Puntos clave
La malaria, una enfermedad parasitaria con gran morbilidad y mortalidad asociada, sigue siendo, a principios del siglo xxi, uno de los principales problemas de salud pública a nivel global. Esta enfermedad, también conocida como paludismo, es endémica en 108 países del mundo1, donde 3.000 millones de personas, es decir, cerca de la mitad de la población mundial, viven expuestas de forma permanente al riesgo de infectarse2. Paradójicamente, y debido al crecimiento desigual demográfico entre países ricos y pobres, hoy en día hay muchas más personas en riesgo que hace unas décadas, cuando la enfermedad era endémica en muchos más países. Geográficamente hablando, el paludismo, más que ser una enfermedad tropical per se ha sido convertida por la acción del hombre en una enfermedad tropical. Las mejoras en el nivel socioeconómico de muchos países y la gran campaña de erradicación global que se llevó a cabo a principios de la segunda mitad del siglo pasado consiguieron restringir su transmisión a la zona intertropical, donde hoy en día se concentra la mayor parte de la transmisión. Aunque la malaria afecta a la mitad de países del mundo, hasta dos terceras partes de los casos se reúnen en únicamente 7 países: República Democrática del Congo, Etiopía, Kenya, Nigeria, Sudán, Tanzania y Uganda3. La carga de la enfermedad es pues particularmente intolerable en el continente africano, donde se producen hasta un 85% de los aproximadamente 243 millones de casos anuales en el mundo, y lo que es más importante, hasta un 89% de las 863.000 muertes anuales causadas por esta enfermedad1. Asimismo, los niños menores de 5 años, y en menor medida las mujeres embarazadas son los 2 grupos poblacionales más vulnerables, y se estima que hasta un 85% de todas las muertes por malaria ocurren en niños1, la gran mayoría de los cuales son africanos. A nivel global, la malaria causa un 8% de las muertes en menores de 5 años, pero la proporción aumenta hasta un 20% cuando sólo se considera el continente africano4. Que cada 45 segundos muere un niño por malaria en África sigue siendo un hecho inaceptable, y una muestra de la magnitud de la tragedia que conlleva esta enfermedad.
La malaria es además una causa importante de pobreza, que agrava la situación socioeconómica de los individuos que la padecen, y penaliza el desarrollo económico de los países en los cuales es endémica. Así, entre 1965 y 1990, estos países tuvieron un crecimiento económico anual 1,3% inferior que el de los países sin malaria, con un producto interior bruto medio estimado hasta cinco veces menor5. Pobreza y malaria se retroactivan mutuamente originando un bucle del que resulta difícil emerger.
Motivos para el optimismoSin embargo, y a pesar de la crudeza de las cifras y datos anteriormente expuestos, existen motivos para ser optimistas. En los últimos años, numerosos países (incluyendo algunos africanos) han documentado descensos significativos en la incidencia de esta enfermedad6,8. Entre los años 2000 y 2008, una tercera parte de los países endémicos (9 en África y 29 en otros continentes) han visto reducirse los casos de malaria a más de la mitad1. Es el caso de países africanos con alta endemicidad como Eritrea, Rwanda o Zambia, en los que en los últimos años ha disminuido la incidencia de la enfermedad de manera significativa, y con ella en paralelo la mortalidad infantil9. En este último país, después de una campaña agresiva de control de la infección, las tasas nacionales de mortalidad infantil cayeron un 35%1, lo que confirma la importancia del control de esta enfermedad en los esfuerzos por cumplir los objetivos del milenio, uno de los cuales implica la disminución en dos terceras partes de la mortalidad infantil global antes del año 2015.
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El descenso significativo documentado en los últimos años de la incidencia de malaria en varios países donde la enfermedad es endémica ha llevado a la comunidad científica a replantear seriamente la posibilidad de erradicar esta enfermedad en el mundo. En un contexto de bonanza financiadora, sin precedentes en la historia, y habiendo mejorado en los niveles de cobertura de las diferentes herramientas eficaces para el control de la enfermedad, parece justificado el optimismo. En este sentido, en los últimos años se ha documentado un descenso significativo de la incidencia de la malaria en el mundo, y particularmente en el África subsahariana, donde el problema es más acuciante. Sin embargo, para que la eliminación sea posible, y cuando todavía ocurren más de 250 millones de episodios clínicos y 863.000 muertes anuales debidos a esta infección, serán necesarios muchos cambios en la manera de enfocar la lucha contra la enfermedad.
La disminución de la incidencia de malaria es una realidad en muchos países endémicos, como demuestran las múltiples publicaciones que describen estos descensos6,9. ¿Pero sabemos exactamente a qué es debida? La historia demuestra que la malaria es una enfermedad con un comportamiento cíclico, con aumentos y descensos periódicos a lo largo de los siglos10. Aunque cabe la posibilidad de que la situación actual refleje uno de estos períodos, parece más coherente atribuir el descenso de la incidencia al aumento de la disponibilidad de herramientas de control en las zonas endémicas. Los progresos en el control de la enfermedad han empezado a observarse a medida que la financiación de las actividades de control se ha visto garantizada, ya que la mayoría de países donde la enfermedad es endémica tienen presupuestos sanitarios muy limitados. La respuesta de la comunidad internacional y de las agencias financiadoras ha estado a la altura de las circunstancias, y en los últimos años se ha incrementado de forma sustancial, pasando de unos aproximados 300 millones de dólares americanos en el año 2003, a los cerca de 1.700 millones en el año 20081,11. En este mismo período, de los 108 países endémicos, 76 recibieron asistencia y financiación externa para controlar la enfermedad1. Paralelamente al aumento de los fondos para el control de la malaria, los países han podido incrementar de forma masiva la disponibilidad de estas herramientas, con el objetivo de alcanzar en el año 2010 la cobertura universal, tal y como promulgó el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon en su llamamiento para concienciar a los donantes y países endémicos, en el día mundial de la malaria del año 200812. En los últimos años, las mejoras en este sentido también han sido destacables. Desde el punto de vista de la prevención, casi 140 millones de redes mosquiteras impregnadas de insecticida de larga duración se han distribuido en países africanos en el bienio 2006-2008, logrando que un tercio de los habitantes del continente fueran propietarios de una de estas redes, y que hasta un 24% de todos los niños menores de 5 años durmieran cada noche protegidos1. El uso de redes impregnadas de insecticida está considerado en la actualidad como una de las mejores estrategias para la prevención y control de la enfermedad13, y los progresos en su distribución e implementación han sido notables en los últimos años. El uso de otros métodos de lucha contra el vector anophelino transmisor, como el rociamento intradomiciliario con insecticidas de larga duración (incluido el DDT), o la utilización de larvicidas también está en auge, y actualmente se promulga el uso combinado de todos estos métodos para un mejor control vectorial14. Por otro lado, también ha aumentado la disponibilidad de los fármacos y métodos diagnósticos necesarios para tratar los casos de malaria. El diagnóstico de la enfermedad, históricamente basado en la presencia de síntomas clínicos de presuntción y con una pobre confirmación parasitológica, ha mejorado sustancialmente con la aparición de los tests diagnósticos rápidos basados en la detección de antígenos del parásito15. Estos tests, cuya disponibilidad está aumentando de forma masiva en los centros de salud africanos, reemplazarán sin duda al diagnóstico microscópico16, y mejorarán la especificidad del diagnóstico clínico, evitando así el uso indebido y exagerado de fármacos antimaláricos ante cualquier paciente con fiebre, práctica común en el continente africano hasta ahora. Finalmente, la última generación de fármacos antimaláricos, las combinaciones derivadas de las artemisininas, recomendadas por la OMS para el tratamiento de los episodios de malaria17, ya han sido adoptadas por la totalidad de países endémicos de África, y están siendo implementadas progresivamente, reemplazando a fármacos como la cloroquina o la sulfadoxina-pirimetamina cuya utilidad en los últimos años se había visto diezmada por la aparición de resistencias por parte del parásito.
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Partiendo de unas últimas décadas en el que el objetivo primordial era el control de la enfermedad, debemos cambiar el paradigma orientando los esfuerzos hacia la eliminación. Para esto, serán necesarias nuevas herramientas, con probada eficacia contra todas las especies de Plasmodium y todos los estadios de su ciclo vital, así como nuevas estrategias de administración que permitan prevenir la transmisión de la infección en la población. El desarrollo de una vacuna aplicable a los recién nacidos y que proteja de forma duradera a quien la reciba será sin duda una aportación notable al arsenal disponible frente a esta enfermedad, pero deberá sumarse y no sustituirá a las demás medidas ya existentes y de probada eficacia.
Es precisamente en el contexto de los notables progresos en el control de la enfermedad, que la señora Melinda Gates (que junto a su marido Bill Gates está al frente de la Fundación Gates, la mayor entidad filantrópica que existe en la actualidad y cuya prioridad es la lucha contra las enfermedades de la pobreza) lanzó en el año 2007 un desafío colosal a la comunidad internacional, replanteando la necesidad moral de erradicar la malaria18. La erradicación, considerada tabú después del fallido experimento de la campaña global de erradicación liderada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), volvía a las agendas científicas y centraba la atención pública internacional19–21. En el año 2008, la iniciativa Roll Back malaria apoyaba el llamamiento de la Fundación Gates, y promulgaba que el objetivo último de los esfuerzos de los países endémicos era pasar de la fase de control a la fase de eliminación, proponiendo un plan de acción global para la malaria (GMAP, de sus siglas en inglés) que definía los hitos a cumplir22. La transición del control a la eliminación es un reto formidable, y sobre todo implica un cambio de paradigma notable, puesto que ya no se trata de luchar contra la enfermedad sino que hay que eliminar hasta el último parásito que pueda significar un mantenimiento de la transmisión. El esfuerzo de los países que se embarcan en este proceso trasciende los intereses y motivaciones de un gobierno, ya que las decisiones y estrategias deben persistir en el tiempo, incluso cuando la enfermedad ha dejado de significar un problema de salud pública para el país, y los casos son esporádicos. Actualmente, 10 países están implementando programas nacionales de eliminación, y otros 6 están en la fase de preeliminación, tal y como viene definido en el GMAP. Otros 9 países (Armenia, Bahamas, Egipto, Jamaica, Marruecos, Omán, Rusia, Siria y Turkmenistán) han conseguido interrumpir la transmisión y se encuentran a un paso de la eliminación, en la fase que se conoce como prevención de la reintroducción1. La persistencia en esta fase por un mínimo de 5 años sin casos documentados permitiría la certificación de que la malaria ha sido eliminada en estas naciones.
Desafíos futuros en la lucha contra la malariaLa campaña de erradicación liderada por la OMS entre los años 1950 y 1960 nos enseñó que un país podía eliminar la enfermedad siempre y cuando se reunieran una serie de circunstancias favorables y una gran voluntad política. A pesar de que la campaña fue considerada un fracaso al no conseguir su objetivo final de erradicar la enfermedad de la faz de la tierra, la realidad es que muchos países sí consiguieron eliminarla, basándose en el uso adecuado de herramientas de control, pero también en el contexto de una estabilidad sociopolítica y de un aumento de la prosperidad general23. Es precisamente la falta de estos 2 últimos componentes lo que dificulta de forma significativa la lucha contra la enfermedad en zonas del mundo donde se mantienen conflictos armados, y/o inestabilidad política o socioeconómica24. La erradicación de la malaria no dejará de ser una utopía a menos que la comunidad internacional consiga solucionar algunos de estos problemas que lastran a los países más pobres y donde mayor es la incidencia de la enfermedad.
Para que la erradicación sea posible, en un marco temporal realista, deberemos asistir a grandes cambios en las estrategias de control, y esperar nuevas herramientas que sean muy efectivas y fácilmente implementables. En este sentido, la aparición de una vacuna antipalúdica eficaz significaría un adelanto formidable en la lucha contra la enfermedad y su posterior eliminación. Actualmente múltiples vacunas candidatas se hallan en diferentes estadios de desarrollo, la mayor parte de ellas aún en fase preclínica. De entre los más de 100 prototipos experimentales existentes25, la vacuna antimalárica que se encuentra en un estadio de desarrollo más avanzado es la llamada RTS,S/AS02A, desarrollada y financiada conjuntamente por GlaxoSmithKline y la Malaria Vaccine Initiative (MVI)26. Los esperanzadores resultados de diferentes ensayos clínicos realizados con esta vacuna en diversos países africanos27–32 permiten ser optimistas y pensar que en breve tiempo la comunidad científica dispondrá de otra herramienta eficaz en la lucha contra la enfermedad.
Otro de los retos al que nos enfrentamos en esta nueva era es el desarrollo de nuevos fármacos eficaces para el tratamiento y la prevención de la enfermedad. El desarrollo de fármacos antimaláricos ha sido un campo históricamente abandonado, y muy pocos nuevos antimaláricos han surgido en las últimas 3 décadas33. Desde que en el año 2004, la OMS recomendara el uso de las terapias combinadas basadas en las artemisininas, como consecuencia de la rápida aparición de resistencias parasitológicas a los demás fármacos antimaláricos existentes34, se ha generalizado su uso, sin contar con ninguna alternativa farmacológica de igual eficacia. La aparición de los primeros casos de resistencias a las artemisininas en el sudeste asiático35,36, abre el interrogante de cómo sustituirlas en caso de una diseminación global de las resistencias y una consiguiente pérdida de su eficacia. Si esto ocurriera, nos encontraríamos ante una catástrofe de consecuencias inimaginables desde el punto de vista de salud pública, y que cerraría de golpe cualquier perspectiva optimista de control de la enfermedad. Es por tanto nuestra obligación anticipar este momento y diseñar nuevos fármacos con mecanismos de acción novedosos que puedan en un futuro sustituir a las artemisininas, así como también idear nuevas estrategias de prevención utilizando fármacos, que puedan llegar de forma masiva a las poblaciones que están expuestas al riesgo de infectarse.
El camino hacia la eliminación también conllevará cambios del enfoque de las estrategias antimaláricas. En las últimas décadas los esfuerzos en la lucha antimalárica han ido marcados por un énfasis en la reducción de la mortalidad, fundamentalmente asociada a infecciones por Plasmodium falciparum en niños africanos. En el contexto actual, debemos además considerar estrategias diseñadas para interrumpir la transmisión de la infección, independientemente de la presencia o no de sintomatología clínica de los portadores de estos parásitos. Fármacos37 o vacunas38 que pudieran tener un efecto específico sobre la transmisión mediada por vectores de un individuo infectado a otro serían de especial utilidad en la eliminación de la malaria.
La desatención al resto de especies causantes de malaria, y en particular a P. vivax, secundaria a la impresión que ésta causaba poca morbilidad importante y ninguna mortalidad, es la responsable del gran desconocimiento que la comunidad científica tiene sobre esta especie. En los últimos años, sin embargo, y paralelamente al renovado interés por la erradicación, la investigación enfocada a esta especie se ha multiplicado de forma exponencial, describiéndose mejor su epidemiología y distribución geográfica39, y siendo revocados viejos paradigmas como el de su supuesta «benignidad»40,41. Así, una revisión de la literatura médica reciente confirma que esta especie también produce episodios graves que pueden poner en peligro la vida del paciente, a pesar de que este hecho ocurra con mucho menor frecuencia que en las infecciones por P. falciparum40–43, y sin haberse entendido todavía cuáles son los mecanismos fisiopatológicos44 que causan cuadros indistinguibles de los causados por P. falciparum. Plasmodium vivax tiene la capacidad, al igual que P. ovale, de crear reservorios durmientes en el hígado, llamados hipnozoítos, capaces de reactivar en cualquier momento y durante períodos que pueden durar años la infección inicial, reiniciando así un episodio clínico que requerirá tratamiento. Dado que para la cura radical de los hipnozoítos únicamente existe un fármaco con actividad demostrada, la primaquina, es comprensible que la lucha contra esta especie conlleve dificultades añadidas considerables. Entender la biología de los hipnozoítos, así como los condicionantes de su reactivación, y desarrollar nuevos fármacos activos contra este estadio del ciclo vital o vacunas contra esta especie, son algunas de las prioridades de la investigación en el contexto de la erradicación45. Por otro lado, una especie de Plasmodium que únicamente afectaba a los primates, P. knowlesi, se ha descrito recientemente como causante de infecciones clínicas graves en humanos, siendo esta zoonosis actualmente considerada la quinta especie de malaria humana46–48. Aunque los casos descritos son todavía pocos, es preciso entender qué mecanismos han propiciado este salto del huésped animal al humano, ya que existen muchas otras especies de malaria animal que podrían convertirse en zoonosis.
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Será imprescindible desarrollar nuevos fármacos de acción rápida pero duradera, con mecanismos de acción diferente a los actualmente disponibles, puesto que el arsenal terapéutico actualmente disponible es limitado y puede verse comprometido por la aparición de resistencias farmacológicas. Asimismo, las nuevas herramientas deberán tener también un impacto sobre la transmisión de la infección. La investigación científica debe ser una pieza fundamental en cualquier esfuerzo de eliminación de la malaria, acompañando todo el proceso desde su inicio, si no se quiere caer en los mismos errores que hicieron fracasar la primera campaña de erradicación de la malaria.
En un exhaustivo análisis de la evolución del control de la malaria en el siglo xx23, el Dr. Nájera, prestigioso malariólogo español, evocaba el fracaso de la campaña global de erradicación liderada por la OMS entre los años 1950 y 1960, y advertía de los riesgos que conlleva el optimismo desmesurado en el control de esta enfermedad. Parece crucial por tanto no caer en errores pasados y mantener cierta prudencia respecto a los logros actuales en el control de la enfermedad, manteniendo en perspectiva la idea de erradicación en un plazo razonable y realista, sin olvidar los enormes retos existentes. Disponemos en la actualidad de un arsenal terapéutico limitado, que debe ser mejorado, y de una serie de herramientas de control muy eficaces pero que por sí solas no serán capaces de erradicar la enfermedad. Debemos por tanto combinar todas estas estrategias para conseguir una aproximación integral a la lucha contra la enfermedad, al mismo tiempo que seguir investigando para entender mejor el comportamiento de las diferentes especies que causan malaria en humanos, así como nuevos métodos para combatirlas que sean muy eficaces y fácilmente implementables a gran escala. Si el objetivo se mantiene, el proceso que lleve hacia la erradicación deberá ser adecuadamente monitorizado, acompañándose de la investigación científica necesaria que pueda ir marcando el camino a seguir. El momento actual combina la mejor voluntad política y una disponibilidad de recursos sin precedentes. Segundas oportunidades como las que estamos viviendo, con un impacto potencial tan enorme en la salud pública global, no deben ser desaprovechadas.