Sres. Directores: Por alusiones agradecería me permitieran clarificar una serie de conceptos de mi artículo de réplica al editorial «Hacia un único colectivo de médicos de familia», y que al parecer fueron mal expresados o que invitan a la mala interpretación, como el Dr. Gálvez sugiere1,2.
Primero, queda claro que mi posicionamiento, como muchos de los médicos de cabecera no MIR, es de parte de la solución, de la reconciliación y de la comunión de intereses de todas las sociedades que aglutinan a los médicos de cabecera, como expresé en mi último párrafo3. Sin embargo, del mismo modo que en el editorial del Dr. Gálvez, se aducen motivos históricos totalmente respetables, y en buena parte compartidos por mí, por los que explicar la situación actual; también existen otras realidades, otras visiones del problema, que aunque se tilden de «minoritarias y olvidadas» es posible que tengan algo de razón, pues, al fin y al cabo, la verdad no es patrimonio de nadie, y la visión de la realidad siempre es subjetiva.
Segundo, los calificativos, como se pueden leer en mi réplica, son a «algunos» y en absoluto a todos los especialistas de aquel entonces. Y, aunque quiera suavizarlos, me es imposible modificar el hecho de que si quiero decir «engreído o prepotente» ponga esto, aunque alguien pueda ofenderse. No obstante, recalco que, en mi opinión, el comportamiento de algunos de aquéllos pudo tener algo que ver con que a casi 20 años de la creación de la especialidad existan colectivos de médicos de cabecera enfrentados. O, ¿acaso se debe sólo a «la defensa terca del pasado» de los médicos que no estaban convencidos de la reforma o a motivos puramente laborales?
El leitmotiv de mi réplica estaba en intentar explicar que no sólo estos motivos dividen a los médicos generales, sino que existen implicaciones históricas y concepciones de entender la atención primaria al margen de las generadas a raíz de la publicación del Real Decreto sobre Estructuras Básicas de Salud de 1984 (RD 137/1984 de 11 de enero), no suficientemente comprendidas y respetadas y que podrían tener relación, en algún caso, con «el añorado médico de pueblo». Buena prueba de estas afirmaciones es que gran parte de los médicos que se aglutinan en las sociedades al margen de la semFYC son facultativos con plaza, que si bien, estoy seguro, son solidarios con sus compañeros interinos, consideran que no todo el problema se reduce a esta cuestión. Y que, por otro lado, muchos de ellos, entre los que me encuentro, firmaron la integración voluntaria en los EAP, aun a costa de perder parte del sueldo, realizaron el curso de perfeccionamiento para la obtención del título, se implicaron en programas y protocolos, siendo responsables de los mismos, y son a la sazón tutores extrahospitalarios de la especialidad. Porque entendíamos, y creemos a pies juntillas, en la importancia que tuvo, y ha de tener, la atención primaria en nuestro país. Pero, eso sí, sin entonar cantos de sirena sobre la RAP. Reconocemos sus enormes mejoras, y sus grandes limitaciones y efectos perversos, pero también no olvidamos los antecedentes que nos llevaron a esta situación, y todo ello sin que en nuestro espíritu se encuentre el subrayar las diferencias, sino todo lo contrario, con ánimo de comprensión y entendimiento.
Y, tercero, se podrá argüir que los conocimientos son un prerrequisito, con lo que estamos, creo, todos de acuerdo. Que el médico debe tener un mínimo de habilidades, además de conocimientos, para poder ejercer su arte y ciencia, al tiempo que le permitan detectar problemas muy infrecuentes. Pero, en el nivel en el que nos encontramos la rutina es la norma, el caso clínico es sustituido por la persona con nombre y apellidos. Con lo que, para este menester, continúo opinando que la experiencia, la permanencia en el puesto, es un mérito ineludible. Entendiendo que, al margen de las diferencias entre los profesionales por la posesión o no del título de especialista, existe una característica que nos llega a ser común, y es que a la postre nos convertimos todos en especialistas de nuestros pacientes, de nuestro cupo, de nuestro pueblo. Y que por ello hemos de estar capacitados para poder solucionar, u orientar, si cabe, problemas patológicos esporádicos a otros niveles asistenciales.
Aunque exista el peligro de que «nuestros futuros colegas nos acusen de haberles legado una desdibujada y poco atractiva imagen del médico de familia y de su entorno de trabajo», y con independencia de los conocimientos y habilidades que se encuentran en la formación del médico de cabecera, deberán existir unas actitudes aprendidas, una predisposición imitada, un buen saber hacer de nuestros ancestros, una herencia, que como dijo Cicerón tendrán que ver, más que nada, con «la gloria y la virtud de sus bien realizadas gestas mucho mejor que cualquier otro patrimonio. Deshonrar esa gloria es una impiedad y muestra de un ánimo depravado» (Sobre los deberes).
Concluyendo, quisiera hacer un llamamiento para que aquello que la prensa se hace eco de que las diferentes sociedades de la atención primaria cuando están juntas más parecen sindicatos que sociedades científicas, alcance a desaparecer y que éstas lleguen a comportarse de tal manera que representen las distintas concepciones, o matices, de entender la atención primaria en nuestro país, más que una pugna sobre intereses laborales o corporativos de sus diversos integrantes.