En la década de los noventa se comercializaron los antipsicóticos atípicos (AA) con los que se soslayaba a priori, y entre otros, los efectos extrapiramidales (EPS) de los antipsicóticos típicos. Posteriormente se constató que, en ocasiones, la aparición de estos efectos para los AA era dosis-dependiente, y en otras, las ventajas sobre los antipsicóticos típicos variaban en función de los distintos diseños de los ensayos clínicos1. Inicialmente, los AA eran una alternativa que parecía más segura y eficaz con la que tratar al grupo poblacional constituido por los pacientes ancianos con síntomas psicológicos y conductuales de las demencias (SPCD).
Debido a la extensión del empleo de estos fármacos, y después de un primer consenso de restricción de uso en pacientes institucionalizados en Estados Unidos2, hace 3 años, las autoridades sanitarias canadienses y el laboratorio titular del Risperdal® publicaron una nota informativa alertando sobre la relación entre el uso de risperidona y los accidentes cerebrovasculares, basándose en los resultados de un ensayo clínico (EC) y un metaanálisis que evaluaba el uso de este fármaco en los SPCD3.
En abril de 2003, la Food and Drug Administration (FDA) obligó a modificar la ficha técnica de la risperidona. Posteriormente sucedió lo mismo con la olanzapina en 2004 y el aripripazol en 20054-6.
En Europa, las alertas comenzaron en el año 2004. La Agencia Reguladora del Reino Unido envió un informe sobre risperidona y riesgo de accidente cerebrovascular en pacientes ancianos con demencia7. Más tarde, la Agencia Europea del Medicamento (EMEA) alertó del riesgo de uso de olanzapina y de su falta de eficacia en el mismo grupo de pacientes8. Como consecuencia de todo ello, y tras las reuniones mantenidas por el Comité de Seguridad de Medicamentos de Uso Humano con diferentes sociedades relacionadas con la psiquiatría y la geriatría, el Ministerio de Sanidad y Consumo adoptó con carácter general el visado de inspección previo a la dispensación de antipsicóticos. Finalmente, y después del período de alegaciones en el que también intervinieron la semFYC y diversas asociaciones de pacientes, el 1 de febrero de 2005 se circunscribió el visado previo a la dispensación de este tipo de fármacos a los pacientes mayores de 75 años.
Con la polémica servida y en este entorno de incertidumbre, en enero de 2005 se publicó en la revista British Medical Journal un estudio retrospectivo de cohortes, con pacientes diagnosticados de demencia9, en el que se medía la diferencia del riesgo de accidente cerebrovascular entre pacientes en tratamiento con AA y antipsicóticos típicos. Aunque el incremento de riesgo no fue estadísticamente significativo, se señalaban las limitaciones que podrían haber influido en el resultado: diferencias en las condiciones basales entre las poblaciones, posible sesgo de identificación y posible limitación de los datos administrativos. Se concluía con la recomendación de instaurar con prudencia el tratamiento con AA y descartar antes enfermedades subyacentes o fármacos que puedan predisponer al delirio y, en el caso de diagnóstico de SPCD, considerar en primer lugar estrategias no farmacológicas y, cuando fuera necesario, ajustar el tratamiento individualmente.
Con este artículo llegó la tranquilidad para algunos clínicos ya que, a pesar de sus limitaciones, no había diferencias, y la inquietud para otros, puesto que las autoridades sanitarias de varios países habían transmitido información en sentido contrario con un significado clínico relevante.
Para contribuir a esta ceremonia de la confusión, en octubre de 2005 se publicó en la revista JAMA un metaanálisis en el que se analizaban todos los AA y en el que se concluía que hay un ligero incremento en el riesgo de muerte entre los pacientes tratados de más edad10. El metaanálisis evaluaba 15 estudios (algunos no publicados), seleccionados entre 513 referencias relevantes, con 3.353 pacientes. La tasa de mortalidad en el grupo de tratamiento con AA fue del 3,5% y en el grupo control, del 2,3%. Cuando los autores calcularon el número necesario para dañar (NND), resultaba que 1 persona fallecería por cada 100 tratadas con AA durante 10 a 12 semanas. Análogamente, el número de pacientes que es necesario tratar (NNT) se establecía entre 4 y 12 pacientes. Así, por cada 100 pacientes tratados, y en el mejor de los supuestos, 25 se beneficiarían de la terapia, en 74 el tratamiento no sería eficaz y 1 fallecería a causa de él. Los autores remarcaban la necesidad de limitar la duración de la terapia y señalaban que el incremento de mortalidad no se limitaba a un AA determinado, sino que todos ellos contribuían al efecto observado.
Estos resultados coinciden con los publicados en otra alerta de seguridad reciente de la FDA, en la que se comunica un incremento del riesgo de mortalidad entre 1,6 y 1,7 en este grupo de pacientes11.
Paralelamente, tal y como se cita en el artículo del British Medical Journal, el National Institute of Mental Health está llevando a cabo el estudio CATIE12, en el que se comparan, en pacientes diagnosticados de enfermedad de Alzheimer, 3 fármacos antipsicóticos atípicos, un inhibibor selectivo de la recaptación de serotonina y placebo. La publicación de los resultados está prevista para el año 2006 y, aunque no se ha incluido un antipisicótico típico para establecer comparaciones, se espera que aporte datos interesantes.
En nuestro país, además, se ha instaurado el visado de inspección, lo que ha renovado las críticas sobre la burocratización consecuente. Históricamente, el resultado de estas medidas ha sido una reducción de la prescripción del fármaco, lo que resulta desconcertante en cuanto a su significado: ¿se producen prescripciones innecesarias?; ¿no se dispone de suficiente información del medicamento?; ¿se realiza un replanteamiento del plan terapéutico que, sin afectar a la eficacia y seguridad de la terapia, soslaye el trámite? Sean cuales sean las preguntas y las respuestas, no debe quedarse en un mero acto administrativo, ya que disponemos de la información tanto del medicamento como de los pacientes. Estos datos podrían emplearse en estudios de farmacovigilancia coordinados por la administración correspondiente en colaboración con los farmacéuticos de asistencia primaria y con la implicación de los médicos prescriptores. Probablemente resultarían más informativos, con validez interna, y la práctica clínica sería más satisfactoria en estas situaciones.
Con la información reciente de JAMA respecto a estos fármacos, y en espera de los resultados del ensayo CATIE, parece razonable respetar las indicaciones aprobadas en su ficha técnica. Ésta es aprobada por las autoridades sanitarias con los resultados de los ensayos pivotales y define el techo de su beneficio. Este techo estaría matizado por la dificultad para recopilar los ensayos que no se publican por falta de eficacia.
Si ordenamos según la evidencia científica la información disponible, en primer lugar se situaría la que procede de las autoridades sanitarias y el metaanálisis, y después el estudio de cohortes. Así, el uso de los AA en SPCD se situaría en un contexto de balance riesgo/beneficio favorable únicamente para la risperidona (el resto no ha demostrado eficacia o no hay EC que soporten esta indicación) y sólo en episodios de SPCD graves que no respondan a las medidas no farmacológicas y en los que se haya descartado otras etiologías.
Todo esto sin olvidar que con dosis superiores a 1 mg, la incidencia de EPS aumenta y que la duración del tratamiento ha de ser lo más corta posible.
En este sentido, y teniendo en cuenta los datos de eficacia, los estudios de indicación/prescripción y el desarrollo de protocolos terapéuticos o guías clínicas facilitarían la resolución del conflicto ético entre la actitud terapéutica con el paciente y el principio de primum non nocere.