La diabetes mellitus es una enfermedad crónica, en alarmante incremento en nuestro país, con estimaciones de prevalencia de hasta el 13,8% y con un 6% de sujetos sin diagnosticar1. Este incremento se debe a: los cambios en los criterios diagnósticos, la mayor esperanza de vida, y el aumento del sedentarismo y de la obesidad (con una prevalencia comunicada en España en 2010 del 22,9%)2. Se trata de una enfermedad con un enorme impacto social, económico y sanitario asociada a una elevada tasa de morbimortalidad, debida sobre todo a enfermedad cardiovascular, ocular y/o renal, pero también a algunos tipos de cánceres y enfermedades infecciosas, independiente de los factores de riesgo principales3.
Actualmente no existe un tratamiento curativo y el principal objetivo del mismo va dirigido a la prevención de las complicaciones crónicas asociadas, a través de un control glucémico intensivo mediante hábitos de vida saludable y diversas opciones terapéuticas. La reciente aparición de nuevos fármacos antidiabéticos orales, con mecanismos de acción complementarios, ha modificado, en los últimos 10 años, los hábitos de prescripción en nuestro país4. Estos cambios en las estrategias de tratamiento pueden deberse a factores externos a los conocimientos científicos actuales y son más rápidos que los recomendados por las guías de las principales sociedades científicas, además de «complicar» nuestro esquema terapéutico.
La metformina es un fármaco efectivo, seguro (habiendo demostrado, en un subgrupo de pacientes obesos en el UKPDS, una reducción de la mortalidad cardiovascular) y económico, por lo que sigue siendo el más utilizado como tratamiento de primera línea en la diabetes mellitus tipo 2, a pesar de que no terminemos de conocer ni su mecanismo de acción (evidencias recientes implican el intestino como un importante lugar de acción5), ni su variabilidad tanto en eficacia como en tolerancia.
Durante más de 60 años, prácticamente solo se ha dispuesto junto con la metformina de fármacos secretagogos orales (como sulfonilureas y meglitinidas). Estos, a pesar de la amplia experiencia y bajo coste, al poder ocasionar hipoglucemias graves y aumento de peso, así como poder acelerar la progresión del deterioro de la célula beta, mantienen la polémica a favor y en contra de su uso como fármacos de primera línea6,7.
Posteriormente se han comercializado otros fármacos, como los inhibidores de las α-glucosidasas, cuyo escaso efecto hipoglucemiante y la mala tolerancia han limitado su uso; o las glitazonas, de las cuales la rosiglitazona fue tan prometedora por su mecanismo de acción como decepcionante al incrementar el riesgo cardiovascular, motivo de su retirada. La pioglitazona mejora la sensibilidad a la insulina, el control glucémico, la dislipidemia y la microalbuminuria, pero sus efectos secundarios, como aumento de peso, edemas periféricos y riesgo de fracturas, junto con el aumento de riesgo de cáncer de vejiga, condicionan su utilización. Su empleo en España junto a las sulfonilureas se ha reducido4.
Los inhibidores de la enzima dipeptidil-peptidasa 4 son nuevos fármacos que aumentan el efecto incretina, incrementando la secreción pancreática de insulina, efecto dependiente de los niveles de glucosa (una gran ventaja clínica, al no producir hipoglucemias) y además, inhiben el aumento postprandial del glucagón. Son fármacos efectivos, sin aumentar el peso, aportando cierta mejoría de la función de la célula beta y de diversos marcadores de riesgo cardiovascular8.
Hasta el momento, habían aparecido estudios de no inferioridad (dirigidos a valorar la seguridad), como el Savor Timi y Examine, que no mostraron un incremento de eventos cardiovasculares, aunque sí un aumento de ingresos por insuficiencia cardiaca en el primero; pero recientemente se ha publicado el estudio TECOS9 en este caso con sitagliptina, y en él no se observaron diferencias en ninguno de los objetivos cardiovasculares definidos, ni tampoco en ingresos por insuficiencia cardiaca. En el grupo con sitagliptina se necesitaron menos requerimientos de otros fármacos antihiperglucemiantes, un tiempo más prolongado hasta añadir nuevos fármacos y una menor tasa de insulinización. Tampoco se notificaron diferencias significativas en casos de pancreatitis, ni relación con el cáncer de páncreas y tiroides9, como se había sugerido previamente.
La última incorporación terapéutica son los inhibidores del cotransportador de sodio-glucosa tipo 2, con un mecanismo de acción totalmente independiente de la insulina pues al inhibir la reabsorción de glucosa facilitan su excreción por el riñón, con una diuresis osmótica. Requieren una función renal normal (filtrado glomerular mayor de 60mL/min/m2), no por problemas de seguridad sino porque pierden su eficacia. Entre sus ventajas, aparte del beneficio glucémico y el bajo riesgo de hipoglucemias se encuentran la pérdida de peso (2-3kg) y el descenso en la presión arterial (la sistólica 4-6mmHg). Se han identificado efectos metabólicos compensatorios, como un incremento en la secreción de glucagón10, por lo que la combinación con inhibidores de la dipeptidil-peptidasa 4 puede resultar muy atractiva. Sus efectos secundarios más frecuentes son un ligero incremento en las infecciones genitourinarias. Recientemente, el Pharmacovigilance Risk Assessment Committee de la EMA ha advertido de la posibilidad de cetoacidosis, incluso sin hiperglucemia severa, en pacientes tratados con estos fármacos y el modo de minimizar sus riesgos11.
En septiembre del año pasado salió a la luz el estudio EMPA-REG12 y por primera vez un antidiabético oral demostró una reducción de eventos y muerte cardiovascular (38%) en pacientes con diabetes tipo 2 de alto riesgo, pudiendo hacer replantearnos el algoritmo terapéutico en determinados sujetos.
Por lo tanto, la disponibilidad de nuevos fármacos nos permite individualizar más el tratamiento en cada paciente con nuevas combinaciones (incluso triple terapia metformina, inhibidores de la dipeptidil-peptidasa 4 y del cotransportador de sodio-glucosa tipo 2) y poder comenzar precozmente su uso y que su efecto sea lo más duradero posible, aunque con un encarecimiento importante en la factura por antidiabéticos y una mayor complejidad en la toma de decisiones, hecho que puede ser especialmente gravoso para aquellos compañeros menos especializados en la diabetes mellitus. La ausencia de datos de su seguridad a largo plazo y su coste muy superior a las alternativas previas aconsejan ser prudentes antes de extender estos nuevos grupos terapéuticos de modo generalizado, seleccionando cuidadosamente los grupos de pacientes (ancianos, con insuficiencia renal, obesos), para hacerlos lo más eficaces y con los menores efectos secundarios posibles.