribuciones se enfocan en el asunto fundamental de la cronología. En el capítulo II, firmado por Beramendi, González y Soler, se combinan 31 fechas radiocarbónicas y 50 arqueomagnéticas con una bien documentada información arqueológica contextual, para luego aplicarles el teorema de la probabilidad condicional desarrollado por el británico Thomas Bayes. Obtienen de esta manera cinco grupos de edades, que están comprendidos entre la fundación de Teopancazco en algún momento entre el 50 y el 240 dC, y su destrucción por el fuego en 550 ± 25. Gracias a este novedoso enfoque, los autores construyen una cronología de mucha mayor resolución y con intervalos reducidos hasta en un 70 %. Debo acotar que esta excelente investigación ha sido elogiada por numerosos especialistas, entre otros por el doctor George Cowgill.

Por su parte, Rodríguez, Soler, Morales y Goguitchaishvili incursionan en el tema de la arqueointensidad, usando el método de Thellier y Thellier clásico, y el de Thellier modificado por Coe. Las mediciones registradas en 281 muestras cerámicas son comparadas con las predicciones del modelo global de intensidad CalS7K y con ArcheoInt, la más reciente base de datos de arqueointensidad mundial. Por desgracia, los autores no encuentran correlación posible. Sin embargo, debo decir que sus esfuerzos no son en vano, pues contribuyen al conocimiento de las variaciones de intensidad del campo magnético de la zona y a la futura consolidación de una curva de arqueointensidad para Mesoamérica.

Sigamos ahora con el capítulo IV, obra de Martínez, Ruvalcaba, Manzanilla y Riquelme. Aquí se emprende el análisis de 46 muestras de pintura mural, cerámica estucada y pigmentos con el fin de caracterizarlas, definir las técnicas pictóricas y buscar sus correspondencias con las fases tecnológicas y estilísticas propuestas para la pintura teotihuacana por Diana Magaloni y Sonia Lombardo. Con ese objetivo en mente, los autores seleccionan de manera eficaz una batería de técnicas: PIXE (para definir la composición química elemental), difracción de rayos-x y microscopía electrónica de barrido con microanálisis (para conocer el tamaño, la morfología y las agrupaciones cristalinas), Raman y FTIR (para precisar los arreglos moleculares e identificar materias orgánicas e inorgánicas). Muy interesantes son sus conclusiones sobre los pigmentos específicos usados a lo largo de tiempo, así como la corroboración de la adscripción de las célebres pinturas del cuarto D a la cuarta fase estilística de Lombardo, fechada para la fase Xolalpan.

En el siguiente capítulo, Vázquez, Manzanilla y Vidal estudian una serie de sustancias minerales y orgánicas que fueron mayoritariamente encontradas en el interior de los recipientes cerámicos de una ofrenda funeraria. Examinan con ese fin un total de 66 muestras, valiéndose de la microscopía óptica, la electrónica de barrido y la de transmisión, además de FTIR, volamperometría y cromatografía de gases acoplada a espectrometría de masas. Identifican así la presencia de rojos de hematita y cinabrio, ocres de limonita y jarosita, blancos de caolín y calcita, y negros de carbón y galena. De manera sugerente, los autores de esta contribución han propuesto que estas materias fueron utilizadas ya como artículos “de toilette”, ya como cosméticos aplicados a los cuerpos de los difuntos durante los ritos funerarios. En este sentido, sería interesante indagar si existen huellas de los mismos materiales sobres los restos esqueléticos asociados a los recipientes en cuestión.

Abordemos ahora el capítulo VI, de López Juárez, Ruvalcaba y Aguilar, el cual se refiere a la pizarra, material metasedimentario generalizado en todos los tiempos y los espacios de la ciudad. Los autores llevan a cabo un estudio geológico, arqueológico y arqueométrico que me parece ejemplar. Combinando técnicas complementarias como PIXE, difracción de rayos-x y ionoluminiscencia, obtienen información de química elemental y, más importante aún, mineralógica tanto puntual como global. Esto les permite comparar 30 muestras arqueológicas recuperadas en el Templo de Quetzalcóatl, Oztoyahualco, la Pirámide de la Luna, las cuevas de la Pirámide del Sol y Teopancazco, con materiales obtenidos en numerosos yacimientos de pizarra de la República Mexicana. Llegan de esta manera a caracterizar la naturaleza y la procedencia de las pizarras halladas en cada contexto arqueológico. Gracias a esta investigación, nos enteramos que todas las pizarras recuperadas en Teopancazco fueron importadas de Valle de Bravo y que a escala urbana el 50 % de este material proviene de fuentes del Estado de México, el 45 % de Guerrero, el 3 % de Morelos y el 2 % de Michoacán.

Los tres capítulos que siguen se basan en una fructífera metodología que Adrián Velázquez desarrolló originalmente para el estudio de artefactos de concha, pero que también ha sido aplicada con modificaciones en la lapidaria y el hueso. Tal metodología se centra en el estudio de las huellas de manufactura, realizando observaciones a simple vista, con lupas estereoscópicas y con microscopio electrónico de barrido. Según lo explica Velázquez, para proponer con mayor certeza cuáles fueron los utensilios y los procedimientos técnicos empleados en la antigüedad, se realizan experimentos con toda suerte de materiales, se caracterizan las huellas de manufactura resultantes y se comparan con los rasgos presentes en las piezas arqueológicas. Así, con bases bastante sólidas, se infieren las técnicas de elaboración, se reconstruyen las cadenas operativas y se definen estilos tecnológicos entendidos éstos como la suma de elecciones culturales propias de un grupo humano en particular.

Siguiendo esta propuesta, el capítulo VII, escrito por Melgar, Solís y Ruvalcaba, se concentra en las piezas de lapidaria de Teopancazco elaboradas con rocas metamórficas y sedimentarias. Antes de enfrentar el asunto de la tecnología, los autores se fijan como meta caracterizar las materias primas utilizadas, conocer su procedencia y comprender los circuitos de intercambio. Analizan para ello, 31 de las 87 piezas de la colección, determinando por medio de PIXE su composición química elemental. Los resultados son entonces procesados estadísticamente y, valiéndose de un dendrograma, se obtienen siete grandes grupos de rocas no identificadas. Como bien reconocen los autores, quedan pendientes otros estudios que definan con precisión tales rocas, sus contenidos minerales específicos y trazas, única manera para emprender la búsqueda de yacimientos y comprender procesos de circulación económica y de control político de materias primas. Más adelante, en este mismo capítulo, se intenta identificar los instrumentos empleados en la producción lapidaria y distinguir así los productos locales de los foráneos. A la postre, los autores llegan a precisar dos patrones tecnológícos diferentes, uno para la pizarra, el travertino, la serpentina y la pirita (al cual consideran local), y otro para la piedra verde de superficies muy lustrosas. Urgen sin duda muchos más trabajos sobre la lapidaria, los cuales nos ayudarán ciertamente a abandonar la idea simplista de un único estilo tecnológico teotihuacano. Es lógico imaginar que, en una metrópolis que vive más de medio milenio, se registraron transformaciones técnicas sustanciales a largo del tiempo. Incluso, si tomamos en cuenta la naturaleza pluriétnica y multicultural de Teotihuacan, es fácil inferir que en una misma fase pudieron haber convivido diversos estilos tecnológicos.

En el capítulo siguiente, Velázquez, Valentín y Zúñiga estudian 180 piezas de concha con evidencias de modificación cultural. Tras un detallado análisis biológico determinan que la materia prima de al menos 107 de dichos artefactos proviene de la provincia panámica y que la de otros 28 artefactos fue importada de la provincia caribeña. Posteriormente hacen una división tipológica en ornamentos y utensilios, para luego precisar funciones más específicas. Por último, identifican los procedimientos de desgaste, pulido, corte, incisión y perforación, y determinan en cada caso si fueron realizados con instrumental de basalto, andesita, obsidiana o pedernal, materias todas disponibles en el Centro de México. La única excepción, subrayan, son los pendientes desgastados con arenisca, posiblemente elaborados en la Huasteca. Para terminar, proponen de manera perspicaz que la mayoría de los artefactos examinados fueron producidos en Teopancazco, pues hallan en la colección un porcentaje considerable de fragmentos con huellas de trabajo, descartes por fallas en el proceso de producción y piezas reutilizadas.

Por su parte, Pérez, Valentín y el mismo Velázquez dedican el capítulo IX al hueso trabajado. En este caso particular, analizan 388 piezas que incluyen tanto artefactos en proceso y terminados, como desechos de manufactura. Una concienzuda inspección los hace percatarse del predominio en la colección de huesos largos y de cráneo humano, seguidos de las astas y piezas largas de venado, los tibiotarsos de guajolote, los dientes y huesos largos de cánido y las placas de caparazón de tortuga. Elaboran para ello una tipología compleja, donde dividen y subdividen la colección dependiendo de sus rasgos tecnológicos, sus usos genéricos y sus funciones específicas. Rematan con el examen de 17 artefactos, en los que logran distinguir los instrumentos de riolita, pedernal, basalto y obsidiana con los que se practicaron desgastes, cortes, perforaciones y acabados de superficie.

El penúltimo grupo de contribuciones se relaciona con la paleodieta de humanos y animales. Tradicionalmente, este tema se ha abordado desde el análisis del instrumental cultural y la identificación de huesos de fauna, coprolitos, macrorrestos botánicos, polen y fitolitos. Sin embargo, es de todos sabido que en las últimas décadas se ha recurrido también a los isótopos radioactivos y estables de ciertos elementos químicos, basándose en el principio de que los huesos conservan la composición isotópica propia de la región donde un individuo residió en su vida adulta, mientras que los dientes registran la proporción isotópica adquirida durante la infancia. De tal forma, en caso de existir diferencias entre ambas composiciones, se infiere una migración.

En el capítulo X, Mejía, asistida en el análisis de PIXE por Ruvalcaba, apela a los isótopos radioactivos de estroncio para determinar si la dieta variaba en función de la posición social y política de los individuos, o bien de diferencias étnicas. Su investigación acerca de 18 individuos establece que existió en Teopancazco un grupo de personas que tenían una dieta terrestre no desértica, otro con una dieta terrestre desértica y un tercero con dieta marina. Según nos explica, no se registraron diferencias alimentarias debidas al estatus, pero sí las hubo en el plano diacrónico. Por ejemplo, en Tlamimilolpa existió un grupo de inmigrantes que habrían conservado sus tradiciones culinarias abasteciéndose de animales de origen marino, quizás del Golfo de México. En cambio, para Xolalpan y Metepec, los habitantes de Teopancazco parecen haber adoptado plenamente las costumbres locales de alimentación terrestre.

A continuación, en el capítulo XI, Morales, Cienfuegos, Manzanilla y Otero emprenden un estudio similar, pero basados en mediciones de isótopos estables de oxígeno en la apatita de la dentina; de carbono en la bioapatita y el colágeno de hueso y diente; y de nitrógeno en el colágeno también de hueso y diente. Con ayuda de un espectrómetro de masas, estiman la razón o cociente de los distintos isótopos estables de cada elemento. Tras el examen detallado de la información isotópica de carbono y nitrógeno coligen que la mayoría de los habitantes de Teopancazco se ubica en el segundo nivel trófico, es decir, que su dieta incluía animales como el guajolote y el perro que fueron alimentados con maíz; en algunos casos, empero, se detectó un nivel trófico mayor que implica posibles costumbres canibálicas. Paralelamente y a través de los valores isotópicos del oxígeno, los autores concluyen que la gran mayoría de los habitantes de Teopancazco eran originarios del Altiplano Mexicano, si bien hay inmigrantes procedentes de distintas regiones con altitudes que van de los 0 a los 4 000 msnm.

Las dos últimas contribuciones, sumamente reveladoras, se enfocan en el escabroso asunto de la migración y la filiación étnica. En el capítulo XII, Schaaf, Solís, Manzanilla, Hernández, Lailson y Horn realizan espectrometrías de huesos y dientes de 27 individuos, aplicando con antelación un novedoso procedimiento de lixiviado de muestras que garantiza la buena calidad de los datos. Los valores isotópicos de estroncio les indican que 12 individuos eran locales, 5 migraron de regiones próximas dentro del Altiplano Mexicano y 10 viajaron desde regiones más lejanas como Tula, Tepexi, Oaxaca, Perote y el noroeste de Chiapas. Es interesante agregar que, de acuerdo con esta investigación, ningún individuo era oriundo de las regiones costeras del Golfo de México entre Veracruz y Yucatán.

El libro concluye a tambor batiente con el capítulo XIII. Manzanilla, Mejía, Jiménez, Schaaf, Lailson, Solís, Morales y Cienfuegos exprimen literalmente la información contenida en los huesos de 116 entierros de Teopancazco. Reúnen datos arqueológicos (de contextos, distribución espacial, cronología), de antropología física (edad, sexo, patrones funerarios) y químicos (isótopos estables, de estroncio y elementos traza), conjugándolos en un sofisticado análisis de cúmulos que considera todas las variables. Es así como llegan a discernir entre tres grupos humanos: el de los locales, el de los migrantes próximos y el de los migrantes lejanos. Lo más espectacular del capítulo es el mapeo de dichos grupos humanos por sector del centro de barrio y por época constructiva, el cual revela complejos patrones espaciales que no dejan de transformarse en el tiempo.

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