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Vol. 49. Núm. 2.
Páginas 331-336 (julio 2015)
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María Isabel Mora Ledesma (COORD.), Loj caminos de la trashumancia. Territorio, persistencia y representaciones de la ganadería pastoril en el altiplano potosino, El Colegio de San Luis, México, 2013, 208 pp., ISBN:978-607-7601-98-2
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Ana Bella Pérez Castro
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Escuchar el discurso de los pastores del altiplano es acceder a una cotidianidad llena de hallazgos para la comprensión de un sujeto social que interactúa en diversos eventos y con diferentes personajes, redes de resequedad y calor, paisajes parduzcos con tesoros y aparecidos que más que narrarse a sí mismos, ilustran la vida social de los cabreros, sus imaginarios y sus memorias, las frustaciones y los sueños, aquello que perdura en el recuerdo como una marca, fatalidad y ensueño que discretamente matizan la actividad de todos los días y sus oscuras determinaciones culturales (p. 197).

Con estas palabras, Ignacio Betancourt, finaliza su artículo sobre la oralidad en el altiplano potosino. Referencias e imaginarios. Es con ellas también que la obra “Los caminos de la trashumancia... cierra el bloque de cinco excelentes textos que a través de la tradición oral han logrado capturar historias, recuerdos y costumbres de la vida trashumante de la gente del altiplano potosino. Es con tales palabras también que quiero iniciar esta presentación porque fue escuchando el discurso de los pastores del altiplano, observando y describiendo esta forma de vida, que cinco autores, Ma. Isabel Mora Ledesma, Gerardo A. Hernández Cendejas, Javier Maisterrena Zubirán, Dulce Azucena Rodríguez López y el ya mencionado Ignacio Betancourt, durante más de cuatro años, llegaron a comprender sus imaginarios y sus silencios. Fue un largo y difícil camino el que emprendieron, para adentrase y poder acceder a la cotidianidad y a las rupturas de la misma, de un sujeto social, que como los pastores, desafiando al tiempo y contra corriente política, persiste, se reproduce e interactúa en un afán de seguir transitando los caminos de la trashumancia, de existir y permanecer, basado siempre en principios de cooperación, en un territorio siendo cabreros. Cinco textos que se articulan entre sí para mostrar que si la palabra guía la obra, la etnografía nos permite circular por los ámbitos materiales e imaginarios en los que transcurre la vida de los cabreros. Más aún, la letra nos remonta al principio del tiempo en que un espacio, como lo fue la Nueva España, se transforma con la aparición de esta nueva actividad humana. Despojos, cambios de modos de vida y explotación envuelven la vida de los conquistados, como fue el caso de los chichimecas que fueron sometidos, de acuerdo con Isabel Mora, a los intereses de la corona. Proceso de inmigración, nuevos asentamientos de población española mediante el otorga-miento de estancias y la aparición de la ganadería extensiva y trashumante fueron parte de ese proceso en el que todo se transformaba y entraban en la escena del mundo conquistado nuevos personajes: ganados y ganaderos. Con ellos, apareció asimismo otra cultura, una manera muy diferente de ver el mundo en función de la de aquellos pueblos indios sedentarios, productores de maíz.

La historia de la ganadería de pastoreo trashumante en el altiplano potosino nos muestra la fascinación que el tema ha tenido, y conforme uno va leyendo esta historia, y sigue con los demás capítulos, en verdad que no puede uno menos que sentirse completamente atraído por esta forma de vida. Muchos años he trabajado con agricultores, unos más con campesinos y obreros. Tiempo de mi vida he invertido recorriendo la Huasteca, descubriendo en la potosina la belleza de su geografía, su exuberante riqueza natural en la que el agua corre en abundancia, y la riqueza cultural de la vida de sus pueblos, de sus tradiciones, mitos y creencias que giran alrededor del preciado líquido y la agricultura. Al platicar con Isabel, Javier y Dulce Azucena sobre el pastoreo trashumante, no pude menos que sentirme atraída por esta otra forma de vida. Leer la obra incita el querer estar ahí, acompañar a los cabreros en su trashumancia, desplazarse con ellos, ver ese otro paisaje que sin tanta agua, ni tan exuberante vegetación, muestra también la belleza del semidesierto, de bosques, valles y la sierra. Estar ahí para atisbar, aunque sea un poco, ese entramado de relaciones simbólicas surgidas y tejidas a lo largo del tiempo, de conocimientos que se han transmitido de generación en generación y que bien puede decirse llegaron por mar y se enraizaron en el altiplano. Descubrir en los actuales cabreros, un rostro añejo forjado por años de historia, de una figura que fue habitual en España y después llegó a formar parte también de nuestro país. Ese pastor que está, como ayer, vinculado al paisaje de pueblos, junto a su rebaño, siempre y acompañado de sus fieles perros. El pastor que ayer y hoy es un hombre hecho a la soledad de los campos, a las inclemencias del tiempo, a la monotonía silenciosa de los montes y prados. Conocedores profundos y observadores constantes de la naturaleza y sus fenómenos y mudanzas, sabedores del viento, la lluvia, el granizo y las canículas; conocedores de lo que llevan y traen las nubes en su ir y venir por el cielo; compañeros de todos los árboles, arbustos, pájaros, animales e insectos, que conocen por su contacto diario con todo lo que corre, vuela y repta por los suelos. Cuidadores fieles de sus rebaños a los que vigilan constantemente, conociendo una a una sus vacas, ovejas, o cabras. Los pastores juntamente con su rebaño y los perros fueron y hoy son los protagonistas de la trashumancia. Pastores que en la España de ayer y hoy en el altiplano mexicano no han desdeñado seguir esa profesión igual que sus padres, aunque muchos de sus hijos busquen emigrar para optar por otra forma de vida.

De España llega la tradición pastoril dando paso a pueblos que se volvieron parte del paisaje del altiplano potosino, actores importantes que con sus “bienes culturales” muestran hoy que son parte importante de esa diversidad de culturas que caracteriza a nuestro país.

María Isabel, Javier Maisterrena, Dulce Azucena, Gerardo A. Cendejas e Ignacio Betancourt han seguido los caminos de la trashumancia y en las rutas se refrescaron en las fuentes de agua, descubriendo los pastos, la flora y la impetuosa sierra. La palabra, por su parte, les fue descubriendo el porqué del apego afectivo que el cabrero tiene por su territorio, por ese ir y venir y por sus cabras. “Sin cabras no hay nada, no hay trabajo, no hay leche, no hay quesos, no se producen las plantas, no habría nada que hacer” dicen los cabreros, y con sus palabras vemos el gran apego del cabero a su rebaño “el ganado es mi mayor tesoro”; “no es sólo trabajarlas, sino proporcionarles dedicación y cariño”; “por eso estamos agradecidos, aquí le hallamos y aquí le damos” y tales ideas, de acuerdo a Isabel Mora, permean la voluntad de permanecer en esta actividad. Nuevamente pienso en la Huasteca y en los teenek productores de maíz, en el apego a su tierra porque ahí se siembra y porque todo gira en función de maíz. El maíz da la vida y en torno a él se generan mitos y rituales. Le agradecen con importantes ceremonias, al igual que los cabreros lo hacen con su cabras. Y entonces puede uno entender aquella vieja discusión de los años ochenta sobre modos de producción y la importancia de trabajar sobre la infraestructura, relaciones sociales y superestructura, preguntándose que determina qué, si la superestructura a la estructura, o la infraestructura a la superestructura. Si años atrás dudaba, hoy puedo afirmar que la producción, base de la vida material, determina la visión del mundo. Pero también, puede uno ir más allá para sostener que el mundo de apegos, de percepciones, de representaciones se construye y gira alrededor de esos “tesoros” a los que se les está tan agradecidos. Por eso, la producción de cabras es importante, ya que, como sostienen todos los autores, de ahí se obtiene el alimento y se logra que la vida en el campo se haga posible. La ganadería, como la agricultura, es un medio que permite la reproducción como individuos y sociedad. Es una actividad familiar y he aquí otro motivo para querer vivir entre esas diecisiete mil familias que sobreviven alrededor de la producción de cabras y que despliegan fuertes lazos parentales para cuidar, trasladar y organizar los rebaños. Más aún, ver con nueva mirada a esas cabras que además de ser el medio de vida, porque proporcionan su leche, con ésta se hacen quesos, y porque qué harían los restaurantes del norte sin lo que ha dado fama a la comida norteña con la carne de cabrito, son asimismo esas mascotas que todo niño del desierto potosino tiene porque su padre o abuelo les ha regalado una, animales que entienden y hasta juegan con sus dueños, los quieren y responden cuando se les llama por su nombre. Son preciados tesoros que pueden desaparecer cuando las inclemencias del clima acaban con su vida. Y porque además, esas cabras miran al cielo para hacerse del alimento y porque son sin duda la mejor compañía que el cabrero tiene. Por todo lo anterior se les quiere y duele perderlas.

Las cabras son la base de su economía y la agricultura sólo es algo complementario, como lo es así mismo la caza, la recolección y el trabajo asalariado. Sin cabras, no hay vida y por ellas es la trashumancia, esa movilidad estacional que llevan a cabo los cabreros en busca de pastos para su preciado bien, es también una forma de hacer un uso extensivo, rotativo, diversificado y óptimo del territorio. La vida del cabrero es un eterno desplazamiento alternativo y periódico de hatos de animales entre dos regiones -ambientales opuestas, con el fin de aprovechar la complementariedad vegetal a través del ciclo estacional con el que se vinculan las economías, culturas y ciclos biológicos de los territorios. Es pues, como señala Isabel Mora, un desplazamiento pendular y temporal entre dos puntos con complementariedad ecológica: el rancho de origen y la majada.

El cabrero cruza fronteras, trasciende tiempos y espacios, y en un movimiento cíclico pasa del rancho a la majada, de la sierra a los valles, de las partes bajas de los valles, a las alturas de la sierra, del invierno a la primavera, del tiempo de secas al de las lluvias, del día a la noche, de lo real a lo imaginario, del tiempo antiguo a la actualidad.

Y todo lo anterior da fundamento a una cultura trashumante que encuentra en la representación de las pastorelas, la mejor manera de enlazar la historia del nacimiento del Niño Dios en un tiempo mítico con algunos pasajes que se ligan con el espacio y la vida de los pastores del altiplano potosino. La pastorela en sí misma es una trashumancia que une tres niveles: el inframundo, representado por el fuego alrededor del cual confabulan los diablos, la sierra donde se mueven los pastores y el lugar divino donde nació Dios. Es así, una forma de recrear todos estos ámbitos reales e imaginarios. Pastorelas que, como una obligación ritual, se llevan a cabo entre familias, amigos y vecinos para recrear esa historia con la que los pastores se identifican porque si bien relatan ese camino que los pastores emprendieron para conocer a Dios y que los diablos se empeñaban en obstruir, también ellos hoy buscan en su representación lograr la lluvia, toda vez que la memoria no ha olvidado que los franciscanos dijeron que el día que dejaran de hacerlas escasearían las lluvias. Y dejar de hacerlas es el triunfo del mal, de la escasez, de la sequía, de la muerte. Pero también las pastorelas enlazan tiempos, espacios y generaciones, y lo hace porque los diálogos de libretos son herencias, un legado de los antepasados. Une asimismo generaciones porque en las representaciones niños y adultos interactúan en una obra donde el bien y el mal establecen un combate, y es en estos sentidos que la autora define muy bien las pastorelas como un drama social, como un proceso de comunicación en el que se destaca lo performativo y lo físico, donde más que decir fielmente los textos, se vincula el ritual con el hacer, llevar a cabo.

Y si en las pastorelas este hacer-llevar a cabo es importante en la representación de la pastorela, en la lucha por la tierra que llevaron a cabo los del ejido El Cedazo podemos ver que tal proceso cobra mayor fuerza. Podemos darnos cuenta que hay otros motivos para luchar por la tierra, más allá de sólo buscarla para sembrar en ella. A partir del estudio realizado por Javier Maisterrena, esa historia detallada de la lucha por la tierra se inicia allá por los años treinta del siglo pasado, cuando era presidente Lázaro Cárdenas. Cárdenas les dio la tierra, un terrateniente se quedó con la ampliación de tierras otorgada y fue la gran sequía que inició en 2010, las dificultades impuestas por el PROCEDE, la parcelación y privatización de las tierras y el cercado a los ejidos que dificultó la trashumancia a los cerros de la sierra de Polocote y Guanamé. Así, y para garantizar la reproducción del ganado caprino, emergen las condiciones para organizarse y recuperar el área de tierra. Desaparecer como sujetos en el sistema motivó entonces la lucha, sustentando la misma en el cuidado recíproco entre las familias y vecinos relacionados con la tierra y las cabras.

La vida de los trashumantes cabreros es movilidad y ello implica temporalidad, pero también es repetición; movimiento, tiempo y repetición, aspectos que los autores del libro siempre tienen presente y que marca no sólo la importancia del rito estacional, que marca la transición del invierno a la primavera, como lo hacen las pastorelas, sino que determina también algunas de las relaciones que establecen los hombres con la tierra y toda la naturaleza a través del trabajo. Pero además cabreros, cabras y trashumancia envuelven relaciones sociales diversas, entre integrantes de la familia, entre amigos, entre vecinos. Hay una gran interacción entre sujetos, solidaridad y organización, para logar su reproducción y ésta gira, sin duda, alrededor de las chivas. Relaciones que se extienden entre pastores y medio, entre hombres y animales. Y es este conjunto de prácticas y relaciones lo que podemos considerar, de acuerdo a sus autores, como un sistema y es asimismo, este sistema trashumante el que hace posible la supervivencia, persistencia y resistencia de las familias ganaderas de la región. Es el que permite también hablar de una sociedad y cultura trashumante en el Altiplano Potosino.

Vale la pena traer a colación un comentario de Javier sobre el sistema pastoril. Para él, en este sistema, los sujetos en su pequenez construyen sociedad, una sociedad distinta, autónoma por la domesticación de las chivas y al margen del capitalismo. Y es tal aseveración la que vuelve a motivar el querer conocer tales sociedades e indagar si la tan anhelada autonomía que persiguen muchos pueblos, aquí es posible. Más podría decirse al respecto, el texto de Javier suscita preguntas y a veces, viendo el efecto avasallante del capitalismo, le hace a uno dudar si ello es posible y si realmente el sistema pastoril de propiedad colectiva o social se relaciona con la autonomía en resistencia. ¿Es una realidad lo que se dice o un espejismo que motiva al autor ver en un sistema pastoril un oasis de esperanza?

Dejo para el final el excelente prólogo realizado a la obra por Pedro Tomé Martín en el que inicia su texto señalando “Atrapados como estamos en un tiempo que parece acelerarse continuamente, en el que nuestra vida es un ’no parar’, un ’ir de aquí para allá’, pocas veces nos detenemos a pensar que los desplazamientos son inherentes a nuestro convivir” (p. 9). Así, para el autor del prólogo, los pastores trashumantes del altiplano son los constructores de sus propios tiempos y espacios que convergen y trasponen un mundo en el que sus prácticas, de antaño realizadas, se mantienen todavía en el México del siglo XXI. Agrego asimismo las palabras del texto de Ignacio Betancourt, mismo en que apunta: “Es sabido que la expresión oral puede existir sin ninguna escritura, pero nunca ha habido escritura sin oralidad, de ahí la importancia de lo hablado, pues en múltiples contextos una conversación se vuelve ideal para el conocimiento de los más diversos asuntos” (p. 173). Y si la conversación de nuestros autores fue la base para escribir este texto, también el lector encuentra que además de la oralidad traducida en escritura hay otros recursos que nos permiten también seguir el sendero, que a lo largo de la historia y lo ancho de ese gran espacio que es el altiplano potosino, realizan las cabras, como son la imagen y el registro meticuloso de los elementos sociales y naturales vertidos en números, gráficas, mapas y una muy buena selección de fotos que, sin estar uno ahí, permiten ver esos paisajes, las viviendas trashumantes, los rostros de esas mujeres, hombres, niños, a los diablos, ermitaño, pastores y otros actores de las pastorelas, de esas cabras, protagonistas sin duda de eso que llaman sistema pastoril, a las que se ordeña y sacrifica después. Las imágenes permiten ver asimismo el trabajo familiar, las reuniones para recuperar la tierra y a Don Juan, el cabrero con el que Betancourt dialoga y cuya imagen con su sombrero redondo y su vara, montado sobre su burro le recuerda y nos recuerda a Sancho Panza. El cabrero que con sus recuerdos nos muestra una faceta más de ese mundo y sistema pastoril que podemos aprehender gracias a esta obra. Felicidades a Isabel Mora por entregarnos este libro que sin duda contribuirá a tener un acercamiento a las culturas del desierto.

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