Desde hace ya unas décadas el respeto hacia la libertad de los pacientes se ha situado en el corazón de la medicina con tal fuerza que, salvo excepciones, no se concibe una asistencia de calidad sin contar con el adecuado consentimiento de quien la recibe. Este planteamiento tiene actualmente un sólido fundamento en los tres niveles de exigencia del comportamiento profesional: la ética, la deontología y la normativa legal1.
De manera paralela al desarrollo del consentimiento informado ante pacientes autónomos en el día a día, se han buscado soluciones para amparar la libertad de quienes, a partir de un momento dado, han perdido la capacidad para tomar decisiones. Esta situación se puede presentar con menor o mayor grado de previsión: tras un evento agudo grave de salud (accidente, ictus…), en el curso de una enfermedad cuya evolución hace previsible la pérdida de las funciones intelectuales (demencia, enfermedad neurológica degenerativa, insuficiencias orgánicas, etc.), o por el natural deterioro del envejecimiento.
Con esta lógica se promovió la elaboración de las voluntades anticipadas (VA) o instrucciones previas, también denominadas popularmente como testamento vital, que se concibe como un documento que recoge los deseos previos del paciente y que debería estar accesible para que los profesionales puedan consultarlo en el momento en que haya que tomar decisiones asistenciales que se le hubieran consultado si hubiera tenido capacidad mental para dar su consentimiento.
Existe cierta perplejidad ante la minoritaria respuesta de la población a la realización de VA. El número de ciudadanos españoles que ha registrado el documento de VA es de apenas 150.000 según los datos del Ministerio de Sanidad en marzo de 2013, lo cual significa un 3 por mil, muy por debajo del 25% en EE. UU. donde, a pesar de ser el país con mayor tradición en la promoción de las VA, tampoco han logrado generalizar esta práctica a los 50 años de su introducción.
Una de la razones que se han reiterado para explicar esta escasa respuesta de la ciudadanía para la realización de VA es la falta de implicación de los profesionales. El estudio de Toro Flores R, et al.2 nos ofrece información sobre las actitudes y los conocimientos sobre VA de los médicos y las enfermeras de una área sanitaria de Madrid, tanto de atención primaria como especializada. Los resultados se pueden resumir diciendo que los profesionales tienen actitudes muy favorables hacia el respeto de las últimas voluntades de sus pacientes, pero sus conocimientos sobre el procedimiento de las VA son escasos: poco más de la mitad afirmaban conocer la legislación y solo uno de cada cuatro había leído el documento oficial de VA. Estos datos son congruentes con estudios similares realizados en otras localidades con posterioridad a 2002, año en que España legisla una norma reguladora de ámbito estatal al respecto3. Cuando han pasado más de 10 años desde la entrada en vigor de esta normativa y tras más de tres décadas de desarrollo bioético y deontológico en esta cuestión, cabe plantearse si se ha acertado en la diana al apostar por el documento de VA de un modo tan directivo como paradigma de la libertad de los pacientes que han perdido la capacidad de decidir.
Muchos profesionales consideran que, en la práctica, las VA han sufrido la misma infección legalista que el consentimiento informado. Es decir, se ha sustituido el proceso de relación clínica impregnado por el respeto y la deliberación por el objetivo de obtener la firma de un documento que puede tener consecuencias legales. Una reflexión parecida ya llevó hace 20 años a un grupo de bioeticistas norteamericanos reunidos en el Hasting Center a promover el concepto de la «planificación anticipada de la asistencia sanitaria»4 con una influyente publicación que acaba de ver su segunda edición, donde se concede una gran importancia a la formación en habilidades de comunicación5. El objetivo es alcanzar un conocimiento de los valores y las preferencias del paciente que se refleje en la historia clínica de tal modo que sirva de apoyo para tomar decisiones coherentes con su voluntad si en un momento dado pierde la capacidad de otorgar el consentimiento. En España se ha publicado una guía de práctica clínica sobre planificación anticipada de la asistencia médica que ofrece una variada casuística mostrando que es un «continuum» con el consentimiento informado, la historia de valores, las decisiones de representación y las instrucciones previas6.
El deseo de fallecer en el propio domicilio, la negativa a ingresar en una unidad de cuidados intensivos en caso de agravamiento en una situación de enfermedad terminal, el rechazo a tratamientos de soporte extraordinarios, las órdenes de no reanimación, la designación de las personas en quienes se delegan las decisiones, el deseo de recibir asistencia religiosa o las instrucciones para las exequias son algunos ejemplos de cuestiones que se deberían tratar de manera anticipada con el paciente en el clima de confianza que caracteriza una relación clínica de calidad con los profesionales que le atienden habitualmente. Este enfoque tiene un especial interés en algunas patologías como la demencia, cuando se atiende a pacientes en estadios precoces de esta enfermedad7.
Para que la planificación anticipada de la asistencia sea operativa ha de quedar reflejada en un espacio propio de la historia clínica tal como ha previsto la Guía de la Consejería de Andalucía8, mostrando que no es imprescindible un diseño específico de la historia, pero sí es necesaria una estrategia muy clara para establecer el modo de introducir esta información, de modo que su consulta y su posible modificación sean practicables.
Muchos clínicos expertos consideran que al ponerse el acento en las VA se ha podido confundir la parte con el todo. El diálogo clínico lleno de naturalidad sobre estas cuestiones con el paciente no puede ser sustituido sin más por un documento legal, siendo imprescindible una adecuada formación en actitudes, conocimientos y habilidades al respecto.
Se necesita una auténtica revolución educativa que debe empezar en los estudios de Grado donde los alumnos han de aprender a cultivar la dimensión ética de la relación clínica impregnada de la filosofía del consentimiento informado, cuya lógica se proyectará en la planificación anticipada de la asistencia. Una historia clínica completa debe incluir el diálogo sobre cuestiones relativas a la fase final de la vida, incluyendo decisiones vitales, lo cual ha de abordarse con un adecuado trabajo interdisciplinar y de equipo9. Todo ello tratado con prudencia, en función del momento de cada paciente, lo que puede significar introducir una sencilla sensibilización en una persona joven y sana, o plantear con claridad, en personas con una enfermedad avanzada, el modo de enfocar la toma de decisiones en el futuro próximo.
Esto solo será posible si las facultades de medicina y las escuelas de enfermería se comprometen con este estilo de excelencia profesional y trabajan en sintonía con los directivos de las instituciones sanitarias y sus políticas de calidad en los centros donde los alumnos hacen las prácticas10. Debemos lograr una sinergia entre la teoría y la práctica, entre la academia y la práctica asistencial, evitando las fracturas que se traducen en la formación de profesionales escépticos y con un pobre compromiso vocacional, que con facilidad serán pasto del burnout. En este escenario la capacitación para el trabajo en equipo y la comunicación se han convertido en una auténtica cuestión ética operativa11.