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Vol. 50. Núm. 1.
Páginas 148-151 (enero - junio 2016)
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Vol. 50. Núm. 1.
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Una reflexión sobre el entorno a o las devociones modernas
Pondering about surroundings or the modern devotions
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Leonardo Otálora Cotrino
Universidad Jorge Tadeo Lozano, Facultad de Artes y diseño, Bogotá, Colombia
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Poner una realidad en el centro de la atención hace parte de la esencia misma de lo humano. Corresponde quizás a la capacidad que distingue al hombre del animal, la capacidad de darle significado a sus palabras y a sus acciones. El problema es saber qué sentido tiene este principio orientador, a la luz de un contexto no tan limitado y que refleja, a la postre, lo más humano de lo humano. Sin este principio seguramente no existirían el arte, la ciencia, la filosofía, y mucho menos, la religión; pero tampoco existirían las ideologías macabras ni los fanatismos nefastos. Corresponde por la tanto a la naturaleza del hombre situarse respecto a un entorno en el cual él pueda libremente definir qué debe ser lo más importante, lo paradigmático, pero, en este caso, también lo execrable.

A continuación narraré una de esas paradojas de la experiencia diaria que dejan preguntas tan abismales que aun hoy me maravilla pero también me aterra. Una vez, en el año 1990, visitando la versión número 33 del Salón Nacional de Artistas en Bogotá, que se instaló en Corferias, pude corroborar la presencia del principio orientador en toda su dimensión y tal vez, en toda su crudeza. En medio de centenares de obras distribuidas en cuadros, esculturas, performances e instalaciones, a lo largo de un enorme pabellón de exposiciones, en donde podían reconocerse toda clase de tendencias y de propuestas artísticas, me vi en un momento dado observando en el piso algo que llamó sobre manera mi atención: era una antigua y espaciosa vasija de peltre, puesta justo en el centro de un amplio corredor, la cual, por su posición, lograba una tensión geométrica entre el recorrido de los visitantes y el resto de los paneles en donde descansaban apaciblemente muchos cuadros. En dicho recipiente caían en forma regular y pausada gotas de agua, creando la sensación de una temporalidad suspendida en pequeños instantes catárticos. Cuando advertí la presencia de dicha obra, la cual, de un primer golpe de ojo y gracias a lo que yo consideraba una afinada intuición estética, me pareció extraordinaria, me detuve junto con la artista Claudia García a observarla con detenimiento. Hubo un momento en que nos apresó el goce por aquella instalación tan original. Para mí, era la manifestación de una temporalidad poco reconocida; el golpe sistemático y acompasado de las gotas de agua, y la expectación que generaba los intervalos de silencio, reflejaba el paso de la inexorabilidad de un tiempo que es a la vez promesa y verdugo. Había un equilibrio entre el movimiento y la pausa dado por un entorno posibilitador en medio de ese enorme hangar de exposiciones. Fueron así pasando los minutos, y así un carrusel inusitado de sensaciones se vino a granel. En un momento dado advertimos que ya no nos encontrábamos solos observando la bizarra, sugestiva pero atrayente propuesta artística; notamos que había otras cuatro personas, y no tardaron en sumarse otras tantas, que justo en ese momento pasaban por el lugar y que advirtieron nuestro interés. Cuando nos dimos cuenta, éramos muchos los convocados en torno al balde de peltre, receptor de la sincronizada gota de agua. Respecto a lo que sucedía en ese instante, es de notar que los espectadores adoptaban una actitud muy particular frente al acontecimiento: algunos lo rodeaban con pasos lentos y expectantes, otros simplemente, con la mano en el mentón, hacían seguramente un ejercicio sagaz de interpretación iconológica, otros más, a juzgar por sus miradas, se esforzaban por encontrarle algún sentido al extraño recipiente; seguramente, y eso no es tan descabellado pensarlo, no faltaron quienes lo asociaron tal vez con su infancia o con una suspendida e indefinible lujuria reprimida por el inconsciente. Finalmente nos vimos todos involucrados en lo que pudiera llamarse un goce estético. Cuando estábamos en el momento de mayor tensión contemplativa, cuando se sentía en el ambiente una tracción ligada a la duda o a la fascinación, de repente apareció un hombre de overol azul, algo angustiado y refunfuñando. Mirando hacia el techo del pabellón, cogió el platón y nos dijo que, de haberse demorado un poco más en vaciar el agua, se hubiera comenzado a regar por el piso, que el aguacero era torrencial y que no entendía por qué el tapa-gotera que había aplicado hace una semana no había servido para nada, además, que era el sexto viaje que hacía en esa tarde lluviosa para desocupar el balde en el baño.

El estar orientado hacia algo o hacia alguien, tal como lo vivenciamos en el Salón de artistas, hunde sus raíces en lo más profundo de la vivencia de lo religioso. Es quizás la experiencia más arcaica que el ser humano haya experimentado desde sus orígenes; alude a un todo, a un universo integrado e interdependiente, en donde el ser humano solo hace parte de una particularidad que se suma a otras tantas, que en su conjunto consolidan un cosmos. La existencia humana no se circunscribe solamente al desarrollo de unas dinámicas de tipo instintivo, a acciones primarias de supervivencia, sino que atañe a realidades más complejas y que definen lo que podría entenderse como la razón de ser de la vida en su grado más elevado, aquello que se da como una vislumbre o como una revelación. No sabemos, y sobre todo a la luz de los acontecimientos que se resumen en los tres últimos siglos, si viviremos algún día mejor que los animales, esfuerzo que cada día se hace más lejano en medio de las barbaridades que la misma razón ha alimentado en su omnipotencia cegadora, pero lo único cierto respecto a esto es que somos la única especie en condiciones de transformar nuestro mundo circundante para hacerlo más familiar, para embellecerlo, pero también para enajenarnos de él, inclusive para destruirlo.

Este estar orientados, este ‘tender hacia’, ‘estar en relación con’, tal como lo plantea Erich Fromm, no es otra cosa que experimentar una forma de religiosidad que se traduce contundentemente también al terreno amplio de la cultura en términos del tejido social, en las múltiples formas de socialización y de búsqueda existencial. No en vano se puede hablar en pleno siglo xxi de mitos civiles o de modos de asumir las dinámicas grupales como una nueva forma de religiosidad, en donde circulan creencias, rituales, devociones, cultos, cismas, persecuciones, venganzas, actos de fe, comuniones y formas nuevas de estar en el mundo, a partir de una suerte de adhesión epifánica, particularmente dada en todos los escenarios de acción y de reconocimiento social. Estar orientado alude a una experiencia abarcante, a un universo integrado e interdependiente y, más que el espacio de las piedades religiosas tradicionales, define, en última instancia, el religare en las dinámicas políticas, tecno-científicas, económicas y en las más diversas formas de adhesión social como en el campo del conocimiento, el consumo y el esparcimiento.

Si se mira en perspectiva, el significado que cobró la vasija de peltre en el Salón Nacional de Artistas, en un contexto en el cual el arte no es sino el telón de fondo, no está referido tanto al fenómeno en sí como a la condición humana en medio de una determinada realidad de trasfondo religioso, condición que se universaliza en todas las dimensiones de las prácticas sociales que tienden a la búsqueda de un sentido, bien sea de pertenencia, bien de integración social, como a la aglutinación de sueños e imaginarios detrás de unas formas de ideación. Asimismo, y como parte importante de esta sinergia de sentido, entran en escena el condicionamiento moral, la circulación de miedos y toda suerte de luchas por la hegemonía, todo ello al interior de las sociedades a lo largo de la historia, animando sus dinámicas y sus turbulencias. Bajo esta misma lógica funcionan las religiones, las facciones políticas, las iglesias y, en general, las distintas formas de organización humana. En el complejo universo de la escena social, muchas de las formas de vinculación para los actores humanos, alentadas por un propósito común, se reducen a un acto de fe. Respecto a una realidad que se muestra y funciona de una determinada manera, y frente a la cual se funda un sistema específico de valores, y por ende una cosmovisión dada en ciertas creencias y en sus correlativos principios de acción, los seres humanos adoptan la actitud propia de una feligresía. Esta es la manera en que cogen cuerpo los credos, las formaciones identitarias, las instituciones y las ideologías; y, más que eso, la manera de existir de los sujetos y de los pueblos.

Son tantas las formas en que se quiere y se puede convencer a la sociedad de lo que ella debiera ser, de su forma de actuar y de ajustarse a unos propósitos que, paradójicamente, de la misma manera como cualquier persona, por una extraña lógica de simulación, puede llegar a estar prendado de un vasija de peltre para asumir un rol de sabedor de arte, asimismo, un gran número del conglomerado humano puede caer en el condicionamiento, las más de las veces invisible, de toda suerte de dogmas religiosos, teístas y/o civiles, de religiones disfrazadas, usualmente oficiadas por los sacerdotes de la opinión, por los gurús del mercado y por los iluminati del consumo. Estos mesías modernos, encarnados entre otros en comentaristas deportivos y comunicadores, en cosmetólogos de la imagen y especialistas en asuntos políticos, en expertos de la salud y versados en tecnología, son los encargados de crear legión en torno a fetiches del consumo, partidos políticos, sistemas económicos, filosofías empresariales, a partir de los cuales se gestan cruzadas genocidas, estrategias xenofóbicas, políticas de mercado y los respectivos rituales consumistas, que les hacen eco.

Es precisamente por estas gestas, que subyacen a toda la dinámica de participación colectiva en la lucha por las ‘causas justas’, que se pone en peligro los principios de convivialidad y de reciprocidad con el ‘otro’, y en donde se legitiman la persecución y la exclusión de los que atentan contra una moral edificada sobre paradigmas no emanados de la racionalidad, sino en gran medida del sentimentalismo mediático, desde donde usualmente se prefigura mágicamente el equilibrio de todo el sistema. Así se erige estratégicamente la moral de la sociedad del miedo con el obligado aval de sus participantes. En el escenario de la creación de las nuevas formas de sentido, hay que entender que solo es suficiente aparecer unos breves instantes en los medios de comunicación, tótems que funcionan como una variante del púlpito o de la tribuna pública, para tener asegurada la adhesión o el rechazo por parte del socius. Es un juego de adjudicación de carismas, que determina con efectividad los factores de éxito y de fracaso en el contexto de la vida. Lo sagrado, al igual que lo execrable, se valida en los mass-media, que se convierten, de hecho, no solo en los canales de circulación de información, sino en la fábrica donde se instituyen las piedades públicas, o si se quiere, el cielo desde donde se ordena un nuevo cosmos al servicio del mercado.

Esta teatralidad de la exclusión está muy en boga en muchas de las latitudes del planeta y no deja de campear a lo largo y ancho de las llamadas democracias de mercado, en donde las religiones civiles están exacerbadas y a la orden del día. En este escenario de polarización, no sabemos qué nos depararán los años por venir, sobre todo cuando las vasijas de peltre, con las que deliberadamente se quiere generar confusión, están en manos de una élite política y económica y de unos medios de comunicación que replican sus sermones con el aval y el auspicio de la gran masa de creyentes, de los mansos corderos que, a la hora de la cacería, están prestos a convertirse en lobos.

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Copyright © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas
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