«El mejor servicio que un médico puede prestar a un enfermo es ser una persona amable, atenta, cariñosa y sensible»
(Elisabeth Klübler Ross)
Conocí a un niño que, como otros muchos, de mayor quería ser como su padre. Era un niño al que no hubo necesidad de explicarle la diferencia existente entre una profesión y una ocupación. La profesión era un trabajo complejo que, una vez lo tenías, nunca podías abandonarlo. Sin embargo, la ocupación estaba sujeta a unos horarios y unas tareas definidas. Se podía decir que, mientras la ocupación era un modo de empleo, la profesión era un estilo de vida. Tener una ocupación solía traer mucha certeza acompañada. En cambio, ser profesional suponía vivir con una cierta incertidumbre y asumir muchas obligaciones. Vaya de antemano que el papá del niño era médico de cabecera. A pesar de la incertidumbre y la complejidad, la profesión atraía al niño, tanto como para encontrar mucho más interesante el trabajo de su padre que lo que le enseñaban en la escuela. Sentado en un rincón de la sala de espera de una consulta médica en aquellos tiempos los niños sabían estarse quietos oía los comentarios que los pacientes hacían sobre su padre. Ahí obtuvo su primer conocimiento sobre las expectativas, necesidades y satisfacción de los pacientes. Y es que para muchos pacientes el padre tenía «mano de santo», aunque quizá sería más preciso decir «voz de ángel». A aquella consulta entraban familias enteras con cara de angustia y salían con otra de alivio.
No había ninguna duda de que el niño iba al colegio porque le habían dicho que para ser médico se tenía que estudiar mucho. ¿Debería haber otro motivo para ir al colegio? De todas formas, era un niño raro. Para él, de mayor sólo se podían tener dos elecciones: ser médico o ser otra cosa. En lugar de soñar con ser futbolista, soñaba con ser médico de cabecera. En lugar de hacer dibujos en un papel, escribía recetas con nombres de medicamentos imaginarios. Y cuando jugaba al escondite, se escondía detrás del aparato de rayos X. La profesión le seducía, a pesar de que las jornadas de trabajo eran agotadoras y en su casa no había horarios. Todo eso tenía un importante coste familiar, ya que cualquier movimiento del padre pasaba por encontrar un médico sustituto que cubriera su ausencia. Era una época en la que no había médicos de urgencia y el acceso a los hospitales era dificultoso. Todos estos inconvenientes, si es que lo eran, no se percibían como tales. Lo que el niño percibía era un enorme agradecimiento y respeto por parte de los pacientes, así como una encomiable dedicación por parte de su padre y sus compañeros de profesión. Había altruismo, compromiso y confianza. Y esa aura de bondad era muy atractiva.
Con los años, y algún que otro suspenso, el niño se hizo mayor y fue admitido en la facultad de medicina. Eso le permitió acompañar a su padre en la consulta médica. Las cosas habían cambiado. Ya había una estructura de servicios sanitarios de apoyo. A pesar de eso, le impactó la capacidad sanadora que tenía la visita médica. Y esta cualidad era excepcionalmente sorprendente si se tenía en cuenta el elevado número de personas que se visitaba en dos horas, la diversidad de situaciones clínicas y sociales que se atendían, el escaso nivel de alfabetización de los pacientes y las condiciones de precariedad tecnológica y de recursos en que se realizaba la visita médica. El simple contacto físico con el médico llevaba asociado un importante efecto de mejora en los pacientes. Muchas visitas se hacían a «pie de consulta», en la calle y en los pasillos. Al estudiante de medicina ya no era un niño le llamaba la atención que en la facultad no se hiciera especial énfasis en el «toque humano» que existía en la relación entre un médico y un paciente o en la importancia de la medicina de familia. Esta disociación entre la experiencia vivida en la consulta y la enseñada en la universidad y entre la medicina del ambulatorio y la del hospital convirtió al estudiante con los años en un médico «sin bata», como consecuencia de un episodio de decepción juvenil que quebró su sueño de convertirse en un médico de cabecera. Aún a día de hoy sigue soñando con poderlo ser algún día. Y es que, como dice su hijo mayor, o sea, el mío: «Papá, tú no eres un médico especial».
La medicina de familia y comunitaria constituye el «alma» de la medicina moderna. Se puede aceptar el término de atención primaria, si primaria es sinónimo de esencial, básica y necesaria. O sea, especial. Como persona que vive a ambos lados de la bata blanca, siendo médico y paciente, he descubierto los beneficios de la atención primaria. Me tranquilizan mucho las visitas médicas. Aprendo mucho en ellas. Son ocasiones únicas y excepcionales de compartir preocupaciones y aclarar dudas. Obviamente, he tenido la suerte de poder elegir un profesional de confianza y me acojo a las ventajas de la amistad en la relación médico-paciente. Para mí, y para la mayoría de los pacientes que conozco, es muy importante tener uno o varios médicos de referencia en quien confiar. Dada la vulnerabilidad que uno siente y la pérdida de seguridad y confianza en uno mismo que implica la enfermedad, la presencia cercana de un médico de cabecera tiene un efecto reconfortante y, si se me permite la expresión, ansiolítico. En eso, los tiempos no han cambiado. La medicina actual sería inconcebible sin los médicos de cabecera o de atención primaria. Sin «los médicos especiales» ser paciente sería aún más complejo y complicado: una verdadera experiencia solitaria.
Pienso que mi padre se sentiría muy orgulloso de sus herederos profesionales. No sólo tienen más medios, sino que tienen más conocimiento. Saben mucho más. Además, rinden honores a esta herencia y es la especialidad que más sensible se muestra a las necesidades de los pacientes, muchas de ellas descritas en la Declaración de Barcelona (www.webpacientes.org). Fueron los primeros que integraron la formación en habilidades de comunicación y relación con los pacientes. Es la especialidad que reclama mayor tiempo de visita médica y la que define y evalúa sus competencias. Es muy importante que los médicos de cabecera sean conscientes de su rol actual y futuro en los sistemas sanitarios modernos. La calidad de estos últimos cada vez irá más asociada a mejoras en la equidad, la eficiencia y la efectividad de la atención primaria. La mejora de los indicadores de salud de la población depende de esa calidad y de la capacidad de resolución de la atención primaria. Esta última depende de la autoestima de sus profesionales. Y ésa es una cuestión que todos deberíamos cuidar un poco más. Ellos también necesitan «jefes especiales».
Para dejar una buena herencia a los futuros especialistas de atención primaria, los médicos «especiales» deberían huir en la actualidad de estas cuatro condiciones patológicas: la desconfianza, la ambigüedad, el victimismo y la ignorancia deliberada. La confianza en uno mismo, en los compañeros y en los pacientes es esencial para un buen ejercicio de la profesión. La ambigüedad implica la ausencia de un método y un trabajo de equipo orientado a la resolución de los problemas cotidianos, optando por la respuesta voluntaria e individual ante necesidades inmediatas. Un ejemplo de ambigüedad de la práctica cotidiana sería la ausencia de una estrategia común y coordinada de detección de la hipertensión arterial y de seguimiento del cumplimiento terapéutico para todos los pacientes ya diagnosticados. El victimismo consiste en pensar que la solución de los problemas y las estrategias de mejora de la práctica profesional dependen de los demás, dimitiendo de las obligaciones y responsabilidades profesionales. Finalmente, la ignorancia deliberada o voluntaria supone la desvirtuación de la profesión, privándola de valores y de valor, obviando aquello que la hace «especial» y convirtiéndola en una mera ocupación, optando por ignorar aquello que uno no está dispuesto a resolver. Para los pacientes es muy importante evitar estas cuatro condiciones citadas y promover el reconocimiento social de los médicos de atención primaria como profesionales comprometidos, leales, virtuosos, excepcionales y especiales. De ellos depende la buena salud de nuestro sistema sanitario. ¡Y yo aún espero algún día ser uno de ellos!
Agradecimientos
A Salvador Jovell Baró (epd), a Esther Jovell y a mi familia por su apoyo.
A Maria Dolors Navarro por la revisión del manuscrito.
A mis médicos de cabecera (AC, MG, JT y JE) por velar de cerca por mi salud.