Definición del problema
Las tasas de incidencia de cáncer de cérvix por 100.000 mujeres, en los años 1986-1987, oscilaban en España entre el 1,5 de Navarra y el 13,2 de Asturias. La tasa de mortalidad ajustada por edad era, según los datos de 1992, de 1,9 por 100.000 mujeres, lo que representa el 1,7% de todas las muertes por tumores malignos y el 0,3% de los fallecimientos ocurridos en mujeres, lo que lo sitúa en duodécima posición entre las causas de mortalidad por tumores malignos1.
En 1993 murieron en España 516 mujeres por cáncer de cérvix, 17 (3,3%) de ellas menores de 35 años2.
Las cifras anteriores sitúan a nuestro país, junto con Israel, entre los de más baja incidencia y mortalidad del mundo.
En Europa, en 1990, el cáncer de cérvix ocupaba el séptimo lugar por su incidencia y el octavo puesto entre las causas de muerte por cáncer3.
La tendencia de la mortalidad por cáncer de cérvix en España se mantiene estable desde 1980 y es muy inferior a la media de los países de la Unión Europea.
Entre los factores de riesgo para el cáncer de cérvix, se han asociado: uso de anticonceptivos, consumo de tabaco, inicio temprano de las relaciones sexuales, número de parejas sexuales, número de parejas sexuales del compañero sexual, multiparidad, bajo nivel socioeconómico y déficit de folatos, betacarotenos y vitaminas C y E. En los últimos años cobra consistencia la hipótesis de que el cáncer de cérvix se trata de una enfermedad de transmisión sexual mediada por el papilomavirus humano (PVH), en especial sus subtipos 16 y 184. La incidencia de cáncer de cérvix es mayor entre las mujeres infectadas por el VIH.
Historia natural
El tipo de cáncer de cérvix más frecuente es el de origen escamoso, que se origina en la unión escamocolumnar. Una pequeña proporción se origina en las células cilíndricas endocervicales, los adenocarcinomas.
Es sabido que el cáncer invasor es precedido por lesiones precursoras identificables. Para la clasificación de estas lesiones en sus diferentes estadios, se han venido utilizando la clasificación histológica descriptiva de la OMS que las clasifica en displasia (leve, moderada o intensa) y carcinoma in situ, y otra, más reciente, que utiliza los términos de neoplasia intraepitelial cervicouterina (NIC) en lugar de los términos displasia o carcinoma in situ. En la actualidad gana adeptos la clasificación de Bethesda, que pretende simplificar las recomendaciones, dividiendo las lesiones en: a) «lesiones intraepiteliales escamosas de grado bajo» (displasia leve o CIN I y lesiones citológicas correspondientes a la infección por PVH), y b) «lesiones intraepiteliales escamosas de grado alto» (displasia moderada o severa, NIC II y III, y el carcinoma in situ)5.
Se ha estimado que aproximadamente sólo un 10% de las displasias evolucionan a cáncer invasor. Incluso un alto porcentaje de carcinomas in situ recidivan espontáneamente. Esta regresión es más acusada en mujeres jóvenes (72%) en comparación con las de mayor edad (47%)6. En cualquier caso, el ritmo de crecimiento suele ser por lo general lento, calculándose en unos 10 años el tiempo de paso de una displasia leve a carcinoma invasor7.
En la actualidad, incluso existen dudas de que los diferentes NIC sean estadios evolutivos de una misma enfermedad. Podrían tratarse de diferentes manifestaciones de la infección por el PVH8.
Para la prevención de este tipo de cánceres se ha venido preconizando el test de Papanicolaou con cierta periodicidad, así como edad de la primera y última prueba, que difieren según los organismos consultados (tabla 1).
Revisión de la evidencia
Desafortunadamente, no disponemos de ensayos clínicos controlados que hayan demostrado la eficacia de la citología cervicovaginal en la disminución de la mortalidad por cáncer de cérvix. Por tanto, todas las recomendaciones deben basarse en niveles de evidencia grado II-2 a III, es decir, en estudios de cohortes, de casos y controles, estudios ecológicos u opiniones de expertos. En la tabla 2 se sintetizan las principales aportaciones de estos estudios9-13.
Los estudios anteriores muestran que desde que el test de Papanicolaou fue introducido de manera masiva en el ámbito poblacional, se ha detectado una disminución de la incidencia del cáncer de cérvix del 26-70% y de su mortalidad en un 8-73%.
Aproximadamente tres cuartas partes de los nuevos cánceres se presentan en mujeres que nunca se sometieron a cribado11,14. Los resultados de los estudios de casos y controles disponibles (Génova, Milán, Toronto, Cali, Maribo) indican que el cáncer de cérvix es 3-10 veces más frecuente entre las mujeres que nunca se sometieron a ninguna prueba de cribado15.
Los cánceres detectados en sus estadios iniciales presentan tasas de supervivencia a los 5 años en torno al 90%; en cambio, aquellos diagnosticados en estadios avanzados se sitúan alrededor del 14%16.
A pesar de lo anteriormente expuesto, en los últimos años empiezan a conocerse resultados de la aplicación de programas poblacionales que cuestionan el optimismo inicial. Así, por ejemplo, en algunos estudios se observan bajas coberturas que pueden explicar la no consecución de objetivos tan brillantes como los observados con anterioridad. Otros detectan resultados desalentadores a pesar de alcanzar altas coberturas poblacionales e invertir gran cantidad de recursos durante años17.
Por otra parte, si bien es cierto que se asiste a una más acusada disminución de la mortalidad por cáncer de cérvix en aquellos países con programas de cribado, también es cierto que aquélla disminuye también en los países con ausencia de programas poblacionales, o de escasa implantación, como es el caso de Estonia o la mayoría de los países de América Latina12,18.
Estudios recientes restan importancia a los cánceres de intervalo, considerados la mayoría de ellos, hasta no hace mucho tiempo, como cánceres de crecimiento rápido. Se ha estimado que un elevado porcentaje se correspondería con resultados falsos negativos de la prueba anterior19-21.
Estos resultados desfavorables se explican por las dificultades inherentes a la lectura de las citologías, así como por la mayor incidencia porcentual de adenocarcinomas, hasta un 15% de los nuevos diagnósticos, que resultan más difíciles de detectar mediante el test de Papanicolaou22,23.
Analizando los estudios de casos y controles con resultados favorables, Knox encuentra que esos resultados son dependientes de las diferentes coberturas alcanzadas entre las poblaciones tomadas como casos y sus controles, con lo cual los resultados se hallarían sesgados24.
Para el test de Papanicolaou se han comunicado valores de sensibilidad (S) del 55-85% y de especificidad (E) del 60-99%. Es bien conocida la dependencia del valor predictivo de la prevalencia de la enfermedad en la población.
Se dispone de estudios bien diseñados que muestran cómo se alcanzan mayores coberturas cuando las mujeres son invitadas a participar de una manera sistemática: cartas (en especial cuando son remitidas por su propio médico) o anotaciones en la historia clínica25-27.
También en los últimos años se asiste a un incremento de la incidencia de este tipo de cáncer a los 20-30 años14.
En todos los estudios, incluidos los mejor organizados, se han seguido produciendo casos de muerte por esta causa, a pesar de tratarse de una enfermedad teóricamente prevenible en el 100%.
Hasta la fecha no se dispone de ningún estudio que avale la detección de los diferentes papilomavirus como prueba de cribado.
Traducción a la práctica clínica
Los principales problemas con que nos encontramos a la hora de traducir a la práctica clínica los datos aportados por la literatura derivan del hecho del grado de evidencia en el que se sustentan (estudios poblacionales y/o analíticos), así como la falta de consistencia de los hallazgos. Si bien los estudios que se iniciaron en la década de los cincuenta y sesenta, especialmente en los países escandinavos (tabla 2), aportaban resultados muy esperanzadores, los estudios posteriores no suelen satisfacer esas expectativas.
Todos los autores están de acuerdo de que ya no es tiempo de emprender ningún ensayo aleatorizado para verificar la eficacia del cribado del cáncer de cérvix mediante el test de Papanicolaou. Incluso se sugiere que podría ser éticamente inaceptable. Raffle17 lo enuncia así: «Simplemente tendremos que vivir con el hecho de que ya nunca sabremos de una manera segura cuál fue la contribución del cribado».
El propio hecho de que los estudios hayan tenido que ser de tan larga duración para demostrar sus resultados ha facilitado la aparición de múltiples factores de confusión, dificultando de ese modo la comparación de la situación inicial y la resultante tras el programa de cribado, así como las conclusiones que se pueden extraer de los mismos. Algunos factores de confusión han sido o son:
1. El cambio en los hábitos sexuales de la población (liberalización de las costumbres sexuales tras la década de los sesenta), lo que ha podido introducir importantes sesgos en las cohortes.
2. Mejora en las condiciones higiénicas de la población.
3. Mayor prevalencia de mujeres histerectomizadas, hecho bien documentado, por lo que inevitablemente disminuyen la posibilidad de incidencia de presentación de cáncer de cérvix.
4. Cambios en la codificación de las causas de muerte a lo largo del tiempo (CIE-8, 9 y 10).
5. Diferencias en la codificación de las causas de muerte. Este hecho es tan importante que todavía en nuestro país los principales estudios de mortalidad engloban en un mismo apartado los cánceres de endometrio y cérvix como una misma entidad bajo el epígrafe de «cáncer de útero»28,29.
6. Cambiante clasificación de las anomalías citológicas a lo largo del tiempo.
7. Dificultades para tener en cuenta las tendencias seculares (casos ya comentados de Estonia y América Latina).
8. La introducción de técnicas terapéuticas más exitosas puede estar modificando la mortalidad por esta causa con independencia de los programas de cribado.
Lo anterior, más las dificultades inherentes a la organización del programa (registros poblacionales, sistemas de citación, recogida de las muestras, interpretación de las mismas) y los diferentes resultados obtenidos, hacen que en el presente cualquiera de los aspectos (edad de comienzo, edad para finalizar el programa, periodicidad, etc.) que puedan ser objeto de recomendación en la lucha contra este tipo de cáncer esté sujeto a controversia, pudiéndose encontrar en la literatura argumentos a favor o en contra de prácticamente cualquier opción.
En lo que sí parece detectarse mayor unanimidad es al valorar que el éxito de los programas ha corrido parejo con: a) el grado de organización del mismo, y b) las altas coberturas alcanzadas, prácticamente con independencia del resto de los ítems a tener en cuenta y que curiosamente son los que ocupan mayor tiempo y espacio de las discusiones entre médicos, tales como la S y E de la prueba, edad de comienzo y final para incluir a las mujeres en el programa y periodicidad de la prueba9,30-33.
La edad a la cual aconsejar a las mujeres su no inclusión en el programa es todavía objeto de investigación y va a depender en gran medida de la bondad de la aplicación del programa en las edades anteriores. Tras un adecuado seguimiento previo parecen existir evidencias razonables de que no se ganaría mucho manteniendo la prueba por encima de los 50 años34.
En cuanto a la edad de inicio, deben tenerse en cuenta la incidencia por grupos de edad, así como las tendencias temporales en esos mismos grupos.
En palabras de los más reconocidos expertos mundiales en la materia, «asegurar coberturas a edades tardías rinde mayores beneficios que multiplicar los esfuerzos para alcanzar altas coberturas en edades precoces«31,32, o «cribar a todas las mujeres cada 10 años es una política de salud mucho más útil que cribar a la mitad de las mujeres cada 5 años o al 30% cada 3 años»33. Y concretando aún más, el informe de la International Agency for Research on Cancer (IARC) concluye que el grupo de mujeres de 35-60 años debe formar el corazón de cualquier programa de cribado9.
Otro importante aspecto a tener en cuenta es la cantidad de dinero que un país esté dispuesto a emplear en la prevención de este cáncer, en función de la prioridad que se le asigne entre todas las patologías prevenibles.
Para ayudar en la toma de decisiones se han utilizado modelos matemáticos basados en los datos de los más importantes estudios. Las conclusiones más importantes se resumen en las tablas 3 y 49,33.
En ellas podemos observar cómo se alcanzaría un máximo rendimiento (mayor número de casos que se prevendrían por cada 100.000 muestras tomadas) con una periodicidad quinquenal en el grupo de edad de 35-65 años. Ello sin una merma importante de la reducción de la incidencia.
Si tenemos en cuenta que, según el censo de 1991, el número de mujeres españolas de 35-64 años era de 6.800.000 y el de 20-64 años 11.300.000, y que el precio en el mercado privado de la interpretación de un test de Papanicolaou ronda las 5.000 pesetas, podremos hacernos a la idea de que estamos hablando de miles de millones de pesetas cada vez que proponemos disminuir la periodicidad entre las pruebas o ampliar el margen de edad de la población diana. Deberán preverse los recursos, tanto técnicos como humanos y controles de calidad que la nueva situación generaría. Corresponderá a cada servicio de salud decidir en función de sus prioridades.
Si a ello le unimos, en el caso de nuestro país, la situación de baja incidencia y mortalidad por este cáncer, con sus negativas repercusiones sobre el valor predictivo positivo y lo que esto comporta de gastos sobreañadidos y ansiedad para la mujeres, tendremos las bases para la toma de decisiones.
En Bristol (Reino Unido), con la intención de evitar las 30-40 muertes anuales por esta causa, se ha llevado a cabo un programa perfectamente organizado que ha alcanzado coberturas del 81% entre las 226.000 mujeres de 25-64 años. Tras evaluar el programa en los años 1988-1993, los autores comprueban que no ha habido cambios detectables en la mortalidad, y que para ello se informó a 15.000 mujeres que presentaban «algún riesgo», y a 5.500 se las envió para estudio de una afección que probablemente nunca les habría generado problemas. Los autores advierten que gran parte de sus esfuerzos los han tenido que dedicar a limitar el daño generado a mujeres sanas y a proteger al personal sanitario interviniente frente a demandas judiciales, dado que los casos de enfermedad grave siguieron presentándose entre las mujeres cribadas según las normas del programa17.
Principales conclusiones y recomendaciones
Los puntos en los que existe mayor consenso, y que por tanto deben ser el núcleo de las recomendaciones son los siguientes:
1. Los resultados a alcanzar están principalmente relacionados con el grado de organización del programa (disponibilidad de registros fiables, identificación de las mujeres de mayor riesgo, invitación personalizada, calidad de la toma de las muestras, calidad de la interpretación citológica, seguimiento de los hallazgos).
2. Una vez dado por sentado lo anterior, el principal factor determinante del éxito del programa depende directamente de las coberturas alcanzadas.
3. Hasta que no se alcancen unas altas coberturas entre la población definida como diana, la discusión sobre la periodicidad de las pruebas es una discusión marginal. La disminución de la periodicidad de las pruebas sólo debe considerarse tras alcanzar altas coberturas (en torno al 80%) con una periodicidad mayor.
4. Comparada con una periodicidad de 3-5 años, una inferior rinde escasos beneficios multiplicando extraordinariamente los costes.
5. La decisión sobre la edad de inicio y finalización del programa debe tener en cuenta: a) la incidencia de este tipo de cáncer en cada país; b) las tendencias temporales por grupos de edad, y c) el dinero que el país esté dispuesto a gastarse en este programa en función de la prioridad que se le asigne al cáncer de cérvix en el conjunto de las enfermedades prevenibles.
En nuestro país no parecería justificado recomendar una edad de inicio inferior a los 35 años. Si se alcanzasen coberturas elevadas, se dispone de razonable evidencia para finalizar el programa a alguna edad entre los 50-60 años.