Sres. Directores: Después de leer atentamente el interesante editorial sobre acreditación y reacreditación de tutores y centros docentes1, firmado por el Dr. A. Martín Zurro en el número de 31 de marzo de su revista, me gustaría aportar mi opinión como tutor y como miembro de la Comisión Nacional de Medicina Familiar y Comunitaria.
Creo que es innegable que la conflictiva situación vivida durante los meses previos a 1995, favorecida en buena parte por la situación de debilidad política que vivió el gobierno en aquel momento, nos ha llevado a una situación de sobrecarga de residentes de medicina familiar y comunitaria que ha puesto en peligro la garantía de un adecuado nivel de calidad en nuestras unidades docentes. Justo es admitir que esa sobrecarga no ha sido homogénea en todo el Estado y que el riesgo ha sido más elevado en unas unidades que en otras. Justo es reconocer así mismo que el mérito de llevar a buen puerto el reto docente del programa ante tal adversidad corresponde a tutores, técnicos de salud y coordinadores de unidades docentes, con una preocupante escasa comprensión por parte de planificadores y gestores.
Como comenta el autor, es necesario caminar hacia la mejora con el objetivo de alcanzar la «excelencia». Coincido totalmente con que el camino más justo y eficaz es la progresiva adecuación de los criterios de acreditación y reacreditación de centros y tutores, introduciendo más valoraciones cualitativas y empezando a plantearse la necesidad de realizar evaluaciones objetivas de tutores, técnicos de salud y, acaso también, de coordinadores de unidades docentes. La recopilación de publicaciones científicas realizadas y las horas de formación recibidas, junto a una subjetiva opinión del residente sobre la docencia recibida, han sido una base válida para acreditar-reacreditar en Cataluña hasta ahora, pero difícilmente serán suficientes para buscar la «excelencia» futura.
La descentralización de la acreditación y reacreditación de centros puede contribuir a mejorar, especialmente porque agilizaría el proceso y se adaptaría más a la realidad de cada zona. Únicamente obligaría a establecer mecanismos que evitaran perversiones locales, lo que se antoja relativamente fácil de salvar siguiendo unas directrices dinámicas consensuadas. Pero, con todo, el factor clave para facilitar la mejora de nuestra docencia de posgrado es que las administraciones central y autonómicas tomen conciencia de la importancia de la cuestión y apuesten decididamente por formar un número de especialistas acordes a la capacidad docente real y a las necesidades futuras de la población. Sólo a partir de entonces se debería finalizar la fase «expansiva» e iniciar la de «excelencia». Frenar antes de tiempo la expansión es, me temo, moverse por criterios más economicistas que docentes y ha contribuido ya, al menos en Cataluña, a crear ese sentimiento de injusticia vivido por profesionales que no tienen acceso a ser docentes y al que, de forma tan acertada, alude el autor en su artículo.
